5

A la mañana siguiente, Charlotte estaba sentada frente a Narraway a la mesa del desayuno en la silenciosa casa de la señora Hogan, aún indecisa sobre qué contarle.

—Muy amena —respondió a la pregunta sobre cómo había sido la velada. Y se dio cuenta con sorpresa de que era cierto. Hacía mucho tiempo que no acudía a una fiesta tan agradable y sofisticada. Aunque estaba en Dublín y no en Londres, no había grandes diferencias entre la alta sociedad.

A esa hora tardía de la mañana, no había ningún otro huésped en el comedor. La mayoría de las mesas ya estaban cubiertas con manteles limpios con bordes de puntilla, listas para la cena. Charlotte se concentró en el generoso plato de comida que tenía delante. Contenía mucho más de lo que necesitaría cualquier persona saludable.

—Fueron muy amables conmigo —agregó.

—Bobadas —espetó Narraway en voz baja.

Charlotte levantó la vista, sobresaltada por su brusquedad.

Narraway sonreía, pero la intensa luz de la mañana revelaba claramente el cansancio de su rostro. En ese momento abandonó su decisión de mentirle. Era un hombre inescrutable en muchos sentidos, pero no en las arrugas profundas de su gesto o en sus ojos hundidos en las cuencas.

—Está bien —accedió—. Fueron hospitalarios y la fiesta tenía cierto estilo que resultó divertido. ¿Le parece más preciso?

Narraway estaba animado. No lo demostró con algo tan evidente como una sonrisa, pero Charlotte estaba segura de ello.

—¿A quién conoció, además de a Fiachra, claro?

—¿Lo conoce desde hace mucho tiempo? —preguntó ella a su vez al recordar las palabras de McDaid con un leve escalofrío.

—¿Por qué lo pregunta?

Narraway cogió otra tostada y la untó con mantequilla. Había comido muy poco y Charlotte se preguntó si habría dormido.

—Porque no me preguntó nada sobre usted. Pero parece dispuesto a ayudar.

—Es un buen amigo. —La miró a los ojos.

Charlotte sonrió.

—Bobadas —dijo en el mismo tono de voz que había utilizado Narraway.

Touché —reconoció—. Tiene razón, pero hace mucho tiempo que nos conocemos.

—¿No está llena Irlanda de gente a la que conoce desde hace mucho tiempo?

Él untó la tostada con mermelada.

Charlotte esperó.

—Sí —admitió—. Pero no conozco las lealtades de la mayoría de ellos.

—Si Fiachra McDaid es su amigo, ¿para qué me necesita? —preguntó sin vacilar. De repente, la asaltó una idea inquietante: tal vez no la quisiera en Londres, donde Pitt podría ponerse en contacto con ella. ¿Hasta qué punto era complicado y peligroso el asunto? ¿Dónde estaba el dinero que se había desfalcado? ¿Era posible que se tratara solo de dinero y no de una vieja venganza? ¿O de ambas cosas?

Narraway no respondió.

—¿Porque me está utilizando a mí, o a ambos, con mentiras seleccionadas? —sugirió.

El hombre contrajo el gesto como si el impacto hubiera sido físico además de emocional.

—No le estoy mintiendo, Charlotte. —Habló en voz tan baja que ella tuvo que inclinarse hacia delante para oírlo—. Estoy… siendo muy selectivo sobre cuánto de la verdad le cuento…

—¿Cuál es la diferencia?

Narraway suspiró.

—Es buena detective, a su modo, casi tan buena como Pitt, pero el trabajo de la Brigada Especial es muy distinto a los vulgares crímenes domésticos.

—Los crímenes domésticos no siempre son vulgares —objetó Charlotte—. El amor y el odio de los humanos pocas veces lo son. La gente mata por toda clase de razones, pero por lo general para conseguir o proteger algo que valora apasionadamente. O por indignación ante una violación que no es capaz de soportar. Y no me refiero necesariamente a algo físico. Las heridas emocionales o espirituales pueden ser mucho más difíciles de superar.

—Le pido disculpas. Debería haber dicho que las alianzas y las lealtades se extienden de maneras mucho más complicadas. Dos hermanos pueden estar en bandos contrarios, como también pueden estarlo un marido y su mujer. Los rivales pueden ayudarse entre sí, o incluso morir por el otro si se alían en la causa.

—Y las víctimas son tanto los inocentes como los culpables —dijo Charlotte, recordando las palabras de McDaid—. Mi papel es bastante sencillo. Me gustaría ayudarle, pero estoy obligada por todo lo que soy a ayudar a mi marido y, por supuesto, a mí misma…

—No sabía que era tan pragmática —comentó Narraway con una leve sonrisa.

—Soy mujer, tengo una cantidad de dinero limitada y dos hijos. Cierto grado de pragmatismo resulta necesario. —Habló con suavidad para eliminar el tono incisivo de sus palabras.

Narraway terminó de extender la mermelada.

—Entonces entenderá que Fiachra es amigo mío en algunos aspectos, pero no podré contar con él si la respuesta resulta distinta a la que espero.

—¿Acaso espera alguna en particular?

—Ya se lo dije: creo que Cormac O’Neil ha encontrado la manera perfecta de vengarse de mí, y la ha aprovechado.

—¿Por algo que sucedió hace veinte años?

—Los irlandeses son los que tienen más memoria de toda Europa. —Narraway dio un bocado a su tostada.

—¡Y mayor paciencia también! —exclamó Charlotte con incredulidad—. La gente actúa porque algo, en algún sitio, ha cambiado. Los delitos de Estado tienen eso en común con los crímenes domésticos más vulgares. Algo nuevo ha hecho que O’Neil, o quien sea, haya decidido actuar ahora. Tal vez no haya podido antes. O quizá se deba a que, para él, este es el momento adecuado.

Narraway terminó su tostada antes de responder.

—Por supuesto, tiene razón. El problema es que no se cuál es la razón. He estudiado la situación en Irlanda y no veo ninguna razón por la que O’Neil haya decidido hacer esto ahora.

Charlotte se abstuvo de probar el té. Se le ocurrió una idea desagradable, escalofriante y de suma urgencia.

—¿No sabría O’Neil que esto lo haría venir hasta aquí? —preguntó.

Narraway la miró fijamente.

—¿Cree que O’Neil me quiere aquí? Estoy seguro de que si su propósito fuera matarme, habría ido él mismo a Londres. Si creyera que pretende asesinarme no la habría dejado venir conmigo, Charlotte, aunque el sustento de Pitt dependa de que yo recupere mi trabajo. Por favor, reconózcame la capacidad de haber pensado en ello.

—Lo siento. Creí que venir con alguien a quien nadie reconociera como su ayudante podría ser la mejor manera de eludirlo. Nunca sugirió que fuera a ser cómodo ni sencillo. Y no podría haber evitado que viniera a Irlanda, si yo hubiera querido. Podría haberme dejado hacerlo a solas, pero habría sido poco eficiente, e impropio de usted.

—Habría sido extraño —aceptó él—, pero no imposible. Tenía que contarle algo de la situación, por el bien de Pitt. Y por el suyo propio, no puedo contárselo todo. No sospecho la razón por la que O’Neil pueda haber elegido este momento. Ni O’Neil ni nadie, en realidad. Lo que es indiscutible es que alguien con buenos contactos en Dublín ha decidido robar el dinero que dispuse para Mulhare, lo cual causó la muerte del pobre hombre. A continuación esa persona se aseguró de que llegara a oídos, primero de Austwick, y después de Croxdale, para así garantizarse mi destitución.

Se sirvió otra taza de té.

—Tal vez no lo iniciara O’Neil, puede que tan solo se haya dejado utilizar. Me he ganado muchos enemigos. La información y el poder lo hacen inevitable.

—Entonces piense en otros enemigos —sugirió Charlotte—. ¿Las circunstancias de quién pueden haber cambiado? ¿Hay alguien a quien estuviera a punto de desenmascarar?

—Querida, ¿acaso cree que no he pensado en ello?

—¿Y sigue creyendo que se trata de O’Neil?

—Quizá sea que me remuerde la conciencia. —Esbozó una sonrisa tan fugaz que en cuanto alcanzó sus ojos desapareció de nuevo—. «El impío huye sin que nadie lo persiga» —citó—. Pero aquí se maneja información que solo puede tener gente relacionada con el caso.

—Oh. —Charlotte se sirvió una taza de té recién hecho—. Entonces será mejor que averigüemos más cosas sobre O’Neil. Anoche salió en la conversación. Les dije que mi abuela se llamaba Christina O’Neil.

Narraway tragó saliva.

—¿Y cómo se llamaba en realidad?

—Christine Owen —respondió Charlotte.

Narraway rompió a reír. Ella no añadió más, tan solo se terminó la tostada y la taza de té.

Charlotte pasó la mañana y la mayor parte de la tarde leyendo y leyendo acerca de la historia de Irlanda, con lo que se dio cuenta de la vasta laguna en sus conocimientos y se sintió un poco avergonzada. Como Irlanda estaba geográficamente tan cerca de Inglaterra, y había sido ocupada por los ingleses de un modo u otro a lo largo de tantos siglos, su individualidad había quedado engullida por la marea de la historia británica. El imperio ocupaba una cuarta parte del mundo. Los ingleses tendían a pensar en Irlanda como en una pequeña porción de él, a la que les unía un idioma común, puesto que despreciaban la existencia de la lengua irlandesa.

Muchos de los ilustres hijos de Irlanda se habían forjado un nombre en el escenario mundial sin distinguirse de los ingleses. Todo el mundo sabía que Oscar Wilde era irlandés, pero el entorno de sus obras era absolutamente inglés. Quizá también se supiera que Jonathan Swift era irlandés, pero ¿y Bram Stoker? ¿Se sabía que lo era el gran duque de Wellington, vencedor en la batalla de Waterloo, y más tarde primer ministro? El hecho de que esos hombres hubieran salido de Irlanda durante su juventud no alteraba en modo alguno sus orígenes.

La familia de Charlotte no era anglo-irlandesa, pero al fingir que tenía una abuela que lo era, se dijo que tal vez debería mostrarse un poco más sensible con los sentimientos de la gente y abordar el tema de un modo menos informal.

Por la noche volvió a ponerse su único vestido negro, esa vez con joyas y guantes distintos, y llevaba el cabello tocado con un adorno que le habían regalado años atrás. Se disponía a acudir al teatro cuando de repente le preocupó ir demasiado elegante. Tal vez el resto de los asistentes tuvieran un aspecto mucho menos formal. Al fin y al cabo, era una cultura sumamente literaria, educada en palabras e ideas, y muy familiarizada con ellas. Quizá para ellos una noche en el teatro no fuera un acontecimiento social, sino más bien intelectual y emotivo.

Se quitó el adorno del pelo y tuvo que cambiarse el estilo del peinado. En consecuencia, hubo de darse prisa, y se mostró aturullada cuando Narraway llamó a la puerta para comunicarle que Fiachra McDaid había llegado para acompañarla de nuevo aquella noche.

—Gracias —dijo, mientras soltaba el peine con precipitación y tiraba al suelo varias horquillas. No se detuvo a recogerlas.

Narraway la miró con preocupación.

—¿Se encuentra bien?

—¡Sí! Solo que indecisa en cuanto a qué ponerme —respondió Charlotte, e hizo un gesto de indiferencia con la mano.

Narraway la observó con atención. Su mirada la recorrió desde los zapatos, visibles bajo el borde del vestido, hasta la coronilla. Charlotte sintió que se le encendían las mejillas ante el sincero deleite que apreció en sus ojos.

—Ha acertado en su decisión —dictaminó él—. Los diamantes habrían sido inapropiados en esta ocasión. Aquí se toman el teatro muy en serio.

Charlotte estuvo a punto de decir que no tenía diamantes, pero entonces reparó en que el hombre se estaba burlando de ella. Se preguntó si era la clase de hombre que regalaría diamantes a una mujer, si la amara. Se dijo que no. Si fuera capaz de un amor así, regalaría algo más personal, más imaginativo. Una cabaña junto al mar, por pequeña que fuera, tal vez; algo de significado perdurable que aportara dicha a la vida de su propietario.

—Me alegro mucho —dijo, mirándolo a los ojos—. Pensé que los diamantes eran demasiado triviales.

Aceptó su brazo y apoyó los dedos tan ligeramente sobre la tela de la chaqueta que era imposible que Narraway notara su contacto.

Fiachra McDaid apareció elegante y distinguido como la noche anterior, aunque en esa ocasión vestía con menos formalidad. Saludó a Charlotte con aparente alegría por volver a verla, si bien había pasado tan solo un día. Le expresó su voluntad de ayudarla a entender el teatro irlandés tanto como le fuera posible a una mujer inglesa. Mientras lo comentaba, sonrió a Charlotte, como si fuera un secreto que ella era capaz de desentrañar.

Hacía algún tiempo que Charlotte no había asistido al teatro. No era una forma de arte que Pitt disfrutara en exceso, y a ella no le gustaba ir sin él.

Allí en Dublín, era un acontecimiento bastante diferente. El edificio era más pequeño y desprendía una sensación de intimidad que hacía que la experiencia fuera no tanto una ocasión para ser visto, sino una aventura de la que participar.

McDaid le presentó a varios de sus amigos que se acercaron a saludarlo. Eran de edades y, en apariencia, de posiciones sociales muy distintas, como si los hubiera elegido de entornos tan diversos como le hubiera sido posible.

—La señora Pitt —dijo en tono alegre—. Ha venido desde Londres para ver cómo hacemos las cosas por aquí, sobre todo movida por un interés hacia nuestra bonita ciudad, pero también con la intención de descubrir algo sobre su ascendencia irlandesa. No es de extrañar. ¿Puede haber alguien inteligente o apasionado a quien no le gustaría reivindicar una porción de sangre irlandesa en sus venas?

Charlotte respondió con calidez a la bienvenida que le dispensaron, y los intercambios le resultaron naturales, incluso agradables. No recordaba lo interesante que era conocer a gente nueva, con ideas nuevas. Sin embargo, no dejaba de preguntarse qué habría dicho Narraway a McDaid.

Le escrutó el rostro y no descubrió en él más que buen humor, interés, diversión y un muro insalvable de inteligencia cautelosa destinado a no revelar nada en absoluto.

Habían llegado temprano para la función, pero la mayoría del público ya se encontraba presente. Mientras McDaid hablaba, Charlotte aprovechó la ocasión para mirar alrededor y estudiar los rostros de los presentes. Eran distintos a los del público londinense de un modo muy sutil. Había menos cabezas rubias, menos facciones anglosajonas adustas y una sensación de mayor tensión y de energía contenida.

Y, por supuesto, escuchó la música de un acento distinto, y voces que de vez en cuando hablaban una lengua que le resultaba irreconocible. No había en ella rastro del latín o el francés normando, ni del alemán del que procedían muchas palabras del inglés. Así pues, supuso que debía de ser su lengua nativa. Solo podía adivinar lo que decían mediante los gestos, la risa y la expresión de sus rostros.

Se fijó en un hombre que le llamó la atención. Tenía el pelo negro con un grueso mechón suelto entrecano. El rostro era enjuto, y no fue hasta que se volvió hacia ella que Charlotte se fijó en lo oscuro de sus ojos. Tenía la nariz marcadamente torcida, lo que le daba un aspecto asimétrico, una suerte de intensidad doliente. A continuación volvió la cabeza, como si no la hubiera visto, y Charlotte se sintió aliviada. Lo había mirado fijamente, y era una falta de educación, por muy interesante que alguien pudiera resultar.

—Lo ha visto —observó McDaid en voz baja, casi en un susurro.

Charlotte se quedó desconcertada.

—¿Verlo? ¿A quién?

—A Cormac O’Neil —respondió.

La mujer se sobresaltó. ¿Acaso había sido tan evidente?

—¿Es ese… el hombre de…? —preguntó, y no supo cómo terminar la frase.

—Del gesto angustiado —añadió por ella.

—No iba a…

Observó en la mirada de McDaid que de nada serviría negarlo. Bien Narraway se lo había dicho, bien lo había deducido por sí mismo. Entonces se preguntó quién más lo sabía, o si todos los que estaban implicados sabían mucho más que ella, y su farsa no engañaba a nadie.

—¿Lo conoce? —preguntó.

—¿Yo? —McDaid alzó las cejas—. Me lo han presentado, claro, pero ¿conocerlo? No, apenas lo conozco.

—No me refería a un nivel profundo —puntualizó Charlotte—. Solo preguntaba si se conocen.

—En el pasado, creí que sí. —McDaid observaba a Cormac con disimulo—. Pero la tragedia cambia a la gente. O tal vez solo saque a la luz lo que siempre estuvo ahí, aunque aún no se hubiera descubierto. ¿Cuánto llegamos a conocer a alguien? ¿O a nosotros mismos?

—Muy metafísico —comentó Charlotte con sequedad—. Y la respuesta es que se puede conjeturar, con más o menos base, según su inteligencia y su experiencia con esa persona.

El hombre la miró fijamente.

—Victor me dijo que era muy… directa.

Le resultó extraño oírlo referirse a Narraway por su nombre de pila y no con el tono de formalidad al que ella estaba acostumbrada, con el ligero distanciamiento que marcaba el liderazgo.

No sabía si estaba a punto de ofender a McDaid, pero si se mostraba demasiado tímida para abordar el tema que le interesaba, perdería la oportunidad.

Charlotte le sonrió.

—¿Cómo era O’Neil cuando lo conoció?

McDaid abrió los ojos.

—¿Victor no se lo ha contado? Qué interesante.

—¿Esperaba que lo hubiera hecho? —preguntó.

—¿Por qué quiere saberlo Victor, por qué ahora? —McDaid permaneció inmóvil.

Alrededor, la gente se movía, ajustaba posiciones, sonreía, se hacía señas con la mano, buscaba sus butacas, asentía en señal de acuerdo sobre uno u otro asunto, y saludaba a sus amigos.

—Tal vez lo conozca lo suficiente para preguntárselo usted mismo —sugirió Charlotte.

De nuevo, el hombre contraatacó.

—¿Acaso usted no?

Ella mantuvo un sonrisa afable, levemente divertida.

—Por supuesto, pero no repetiría su respuesta. Debe de conocerlo lo suficiente para saber que no se sinceraría con alguien en quien no pudiera confiar.

—Entonces tal vez ambos lo sepamos, pero ninguno confía en el otro —dedujo él—. Qué absurdo, qué vulnerable e increíblemente humano… Y, en realidad, es la fórmula de muchas obras cómicas.

—A juzgar por el rostro de Cormac O’Neil, ha conocido la tragedia —repuso Charlotte—. Es una de las víctimas de la guerra a las que usted se refirió.

McDaid la miró con fijeza y, por un instante, el zumbido de las conversaciones de alrededor pareció cesar.

—Así es —respondió con suavidad—. Pero eso fue hace veinte años.

—¿No se llega a olvidar?

—¿Los irlandeses? Jamás. ¿Acaso olvidan los ingleses?

—A veces —respondió ella.

—Por supuesto. ¡Apenas podrían recordar a todas sus víctimas! —Acto seguido McDaid se contuvo y su expresión cambió—. ¿Le gustaría conocerlo? —preguntó.

—Sí… por favor.

—Entonces así será —prometió.

Se oyeron susurros de impaciencia entre el público y a continuación se hizo el silencio. Al cabo de unos segundos, el telón se levantó y dio comienzo la obra. Charlotte se concentró para poder hacer comentarios inteligentes cuando le presentaran a alguien durante el intermedio.

Sin embargo, le resultó difícil seguirla. De manera frecuente, se hacía referencia a acontecimientos que no le resultaban familiares, incluso se utilizaban palabras que no conocía, y se respiraba una tristeza subyacente en el ambiente.

¿Era así como se sentía Cormac O’Neil: indefenso, predestinado a sentirse vencido? Todo el mundo perdía a gente a la que quería. El dolor era parte de la vida. La única salida era no querer a nadie. Dejó de intentar entender la representación y, con la mayor discreción de la que fue capaz, se dedicó a observar a O’Neil.

Daba la impresión de estar solo. No miraba a derecha ni a izquierda, y todo indicaba que la gente que tenía a los lados iba acompañada.

Cuanto más lo observaba, más solo le parecía. Sin embargo, Charlotte estaba segura de que no se aburría. Sus ojos no se apartaban del escenario y, en ocasiones, su expresión reflejaba el dramatismo de la obra.

Cuando llegó el intermedio, Charlotte se sintió arrastrada por la pasión que emanaba tanto del escenario como del público. Sin embargo, también se quedó desconcertada. Le hizo experimentar con mayor intensidad que la cadencia de un acento distinto, o incluso que el sonido de otro idioma, que estaba en un lugar extraño, rebosante de emociones que la invadían y la abandonaban de nuevo.

—¿Le apetece que la acompañe a tomar algo? —preguntó McDaid cuando cayó el telón y se encendieron las luces—. ¿Y tal vez a conocer a uno o dos más de mis amigos? Estoy seguro de que se mueren de curiosidad por saber quién es y, por supuesto, de qué la conozco.

—Me encantaría —respondió Charlotte—. ¿Y de qué me conoce? Será mejor que seamos precisos, o la gente empezará a hablar. —Sonrió para que sus palabras no le resultaran ofensivas.

—Pero si el único propósito de ir al teatro con una mujer hermosa es dar que hablar a la gente. —Enarcó las cejas—. De lo contrario, es mejor ir solo, como Cormac O’Neil, y concentrarse en la obra, sin distracciones.

—Gracias. Me halaga pensar que podría distraerlo. —Inclinó levemente la cabeza, disfrutando el sencillo juego de palabras—. Sobre todo de una obra dramática tan intensa. Los actores son espléndidos. La mayor parte del tiempo no sé de qué hablan, y aun así sus sentimientos me han conquistado.

—¿Está segura de que no es irlandesa? —preguntó él.

—En absoluto. Tal vez lo sea, y solo tenga que ahondar más. Pero, por favor, no le diga al señor O’Neil que mi abuela también se apellidaba O’Neil, o me veré obligada a admitir que sé muy poco sobre ella, y eso me hará parecer muy descortés, como si renegara de esa parte de mi pasado. Y la verdad es que, sencillamente, no era consciente de lo interesante que podía llegar a ser.

—No se lo diré, si usted no quiere —prometió McDaid.

—Pero aún no me ha dicho cómo nos conocimos —le recordó Charlotte.

—La vi en un salón y pedí a un conocido en común que nos presentara —respondió—. ¿No es así como se conoce siempre a una mujer a la que se ve, y se admira?

—Supongo que sí. Pero ¿de qué salón estamos hablando? ¿Fue aquí, en Irlanda? Imagino que no, puesto que llevo en el país solo un par de días. ¿Ha estado en Londres últimamente? —Le sonrió—. ¿O alguna vez en su vida?

—Por supuesto que he estado en Londres. ¿Me toma por un pueblerino? —McDaid se encogió ligeramente de hombros—. Solo una vez, me temo. No me interesó, ni yo le interesé a la ciudad. Me pareció tan inmensa, tan llena de gente, y al mismo tiempo tan anónima… Se podría vivir y morir allí, y no ser visto jamás.

—Pero solo llevo en Dublín un par de días —insistió ella para llenar el silencio.

—Entonces diremos que me quedé hechizado a primera vista —ofreció él como respuesta creíble, de repente con una sonrisa en los labios—. Lamento haber insultado a su país. Es imperdonable. Atribúyalo a mi inadaptación entre tres millones de ingleses.

—Oh, y de unos cuantos irlandeses, créame —respondió Charlotte con una sonrisa—. Y ninguno de ellos es un inadaptado.

McDaid se inclinó ante ella.

—¿Y yo acepté su invitación porque me sentí halagada y soy una irresponsable? —preguntó desafiante.

—Eso es —convino McDaid—. Debemos de tener amigos en común… o alguna tía sumamente respetable, por ejemplo. ¿Tiene algún pariente así?

—Mi tía abuela Vespasia, que es familiar política. Si ella me lo recomendara, lo acompañaría a cualquier parte del mundo —respondió sin vacilar.

—Parece encantadora.

—Lo es. Créame, si de verdad la conociera, solo se atrevería a tratarme con el mayor respeto.

—¿Dónde conocí a esa dama formidable?

Lady Vespasia Cumming-Gould. Eso no importa. El entorno pasa a un segundo término y se olvida fácilmente cuando se la conoce. Bastará con decir que fue en Londres.

—Vespasia Cumming-Gould —repitió McDaid lentamente—. Creo que me resulta familiar.

—Su nombre suena por toda Europa —aclaró Charlotte—. Será mejor que sepa que es una mujer de edad indeterminada, pero que tiene el pelo plateado y camina como una reina. Fue la mujer más hermosa y de conducta más escandalosa de su generación. Si no sabe eso, descubrirán que nunca la ha conocido.

—Ahora lamento no haberlo hecho.

Le ofreció un brazo y comenzaron a bajar por la escalera.

Se dirigieron a la sala donde ya estaban sirviendo los refrigerios, y el público se había reunido a saludar a sus amistades y a intercambiar opiniones sobre la obra.

Transcurrieron varios minutos de agradable conversación antes de que McDaid le presentara a una mujer de indomable cabellera rizada llamada Dolina Pearse y a un hombre de altura inusual llamado Ardal Barralet. A su lado, aunque no parecía que estuviera con ellos, se encontraba Cormac O’Neil.

—¡O’Neil! —exclamó McDaid en tono de sorpresa—. Hacía tiempo que no lo veía. ¿Cómo está?

Barralet se volvió como si no se hubiera dado cuenta de que tenía a O’Neil tan cerca que los faldones de sus chaquetas casi se rozaban.

—Buenas noches, O’Neil. ¿Disfrutando de la obra? Excelente, ¿no cree? —preguntó con naturalidad.

O’Neil se vio obligado a responder o a ofrecer una inequívoca muestra de rechazo.

—Muy pulida… —respondió, mirando a Barralet. Tenía la voz inusitadamente grave y suave, como si también él fuera actor y acariciara las palabras. Y ni siquiera se fijó en Charlotte—. Buenas noches, señora Pearse —saludó con amabilidad a Dolina.

—Buenas noches, señor O’Neil —respondió la mujer con frialdad.

—Conoce a Fiachra McDaid, ¿verdad? —preguntó Barralet, y rompió el repentino silencio—. A quien tal vez no conozca sea a la señora Pitt. Acaba de llegar a Dublín.

—¿Cómo está, señora Pitt? —dijo O’Neil con educación, aunque sin interés. Fue a McDaid a quien miró con un súbito destello de emoción.

McDaid le devolvió una mirada fija y serena, y el momento pasó.

Charlotte se preguntó si había sucedido o tan solo se lo había imaginado.

—¿Qué la trae a Dublín, señora Pitt? —preguntó Dolina, con una clara intención de cambiar de tema. Ni su rostro ni su voz transmitieron interés.

—He oído hablar bien de la ciudad —respondió Charlotte—, y he decidido dejar para mañana todo lo bueno que pueda hacerse hoy.

—Una actitud muy inglesa —murmuró Dolina—. Y virtuosa —añadió, pronunciando las palabras como si fuera algo insoportablemente aburrido.

Charlotte sintió que le bullía la sangre. Miró a los ojos a Dolina.

—Si venir a Dublín es virtuoso, entonces me he equivocado —respondió con brusquedad—. Esperaba que fuera divertido.

McDaid soltó una carcajada y su rostro adoptó de repente un gesto animado.

—Depende de con qué disfrute, querida. Oscar Wilde, el pobre, es uno de los nuestros, y ha hecho reír al mundo. Durante años, intentamos parecemos tanto como pudiéramos a los ingleses. Ahora, por fin estamos encontrándonos, y llenamos nuestro teatro de angustia, poesía y triples sentidos. Puede optar por lo que más le apetezca en cada momento, pero la mayoría de las obras contienen un aire de fatalidad, como si nuestro destino estuviera en nuestra sangre. Si reímos, es de nosotros mismos, y como forastera, puede que le resulte de mala educación participar de la diversión.

—Eso explica muchas cosas. —Charlotte agradeció sus palabras con una ligera inclinación de la cabeza.

Era consciente de que O’Neil la estaba mirando, quizá porque era la única del grupo a quien no conocía, pero Charlotte deseaba iniciar una conversación con él. Ese era el hombre que Narraway creía que había urdido la traición. ¿Qué demonios podía decirle que no sonara demasiado forzado? Lo miró a los ojos, obligándolo a escucharla o a hacerle un desaire.

—Tal vez haya sonado un poco trivial cuando he hablado de diversión —aclaró con un matiz de disculpa en la voz—. Me gusta aderezar el placer con ideas, e incluso con un enigma o dos, para que el sabor permanezca. Una obra dramática resulta superficial si puede entenderse todo su contenido en una velada, ¿no les parece?

El hombre suavizó la expresión.

—Entonces se marchará de Irlanda como una mujer feliz. Sin duda, no nos entenderá en una semana, ni en un mes, ni, probablemente, en un año.

—¿Porque soy inglesa? ¿O porque son ustedes tan complejos? —inquirió.

—Porque ni siquiera nosotros mismos nos entendemos, la mayor parte del tiempo —respondió O’Neil mientras alzaba un hombro en un gesto apenas perceptible.

—Nadie se entiende —repuso Charlotte. Ahora hablaban como si no hubiera nadie más en la sala—. Solo los aburridos creen hacerlo.

—Podemos volvernos aburridos al intentarlo constantemente, y en voz alta. —Esbozó una sonrisa, y su luz cambió por completo la expresión de su rostro—. Pero lo hacemos de manera poética. Y cuando empezamos a repetirnos, ponemos a prueba la paciencia de la gente.

—¿Acaso no se repite también la historia, como variaciones de un mismo tema? —preguntó Charlotte—. Cada generación, cada artista, añade una nota distinta, pero la melodía que subyace es la misma.

—Inglaterra está en tono mayor. —Se le torció la boca al hablar—. Con cantidades de metales y percusión. Irlanda toca en tono menor, con instrumentos de viento de madera y un acorde decreciente. Quizá con un solo de violín, de vez en cuando.

O’Neil la miraba con intensidad, como si fuera un juego y uno tuviera que perder. ¿Era posible que supiera quién era y que había llegado con Narraway, y el porqué?

Intentó considerar la idea absurda, pero entonces recordó que alguien ya había demostrado ser más listo que Narraway, lo cual era un logro considerable. La venganza no solo requería pasión, sino también un alto grado de inteligencia. Y lo más aterrador, hacía falta un contacto en Lisson Grove lo suficientemente bien situado para conseguir que aquel dinero regresara a la cuenta de Narraway.

De súbito, el juego le pareció mucho más serio. Era consciente de que, por culpa de su vacilación, Dolina la observaba con curiosidad, igual que Fiachra McDaid, de pie junto a ella.

—Siempre he creído que el violín suena muy similar a la voz humana —observó con una sonrisa—. ¿No lo cree, señor O’Neil?

Un destello de sorpresa le iluminó la mirada. Sin duda, esperaba un comentario más defensivo.

—¿No imaginaba que los héroes de Irlanda sonaran como humanos? —preguntó.

—No del todo. —Evitó mirar a McDaid y a Dolina, por si su presencia la devolvía a la realidad—. Pensaba en algo heroico, casi sobrenatural.

Touché —dijo McDaid en voz baja. Tomó a Charlotte del brazo y la estrechó con sorprendente fuerza. No podría haberse zafado de él aunque lo hubiera intentado—. Debemos volver a nuestros asientos —se excusó, y se la llevó tras una breve despedida. Charlotte estuvo a punto de preguntarle si había ofendido a alguien, pero no deseaba oír la respuesta. Como tampoco tenía intención de disculparse.

En cuanto regresó a su butaca, observó que le ofrecía unas vistas sobre el público tan buenas como del escenario. Dirigió una mirada a McDaid, y vio en su expresión que lo había dispuesto a propósito, pero no hizo ningún comentario.

Llegaron a tiempo de ver alzarse el telón, y la acción captó de inmediato su atención.

Charlotte, perdida entre las muchas alusiones a la historia y las leyendas que no conocía, devolvió la mirada al público a fin de interpretar sus reacciones y seguir la obra un poco mejor.

John y Bridget Tyrone ocupaban el palco de enfrente. El tamaño íntimo del teatro le permitió distinguir sus caras con claridad. El hombre observaba el escenario, inclinado levemente hacia delante, como si no quisiera perderse una sola palabra. La mujer lo miró, y ante su ensimismamiento, volvió la cabeza. Su mirada recorrió el público. Charlotte se colocó los anteojos que McDaid le había prestado, no para ver el escenario, sino para ocultar la mirada y seguir observando a la señora Tyrone.

La búsqueda de Bridget cesó cuando identificó a un hombre entre el público, sentado en la parte de abajo, a su izquierda. Charlotte solo alcanzaba a verle la nuca, pero estaba segura de haberlo visto antes. No recordaba dónde.

Bridget siguió con los ojos clavados en él, como si deseara que le devolviera la mirada.

En el escenario, la tensión dramática se tornó más intensa. Charlotte la percibió de manera vaga, pues su atención estaba puesta en la concurrencia. John seguía observando a los actores. Por fin, el hombre al que Bridget miraba se volvió y dirigió la vista hacia el palco. Era Phelim O’Conor. Charlotte lo reconoció en cuanto vio su perfil. El hombre clavó los ojos en Bridget con expresión inescrutable.

Bridget desvió la mirada en cuanto su marido le prestó atención y dejó de observar a los actores. Intercambiaron unas breves palabras.

Abajo, O’Conor se volvió hacia el escenario. Tenía el cuello rígido y permanecía inmóvil.

Durante el segundo intermedio, McDaid la llevó de nuevo al bar, donde volvían a servirse abundantes refrigerios. Las conversaciones giraban en torno a la obra. ¿Estaba bien interpretada? ¿Se mantenía fiel a la intención del autor? ¿El actor principal había malinterpretado su papel?

Charlotte escuchaba, intentando adoptar una actitud de observación inteligente. Sin embargo, lo que le importaba era descubrir a quién más reconocía entre quienes hacían cola para pedir una bebida o charlaban entusiasmados con sus amistades. Charlotte no conocía a ninguna de esas personas, y aun así le resultaban familiares. Muchas de ellas se parecían tanto a las que había conocido antes de casarse que casi esperaba que la reconocieran. Era una sensación extraña, agradable y nostálgica, si bien no habría cambiado nada de su vida actual.

—¿Está disfrutando de la obra? —preguntó McDaid.

Se acercaron a la barra del bar, donde se encontraba Cormac O’Neil con un vaso de whisky en la mano.

—Estoy disfrutando de la experiencia en general —respondió Charlotte—. Le estoy muy agradecida por haberme traído. No podría haber venido sola, ni me habría resultado la mitad de agradable.

—Me alegro de que lo esté pasando bien —comentó McDaid con una sonrisa—. No estaba seguro de que le gustara. La obra termina con un magnífico momento culminante, muy sombrío y espantoso. Supongo que no lo entenderá demasiado.

—¿Es de lo que se trata? —preguntó ella, y desvió la mirada de McDaid a O’Neil, y de nuevo a McDaid—. ¿De desconcertarnos a todos hasta el punto de tener que pasar semanas o meses intentando averiguar su verdadero significado? Tal vez lleguemos a más de media docena de interpretaciones.

Durante un momento, la mirada de McDaid se llenó de sorpresa y admiración; acto seguido, disimuló y recuperó el tono de ligereza.

—Creo que tal vez nos esté sobreestimando, al menos en esta ocasión. Diría que el autor no tenía un propósito tan sutil en mente.

—¿Qué significado le supone? —preguntó O’Neil en voz baja.

—Oh, pregúntemelo dentro de un mes, señor O’Neil —respondió ella con naturalidad—. Contiene ira, por supuesto. Cualquiera se daría cuenta. También me parece ver un componente de predestinación, como si tuviéramos pocas opciones y nuestras reacciones vinieran determinadas en el momento de nacer. No me agrada. No deseo sentirme tan… controlada por el destino.

—Usted es inglesa. Les gusta imaginar que son los dueños de la historia. En Irlanda, hemos aprendido que la historia nos controla —respondió O’Neil. Aunque la amargura de su voz se mezclaba con ironía y risa, el dolor era real.

Estuvo a punto de contradecirlo, pero se dio cuenta de que no podía dejar pasar esa oportunidad.

—¿En serio? Si he entendido la obra correctamente, transmite una sensación de lo inevitable en el amor y la traición que es bastante universal; una especie de Romeo y Julieta más antigua y más sombría.

El rostro de O’Neil se tensó, e incluso bajo la luz de la lámpara de la sala atestada de gente, Charlotte lo vio palidecer.

—¿Es eso lo que usted ve? —Habló con voz pastosa, como si se le atragantaran las palabras—. Lo idealiza, señora Pitt. —La amargura que transmitía en ese momento era incontenible. Charlotte la percibió como si la hubiera tocado.

—¿Eso hago? —preguntó mientras se hacía a un lado para dejar pasar a una pareja cogida del brazo. Al desplazarse, se colocó a propósito cerca de O’Neil, para que no pudiera marcharse sin apartarla a un lado—. ¿Cuál es la realidad más dura que debería ver? ¿Rivalidad entre bandos opuestos, familias divididas, un amor que no puede consolidarse, traición y muerte? Nada de eso me parece en absoluto romántico, salvo para nosotros, ahora, que lo observamos como espectadores. Para quien lo vive debe de ser muy distinto.

El hombre la observó fijamente, con la mirada hundida y gesto de sombría desesperación. Charlotte creyó que Narraway podía tener razón y que O’Neil había alimentado su odio durante veinte años, hasta que el destino le había proporcionado la ocasión de vengarse. Pero ¿qué había cambiado?

—¿Y qué es usted, señora Pitt? —preguntó, muy cerca de ella y en voz baja para asegurarse de que McDaid no pudiera oírlo—. ¿Espectadora o actriz? ¿Está aquí para ser testigo de la sangre y las lágrimas de Irlanda, o para inmiscuirse en ellas, como su amigo Narraway?

Charlotte se quedó atónita. De modo que sabía que tenía relación con Narraway. La ira silenciada con la que se enfrentaba a ella finalmente parecía a punto de desbordarse. Sin duda, fingir inocencia sería ridículo.

—Me gustaría ser un deus ex machina —respondió—. Pero supongo que es imposible.

—¿Un dios surgido de la máquina? —preguntó O’Neil, y se encogió de hombros con gesto airado—. ¿Quiere descender en el último acto y ordenar un final imposible que lo solucione todo? Muy inglés. Y muy absurdo, y sumamente arrogante. Llega veinte años tarde. Dígaselo a Victor, cuando lo vea. Ya no queda nada que arreglar.

Cormac O’Neil se volvió antes de que Charlotte pudiera responder, la apartó de un empujón y derramó su whisky al chocar contra un hombre corpulento vestido con un abrigo azul. Acto seguido, desapareció.

Charlotte notó la presencia de McDaid junto a ella, con cierta expresión de disgusto en el rostro.

—Lo siento —se disculpó. No tenía sentido que tratara de explicarse—. Me he permitido expresar mis opiniones con demasiada libertad.

McDaid se mordió el labio.

—No podía saberlo, pero el tema de la libertad de Irlanda, y de los traidores de la causa, es muy familiar y doloroso para O’Neil. Fue a través de su familia que nuestro gran plan se vio traicionado hace veinte años. —Contrajo el rostro en un gesto de dolor—. Nunca supimos por quién. Sean O’Neil asesinó a su esposa, Kate, y fue ahorcado por ello. Aunque lo hizo porque ella desveló a los ingleses nuestros planes, hay gente que cree que lo hizo porque la descubrió con otro hombre. Como fuera, fracasamos de nuevo, y el remordimiento aún persiste.

—¿Planeaban un alzamiento? —preguntó Charlotte en voz baja. Oyó las conversaciones animadas alrededor.

—Por supuesto —respondió McDaid con rotundidad—. Entonces, el autogobierno era el aire que respirábamos. Podríamos haber sido nosotros mismos, sin el peso de Inglaterra alrededor del cuello.

—¿Es así como lo ve? —Se volvió mientras hablaba y lo miró a los ojos, examinando su expresión.

El hombre suavizó el gesto. Esbozó una sonrisa compungida, con cierto matiz de desaprobación.

—Entonces, sí. Y cuando veo a Cormac, los recuerdos vuelven. Pero ahora tengo la cabeza más fría. Hay cosas mejores en las que invertir las energías… causas menos intolerantes.

Charlotte prestaba atención al color y el susurro de las telas que veía, seda contra seda. Estaban rodeados de gente en una de las capitales más interesantes del mundo, disfrutando de una noche de teatro. Por lo menos algunas de esas personas eran también hombres y mujeres que se consideraban oprimidos por una fuerza extranjera en su propia tierra y, por lo menos, algunas de esas personas estaban dispuestas a matar y a morir para librarse de ella. Charlotte parecía una más, en sus rasgos, tono de piel y cabello, pero no lo era; era distinta en alma y pensamiento.

—¿Qué causas? —preguntó con interés.

La sonrisa de McDaid se hizo más amplia, en un intento de desviar el tema.

—Injusticias sociales, leyes de reforma anticuadas. Mayor igualdad. Exactamente lo mismo por lo que, sin duda, ustedes luchan en su país. He oído que en Londres hay mujeres estupendas que batallan por toda clase de causas. ¿Quizá algún día pueda contarme cosas sobre ellas? —Formuló la frase con tono interrogativo, como si le interesara lo suficiente para pedir una respuesta.

—Por supuesto —dijo Charlotte con despreocupación al tiempo que intentaba recordar los datos necesarios para responder con sensatez, si tuviera necesidad.

McDaid la tomó del brazo mientras la gente pululaba a su alrededor de vuelta a sus butacas; gente afable, hospitalaria, rebosante de ingenio y pasión por la vida. Qué fácil, y qué peligroso, sería para ella olvidarse de que ese no era su lugar.

Narraway tenía dudas sobre qué descubriría Charlotte en el teatro. Mientras paseaba por el muelle Arran Quay, en la orilla norte del Liffey, con la cabeza agachada, notando la brisa húmeda procedente del agua, temía que pudiera averiguar cosas de él que prefería que no supiera, pero no se le ocurría el modo de evitarlo.

Sonrió con amargura al imaginarla investigando con actitud implacable para desvelar los hechos ocultos tras el dolor. ¿Se sentiría desilusionada al descubrir el papel que él había desempeñado en el asunto? ¿O era su vanidad, sus propios sentimientos… el hecho de que él le importara lo suficiente para que pudiera sentirse decepcionada o, mucho peor, herida?

Jamás olvidaría los días que siguieron a la muerte de Kate. Peor fue la mañana que ahorcaron a Sean. La brutalidad y el dolor de aquel momento habían extendido una sensación de frío que había perdurado a lo largo de todos aquellos años.

Sin embargo, no quería que Charlotte sufriera por él, en particular si su dolor nacía de una idea falsa sobre su persona.

Se rio de sí mismo con un sonido débil, casi ensordecido por el ruido de sus pasos rápidos sobre los adoquines del muelle. ¿Por qué, en ese momento de su vida, le importaba tanto la opinión de la mujer de otro hombre?

Se obligó a concentrarse en el lugar al que se dirigía, y en el porqué. Si no descubría quién había desviado el dinero destinado a Mulhare, todo lo que averiguara sobre O’Neil sería en vano. Alguien en Lisson Grove había estado implicado. No culpaba a ningún irlandés. Ellos luchaban por su causa y, en ocasiones, Narraway incluso simpatizaba con ella. Sin embargo, el hombre de la Brigada Especial que estaba implicado había traicionado a su propia gente, y eso era distinto. Quería saber de quién se trataba y demostrarlo. El daño que podría provocar no tendría límites. Si odiaba a Inglaterra lo suficiente para planear y ejecutar una trama para desacreditar a Narraway, ¿qué no sería capaz de hacer? ¿Era su verdadero propósito sustituirlo? Tal vez todo ese asunto de Mulhare no fuera más que el medio para conseguirlo. Pero ¿se trataba de simple ambición o escondía otro motivo más tenebroso?

Sin darse cuenta, aceleró el paso y avanzó a tal velocidad que estuvo a punto de pasar de largo el callejón que estaba buscando. Torció y avanzó a tientas en la oscuridad. Tuvo que palpar los muros para seguir el camino. Tercera puerta. Llamó con decisión, con un ritmo rápido.

Había llevado a Charlotte porque había querido, pero la mujer tenía sus propias razones de peso para encontrarse allí. Si estaba en lo cierto y había un traidor en Lisson Grove, entonces una de las primeras decisiones que tomaría sería librarse de Pitt. Si Pitt tenía suerte, sería despedido. Pero había posibilidades mucho peores.

La puerta se abrió y Narraway entró en una oficina pequeña y de atmósfera muy viciada, llena a rebosar de libros de contabilidad, cuadernos de cuentas y pliegos de hojas sueltas. Un gato atigrado se había adjudicado un lugar delante de la chimenea, y ni siquiera se movió cuando Narraway entró y tomó asiento en una silla ante el escritorio abarrotado.

O’Casey se sentó enfrente de él; la cabeza calva resplandecía bajo la luz de la lámpara de gas.

—¿Y bien? —preguntó Narraway, disimulando su expectación tanto como le fue posible.

O’Casey vaciló.

Narraway consideró amenazarlo. Aún tenía poder, si bien ahora ilegal. Tomó aire. A continuación miró de nuevo a O’Casey a los ojos y cambió de opinión. Le quedaban pocos amigos y no podía permitirse distanciarse de ninguno de ellos.

—Y bien… ¿qué esperas de mí? —preguntó O’Casey mientras ladeaba la cabeza—. No te ayudaré, no más de lo necesario. Por los viejos tiempos. Y eso es más bien poco.

—Lo sé —convino Narraway. Había heridas y deudas entre ellos, y algunas aún abiertas o sin saldar—. Necesito saber qué ha cambiado para Cormac O’Neil

—Por el amor de Dios, ¡deja al pobre hombre en paz! ¿Es que no se lo has quitado ya todo? —exclamó O’Casey—. No pensarás ir por la niña, ¿verdad?

—¿La niña? —Narraway se quedó desconcertado durante un momento. Entonces el recuerdo volvió a él. La hija de Kate y Sean. Era solo una niña, de seis o siete años, cuando sus padres murieron—. ¿Fue Cormac quien la crio? —preguntó.

—¿A una pequeña? —O’Casey le dedicó una mirada de desdén—. Pues claro que no, imbécil. ¿Qué iba a hacer Cormac O’Neil con una niña de seis años? Se la llevó una prima de Kate, Maureen, creo que se llamaba. Ella y su marido. La criaron como a su propia hija.

Narraway sintió una punzada de lástima hacia la pequeña… la hija de Kate. Eso jamás debería haber sucedido.

—Pero ¿ella sabe quién es? —preguntó en voz alta.

—Pues claro. Supongo que Cormac se lo habrá dicho. —O’Casey levantó un hombro ligeramente—. Aunque, por supuesto, no le habrá contado la verdad tal como la conocemos, pobrecita. Hay cosas que es mejor no decir.

Narraway sintió un escalofrío. No había pensado en la hija de Kate.

Al volver la vista atrás, incluso semanas después, supo que Kate se había cambiado de bando porque creía que el alzamiento estaba condenado al fracaso, y que morirían más irlandeses que ingleses, muchos más. Pero ella también conocía a Sean. El hombre había estado dispuesto a utilizar la belleza de ella para avergonzar a Narraway, incluso para llevarlo a la muerte, pero lo que jamás habría imaginado ni remotamente era que la mujer pudiera entregarse libremente a Narraway o, aún peor, sentir algo por él.

Y cuando así sucedió, Sean no fue capaz de perdonarla, ni de cabeza ni de corazón. Dijo que la había matado por Irlanda, pero Narraway sabía que lo había hecho por sí mismo, como al final debió aceptar también Sean.

¿Y Cormac? Él también había querido a Kate. ¿Se sentiría como un irlandés vencido por la artería de un inglés, inmerso en una lucha en la que nadie era justo? ¿O como un hombre traicionado por una mujer a la que deseaba y a la que nunca pudo tener: la esposa de su hermano, que se había aliado con el enemigo por sus propias razones, fueran políticas o personales?

¿Qué le había dicho a Talulla?

¿Era posible que hubiera sucedido algo nuevo durante los últimos meses? Y de ser así, ¿cómo podría ella haber desviado el dinero de la cuenta de Mulhare a la de Narraway? ¿Con la ayuda de un traidor en Lisson Grove? No pudo hacerlo sola. Pero entonces ¿con quién?

—¿Quién traicionó a Mulhare? —preguntó a O’Casey.

—No tengo la menor idea —respondió—. Y si lo supiera, no te lo diría. Un hombre que vende a su propia gente merece que se le caigan las treinta monedas de plata de las manos. Merece que le aten un saco de plomo al cuello antes de arrojarlo a la bahía de Dublín.

Narraway se puso en pie. El gato junto a la chimenea se desperezó y volvió a ovillarse hacia el otro lado.

—Gracias —dijo.

—No vuelvas por aquí —respondió O’Casey—. No te haré daño, pero tampoco te ayudaré.

—Lo sé —concluyó Narraway.

Charlotte no tuvo ocasión de hablar con Narraway ni tan solo un momento cuando regresó del teatro aquella noche. A la mañana siguiente, sentía un deseo incontrolable de contarle lo que había visto y averiguado, pero cuando se reunieron para desayunar, la presencia de otros huéspedes en mesas cercanas le impidió revelar lo que había sucedido. Narraway dijo que tenía asuntos de los que ocuparse, y que había oído decir a Dolina Pearse que Charlotte estaba invitada a la inauguración de una exposición de arte, si le apetecía, y después a tomar el té con ella y sus amigas. Narraway había aceptado en su nombre.

—Gracias —respondió Charlotte con cierta frialdad.

Narraway captó el matiz y sonrió.

—¿Preferiría rechazar la invitación? —preguntó con las cejas enarcadas.

Charlotte observó su rostro oscuro. Se dijo que, en ese momento, prestar la más mínima atención a su orgullo resultaría una idiotez. El hombre se enfrentaba a la deshonra y, aún peor, su caída destrozaría la vida de su amigo. Si no conseguía quedar libre de culpa, Pitt podría perder todas sus posesiones, pero la herida más profunda se la causaría no ser capaz de mantener a su familia, en particular a la esposa que había abandonado una vida de comodidades sociales y económicas para casarse con él.

—No, claro que no —respondió con una sonrisa—. Es solo que estoy un poco nerviosa. Conocí a algunas de esas personas en la fiesta de Bridget Tyrone y no estoy segura de que el encuentro fuera del todo amigable.

—Me lo puedo imaginar —comentó Narraway con ironía—. Pero la conozco, y también conozco un poco a Dolina. El té puede ser interesante. Y a usted le gusta el arte. Se trata de arte impresionista, creo. —Se levantó de la mesa.

—¡Victor! —Había utilizado su nombre por primera vez sin pensar, y entonces se fijó en su rostro, en los nervios, en la vulnerabilidad repentina. Charlotte quiso disculparse, pero pensó que solo empeoraría las cosas. Se obligó a sonreírle, aún de pie, a punto de volverse para irse. Era un hombre de elegancia natural; la chaqueta de corte perfecto y el pañuelo anudado con esmero.

No sabía cómo empezar, pero la necesidad la obligó a hablar.

Narraway seguía esperando.

—Si voy a ir a la exposición, necesitaré una blusa nueva. —Sintió el rubor de la vergüenza en las mejillas—. No he traído…

—Por supuesto —se apresuró a responder él—. Iremos a comprarla en cuanto se termine el desayuno. Tal vez debería comprar dos. No puede dejarse ver con el mismo vestido en cada reunión. ¿Estará lista dentro de media hora? —Echó un vistazo al reloj de la repisa de la chimenea.

—¡Por el amor de Dios! Podría almorzar también en ese tiempo. Estaré lista dentro de diez minutos —exclamó Charlotte.

—¿De verdad? Entonces la esperaré en la puerta principal —respondió Narraway con gesto sorprendido y sin duda satisfecho.

Caminaron unos trescientos metros y encontraron con facilidad un coche de punto para dirigirse al centro de la ciudad. Narraway parecía saber con exactitud adónde iba y se detuvo en la entrada de una tienda de moda muy elegante.

Charlotte imaginó los precios y supo que no podría permitírselos. Sin duda, Narraway debía de saber cuánto cobraba Pitt. Entonces ¿por qué la llevaba allí?

Empujó la puerta y la sostuvo abierta.

Charlotte no se movió de su sitio.

—¿Podríamos ir a una tienda menos cara, por favor? Creo que aquí gastaré más de lo que debería, sobre todo porque es ropa que no me pondré con frecuencia.

Narraway parecía sorprendido.

—Tal vez nunca haya comprado una blusa de mujer —comentó con aspereza Charlotte, después de que la humillación le hubiera afilado la lengua—. Pueden ser muy caras.

—No pretendía que la pagara usted —respondió Narraway—. Le hace falta para ayudarme con mi problema, por lo que es mi responsabilidad.

—Y también mía… —replicó Charlotte.

—¿Podemos discutirlo dentro? Estamos llamando la atención, de pie en la puerta.

Charlotte entró con rapidez, enfadada con él y consigo misma a la vez. Debería haber previsto la situación, y haberla evitado de algún modo.

Una mujer mayor se acercó a ellos, con un vestido negro de hermoso corte. No tenía un solo adorno; su elegancia era suficiente. La mujer era el reclamo perfecto para el establecimiento. A Charlotte le habría encantado tener un vestido que se le ajustara al cuerpo de un modo tan extraordinario. Aún tenía una buena figura, y un vestido como ese se la realzaría muchísimo. Lo sabía, y la tentación era tan fuerte que incluso la podía notar, convertida en un sabor dulce en la boca.

—¿Puede enseñarnos algunas blusas, por favor? —preguntó Narraway—. Algo adecuado para asistir a una exposición de arte, o a una salida de tarde.

—Desde luego, señor —respondió la mujer. Observó a Charlotte durante no más de un minuto para evaluar qué podría quedarle bien y a continuación se fijó un momento en Narraway, tal vez para juzgar cuánto estaba dispuesto a gastar.

Ante la visión de aquellas prendas elegantes y a todas luces caras, a Charlotte se le cayó el alma a los pies. Sin duda, la mujer había llegado a la evidente conclusión de que eran marido y mujer. ¿Con quién si no iría cualquier dama respetable a comprar un artículo tan íntimo como una blusa? Debería haber insistido para que la llevara a otra tienda y haber esperado fuera. Aunque, de todos modos, habría tenido que aceptar que le prestara dinero.

—¡Victor, es imposible! —exclamó en voz baja en cuanto la mujer se hubo alejado.

—No, no lo es —la contradijo él—. Es necesario. ¿Quiere llamar la atención llevando la misma ropa en todos los eventos? La gente lo notará, y eso usted lo sabe mejor que yo. Entonces se preguntará qué clase de relación tenemos… y por qué no me ocupo de usted como es debido.

Charlotte intentó pensar en un argumento convincente, pero sin éxito.

—¿O es que quiere rendirse y que nos olvidemos del asunto? —sugirió Narraway.

—¡No, claro que no! —repuso ella—. Pero…

—Entonces no discuta.

Tomó a Charlotte del brazo y tiró de ella hacia delante, agarrándola con fuerza. Si se hubiera resistido, habría chocado contra él, y la presión de sus dedos en el brazo le habría hecho daño. Decidió tener unas palabras con él más adelante, sin dejar lugar a equívocos.

La mujer regresó con varias blusas, todas preciosas.

—Si la señora desea probárselas, tenemos una habitación disponible aquí mismo —ofreció.

Charlotte le dio las gracias y la siguió. Todas eran maravillosas, pero la más bella era una negra con rayas doradas que se le ajustaba al cuerpo como si la hubieran diseñado y confeccionado especialmente para ella; otra, de algodón blanco con encaje y volantes, y botones de perla, era muy femenina. Ni siquiera de joven, cuando su madre intentaba casarla con alguien adecuado, se había sentido tan atractiva, casi realmente hermosa.

La tentación de quedarse con las dos bullía en su interior.

La mujer se acercó para preguntarle si se había decidido, o si tal vez quería que le mostrara más blusas.

—¡Oh! —exclamó, conteniendo el aliento—. Sin duda la señora no podría haber elegido mejor.

Charlotte vaciló y echó un vistazo a la blusa a rayas colgada de la percha.

—Una elección excelente. ¿Le gustaría preguntarle a su marido cuál prefiere? —sugirió.

Charlotte decidió comentar que Narraway no era su marido, pero quiso expresarse con educación, de modo que no pareciera que estaba corrigiendo a la mujer. Entonces vio a Narraway por detrás del hombro de la mujer, y la admiración en su rostro. Durante un instante, se mostró desnudo, vulnerable, completamente desprevenido. Debió de darse cuenta, y sonrió.

—Nos quedamos las dos —anunció con decisión, y se volvió.

A menos que decidiera contradecirlo en presencia de la vendedora, y ponerlos a todos en una situación embarazosa, Charlotte no tenía más remedio que aceptar. Dio un paso atrás, cerró la puerta y se vistió de nuevo con su blusa de lo más corriente.

—Victor, no debería haber hecho eso —dijo en cuanto salieron a la calle—. No sé cómo voy a devolvérselo.

El hombre se detuvo y la miró un instante.

De repente, el enfado se desvaneció y Charlotte recordó la expresión de sus ojos tan solo unos minutos antes.

Narraway alargó un brazo y le acarició la cara con la punta de los dedos. Solo le tocó la mejilla, pero fue un gesto de enorme intimidad y lleno de ternura.

—Me lo devolverá ayudándome a limpiar mi nombre —respondió—. Es más que suficiente.

Iniciar una discusión resultaría desagradable y en vano, no solo en relación a la emoción evidente del hombre, sino también a la esperanza de éxito que ambos necesitaban mantener a toda costa.

—Entonces será mejor que nos pongamos a ello —convino Charlotte, que se apartó de él y empezó a caminar por la acera.

La exposición de arte era preciosa, pero Charlotte no lograba prestarle la debida atención y era consciente de que, a ojos de Dolina Pearse, debía de parecer una completa ignorante. Dolina daba la impresión de conocer a todos los artistas, al menos de oídas, y era capaz de comentar por qué técnica era famoso cada uno de ellos. Charlotte se limitaba a escuchar con gesto apreciativo, esperando recordar lo suficiente para reproducirlo más adelante.

Mientras paseaban por las salas, contemplando un cuadro tras otro, Charlotte observaba a las mujeres, vestidas con elegancia, como las que podrían asistir a una exhibición en Londres. Aquella temporada, las mangas se estilaban anchas por los hombros y ajustadas del codo hacia abajo. Incluso las más sencillas eran abullonadas o tenían un vuelo que las hacía parecer alas extrañas. Las faldas se ensanchaban por la parte inferior, y el miriñaque las ahuecaba por detrás. Eran muy femeninas, como flores en plena floración; flores grandes, magnolias o peonías.

El té le hizo recordar la época previa a su matrimonio, cuando acompañaba a su madre a las «visitas matinales» de rigor, que siempre realizaban por la tarde. Todo el mundo se comportaba con corrección y se obedecían todas las normas no escritas. Y, por detrás de los saludos educados, el cotilleo era despiadado y los comentarios afilados como una cuchilla.

—¿Qué le está pareciendo Dublín, señora Pitt? —preguntó Talulla Lawless con cortesía—. Tome un sándwich de pepino. Son muy refrescantes, ¿no le parece?

—Gracias. —Charlotte lo aceptó. No tenía otra opción, aunque no le hubiera gustado—. Dublín me parece fascinante. ¿A quién no se lo parecería?

—Oh, a mucha gente —respondió Talulla—. Nos creen muy poco sofisticados. —Sonrió—. Aunque tal vez sea eso lo que a usted le gusta.

Charlotte le devolvió la sonrisa, desprovista por completo de calidez.

—No lo dirán en serio y, si lo hacen, será porque pasan por alto la sutileza de sus palabras —respondió—. Creo que ustedes son de todo menos simples —agregó para completar la respuesta.

Talulla se echó a reír. Fue un sonido crispado.

—Nos halaga, señora Pitt. Porque es señora, ¿verdad? Espero no haber cometido el peor error posible.

—Por favor, no se preocupe, señorita Lawless —dijo Charlotte—. Ni siquiera se aproxima al peor error posible. En realidad, si fuera un error, que no lo es, sería de lo más sencillo de enmendar. Ojalá todos los errores se arreglaran con la misma facilidad.

—¡Oh, querida! —exclamó Talulla con fingida consternación—. Su vida en Londres debe de ser mucho más emocionante que la que llevamos aquí… Insinúa un mundo misterioso. Me tiene fascinada.

Charlotte vaciló, pero no tardó en responder.

—Diría que nadie está del todo contento con su suerte. Después de ver la obra de anoche, imaginé que aquí la vida está llena de pasión y de amores fatídicos. Por favor, no me diga que es tan solo producto de la imaginación fervorosa de un autor. Eso echaría por tierra la reputación de Irlanda en el extranjero.

—No sabía que tuviera usted tanta influencia —respondió Talulla con sequedad—. Será mejor que tenga cuidado con lo que digo. —Su rostro desprendía una mezcla de burla y enfado.

Charlotte desvió la mirada al suelo.

—Lo siento mucho. Creo que mis palabras han estado fuera de lugar, y que he despertado cierto sentimiento doloroso. Le aseguro que no ha sido mi intención.

—Me doy cuenta de que muchas de sus acciones son involuntarias, señora Pitt —espetó Talulla—. Y de que causan dolor.

Se oyó el frufrú de la seda cuando otras dos mujeres se desplazaron ligeramente, tal vez incómodas. Una de ellas abrió la boca para hablar, miró a Talulla y decidió guardar silencio.

—Estoy segura de que no así las suyas, señorita Lawless —respondió Charlotte—. Me resulta fácil creer que todas sus palabras están previstas y calculadas.

Se produjo un grito ahogado, profundo y evidente. Alguien soltó una risita nerviosa.

—¿Le apetece más té, señora Pitt? —preguntó Dolina. Le temblaba la voz, aunque era imposible determinar si a causa de la risa o de las lágrimas.

Charlotte sostuvo la taza en alto.

—Gracias. Es usted muy amable.

—No sea ridícula —dijo Talulla en tono áspero—. Por el amor de Dios, ¡es solo té!

—Para los ingleses, es la solución para todo —aventuró Dolina—. ¿No es así, señora Pitt?

—Le sorprendería lo que puede hacerse con él, si está lo bastante caliente. —Charlotte la miró con fijeza.

—Escaldar a alguien, qué duda cabe —murmuró Dolina.

Aquella noche, después de la cena, Charlotte comentó lo ocurrido con Narraway. Estaban a solas en el salón de la señora Hogan y habían abierto las puertas que daban al jardín, más bien pequeño y cubierto por las ramas de los árboles. Hacía una noche agradable y la luna proyectaba sombras espectaculares. Como si lo hubieran acordado en silencio, ambos se levantaron y salieron a disfrutar del viento templado.

—No descubrí nada más —admitió al fin—. Solo que seguimos sin gustarles. Aunque, ¿cómo iba a ser de otro modo? En el teatro, el señor McDaid me contó algo de O’Neil. Y el propio O’Neil insinuó que estaba aquí para inmiscuirme en los asuntos de Irlanda. «Como su amigo Narraway», me dijo. Ya es hora de que deje de eludir el tema y me cuente qué sucedió. No quiero saberlo, pero es necesario.

Narraway guardó un silencio prolongado. Charlotte era consciente de su presencia a un metro de distancia, medio oculto bajo la sombra de uno de los árboles. Era un hombre delgado, no mucho más alto que ella, pero daba la impresión de fortaleza física, como si estuviera hecho tan solo de huesos y músculos, toda la suavidad perdida a lo largo de los años. No quería mirarlo a la cara, en parte para respetar su intimidad, pero también porque no quería ver lo que escondía.

—No puedo contárselo todo, Charlotte —dijo al fin—. Se había planeado un alzamiento importante. Tuvimos que evitarlo.

—¿Cómo lo hicieron? —preguntó ella sin vacilar.

De nuevo, él no respondió. Charlotte se preguntó hasta qué punto guardaba silencio para protegerla, y cuánto de su secretismo se debía a que se avergonzaba de su actuación, necesaria o no.

¿Por qué temblaba? ¿De qué tenía miedo? ¿De Victor Narraway? No se le había ocurrido hasta entonces que pudiera hacerle daño. Temía ser ella quien lo hiriera. Tal vez fuera una idea ridícula. Si había amado a Kate O’Neil, y aun así había sido capaz de renunciar a ella por lealtad a su país, entonces sin duda también estaría dispuesto a sacrificar a Charlotte. Podría convertirse en una de las víctimas imprevistas a las que se había referido Fiachra McDaid; una parte del precio que pagar. Era la mujer de Pitt, y Narraway siempre había demostrado lealtad hacia ese hombre, al menos a su modo. Ahora también estaba bastante segura de que Narraway estaba enamorado de ella. Sin embargo, sería una ingenua si creyera que eso cambiaría en algo lo que tuviera que hacer en beneficio de la causa mayor.

Pensó en Kate O’Neil, se preguntó qué aspecto debió de tener, su edad, si habría amado a Narraway. ¿Había traicionado a su país y a su marido por él? De ser así, debió de estar locamente enamorada. Charlotte se decía que debería despreciarla por ello, y sin embargo solo sentía lástima. Era capaz de imaginarse en el lugar de Kate. Si no quisiera a Pitt, fácilmente podría haberse creído enamorada de Narraway.

—Utilizó a Kate O’Neil, ¿verdad?

—Sí. —Su voz sonó tan débil que apenas alcanzó a oírla.

Charlotte se volvió despacio y subió los escalones en dirección al salón de la señora Hogan. No había más que decir, no allí, entre la suave brisa nocturna y la fragancia del jardín.