7
—No puede venir —dijo Charlotte con vehemencia. Era primera hora de la tarde y se encontraba en el salón de la casa de huéspedes de la señora Hogan, vestida con su mejor atuendo primaveral, luciendo la espléndida blusa. Combinada con una sencilla falda negra, el efecto era, como poco, espectacular—. Alguien podría conocerle —agregó, ciñéndose al asunto que los ocupaba.
Era evidente que Narraway se había tomado su tiempo para arreglarse para la ocasión. Llevaba una camisa inmaculada, el pañuelo perfectamente anudado y ni un cabello fuera de lugar.
—Tengo que ir —repuso—. Debo ver a Talulla Lawless. Y solo puedo hacerlo en un lugar público, o me acusaría de agresión sexual. Ya lo intentó una vez, y me advirtió que volvería a hacerlo si intentara verla a solas. Sé que estará allí esta tarde. Es un recital, así que la mayoría de la gente estará pendiente de los músicos.
—Basta con que le reconozca una persona para que se lo cuente a las otras —señaló Charlotte—. Entonces no podré averiguar nada que nos sea de utilidad. Descubrirán la razón que se esconde tras cualquier cosa que diga.
—No iré con usted. La farsa de que somos hermanos es solo para la señora Hogan. —Esbozó una sonrisa sombría—. Usted irá al recital con Fiachra McDaid. Vendrá a buscarla… —Miró el reloj de la repisa de la chimenea—. Estará aquí dentro de unos diez minutos. Yo iré solo. Tengo que hacerlo, Charlotte. Creo que Talulla es una figura crucial en este asunto. Demasiadas de mis investigaciones conducen a ella. Es el hilo que conecta a todas las personas implicadas.
—¿No puedo hacerlo yo? —propuso ella.
Narraway sonrió fugazmente.
—Esta vez no, querida.
Charlotte no insistió, aunque estaba segura de que no le estaba contando toda la verdad. Sin embargo, no tenía sentido haber ido hasta allí si no estaban dispuestos a correr riesgos. Le devolvió la breve sonrisa y asintió con la cabeza.
—Entonces tenga cuidado.
La mirada de Narraway se dulcificó. Parecía a punto de comentar algo en broma cuando oyeron un repentino golpe en la puerta. La señora Hogan entró en la habitación, con los habituales mechones de pelo sueltos de las horquillas y el delantal blanco almidonado con esmero.
—El señor McDaid ha venido a buscarla, señora Pitt. —Su expresión no permitía adivinar sus pensamientos, salvo que le suponía un esfuerzo mantenerlos bajo control.
—Gracias, señora Hogan —respondió Charlotte con amabilidad—. Saldré enseguida. —Miró a Narraway—. Por favor, tenga cuidado —repitió. Acto seguido, antes de que el hombre pudiera responder, se levantó la falda un par de centímetros y salió por la puerta que la señora Hogan sujetaba abierta.
Fiachra McDaid se encontraba en el vestíbulo junto al reloj de pie, que estaba cinco minutos adelantado con respecto al de la repisa del salón. Vestía con estilo, pero no lograba el aire de elegancia natural de Narraway.
—Buenas tardes, señora Pitt —dijo en tono afable—. Espero que le guste la música. Descubrirá otro aspecto de la ciudad de Dublín, y además en un día espléndido. Y hablando del tiempo, ¿ha salido de la ciudad? Con unas condiciones tan agradables, ¿qué le parecería hacer una salida a Droghada, y a las ruinas de Mellifont, la abadía más antigua de Irlanda, fundada en mil ciento cuarenta y dos por orden de san Malaquías? Y si le parece demasiado reciente, ¿qué me dice de la colina de Tara? Fue el centro de Irlanda bajo los Grandes Reyes hasta el siglo once, cuando la llegada del cristianismo puso fin a su poder.
—Suena maravilloso —respondió Charlotte con todo el entusiasmo del que fue capaz mientras lo tomaba por el brazo y se dirigía a la puerta principal. No se volvió para comprobar si Narraway la estaba mirando—. ¿Están muy lejos de la ciudad?
—A cierta distancia, pero el viaje merece la pena —aclaró McDaid—. Irlanda es mucho más que Dublín.
—Por supuesto. Agradezco su generosidad por querer compartirlo conmigo. Hábleme de esos lugares.
McDaid aceptó y durante el corto trayecto hasta el salón donde tendría lugar el recital, Charlotte escuchó con gesto de absoluta atención. En realidad, en cualquier otro momento se habría mostrado tan interesada como entonces fingía estarlo. El orgullo en la voz de aquel hombre era inconfundible, así como el amor por su pueblo y su historia. Mostraba una notable compasión por los pobres y los desposeídos, que Charlotte no pudo por menos de admirar.
Cuando llegaron, la multitud empezaba a congregarse, y se vieron obligados a ir a buscar sitio si querían sentarse en la parte delantera. Charlotte se alegró, pues le permitiría alejarse de Narraway y nadie sospecharía que habían acudido juntos; salvo McDaid, por supuesto, pero tendría que confiar en su discreción.
Las damas vestían con suma elegancia, y Charlotte, con su blusa de rayas negras y doradas, se sintió a la altura de cualquiera de ellas. Aún sentía una punzada de culpabilidad por que Narraway se la hubiera comprado, y no sabía qué palabras utilizaría para explicárselo a Pitt. Sin embargo, por el momento se consintió el placer de que hombres y mujeres le dedicaran una fugaz mirada primero, y volvieran de nuevo la vista hacia ella para observarla con gesto apreciativo o de envidia. Sonrió con contención, no demasiado, a fin de no parecer orgullosa, lo justo para arquear la comisura de los labios en una expresión agradable y devolver los saludos con la cabeza a quienes ya conocía.
Eligió una butaca, se sentó muy erguida y afectó interés por la disposición de las sillas en las que tocarían los músicos.
Vio a Dolina Pearse y evitó por poco que sus miradas se encontraran. A su lado, Talulla Lawless inspeccionaba la sala con disimulo, como si buscara a alguien. Charlotte trató de seguir su mirada y sintió que se quedaba sin aliento al ver aparecer a Narraway. La luz resaltó durante un instante en sus sienes plateadas mientras se agachaba para hablar con alguien. Talulla se tensó y contrajo el rostro. A continuación sonrió y se volvió hacia el hombre que tenía a su lado. Fue un instante antes de que Charlotte lo identificara como Phelim O’Conor. El hombre se dirigió a su asiento y Talulla regresó al suyo.
El maestro de ceremonias hizo aparición y el murmullo de voces se desvaneció. El recital había comenzado.
Durante poco más de una hora, permanecieron absortos en el sonido y la emoción de la música. Contenía un encanto y una cadencia que provocó una sonrisa en Charlotte, a quien no le costó esfuerzo alguno parecer dichosa.
Sin embargo, en el instante en que cesó y cuando los aplausos se hubieron silenciado, la razón por la que estaba allí volvió a ocupar su pensamiento… y, aún con mayor intensidad, el motivo de la presencia de Narraway. Recordó la expresión en el rostro de Talulla. Tal vez su tarea no consistiría tanto en acercarse a Cormac O’Neil como en apoyar a Narraway si Talulla decidiera formar un escándalo.
Tras dirigir a McDaid una fugaz sonrisa, se levantó y se acercó a Talulla mientras pensaba en algo razonable que decir, fuera o no cierto. Llegó a su lado justo en el momento en que Talulla se volvía para marcharse, y estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. La mujer la miró con gesto de asombro.
—Oh, lo siento —se disculpó Charlotte, si bien había sido Talulla quien había estado a punto de chocar contra ella—. Me temo que el entusiasmo ha sido más fuerte que yo.
—¿Entusiasmo? —preguntó Talulla con frialdad mientras su rostro reflejaba completa indiferencia.
—Por la arpista —se apresuró a responder Charlotte—. Jamás había escuchado música más deliciosa —agregó mientras pensaba desesperadamente en algo que decir.
—Entonces no permita que la entretenga y vaya a hablar con ella —repuso Talulla—. Estoy segura de que le parecerá muy agradable.
—¿La conoce? —preguntó Charlotte con gran interés.
—Solo de oídas, y no me gustaría incomodarla —respondió bruscamente Talulla—. Debe de haber mucha gente deseosa de hablar con ella.
—Le estaría muy agradecida si nos presentara —comentó Charlotte, que decidió pasar por alto su falta de amabilidad.
—Me temo que no puedo ayudarla. —Talulla no conseguía disimular su impaciencia—. No tengo trato con ella. Y ahora, si me…
—¡Oh! —Charlotte adoptó una expresión de disgusto—. Pero si me ha dicho que es muy agradable —añadió desafiante, sin atreverse a mirar hacia el lugar donde había visto a Narraway hablando con Ardal Barralet.
—Por pura educación —espetó Talulla—. En serio, señora Pitt, hay una persona con la que quiero hablar, y debo darme prisa o se marchará. Disculpe. —Acto seguido empujó a Charlotte y la obligó a hacerse a un lado.
Charlotte observó que Narraway seguía hablando con Barralet en el otro extremo de la sala. Talulla se dirigía directamente hacia ellos. Charlotte la siguió, aunque manteniéndose a unos pasos de distancia. Habían recorrido la mitad del pasillo central cuando Talulla se detuvo de repente.
Entonces Charlotte descubrió el motivo. Un pequeño grupo de gente se había congregado en el lugar en que Narraway estaba con Ardal Barralet y desde donde ahora miraba a Cormac O’Neil a pocos metros de distancia. Phelim O’Conor observaba a uno y a otro, y Bridget Tyrone estaba de pie, a su lado.
Durante segundos, permanecieron inmóviles. A continuación, Cormac se decidió a hablar.
—No creí que se atreviera a volver a poner los pies en Irlanda —masculló, mirándolo fijamente—. ¿A quién ha venido a traicionar esta vez? Mulhare está muerto, ¿acaso no lo sabía? —El odio resonó en su voz; le temblaba el cuerpo y sus palabras sonaron confusas.
Una oleada de emoción recorrió al grupo de gente allí reunido, como el paso de una tormenta sobre un campo de cebada.
—Sí, sé que Mulhare está muerto —respondió Narraway, quien no retrocedió pese a la proximidad de Cormac—. Alguien se apoderó del dinero que debería haber recibido para salir del país y empezar una vida nueva.
—¿Alguien? —preguntó O’Neil con desdén—. Y supongo que no tiene ni idea de quién fue.
—No la tenía —respondió Narraway, aún sin moverse, aunque Cormac se encontraba a menos de medio metro de él—. Pero estoy empezando a descubrirlo.
Cormac puso los ojos en blanco.
—Si no lo conociera, lo creería. Debió de robar el dinero usted mismo. Traicionó a Mulhare igual que nos traicionó a todos nosotros.
Narraway estaba pálido y tenía la mirada brillante.
—Fue una guerra, Cormac. Y usted perdió, eso es todo…
—¡Eso es todo! —O’Neil tenía el rostro contraído por el odio—. Perdí a mi hermano, a mi cuñada y a mi país, y usted es capaz de venir aquí y decirme que «eso es todo»… —Se le quebró la voz.
Se produjo un murmullo entre quienes se habían reunido cerca de ellos. Charlotte se estremeció. Sabía lo que Narraway había querido decir, pero estaba nervioso y se comportaba con torpeza. Era consciente de que estaban en contra de él y de que no podía demostrar nada. No contaba con el respaldo de Londres; estaba solo e iba perdiendo la batalla.
—No podíamos ganar los dos. —Narraway recobró el dominio de sí mismo con esfuerzo—. Esa vez gané yo. No gritaría «traición» si lo hubiera hecho usted.
—¡Es mi maldito país, simio ignorante! —gritó Cormac—. ¿A cuántos irlandeses tendrán que robar, engañar y asesinar para que sienta cierto cargo de conciencia y se largue de una vez por todas de nuestro país?
—Me marcharé en cuanto haya demostrado quién se quedó con el dinero de Mulhare —respondió Narraway—. ¿Acaso sacrificó a ese hombre para vengarse de mí? ¿Por eso está tan al corriente del asunto?
—Todo el mundo está al corriente —gruñó Cormac—. ¡Su cuerpo apareció en los escalones del puerto de Dublín arrastrado por la corriente, maldito sea!
—¡Yo no lo traicioné! —A Narraway le temblaba la voz y hablaba en un tono cada vez más elevado pese a sus esfuerzos por controlarlo—. Si hubiera sido yo, me habría asegurado de hacerlo mejor. No habría dejado dinero en mi maldita cuenta para que otros lo descubrieran. Pensará lo que quiera de mí, Cormac, pero sabe que no soy estúpido.
Cormac, atónito, guardó silencio.
Fue Talulla quien intervino. Estaba pálida como la muerte y tenía los ojos hundidos, como dos agujeros profundos.
—Sí, es estúpido —espetó entre dientes, mirando a Narraway de espaldas a Cormac—. Es un estúpido inglés arrogante que no cree que podamos ser mejores que usted. Bueno, alguien lo ha conseguido esta vez. ¿Dice que no ingresó el dinero en su propia cuenta? Al parecer, alguien lo ha hecho, y lo han culpado a usted por ello. Su propia gente cree que es un ladrón, y en Irlanda no hay nadie dispuesto a volver a darle información, así que ha perdido su posición en Londres. Dé las gracias a Cormac O’Neil por ello.
Tomó aire, a punto de asfixiarse por la ira.
—¿No tienen un refrán en Inglaterra que dice que quien ríe el último ríe mejor? Bueno, ¡pues nosotros seguiremos riendo cuando sea un anciano achacoso y no tenga nada que hacer ni a nadie que se preocupe ni un poco por usted! ¡Recuerde que fue O’Neil quien se lo hizo, Narraway! —Talulla rio con un sonido breve e irregular, como si algo se hubiera roto en su interior. A continuación se volvió y desapareció abriéndose paso entre la multitud.
Charlotte miró a Cormac, a Phelim O’Conor y después a Narraway. Todos estaban pálidos y temblorosos. Fue Ardal Barralet quien rompió el silencio.
—Qué desafortunado —comentó con sequedad—. Victor, creo que habría sido mejor que no hubiera venido. Los viejos recuerdos no se olvidan fácilmente. Por lo que aquí se ha dicho, parece que esta es la parte de la guerra que usted ha perdido. Acéptelo con la misma elegancia que esperó de nosotros y márchese cuanto antes.
Narraway ni siquiera dirigió una fugaz mirada a Charlotte para no hacerla partícipe de la vergüenza. Se inclinó con rigidez.
—Disculpen.
Acto seguido, se volvió y se marchó.
McDaid tomó a Charlotte del brazo y la sujetó con sorprendente fuerza. Ella ni siquiera se había dado cuenta de que estaba a su lado. Ahora no tenía otra opción que marcharse con él.
—Es un estúpido —comentó McDaid con resentimiento en cuanto se hubieron alejado lo suficiente para que nadie los oyera—. ¿Es que creía que alguien habría olvidado su cara?
Charlotte sabía que tenía razón, pero se enfadó con él por atreverse a decirlo. No conocía los detalles de la participación de Narraway en la vieja traición, si había amado a Kate O’Neil, si la había utilizado o si se habían dado las dos cosas a la vez, pero el hecho era que en ese momento lo habían traicionado a él… y con una mentira, no con la verdad.
Charlotte estaba permitiendo que la emoción y el instinto ocuparan el lugar de la razón en la formación de sus juicios. O, tal vez, su confianza en él se debiera a la lealtad que Narraway siempre había mostrado a Pitt. Su marido no estaba allí para ayudarlo, para ofrecerle apoyo ni consejo, de modo que era necesario que ella lo hiciera por él.
A continuación la asaltó otro pensamiento, un breve recuerdo, evidente como un relámpago en una noche negra de tormenta. Talulla había dicho que el dinero de Mulhare había vuelto a la cuenta bancaria de Narraway, y que nadie en Londres confiaría en él. ¿Cómo podía saberlo, a menos que estuviera implicada de manera directa en el asunto? Tenía cerca de treinta años. En la época en que Kate y Sean O’Neil habían muerto no era más que una niña de seis o siete años.
¿Para eso había asistido Narraway esa noche, para provocarla y lograr que se descubriera? Qué medida tan desesperada.
Intentó zafarse de la mano de McDaid con un tirón brusco, pero él no la soltó.
—No dejaré que lo siga —dijo con firmeza—. Por lo menos ha hecho una cosa bien: no implicarla. A ojos de Talulla, podrían ser dos desconocidos. No lo estropee.
Aquellas palabras la hicieron sentir peor. Aumentaron la deuda que tenía con él, y negar a Narraway sería inútil y sumamente descortés. Apartó el brazo de McDaid, que en esa ocasión no se lo impidió.
—No iba a salir tras él —respondió, enfadada—. Me voy a casa.
—¿A Londres? —preguntó él con incredulidad.
—A la casa de la señora Hogan en Molesworth Street —espetó—. Si me lleva, me hará un favor, porque no me apetece tener que buscar un ómnibus. No tengo idea de dónde estoy, ni de adónde voy.
—Me doy cuenta —coincidió McDaid con pesar.
Sin embargo, cuando McDaid la dejó en la puerta de la casa de la señora Hogan, Charlotte esperó a que el hombre subiera de nuevo al carruaje y se alejara hasta perderlo de vista para dirigirse con paso decidido en dirección contraria y detener el primer coche de alquiler que encontrara. Sabía la dirección de Cormac O’Neil por Narraway, y se la comunicó al cochero. Esperaría a que O’Neil regresara, tanto tiempo como fuera necesario.
Finalmente, fue poco después del anochecer cuando vio a Cormac O’Neil bajar de un carruaje a unos cien metros. A continuación, con paso levemente vacilante, comenzó a subir por la calle en dirección a su casa.
Charlotte apareció entre las sombras.
—¿Señor O’Neil?
El hombre se detuvo y parpadeó, sorprendido.
—Señor O’Neil —repitió Charlotte—. Me preguntaba si podría hablar con usted. Es muy importante.
—En otro momento —respondió él de un modo casi ininteligible—. Es tarde. —Se dirigió a la puerta, pero Charlotte dio un paso frente a él.
—No es tarde, apenas es la hora de cenar, y es urgente. Se lo ruego.
El hombre la miró.
—Eres una muchacha bastante atractiva —respondió con amabilidad—. Pero no me interesa.
De repente, Charlotte se dio cuenta de que la había tomado por una prostituta. Le pareció demasiado absurdo para ofenderse. Sin embargo, si se reía corría el riesgo de parecer una histérica. Tragó saliva, tratando de controlar la tensión nerviosa que la atenazaba.
—Señor O’Neil. —Tenía preparada la mentira. Era el único modo que se le ocurrió para obligarlo a decirle la verdad—. Quiero hacerle unas preguntas sobre Victor Narraway…
O’Neil se detuvo en seco y se volvió para mirarla.
—Sé lo que le hizo a su familia —prosiguió con un matiz de desesperación en la voz—. Al menos, creo saberlo. He estado en el recital esta tarde. He oído sus palabras, así como las de la señorita Lawless.
—¿Para qué ha venido hasta aquí? —inquirió—. Es tan inglesa como él. Se nota en su voz, así que no intente simpatizar conmigo —añadió con punzante desprecio.
Charlotte adoptó el mismo gesto de severidad.
—¿Y usted cree que solo hay víctimas irlandesas? —preguntó asombrada—. Mi marido también sufrió. Y podría hacer algo por él, si supiera la verdad.
—¿Algo? —respondió O’Neil con desdén—. ¿Algo de qué clase?
Charlotte sabía que debía elaborar un discurso apasionado y creíble; hablarle de una herida lo bastante profunda para que la considerara tan víctima como a sí mismo. Se disculpó con Narraway de pensamiento.
—Narraway ya ha sido destituido de la Brigada Especial —dijo en voz alta—. Por el dinero que se suponía que debía haber recibido Mulhare. Pero él tiene mucho más: su casa, sus amigos, su vida en Londres. Mi familia no tiene nada, salvo algunos amigos que lo conocen como yo, y tal vez como usted. Pero necesito saber la verdad…
O’Neil vaciló un instante y a continuación, con gesto cansado, como dándose por vencido, hurgó en su bolsillo en busca de la llave. A tientas, introdujo esta en la cerradura, abrió la puerta y dejó pasar a Charlotte.
Los recibió de inmediato un perro lobo de gran tamaño que le dirigió una rápida mirada antes de acercarse a O’Neil meneando el rabo y chocando contra él para exigir su atención.
O’Neil le acarició la cabeza y le habló con dulzura. A continuación guio a Charlotte hasta el salón y encendió las lámparas de gas, con el perro pegado a sus talones. Las llamas mostraron una estancia limpia y confortable con una ventana que daba a la entrada y a la calle. Corrió las cortinas, más por intimidad que para protegerse del frío, y la invitó a sentarse.
Charlotte aceptó, le dio las gracias con sobriedad y esperó a que se hubiera acomodado para empezar con las preguntas. Era consciente de que si se equivocaba en un comentario, si tenía una reacción torpe, podría perderlo de inmediato y, con él, cualquier oportunidad de intentarlo de nuevo.
—Pasó hace veinte años —empezó a decir O’Neil mientras la miraba con seriedad.
Estaba sentado frente a ella, con el perro a sus pies. A la luz de las lámparas era evidente que estaba haciendo un esfuerzo por controlar sus sentimientos, como si el hecho de haber visto a Narraway de nuevo le hubiera despertado emociones que había luchado por enterrar. Tenía los ojos enrojecidos y la cara demacrada. El cabello de punta, hacia un lado, como si se hubiera pasado repetidamente los dedos por él. Charlotte no pasó por alto que había estado bebiendo, pero las penas que arrastraba no eran de las que se ahogaban con facilidad.
—Sí, lo sé, señor O’Neil —dijo en voz queda—. Pero ¿cree que el tiempo cura las heridas? Me gustaría pensar así, pero no tengo pruebas de ello.
Se acomodó en la silla y esperó su respuesta.
—¿Si las cura? —repitió pensativo—. No. Las cubre, tal vez, pero por debajo siguen sangrando. —La miró con curiosidad—. ¿Qué le hizo a usted?
Charlotte se trasladó al futuro que temía e imaginó la peor situación posible.
—Mi marido también trabajaba en la Brigada Especial —respondió—. Nada relacionado con Irlanda, sino con anarquistas ingleses, tipos que colocaron bombas que mataron a gente de a pie, mujeres y niños, a ancianos, la mayoría de ellos pobres.
O’Neil contrajo el rostro pero no la interrumpió.
—Narraway asignó a mi marido un trabajo peligroso y cuando las cosas se pusieron feas, estando mi esposo lejos de casa, Narraway se dio cuenta de que había cometido un error, de que había hecho una estimación equivocada, y dejó que culparan por ello a mi marido. Lo despidieron, por supuesto, pero eso no es todo. Lo acusaron también de robo, por lo que no puede aspirar a ningún otro puesto. Está obligado a trabajar de peón, si es que logra encontrar trabajo. No está acostumbrado. No sabe ningún oficio, y a los cuarenta no es fácil aprender. No está hecho para eso. —Charlotte percibió la gravedad en su voz, como si intentara contener las lágrimas. Era miedo, pero sonaba a angustia, a dolor, tal vez a indignación ante una injusticia.
—¿Cómo puede ayudarla mi historia? —preguntó O’Neil.
—Narraway lo niega, por supuesto. Pero si a usted también lo traicionó, eso cambia mucho las cosas. Por favor, dígame… ¿qué sucedió?
—Narraway llegó aquí hace veinte años —empezó a relatar con lentitud—. Fingió afinidad con nosotros y engañó a algunas personas. Parecía irlandés, y lo utilizó a su favor. Conoce nuestra cultura, nuestros sueños, nuestra historia. Pero no nos dejamos embaucar. O eres irlandés, o no lo eres. Aun así, decidimos seguirle la corriente… Hablo de Sean, de Kate y de mí.
O’Neil hizo una pausa con los ojos empañados, como si estuviera viendo una escena muy alejada de aquella sala silenciosa y sobria de 1895. El pasado seguía vivo para él, los rostros de los muertos, las heridas sin curar.
Charlotte no sabía si dar alguna muestra de que lo estaba escuchando, temerosa de distraerlo. Decidió no decir nada.
—Descubrimos quién era exactamente —prosiguió Cormac O’Neil—. Por aquel entonces estábamos planeando una rebelión. Creímos que podríamos utilizarlo, proporcionarle mucha información falsa, volver las tornas. Teníamos toda clase de sueños. Sean era el líder, pero Kate era la pasión. Hermosa, como la luz del sol sobre las hojas del otoño, viento y sombra, tenía la clase de encanto al que es imposible aferrarse. Estaba viva de un modo que muchas otras mujeres no conocen. —Volvió a detenerse, perdido en los recuerdos, y el dolor que le producían se hizo evidente en su rostro.
—Usted la amaba —comentó Charlotte con suavidad.
—Todos los hombres lo hacían —respondió O’Neil, y la miró a los ojos durante un instante, como si acabara de acordarse de que estaba allí—. Me recuerda un poco a ella. Tenía el cabello del mismo color que el suyo. Pero usted es más natural, como la tierra. Firme.
Charlotte no sabía si sentirse insultada. Ahora no tenía tiempo, pero lo pensaría más tarde y lo decidiría.
—Siga —le pidió. Aún no le había contado nada, excepto que se había enamorado de la mujer de su hermano. ¿Sería ese el motivo por el que odiaba a Narraway?
Como si le hubiera leído el pensamiento, él agregó:
—Por supuesto, Narraway también vio la pasión en ella. Se quedó fascinado, como cualquier hombre, así que decidimos utilizarlo. Dios sabe que disponíamos de varias armas contra él. Pero era listo. Hay gente que cree que los ingleses son estúpidos, y algunos lo son, claro, pero no Narraway, él no.
—Entonces ¿decidieron utilizar los sentimientos que tenía hacia Kate?
—Sí. ¿Por qué no? —preguntó con la mirada encendida, defendiendo la decisión tomada hacía tantos años—. Estábamos luchando por nuestra tierra, por nuestro derecho a gobernarnos nosotros mismos. Y Kate estuvo de acuerdo. Habría hecho cualquier cosa por Irlanda. —Se le quebró la voz y durante un momento O’Neil fue incapaz de seguir.
Charlotte esperó. Fuera no se oía ningún ruido; ni viento ni lluvia contra los cristales, ni pasos, ni caballos por la calle. Ni siquiera el perro que yacía a los pies de Cormac se movió. La casa podría haber estado en cualquier lugar: en el campo, a kilómetros de la zona habitada más cercana. El presente se había disuelto y había desaparecido.
—Fueron amantes, Kate y Narraway —confesó Cormac con amargura—. Ella nos contó lo que él planeaba, junto a los ingleses. O al menos eso fue lo que nos dijo —añadió, con voz grave por el dolor.
—¿Y no era verdad? —preguntó Charlotte cuando el hombre guardó silencio.
—Narraway le mintió —respondió Cormac—. Él sabía lo que Kate estaba haciendo, lo que hacíamos todos. En algún momento, ella debió de cometer un error. —Las lágrimas le corrían por las mejillas y no hizo esfuerzo alguno por contenerlas—. Nos alimentó de mentiras y nos las creímos. El levantamiento se vio frustrado. ¡Estúpidos, estúpidos, estúpidos! ¡Culparon a Kate!
Tragó saliva mientras miraba la pared como si viera a los protagonistas de esa tragedia desfilando frente a él.
—Creyeron que nos había traído la perdición —prosiguió—. Narraway hizo eso con ella, la utilizó y la puso en contra de su propia gente. Por esa razón me gustaría verlo en el infierno. Pero quiero que sufra más, aquí en la tierra, donde lo sabré con certeza. ¿Puede hacer que eso suceda, señora Pitt? ¿Por Kate?
Charlotte se quedó horrorizada por la ira que desprendía. Le agitaba el cuerpo como una enfermedad. Tenía la piel cubierta de manchas, el rostro enjuto. Algún día debió de ser un hombre atractivo.
—¿Qué le pasó? —Era una pregunta cruel, pero Charlotte sabía que la historia no había terminado y necesitaba escucharla también de O’Neil, y no solo de Narraway.
—La asesinaron —respondió—. Estrangulada. La pobre y hermosa Kate.
—Lo lamento —dijo Charlotte con sinceridad. Trató de imaginar a la mujer, llena de pasión y sueños, tal como Cormac O’Neil la había descrito, pero esa era la visión de un hombre enamorado de una imagen.
—Dijeron que fue Sean quien la mató —continuó él—. Pero no pudo ser así. Mi hermano la conocía lo suficiente para saber que no habría traicionado la causa. También fue Narraway. Él la mató porque Kate habría contado lo que había hecho. Y no habría salido de Irlanda con vida. —Miró fijamente a Charlotte con los ojos llenos de lágrimas, esperando una respuesta.
Se obligó a hablar.
—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Puede demostrarlo? —preguntó—. Quiero decir, ¿tiene alguna prueba que pueda llevar a Londres para que me escuchen?
Charlotte permaneció inmóvil, temiendo lo que Cormac pudiera responder. ¿Y si la tuviera? ¿Qué haría entonces? Sin duda, Narraway se justificaría. Diría que había tenido que matarla, o que lo habría delatado y el alzamiento habría triunfado. Tal vez incluso fuera verdad. Pero seguía siendo espantoso y horrible. Seguía siendo un asesinato.
—La mató porque Kate no podía contarle lo que quería saber. Pero si pudiera demostrarlo, ¿cree que Narraway seguiría vivo? —preguntó con severidad—. Lo habrían ahorcado a él, y no al pobre Sean, y Talulla no sería huérfana, Dios la asista.
Charlotte dio un grito ahogado.
—¿Talulla?
—Es la hija de Kate —anunció Cormac O’Neil simplemente—. De Kate y Sean. ¿No lo sabía? Cuando Sean y Kate murieron una prima se ocupó de ella, para protegerla al máximo del odio contra su madre. Pobre niña.
Charlotte se sintió abrumada por tan espantosa y vana tragedia. Quiso decir algo que compensara de algún modo la pérdida, pero solo se le ocurrían banalidades.
—Lo lamento. Estoy…
El hombre la miró.
—Entonces ¿hablará con alguien cuando vuelva a Londres?
—Sí… Sí, lo haré.
—Tenga cuidado —le advirtió—. Narraway no se dejará vencer fácilmente. La matará también a usted, si cree que tiene que hacerlo para salvar su vida.
—Tendré cuidado —prometió—. Creo que aún me quedan algunas cosas que descubrir, pero le prometo que… tendré cuidado. —Se levantó, sintiéndose violenta. No se le ocurría qué decir para zanjar la conversación. Habían pasado de lo desesperado a lo mundano como si fuera lo más natural del mundo, pero ¿qué palabras eran las adecuadas para expresar lo que cada uno de ellos sentía?—. Gracias, señor O’Neil —añadió con gesto grave.
Cormac O’Neil la acompañó a la puerta y la mantuvo abierta, pero no le ofreció ayuda para encontrar un medio de transporte, como si para él Charlotte hubiera dejado de ser real en el momento en que pisó la calle.
—¿Dónde ha estado? —preguntó Narraway en cuanto Charlotte entró en el salón de la señora Hogan. Habría estado esperando junto a la ventana, o tal vez paseando arriba y abajo. Parecía agotado y tenso, como si su imaginación estuviera asediada por el miedo. Tenía los ojos hundidos y las líneas de su rostro parecían más profundas que nunca—. ¿Está bien? ¿Con quién ha venido? ¿Dónde está?
—No he venido con nadie —respondió—. Y estoy perfectamente…
—¿Sola? —inquirió con voz temblorosa—. ¿Sola por la calle, de noche? Por el amor de Dios, Charlotte, ¿en qué estaba pensando? Podría haberle pasado cualquier cosa. ¡Y yo ni siquiera me habría enterado!
Alargó una mano y le agarró el brazo. Charlotte notó la presión y pensó que no era consciente de la fuerza con que la sujetaba.
—No me ha pasado nada, Victor. No vengo de muy lejos. Y no es tarde. Hay mucha gente por la calle —aseguró.
—Podría haberse perdido…
—Entonces habría pedido a alguien que me indicara el camino —respondió—. Por favor… no hay motivo de preocupación. Si hubiera tenido que dar un rodeo para llegar hasta aquí, no me habría hecho ningún mal.
—Podría… —empezó a decir Narraway, pero acto seguido guardó silencio, tal vez consciente de que su miedo era desproporcionado. Le soltó el brazo—. Lo siento. Yo…
Charlotte lo miró. Fue un error. Por un instante, el sentimiento se hizo evidente en sus ojos. La mujer no quería saber que le importaba tanto a Narraway. Ahora sería imposible para él fingir que no la amaba, y para ella, fingir que no lo sabía.
Se volvió y notó que le ardían las mejillas. No había palabras que pudieran disimular la verdad.
Narraway permaneció inmóvil.
—He ido a ver a Cormac O’Neil —dijo Charlotte transcurridos unos segundos.
—¿Qué?
—No he corrido ningún peligro. Quería oír su versión de lo que sucedió, o al menos lo que él cree.
—¿Y qué le ha dicho? —preguntó a toda velocidad, con la voz quebrada por la tensión.
Charlotte no quería mirarlo, ni inmiscuirse en un viejo dolor que era claramente tan agudo, pero evitarlo habría sido cobarde. Lo miró a los ojos y repitió lo que Cormac había dicho, incluyendo el hecho de que Talulla era la hija de Kate.
—Probablemente, así es como él lo ve —comentó Narraway cuando ella hubo terminado—. Diría que no es capaz de vivir con la verdad. Kate era hermosa. —Esbozó una breve sonrisa.
En ese momento, Charlotte logró imaginar al hombre que había sido veinte años atrás: más joven, más viril, tal vez menos sabio.
—Pocos hombres se resistían a ella —continuó—. Yo no lo intenté. Sabía que la estaban utilizando para tenderme una trampa. Era una mujer valiente, apasionada… —Sonrió con amargura—. Tal vez le faltara un poco de sentido del humor, pero era mucho más inteligente de lo que ellos creían. Eso sucede a veces con las mujeres hermosas. La gente no ve más allá de su belleza, sobre todo los hombres. Resulta incómodo. Solo vemos lo que queremos ver.
Charlotte frunció el entrecejo pensando en Kate, un títere en manos de otros, objeto de conspiraciones y deseos.
—¿Por qué dice que era inteligente? —preguntó.
—Porque hablamos. Hablamos de la causa, de lo que planeaban hacer. La convencí de que se volvería en su contra, como así habría sucedido. Las muertes habrían sido violentas y numerosas. Los ataques de esa clase no aplastan a la gente y hacen que se rinda. Tienen justo el efecto contrario. Habrían unido a Inglaterra en contra de los rebeldes, que habrían perdido las simpatías de Europa entera, e incluso de algunos de los suyos. Kate me contó lo que pretendían hacer, de modo detallado, para que pudiera detenerlo.
Charlotte trató de imaginar el dolor, el sacrificio.
—¿Quién la mató? —preguntó. Se sintió afectada por su desaparición, como si hubiera conocido a Kate más que de oídas, un rostro imaginado.
—Sean —respondió—. No sé si lo hizo porque traicionó a Irlanda, a su parecer, o porque lo traicionó a él.
—¿Con usted?
Narraway se ruborizó pero no desvió la mirada.
—Sí.
—¿Está seguro, sin la menor sombra de duda?
—Sí. —Estaba tan tenso que la voz le salió estrangulada—. Yo encontré su cuerpo, supongo que porque él quiso que así sucediera.
Charlotte no podía permitirse sentir lástima.
—¿Por qué está convencido de que fue Sean quien la mató?
Tenía que estar segura para librarse de la duda para siempre. Si Narraway la había asesinado era posible que, en base a una retorcida lógica de la política y el terror, hubiera tenido que hacerlo para evitar un derramamiento de sangre aún mayor. Lo miró con una mezcla de conciencia del peso con el que cargaba y de dolor por lo que le había costado: ya fuera la vergüenza o la ausencia de ella, lo que sería aún peor.
—¿Cómo está tan seguro de que fue Sean? —repitió.
Narraway la miró fijamente.
—Lo que en realidad quiere preguntarme es cómo puedo demostrar que no fui yo quien la mató.
Charlotte sintió el calor de la vergüenza en el rostro.
—Sí.
Narraway no la cuestionó.
—Estaba fría cuando la encontré —respondió—. Sean intentó culparme. A la policía le habría encantado aceptarlo, pero en ese momento me encontraba con el virrey en la residencia de Phoenix Park. Media docena de empleados me vieron allí, además del propio virrey y los policías en turno de guardia. No sabían quién era, pero me habrían identificado en el juicio, si hubiera sido necesario. Una breve investigación demostró que no pude estar cerca del lugar en que asesinaron a Kate. También se hizo evidente que Sean mintió cuando dijo que me vio, con lo que admitió haber estado allí. —Vaciló—. Si necesita comprobarlo, puede hacerlo. —Su sonrisa afloró durante un instante, pero enseguida desapareció—. ¿No cree que les habría encantado llevarme a la horca por ello si hubieran tenido la más mínima oportunidad?
—Sí —coincidió Charlotte, y sintió que se liberaba de un peso. El dolor era una cosa, pero sin culpa se convertía en una herida temporal, algo que podía curarse—. Siento… siento haber tenido que preguntárselo. Tal vez debería haber sabido que no lo había hecho.
—Me gustaría que pensara bien de mí, Charlotte —respondió en voz baja Narraway—. Pero preferiría que me viera como una persona normal, capaz de hacer el bien y el mal, de sentir pena y vergüenza…
—Victor… No…
El hombre se volvió despacio y se quedó contemplando el fuego.
—Lo siento. No volverá a suceder.
Charlotte se marchó en silencio y subió a su habitación. Necesitaba estar a solas, y lo que pudieran añadir solo serviría para empeorar las cosas.
A la mañana siguiente desayunaron juntos: ella, con un ligero dolor de cabeza por haber dormido mal; él, agotado, pero habiendo recuperado con elegancia su porte de competencia, que la noche anterior no era más que una ilusión.
Estaban comiendo tostadas con mermelada cuando el mensajero llegó con una nota para Narraway. Este dio las gracias a la señora Hogan, quien se la entregó en mano, y la abrió sin dilación.
Charlotte observó su rostro, en el que solo fue capaz de leer sorpresa. Cuando el hombre levantó la vista, ella esperó a que hablara.
—Es de Cormac —anunció con serenidad—. Quiere que vaya a verlo hoy al mediodía. Me contará lo sucedido y me mostrará las pruebas.
Charlotte se quedó perpleja al recordar el odio de Cormac, el dolor tan intenso, como si los hechos hubieran sucedido ese mismo día. Se inclinó hacia delante.
—No vaya. No lo hará, ¿verdad?
Narraway soltó la carta.
—Vine aquí en busca de la verdad, Charlotte. Puede que me la revele, aunque no sea esa su intención. Tengo que ir.
—Aún lo odia —replicó—. No puede permitirse hacer frente a la verdad, Victor. Lo dejaría en mal lugar. Solo le queda su impresión de lo que en realidad sucedió, que Kate fue leal a Irlanda y a la causa, y que habría salido bien de no haber sido por usted. No hay quien lo saque de ahí.
—Lo sé —respondió Narraway mientras alargaba la delgada mano y acariciaba la de Charlotte con suavidad, durante un instante, antes de retirarla de nuevo—. Pero no puedo permitirme no ir. Además, no tengo nada que perder. Si fue Cormac quien tramó la traición a Mulhare, necesito descubrir cómo lo hizo para demostrarlo ante Croxdale. —Se le crispó el rostro—. Y quizá con mayor urgencia, tengo que descubrir quién es el traidor en Lisson Grove. No puedo dejarlo pasar.
Narraway no ofreció más explicación al dar por hecho que Charlotte lo había entendido.
La mujer experimentó la extraña sensación de ser tenida en cuenta, incluso de pertenencia a algo. Sintió miedo por la enormidad emocional que conllevaba, pero también contenía una calidez que no sacrificaría voluntariamente.
No discutió más, sino que asintió con la cabeza y decidió seguirlo y no perderlo de vista.
Narraway salió de la casa con naturalidad, como si quisiera comprobar qué tiempo hacía. Entonces, cuando Charlotte se acercaba a la puerta, se volvió y empezó a caminar con paso rápido hacia el final de la calle.
Charlotte lo siguió, sin apenas tiempo de cerrar la puerta, viéndose obligada a correr a lo largo de unos metros para no perderlo de vista. Llevaba un chal y su pequeño ridículo con el dinero suficiente para el trayecto que tuviera que hacer.
Narraway desapareció por la esquina hacia la calle principal. Charlotte tuvo que acelerar para ver qué dirección tomaba. Tal como había supuesto, se acercó al primer carruaje en espera de partir, habló con el cochero y subió.
Charlotte se volvió rápidamente de espaldas a la calle y fingió mirar el escaparate de una tienda. En cuanto el carruaje hubo pasado, cruzó a toda velocidad para buscar otro coche de caballos. Transcurrió un momento largo y de desesperación antes de que encontrara uno. Dio al cochero la dirección de Cormac O’Neil y le pidió que se apresurara. Narraway ya le llevaba varios minutos de ventaja.
—Le pagaré un chelín más si alcanza al carruaje que acaba de salir —prometió—. Por favor, dese prisa. No quiero perderlo.
Se sentó inclinada hacia delante, mirando la calle mientras el carruaje bajaba a toda velocidad, doblaba la esquina y después retomaba la marcha casi al galope. Se sintió zarandeada, golpeada, y sin noción de dónde estaba durante un rato que se le hizo eterno pero que no debió de durar más de quince minutos. Al fin se detuvieron frente a la casa en que había estado la noche anterior.
Charlotte bajó del carruaje y se tomó un instante para recobrar el equilibrio tras el ajetreado trayecto. Pagó al cochero más de lo que le pidió, y un chelín adicional.
—Gracias. Espere, por favor —pidió Charlotte.
A continuación, sin la seguridad de que el cochero lo hiciera, subió por el mismo camino de entrada que había recorrido bajo la luz del atardecer hacía tan solo unas horas. Por algún motivo, en ese momento parecía más largo, los arbustos más abundantes y los árboles que lo cubrían reducían la intensidad de la luz.
No había llegado a la puerta cuando oyó ladrar al perro. Era un ruido furioso, aterrador, que contenía una nota de histeria, como si el animal estuviera descontrolado. No había sido así la noche anterior. Se había mostrado tranquilo, con la cabeza apoyada a los pies de O’Neil, sin apenas prestarle atención.
Le sorprendió que Cormac no saliera a investigar a qué se debía tal reacción. No era posible que no lo oyera.
Charlotte apoyó los dedos en la puerta, que se abrió.
Narraway estaba de pie en el vestíbulo y se volvió en el instante en que la luz barrió el suelo. Al principio pareció sobresaltado, pero enseguida recobró la presencia de ánimo.
—Tendría que haberlo sabido —dijo con gesto adusto—. Espere aquí.
Ahora el perro se arrojaba contra cualquiera que fuera la barrera que lo contenía. Su ladrido se volvió agudo, como si amenazara con hacer trizas a quien osara acercarse a él.
Charlotte no estaba dispuesta a dejar solo a Narraway. Entró en la casa y buscó el paragüero que había visto la noche anterior. Lo vio, eligió un paraguas negro de punta afilada y lo blandió como si fuera una espada.
El ladrido siguió aumentando en intensidad.
Avanzando por delante de ella, Narraway se dirigió al salón, a la derecha de la habitación en la que el perro se abalanzaba contra la puerta, gruñendo en un tono agudo e incesante, como si hubiera detectado una presa cercana.
Narraway abrió la puerta del salón y se detuvo en seco. Por encima de su hombro, Charlotte alcanzó a ver a Cormac O’Neil tendido de espaldas en el suelo, con un charco de sangre que se extendía sobre la madera, alrededor de su cabeza destrozada.
Charlotte tragó saliva con fuerza para reprimir una arcada. La noche anterior lo había visto vivo, furioso, llorando con pasión y dolor. En ese momento solo era un cuerpo inerte a la espera de ser descubierto.
Narraway se acercó, se agachó junto al hombre y le tocó el rostro con la punta de los dedos.
—Aún está caliente —dijo mientras se volvía para mirar a Charlotte. Tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima de los ladridos del perro—. Tenemos que llamar a la policía.
Apenas había terminado la frase cuando oyeron el golpe de la puerta principal contra la pared, seguido de pasos.
No hubo tiempo de preguntarse quién podía ser. Una mujer profirió un grito corto y estridente, y a continuación pareció quedarse sin aire. Charlotte se volvió para mirar a Talulla Lawless. Estaba lívida, se cubría la boca con la mano y sus ojos negros miraban con expresión enloquecida el cuerpo de Cormac en el suelo.
Detrás de ella, un policía contuvo la respiración, igualmente horrorizado.
Talulla dirigió la vista a Narraway.
—Se lo advertí —anunció con voz entrecortada—. Sabía que lo mataría, después de lo de ayer. Pero no quiso escucharme. ¡Se lo dije! ¡Se lo dije! —exclamó con tono cada vez más elevado, mientras su cuerpo no dejaba de temblar.
El policía recuperó la compostura y dio un paso al frente, mirando primero a Charlotte y después a Narraway.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó.
—Ha matado a mi tío, ¡¿es que no se da cuenta?! —chilló Talulla—. Escuche al perro, ¡maldita sea! ¡Por el amor de Dios, no lo deje salir, o destrozará a ese asesino! Por eso he venido, porque no dejaba de ladrar, pobre animal.
—¡Estaba muerto cuando hemos llegado! —gritó Charlotte a la mujer—. ¡Sabemos tanto como usted!
Narraway dio un paso hacia el policía.
—Yo he entrado primero. La señora Pitt estaba esperando fuera. No tiene nada que ver con esto. Hasta hace unos días, ella no conocía al señor O’Neil. Yo lo conocía desde hace veinte años. Por favor, deje que se vaya.
Talulla extendió un brazo con fuerza y señaló con el índice.
—¡Ahí está la pistola! Mire, ahí, en el suelo. Ni siquiera ha tenido tiempo de esconderla.
—Pues claro que no —repuso Charlotte—. ¡Si acabamos de llegar! Pregúntele a…
—Charlotte, cállese —ordenó Narraway con tal contundencia que la mujer obedeció de inmediato. A continuación se volvió hacia el policía—. He sido el primero en entrar en la casa. Por favor, deje que la señora Pitt se marche. Como ya le he dicho, no tenía relación con el señor O’Neil más allá de haber cruzado unas palabras. Yo hacía años que lo conocía. Manteníamos una enemistad que finalmente nos ha superado. ¿No es así, señorita Lawless?
—¡Sí! —respondió con vehemencia—. El perro ha empezado a ladrar, lo he oído desde mi casa. Vivo a tan solo unos metros, al otro lado. Si hubiera habido alguien más, habría armado el escándalo antes.
El policía miró a Cormac en el suelo, a Narraway y la sangre que ensuciaba sus zapatos, y después a Charlotte, pálida y de pie junto a la puerta. El perro seguía ladrando e intentando superar la barrera que lo contenía.
—Señor, lo siento pero tendrá que acompañarme. Será mejor si no me causa problemas.
—No tengo la menor intención de causarle problemas —respondió Narraway—. Nada de esto es culpa suya. ¿Me permite asegurarme de que la señora Pitt tiene dinero suficiente para tomar un coche de punto? Se ha llevado una impresión espantosa.
El policía pareció turbado.
—Estaba con usted, señor —señaló.
—No —corrigió Narraway—. Ha venido detrás de mí. No estaba aquí cuando he llegado. He entrado, y O’Neil y yo nos hemos peleado. Me ha atacado y no he tenido más remedio que defenderme.
—Ha venido con el objetivo de matarlo —aseguró Talulla—. Él descubrió cuán mentiroso y traidor es usted. Hizo que lo destituyeran de su cargo, y usted ha querido vengarse por ello. Ha entrado y le ha disparado. —Entonces miró a Charlotte—. ¿Será capaz de negarlo?
—Sí, por supuesto —respondió esta con indignación—. Es cierto que he llegado detrás del señor Narraway, pero solo unos segundos después. Aún estaba en el vestíbulo. La puerta del salón estaba cerrada. Hemos descubierto el cuerpo del señor O’Neil al mismo tiempo.
—¡Mentirosa! —chilló Talulla—. Es su amante, no diría nada en contra de él.
Charlotte soltó un grito ahogado.
Un destello entre divertido y triste iluminó la mirada de Narraway. Se volvió hacia el policía.
—No es cierto. Por favor, permita que la señora Pitt se marche. Si encuentra al cochero que la ha traído hasta aquí, le confirmará que ella llegó después de mí, y seguro que la ha visto entrar en la casa. A O’Neil le han disparado, como puede observar. Pregunte al cochero si ha oído el disparo.
El policía asintió.
—Hace bien, señor. No hay motivo para arrastrar a la dama con usted. —Se volvió hacia Talulla—. Usted puede regresar a su casa, señora, yo me ocuparé de todo. Y usted, señora —dijo dirigiéndose a Charlotte—, será mejor que busque un carruaje y también vuelva a casa. Pero no salga de Dublín, por favor. Tendremos que hablar con usted. ¿Dónde se aloja?
—En el número doce de Molesworth Street.
—Gracias, señora. Es todo por ahora. Le ruego que me deje cumplir con mi obligación, será mejor para usted.
Charlotte no pudo hacer más que observar con impotencia la llegada de otro policía. Narraway fue esposado y detenido, para gran gozo de Talulla.
Charlotte recorrió el camino de entrada hasta la calle, aturdida y sola.