2

A última hora de la tarde del día que Pitt y Gower siguieron a Wrexham hasta Southampton, Victor Narraway se encontraba en su oficina de Lisson Grove. Llamaron a la puerta y, en cuanto respondió, Stoker, uno de sus hombres más jóvenes, entró en la habitación.

—¿Sí? —preguntó Narraway con una nota de impaciencia en la voz. Estaba esperando que Pitt le presentara la información obtenida de West, y el hombre llegaba tarde. Narraway no tenía ganas de hablar con Stoker en ese momento.

Stoker cerró la puerta tras de sí y se acercó a la mesa de Narraway. Su rostro enjuto tenía una expresión inusitadamente seria.

—Señor, ha habido un asesinato en una fábrica de ladrillos cercana a Cable Road, en Shadwell, a pleno día…

—¿Está seguro de que la noticia es de mi interés, Stoker? —lo interrumpió Narraway.

—Sí, señor —respondió Stoker sin vacilar—. A la víctima le han cortado el cuello, y el hombre que lo hizo fue sorprendido casi in fraganti, con el cuchillo todavía en la mano. Lo persiguieron dos hombres que, al parecer, lo siguieron hasta Limehouse, según la investigación de la policía local. Entonces…

Narraway volvió a interrumpirlo con impaciencia.

—Stoker, estoy esperando información sobre alguna clase de ataque muy serio por parte de los revolucionarios socialistas, posiblemente otra serie de voladuras. —Entonces, de repente, la sangre se le heló en las venas—. Stoker…

—Era West, señor —añadió Stoker de inmediato—. El hombre al que cortaron el cuello era West. Al parecer, Pitt y Gower salieron tras el individuo que lo hizo, y lo persiguieron por lo menos hasta Limehouse, probablemente al otro lado del río, hasta la estación de ferrocarril. Desde allí pudieron ir a cualquier parte del país. No sabemos nada de ellos. No hemos recibido ninguna llamada.

Narraway notó que el sudor empezaba a empaparle el cuerpo. Era casi un alivio recibir noticias. Pero ¿dónde diablos estaba Pitt? ¿Por qué ni siquiera había hecho una llamada? El tren podía haberlo llevado a cualquier destino. Aun si había subido a un tren nocturno a Escocia, podría haber bajado en una de las estaciones y llamado por teléfono.

Entonces le sobrevino otra idea: Dover… o cualquiera de los otros puertos marítimos. Folkestone, Southampton. Si estuviera en un barco, le resultaría imposible llamar. Eso explicaría su silencio.

—Entiendo. Gracias —dijo en voz alta.

—Señor.

—De momento, no comente esto con nadie.

—Sí, señor.

—Gracias. Nada más.

Cuando Stoker se hubo retirado, Narraway permaneció inmóvil durante varios minutos. El hecho de haber perdido a West, y toda la información que pudiera haberles aportado, era un problema grave. En los últimos tiempos la actividad se había acrecentado, con conocidos alborotadores que iban y venían con más frecuencia de la habitual, y un ambiente cargado de expectación. Estaba al corriente de todas las señales, pero no sabía cuál sería el objetivo en esa ocasión. Había infinidad de posibilidades. Un asesinato aislado, como el de un ministro del gobierno, un empresario industrial o un dignatario extranjero en suelo británico… lo que supondría una gran vergüenza. O quizá la voladura de algún monumento significativo. Había confiado en que Pitt lo averiguara. Tal vez aún lo consiguiera, aunque sin West le resultaría mucho más complicado.

Por supuesto, ese no era el único asunto del que ocuparse. Corrían los rumores, las amenazas, y el clima era de traición y desconfianza. La función de la Brigada Especial era detectar los hechos antes de que sucedieran y evitar por lo menos los más graves.

Si Pitt había seguido al asesino de West hasta Escocia o, aún peor, hasta el otro lado del canal, y no había tenido tiempo de comunicarlo a Narraway, sin duda tampoco habría podido informar a su mujer. Charlotte estaría en su casa de Keppel Street, esperándolo, expectante, más y más asustada con el transcurso de cada hora sin noticias de él, con el silencio cerniéndose a su alrededor.

Narraway dirigió un vistazo al reloj de pie apoyado contra una pared de su oficina. Las manecillas ornamentadas marcaban las siete menos cuarto. En un día ordinario, Pitt ya estaría en casa.

Pensó en ella en la cocina, preparando la cena, probablemente sola. Sus hijos estarían ocupados en los deberes del día siguiente en la escuela. Podía imaginarla con facilidad; en realidad, la imagen ya se había asentado en su mente de manera espontánea.

A algunos hombres, Charlotte no les parecería una mujer hermosa. Tal vez preferirían un rostro más tradicional y delicado, menos desafiante. A Narraway, tales facciones le parecían aburridas. Charlotte desprendía una calidez natural y tenía una risa que no lograba olvidar… por mucho que lo intentara. En ocasiones tenía el genio vivo y reaccionaba de manera precipitada. A su juicio, muchas de las opiniones de la mujer eran imperfectas, pero jamás su valentía o su voluntad.

Alguien debía comunicarle que Pitt estaba persiguiendo al asesino de West… O no, sería mejor omitir que West había sido asesinado. Pitt estaba persiguiendo a un hombre que disponía de información vital, posiblemente había tenido que cruzar el canal y no había podido telefonear para avisarla. Podría llamar a Stoker y enviarlo a su casa, pero Charlotte no lo conocía. No conocía a nadie más en la oficina central de Lisson Grove. Lo más considerado sería que se lo comunicara él mismo. No tendría que desviarse demasiado. Bueno, en realidad sí, pero de todos modos sería lo mejor.

Pitt, por su ignorancia inicial de la manera de obrar en la Brigada Especial y su ocasional ingenuidad política, era uno de los mejores hombres que Narraway hubiera conocido jamás. Hijo de un guardabosques, se había educado en la hacienda del señor, lo que lo había convertido en un hombre de natural caballeroso, pero aun así poseía una rabia y una compasión que Narraway admiraba. Y, por algún motivo, se descubrió desarrollando una desconcertante actitud protectora hacia Pitt. Ahora debía comunicar a Charlotte que su marido se había marchado, probablemente a Francia. Ordenó su mesa, guardó bajo llave la documentación confidencial, salió de la oficina y al cabo de unos minutos subió a un coche de punto. Dio al cochero la dirección de Pitt en Keppel Street.

En cuanto Charlotte abrió la puerta, Narraway vio el miedo en sus ojos. Nunca se le habría ocurrido hacerle una visita de cortesía, y ella lo sabía. La fuerza de su emoción le provocó una alarmante punzada de envidia. Hacía mucho tiempo que nadie sentía tal pánico por él.

—Lamento molestarla —anunció Narraway con una formalidad algo envarada—. Hoy los hechos no han salido según lo previsto, y Pitt y su ayudante se han visto obligados a perseguir a un sospechoso de conspiración sin tener ocasión de avisar a nadie de lo que estaba sucediendo.

La calidez regresó al rostro de la mujer e iluminó el suave tono miel de su tez.

—¿Dónde está? —preguntó.

Narraway decidió sonar más seguro de lo que en realidad estaba. Cabía la posibilidad de que el asesino de West hubiera huido a Escocia, pero Francia era la opción más probable.

—En Francia —respondió—. Por supuesto, no pudo telefonear desde el ferry, y supongo que no se atrevió a bajar por si el sospechoso también abandonaba el barco, por temor a perderlo. Lo siento.

La mujer sonrió.

—Ha sido muy amable al venir a decírmelo. Debo admitir que estaba empezando a preocuparme.

La noche de abril era fría, y el cortante viento transportaba el olor a lluvia. Narraway estaba de pie en el umbral, observando con fijeza la luz del fondo. Dio un paso atrás con determinación, asustado por su pensamiento, por la tentación, por el latido acelerado de su corazón.

—No tiene por qué —respondió a toda prisa—. Gower está con él; es un hombre excelente, inteligente y con un buen dominio del francés. Además, me atrevería a pronosticar que allí hace más calor que aquí. —Sonrió—. Y la comida es excelente. —Charlotte había estado preparando la cena y él acababa de cometer una torpeza. Por fortuna, la oscuridad lo cobijaba lo suficiente para que la mujer no pudiera distinguir cómo le subía el rubor a las mejillas—. Me pondré en contacto con usted en cuanto tenga noticias suyas. Si el hombre al que están siguiendo llega a París, puede que no les resulte fácil ponerse en contacto con usted, pero, por favor, no se preocupe por él.

—Gracias. No lo haré.

Narraway sabía que era una mentira amable. Por supuesto, Charlotte se preocuparía por Pitt, como también lo echaría de menos. El amor siempre incluía la posibilidad de la pérdida. Sin embargo, el vacío de la falta de amor era aún mayor.

Asintió ligeramente con una breve inclinación de la cabeza y a continuación le dio las buenas noches. Se alejó de la casa con la sensación de estar dejando la luz tras de sí.

Fue a media mañana del día siguiente cuando Narraway recibió el telegrama de Pitt desde Saint-Malo. De inmediato, dispuso que se les hiciera llegar una cantidad de dinero que les durara, al menos, dos semanas. Pensó en ello en cuanto autorizó el envío y se dijo que había sido generoso en exceso. Tal vez fuera consecuencia del alivio que había sentido al saber que Pitt estaba sano y salvo. Tendría que volver a Keppel Street para informar a Charlotte de que su esposo se había puesto en contacto con él.

Tras el almuerzo, se encontraba de nuevo sentado a su mesa cuando Charles Austwick hizo aparición y cerró la puerta tras de sí. Era, oficialmente, el segundo al mando de Narraway, aunque en la práctica, ese era el puesto que ocupaba Pitt. Austwick era un hombre de casi cincuenta años, con el pelo claro y algo escaso, y un rostro atractivo pero extrañamente vulgar. Era inteligente y eficiente, y parecía mantener siempre el control de los sentimientos que pudieran asaltarle. En ese momento, miraba de frente a Narraway, con decisión, como si se sintiera incómodo e intentara disimularlo.

—Ha surgido una situación alarmante, señor —anunció mientras se sentaba, sin esperar a que Narraway lo invitara a hacerlo—. Lo siento, pero no tengo más remedio que comentársela.

—Entonces ¡hágalo! —respondió Narraway con cierta impaciencia—. No se dedique a dar vueltas como una tía solterona en una boda. ¿Qué ocurre?

Austwick tensó la expresión con los labios convertidos en una línea fina.

—Tiene que ver con informadores —respondió con frialdad—. ¿Se acuerda de Mulhare?

Narraway reconoció el nombre con súbita tristeza. Mulhare era un irlandés que había arriesgado su vida para proporcionar información a los ingleses. El hecho de salir de Irlanda, llevándose a su familia con él, supuso un enorme peligro. Narraway se aseguró de que dispusiera de los fondos necesarios.

—Por supuesto —respondió en voz baja—. ¿Han descubierto quién lo asesinó? Aunque no creo que ahora sirviera de mucho. —Era consciente del tono de resentimiento en su voz. Narraway había simpatizado con Mulhare y le había prometido que no le sucedería nada.

—Es una pregunta complicada —admitió Austwick—. No le llegó el dinero, de modo que no pudo salir de Irlanda.

—Sí, claro que sí —contradijo Narraway—. Yo mismo me ocupé de ello.

—Precisamente —comentó Austwick. Entonces cambió de posición, arrastrando un poco las patas de la silla sobre la alfombra.

A Narraway le contrarió que le recordara su fracaso. Se trataba de una pérdida que seguía resultándole dolorosa.

—Si no sabe quién lo mató, ¿por qué pierde tiempo en eso ahora, en lugar de trabajar en los asuntos que nos ocupan? —preguntó con brusquedad—. Si no tiene nada que hacer, sin duda yo le encontraré una ocupación. Pitt y Gower estarán fuera unos días. Alguien tendrá que encargarse del caso de los muelles que llevaba Pitt.

—¡Oh! ¿En serio? —Austwick no se molestó en disimular su sorpresa—. No lo sabía. ¡Nadie me lo ha comentado!

Narraway le dirigió una mirada gélida y pasó por alto la queja implícita.

Austwick contuvo la respiración.

—Como le he dicho —prosiguió—, es un tema que lamento sacar. Mulhare fue objeto de una traición…

—¡Eso ya lo sabemos, por el amor de Dios! —Narraway se notó la voz grave por la emoción—. Recuperaron su cuerpo en la bahía de Dublín.

—Jamás recibió el dinero —repuso Austwick—. Le seguimos el rastro.

Narraway se sobresaltó.

—¿Hasta quién? ¿Dónde está?

—No tengo ni idea de dónde puede estar ahora —respondió Austwick—. Pero estuvo en una de sus cuentas corrientes, aquí en Londres.

Narraway se quedó paralizado. De súbito, y con claridad abrumadora, supo qué estaba haciendo allí Austwick, y se hizo una idea, por lo menos confusa, de lo que había sucedido. Austwick sospechaba, o incluso creía, que Narraway se había quedado con el dinero y había dejado que atraparan y asesinaran a Mulhare. ¿Tan poco lo conocía? ¿O era más bien el fruto de su resentimiento cocinado a fuego lento, de su ambición de ocupar el puesto de Narraway y ostentar el agudo poder que en ese momento ejercía él?

—Y de allí volvió a salir —aclaró en voz alta—. Tuvimos que moverlo un poco, o habrían detectado fácilmente que procedía de la Brigada Especial.

—Oh, desde luego —convino Austwick con tono sombrío—. Y pasó por diversos lugares. El problema es que, al final, regresó a su cuenta.

—¿A mi cuenta? Llegó a Mulhare —corrigió Narraway.

—No, señor, no le llegó. Volvió a una de sus cuentas. Una que dábamos por cancelada —apostilló Austwick—. Ahora se encuentra allí. Si Mulhare lo hubiera recibido, habría salido de Dublín y seguiría vivo. El dinero estuvo dando vueltas por varios lugares, lo que lo hizo casi imposible de localizar, como bien ha dicho, pero terminó en el mismo lugar del que había salido, en una cuenta suya.

Narraway tomó aire para negarlo, pero vio en el rostro de Austwick que sería en vano. Austwick estaba convencido de que había sido él quien lo había depositado allí, o eso fingía creer.

—Yo no lo puse allí —dijo Narraway, no porque pensara que cambiaría en nada las cosas, sino porque no estaba dispuesto a admitir algo de lo que no tenía la culpa. La traición a Mulhare le resultaba repugnante, y «traición» no era una palabra que utilizara a la ligera—. Se lo entregué a Terence Kelly, el hombre que debía habérselo dado a Mulhare. En eso consistía su trabajo. Por razones evidentes, no podía dárselo directamente a Mulhare, porque habría sido como pintarle una diana en el corazón.

—¿Puede demostrarlo, señor? —preguntó Austwick con educación.

—¡Pues claro que no! —espetó Narraway. ¿Acaso estaba siendo deliberadamente obtuso? Sabía tan bien como él que no se dejaban rastros para demostrar tales hechos. Lo que ahora fuera capaz de demostrar, para justificarse, cualquiera podría haberlo utilizado para condenar a Mulhare.

—Se habrá dado cuenta de que pone en entredicho su actuación —dijo Austwick con tono de excusa; su expresión anodina de repente se había vuelto seria—. Sería muy recomendable, señor, que encontrara alguna prueba de ello, y entonces podríamos olvidarnos del asunto.

A Narraway se le agolpaban los pensamientos en la mente. Sabía lo que tenía en sus cuentas bancarias, tanto en las personales como en las de la Brigada Especial. Austwick había mencionado una que suponían cancelada. Hacía tiempo que en ella no se producían movimientos, pero Narraway había dejado unas cuantas libras a propósito, por si alguna vez decidía volver a utilizarla. Pura cuestión de conveniencia.

—Comprobaré esa cuenta —manifestó en voz alta, con frialdad.

—Será lo mejor, señor —convino Austwick—. Tal vez pueda encontrar algún indicio de por qué ese dinero volvió a usted, y la razón por la que el pobre Mulhare jamás lo recibió.

Narraway se dio cuenta de que no se trataba de una invitación, sino de una advertencia. Era incluso posible que su puesto en la Brigada Especial estuviera en peligro. Sin duda, se había ganado enemigos a lo largo de los años, en su ascenso a la jefatura, y muchos más durante el tiempo que llevaba desempeñando el cargo. Siempre había decisiones difíciles que tomar; decisiones que nunca satisfacían a todo el mundo.

Había empleado a Pitt para hacerle un favor, después de que el hombre desafiara a sus superiores y fuera expulsado de la Policía Metropolitana. Al principio, su aptitud le pareció insatisfactoria, falta de la formación o del instinto necesarios para trabajar en la Brigada Especial. Sin embargo, el hombre aprendió con celeridad, y se había convertido en un agente notablemente bueno: persistente, imaginativo y con un valor moral que Narraway admiraba. Además, le tenía simpatía, pese a su decisión de no permitir que los sentimientos personales interfirieran en el terreno profesional.

Había protegido a Pitt de la envidia y las críticas de algunos compañeros de la brigada, en parte porque Pitt estaba más que capacitado para el puesto, pero también para defender su propia decisión. Sin embargo, y ahora era capaz de admitirlo, también lo había hecho por Charlotte. Sin Pitt, no dispondría de ninguna excusa para seguir viéndola.

—Me pondré a ello —respondió al fin a Austwick—. En cuanto encuentre algunas respuestas al problema que me ocupa. Uno de nuestros informadores ha sido asesinado, y eso complica aún más las cosas.

Austwick se puso en pie.

—Sí, señor. Me parece buena idea. Creo que cuanto antes tranquilice a la gente en este asunto, mucho mejor. Sugiero que sea antes de que termine esta semana.

—Cuando las circunstancias lo permitan —respondió Narraway con serenidad.

Las circunstancias no lo permitieron. A primera hora de la mañana siguiente, Narraway fue llamado al Ministerio del Interior para informar directamente a sir Gerald Croxdale, su superior político y el único hombre ante el cual estaba obligado a responder sin reservas.

Croxdale era un hombre de poco más de cincuenta años, un político sosegado y perseverante que había escalado puestos en el gobierno con notable rapidez, sin haber pronunciado grandes discursos ni introducido nuevas leyes, y, aparentemente, sin haber utilizado el beneficio de la influencia de los ministros más célebres. Croxdale parecía ir por libre. Cualesquiera que fueran las deudas que acumulaba o los favores que debía, eran tan discretos que ni siquiera Narraway los conocía, y menos aún el común de los ciudadanos. No había emprendido iniciativas individuales destacables pero, aún más importante, tampoco había cometido errores evidentes. Sus colegas pronunciaban su nombre con respeto.

Narraway nunca había advertido en él la pasión que distinguía a los hombres ambiciosos, pero su rápido ascenso al poder hizo que le profesara un respeto más profundo, aunque no exento de cierta renuencia.

—Buenos días, Narraway —dijo Croxdale con una sonrisa amable mientras le señalaba una butaca de cuero marrón de su amplia oficina.

Croxdale era un hombre corpulento, alto y fornido. Su rostro no era atractivo a la manera convencional, pero sí imponente. Tenía la voz suave y la sonrisa afable. Ese día iba vestido con uno de sus trajes de corte impecable, aunque nada ostentoso, y llevaba unas botas de cuero negro perfectamente lustradas.

Narraway le devolvió el saludo y se sentó, sin acomodarse, más bien en el borde, en actitud de escuchar.

—Mal asunto, eso de que West, su informador, haya sido asesinado —empezó a decir Croxdale—. Supongo que iba a contarles muchas cosas de lo que sea que están tramando los socialistas combativos.

—Así es, señor —respondió Narraway en tono sombrío—. Pitt y Gower llegaron tarde por segundos. Vieron a West, pero ya estaba aterrorizado por algo y se dio a la fuga. Lo alcanzaron en una fábrica de ladrillos en Shadwell, tan solo un momento después de que lo mataran. El asesino aún estaba inclinado sobre él.

Narraway sintió el calor de la sangre en las mejillas mientras hablaba. En parte, se debía al enfado por haber estado tan cerca y a la vez tan infinitamente lejos de evitar esa muerte. Un minuto antes y West habría estado vivo, y toda la información que conocía estaría en ese momento en sus manos. Lo invadía también una sensación de fracaso, como si haberlo perdido fuera fruto de la incompetencia de sus hombres y, por tanto, de la suya propia. Buscó la mirada de Croxdale, dispuesto a afrontarla. Nunca ponía excusas, ni explícitas ni implícitas.

Croxdale sonrió, se reclinó en su silla y cruzó las largas piernas.

—Mala suerte, pero la fortuna no puede estar siempre de nuestro lado. Dice mucho de sus hombres que salieran tras el asesino. ¿Qué noticias tenemos en estos momentos?

—He recibido un par de telegramas de Pitt desde Saint-Malo —respondió Narraway—. Al parecer, Wrexham, el asesino, se ha refugiado en la casa de un expatriado británico que vive allí. Lo más interesante es que han reconocido a otros activistas socialistas conocidos.

—¿A quiénes? —preguntó Croxdale.

—Pieter Linsky y Jacob Meister —aclaró Narraway.

Croxdale se tensó e irguió levemente la espalda, con expresión de genuino interés.

—¿En serio? Entonces tal vez no esté todo perdido. —Bajó la voz—. Dígame, Narraway, ¿aún cree que están planeando alguna acción espectacular?

—Sí —respondió Narraway sin vacilar—. Creo que el asesinato de West aleja cualquier sombra de duda al respecto. Nos habría contado de qué se trataba y, probablemente, quiénes estaban implicados.

—¡Maldita sea! Bueno, debe mantener allí a Pitt y al otro muchacho, ¿cómo se llama?

—Gower.

—Eso es, a Gower también. Deles todos los fondos que necesiten. Me ocuparé de que no encuentre ninguna objeción.

—Por supuesto —respondió Narraway con cierta sorpresa. Siempre había tenido total autoridad para disponer de los fondos a su cargo como considerara oportuno.

Croxdale frunció los labios y se inclinó hacia delante.

—No es tan sencillo, Narraway —comentó en tono grave—. Hemos estado investigando un asunto de fondos y su utilización, en relación con otros casos, como seguro que ya sabe. —Entrelazó los dedos, se los miró durante un instante y alzó de nuevo la vista—. La muerte de Mulhare nos plantea cuestiones desagradables que, me temo, tendrán que encontrar respuesta.

Narraway se quedó atónito. No era consciente de que el asunto ya hubiera llegado hasta Croxdale antes de que él mismo tuviera oportunidad de analizarlo con profundidad para demostrar su inocencia. ¿Sería cosa de Austwick? El muy condenado…

—Así será —respondió a Croxdale—. Mantuve algunos movimientos de esos fondos en secreto, a fin de proteger a Mulhare. Si hubieran sabido que recibía dinero inglés, lo habrían asesinado de inmediato.

—¿No fue eso lo que sucedió? —preguntó Croxdale con pesar.

Durante un instante, Narraway se planteó negarlo. Sabían quién había asesinado a Mulhare, pero carecían de pruebas; solo él estaba seguro de sus deducciones. No necesitaba otra evasión moral. Su vida estaba demasiado llena de sombras. No permitiría que Croxdale le creara una más.

—Sí.

—Le fallamos, Narraway —dijo Croxdale con tristeza.

—Sí.

—¿Cómo sucedió? —insistió Croxdale.

—Fue traicionado.

—¿Por quién?

—No lo sé. Cuando me haya ocupado de la amenaza socialista, lo descubriré, si soy capaz.

—Si es capaz —repitió Croxdale en tono amable—. ¿Lo duda? ¿No sospecha quién fue el responsable aquí en Londres?

—No, no lo sospecho.

—Pero ha utilizado la palabra traición —abundó Croxdale—. Y creo que con conocimiento de causa. ¿No es algo que le preocupe de manera urgente, Narraway? ¿En quién puede confiar en cualquier asunto relacionado con Irlanda, de los que, bien sabe Dios, ya tenemos los suficientes?

—Los revolucionarios socialistas europeos son nuestra preocupación más urgente en estos momentos, señor. Hombres como Linsky, Meister, La Pointe y Corazath no se lo piensan dos veces antes de usar pistolas y dinamita. Su filosofía es que unas cuantas muertes son el precio a pagar por el bien mayor de la libertad y la igualdad de todas las personas. Siempre y cuando, por supuesto, las muertes no sean de los suyos —añadió con sequedad.

—¿Y eso pasa por delante de una traición entre sus propios hombres? —Croxdale dejó en suspenso aquella cuestión en forma de pregunta que requería una respuesta.

Narraway consideraba la muerte de Mulhare una tragedia, pero menos urgente que la amenaza de la conspiración socialista, de un alcance mucho más amplio. Sabía que había sido cauteloso a la hora de ocultar la procedencia del dinero, pero no se explicaba cómo alguien se las había arreglado para que los fondos regresaran a su cuenta personal. Y, sobre todo, no sabía quién era el responsable, ni si había sido fruto de la incompetencia o de una acción deliberada para hacerlo parecer un ladrón.

—Todavía no estoy seguro de que fuera una traición, señor. Tal vez me haya precipitado al utilizar la palabra —dijo con el tono más calmado del que fue capaz; aun así, había cierto matiz de aspereza en su voz. Esperaba que el oído menos sensible de Croxdale no lo hubiera percibido.

Croxdale lo miraba fijamente.

—¿Y qué fue, si no?

—Incompetencia —respondió Narraway—. Y eso que nos ocupamos de ocultar los rastros de las transferencias con esmero, para que nadie en Irlanda fuera capaz de seguirles la pista hasta nosotros. En todo momento hicimos que parecieran compras legítimas.

—O al menos eso creyeron —corrigió Croxdale—. Con todo, Mulhare fue asesinado. ¿Dónde está ahora el dinero?

Narraway había esperado no tener que decírselo, pero tal vez fuera inevitable que lo descubriera. Quizá ya lo supiera y le estuviera tendiendo una trampa.

—Austwick me dijo que estaba nuevamente en una cuenta a mi nombre que no utilizaba —respondió—. No sé quién lo transfirió allí, pero lo descubriré.

Croxdale permaneció en silencio durante unos segundos.

—Sí, hágalo, por favor, y encuentre pruebas irrefutables. Dese prisa, Narraway. Necesitamos sus aptitudes para solucionar este maldito asunto de los socialistas. Da la impresión de que la amenaza es real.

—Investigaré lo del dinero en cuanto descubra qué planean los asesinos de West —respondió Narraway—. Con un poco de suerte, incluso podremos atrapar y encerrar a alguno de ellos.

Croxdale alzó los ojos; tenía la mirada brillante y severa. De repente dejó de parecer un hombre afable, con aspecto de oso bonachón, y se transformó en un tigre, con la pasión enroscada en su interior como un resorte, solo disimulada tras una calma superficial.

—¿Acaso imagina que unos cuantos mártires de la causa evitarán algo, Narraway? Si es así, me decepciona. Los idealistas se crecen con el sacrificio, y cuanto más público y más espectacular sea, mucho mejor.

—Lo sé. —Narraway se sintió herido por su interpretación equivocada—. No tengo la menor intención de proporcionarles mártires. Es más, tampoco tengo intención de negarles una reforma social así como todos los cambios que sean necesarios, siempre que se lleven a cabo al ritmo que marque la voluntad de la mayoría de los ciudadanos del país, sin pasar por encima de ellos, y sin permitir que los impongan un grupo de fanáticos. Siempre hemos cambiado, pero poco a poco. Fíjese en la historia de las revoluciones de mil ochocientos cuarenta y ocho. Fuimos prácticamente el único gran país europeo en el que no se produjo un levantamiento. Y cuando llegó mil ochocientos cincuenta, ¿dónde estaban los idealistas de las barricadas? ¿Dónde quedaron las nuevas libertades, que tanta sangre costaron? Todo ello se vino al suelo, y los viejos regímenes se alzaron de nuevo con el poder.

Croxdale lo miraba con intensidad y con la expresión inescrutable.

—No sufrimos ni un solo levantamiento —prosiguió Narraway, en tono más bajo pero aún airado—. No hubo muertes, ni discursos grandilocuentes, solo una evolución calmada que se produjo paso a paso. Fue aburrido, tal vez poco heroico, pero tampoco hubo derramamiento de sangre y, lo más importante, resultó sostenible. No estamos sometidos a la vieja tiranía otra vez. En lo concerniente a gobiernos, el nuestro no está mal.

—Gracias —respondió Croxdale con sequedad.

Narraway esbozó una de sus excepcionales y hermosas sonrisas.

—Un placer, señor.

Croxdale suspiró.

—Ojalá fuera tan sencillo. Lo lamento, Narraway, pero tendrá que solucionar este desagradable asunto del dinero que Mulhare debería haber recibido. Austwick se ocupará del caso de los socialistas hasta que usted logre aclararlo, para lo que deberá aportar pruebas concluyentes de que alguien lo ingresó en su cuenta y de que usted solo fue consciente de ello cuando Austwick se lo comunicó. Necesitaré también el nombre de la persona responsable, porque, quienquiera que sea, ha puesto en peligro la eficiencia de uno de los mejores jefes de la Brigada Especial que hemos tenido en el último cuarto de siglo, y eso está considerado traición al país, y a la reina.

Durante un instante, Narraway no entendió lo que Croxdale le decía. Permaneció inmóvil en la butaca con las manos frías, aferrado a los brazos como si tratase de mantener el equilibrio. Tomó aire para objetar, pero por la expresión de Croxdale supo que sería en balde. La decisión ya estaba tomada, y era definitiva.

—Lo siento, Narraway —prosiguió Croxdale en voz baja—. No cuenta con la confianza del gobierno de Su Majestad, ni con la de la propia reina. No tengo otra alternativa que apartarlo del cargo hasta que pueda demostrar su inocencia. Soy consciente de que le será más difícil sin la posibilidad de acceder a su oficina y a los documentos que guarda allí, pero estoy seguro de que comprenderá lo delicado de mi situación. Si tuviera acceso a los documentos, podría modificarlos, destruirlos o añadir información.

Narraway se quedó atónito. Como si hubiera encajado un golpe directo. Apenas podía respirar. Era ridículo. Era el jefe de la Brigada Especial, y allí estaba ese ministro del gobierno diciéndole que quedaba destituido, sin previo aviso, sin preámbulos: únicamente contaba su decisión, una palabra y no había nada más que añadir.

—Lo siento —repitió Croxdale—. Es una forma bastante lamentable de manejar el asunto, pero resulta inevitable. Por supuesto, ya no regresará a Lisson Grove.

—¿Cómo dice?

—No puede volver a su oficina —aclaró Croxdale con paciencia—. No me obligue a convertirlo en un problema.

Narraway se puso en pie y se asustó al descubrirse inestable, como si hubiera estado bebiendo. Pensó en algo digno que decir y quiso asegurarse de que sus palabras sonaran desapasionadas, libres de cualquier emoción. Tomó aire y empezó a hablar con lentitud.

—Descubriré quién traicionó a Mulhare —dijo, con la voz algo quebrada—. Y también quién me traicionó a mí. —Se planteó añadir que esperaba que la Brigada Especial siguiera siendo un lugar al que mereciera la pena regresar, pero le sonó tan fútil que se ahorró el comentario—. Que tenga un buen día.

Fuera, en la calle, todo tenía el mismo aspecto que cuando había entrado en el edificio: un coche de punto detenido en el borde de la acera y una media docena de hombres con pantalones de rayas que iban de un lado a otro.

Empezó a caminar sin una idea clara sobre adónde pretendía dirigirse. Su falta de rumbo fue inmediata, pero Narraway se dijo con una sensación de vacío absoluto que tal vez fuera también eterna. Tenía cincuenta y ocho años. Era un hombre de absoluta confianza, tenía la vida de otros hombres en sus manos, conocía los secretos de la nación, la seguridad de los ciudadanos de a pie dependía de su habilidad, de su juicio.

Ahora era un hombre sin propósito, sin ingresos… aunque no era esa su mayor preocupación. Las tierras que había heredado de su padre servirían para mantenerlo, sin lujos, pero al menos de manera suficiente. No le quedaban familiares vivos y cayó en la cuenta, con creciente sensación de soledad, de que tenía conocidos, pero no amigos íntimos. Su profesión le había imposibilitado establecer tales relaciones durante los años en que su poder fue siendo cada vez mayor. Demasiados secretos, demasiada necesidad de actuar con cautela.

El regodearse en la autocompasión sería patético y estéril. Si sucumbía a ello, ¿a qué más podría aspirar? Tenía que luchar. Alguien lo había puesto en esa situación. La única persona en la que podría confiar para que lo ayudara era Pitt, y Pitt estaba en Francia.

Caminaba a paso rápido por Whitehall, sin mirar a derecha ni a izquierda, probablemente pasando junto a gente a la que conocía, pero sin prestarles la menor atención. A nadie le importaría. Con el tiempo, cuando se hiciera público que había abandonado el poder, era probable que esa gente se sintiera aliviada. No era un hombre con quien fuera fácil encontrarse cómodo. Incluso los más inocentes solían atribuirle segundas intenciones e imaginaban secretos inexistentes.

Whitehall se convirtió en Parliament Street, y una vez allí torció a la izquierda y siguió caminando hasta llegar al puente de Westminster, mientras miraba hacia el este sobre las aguas rizadas por el viento.

Ni siquiera podía regresar a su oficina. No podía investigar debidamente quién había traicionado a Mulhare. Entonces lo asaltó otro pensamiento, mucho más inquietante. ¿Era posible que Mulhare fuera una víctima imprevista y él mismo el objetivo de la traición?

Mientras la idea cobraba fuerza en su mente, se preguntó con amargura si de verdad deseaba conocer la respuesta. ¿Al confiar en quién se había equivocado de una manera tan espantosa?

Se volvió y siguió caminando por el puente hasta el otro extremo, después detuvo un coche de punto y dio al cochero su dirección.

Al llegar a su casa se sirvió un trago de whisky de malta sin mezclar, Macallan, su favorito. A continuación se dirigió a la caja fuerte y sacó los pocos documentos que guardaba en ella sobre el caso Mulhare. Los leyó de principio a fin y no descubrió nada que no supiera, salvo que el dinero que había provisto para Mulhare había regresado a la cuenta cuando aún no habían transcurrido dos semanas. Narraway no se había percatado porque dio por hecho que la cuenta estaba cancelada. No había recibido notificación alguna por parte del banco.

Era casi medianoche y seguía sentado, con la mirada fija en la pared, sin verla, cuando oyó dos golpes bruscos en las puertas cristaleras que se abrían al jardín. Narraway despertó de su ensimismamiento, se quedó paralizado durante un instante y después se puso en pie.

Tras otro golpe en el cristal, se fijó en la sombra que había al otro lado. Tan solo fue capaz de distinguir las facciones de un hombre que permanecía inmóvil, como si deseara ser identificado. Narraway pensó durante un momento en Pitt, pero sabía que no era él. Pitt estaba en Francia, y ese hombre no era tan alto.

Se trataba de Stoker. Debería haberlo sabido de inmediato. Era ridículo estar ahí de pie, entre las sombras, como si tuviera miedo de algo. Se acercó a las puertas y las abrió de par en par.

Stoker entró en la casa con un fajo de documentos metidos en un sobre grande que llevaba medio escondido debajo de la chaqueta. Tenía el pelo húmedo por la llovizna de la calle, como si hubiera recorrido una distancia considerable. Narraway esperaba que así fuera, y que hubiera tomado más de un coche de caballos para dificultar que le siguieran la pista.

—¿Qué hace aquí, Stoker? —preguntó en voz baja, mientras corría las cortinas por primera vez aquella noche. Hasta entonces no le había importado, pues le gustaba ver el jardín en la penumbra, los pájaros, la pérdida de color del cielo y el movimiento ocasional de las hojas.

—Le he traído unos documentos que pueden serle útiles, señor —respondió Stoker.

Tenía la voz y la mirada serenas, pero la tensión de su cuerpo y el modo en que alargaba los brazos, desvelaron a Narraway que era consciente del riesgo que estaba corriendo.

Narraway le quitó el sobre de las manos, sacó los documentos y les echó un vistazo, pasando las hojas con rapidez para descubrir qué contenían. De repente sintió el aliento detenido en el pecho. Hacían referencia a un antiguo caso sucedido en Irlanda veinte años atrás. El recuerdo era poderoso, por muchas razones, y se sorprendió por lo vivido del mismo.

Era como si hubiera visto a esa gente hacía tan solo unos días. Recordó el olor a fuego de turba de la habitación donde Kate y él habían estado hablando hasta altas horas de la noche sobre el levantamiento planeado. Era capaz de recordar casi con exactitud las palabras que había utilizado para convencerla de que fracasaría y solo serviría para provocar más muertes y resentimiento. Incluso con los ojos abiertos, vio la furia de Cormac O’Neil, y después su dolor. Lo entendió. Sin embargo, pese a la claridad del recuerdo, todo aquello había sucedido veinte años atrás.

Miró a Stoker.

—¿A qué viene esto? Es un caso antiguo, zanjado.

—Los problemas con Irlanda no terminan nunca —se limitó a responder Stoker.

—Nuestro asunto más urgente está aquí y ahora —repuso Narraway—. Y posiblemente en Europa.

—¿Los socialistas? —inquirió Stoker con sequedad—. Siempre están quejándose de algo.

—Va mucho más allá de eso —aclaró Narraway—. Son fanáticos. Es la nueva religión, con toda la pasión y la evangelización de una causa sagrada. Y al igual que en los primeros tiempos del cristianismo, cuenta con sus apóstoles y su dogma… así como con sus grupos escindidos que discuten sobre cuál es la fe verdadera.

Stoker parecía desconcertado, como si todo aquello le pareciera cierto pero irrelevante.

—Lo importante —prosiguió Narraway en tono severo— es que los unos consideran herejes a los otros, y se enfrentan entre ellos como lo hacen con los demás.

—Gracias a Dios —dijo Stoker con entusiasmo.

—Así que cuando descubrimos a discípulos de facciones distintas reuniéndose en secreto, sabemos que tiene que tratarse de algo muy gordo para que hayan limado asperezas, aunque sea de manera temporal. —Narraway se dio cuenta del tono incisivo de su voz, y en la mirada de Stoker apreció que acababa de entender la situación.

Stoker soltó el aire despacio.

—¿Cuán cerca estamos de saber lo que traman, señor?

—No lo sé —admitió Narraway—. Ahora todo depende de Pitt.

—Y de usted —añadió Stoker con amabilidad—. Tenemos que solucionar el asunto del dinero, señor, y conseguir que vuelva cuanto antes.

Narraway tomó aire para responder y se sintió invadido por una repentina sensación de condena, de impotencia, de pérdida y de la conciencia de un miedo tan profundo que ninguna palabra habría resultado adecuada.

Stoker le ofreció los documentos que le había llevado.

—No podemos permitirnos esperar —anunció con urgencia—. He revisado todo lo relacionado con informadores, dinero e Irlanda en un intento por descubrir quién está detrás de este asunto. Me parece la opción más probable. Además, estoy casi seguro de que alguien ha accedido a estos documentos en los últimos tiempos.

—¿Por qué?

—Por la forma en que los he encontrado —respondió Stoker.

—¿Desordenados?

—No, al contrario. Demasiado ordenados.

Narraway empezó a temer por Stoker. Podría perder su trabajo por ello y no solo eso; si lo descubrieran, quizá incluso lo acusarían de traición. Sin embargo, quería leer las páginas, pero no en presencia de Stoker. Si se trataba en realidad del acto de lealtad personal que aparentaba, o incluso de lealtad a la verdad, no quería que Stoker corriera tal riesgo. Sería mejor que no descubrieran a ninguno de los dos.

—¿De dónde los ha sacado? —preguntó.

Stoker le dedicó una sonrisa muy débil.

—Será mejor que no lo sepa, señor.

Narraway le devolvió la sonrisa.

—De ese modo no podré decirlo —convino con amargura.

Stoker asintió con la cabeza.

—Sí, eso también, señor.

Había algo en el hecho de que Stoker le llamara «señor» que le resultaba estúpidamente grato, como si aún fuera el mismo hombre que era por la mañana. ¿Tanto valoraba esas muestras de respeto? ¡Qué patético!

Tragó saliva y respiró hondo.

—Déjelos aquí y vuelva a casa, donde se supone que debería estar. Regrese a buscarlos cuando lo considere seguro.

—Lo siento, señor, pero tengo que devolverlos al amanecer —respondió Stoker—. En realidad, cuanto antes, mejor.

—Voy a necesitar toda la noche para leerlos y tomar notas —argumentó Narraway.

Era consciente de que Stoker tenía razón. Mantener esos documentos lejos de Lisson Grove, aunque solo fuera por un día, era demasiado peligroso. Después no podrían devolverlos. Cualquiera con dos dedos de frente apuntaría a Narraway, y trataría de descubrir quién se los había entregado. No tenía derecho a poner en peligro la vida de Stoker con tal estupidez.

—De acuerdo. Los habré leído antes del amanecer. Regrese a las tres y se los devolveré. Puede llegar a Lisson Grove antes del alba y marcharse rápidamente. O puede quedarse a dormir en la habitación que tengo libre. Sería lo mejor. Así evitará el riesgo de que lo vean por la calle.

Stoker no se movió.

—Me quedaré aquí, señor. Se me da bastante bien pasar inadvertido, pero será mejor no correr ningún riesgo. Imagínese que no pudiera regresar.

Narraway asintió con la cabeza.

—En el piso de arriba, a la izquierda del rellano —dijo en voz alta—. Sírvase de todo lo que necesite.

Stoker le dio las gracias y se marchó, cerrando la puerta con cuidado.

Narraway giró la llave de la lámpara de gas, se sentó en la amplia butaca junto a la chimenea y empezó a leer.

Las primeras páginas trataban sobre el caso Mulhare: el hecho de que se le había prometido una cuantiosa suma de dinero a cambio de su cooperación. No iba a pagársele en concepto de recompensa sino más bien para facilitar su salida de Irlanda y su marcha, no a Estados Unidos, como habría sido de esperar, sino al sur de Francia, un lugar donde era menos probable que sus enemigos lo buscaran.

Como Narraway había descubierto con pesar, Mulhare no había recibido el dinero. En cambio, había permanecido en Irlanda, donde había sido asesinado. Narraway todavía no sabía con exactitud qué había salido mal. Había dispuesto el dinero y lo había transferido a una de sus cuentas que tenía bajo otro nombre para que no pudieran relacionarla con él, ni con la Brigada Especial.

Sin embargo, de manera inexplicable, había vuelto a aparecer allí.

Los documentos que Stoker le había facilitado hacían referencia a un caso con veinte años de antigüedad que a Narraway le gustaría haber olvidado. Se produjo en una época en que la exaltación y la violencia eran incluso más intensas de lo habitual.

Charles Stewart Parnell acababa de ser elegido miembro del Parlamento. Era un hombre apasionado y elocuente, miembro sumamente activo en el consejo de la Liga para el Autogobierno de Irlanda, causa a la que dedicaba toda su vida. De hecho, si se hubiera salido con la suya, Irlanda podría al fin haberse librado del yugo de la dominación y recuperado el autogobierno. Podrían tratar de olvidar los horrores de la gran hambruna de la patata. La libertad llamaba a la puerta.

Por supuesto, en 1875 Narraway aún no se había convertido en el jefe de la Brigada Especial. En ese momento era tan solo un agente de campo; de poco más de treinta años, enjuto, fuerte, sagaz y con un encanto considerable. Con los ojos y el pelo negro, y su ingenio agudo, él mismo podría haber pasado por irlandés con facilidad. Cuando alguien así lo suponía, cosa que sucedía con frecuencia, no lo negaba.

Uno de los líderes de la causa irlandesa en aquel momento era un hombre llamado Cormac O’Neil. Tenía un carácter oscuro e inquietante, como un paisaje de otoño, lleno de sombras repentinas y tormentas en el horizonte. Adoraba la historia, en particular la que se transmitía oralmente o se inmortalizaba en viejas canciones. Era un hombre nacido para anhelar lo que no podía tener.

Narraway pensó en ello con amargura al tiempo que recordaba también con culpa y arrepentimiento al hermano de Cormac, Sean, y aún con mayor claridad a Kate. La hermosa Kate, tan intensamente viva, tan valiente, tan dispuesta a aceptar lo razonable, tan ciega ante los dolidos y peligrosos sentimientos de los demás.

En el silencio de esa cómoda sala londinense, repleta de recuerdos tan ingleses, Irlanda parecía un lugar en el otro extremo del mundo. Kate estaba muerta, igual que Sean. Narraway había resultado vencedor, y el levantamiento que ellos habían planeado había fracasado sin que se derramara sangre en ninguno de los dos bandos.

También Charles Stewart Parnell estaba muerto, fallecido hacía tan solo tres años y medio, en octubre de 1891, de un ataque al corazón.

El autogobierno para Irlanda seguía siendo solo un sueño, y la rabia persistía.

Narraway tuvo un escalofrío en esa sala cálida y familiar, con las últimas brasas aún incandescentes, las fotografías de árboles en la pared y la lámpara de gas vertiendo una luz dorada alrededor. El frío estaba dentro, fuera del alcance de cualquier alivio físico, de cualquier palabra, quizá, más allá de los pensamientos y las lamentaciones.

¿Seguiría vivo Cormac O’Neil? No había razón para suponer lo contrario. Apenas tendría sesenta años, tal vez menos. Si siguiera vivo, quizá estuviera detrás de todo eso. Sin lugar a dudas, después del levantamiento fallido y de la muerte de Sean y de Kate, tenía motivos de sobra para odiar a Narraway más que a ningún otro hombre sobre la faz de la tierra.

Pero ¿por qué esperar veinte años para vengarse? Narraway podría haber muerto en un accidente, o de causa natural, durante ese tiempo, y haber privado al hombre de su venganza.

¿Acaso algo le había impedido hacerlo antes? ¿Una enfermedad debilitante? No de veinte años de duración. ¿Una condena de cárcel? Sin duda, Narraway se habría enterado de unos hechos que conllevaran una condena tan severa. E incluso desde la cárcel O’Neil podría haberse puesto en contacto con alguien.

Quizá ese caso no tuviera relación alguna con el pasado. ¿O era posible que, simplemente, en ese momento la Brigada Especial fuera más vulnerable, con Narraway destituido después de que se hubiera visto desprestigiado su trabajo?

Metió los informes de nuevo en el sobre que Stoker le había llevado, permaneció sentado a oscuras y pensó en el asunto.

Los recuerdos regresaron con facilidad a su mente. Volvía a pasear con Kate, rodeados por la calma otoñal y las hojas caídas, rojas y amarillas, congeladas y crujientes bajo sus pies. Ella no llevaba guantes y él le había dejado los suyos. Con el recuerdo, las manos volvieron a dolerle por el frío. Ella se había reído, sonriente, con los ojos brillantes, mientras bromeaba amargamente sobre el hecho de calentar las manos de Irlanda con lana inglesa.

Cuando volvieron a la taberna, Sean y Cormac ya estaban allí, y habían bebido whisky de centeno junto al fuego. Recordó entonces el olor de la turba, y a Kate comentando que se alegraba de que él no quisiera vodka, porque las patatas escaseaban demasiado para malgastarlas en su elaboración.

Le asaltaron también otros recuerdos, todos intensos y cargados de emoción, de lealtad hecha añicos y remordimientos. ¿No fue Wellington quien dijo que no había nada peor que una batalla ganada, salvo una batalla perdida? O algo por el estilo.

¿Era el informe preciso, en cuanto a lo que él había relatado? Era una versión aséptica, por supuesto, desprovista de pasión y humanidad, pero los elementos que interesaban a la Brigada Especial eran correctos y suficientes.

En ese momento se le ocurrió algo, tal vez una anomalía. Se levantó, giró la llave de lámpara para conseguir más luz y volvió a sacar los documentos del sobre. Los releyó de principio a fin, incluidas las notas al margen de Buckleigh, su superior por entonces.

Narraway descubrió lo que temía. Se había añadido algo. Tan solo una o dos palabras, que para alguien que no conociera sus giros lingüísticos, su uso pedante de la gramática, habrían pasado inadvertidas. La letra era prácticamente idéntica. Sin embargo, las palabras que se habían añadido alteraban el significado. En uno de los casos, la añadidura era un signo de interrogación que no estaba en el original, y en otro, varias palabras que no resultaban correctas desde el punto de vista gramatical y que hacían que la frase terminara en una preposición. Buckleigh la habría colocado en su sitio.

¿Quién lo había hecho, y cuándo? El porqué no le parecía en absoluto extraño: el motivo era volver a cuestionar su actuación en el asunto a fin de despertar viejos fantasmas. Tal vez ese fuera el factor decisivo que había obligado a Croxdale a apartarlo de su cargo.

Leyó los documentos una vez más, solo para cerciorarse, los metió en el sobre y subió a despertar a Stoker para que pudiera marcharse con tiempo antes del amanecer.

Cuando abrió la puerta, Stoker ya estaba de pie junto a la puerta. A la luz del rellano, se observaba que la colcha apenas estaba arrugada. Un rápido movimiento de la mano y quedó como si Stoker nunca hubiera estado allí.

Stoker miró a Narraway con gesto inquisitivo.

—Gracias —dijo Narraway en voz baja, con la emoción de su voz más desnuda de lo que pretendía.

—Le ha revelado algo —observó Stoker.

—Varias cosas —admitió Narraway—. Alguien los ha modificado a propósito desde que Buckleigh hiciera las anotaciones al margen y ha alterado el significado sutilmente, pero lo suficiente para que se note una diferencia.

Stoker salió de la habitación y Narraway le entregó el sobre. Stoker se lo guardó debajo de la chaqueta para que no se viera, pero sin doblarlo, y sin sujetarlo con el cinturón para que las puntas no se doblaran. Era un recordatorio del riesgo que estaba corriendo por el mero hecho de tenerlo. Miró a Narraway a los ojos.

—Austwick ha ocupado su lugar, señor.

—¿Ya?

—Sí, señor. El señor Pitt se encuentra al otro lado del canal y no le quedan amigos en Lisson Grove. Al menos ninguno dispuesto a arriesgar nada por usted. Cada uno mira por sí mismo —añadió Stoker con gravedad—. Me temo que tampoco es seguro que estén dispuestos a ayudar al señor Pitt, si se queda incomunicado o le surge algún otro problema.

—Lo sé —respondió Narraway con profunda tristeza.

Stoker dudó sobre si añadir algo más, pero finalmente decidió no hacerlo. Asintió en silencio y empezó a bajar por la escalera en dirección al salón. Se desplazó por la habitación a tientas, sin encender las lámparas de gas. Abrió las puertas cristaleras y salió al viento y a la oscuridad de la noche.

Narraway cerró las puertas tras él y regresó al piso superior. Se desvistió y se metió en la cama, pero permaneció despierto con la mirada clavada en el techo. Había dejado las cortinas descorridas y, lentamente, la tenue suavidad de la noche primaveral empezó a colarse entre las sombras del techo. El resplandor era apenas visible, el suficiente para indicarle que había movimiento y luz más allá.

Solo habían pasado horas desde que Austwick entrara en la oficina de Narraway. En ese momento, Narraway no le había dado la menor importancia: un fastidio, y poco más. Después Croxdale lo había mandado llamar y todo había cambiado. Era como bajar por un tramo de escalera empinado y descubrir de repente que faltaba el último escalón.

Permaneció en la cama hasta el amanecer y comprendió lo mucho que había perdido con un dolor tan agudo que le sorprendió. Estaba acostumbrado a levantarse tanto si había dormido como si no. La obligación era una señora implacable, pero de repente descubrió que era también una compañera fiel, leal, agradecida y, sobre todo, jamás carente de sentido.

Sin ella, se sentía desnudo, incluso ante sí mismo. Narraway estaba acostumbrado a no caer particularmente bien. Había tenido demasiado poder y conocía demasiados secretos para resultar simpático. Sin embargo, no sabía lo que era que no lo necesitaran.