4

Gracie y Minnie Maude regresaron a última hora de la tarde acompañadas por Tellman, que llevaba el equipaje de Minnie Maude. Lo subió a la habitación que no hacía tanto había sido de Gracie y después se excusó y llevó a Gracie de vuelta a casa. Minnie Maude empezó a deshacer la maleta y a situarse, con la ayuda de Jemima, mientras Daniel las observaba desde una distancia respetuosa. La ropa era cosa de mujeres.

Una vez se hubo asegurado de que todo estaba en orden, Charlotte telefoneó a su tía abuela Vespasia. Sumamente aliviada por haberla encontrado en casa, le preguntó si podía hacerle una visita.

—Te noto muy seria —observó Vespasia al otro lado de la línea cargada de interferencias.

Charlotte agarró el aparato con más fuerza entre las manos.

—Así es. Tengo muchas cosas que contarte, y algún que otro consejo que pedirte. Pero preferiría hacerlo en persona y no por aquí. En realidad, en parte es confidencial.

—Entonces será mejor que vengas a verme —respondió Vespasia—. Te enviaré mi carruaje. ¿Estás lista ahora mismo? Cenaremos juntas. Iba a tomar tostadas con queso derretido, con un excelente codillo, y después tartaleta de crema y manzana. En esta época del año, las manzanas solo sirven para cocinar.

—Me encantaría —aceptó Charlotte—. Me aseguraré de que mi nueva criada se haya instalado y sepa qué cocinar para Daniel y Jemima, y después estaré lista para salir.

—Creí que llevaba contigo desde después de la boda de Gracie —comentó Vespasia—. ¿Aún no es capaz de decidir qué preparar?

—La señora Waterman se despidió anoche y se ha marchado esta mañana —aclaró Charlotte—. Gracie me ha traído a una joven a la que conoce desde hace años, pero la pobre acaba de llegar. En realidad, aún está deshaciendo el equipaje.

—¿Charlotte? —Ahora la voz de Vespasia sonó preocupada—. ¿Ha pasado algo grave?

—Sí. Bueno… estamos todos sanos y salvos, pero sí, es grave, y estoy inquieta porque no sé si la medida que he planeado tomar es o no la correcta.

—¿Y vas a venir a pedirme consejo? Debe de ser muy grave si estás dispuesta a escuchar la opinión de alguien. —Vespasia habló medio en broma, pero era evidente que la invadía la ansiedad.

—No —respondió Charlotte—. Ya me he comprometido.

—Te enviaré a mi cochero de inmediato —respondió Vespasia—. Si Gracie recomienda a esa joven, seguro que será buena. Será mejor que te pongas una capa. La noche se ha vuelto más bien fría.

—Sí, lo haré —convino Charlotte. A continuación se despidió y colgó el auricular.

Media hora más tarde, el cochero de Vespasia llamó a la puerta. Minnie Maude parecía lo bastante segura de sí misma para quedarse en la casa sin Charlotte, y a Daniel y a Jemima no les importó en absoluto. En realidad, parecían disfrutar enseñándole los armarios y los cajones, y explicándole qué guardaban en cada uno de ellos.

Charlotte abrió la puerta, dijo al cochero que estaría lista enseguida y se dirigió a la cocina. Se detuvo durante un instante y observó el rostro serio de Jemima mientras explicaba a Minnie Maude qué jarritas utilizaban para guardar la leche del día y dónde podía encontrar al lechero por las mañanas. Daniel apoyaba el peso del cuerpo en un pie y después en el otro, ansioso por participar también con sus consejos, y Minnie Maude los miraba y sonreía a uno y a otro.

—Puede que vuelva tarde —interrumpió Charlotte—. Por favor, no me esperes despierta.

—De acuerdo, señora —respondió Minnie Maude—. Pero no me importará hacerlo, si así lo desea.

—Gracias, pero prefiero que te pongas cómoda —dijo Charlotte—. Buenas noches —añadió, y se dirigió hacia el carruaje.

Durante la media hora siguiente recorrió las calles hasta llegar a la casa de Vespasia en Gladstone Park, que en realidad no se encontraba en un parque sino en una pequeña plaza con árboles en flor. Durante el trayecto intentó pensar en las palabras exactas que utilizaría para contar a su tía lo que pretendía hacer.

Pronto se encontró en el silencioso salón de Vespasia. Los colores eran cálidos, de tonalidades tenues que aportaban bienestar. Las cortinas de las ventanas que daban al jardín estaban descorridas, y las brasas de la chimenea ardían en un suave chisporroteo. Charlotte miró el rostro de Vespasia y descubrió que no era fácil explicar la descabellada decisión que había tomado.

Mucha gente había considerado a Vespasia la mujer más hermosa de su generación, además de la más extravagante en su ingenio y sus opiniones políticas… aunque tal vez «pasiones» sería una palabra más adecuada. El paso del tiempo había marcado ligeramente sus facciones e, incluso, había liberado aún más su temperamento. Gozaba de unos recursos económicos suficientes y una posición social preeminente que le permitían no tener que preocuparse por lo que la gente pudiera pensar de ella, siempre y cuando tuviera la seguridad de que sus acciones estaban justificadas. Las críticas podían ser dolorosas, pero hacía ya tiempo que no la disuadían de actuar.

Vespasia estaba sentada con la espalda erguida —no se había sentado con abandono en toda su vida— y llevaba el cabello cano peinado a la perfección. Un cuello alto de encaje le cubría el cuello, y la luz de la lámpara brillaba sobre las tres vueltas de su collar de perlas.

—Será mejor que empieces por el principio —dijo a Charlotte—. La cena aún tardará una hora.

Al menos, Charlotte sabía cuál era el principio.

—Hace un par de noches, el señor Narraway vino a verme a casa para contarme que Thomas estaba persiguiendo a un hombre que había cometido un asesinato, prácticamente delante de sus ojos. Él y su ayudante se vieron obligados a salir tras ese hombre y no tuvieron ocasión de avisar a nadie. El señor Narraway descubrió que estaban en Francia porque le enviaron un telegrama. Me lo contó para que no me preocupara al ver que no volvía a casa ni me telefoneaba.

Vespasia asintió con la cabeza.

—Fue cortés al ir él mismo a avisarte —observó con una pizca de ironía.

Charlotte percibió el matiz de su voz y abrió los ojos de par en par.

—Te tiene aprecio, querida —añadió Vespasia. Su gesto de diversión era tan leve que apenas resultaba perceptible, y desapareció al cabo de un segundo—. ¿Qué tiene esto que ver con la criada?

Charlotte se fijó en las cortinas descorridas y el pálido diseño de flores de la alfombra.

—El señor Narraway volvió anoche —aclaró con voz queda—. Y se quedó mucho más tiempo.

El tono de voz de Vespasia cambió de manera casi imperceptible.

—¿Ah, sí?

Charlotte alzó la vista para mirar a Vespasia.

—Al parecer se ha tramado una conspiración en la Brigada Especial para que parezca que ha cometido el desfalco de una gran cantidad de dinero. —Se fijó en la expresión de incredulidad en el rostro de Vespasia—. Así que lo destituyeron de inmediato.

—Oh, cielos —exclamó Vespasia—. Entiendo que estés preocupada. Se trata de un caso muy grave. Victor tendrá sus defectos, pero la falta de honradez en asuntos económicos no es uno de ellos. Ni siquiera sentiría la tentación de hacer algo así.

A Charlotte, esas palabras no le resultaron tranquilizadoras. ¿A qué defectos se refería Vespasia? Daba la impresión de conocerlo mejor de lo que ella creía, si bien Vespasia se había interesado por muchos de los casos de Pitt y, por consiguiente, por los de Narraway. Al cabo de un momento, mientras estudiaba la expresión de Vespasia, Charlotte se dio cuenta de que la mujer parecía sumamente preocupada por él y confiaba en su inocencia.

Charlotte notó que empezaba a relajarse la tensión de su cuerpo y sonrió.

—Yo tampoco lo creí de él, pero hay algo del pasado que le preocupa mucho.

—Habrá muchas cosas —respondió Vespasia con un atisbo de sonrisa—. Es un hombre de muchas facetas, pero en la que se muestra más vulnerable es en el trabajo porque es lo que de verdad le importa.

—Y por lo tanto no lo arriesgaría, ¿verdad? —señaló Charlotte.

—No. Hay alguien que considera necesario que Victor Narraway siga apartado de su puesto y sea desacreditado ante el gobierno de Su Majestad. Las razones pueden ser múltiples, y no tengo la menor idea sobre cuál es, así que no sé por dónde empezar.

—Tenemos que ayudarlo. —Charlotte detestaba tener que pedirle algo así a Vespasia, pero la necesidad era mayor que su renuencia—. No solo por él, sino también por Thomas. En la Brigada Especial, a Thomas lo consideran el hombre de confianza de Narraway. Lo sé porque, aparte de intuirlo, Thomas me lo ha contado, y también el señor Narraway. Tía Vespasia, si han destituido al señor Narraway, quienquiera que se haya librado de él es posible que intente librarse también de Thomas…

—Por supuesto —la interrumpió Vespasia—. No tienes que explicármelo, querida. Y Thomas está en Francia, sin saber lo que ha ocurrido, ni que Victor ya no puede darle la ayuda que necesita de Londres.

—¿Tú tienes amigos…? —empezó a decir Charlotte.

—No sé quién ha hecho esto, ni por qué —respondió Vespasia antes de que terminara la pregunta—. Así que no sé en quién puedo confiar.

—Victor… El señor Narraway… —Charlotte sintió un leve calor en las mejillas—. Él dijo que creía que estaba relacionado con un antiguo caso irlandés, de hace veinte años, por el que alguien quiere vengarse de él. No me contó muchos detalles. Creo que estaba avergonzado.

—Sin duda. —Vespasia permitió que aflorara una chispa de humor en su mirada durante un instante—. ¿De hace veinte años? ¿Y por qué ahora? A los irlandeses se les da bien eso de guardar rencor, o favores, pero no esperan para cobrárselos si no hay necesidad.

—La venganza es un plato que se sirve frío —sugirió Charlotte con tono irónico.

—Frío tal vez, querida, pero este estaría congelado. Hay algo más que una venganza personal, pero no sé qué es. Por cierto, ¿qué tiene que ver todo esto con que tu criada se marchara? Es evidente que has… olvidado… contarme algo.

Charlotte se sintió incómoda.

—Oh… El señor Narraway vino a verme cuando ya había caído la tarde, y como se trataba de un asunto secreto, por razones evidentes cerró la puerta del salón. Me temo que la señora Waterman interpretó que era… o que soy… una mujer de moral dudosa. Siente que no puede quedarse en una casa donde la señora se trae «tejemanejes», según sus propias palabras.

—Entonces encontrará muy restringidas sus opciones de trabajo —respondió Vespasia con tono mordaz—. En particular si esa desaprobación la extiende también al señor de la casa.

—De eso no habló. —Charlotte se mordió el labio pero no logró reprimir una sonrisa—. Pero se habría mostrado del todo escandalizada, tanto como para haberse marchado esa misma noche, sola por la calle y maleta en mano, si hubiera sabido que prometí al señor Narraway que iría a Irlanda con él, para hacer todo lo que esté en mis manos a fin de descubrir la verdad y ayudarlo a limpiar su nombre. Tengo que hacerlo. Sus enemigos son también los de Thomas, y mi marido no estará protegido contra ellos sin la presencia del señor Narraway en el departamento. Entonces ¿qué haremos?

Vespasia guardó silencio durante un momento.

—Ten mucho cuidado, Charlotte —dijo con gravedad—. Creo que no eres consciente de lo peligroso que podría tornarse.

Charlotte se apretó las manos.

—¿Qué quieres que haga? ¿Quedarme de brazos cruzados en Londres mientras al señor Narraway le arruinan la vida de manera injusta, y después esperar a que arruinen también la de Thomas? En el mejor de los casos, lo despedirán porque es el hombre de confianza de Narraway y no les cae bien. En el peor, puede que lo impliquen en el desfalco de dinero, y que termine acusado de robo. —Se le quebró un poco la voz y cayó en la cuenta de lo cansada que estaba, y del miedo que tenía—. ¿Qué harías tú?

Vespasia alargó un brazo y la acarició levemente, con la punta de los dedos.

—Lo mismo que tú, querida. Pero eso no significa que me parezca sensato. Es, simplemente, la única opción que te dejará tranquila.

Llamaron a la puerta y la criada anunció que la cena estaba lista. Comieron en el pequeño salón del desayuno. El mobiliario georgiano de esbeltas patas relucía oscuro entre las paredes doradas, como si cenaran bajo una puesta de sol, aunque las cortinas estaban corridas y la única luz procedía de los brazos de las lámparas de gas.

No retomaron la seria conversación hasta que estuvieron de vuelta en el salón, donde sabían que no las interrumpirían.

—No olvides por un momento que estarás en Irlanda —advirtió Vespasia—. No imagines que será lo mismo que Inglaterra. No lo es. Ellos llevan el pasado más aferrado a sus cuerpos que nosotros. Disfruta mientras estés allí, pero no bajes la guardia ni por un segundo. Dicen que hace falta una cuchara muy larga para cenar con el diablo. Bueno, pues tú necesitarás una mentalidad fuerte para hacerlo con los irlandeses. Te embelesarán si se lo permites.

—No olvidaré por qué estoy allí —prometió Charlotte.

—¿Ni que Victor conoce muy bien Irlanda, y que los irlandeses también lo conocen a él? —añadió Vespasia—. No subestimes su inteligencia, Charlotte, ni su vulnerabilidad. Por cierto, no has mencionado cómo pretendes llevar a cabo tu plan sin formar un escándalo que tal vez no perjudique aún más la reputación de Narraway, pero que sin duda destruirá la tuya. Supongo que tu sentido del miedo y la injusticia no te habrá impedido pensar en ello. —No había crítica en su voz, solo preocupación.

Charlotte notó el calor de la sangre en las mejillas.

—Claro que no. No puedo llevar a una criada, no la tengo, como tampoco el dinero para pagarle el billete, si la tuviera. Diré que soy la hermana del señor Narraway. Bueno, su hermanastra. Así parecerá lo bastante decente.

Una débil sonrisa curvó la comisura de los labios de Vespasia.

—Entonces será mejor que dejes de llamarlo «señor Narraway» y aprendas a hacerlo por su nombre, o sin duda provocarás muchos gestos de sorpresa. —Vaciló—. Aunque tal vez ya lo hagas.

Charlotte dirigió la vista a los ojos de color gris plateado y mirada fija de Vespasia y optó por no responder.

A la mañana siguiente, Narraway llegó temprano en un coche de punto. Cuando la mujer abrió la puerta, él vaciló por un instante. No le preguntó si estaba segura de su decisión, tal vez porque no quería darle la oportunidad de cambiar de idea. Llamó al conductor para que subiera su maleta al portaequipajes.

—¿Quiere despedirse? —preguntó Narraway. Tenía el rostro sombrío, con manchas oscuras debajo de los ojos, como si llevara varias noches sin dormir—. Hay tiempo.

—No, gracias —respondió Charlotte—. Ya lo he hecho. Además, odio las despedidas. Estoy lista para salir.

El hombre asintió y caminó tras ella por la acera. Después la ayudó a subir al vehículo y lo rodeó para entrar por el otro lado y sentarse junto a ella. Al parecer, el conductor conocía la dirección.

Charlotte había decidido no contarle que había visitado a Vespasia. Tal vez Narraway prefiriera que Vespasia no supiera que lo habían destituido. También eligió no ponerlo al corriente de las sospechas de la señora Waterman. Podría resultar embarazoso, aunque ella misma se había planteado que el viaje fuera algo más que un asunto de trabajo.

—Tal vez debería contarme algo sobre Dublín —sugirió—. Nunca he ido allí y acabo de caer en la cuenta de que, aparte de que es la capital de Irlanda, no sé mucho más sobre la ciudad.

La idea pareció divertir a Narraway.

—Tenemos por delante un largo viaje en tren, aunque sea el rápido, y después deberemos cruzar el mar de Irlanda. He oído que el tiempo será agradable. Así lo espero porque de lo contrario el mar puede ponerse muy violento. Tendré tiempo de contarle todo lo que sé, desde el año siete mil quinientos antes de Cristo hasta el día de hoy.

Charlotte se quedó asombrada por la antigüedad de la ciudad, pero no estaba decidida a demostrar que la había impresionado con tanta facilidad. Podría parecer que estaba siendo deliberadamente amable por el dolor que sabía que debía de estar sufriendo.

—¿En serio? ¿Y eso se debe a que nuestro viaje resultará larguísimo o a que sabe menos de lo que yo suponía?

—En realidad, tengo una especie de laguna entre el año siete mil quinientos antes de Cristo y la llegada de los celtas en el año setecientos antes de Cristo —respondió Narraway con una sonrisa—. Y a continuación, no sé demasiado hasta la llegada de san Patricio, en el año cuatrocientos treinta y dos después de Cristo.

—Entonces podemos saltarnos ocho mil años sin hacer ningún comentario —concluyó Charlotte—. Después de eso, supongo que vendrá algo más detallado.

—¿Como la construcción de la catedral de San Patricio en el año mil ciento noventa y dos? —sugirió Narraway—. A menos que quiera información sobre los vikingos, y en tal caso tendré que buscarla. Pero bueno, no eran irlandeses, así que no cuentan.

—¿Es usted irlandés, señor Narraway? —inquirió de repente Charlotte. Tal vez fuera una pregunta indiscreta, y cuando era el superior de Pitt jamás se la habría formulado, pero ahora su relación era de mayor igualdad, y era posible que le conviniera saberlo. Con su aspecto marcadamente moreno bien podría serlo.

Narraway contrajo ligeramente el rostro.

—Es usted tan formal… Habla casi como su madre. No, no soy irlandés, soy tan inglés como usted, con la excepción de una bisabuela. ¿Por qué lo pregunta?

—Por su conocimiento tan detallado de la historia de Irlanda —respondió Charlotte. Sin embargo, no era la verdadera razón. Lo preguntaba porque necesitaba saber más sobre sus lealtades, la verdad sobre lo que había ocurrido hacía veinte años en el caso O’Neil.

—Es mi obligación —respondió Narraway en voz baja—. O la era. ¿Le gustaría oír la historia sobre la contienda que hizo que el rey de Leinster pidiera a Enrique II de Inglaterra que le enviara un ejército para ayudarlo?

—¿Es interesante?

—El ejército estaba dirigido por Ricardo de Clare, conocido como Strongbow. Este se casó con la hija del rey y él mismo se convirtió en rey en mil ciento setenta y uno, y los anglo-normandos se hicieron con el poder. En mil doscientos cinco construyeron el castillo de Dublín. Thomas el Sedoso lideró una revuelta contra Enrique VIII en mil quinientos treinta y cuatro, y perdió. ¿Empieza a detectar una pauta?

—Por supuesto. ¿Y no queman la imagen del rey de Leinster?

Narraway se echó a reír con una breve y súbita carcajada.

—No los he visto hacerlo, pero tal vez deberían. Ya estamos en la estación. Déjeme llamar a un mozo de equipaje. Seguiremos hablando cuando estemos en el tren.

El coche de punto se detuvo y Narraway bajó con facilidad. Desprendía un aire de autoridad que atraía la atención hacia su persona en cuestión de segundos. De inmediato descargaron el equipaje, mientras Narraway pagaba al cochero y Charlotte cruzaba la calle y entraba en la enorme estación de ferrocarril de Paddington, hacia la línea Great Western en dirección a Holyhead.

Tenía grandes arcos, como una catedral a medio construir, y un techo tan alto que empequeñecía a la multitud que hablaba y taconeaba de camino al andén. En el ambiente flotaba cierta sensación de entusiasmo, así como abundante ruido, vapor y polvo.

Narraway la tomó del brazo. Durante un momento, el contacto le pareció extraño a Charlotte y estuvo a punto de objetar, pero enseguida se dio cuenta de lo ridículo que resultaría. Si se separaban entre la multitud tal vez no volvieran a encontrarse hasta después de que el tren hubiera partido. Él tenía los billetes y debía de saber a qué andén se dirigían.

Pasaron junto a grupos de personas; algunas se saludaban, otras prolongaban tanto como podían una despedida indeseada. De vez en cuando el ruido de las bocanadas de vapor y el choque de las puertas ahogaban cualquier otro sonido. A continuación estallaba un pitido estridente y alguna de las enormes locomotoras cobraba vida y un tren iniciaba su salida del andén.

No fue hasta que localizaron su tren y se acomodaron en sus asientos que retomaron la conversación. A Charlotte, Narraway le parecía cortés, incluso considerado, pero no podía evitar percibir su tensión, las miradas fugaces, la preocupación y el hecho de que apenas conseguía mantener las manos quietas durante unos segundos.

Les esperaba un largo trayecto hasta Holyhead, en la costa oeste. Dependía de Charlotte hacerlo lo más agradable posible, así como descubrir con exactitud qué esperaba Narraway de ella.

Sentada en el incómodo asiento, con la espalda erguida y las manos enlazadas en el regazo, Charlotte se dijo que debía de tener un aspecto muy remilgado. No era una imagen que le gustara, pero puesto que se habían embarcado juntos en esa aventura, cada uno por sus razones, tenía que asegurarse de no cometer ningún error irreparable, sobre todo en lo relativo a la naturaleza de sus sentimientos. Le gustaba Victor Narraway. Era sumamente inteligente, y podía ser muy divertido en contadas ocasiones, pero solo conocía una parte de su vida.

Sin embargo, sabía que debía de haber más en aquel hombre reservado. En algún lugar, por debajo del pragmatismo, había habido sueños.

—Gracias por la lección sobre historia irlandesa antigua —empezó a decir, con cierta sensación de torpeza—. Pero necesito saber mucho más sobre el asunto concreto que vamos a investigar; de lo contrario, es posible que no identifique algo importante si lo oigo. Y no seré capaz de recordarlo todo para reproducírselo con exactitud.

—Por supuesto que no. —Narraway trataba de mantener el gesto serio, si bien con poco éxito—. Le contaré todo lo que pueda. Entenderá que algunos aspectos del asunto aún son delicados… Me refiero desde el punto de vista político.

Charlotte escudriñó su rostro y supo que también se refería a que eran dolorosos a nivel personal.

—Quizá pueda contarme algo sobre la situación política —sugirió—. Lo que sea de dominio público, para aquellos que estuvieron al corriente —agregó. Ahora le tocó a ella burlarse un poco de sí misma—. Me temo que en la época en que tuvo lugar el caso O’Neil, a mí me interesaban más los vestidos y el chismorreo. —Entonces debía de tener unos quince años, se dijo—. Y pensar con quién me casaría, por supuesto.

—Por supuesto. —Narraway asintió con la cabeza—. Un tema que nos atrae a casi todos, en algún momento u otro. Lo único que debe saber del ambiente político es que Irlanda, como siempre, luchaba por el autogobierno. Varios primeros ministros británicos habían intentado llevar la propuesta al Parlamento, pero supuso una decepción y, para algunos, su perdición. Esa fue la época del espectacular ascenso de Charles Stewart Parnell, que se convertiría en el dirigente del Partido Parlamentario Irlandés en mil ochocientos setenta y siete.

—Recuerdo ese nombre —comentó Charlotte.

—Naturalmente, aunque eso fue mucho tiempo antes del escándalo que acabó con él.

—¿Tuvo algo que ver con lo que sucedió a la familia O’Neil?

—Nada en absoluto, al menos no de manera directa. Pero en el ambiente flotaba el ardor y la esperanza de un nuevo dirigente, y de la independencia irlandesa al fin, y todo era distinto a causa de ello. —Narraway miró por la ventana y observó la campiña cambiante, y Charlotte supo que estaba viendo otra época y otro lugar.

—Pero ¿nosotros tuvimos que evitarlo? —preguntó.

—Supongo que se redujo a eso, sí. Vimos la necesidad de mantener la paz. Las cosas cambian continuamente, pero hay que controlar cómo cambiarlas. No tiene sentido dejar un rastro de sangre a tus espaldas solo para sustituir una forma de tiranía por otra.

—No tiene que justificarse conmigo —dijo Charlotte—. Puedo hacerme una idea. Lo único que quiero es entender algo de la familia O’Neil, y el motivo por el que uno de ellos pueda tenerle un odio personal tan fuerte que, veinte años después, se rebaje a inventar pruebas para que parezca que usted cometió un delito. ¿Qué clase de hombre era entonces? ¿Por qué ha esperado tanto tiempo para hacer esto?

Narraway apartó la mirada de la luz del sol que se filtraba por la ventana del vagón. Respondió a su pesar.

—¿Cormac? Era un hombre atractivo, muy fuerte, de risa fácil y de genio vivo, aunque por lo general se quedaba en la superficie y el enfado se le pasaba antes de que llegara a más. Pero era profundamente leal, a Irlanda por encima de todo, y después a su familia. Su hermano Sean y él estaban muy unidos. —Sonrió—. Se peleaban como los dos gatos de Kilkenny, como ellos dicen, pero si a alguien se le ocurría meterse, se volvían contra él hechos una furia.

—¿Cuántos años tenía entonces?

—Casi cuarenta —respondió Narraway sin vacilar.

Charlotte se preguntó si lo sabía por los informes o si había tenido una relación lo bastante cercana con Cormac O’Neil para tratar abiertamente de esos temas. Tenía la sensación, cada vez más intensa, de que el asunto iba mucho más allá de una operación de la Brigada Especial. Había también una profunda emoción personal, formada por muchas capas, y Narraway solo parecía querer contarle lo imprescindible.

—¿Pertenecían a una antigua saga familiar? ¿Dónde vivían, y cómo?

El hombre volvió a mirar por la ventana.

—Cormac poseía tierras en el sur de Dublín, en Slane. Un lugar interesante. ¿Una antigua saga familiar? ¿No se supone que todos venimos de Adán?

—Es posible, pero no parece que nos haya dejado a todos la misma herencia —respondió Charlotte.

—Lo siento. ¿Estoy respondiendo con evasivas?

—Sí.

—Cormac disponía de los recursos suficientes para no tener que trabajar más que en las ocasionales tareas de supervisión. Sean y él eran también propietarios de una fábrica de cerveza. Supongo que sabe que las aguas del río Liffey son famosas por su blandura. Se puede hacer cerveza en cualquier parte, pero ninguna otra tiene el sabor de la que se elabora con agua del Liffey. Sin embargo, usted quiere saber cómo eran.

—Así es —respondió Charlotte—. ¿No necesitará que lo encuentre? Porque si lo odia tanto como cree, no le dirá nada que pueda ayudarlo.

La luz se esfumó de su rostro.

—Si se trata de Cormac, lo ha planeado con mucho cuidado. Debió de estar al corriente sobre Mulhare y toda la operación: el dinero, la razón por la que le pagué como lo hice, y el hecho de que cualquier intromisión costaría la vida a Mulhare.

—Y es probable que también lograra convencer a alguien en Lisson Grove para que lo ayudara —señaló.

Narraway contrajo el gesto.

—Sí. He pensado mucho en eso. —Ahora el rostro de Narraway tenía una expresión sombría—. He estado repasando todo lo que sé: los contactos de Mulhare, lo que hice con el dinero para intentar asegurarme de que no lo relacionaran con la Brigada Especial, ni conmigo directamente, todos los amigos y enemigos que he hecho en el pasado, dónde sucedió. Y siempre llego a O’Neil.

—¿Por qué podría haber alguien en Lisson Grove dispuesto a ayudarlo? —inquirió Charlotte.

Era como intentar retirar gravilla de una herida, solo que a un nivel mucho más profundo que en una rodilla o un codo raspados. Recordó el rostro de Daniel, sentado en una de las sillas de respaldo duro de la cocina, con suciedad y sangre en las piernas, mientras ella trataba de limpiarle la herida allí donde se le había levantado la piel, y quitarle las piedras diminutas. Daniel tenía lágrimas en los ojos y miraba fijamente hacia el techo en un intento por contenerlas y evitar que lo descubriera llorando.

—Por muchas razones —respondió Narraway—. No se puede realizar un trabajo como el mío sin crearse enemigos. Oyes cosas sobre gente que preferirías no saber, pero ese es un lujo que hay que sacrificar cuando se acepta tal responsabilidad.

—Lo sé.

Su mirada vagó durante un instante.

—¿En serio? ¿Y cómo lo sabe, Charlotte?

La mujer descubrió la trampa y la esquivó.

—No por Thomas. No comenta sus casos desde que entró en la Brigada Especial. Además, no creo que pueda explicarse a nadie un caso tan complicado.

Narraway la miraba con intensidad. Tenía los ojos tan oscuros que resultaba difícil leer su expresión. Las líneas de sus facciones revelaban todas las emociones que habían cruzado su rostro a lo largo de los años: la ansiedad, la risa y el dolor.

—Mi hermana mayor fue asesinada, hace ya muchos años —aclaró—. Es probable que ya lo sepa. En esa época, mataron a varias mujeres. No sabíamos quién lo había hecho. Durante el curso de la investigación, descubrimos muchas cosas que habríamos preferido no saber y que no se pueden olvidar. —Recordaba los hechos con dolor, aunque hubieran transcurrido catorce años.

Levantó la vista para mirarlo y vio su sorpresa. El único modo de disimular el malestar era seguir hablando.

—Después de eso, cuando Thomas y yo nos casamos, me temo que me entrometí en muchos de sus casos, en particular los que tenían que ver con la alta sociedad. Yo tenía la ventaja de poder relacionarme socialmente con esa clase de gente, y observar hechos a los que él no habría tenido acceso. Los cotilleos son lo más normal del mundo. Constituyen, en gran parte, la base de la alta sociedad. Sin embargo, cuando se escuchan de manera inteligente, intentando descubrir cosas, comparando lo que dice uno con lo que hace otro, haciendo preguntas de manera indirecta, sopesando las respuestas, resulta inevitable descubrir multitud de cosas que son íntimas y dolorosas para las personas implicadas, que las vuelven vulnerables, y que no son, en ningún caso, asunto de nadie más que de ellas mismas.

Narraway asintió levemente con la cabeza, consciente de que no era necesario hablar.

Durante un rato permanecieron en silencio. El traqueteo rítmico de las ruedas sobre las traviesas del ferrocarril resultaba agradable, casi adormecedor. Los últimos días habían sido difíciles, agotadores, y Charlotte se descubrió dejándose arrastrar por una sensación de aturdimiento, de la que despertó sobresaltada. ¡Esperó no haberse dormido con la boca abierta!

Seguía sin saber lo suficiente sobre lo que podía hacer para ayudar a Narraway, de modo que preguntó:

—¿Sabe quién le ha traicionado en Lisson Grove?

—No —respondió—. He considerado varias posibilidades. En realidad, los únicos que sé que no lo hicieron son Thomas y un hombre llamado Stoker. Y eso hace que sea consciente de lo incompetente que he sido al no sospechar nada. Siempre estuve mirando hacia fuera, a los enemigos conocidos. En esta profesión debería haber mirado también a mis espaldas.

Charlotte no lo contradijo.

—De manera que no podemos confiar en nadie de la Brigada Especial, aparte de Stoker —concluyó—. Así pues supongo que tendremos que concentrarnos en Irlanda. ¿Por qué Cormac O’Neil lo odia tanto? Si tengo que descubrir algo, debo saber en qué basarme.

En esa ocasión, Narraway no desvió la mirada, pero Charlotte percibió un matiz de renuencia en su voz.

—Cuando planeaba el alzamiento, yo fui quien lo descubrió y lo evitó. Lo hice dirigiéndome a su cuñada, la esposa de Sean, y utilizando la información que ella me proporcionó para detener y encarcelar a sus hombres.

—Entiendo.

—No, no lo entiende —respondió de inmediato con la voz tensa—. Y no tengo intención de contarle nada más. Porque por ese motivo, Sean la mató, y fue colgado por ese asesinato. Es eso lo que Cormac no puede perdonar. Si se hubiera tratado tan solo de una lucha, lo habría considerado una consecuencia de las vicisitudes de la guerra. Tal vez me habría odiado en el momento, pero lo habría olvidado, como se olvidan las viejas batallas. Sin embargo, Kate y Sean están muertos, y siguen considerados como una traidora y un uxoricida. Lo que no sé es por qué Cormac ha esperado tanto tiempo. Es la parte que no entiendo.

—Tal vez no importe —sugirió Charlotte con gravedad. Era una historia trágica, incluso inquietante, y estaba segura de que Narraway se la había contado de manera muy sucinta—. ¿Qué quiere que haga yo?

—Aún me quedan amigos en Dublín, creo —respondió—. Yo no puedo acercarme a Cormac. Necesito a una persona en quien pueda confiar, que parezca inocente y en absoluto relacionada conmigo. Yo… ni siquiera podré acompañarla a ningún sitio, o Cormac sospecharía de usted de inmediato. Tráigame la información. Yo sabré qué hacer con ella. —Pareció a punto de añadir algo, pero finalmente guardó silencio.

—¿Le preocupa que no sepa distinguir lo importante? —preguntó—. ¿O que no lo recuerde y se lo transmita de manera ajustada?

—No. Sé muy bien que es capaz de ambas cosas.

—¿Lo sabe? —Charlotte estaba sorprendida.

Narraway esbozó una breve sonrisa.

—Me ha contado que ayudó a Pitt cuando estaba en la policía, como si creyera que no lo sabía.

—Me ha dicho que no sabía lo de mi hermana Sarah —señaló—. ¿O ha sido… discreción más que verdad?

—Ha sido la verdad. Pero quizá mereciera el comentario. He oído hablar de usted sobre todo por Vespasia. Y ella nunca mencionó a Sarah, tal vez por delicadeza. Y no tenía necesidad de saberlo.

—¿Y tenía alguna necesidad de saber lo demás? —preguntó Charlotte con incredulidad.

—Por supuesto. Forma parte de la vida de Pitt. Tenía que saber exactamente hasta dónde podía confiar en usted. Aunque teniendo en cuenta la situación en que me encuentro, no me extrañaría que pusiera en duda mi habilidad al respecto.

—Eso suena un poco autocompasivo —repuso ella de manera cortante—. No lo he criticado, y no por modales ni porque sienta compasión por usted, porque no puedo permitirme ninguna de las dos cosas en este momento, y más si ocultan la verdad. No podemos vivir sin confiar en alguien. El delito está en traicionar, no en ser traicionado.

—Como le he dicho, me alegro de que no se casara con alguien de la alta sociedad —respondió—. No habría sobrevivido. O tal vez no lo habría hecho la alta sociedad, y eso no habría sido tan terrible. Un poco de agitación de vez en cuando es bueno para la institución.

En ese momento Charlotte no estaba segura de si estaba defendiéndose o burlándose de ella. Probablemente, estuviera haciendo ambas cosas.

—Entonces ¿aceptó mi ayuda porque cree que puedo hacer lo que me pide? —concluyó.

—En absoluto. La acepté porque no me dio alternativa. Además, como Stoker es la única otra persona en quien puedo confiar, y él no se ofreció, ni tiene la capacidad para hacerlo, no tuve otra opción.

Touché —respondió Charlotte en voz baja.

No volvieron a hablar durante un rato, y cuando lo hicieron, fue para comentar las diferencias entre la alta sociedad de Londres y la de Dublín. Narraway describió la ciudad y la campiña que la rodeaba con tal detalle que Charlotte empezó a sentir el deseo de verlas con sus propios ojos. Incluso le habló de las festividades, de las conmemoraciones de los santos y de otras ocasiones que la gente solía celebrar.

Cuando el tren se detuvo en Holyhead, se dirigieron directamente al barco. Tras una breve comida, regresaron a sus camarotes para la travesía. Llegarían a Dublín antes de la salida del sol, pero no tendrían que desembarcar hasta bien entrada la mañana.

Dublín era completamente distinta a Londres, pero por lo menos al principio, Charlotte estaba demasiado ocupada en desembarcar en Dun Laoghaire para tener tiempo de mirar alrededor. A continuación realizaron el viaje hasta la ciudad, que empezaba a despertar al nuevo día; las calles bañadas de lluvia estaban limpias y se iban llenando de gente atareada. Vio multitud de tráfico de caballos, en su mayoría de comerciantes, a esa hora de la mañana; los carruajes y los cupés aparecerían más tarde. Las pocas mujeres que iban por la calle eran lavanderas, criadas que habían salido a hacer la compra o trabajadoras de fábrica vestidas con gruesas faldas y envueltas en chales tupidos.

Narraway detuvo un coche de punto y se dirigieron a buscar alojamiento. Parecía saber con exactitud adónde iba y dio instrucciones muy precisas al cochero, pero ninguna explicación a Charlotte. Viajaron en silencio. Narraway miraba por la ventana mientras ella le observaba el rostro, en el cual, bajo la penetrante luz de primera hora de la mañana, se revelaban hasta las más pequeñas arrugas alrededor de los ojos y la boca. Esa imagen lo hacía parecer mayor y mucho menos seguro de sí mismo.

Pensó en Daniel y en Jemima, y esperó que Minnie Maude estuviera adaptándose bien. Daba la impresión de que a los niños les había gustado y, sin duda, el hecho de que Gracie respondiera por ella era una garantía. No podía disgustarle la felicidad de Gracie, pero, en momentos como ese, la echaba de menos terriblemente.

Era absurdo. Nunca antes se había producido una situación así, en la que tuviera que marcharse de Londres y dejar a sus hijos. En ese momento se encontraba en un país extranjero, con Victor Narraway, recorriendo las calles en busca de alojamiento. No era de extrañar que la señora Waterman se hubiera escandalizado. Tal vez no le faltara razón.

Y Pitt estaba en Francia, persiguiendo a alguien que no se lo había pensado dos veces antes de cortarle el cuello a un hombre en plena calle y de dejarlo morir como si no importara más que un montón de basura. Pitt ni siquiera llevaba consigo una camisa limpia, calcetines, ni ropa interior. Narraway le había enviado dinero, pero le haría falta más. Necesitaría también asistencia, información, y era probable que la ayuda de la policía francesa. ¿Le proporcionaría todo eso el sustituto de Narraway? ¿Sería un hombre leal? ¿O al menos competente?

Y aún peor que aquello, si era enemigo de Narraway, entonces casi seguro que también lo sería de Pitt, solo que Pitt no lo sabía. Seguiría comunicándose con su superior creyendo que lo hacía con Narraway.

Charlotte volvió la cabeza y miró por la ventana que tenía a su lado. Pasaron frente a hermosas casas de estilo georgiano y, de vez en cuando, ante edificios públicos e iglesias de elegancia clásica. Alcanzaron a ver partes del río, que a ella le pareció menos sinuoso que el Támesis. Vio varios tranvías tirados por caballos, similares a los de Londres y, en las calles más tranquilas, niños que jugaban con peonzas o saltaban a la comba.

Tomó aire en dos ocasiones para preguntar a Narraway adónde se dirigían, pero al ver la concentración tensa en su gesto, cambió cada vez de opinión.

Al fin se detuvieron frente a una casa en Molesworth Street, en la parte sureste de la ciudad.

—Quédese aquí. —Narraway pareció volver en sí de repente—. Estaré de vuelta dentro de un momento.

Sin esperar una respuesta bajó, cruzó la calle y llamó bruscamente a la puerta de la casa más cercana. En menos de un minuto, abrió una mujer de mediana edad con un delantal blanco y el cabello recogido en un moño alto. Narraway habló con ella, y la mujer lo invitó a entrar y cerró la puerta tras él.

Charlotte se quedó esperando, y de súbito sintió frío y reparó en lo cansada que estaba. Había dormido poco aquella noche, por culpa de la falta de espacio en el camarote y el movimiento constante del barco. Sin embargo, más que cualquier sensación física, fue la impetuosidad de su decisión lo que le impidió dormir. Allí sola, mientras esperaba, deseó hallarse en cualquier otro lugar. Pitt se pondría furioso. ¿Y si regresaba a casa y encontraba a los niños con una criada a la que no había visto antes? Le contarían que Charlotte se había marchado a Irlanda con Narraway, ¡y por supuesto ni siquiera serían capaces de contarle el porqué!

Estaba temblando cuando Narraway salió de la casa y se dirigió a hablar con el cochero, y finalmente con ella.

—Tienen habitaciones. Es un lugar limpio y tranquilo; pasaremos inadvertidos y es totalmente respetable. En cuanto nos hayamos instalado, saldré a ponerme en contacto con la gente en la que aún puedo confiar.

Miró el rostro de Charlotte con detenimiento. La mujer era consciente de que debía de tener un aspecto desgreñado y cansado, e incluso también malhumorado. Una sonrisa ayudaría, y Charlotte lo sabía, pero en tales circunstancias le parecía una idiotez.

—Por favor, espéreme —prosiguió Narraway—. Descanse si quiere. Puede que esta noche tengamos trabajo. No podemos perder ni un segundo.

Le ofreció un brazo para ayudarla a apearse mientras la miraba a los ojos con seriedad y expresión inquisitiva, antes de soltarla. Era evidente que estaba preocupado por ella, pero Charlotte se alegró de que no hiciera ningún comentario. Si bien ambos atravesarían momentos de duda y tensión terribles durante los días venideros, no debía olvidar que, al fin y al cabo, era la carrera de él la que estaba arruinada, no la de ella. Era él quien tendría que enfrentarse a los hechos en solitario; él era el acusado de robo y traición. Nadie la culparía a ella de nada.

Sin embargo, cabía la posibilidad de que culparan a Pitt.

—Gracias —dijo Charlotte con una breve sonrisa, y después se volvió a mirar la casa—. Parece agradable.

Narraway vaciló, pero acto seguido, con más confianza, caminó por delante de ella en dirección a la puerta principal. Cuando la patrona la abrió, Narraway presentó a Charlotte como a la señora Pitt, su hermanastra, que había viajado hasta Irlanda para reunirse con unos familiares por parte de madre.

—¿Cómo está, señora? —preguntó la señora Hogan con buen humor—. Bienvenida a Dublín, entonces. Verá que es una ciudad magnífica.

—Gracias, señora Hogan. Estoy deseando conocerla —respondió Charlotte.

Narraway salió casi de inmediato. Charlotte empezó a deshacer su equipaje y a sacudir las escasas piezas de ropa para eliminar las arrugas. Solo tenía un vestido que pudiera utilizar para cualquier clase de ocasión formal, pero hacía algún tiempo había decidido copiar a la famosa actriz Lillie Langtry y añadirle detalles diferentes cada vez: dos chales de encaje, uno blanco y otro negro; guantes elegantes; un collar de hematites y cristales de roca; pendientes y cualquier otro adorno que distrajeran la atención del hecho de que era siempre el mismo vestido. Al menos le sentaba increíblemente bien. Era probable que las mujeres se dieran cuenta enseguida de que era la misma prenda pero, con un poco de suerte, los hombres solo se fijarían en cómo le quedaba.

Mientras lo colgaba en el armario junto a un traje de dos faldas y un vestido más ligero, recordó la época en que Pitt estaba en la policía, y ella y Emily habían colaborado en las investigaciones. Por supuesto, solo había sucedido cuando las víctimas habían pertenecido a la alta sociedad, a las que ellas tenían acceso, y a las que Pitt solo podía observar como agente de policía, cuando se producía algún comportamiento poco natural y todo el mundo parecía estar alerta.

En esos tiempos, los casos tenían sus orígenes en las pasiones humanas y, en ocasiones, en los males de la sociedad, pero nunca en secretos de Estado. No había razón por la que Pitt no pudiera comentarlos con ella y beneficiarse de su conocimiento más profundo de las reglas y las estructuras de la alta sociedad, y en particular de los comportamientos más discretos de las mujeres cuyas vidas eran tan distintas a la suya que ni siquiera era capaz de sospechar lo que subyacía debajo de sus modales y palabras.

En ocasiones había sido peligroso. Sin embargo, había disfrutado de la aventura intelectual y pasional, de la causa por la que luchar. Jamás, ni por un instante, se había aburrido, ni padecido el mayor tedio del espíritu que se siente cuando no se tiene un propósito en el que creer apasionadamente.

Charlotte dispuso sus artículos de tocador en la cómoda y en el agradable baño que compartía con otra huésped. A continuación se despojó de la falda y la blusa que había llevado durante el viaje, se quitó las horquillas del pelo y se tumbó en la cama, tan solo vestida con la enagua.

Debió de quedarse dormida porque la despertó un golpe en la puerta. Se incorporó en la cama, durante un instante sin saber dónde se encontraba. Los muebles, las lámparas de las paredes, las ventanas, todo le resultaba desconocido. Acto seguido cayó en la cuenta y se levantó tan deprisa que arrastró la colcha tras ella.

—¿Quién es? —preguntó.

—Victor —respondió Narraway en voz baja, tal vez recordando que se suponía que era su hermanastro, y pensando que la señora Hogan podía tener un oído finísimo.

—Oh. —Se miró y se descubrió en ropa interior y con el pelo alborotado—. ¡Un momento, por favor! —gritó.

No había forma humana de retocarse el peinado, pero tenía que ponerse presentable. De repente sintió vergüenza de su aspecto. Alcanzó la falda y la chaqueta y se las puso, y con las prisas se abrochó mal la última y tuvo que empezar de nuevo. Narraway debía de estar de pie en el pasillo, preguntándose qué diablos le ocurría.

—Ya voy —repitió Charlotte. No tuvo tiempo más que de pasarse el cepillo por el pelo, tras lo cual abrió la puerta.

El hombre parecía cansado, pero eso no evitó que los ojos le brillaran con expresión divertida cuando la vio, o con un destello de gozo que Charlotte habría preferido no notar. Tal vez no fuera hermosa —desde luego no lo era en un sentido convencional—, pero era mujer notablemente atractiva de piel fina y tez cálida, con una bonita cabellera. Y nunca, desde que cumpliera los dieciséis años, había perdido la forma ni el encanto de la feminidad.

—La han invitado a cenar esta noche —anunció no bien hubo entrado en la habitación y cerrado la puerta—. Es en casa de John y Bridget Tyrone, con los que aún no me atrevo a reunirme. Mi amigo Fiachra McDaid la acompañará. Lo conozco desde hace muchos años y sé que la tratará con cortesía. ¿Asistirá… por favor?

—Por supuesto —respondió Charlotte al instante—. Cuénteme cosas sobre el señor McDaid, y sobre el señor y la señora Tyrone. Cuanto más sepa, mejor. ¿Y qué saben ellos de usted? ¿Les sorprenderá que aparezca de repente una hermanastra suya? —Sonrió ligeramente—. Aparte de alguien que busca a su familia lejana en Irlanda. ¿Y hasta qué punto nos conocemos usted y yo? ¿Sé que trabaja en la Brigada Especial? Será mejor que digamos que crecimos separados, porque sabemos muy poco el uno del otro. Un solo error podría levantar sospechas.

Narraway se apoyó en el marco de la puerta con las manos en los bolsillos. Tenía un aire despreocupado, alejado del hombre al que conocía como profesional. Tuvo una visión momentánea de cómo debió de haber sido veinte años atrás: inteligente, esquivo, inalcanzable… lo que para algunas mujeres suponía una tentación irresistible. Antes de casarse, y en alguna ocasión también después, había conocido a mujeres para las que eso resultaba mucho más apasionante que la idea de un matrimonio conveniente e incluso que un título o dinero.

Charlotte permaneció inmóvil, a la espera de su respuesta, consciente de su atuendo de viaje y del pelo alborotado.

—Mi padre se casó con la madre de usted después de que la mía muriera —empezó a decir.

Charlotte estuvo a punto de expresarle sus condolencias, pero entonces se dio cuenta de que no sabía si la historia era cierta o si se estaba inventando lo que debían contar. Tal vez fuera mejor no confundirse con la verdad, fuera cual fuese.

—Entonces nació usted —prosiguió—. Yo ya estaba en la universidad, la de Cambridge, debería saberlo. Por eso nos conocemos tan poco. Mi padre es de Buckinghamshire, pero podría haberse trasladado a Londres, así que puede decir que creció dondequiera que lo hiciera. Será mejor que nos ciñamos a la verdad cuando sea posible. Conozco la zona, porque es normal que fuera a visitarlos.

—¿A qué se dedicaba… nuestro padre? —preguntó Charlotte. La situación tenía un aire de irrealidad, incluso de ridículo, pero sabía que era importante, tal vez vital.

—Poseía tierras en Buckinghamshire —respondió—. Sirvió en el ejército indio. No tiene por qué haberlo conocido mucho. Yo no lo hice.

Charlotte percibió la fuerza del remordimiento en su voz.

—Murió hace algunos años. Puede hablar de su propia madre. En realidad, usted y yo nos conocimos recientemente. En parte, este viaje tiene como finalidad que nos conozcamos un poco más.

—¿Por qué Irlanda? —preguntó—. Seguro que alguien me lo pregunta.

—Mi madre es irlandesa —respondió.

—¿Ah, sí? —Se mostró sorprendida, aunque tal vez debería haberlo sabido.

—No. —En esa ocasión esbozó una sonrisa amplia, cargada de dulzura y buen humor—. Pero también está muerta, así que no le importará.

Charlotte experimentó una sacudida de lástima, un íntimo descubrimiento de soledad.

—Entiendo —respondió en voz baja—. Y esos parientes a los que busco… ¿Cómo es que estando aquí no los encuentro? En realidad, ¿por qué espero hacerlo?

—Tal vez sea mejor olvidarlo —respondió—. Solo quiere conocer Dublín. Le he contado algunas historias sobre la ciudad, y esa puede ser la excusa de su visita. Se sentirán halagados y es lo bastante creíble. Es una ciudad hermosa, con un carácter único.

Charlotte no puso objeciones, pues sentía que nada cambiaría demasiado si no hiciera preguntas. El interés educado solo parecía encontrar respuestas igualmente educadas y escasamente informativas.

Charlotte cogió su capa. Salieron de Molesworth Street y, en el agradable atardecer primaveral, recorrieron sumidos en un cordial silencio los ochocientos metros que los separaba de la casa de Fiachra McDaid.

Narraway llamó a la puerta de caoba tallada, que al cabo de unos segundos abrió un hombre elegante vestido con una chaqueta de terciopelo verde oscuro y corte informal. Era bastante alto, pero incluso por debajo de la tupida tela, Charlotte se fijó en que era un poco grueso de cintura. A la luz de la lámpara de la entrada, sus facciones parecían melancólicas. No obstante, en cuanto reconoció a Narraway, su expresión se encendió con tal vitalidad que se volvió un hombre sorprendentemente atractivo. Era difícil determinar su edad a partir de su cara, pero su pelo negro había encanecido por las sienes, de modo que Charlotte juzgó que debía de tener cerca de cincuenta años.

—¡Victor! —exclamó con alegría al tiempo que extendía una mano y estrechaba la de Narraway con fuerza—. Un invento extraordinario, el teléfono, pero no hay nada como ver a alguien en persona. —Se volvió hacia Charlotte—. Y usted debe de ser la señora Pitt, de visita en la reina de las ciudades por primera vez. Bienvenida. Estaré encantado de mostrarle algunos rincones. Elegiré los mejores, y a la mejor gente, aunque solo tendremos tiempo de conocerla un poco. La vida entera no bastaría para descubrir Dublín en su totalidad. Entre y tomemos una copa antes de salir.

El hombre sujetó la puerta abierta de par en par y Charlotte, después de mirar a Narraway, aceptó la invitación.

En el interior, las habitaciones eran elegantes, de aspecto muy georgiano. Su contenido se habría encontrado fácilmente en cualquier casa de una buena zona de Londres, con la excepción, tal vez, de los cuadros que adornaban las paredes y cierta particularidad de las copas de plata de la repisa de la chimenea. A Charlotte le interesaban las diferencias sutiles, pero no tenía tiempo de entretenerse en asuntos tan triviales.

—Supongo que querrá ir al teatro —continuó Fiachra McDaid, mirando a Charlotte.

Le ofreció una copa de jerez, con la que la mujer tan solo se humedeció los labios. Necesitaba tener la cabeza despejada y era consciente de que había comido muy poco.

—Por supuesto —respondió con una sonrisa—. Apenas podría mantener la frente en alto entre la alta sociedad londinense si viniera a Dublín y no visitara el teatro.

Con un leve aire de satisfacción, observó el fugaz desconcierto en la mirada del hombre. ¿Qué le habría contado Narraway sobre ella? Y en cualquier caso, ¿qué sabría Fiachra McDaid acerca de Narraway?

La expresión en la mirada de McDaid, rápidamente disimulada, le hizo suponer que muchas cosas. Sonrió, no en un gesto encantador, sino porque le divertía la situación.

McDaid se fijó y lo entendió. Sí, sin duda sabía muchas cosas acerca de Narraway.

—Supongo que cualquier persona de interés acude al teatro, en alguna ocasión —comentó Charlotte.

—Por supuesto —asintió McDaid—. Y muchas de ellas estarán en la cena de esta noche en casa de John y Bridget Tyrone. Será un placer presentárselas. Se encuentra a un paseo en carruaje desde aquí, pero sin duda queda demasiado lejos para que regrese a Molesworth Street a pie, y más a una hora tan tardía.

—Me parece un plan excelente —respondió Charlotte. A continuación se volvió hacia Narraway—: ¿Nos vemos mañana a la hora del desayuno? ¿Digamos a las ocho?

Narraway sonrió.

—Creo que será mejor que digamos a las nueve —respondió.

Charlotte y Fiachra McDaid hablaron de temas triviales durante el trayecto en coche de caballos, que resultó, como él había comentado, bastante corto. Principalmente, se limitó a nombrar las calles por las que pasaban, y a mencionar algunas de las personalidades que habían vivido en ellas en algún momento de sus vidas. De muchas de esas personas ilustres, Charlotte no había oído hablar jamás, pero no lo dijo, aunque supuso que él lo dedujo. En ocasiones, como preámbulo a la información, McDaid decía «como ya sabrá», y a continuación le explicaba lo que en realidad ella no sabía.

La casa de John y Bridget Tyrone era más grande que la de McDaid. Tenía un vestíbulo espectacular con escaleras a ambos lados, que ascendían en curva junto a las paredes y se encontraban en una galería arqueada sobre la puerta de entrada que conducía al primer salón. El comedor estaba más adelante, a la izquierda, y en él había una mesa puesta para más de veinte personas.

Charlotte se dio cuenta de repente de que su inclusión, como persona venida de fuera, era un privilegio que alguien había conseguido por medio de un favor. Había ya más de doce invitados presentes, los hombres vestidos de etiqueta, las mujeres con la misma variedad de colores que se encontraría en cualquier fiesta de moda londinense. Lo distinto era la vitalidad en el ambiente, la energía de las emociones en los gestos, y de vez en cuando la cadencia de una voz que no había perdido ni pizca de su musicalidad innata.

Le presentaron a la anfitriona, Bridget Tyrone, una mujer hermosa con los dientes muy blancos y una espléndida melena caoba que apenas se había molestado en adornar. Parecía que flotara como hojas de otoño atrapadas en una corriente de aire.

—La señora Pitt ha venido a visitar Dublín —dijo McDaid—. ¿Y qué mejor lugar que este por donde empezar?

—Entonces ¿es la curiosidad la que la trae por aquí? —preguntó John Tyrone, un hombre de tez oscura y vivos ojos azules, de pie junto a su esposa.

Al percibir un tono de reprimenda en la pregunta, Charlotte aprovechó la oportunidad para iniciar su cometido.

—Interés —lo corrigió con una sonrisa que esperó que resultara más cálida de lo que la sentía—. Unos parientes de mi madre eran de esta zona y hablaban de ella con tal pasión que quise descubrirla por mí misma. Solo lamento haber tardado tanto en dar el paso.

—¡Debería haberlo imaginado! —exclamó Bridget al punto—. ¡Fíjate en ese pelo, John! Ese color es irlandés, ¿no te parece? ¿Cómo se llamaban?

Charlotte pensó deprisa. Tenía que inventárselo, pero procuró que se ajustara lo máximo a la verdad, de manera que no se le olvidara ni cayera en una contradicción más adelante. Y debería resultar útil. Nada de aquello tendría sentido si no le llevaba a descubrir hechos del pasado. Bridget Tyrone esperaba una respuesta con los ojos muy abiertos.

La abuela de Charlotte se llamaba Christine Owen.

—Mi abuela se llamaba Christina O’Neil —respondió con el mismo aire de abandono que tendría al saltar a un río de aguas revueltas.

Se produjo un instante de silencio. Se le ocurrió la espantosa idea de que tal vez existiera tal persona.

O’Neil —repitió Bridget—. Desde luego hay varios O’Neil por aquí. Muchos. Encontrará a alguien que la conoció, sin duda. A menos, claro, que se marcharan durante la hambruna. Solo Dios sabe cuántos serían los que se fueron. Venga, le presentaré a los demás invitados, porque seguro que no los conoce.

Charlotte la acompañó obediente y le presentaron a una pareja tras otra. Se esforzó por recordar nombres que no le resultaban familiares, intentando pensar en algo razonablemente inteligente que decir, al tiempo que trataba de hacerse una composición de lugar y descubrir a quién le interesaba conocer mejor. Tenía que decirle a Narraway algo de más utilidad que el hecho de que había logrado acceder a la alta sociedad dublinesa.

Charlotte presentó de nuevo a su abuela ficticia.

—¿En serio? —preguntó una mujer llamada Talulla Lawless con sorpresa, arqueando las delgadas cejas negras en cuanto Charlotte mencionó el nombre—. Parece que la recuerda con gran cariño —comentó. Talulla era delgada, casi escuálida, pero tenía unos ojos preciosos, grandes y brillantes, y de un tono que no era verde ni azul.

Charlotte pensó en la única abuela que había conocido y que le había parecido siempre una cascarrabias incorregible.

—Me contaba historias maravillosas —mintió con seguridad—. Diría que las exageraba bastante, pero siempre contenían un fondo de verdad, aunque los hechos resultaran un poco inexactos y distintos en cada versión.

Talulla intercambió una fugaz mirada con un hombre de pelo rubio llamado Phelim O’Conor, pero fue tan rápida que Charlotte apenas reparó en ella.

—¿Me equivoco en algo? —preguntó Charlotte con tono de disculpa.

—Oh, no —respondió Talulla—. Sin duda lo que cuenta sucedió hace mucho tiempo, ¿verdad?

Charlotte tragó saliva.

—Sí, unos veinte años. Tenía un primo al que escribía con frecuencia, o tal vez fuera a la esposa de su primo. Una mujer muy bonita, según mi abuela. —Hizo un cálculo rápido de la edad que tendría Kate O’Neil de seguir viva—. O quizá una prima segunda —corrigió. Eso le permitiría hacer variaciones considerables.

—Hace veinte años —repitió Phelim O’Conor con lentitud—. Aquella fue una época difícil. Aunque ustedes no tenían por qué saberlo… allí en Londres. Tal vez le pareció romántico, a su abuela, lo de Charles Stewart Parnell y todo eso. Que Dios lo tenga en su gloria. El dolor de los otros puede ser así. —Tenía el gesto amable, casi inocente, pero había un tono sombrío en su voz.

—Lo siento —dijo Charlotte en voz baja—. No pretendía sacar un tema doloroso. ¿Cree que será mejor que no haga preguntas? —Desvió la mirada de Phelim a Talulla, y la devolvió de nuevo al hombre.

Phelim se encogió de hombros.

—Sin duda oirá hablar de ella de todos modos. Si la mujer de su primo era Kate O’Neil, que está muerta, Dios la haya perdonado…

—¿Cómo puede decir eso? —Talulla escupió las palabras entre dientes, con los músculos del rostro contraídos con fuerza—. ¡Veinte años no son nada! Un simple destello en la historia de las penalidades de Irlanda.

Charlotte intentó parecer desconcertada y culpable. Sin embargo, en realidad empezaba a sentirse un poco asustada. La ira se manifestó en Talulla como si le hubieran pinchado un nervio expuesto.

—Porque desde entonces ha habido más sangre, y más lágrimas —respondió Phelim, dirigiéndose a Talulla y no a Charlotte—. Y nuevos asuntos a los que hacer frente.

Los buenos modales tal vez habrían llevado a Charlotte a disculparse de nuevo y a retirarse, dejando que afrontaran los recuerdos a su modo, pero pensó en Pitt en Francia, solo, confiando en que Narraway lo respaldara. Temió que en Lisson Grove únicamente le quedaran enemigos, gente que podía convertirse también en enemiga de Pitt. Los buenos modales eran un lujo que no podía permitirse.

—¿Hubo alguna tragedia que mi abuela no conoció? —preguntó con inocencia—. Lo lamento si he despertado un viejo dolor, o una injusticia. Desde luego no lo pretendía. Lo siento mucho.

Talulla la miró con una severidad no disimulada y las cetrinas mejillas levemente sonrosadas.

—Si la prima de su abuela fue Kate O’Neil, debe saber que esa mujer confió en un inglés, un agente del gobierno de la reina que la cortejó, la engatusó para que le contara los secretos de los suyos y después la traicionó, y al final fue asesinada por aquellos a quienes fue desleal.

O’Conor hizo un gesto de dolor.

—Diría que lo amaba. Todos podemos volvernos locos por amor —comentó con amargura.

—¡Yo también lo diría! —espetó Talulla—. Pero ese hijo de perra nunca la amó, y si hubiera tenido media gota de lealtad en la sangre, ella se habría dado cuenta. Le habría sonsacado sus secretos, y después le habría clavado un cuchillo en el vientre. Es posible que el hombre fuera capaz de encantar a los peces y hacerlos salir del mar, pero era también el enemigo de su pueblo, y ella lo sabía. Tuvo su merecido. —Se volvió y se alejó bruscamente con la cabeza oscura alta, el cuello rígido y la espalda erguida, sin intención de volverse a mirarlos.

—Tendrá que disculpar a Talulla —observó O’Conor, compungido—. Cualquiera diría que era ella quien estaba enamorada de ese hombre, y de eso hace ya veinte años. Debo tener presente no coquetear con ella. Si cayera rendida a mis encantos podría despertar muerto una mañana. —Se encogió de hombros—. Aunque no estoy diciendo que lo vea probable, ¡Dios me asista! —No añadió más, pero su expresión dijo todo el resto.

Entonces, con una sonrisa repentina, como el sol de primavera a través de la llovizna, le habló del lugar donde había nacido, de la pequeña población del norte en la que se había criado, y de su primera visita a Dublín a los seis años de edad.

—Me pareció el lugar más espléndido que había visto jamás —comentó—. Calles y más calles llenas de edificios, cada uno de los cuales podía ser el palacio de un rey. Y algunas calles eran tan anchas que cruzar de un lado a otro era como hacer un viaje.

De súbito, el odio de Talulla pareció poco más que un desliz en las formas. Sin embargo, Charlotte no lo olvidó. El encanto de O’Conor sin duda ocultaba una enorme vergüenza. Estaba segura de que el hombre volvería a encontrarse con Talulla más tarde y, cuando estuvieran a solas, la reprendería por permitir que una extranjera —además inglesa— descubriera una parte de su historia que debería permanecer en la intimidad.

La fiesta continuó. La comida era excelente y el vino corría con generosidad. Hubo risas, dosis de ingenio agudo y mordaz, incluso música cuando la velada llegaba a la medianoche. Sin embargo, Charlotte no olvidó la emoción que había presenciado, como tampoco el odio.

Regresó a casa en el carruaje de Fiachra McDaid y, pese a las amables preguntas del hombre, no comentó nada salvo lo mucho que agradecía la buena acogida que le habían dispensado.

—¿Había alguien que conociera a su prima? —preguntó—. Dublín es una ciudad pequeña, en realidad.

—No lo creo —respondió Charlotte con soltura—. Pero puede que encuentre alguna pista sobre ella más adelante. O’Neil no es un apellido poco común. Y además, no es tan importante.

—Bueno, no sé si nuestro amigo Victor estará de acuerdo con eso —comentó con franqueza—. Me dio la impresión de que a él parecía importarle mucho. ¿Cree que lo interpreté mal?

Por primera vez durante la noche, Charlotte habló con absoluta sinceridad.

—Creo que es probable que usted lo conozca mucho mejor que yo, señor McDaid. Nos hemos visto en circunstancias muy puntuales y eso no da una visión muy amplia de una persona, ¿no le parece?

En la oscuridad del carruaje Charlotte no pudo interpretar su expresión.

—Aun así tengo la impresión de que le tiene mucho aprecio, señora Pitt —respondió McDaid—. ¿Me equivoco también en eso?

—No suelo suponer demasiado, señor McDaid… al menos no en voz alta —respondió.

Al hacerlo, las ideas se le agolparon en la cabeza, y recordó lo que Phelim O’Conor había dicho de Narraway, y se preguntó hasta qué punto lo conocía. Estaba segura de que Talulla se había referido a Narraway al hablar de la traición de Kate O’Neil —tanto a su país como a su marido—, porque había amado a un hombre que la había utilizado, y que después había permitido que la asesinaran por ello.

Pitt había creído en Narraway, no le cabía la menor duda. Pero Charlotte sabía que Pitt pensaba bien de casi todo el mundo, aunque era consciente de que la gente era compleja y capaz de cometer actos de cobardía, avaricia y violencia. Sin embargo, ¿habría descubierto en alguna ocasión el lado sombrío de Narraway, el ser humano que habitaba debajo del profesional que luchaba contra los enemigos de su país? Eran muy distintos. Narraway era discreto; Pitt, instintivo. Entendía a la gente porque entendía la debilidad y el miedo. Había pasado necesidades y sabía la fuerza que estas podían tener.

Sin embargo, Pitt también entendía la gratitud. Narraway le había ofrecido dignidad, una meta, y el medio para alimentar a su familia cuando lo necesitaba desesperadamente. Jamás lo olvidaría.

Tal vez fuera un poco inocente.

Recordó con una sonrisa la desilusión de su marido cuando descubrió el comportamiento reprobable del príncipe de Gales. Charlotte fue testigo de la vergüenza de su marido hacia un hombre que, según él, debería haberse comportado mejor. Pitt creyó más en el honor de su cargo que el propio príncipe. Y Charlotte lo amaba intensamente por ello, desde el mismo instante en que lo comprendió.

Narraway no se habría dejado engañar. Habría esperado aproximadamente lo que al final descubrió. Tal vez se hubiera sentido decepcionado, pero no herido.

¿Lo habrían herido alguna vez?

¿Era posible que hubiera amado a Kate O’Neil y aun así la hubiera utilizado? No era eso lo que Charlotte entendía por amor.

Sin embargo, era posible que Narraway antepusiera el deber a todo lo demás. Quizá estuviera sintiendo un dolor profundo e insuperable por primera vez en su vida, pues le habían arrebatado lo único que valoraba: su trabajo, en el que con tanta fuerza encuadraba su identidad.

¿Por qué diablos estaba recorriendo las oscuras calles de una ciudad desconocida junto a un hombre al que no había visto antes de aquella noche, corriendo riesgos absurdos y contando mentiras para ayudar a una persona a la que conocía tan poco? ¿Por qué le dolía su situación?

Porque imaginaba cómo se sentiría si él fuera como ella… pero no lo era. Suponía que Narraway sentía afecto por ella, porque lo había visto en su rostro en momentos de descuido. Era probable que lo que hubiera visto fuera soledad, un instante de recreo en un amor que solo resultaría inconveniente si en realidad lo sintiera.

—He oído que Talulla Lawless le ha ofrecido una pequeña muestra de su temperamento —dijo McDaid, interrumpiendo sus pensamientos—. Lo siento. Sus heridas son profundas y no ve la necesidad de esconderlas; usted no ha tenido la culpa. Pero en la guerra siempre hay víctimas, tantas o más en el lado de los inocentes que en el de los culpables.

Charlotte se volvió para mirarlo bajo la luz pasajera de la lámpara de un carruaje con el que se cruzaron. McDaid tenía los ojos brillantes y la boca torcida en una sonrisa triste. A continuación la oscuridad volvió a cobijarlo, y Charlotte volvió a percibirlo como una suave voz, una presencia a su lado, el olor de la tela y un leve aroma a tabaco.

—Por supuesto —convino quedamente.

Llegaron a Molesworth Street y el carruaje se detuvo.

—Gracias, señor McDaid —dijo con total serenidad—. Ha sido muy amable al invitarme y acompañarme. La hospitalidad de Dublín hace honor a su fama y, créame, eso es un gran elogio.

—No hemos hecho más que empezar —respondió él en tono afectuoso—. Salude a Victor de mi parte y dígale que esto continúa. No descansaré hasta que piense que es la ciudad más bella del mundo, y los irlandeses, la mejor gente. Y lo somos, por supuesto, pese a nuestra pasión y nuestros conflictos. No se puede odiarnos, ¿comprende? —McDaid pronunció esas palabras con una sonrisa amplia y radiante a la luz de la farola.

—Al menos no como ustedes nos odian a nosotros —convino Charlotte con amabilidad—. Pero nosotros no tenemos motivo. Buenas noches, señor McDaid.