11

Narraway sintió un intenso alivio al observar la familiar costa de Irlanda perdiéndose en el horizonte sin que lo persiguiera ningún bote de los guardacostas ni de la policía. Al menos durante unas horas podía concentrarse en lo que debía hacer a su llegada a Holyhead. Lo más normal sería tomar el primer tren hacia Londres. Pero ¿sería un movimiento tan obvio que correría el riesgo de que lo detuvieran? Por otro lado, cualquiera que se hubiera propuesto atraparlo aprovecharía el retraso para cruzar el mar de Irlanda en un barco más ligero, y quizá más rápido, y detenerlo antes de que pudiera conseguir ayuda.

Estaba de pie en cubierta, mirando hacia el oeste. Charlotte se encontraba a su lado. Parecía cansada, y el rastro del miedo aún ensombrecía sus facciones. Aun así, a Narraway le parecía hermosa. Hacía años que se había cansado de la belleza perfecta. Si eso era lo que se buscaba —color, proporción, una piel suave, el perfecto equilibrio de los rasgos—, el mundo estaba lleno de obras de arte que contemplar. Incluso el hombre más pobre podía hacerse con una copia.

Una mujer de verdad era cálida, vulnerable, tenía miedos y defectos… de otro modo, ¿cómo podría demostrar amabilidad hacia sus semejantes? Sin experiencia, no era más que una taza a la espera de llenarse; de buena factura, tal vez, pero vacía. Y para cualquier alma valiente o apasionada, la experiencia también implicaba cierto grado de dolor, de falsos comienzos, juicios erróneos de vez en cuando y haber conocido la pérdida. Las mujeres jóvenes eran encantadoras durante un rato, pero enseguida lo aburrían.

Estaba acostumbrado a la soledad, pero había ocasiones en que su peso le resultaba tan profundamente doloroso que no podía obviarla. De pie en cubierta junto a Charlotte, observando cómo el viento le agitaba el cabello hacia la cara, se produjo uno de esos momentos.

Ya le había explicado lo que había descubierto sobre Talulla, John Tyrone y el dinero, y sobre Fiachra McDaid. Era complicado. Narraway había deducido algunos hechos a partir de lo que O’Casey le había contado, pero seguía sin entender el papel de Talulla en el asunto. Si Fiachra no la hubiera convencido de que sus padres eran inocentes, no habría culpado a Cormac. Habría seguido culpando a Narraway, por supuesto, pero eso era justo. Narraway asumía su parte de culpa en la muerte de Kate, en la medida en que había sido previsible. Siempre supo lo que Sean sentía por ella.

¿Qué imaginaba Talulla que Cormac podría haber hecho para salvar a Sean? Sean era un rebelde cuya esposa lo delató a los ingleses. ¿Fue esa deslealtad una traición al espíritu de Irlanda, o solo una decisión práctica para evitar que se derramara más sangre sin sentido? ¿Cuánta gente que seguía viva no lo estaría si se hubiera producido el alzamiento? Tal vez la mitad de las personas que ella conocía.

Pero, por supuesto, Talulla no lo veía de ese modo. No podía permitírselo. Necesitaba su furia, que solo estaba justificada si sus padres se mantenían en el papel de víctimas.

¿Y Fiachra? Narraway contrajo el gesto ante su propia ceguera. ¡Cuánto se había equivocado con él! El hombre había escondido la pasión de su nacionalismo irlandés en lo que parecía preocupación por la privación de derechos de todas las naciones. Cuanto más pensaba en ello Narraway, más sentido le encontraba. Resultaba extraño que alguien con un amor arrollador hacia todo el mundo estuviera dispuesto a sacrificar a una persona, o a diez, o a una veintena, casi con total indiferencia. Fiachra aspiraba a la gloria de una justicia social más amplia, de la libertad para Irlanda… y el precio de ello se le deslizaba entre los dedos como si fuera arena. Era un soñador que caminaba sobre cadáveres sin ni siquiera verlos. Por debajo del encanto, había hielo… y, sin duda, era muy listo. A ojos de la ley, no había cometido ningún delito. Si la justicia cayera algún día sobre él, sería por otra razón, en otro momento.

Narraway miró de nuevo a Charlotte. La mujer se dio cuenta y se volvió hacia él.

—No hay nadie en el mar —dijo con una sonrisa algo forzada—. Creo que estamos a salvo.

El hecho de que se incluyera en la huida proporcionó a Narraway una sensación de bienestar que le pareció ridícula. Se estaba comportando como un hombre de veinte años.

—Por el momento —coincidió—. Aun así, cuando subamos al tren en Holyhead será mejor para usted que viajemos en vagones distintos. Dudo que haya alguien esperándome, pero nunca se sabe.

—¿Quién? —preguntó Charlotte, como si descartara la idea—. Nadie ha podido llegar antes que nosotros. —Sin darle tiempo a responder, agregó—: Y no me diga que pueden haber previsto su huida. De ser así, la habrían evitado. No sea ingenuo, Victor. Querían ahorcarlo. Habría sido la venganza perfecta para Sean.

Narraway se estremeció.

—Es usted muy directa.

—¡No me dirá que se da cuenta ahora! —Charlotte esbozó una pequeña sonrisa torcida.

—No, claro que no. Pero ha sido un comentario inusual, incluso para usted.

—Es una situación inusual. Al menos para mí. ¿Sería poco original si le preguntara si usted hace estas cosas a menudo?

—¡Ah, Charlotte!

Narraway se pasó los dedos por el tupido cabello y se volvió, pues necesitaba ocultarle el sentimiento que había aflorado a su rostro. Quería que fuera algo íntimo pero, aún más importante que eso, sabía que Charlotte pasaría vergüenza si descubriera la intensidad de sus sentimientos hacia ella.

—Lo siento —se disculpó Charlotte de inmediato.

Rayos, no había sido lo bastante rápido, pensó Narraway.

—Sé que es grave —continuó, al parecer refiriéndose a algo distinto.

Narraway se sintió invadido por una oleada de alivio y, contra toda lógica, también de desilusión. ¿Acaso parte de él quería que Charlotte lo supiera? De ser así, debía contenerla. Crearía una tensión entre ambos que nunca podrían olvidar.

—Sí —respondió.

—¿Irá a Lisson Grove? —preguntó Charlotte con preocupación.

—No, prefiero que no sepan que he vuelto a Inglaterra, y que no puedan localizarme. —Observó el alivio en el rostro de la mujer—. Hay solo una persona en la que confiaría totalmente, y es Vespasia Cumming-Gould. Bajaré del tren una o dos estaciones antes de llegar a Londres y buscaré un teléfono. Si tengo suerte, podré hablar con ella enseguida. Para entonces, ya habrá anochecido. Y si no, buscaré alojamiento y esperaré.

Su voz adoptó un matiz de nerviosismo.

—Usted debería dirigirse a su hogar. No correrá ningún peligro. O puede ir a casa de Vespasia, si lo prefiere. Tal vez debería esperar, a ver qué le dice.

Mientras hablaba, reparó en que no sabía qué había sucedido con Pitt, ni siquiera si se encontraba a salvo. Enviar a Charlotte a una casa vacía en la que solo había una criada desconocida era probablemente una crueldad. Ella había contado que su hermana Emily estaba fuera del país, igual que su madre. ¡Dios! Menudo embrollo. Si algo le ocurría a Pitt, no tendría quien la consolara. La idea se le hizo insoportable.

Rogó a Dios que quien fuera que estuviera detrás de esa trama no considerara a Pitt un peligro hasta el punto de tomar acciones drásticas contra él.

—Bajaremos un par de estaciones antes de llegar a Londres —se corrigió—. Y llamaremos a Vespasia.

—Buena idea —dijo Charlotte, y se volvió para mirar las gaviotas que revoloteaban en círculos sobre la blanca estela del barco.

Ambos permanecieron en silencio, extrañamente reconfortados por el movimiento constante y rítmico de las aguas y las pálidas alas de los pájaros sobre el rastro curvo que dejaban atrás.

Narraway pudo establecer contacto con Vespasia de inmediato. Al oír su voz, poco intensa y algo crepitante por las interferencias en la línea, se dio cuenta de lo mucho que se alegraba de hablar con ella.

—¡Victor! ¿Dónde diablos estás? —preguntó. Un instante después, agregó—: No, no me lo digas. ¿Estás bien? ¿Y Charlotte?

—Sí, los dos estamos bien —respondió él. Desde que había dejado de ser un niño, Vespasia era la única mujer que le había hecho sentirse obligado a darle explicaciones—. No estamos lejos, pero he pensado que era mejor hablar con usted antes de retomar el viaje.

—No —se limitó a responder Vespasia—. Será mucho mejor que busques alojamiento en un lugar adecuado, que no mencionaremos, y que nos reunamos allí. Han pasado muchas cosas desde que te marchaste, pero están a punto de suceder muchas más. No sé de qué se trata, solo que es un asunto de suma importancia, y que puede resultar trágicamente violento. Pero supongo que ya lo habrás deducido por ti mismo. Tengo la sospecha de que tu viaje a Irlanda estaba preparado para alejarte de Londres. Todo lo demás fue secundario.

—¿Quién está ahora al mando? —preguntó Narraway con un escalofrío, aunque se encontraba en el vestíbulo de la estación, mirando a izquierda y derecha de vez en cuando para asegurarse de que nadie lo escuchaba—. ¿Charles Austwick?

—No —respondió, y la pesadumbre de su voz llegó con claridad desde el otro lado de la línea—. Fue algo temporal. Thomas ha vuelto de Francia. Ese viaje se malogró por completo. Ha sustituido a Austwick y ahora ocupa tu puesto, cosa que detesta.

Narraway se quedó tan aturdido que durante un momento no se le ocurrieron las palabras ajustadas a sus sentimientos, o al menos no que pudiera pronunciar en presencia de Vespasia, o de Charlotte, en caso de que estuviera lo bastante cerca para oírlo.

—¡Victor! —exclamó Vespasia con brusquedad.

—Sí… sigo aquí. ¿Qué… qué está sucediendo?

—No lo sé —admitió ella—. Pero me temo que le han adjudicado ese puesto precisamente porque no será capaz de descubrir la atrocidad que se está planeando. No tiene experiencia en esa clase de liderazgo. Carece de la astucia y de la sutileza de juicio necesarias para tomar las decisiones desagradables que sean precisas. Y no tiene a nadie en quien pueda confiar, al menos que él sepa. Me temo que está terriblemente solo, justo como alguien decidió que fuera. Su notable historial como policía y su capacidad para la resolución de delitos en la Brigada Especial justifican que se le haya adjudicado tu puesto. No culparán a nadie por haberlo elegido…

—Quiere decir que está ahí para echarle la culpa cuando se desate la tormenta —dijo Narraway con amargura.

—Exactamente. —La voz de Vespasia se quebró apenas—. Victor, tenemos que arreglar esto, y no se me ocurre cómo. Ni siquiera sé qué planean, pero es algo muy, muy peligroso.

Era una mujer valiente; Narraway no había conocido a nadie con más coraje que ella; era lista y seguía siendo hermosa… pero también se estaba haciendo mayor y pasaba mucho tiempo sola. De repente, Narraway cobró conciencia de la vulnerabilidad de la mujer, de los amigos e incluso amantes a los que había querido de un modo apasionado, y que había perdido. Debía de ser unos diez años mayor que él. De súbito, pensó en ella no como en una fuerza de la sociedad, o de la naturaleza, sino como en una mujer, tan capaz de sentir la soledad como él mismo.

—¿Se acuerda del mesón donde conocimos a Somerset Carlisle hace unos ocho años? Donde almorzamos una langosta excelente…

—Sí —respondió Vespasia sin vacilar.

—Deberíamos reunimos allí cuanto antes. Vaya con Pitt… por favor.

—Estaré allí a medianoche.

Narraway se sorprendió.

—¿A medianoche?

—¡Por el amor de Dios, Victor! —dijo con brusquedad Vespasia—. ¿Qué quieres hacer? ¿Esperar hasta el desayuno? No seas ridículo. Será mejor que reserves tres habitaciones, por si nos queda tiempo para dormir —añadió, y pareció titubear.

Victor se preguntó a qué se debía.

—¿Lady Vespasia?

La mujer soltó un breve suspiro.

—No pretendo ofenderte pero, como imagino que has escapado de… allí donde estabas, y que dispondrás de poco dinero y supongo que no tendrás tu habitual porte elegante, será mejor que des mi nombre, como si las reservaras para mí, y comuniques que saldaré la cuenta a mi llegada. Es preferible que no des el nombre de nadie más, ni el tuyo, ni el de Thomas.

—En realidad, Charlotte tuvo la previsión de hacerme la maleta, de modo que tengo todo el atuendo respetable que pueda necesitar —respondió Narraway, divertido por primera vez en mucho tiempo.

—¿Que hizo qué? —preguntó Vespasia con serenidad.

—Se vio obligada a abandonar la casa de huéspedes —aclaró, aún con una sonrisa en los labios—. No quería dejar mi maleta, así que se la llevó. Si no confía en mí, ¡al menos debería confiar en ella!

—Por supuesto —respondió Vespasia en tono más amable—. Te pido disculpas. En realidad, confío en ti. Te veré tan cerca de la medianoche como me sea posible llegar. Me alegro mucho de que estés a salvo, Victor.

Esas palabras significaron más de lo que habría esperado, tanto que se sintió incapaz de responder. En silencio, colgó el auricular.

Pitt estaba en casa, sentado a la mesa de la cocina a punto de cenar cuando apareció Minnie Maude. Tenía el rostro sonrosado, los ojos asustados y la indomable cabellera aún más suelta y mal recogida con horquillas por un lado.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pitt, preocupándose al punto.

Minnie Maude tomó aire y lo soltó temblorosamente.

—Ha venido una dama a verlo, señor. Quiero decir una dama de verdad, como una duquesa o algo así. ¿Qué hago, señor?

—Oh. —A Pitt lo invadió una sensación de alivio, como la calidez que proporciona el fuego cuando se tiene frío—. Hazla pasar y pon a calentar el hervidor.

Minnie Maude no se movió.

—No, señor, me refiero a una dama de verdad, no solo una mujer bonita.

—Alta y esbelta, y muy hermosa, pese a que ya no es joven —respondió Pitt—. Con unos ojos que podrían helarte a veinte pasos de distancia, si te pasas de la raya. Es lady Vespasia Cumming-Gould. Por favor, dile que pase a la cocina. Ya ha estado aquí antes. Después prepárale una taza de té. Tenemos Earl Grey. Lo reservamos para ella.

Minnie Maude lo miró fijamente, como si hubiera perdido la razón.

—Por favor —añadió Pitt.

—Perdone, señor —dijo Minnie Maude con voz temblorosa—. Pero parece que lo hayan arrastrado entre matorrales.

Pitt se pasó la mano por el pelo.

—De no ser así, no me reconocería. No la hagas esperar en el vestíbulo. Hazla pasar.

—No está en el vestíbulo, señor. Está en el salón —dijo Minnie Maude, disgustada por que hubiera pensado eso de ella.

—Lo siento. Debería haberlo imaginado. Pero acompáñala aquí.

Resignada, la joven obedeció.

Pitt se terminó el último bocado de la cena, y estaba quitando la mesa cuando Vespasia apareció por la puerta.

—Siempre me ha gustado esta habitación —comentó—. Gracias, Minnie Maude. Buenas noche, Thomas. Lamento haber interrumpido tu cena, pero se trata de un asunto inevitable.

Minnie Maude pasó por detrás de él junto a la mujer y colocó el hervidor en el fuego. Después lavó la tetera en la que había servido el té a Pitt y se dispuso a preparar el de Vespasia. Mantenía la espalda muy erguida y las manos le temblaban un poco.

Pitt no interrumpió a Vespasia. Apartó una de las sillas de respaldo alto de la cocina para que se sentara. La mujer decidió no quitarse la capa.

—Acabo de recibir noticias de Victor —anunció—. Me ha llamado por teléfono, desde una estación de ferrocarril cercana a la ciudad. Charlotte estaba con él y se encuentra perfectamente. No tienes motivos para preocuparte por su salud, ni por nada más. Sin embargo, hay asuntos de suma importancia. Asuntos que requieren tu atención más inmediata y absoluta.

—¿Narraway?

A Pitt se le agolpaban las ideas en la mente. Vespasia estaba siendo discreta, sin duda consciente de que Minnie Maude podía oír lo que dijera. Sería cruel, inútil y tal vez peligroso asustarla de manera innecesaria. Sin duda, no lo merecía, pero, siendo realista, sabía que necesitaba de su sentido común para ocuparse de la casa y, lo que era más importante, de sus hijos, al menos hasta que Charlotte regresara. Además, debía admitir que la joven le gustaba. Era buena persona y tenía carácter. Había algo en ella que le recordaba a Gracie.

—Por supuesto. —Vespasia se volvió hacia Minnie Maude—. Cuando hayas terminado con el té, prepara una maleta pequeña para tu señor, con lo que necesitará para pasar una noche fuera de casa, por favor. Ropa interior, una camisa y sus artículos de higiene personal. Cuando la tengas, déjala en el vestíbulo, al pie de la escalera.

Minnie Maude abrió mucho los ojos. Parpadeó, como preguntándose si debía confirmar la orden con Pitt, o simplemente obedecerla. ¿Quién mandaba allí?

La criada se descubrió teniendo que acostumbrarse a mucho en muy poco tiempo. Pitt le sonrió.

—Hazlo, por favor, Minnie Maude. Parece que tendré que marcharme. Pero también que volveré muy pronto.

—Estarás muy ocupado durante un tiempo —advirtió Vespasia—. Es una suerte que Minnie Maude sea una joven responsable. La necesitarás. Ahora déjanos tomando el té y prepara la maleta.

En cuanto la joven les hubo servido el té y salido de la cocina, Pitt se volvió hacia Vespasia. La expresión de su rostro exigía una explicación.

—La conclusión inevitable es que tanto tú como Victor fuisteis apartados de Londres por un motivo muy específico —dijo mientras tomaba un sorbo de té con delicadeza—. A Victor lo destituyeron, después intentaron encarcelarlo en Irlanda, y es posible que condenarlo a la horca. A ti te apartaron de Londres antes, para que, tú, que eres el único en Lisson Grove que mantiene una incuestionable lealtad personal hacia él, y que tiene el valor de luchar por él, no estuvieras a su lado. Querían que se quedara sin amigos, y lo lograron.

Pitt habría interrumpido a Narraway para preguntarle el porqué, pero no se atrevería a interrumpir a Vespasia.

—Parece que Charles Austwick está implicado —continuó—. Hasta qué punto, y con qué propósito, aún no lo sabemos, pero la conspiración es amplia, peligrosa y, probablemente, violenta.

—Lo sé —respondió Pitt en voz baja—. Creo que puedo confiar en Stoker, si bien por lo que he visto, de momento, es el único. Habrá más, pero no sé quiénes son, y no puedo permitirme ningún error. Incluso uno solo podría resultar fatal. Lo que no entiendo es por qué Austwick se molestó tan poco cuando lo apartaron del mando. Me hace temer que haya alguien que está al corriente de todos mis movimientos y que lo informa de ellos.

Vespasia dejó la taza en la mesa.

—La respuesta es más alarmante, querido —dijo con gran lentitud—. Creo que lo que han planeado tiene un alcance tan amplio y es tan definitivo que quieren que estés aquí para culparte de la incapacidad de la Brigada Especial para evitarlo. Así, la brigada podría reestructurarse desde la base, sin contar con ninguno de los hombres experimentados que hay ahora, y quedar por completo en manos de quienes lo han organizado. Otra opción es que la disuelvan al considerarla una fuerza que sirvió su propósito en el pasado, pero que ya no se necesita.

La idea era tan apabullante que Pitt necesitó un momento para asimilar su verdadero alcance. No lo habían ascendido por su mérito, sino por ser alguien totalmente prescindible, un chivo expiatorio que sacrificarían cuando culparan a la Brigada Especial de no haber evitado el desastre. Debería enfurecerse, y lo haría, con el tiempo, cuando hubiera asimilado la gravedad del asunto y tenido tiempo para pensar en sí mismo. Ahora debía ocuparse de descubrir qué se tramaba y quién estaba implicado. ¿Cómo podían empezar a combatirlo?

Miró a Vespasia y se sorprendió ante la dulzura de su gesto, de una compasión profunda y dolorosa.

Se forzó a sonreírle. En sus circunstancias, ella no perdería el tiempo en compadecerse a sí misma. Él no estaba dispuesto a decepcionarla haciéndolo.

—Estoy intentando pensar en qué estaría trabajando si no me hubiera marchado a Saint-Malo —dijo en voz alta—. No sé si el pobre West iba a revelarme algo importante, como que Gower era un traidor, o si lo asesinaron para que yo persiguiera a Wrexham hasta Francia. Creo más en la primera opción, pero tal vez me equivoque. Desde luego, eso marcó el final de mi trabajo aquí en Londres.

—Si hubieras estado aquí, podrías haber evitado que destituyeran a Victor —concluyó Vespasia—. Por otro lado, es posible que te hubieran implicado también a ti, y que te hubieran despedido… —Guardó silencio.

Pitt se encogió de hombros.

—O que me hubieran asesinado. —Pronunció las palabras que sabía que ella estaba pensando—. Enviarme a Francia les resultó mejor, mucho menos obvio. Además, parece que ahora me quieren aquí, para cargar con la culpa que está a punto de caernos encima. He intentado pensar qué casos nos preocupaban más, qué habríamos descubierto si hubiéramos tenido tiempo.

—Nos lo plantearemos en mi coche de camino a nuestra cita. —Vespasia terminó su té—. Minnie Maude tendrá la maleta lista en cualquier momento, y deberíamos partir enseguida.

Pitt se levantó y fue a dar las buenas noches y a despedirse hasta muy pronto de sus hijos. Dio a Minnie Maude las últimas instrucciones y le dejó un poco de dinero para asegurarse de que dispusiera de las provisiones necesarias. A continuación cogió la maleta y se dirigió al coche de Vespasia, que los esperaba en la calle. Al cabo de unos segundos, ya habían iniciado una marcha rápida.

—Ya he repasado todo lo que estaba sucediendo poco antes de que me marchara, y las notas de Austwick desde entonces —empezó a decir—. Y los informes de otra gente. Lo hice con Stoker. Descubrimos algo que aún no entiendo, pero que es muy alarmante.

—¿Qué es? —se apresuró a preguntar Vespasia.

Le habló de los hombres violentos que habían identificado en distintas partes de Inglaterra, y observó que su rostro palidecía y adoptaba un gesto muy serio cuando le contó que viejos enemigos se habían reunido, como si tuvieran una causa en común.

—Es muy grave —coincidió Vespasia—. Durante el tiempo que estuviste fuera me llegaron algunos rumores. Al principio los descarté creyendo que se trataba de los habituales comentarios idealistas que se oyen en boca de soñadores, siempre tan poco prácticos. Por ejemplo, algunos reformistas sociales parecen estar elaborando planes como si la Cámara de los Comunes fuera a aprobarlos sin dificultad. Algunas de las reformas son muy radicales, aunque debo admitir que bastante justas. Me pareció que eran simplemente ingenuas, pero es posible que contengan algún elemento importante que he pasado por alto.

Recorrieron en silencio Woburn Place en dirección a Euston Road, después torcieron a la derecha, se incorporaron al tráfico y siguieron hacia el norte hasta llegar a Pentonville Road.

—Me temo que sé qué elemento ha pasado por alto —dijo Pitt al fin.

—¿La violencia? —preguntó Vespasia—. No se me ocurre nadie, ni ningún grupo de hombres, dispuesto a aprobar la legislación que proponen. Sería un esfuerzo inútil. La Cámara de los Lores la rechazaría, y tendrían que volver a empezar. Llegado ese momento, la oposición ya habría puesto sus ideas en orden, así como sus argumentos. Tienen que saberlo.

—Claro que lo saben —coincidió Pitt—. Pero si no hubiera Cámara de los Lores…

La luz de las farolas resultaba violenta, y el traqueteo del coche de caballos era inusitadamente fuerte.

—¿Otra conspiración de la pólvora? —preguntó—. El país se escandalizaría. Ya colgamos, destripamos y descuartizamos a Guy Fawkes y a sus conspiradores. Puede que esta vez no fuéramos tan bárbaros, pero no pondría la mano en el fuego. —Su rostro permaneció en la sombra durante un momento, mientras un coche de caballos más alto y más largo pasaba entre el de ellos y las farolas cercanas.

Casi una hora después llegaron al mesón que Narraway había elegido, cansados, con frío e incómodos. Se saludaron entre sí brevemente, con intensa emoción, y acto seguido dejaron que el casero les mostrara las habitaciones que ocuparían esa noche. A continuación les ofrecieron un salón privado donde podrían tomar un refrigerio y hablar sin que los molestaran.

Pitt estaba rebosante de emoción por ver a Charlotte; de alegría por la mera visión de su rostro, de inquietud por lo cansada que parecía. Sintió alivio al descubrir que se encontraba bien, cuando tan fácilmente podría haberle ocurrido algo. También se sintió frustrado por no tener ocasión de estar a solas con ella, ni tan solo durante un momento, y enfadado porque hubiera corrido un peligro tan grande. Se había comportado de un modo imprudente, sin tener en cuenta la opinión ni los sentimientos de él. Se sintió dolorosamente excluido. Narraway había estado allí, y él no. Era una reacción infantil, y se avergonzaba por ella, pero eso no mitigó la intensidad de su sentimiento.

A continuación miró a Narraway y, aun sin quererlo, el enfado desapareció. El hombre estaba agotado. Las arrugas de su rostro parecían más profundas que tan solo una o dos semanas atrás. Tenía círculos oscuros alrededor de los ojos y se pasaba las manos, delgadas y fuertes, por el pelo con gesto impaciente, como si no dejara de molestarle.

Se dirigieron una mirada rápida, sin que ninguno de los dos supiera quién estaba al mando. Narraway había dirigido la Brigada Especial durante años, pero en ese momento era responsabilidad de Pitt. Sin embargo, ninguno de los dos tenía más autoridad que la que los años le otorgaban a Vespasia.

La mujer sonrió.

—Por el amor de Dios, Thomas, no te quedes ahí como un colegial que espera permiso para hablar. Eres el jefe de la Brigada Especial. ¿Cómo juzgas la situación? Nosotros añadiremos lo que creamos oportuno.

Pitt se aclaró la garganta. Se sentía como si estuviera usurpando el lugar de Narraway. No obstante, también era consciente de que Narraway estaba exhausto y vencido, traicionado de maneras que no había podido prever y acusado de delitos de los que no podía demostrar su inocencia. La situación era dura; allí donde fuera posible, sería necesario aplicar un poco de diplomacia.

Con cuidado, repitió para Narraway lo que había sucedido desde que él y Gower encontraran a West asesinado, hasta el momento en que, con la ayuda de Stoker, hizo encajar tantas piezas como le fue posible. Era consciente de que estaba comentando secretos profesionales en presencia de Vespasia y de Charlotte. Era algo que no había hecho con anterioridad, pero ante la gravedad de la situación no podía permitirse el lujo de excluir a nadie. Si fracasaban en su misión de restaurar la justicia, el asunto se haría público muy pronto de todos modos. En cuánto tiempo, no podía saberlo.

Cuando hubo terminado, miró a Narraway.

—La Cámara de los Lores sería el objetivo más evidente y relevante —comentó Narraway lentamente—. Supondría el comienzo de una revolución en nuestras vidas, muy dramática, además. Solo Dios sabe qué puede venir después. El trono francés ya ha desaparecido. El austro-húngaro se tambalea, sobre todo tras ese escabroso asunto en Mayerling. —Dirigió una mirada a Charlotte y vio el desconcierto en su rostro—. Hace seis años, en el ochenta y nueve —aclaró—. El príncipe heredero, Rodolfo, y su amante se dispararon en un pabellón de caza. Todo muy confuso, nunca llegó a entenderse. —Se inclinó ligeramente hacia delante; la gravedad se había instalado de nuevo en su rostro—. Los otros tronos de Europa son menos seguros que hace años, y Rusia se precipitará al caos si no se instituyen algunas reformas radicales, y pronto. Lo que es tan probable como encontrar narcisos en noviembre. Están todas las potencias pendientes de un hilo.

—Inglaterra no —dijo Pitt—. La reina atravesó un momento difícil hace unos años, pero está recuperando su popularidad.

—Razón por la cual, si actúan aquí, si golpean nuestro privilegio hereditario, el resto de Europa no tendrá nada con lo que defenderse —respondió Narraway—. Piense en ello, Pitt. Si fuera un socialista apasionado y quisiera erradicar los derechos de una clase privilegiada que gobierna por encima de las demás, ¿por dónde atacaría? Francia no tiene una nobleza dirigente. España ha dejado de afectarnos al resto. En la época de los Habsburgo estaban relacionados con media Europa, pero ya no. ¿Austria? Se están desmoronando. ¿Alemania? Bismarck es quien tiene el poder real. Todas las importantes casas reales europeas están relacionadas con Victoria, de un modo u otro. Si Victoria se libra de su Cámara de los Lores, eso significará el principio del fin de los privilegios hereditarios.

—El honor y la moralidad no se heredan, Victor —apuntó Vespasia con voz suave—. Pero desde la cuna, se puede aprender un sentido del pasado y a sentir gratitud por sus regalos. Se puede aprender responsabilidad hacia el futuro, a mantener y tal vez mejorar lo que nos es dado, y dejarlo en condiciones para quienes vendrán después.

Narraway contrajo el rostro al mirarla.

—Hablo con sus palabras, no con las mías, lady Vespasia. —Se mordió el labio—. Si queremos vencerlos, debemos saber lo que creen y qué pretenden hacer. Si ganan poder, arrasarán con lo bueno y con lo malo, porque no entienden lo que significa responder solo a tu conciencia en lugar de a la voz del pueblo, que se hace oír tenga o no la menor idea sobre lo que habla.

—Lo siento —dijo Vespasia con voz muy queda—. Creo que tal vez esté asustada. La histeria me horroriza.

—Debería —coincidió Narraway—. El día en que no quede nadie que la tema, estaremos perdidos. —Se volvió hacia Pitt—. ¿Tiene alguna idea sobre los planes específicos de alguien en concreto?

—Muy poca —admitió Pitt—. Pero sé quién es el enemigo. —Transmitió a Narraway lo que había contado a Vespasia acerca de los distintos individuos violentos que se odiaban entre sí pero que parecían haber encontrado una causa común.

—¿Dónde está ahora Su Majestad? —preguntó Narraway.

—En Osborne —respondió Pitt. Sintió que se le aceleraba el corazón y que le latía con más fuerza. Le vinieron a la mente las notas que había visto sobre otra gente: movimientos de hombres que eran pequeños y discretos, pero los nombres de aquellos individuos deberían haber dado que pensar a quien leyera los informes. Narraway lo habría visto—. Creo que es allí donde atacarán. Es el lugar más vulnerable y evidente.

Narraway palideció aún más.

—¿La reina? —No hubo exclamación, ni tono de enfado o sorpresa; la emoción lo consumía demasiado. La idea de un ataque sobre la propia Victoria resultaba tan escandalosa que todas las palabras parecían inadecuadas.

Pitt pensó a toda velocidad en el ejército, en la policía de la isla de Wight, en todos los hombres a los que podría convocar de otros puestos. Entonces lo asaltó otra idea: ¿era eso lo que debían creer? ¿Y si respondían concentrando todos sus recursos en Osborne House, y el verdadero ataque se producía en otro lugar?

—Tenga cuidado —advirtió Narraway en voz baja—. Si causamos una alarma pública, podríamos provocar todo el daño que necesitan.

—Lo sé. —Pitt era consciente de que Charlotte y Vespasia también lo estaban observando—. Lo sé. También sé que, probablemente, disponen de mucho tiempo para golpear. Podrían esperar y actuar en el momento en que nos hayamos relajado.

—Lo dudo. —Narraway negó con la cabeza—. Saben que yo escapé y que usted ha vuelto de Francia. Creo que se trata de una acción urgente, casi inmediata. Y los hombres a los que ha mencionado y que están en Inglaterra, juntos, no esperarán. Debería volver a Lisson Grove y…

—Iré a Osborne —respondió Pitt, interrumpiéndolo—. No puedo enviar a nadie y, si tiene razón, puede que ya lleguemos tarde.

—Volverá a Lisson Grove —repitió Narraway—. Es el jefe de la Brigada Especial, no un soldado de a pie que toma parte en la batalla. ¿Qué ocurrirá con la operación si le disparan, si lo capturan o simplemente si no podemos ponernos en contacto con usted? Deje de pensar como un aventurero y hágalo como un líder. Tiene que descubrir en quién puede confiar, y tiene que hacerlo antes de mañana por la noche. —Echó un vistazo al reloj de similor que había sobre la repisa de la chimenea—. De hoy —corrigió—. Yo iré a Osborne. Al menos podré advertirles del peligro, y tal vez encuentre el modo de contener el ataque hasta que envíe a hombres que puedan relevarme.

—Puede que no te dejen pasar —señaló Vespasia—. Ahora no ocupas ninguna posición.

Narraway hizo una mueca de dolor. Sin duda no había pensado en ello.

—Iré contigo —dijo Vespasia, no como ofrecimiento, sino como afirmación—. Me conocen. A no ser que tengamos muy mala suerte, me dejarán pasar, al menos hasta la casa. Si explico lo que ha sucedido, y el peligro, el mayordomo me concederá audiencia con la reina. Tengo que decidir qué le digo cuando la tenga delante.

Pitt no discutió. La lógica era demasiado evidente. Se puso en pie.

—Entonces será mejor que nos pongamos en marcha. Charlotte, tú vendrás conmigo a Keppel Street. Narraway y la tía Vespasia harán bien en subirse al coche de caballos y dirigirse a la isla de Wight.

Vespasia miró a Pitt, después a Narraway.

—Creo que un par de horas de sueño nos vendrían muy bien —dijo con firmeza—. Y un buen desayuno antes de partir. Vamos a tener que tomar decisiones serias y tal vez debamos luchar en duras batallas. Y no lo haremos bien si no estamos en plenas facultades físicas y mentales.

Pitt quiso discutirlo, pero se sentía agotado. Si resultaba posible, le gustaría tumbarse durante una o dos horas y permitir que su mente se librara de las preocupaciones. No recordaba la última vez que se había relajado por completo, y más lejana aún quedaba la sensación de paz interior de saber que Charlotte estaba tendida a su lado, a salvo.

Miró a Narraway.

Este esbozó una sonrisa lúgubre.

—Es un buen consejo. Nos levantaremos a las cuatro y saldremos a las cinco —dijo, y miró a Vespasia para comprobar que contaba con su aprobación.

La mujer asintió con la cabeza.

—Iré con vosotros —dijo Charlotte. No formuló una pregunta, sino una afirmación. Se volvió hacia Pitt—. Lo siento. No es cuestión de no querer quedarme fuera, o de que me crea indispensable. Pero no puedo permitir que la tía Vespasia viaje sola. Para empezar, sería llamativo. Sin duda, los sirvientes de Osborne lo considerarían muy extraño.

Por supuesto, tenía razón. Pitt debería haber pensado en ello. Era un fallo que no se le había ocurrido.

—Claro —coincidió—. Y ahora, aprovechemos que aún nos quedan un par de horas, y retirémonos a nuestras habitaciones.

Cuando estuvieron arriba y cerraron la puerta, Charlotte miró con dulzura a Pitt y le dedicó un intenso gesto de disculpa.

—Lo siento… —empezó a decir.

—No hables. Estemos juntos mientras podamos.

Charlotte caminó hacia su abrazo y lo estrechó con fuerza contra su cuerpo. Pitt estaba tan cansado que estuvo a punto de dormirse de pie. Momentos después, ya tumbados, tuvo la ligera conciencia de que Charlotte seguía abrazada a él.

Por la mañana, Pitt se marchó para regresar a Lisson Grove. Charlotte, Vespasia y Narraway subieron al coche y recorrieron la calle principal hasta la estación del ferrocarril más cercana para tomar un tren hasta Southampton, y de allí el ferry en dirección a la isla de Wight.

—Si aún no ha sucedido nada, puede que no nos cueste conseguir audiencia con la reina —comentó Narraway mientras viajaban en un vagón privado del tren. El tranquilizador traqueteo de las ruedas resonaba rítmicamente sobre las junturas de las vías—. Pero si el enemigo ya está allí, tendremos que pensar en una buena manera para conseguir entrar.

—Podríamos comprar un maletín en Southampton —sugirió Charlotte—. Si compramos también algunos frascos y polvos en una botica, Victor podría hacerse pasar por médico. Yo puedo hacer de enfermera. —Miró a Vespasia—. O de la doncella de la señora. No tengo dotes para una cosa ni para la otra, pero voy vestida con la suficiente sencillez para que resulte creíble, al menos durante un primer momento.

Vespasia lo consideró brevemente.

—Es una idea excelente —convino—. Pero deberíamos comprarte un vestido más sencillo y un delantal. Uno blanco, de calidad, sin adornos, servirá en cualquier caso. Creo que será mejor que te hagas pasar por la enfermera de Victor. El personal estará muy acostumbrado a ver a doncellas; puede que de enfermeras sepan algo menos. ¿Te parece bien, Victor?

Narraway la miró con aire divertido.

—Por supuesto. Nos encargaremos de ello en cuanto lleguemos a la estación.

—Cree que ya es tarde, ¿verdad? —preguntó Charlotte.

Narraway no se molestó en mentir.

—Sí. Si fuera ellos, ya habría actuado.

Una hora y media más tarde llegaron a la amplia y confortable casa que la reina Victoria había elegido para pasar tantos años de su vida, en particular desde la muerte del príncipe Alberto. Osborne parecía ofrecerle la tranquilidad que no encontraba en los castillos ni en los palacios más espléndidos, también de su propiedad.

La casa parecía totalmente en calma bajo el intermitente sol primaveral. La mayoría de los árboles ya tenían hojas y relucían casi translúcidos. La hierba ofrecía un intenso tono verde. Los endrinos estaban en flor y abundaban los tupidos brotes de espinos.

Osborne se erigía en una ondulante zona ajardinada en la que podría encontrarse cualquier mansión familiar de los muy adinerados. La mayor extensión de terreno era boscosa, pero también había zonas extensas de césped muy cuidado que proporcionaban una sensación de gran amplitud y luz. La mansión había sido diseñada por el propio príncipe Alberto, quien, sin duda, había admirado la elegancia opulenta de las villas italianas. Tenía dos magníficas torres cuadradas, planas en su parte superior, y con ventanas altas en todos los lados. El edificio principal copiaba las mismas líneas cuadradas, y la luz del sol parecía reflejarse en los cristales de toda la construcción. Costaba imaginar la belleza que debía de contener en su interior.

El coche se detuvo y los tres se apearon, pagaron y dieron las gracias al cochero.

—Querrán que espere —dijo el hombre mientras asentía con la cabeza—. Pueden mirar, pero nada más. Su Majestad ocupa la residencia en estos momentos. No conseguirán pasar de aquí.

Vespasia le dio una generosa propina.

—No, gracias. Puede marcharse.

El hombre se encogió de hombros, dio media vuelta y, en un susurro, comentó con su caballo que los turistas no estaban en sus cabales.

—¿A qué esperamos? —preguntó Narraway de mala gana—. Desde aquí no se ve nada extraño. Todo está como lo imaginaba. Incluso hay un jardinero trabajando allí al fondo. —No lo señaló, solo hizo un gesto con la cabeza.

Charlotte miró en la dirección indicada y vio a un hombre inclinado sobre una azada, que en apariencia dirigía su atención al suelo. La escena era rural y apaciblemente doméstica. Sintió que se aligeraba su ansiedad. Tal vez se había puesto más nerviosa de lo necesario. Habían llegado a tiempo. Ahora debían evitar ponerse en evidencia, no solo por orgullo, sino para que el personal de la casa real los tomara en serio. En cualquier caso, Pitt no tardaría en enviar hombres de refuerzo, preparados para llevar a cabo esa clase de tareas, y el peligro pasaría pronto.

A menos, claro, que se hubieran equivocado y el ataque se produjera en cualquier otro lugar. ¿Serían víctimas de otra brillante estrategia de distracción? Narraway esbozó una sonrisa bajo el sol.

—Me siento un poco ridículo con este maletín.

—Sujétalo como si llevaras algo de gran valor para ti —dijo Vespasia con voz queda—. Lo necesitarás. Ese hombre tiene lo mismo de jardinero que tú. No distingue un hierbajo de una flor. No lo mires, o se inquietará. Los médicos que visitan a la reina no prestan atención a los hombres que arrancan petunias con una azada.

Charlotte notó el calor del sol en los ojos. La enorme mansión frente a ellos se volvió borrosa y confusa. Por delante de ella, la espalda de Vespasia avanzaba recta como un palo. La cabeza, adornada con un elegante sombrero, la llevaba erguida como si fuera la invitada de honor en una recepción al aire libre.

En la puerta los recibió un mayordomo que tenía el cabello cano y tan retirado de la frente que daba la impresión de que se había pasado los dedos con fuerza suficiente para llegar a arrancárselo. Reconoció a Vespasia de inmediato.

—Buenas tardes, lady Vespasia —dijo con voz temblorosa—. Me temo que Su Majestad se encuentra un poco indispuesta hoy, y no recibe a ninguna visita. Lamento no haberlo sabido a tiempo de avisarla. La invitaría a pasar, pero una de las criadas tiene fiebre y no quisiéramos que contagiara a nadie. Lo siento mucho.

—Muy incómodo para la pobre muchacha —se compadeció Vespasia—. Y para el resto de ustedes. Hace bien en tomárselo seriamente, por supuesto. Por fortuna, me acompaña el doctor Narraway, y estoy segura de que estará encantado de visitar a la joven y hacer Io que pueda por ella. A veces, un poco de tintura de quinina hace maravillas. Y será apropiado también para el bien de Su Majestad. Sería espantoso que se contagiara de algo así.

El mayordomo se quedó sin palabras. Tomó aire, empezó hablar y se interrumpió. Tenía la frente perlada de sudor y parpadeaba con rapidez.

—Me doy cuenta de que está preocupado por ella —dijo Vespasia con el tono más tranquilizador del que fue capaz, aunque con un leve temblor en la voz—. Tal vez por humanidad, así como por sensatez, deberíamos permitir que el doctor Narraway la visitara. Si todo el servicio se contagia, tendrá un problema grave y muy desagradable.

Lady Vespasia, no puedo…

Antes de que terminara, hizo aparición un hombre más joven, también vestido de criado. De cabello oscuro, tendría unos treinta y cinco años, y era más corpulento.

—Señor —dijo al mayordomo—. Creo que tal vez la dama tenga razón. Acabo de saber que la pobre Mollie ha empeorado. Será mejor que acepte su ofrecimiento y los deje pasar.

El mayordomo lo miró con odio pero, tras dirigir una fugaz mirada desesperada a Vespasia, cedió.

—Gracias.

Vespasia cruzó el umbral. Charlotte y Narraway la siguieron.

En cuanto estuvieron dentro y la puerta principal se hubo cerrado tras ellos, se sintieron prisioneros. Había hombres a los pies de la escalinata y en la entrada de la cocina y las dependencias del servicio.

—¡No tenía por qué hacer eso! —increpó el mayordomo al otro hombre.

—Oh, claro que sí —replicó—. Se habrían marchado sabiendo que ocurría algo. Pero será mejor que guardemos silencio. No queremos disgustar a la anciana.

—No, no lo quieren —coincidió Vespasia con brusquedad—. Si sufre un ataque y muere, serán culpables no solo de asesinato, sino también de regicidio. ¿Creen que hay algún lugar en el mundo adonde podrían huir de eso? En caso de que lograran escapar, claro está. Puede que tengamos muchas ideas sobre la libertad o la igualdad a las que aspiramos, incluso por las que podemos estar dispuestos a luchar, pero nadie tolerará el asesinato de la reina que lleva en el trono más años de los que tienen la mayoría de sus súbditos de todo el mundo. Los destrozarán, aunque me atrevería a asegurar que eso les importa menos que el descrédito absoluto de sus ideas.

—Señora, muérdase la lengua o tendré que obligarla a hacerlo. No importa lo que la gente sienta por la reina, lo que es seguro es que a nadie le importa un bledo si usted vive o no —dijo el hombre con acritud—. Ha venido aquí por su propia voluntad. Si las cosas se tuercen para usted, solo podrá culparse a sí misma.

—Esto es… —empezó a decir el mayordomo. Entonces, al darse cuenta de que solo empeoraría las cosas, se tragó sus palabras.

—¿Hay alguien enfermo? —preguntó Vespasia a nadie en particular.

—No —admitió el mayordomo—. Es lo que nos pidieron que dijéramos.

—Bien. Entonces, hágame el favor de llevarme ante Su Majestad. Si la retienen con la misma amabilidad que nos ofrecen a nosotros, creo conveniente que el doctor Narraway esté cerca de ella. No querrán que sufra un problema de salud. Si no se mantiene con vida, dudo mucho que les sirva como rehén.

—¿Cómo sé que es usted médico? —preguntó el hombre con desconfianza, mirando a Narraway.

—No lo sabe —respondió Narraway—. Pero ¿qué tiene que perder? ¿Acaso cree que pretendo causar algún daño a Su Majestad?

—¿Qué?

—¿Acaso cree que pretendo causarle algún daño?

—¡Claro que no! ¿Qué clase de pregunta estúpida es esa?

—La clase de pregunta que requiere una respuesta. Si no pretendo hacerle daño, entonces sería más sencillo si nos mantuvieran a todos en una misma habitación, en lugar de utilizar varias. Pese a su importancia, no es una vivienda tan grande. Así al menos estaría tranquila. ¿No cree que les conviene?

—¿Qué hay en el maletín? Podría llevar cuchillos, o gas.

—Soy médico, no cirujano —respondió Narraway con severidad.

—¿Quién es? —preguntó mirando a Charlotte.

—Mi enfermera. ¿Se imagina que podría atender a mujeres sin una acompañante?

El hombre le quitó de las manos el maletín y lo abrió. Solo encontró algunos polvos y remedios que habían comprado en la botica de Southampton, todos etiquetados. Tuvieron cuidado, precisamente por esa razón, de no adquirir ningún objeto que pudiera considerarse un arma, ni siquiera unas tijeras para cortar las vendas. Nada de lo que llevaban podía utilizarse para otro fin.

El hombre cerró de nuevo el maletín y se volvió hacia su aliado al pie de la escalera.

—Será mejor que los acompañes arriba. No nos conviene que la anciana se nos desmaye.

—Al menos todavía no —convino el otro hombre. Señaló bruscamente la escalera—. Vamos, arriba. Si querían conocer a Su Majestad, hoy es su día de suerte.

Fue el mayordomo quien los acompañó al piso superior, los guio por el rellano y llamó a la puerta del salón. Al oír la orden procedente del interior, abrió y entró. Al cabo de un momento, salió.

—Su Majestad la recibirá, lady Vespasia. Puede pasar.

—Gracias —respondió Vespasia, y entró seguida por Narraway y Charlotte a unos pasos de distancia.

Victoria estaba sentada en una de las butacas cómodas y acogedoras del hogareño y agradable salón. Solo la altura y la decoración del techo hacían recordar que ese era el hogar de una reina. Ella era una mujer menuda, más bien gruesa, de nariz aguileña y rostro redondeado. Llevaba el pelo recogido en un peinado de estilo severo poco favorecedor. Tenía los ojos pálidos y grandes, y vestía completamente de negro, lo que privaba a su piel del más mínimo toque de color. Al ver a Vespasia parpadeó y a continuación esbozó una sonrisa.

—Vespasia. Qué agradable me resulta tu presencia. ¡Ven aquí!

Vespasia se acercó y le dedicó una elegante reverencia, con la cabeza ligeramente inclinada y la espalda erguida.

—Majestad.

—¿Quiénes son esas personas? —inquirió Victoria, mirando a Narraway y a Charlotte. Con voz algo más baja, agregó—: Tu doncella, supongo. El hombre tiene aspecto de médico. No he pedido un médico. Me encuentro bien. Todos los necios de esta casa me tratan como si estuviera enferma. Quiero salir a pasear por el jardín, y no me lo permiten. ¡Soy emperatriz de una cuarta parte del mundo y mis propios sirvientes no me dejan salir a pasear por el jardín! —exclamó con petulancia—. Vespasia, ven a pasear conmigo. —Hizo ademán de levantarse, pero estaba demasiado hundida en el sillón para conseguirlo sin ayuda, y obesa en exceso para hacerlo con cierta elegancia.

—Señora, será mejor que siga sentada —dijo Vespasia con amabilidad—. Me temo que tengo malas noticias que darle…

—¡Lady Vespasia! —la reprendió Narraway.

—Cállate, Victor —dijo Vespasia sin apartar la mirada de la reina—. Su Majestad merece saber la verdad.

—¡Exijo saberla! —espetó Victoria—. ¿Qué sucede?

Narraway dio un paso atrás, rindiéndose con la mayor dignidad de la que fue capaz.

—Lamento comunicarle, señora —empezó a decir con franqueza—, que Osborne House ha sido rodeada por hombres armados. No conozco el número, pero varios de ellos están dentro y han tomado su residencia.

Victoria la miró fijamente y después dirigió la vista a Narraway.

—¿Y quién es usted? ¿Uno de esos… traidores?

—No, señora. Hasta hace muy poco, era el jefe de su Brigada Especial —respondió Narraway con seriedad.

—¿Y por qué ya no lo es? ¿Por qué ha abandonado su puesto?

—Me destituyeron, señora. Los traidores de dentro. Pero he venido a prestar la ayuda que sea necesaria, hasta que lleguen los refuerzos, cosa que no tardará en suceder. Nos hemos ocupado de ello.

—¿Cuándo?

—Espero que al anochecer, o poco después —respondió Narraway—. Primero, el nuevo jefe de la división debe descubrir con certeza en quién puede confiar.

La reina permaneció inmóvil durante unos segundos. El sonido del reloj de pie pareció llenar la sala.

—Entonces será mejor que esperemos con cierta compostura —dijo Victoria al fin—. Lucharemos, si es necesario.

—Antes de eso puede que se nos presente alguna opción de escapar… —empezó a decir Narraway.

Victoria volvió a mirarlo con frialdad.

—Soy reina de Inglaterra y del Imperio británico, joven. Durante mi reinado, nos hemos mantenido firmes y hemos ganado guerras en todos los rincones del mundo. ¿Supone que voy a huir de un grupo de vándalos, de mi propia casa? ¡De Osborne!

Narraway irguió levemente la espalda.

Victoria alzó la cabeza.

Charlotte notó que también ella tenía la espalda rígida.

—¡Eso me parecía! —exclamó Victoria, y les dirigió una mirada de sutil aprobación—. Como dijo uno de mis mejores soldados, sir Colin Campbell, en la batalla de Balaclava: «Aquí nos quedamos y aquí moriremos». —Esbozó una leve sonrisa—. Pero como puede llevarnos algún tiempo, podéis sentaros, si queréis.