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—¡Es él! —gritó Gower por encima del ruido del tráfico.

Pitt se volvió sobre sus talones justo a tiempo de ver una silueta que se escabullía a toda velocidad entre la parte trasera de un coche de punto y los caballos de la carreta de un cervecero. Gower desapareció tras él, librándose de ser arrollado por solo unos centímetros.

Pitt se precipitó a la calle, giró bruscamente para evitar un cupé y se detuvo de manera abrupta para dejar pasar otro coche de punto. Cuando llegó a la otra acera, Gower se encontraba a unos veinte metros y Pitt solo logró distinguir su mata de pelo al viento. El hombre al que perseguía había desaparecido. Abriéndose paso entre oficinistas vestidos con traje de raya diplomática, paseantes sin prisa y alguna que otra mujer con faldas largas que había salido a comprar temprano y se interponía en su camino, Pitt acortó la distancia hasta situarse a menos de doce metros por detrás de Gower. Alcanzó a ver al hombre que huía: tenía el pelo de un intenso rojizo anaranjado y llevaba una chaqueta verde. A continuación se esfumó, y Gower se volvió con la mano derecha alzada durante un momento en señal de advertencia antes de desaparecer por un callejón.

Pitt lo siguió entre las sombras, y sus ojos tardaron un par de segundos en adaptarse a la falta de luz. El callejón era largo y estrecho, y se extendía a lo largo de cien metros, tras una curva pronunciada. La penumbra se debía a los aleros que sobresalían de los edificios y a la húmeda oscuridad de los ladrillos, con largos chorreones de mugre que brotaban de los canalones rotos. La gente se apiñaba en los portales; otras personas avanzaban lentamente, cojeando o tambaleándose bajo el peso de rollos de tela, barriles y sacos abultados.

Gower seguía por delante, y daba la impresión de conocer bien el camino. Pitt esquivó a una mujer rechoncha cargada con una bandeja de cerillas para vender, e intentó alcanzarlo. Gower era más joven y, aunque no tenía las piernas muy largas, estaba más acostumbrado que él a esa clase de situaciones. Sin embargo, era la experiencia de Pitt en la Policía Metropolitana antes de incorporarse a la Brigada Especial la que los había puesto sobre la pista de West, el hombre al que ahora perseguían.

Pitt chocó con una anciana y se disculpó antes de reanudar la carrera. Ya habían tomado la curva, y Pitt se fijó en el pelo rojizo de West: se dirigía hacia la abertura que daba a la calle principal, a unos cuarenta metros de distancia. Pitt sabía que debían atraparlo antes de que la multitud lo engullera.

Gower estaba a punto de alcanzarlo. Alargó un brazo para agarrar a West, pero en ese instante el hombre se hizo a un lado y Gower tropezó, con lo que salió disparado hacia la pared y perdió momentáneamente el equilibrio. Dobló el cuerpo mientras jadeaba para recuperar el aliento.

Pitt alargó la zancada y alcanzó a West justo cuando llegaba a High Street, donde se abrió paso a empujones entre un grupo de gente y desapareció.

Pitt lo persiguió, y un momento después divisó un destello de luz en su pelo casi en el siguiente cruce de calles. Aceleró el paso mientras chocaba con los viandantes y los apartaba a codazos. Tenía que atraparlo. West disponía de información que podía resultar vital. Al fin y al cabo, la oleada de disturbios estaba aumentando rápidamente por toda Europa y era cada vez más violenta. Eran muchas las personas que, en nombre de la reforma, estaban intentando derrocar el sistema de gobierno e imponer una anarquía en la que imaginaban encontrar cierta igualdad de justicia. Algunos se contentaban con la oratoria sangrienta; otros preferían la dinamita, incluso las balas.

La Brigada Especial estaba al corriente de una conspiración en marcha, pero aún no conocía a los dirigentes que había detrás ni, lo que era todavía más urgente, el blanco de su violencia. West podía proporcionarles tal información, a riesgo de perder la vida si se descubría la traición.

¿Dónde diablos estaba Gower? Pitt se volvió sobre sus talones para tratar de localizarlo. No lograba distinguirlo en ese mar de cabezas inclinadas, bombines, gorras y bonetes. No había tiempo de continuar buscando. ¿Era posible que siguiera en el callejón? ¿Qué le pasaba a ese hombre? No tenía muchos más de treinta años. ¿Acaso no solo había perdido el equilibrio? ¿Estaría herido?

West seguía adelante, buscando un hueco entre el tráfico para cruzar de nuevo al otro lado. Tres coches de punto pasaron casi pegados. Un carro de cuatro caballos avanzó traqueteando en dirección contraria. Pitt esperó enfadado en el borde de la acera. De bajar en ese momento a la calzada solo conseguiría que lo atropellaran.

A continuación pasó un ómnibus tirado por caballos, y tras él dos carretas cargadas de mercancía. Más carros y carromatos cruzaron en la dirección opuesta. Pitt había perdido de vista a West, y Gower parecía haberse esfumado.

Se produjo un breve atasco en el tráfico y Pitt aprovechó para cruzar la calle a toda velocidad. Avanzando en zigzag junto a los cocheros, estuvo a punto de ser alcanzado por el látigo de un carruaje largo y serpenteante. Alguien le gritó, pero no le prestó atención. Llegó a la otra acera y vio a West durante un segundo, justo cuando doblaba una esquina y se adentraba en otro callejón.

Pitt corrió tras él, pero al llegar allí, West había desaparecido.

—¿Ha visto a un hombre pelirrojo? —preguntó Pitt a un vendedor que sostenía una bandeja de sándwiches—. ¿Por dónde ha ido?

—¿Quiere un sándwich? —dijo el hombre con los ojos muy abiertos—. Son muy buenos. Recién hechos de esta mañana.

Pitt hurgó desesperadamente en un bolsillo; encontró un trozo de cordel, lacre, una navaja y varias monedas. Dio al hombre una de tres peniques y aceptó un sándwich. Parecía tierno y fresco, aunque en ese momento poco le importaba.

—¿Por dónde? —preguntó con brusquedad.

—Por allí. —El hombre señaló la zona de sombras profundas del callejón.

Pitt echó a correr de nuevo entre los montones de basura. Una rata pasó rozándole un pie, y Pitt estuvo a punto de caer sobre la silueta de un borracho que sobresalía de un portal. Alguien intentó darle un puñetazo que esquivó haciéndose a un lado, con lo que perdió el equilibrio durante un segundo, y fue entonces cuando vio a West aún por delante de él.

West volvió a desaparecer. Pitt no tenía la menor idea sobre qué camino había tomado. Comprobó un patio ciego tras otro. Transcurrió un momento de tiempo perdido que se le hizo interminable, hasta que Gower surgió por una de las callejuelas laterales.

—¡Pitt! —Gower lo agarró del brazo—. ¡Por aquí! ¡Deprisa! —El hombre le hundió los dedos con fuerza, y el dolor repentino dejó a Pitt sin respiración.

Echaron a correr juntos, Pitt sobre la acera irregular junto a los oscuros muros y Gower por la calzada, levantando con las botas salpicaduras de agua sucia. Tras varias zancadas doblaron la esquina hacia la entrada abierta de una fábrica de ladrillos y vieron a un hombre agachado sobre un bulto en el suelo.

Gower soltó un grito de furia y salió disparado hacia delante, cruzándose frente a Pitt con tanto brío que le hizo perder el equilibrio. Ambos cayeron pesadamente. Pitt se incorporó a tiempo de ver a la figura agachada volverse un instante y acto seguido levantarse con precipitación y salir corriendo como si le fuera la vida en ello.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Gower, horrorizado, ahora también él en pie—. ¡A por él! ¡Sé quién es!

Pitt se quedó mirando el bulto en el suelo: la chaqueta verde y el pelo rojizo encendido de West. La sangre le brotaba del cuello, manchándole el pecho y formando un charco oscuro sobre los adoquines de debajo de su cuerpo. Era imposible que estuviera vivo.

Gower ya perseguía al asesino. Pitt corrió tras él y, en esa ocasión, sus largas zancadas lo alcanzaron antes de que llegara a la calzada.

—¿Quién es? —inquirió, a punto de ahogarse en su propia respiración.

—¡Wrexham! —bufó Gower—. Llevamos semanas vigilándolo.

Pitt conocía al hombre, aunque solo de oídas. El tráfico se interrumpió momentáneamente y cruzaron la calle a toda velocidad detrás de Wrexham, quien, por fortuna, tenía una silueta reconocible. Era más alto que la media y, pese al buen tiempo, llevaba una bufanda larga de tono pálido que ondeaba al viento cada vez que giraba y se volvía. A Pitt se le ocurrió de repente que quizá la utilizara como arma; no sería difícil estrangular a un hombre con ella.

Ahora se encontraban en una acera atestada de gente y Wrexham aminoró la marcha. Parecía que paseara; caminaba tranquilamente, con rapidez, a pasos largos, pero con actitud de perfecta naturalidad. ¿Podía ser tan arrogante para creer que los había perdido con tanta facilidad? Sin duda sabía que lo habían visto, porque había vuelto la cabeza tras el grito de Gower y acto seguido había huido como alma que lleva el diablo.

Caminaban a un ritmo constante, en dirección este hacia Stepney y Limehouse. Pronto, cuando dejaran atrás las calles más anchas, la multitud empezaría a dispersarse.

—Si se mete en un callejón, vaya con cuidado —advirtió Pitt, ahora al lado de Gower, como si fueran dos comerciantes que hubieran salido juntos a hacer un recado—. Lleva un cuchillo y se le ve demasiado confiado. Tiene que saber que vamos detrás de él.

Gower le dirigió una mirada de soslayo, con los ojos como platos.

—¿Cree que intentará liquidarnos?

—Prácticamente lo hemos visto degollar a West —respondió Pitt, avanzando al mismo paso que Gower—. Si lo atrapamos, lo ahorcarán. Seguro que lo sabe.

—Yo creo que se agachará y se esconderá de repente, cuando crea que nos hemos relajado —comentó Gower—. Así que es mejor que no nos alejemos demasiado. Si lo perdemos de vista, desaparecerá.

Pitt mostró su acuerdo con un gesto de la cabeza y ambos aceleraron para recortar la distancia con Wrexham, que seguía caminando por delante de ellos. Ni una sola vez se volvió ni miró hacia atrás.

A Pitt le resultaba escalofriante que un hombre pudiera cortarle el cuello a otro, quedarse mirándolo mientras se desangraba y acto seguido introducirse entre el gentío con aparente indiferencia, como si fuera un transeúnte más, ocupado en sus tareas diarias. ¿Qué pasión, qué clase de crueldad guiaba sus actos? En su manera de moverse, en la fluidez rayana en la elegancia de su paso, Pitt no era capaz de detectar ni siquiera miedo, y mucho menos la conciencia de haber cometido un brutal asesinato.

Wrexham zigzagueaba entre la muchedumbre cada vez más escasa. Lo perdieron de vista en dos ocasiones.

—¡Por allí! —exclamó Gower jadeando al tiempo que agitaba la mano derecha—. Yo iré por la izquierda.

Giró bruscamente junto a un limpiacristales con un cubo de agua y estuvo a punto de hacerlo caer al suelo.

Pitt tomó la dirección contraria y se dirigió al extremo norte de un callejón. Las sombras repentinas lo obligaron a parpadear para recuperar la visión. Vio movimiento y cargó hacia delante, pero era solo un mendigo que salía de un portal arrastrando los pies. Pitt masculló una maldición y corrió de nuevo a la calle justo a tiempo de ver a Gower volviéndose desesperado de un lado a otro, buscándolo.

—¡Por allí! —gritó Gower con tono de urgencia antes de salir tras el hombre, dejando a Pitt atrás.

La segunda vez fue Pitt quien lo vio primero y Gower quien se vio obligado a darle alcance. Wrexham había cruzado la calle justo por delante de la carreta de un cervecero, pero cuando Pitt y Gower pudieron continuar la persecución, ya había desaparecido. Tardaron más de diez minutos en acercarse a él sin llamar la atención. En la calle no había mucha gente, y dos hombres corriendo no habrían pasado inadvertidos. Con una distancia de cincuenta metros entre ellos, Wrexham los habría dejado atrás fácilmente.

Ahora se encontraban en Commercial Road East, en Stepney. Si Wrexham seguía recto, llegarían a Limehouse, tal vez hasta West India Dock Road. Si se alejaran tanto, era probable que lo perdieran en el laberinto de muelles con grúas, fardos de mercancías, almacenes y trabajadores del puerto. Si Wrexham llegaba a la zona de los ferrys, desaparecería entre los barcos anclados antes de que lograran encontrar otro ferry en el que seguirlo.

Como si los hubiera visto, Wrexham aceleró el paso; daba zancadas cada vez más largas y su bufanda se agitaba al viento.

Pitt sintió una punzada de nerviosismo. Le dolían los músculos y los pies, pese a las excelentes botas que llevaba, su única concesión a la elegancia en el vestir. Ni siquiera las chaquetas de mejor corte le sentaban bien, pues siempre llevaba los bolsillos a rebosar de morralla que creía poder necesitar. Las corbatas nunca le quedaban rectas, tal vez porque se hacía el nudo demasiado apretado, o demasiado flojo. Sin embargo, siempre llevaba las botas inmaculadas y cuidadas. Aunque su trabajo era intelectual, y tenía que especular, adivinar, recordar y descubrir los hechos fundamentales que otros pasaban por alto, era consciente de lo importantes que eran los pies para un policía. Algunas costumbres nunca se pierden. Antes de que lo obligaran a abandonar la Policía Metropolitana y Victor Narraway lo reclutara para la Brigada Especial, había recorrido los kilómetros suficientes para saber cuán importante era tener una buena forma física, así como unas buenas botas.

De repente, Wrexham cruzó la estrecha calle y desapareció por Gun Lane.

—¡Se dirige a la estación de Limehouse! —gritó Gower mientras esquivaba un carro cargado de madera y salía tras el hombre.

Pitt le pisaba los talones. La estación de Limehouse estaba en la línea de Blackwall, a menos de cien metros de distancia. Wrexham podía tomar tres direcciones distintas desde allí, y terminar en cualquier punto de la ciudad.

Sin embargo, Wrexham siguió avanzando con paso rápido y decidido, y pasó frente a la estación. En lugar de entrar, torció a la izquierda hacia Three Colts Street y a continuación a la derecha por Ropemaker’s Field, sin abandonar su trote ligero.

Pitt jadeaba demasiado para gritar y, de todos modos, Wrexham no estaba a más de quince metros por delante de ellos. Los pocos hombres y la única lavandera que había en la calle se apartaron para dejar pasar a los tres hombres que se cruzaron con ellos corriendo. Wrexham se dirigía al río, como Pitt había temido.

Al final de Ropemaker’s Field, volvieron a torcer a la derecha hacia Narrow Street, sin dejar de correr. Estaban a tan solo unos metros del borde del río. La brisa era fuerte y olía a sal y a lodo allí donde la marea estaba baja. Media docena de gaviotas planeaban perezosamente en círculos sobre una hilera de barcazas.

Wrexham seguía por delante de ellos, ahora avanzando con menos rapidez, cansado. Dejó atrás la entrada de Limehouse Cut. Pitt supuso que se dirigiría a Kidney Stairs, los escalones de piedra que bajaban al río donde, si tenían un poco de suerte, encontraría un ferry esperando. Había dos tramos más de escalera antes de que el camino torciera veinte metros hacia el interior de la ciudad, en dirección a Broad Street. En los muelles de Shadwell Docks había más tramos de escalera. Podría deshacerse de sus perseguidores en cualquiera de ellos.

Gower hizo un gesto en dirección al río.

—¡Escalones! —gritó, mientras se inclinaba un momento para recuperar el aliento. Los señaló agitando el brazo con violencia. A continuación irguió la espalda y retomó la carrera, un par de pasos por delante de Pitt.

Pitt se fijó en que un ferry se acercaba a la orilla; el barquero remaba con tranquilidad. Podría llegar a los peldaños unos segundos después que Wrexham; en realidad, Pitt y Gower lo tenían fácil para acorralarlo. Tal vez pudieran tomar el ferry para llegar hasta la zona del puerto de Londres. Se moría de ganas de sentarse, aunque solo fuera durante ese breve recorrido.

Wrexham llegó a los escalones, los bajó a toda prisa y desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. Pitt sintió que renacían sus ánimos. El ferry estaba aún a unos veinte metros del lugar en que los escalones llegaban al agua.

Gower profirió un grito triunfal y agitó la mano en el aire.

Llegaron a lo alto de la escalera justo en el momento en que el ferry empezaba a alejarse, con Wrexham sentado en la popa. Estaban lo bastante cerca para ver la sonrisa en su rostro cuando se volvió en el asiento para mirarlos. A continuación devolvió la mirada al frente y se dirigió al barquero al tiempo que le señalaba la otra orilla.

Pitt se precipitó por los escalones. Los pies le resbalaron sobre las piedras húmedas. Agitó los brazos para llamar la atención del otro ferry, el que habían visto acercarse.

—¡Aquí! ¡Rápido! —gritó.

Gower también gritó, y su voz sonó fuerte y desesperada.

El barquero se apresuró, impulsando los remos con el peso de todo el cuerpo, y en cuestión de segundos ya se había acercado lo suficiente al embarcadero.

—Suban, caballeros —los saludó alegremente—. ¿Adónde vamos?

—Siga a esa barca de ahí —respondió Gower con voz entrecortada, sin apenas aliento, al tiempo que señalaba el otro ferry—. Cuente con una corona más si consigue alcanzarla antes de que llegue a la escalera de Horseferry.

Pitt subió al ferry tras él y se sentó de inmediato para que pudieran ponerse en marcha sin demora.

—No se dirige a Horseferry —señaló—. Va directo al otro lado. ¡Mire!

—¿Al muelle de Lavender Dock? —preguntó Gower con el ceño fruncido, sentado junto a Pitt—. ¿Para qué diablos querrá ir allí?

—Es el camino más corto —respondió Pitt—. Llegará a Rotherhithe Street y se perderá desde allí.

—¿Adónde irá?

—A la estación de ferrocarril más cercana, probablemente. O tal vez dé media vuelta y vuelva sobre sus pasos. El mejor lugar donde perderse es entre la gente.

Se habían alejado bastante del embarcadero y, poco a poco, iban recortando distancia con el otro ferry.

En esa zona había menos embarcaciones amarradas, lo que les permitía avanzar casi en línea recta. A unos cincuenta metros río abajo vieron una hilera de gabarras, meciéndose con suavidad con la marea. El viento procedente del agua era en ese momento más frío. Sin pensar, Pitt encorvó la espalda y se arrebujó en el cuello de su abrigo. Le daba la impresión de que habían transcurrido horas desde que Gower había entrado en la fábrica de ladrillos y había visto a Wrexham agachado junto al cuerpo ensangrentado de West, aunque lo más probable era que hubieran pasado poco más de noventa minutos. La información sobre la conspiración de la que West pudiera haber estado al corriente había desaparecido con su muerte.

Recordó su última entrevista con Narraway, sentados en la oficina con el intenso sol que se filtraba por la ventana e iluminaba la montaña de libros y documentos de su mesa. La expresión de Narraway era sumamente seria bajo la mata de pelo canoso y los ojos casi negros. Hablaron de la gravedad de la situación y del fervor por reformar el viejo imperialismo europeo, de manera violenta si era necesario. Ya no era un asunto de cartuchos de dinamita y algún que otro asesinato de vez en cuando. Se hablaba en secreto de gobiernos enteros derrocados por la fuerza.

«Tienen que cambiar algunas cosas —había dicho Narraway con tono de amargo resentimiento—. Solo un necio negaría las injusticias. Pero tal situación propiciaría la anarquía. Solo Dios sabe la extensión del problema; de momento ya ha llegado a Francia, a Alemania y a Italia, y todo apunta a que también aquí, a Inglaterra».

Pitt lo había mirado fijamente, descubriendo en el hombre una tristeza que jamás habría imaginado.

«Esta es una especie distinta, Pitt, y la corriente de la victoria está ahora con ellos. Pero la violencia…». Narraway había meneado la cabeza, como si despertara de un sueño. «Nosotros no cambiamos así en Inglaterra, nosotros evolucionamos despacio. Llegaremos allí, pero no mediante asesinatos, no por la fuerza».

El viento estaba amainando y las aguas se veían más tranquilas.

Casi habían alcanzado la orilla sur del río. Había llegado el momento de tomar una decisión. Gower lo miraba en actitud expectante.

El ferry de Wrexham estaba a punto de tomar puerto en Lavender Dock.

—Se dirige a algún sitio —dijo Gower con decisión—. ¿Quiere que lo detengamos, señor, o prefiere descubrir adónde nos lleva? Si lo atrapamos ahora, no sabremos quién está detrás de todo esto. No hablará, no tiene razón alguna para hacerlo. Prácticamente lo vimos asesinar a West. Sin duda lo ahorcarán. —Esperó una respuesta con el entrecejo fruncido.

—¿Cree que podemos seguirlo sin perderlo de vista? —preguntó Pitt.

—Sí, señor —respondió Gower sin vacilar.

—De acuerdo. —La decisión estaba clara para Pitt—. Entonces mantendremos la distancia. Nos separaremos si es necesario.

El ferry se entretuvo hasta que Wrexham subió por el estrecho tramo de escalera y desapareció. A continuación, con paso precipitado para no perderlo de vista, Pitt y Gower salieron tras él.

Tomaron la precaución de mantener una distancia considerable, a ratos juntos, pero la mayoría del tiempo alejados el uno del otro.

Sin embargo, ahora Wrexham parecía absorto en sus preocupaciones y no se volvió ni una sola vez. Debía de suponer que se había librado de ellos al cruzar el río. Y, en realidad, habían tenido suerte de que no hubiera sido así. Con tal densidad de tráfico fluvial, el hombre no debía de haberse dado cuenta de que otro ferry le pisaba los talones.

En la estación de ferrocarril había por lo menos dos docenas de personas esperando frente a la ventanilla.

—Será mejor que compremos billetes, señor —señaló Gower—. No nos conviene llamar la atención por no pagar.

Pitt le dirigió una mirada severa, pero se contuvo de hacer el comentario que tenía en la punta de la lengua.

—Lo siento —susurró Gower con una débil sonrisa.

Cuando llegaron al andén, permanecieron junto a otro grupo de gente que esperaba. No hablaron, como si fueran dos desconocidos. La precaución resultó innecesaria. Wrexham ni siquiera les dirigió una fugaz mirada, como tampoco se fijó en el resto de las personas.

El primer tren iba en dirección norte. Llegó a la estación y se detuvo. La mayoría de los pasajeros que esperaban subieron a él. Pitt deseó tener un periódico tras el que esconder el rostro y al que fingir prestar atención. Debería haber pensado en ello antes.

—Creo oír el tren… —dijo Gower casi en un murmullo—. Debería ser el de Southampton, al final de la línea. Tal vez tengamos que cambiar…

El resto de la frase se vio silenciada por el ruido de la locomotora al entrar en la estación escupiendo vapor. Las puertas se abrieron y los pasajeros bajaron en tropel.

Pitt tuvo dificultades para no perder de vista a Wrexham. Esperó hasta el último momento por si volvía a bajar como estrategia para despistarlos y, al no hacerlo, Gower y Pitt subieron a un vagón tras él.

—Podría ir a cualquier sitio —comentó Gower en tono grave. Su rostro de tez clara mostraba un gesto contraído, y el pelo se le había levantado allí por donde se había pasado los dedos—. Será mejor que uno de nosotros baje en todas las estaciones para asegurarnos de que no escapa en el último momento.

—Por supuesto —convino Pitt.

—¿Cree que West realmente tenía información que podía sernos útil? —Acto seguido, Gower añadió—: Puede que lo haya matado por otro motivo. ¿Una pelea, tal vez? Esos revolucionarios son bastante imprevisibles. Es posible que se trate de una traición dentro del grupo. Incluso de rivalidad por su liderazgo. —Observaba a Pitt atentamente, como si tratara de leerle la mente.

—Sí, lo sé —respondió Pitt con voz queda.

Él era el superior y quien debía tomar la decisión. Gower jamás lo cuestionaría por ello, aunque ahora le parecía un triste consuelo, tan solo una idea intrascendente. Recordó el convencimiento de Narraway de que se había planeado algo que convertiría los recientes atentados aleatorios en un hecho trivial. En febrero del año anterior, 1894, un anarquista francés había intentado destruir el Observatorio Real de Greenwich con una bomba. Gracias al cielo, no lo había conseguido. En junio, Carnot, el presidente francés, había sido asesinado. En todas partes se respiraba ira e inseguridad en el ambiente.

Corrían cierto riesgo al seguir a Wrexham, pero el hecho de aferrarse a esa suposición vacía sabía a rendición.

—Lo seguiremos —anunció Pitt—. ¿Tiene dinero suficiente para otro billete, por si hemos de separarnos?

Gower hurgó en su bolsillo y contó el que llevaba.

—Mientras no sea un billete a Escocia, sí, señor. Por favor, Dios mío, que no vaya a Escocia. —Esbozó una sonrisa torcida que contenía un leve gesto de padecimiento—. ¿Sabe que en febrero sufrieron la temperatura más fría jamás registrada en Gran Bretaña? ¡Llegaron a casi cincuenta grados bajo cero! Si el pobre desgraciado soltara una bomba para hacer fuego, ¿quién no lo entendería?

—Eso fue en febrero, ahora ya estamos en abril —le recordó Pitt—. Atento, nos acercamos a la estación. Yo lo vigilaré esta vez, y usted la siguiente.

—Sí, señor.

Pitt abrió la puerta y no bien hubo salido vio a Wrexham bajando del tren y corriendo por el andén para subir a otro con destino a Southampton. Pitt se volvió para hacer una seña a Gower y lo encontró ya fuera del tren, pegado a sus talones. Lo siguieron el uno junto al otro, intentando no llamar la atención por caminar demasiado deprisa. Se sentaron, separados al principio, para asegurarse de que Wrexham no daba media vuelta y volvía a perderse por Londres.

Sin embargo, el hombre parecía ajeno a todo, como si no considerara la posibilidad de que fueran tras él. Se le veía del todo despreocupado, y Pitt tuvo que recordarse que, hacía tan solo unas horas, Wrexham había seguido a un hombre hasta East London, había tomado la decisión de degollarlo y después se había quedado mirándolo mientras se desangraba, tendido sobre las piedras de una fábrica de ladrillos desierta.

—¡Dios, es un canalla despiadado! —exclamó con furia repentina.

Un hombre con pantalones de rayas que ocupaba el asiento frente a él bajó el periódico y observó a Pitt con desprecio; a continuación agitó el periódico y retomó su lectura.

Gower sonrió.

—No grite —dijo en voz baja—. Tenemos que ser muy precavidos.

Uno de los dos bajaba al andén en cada estación, solo para asegurarse de que Wrexham no abandonaba el tren, pero el hombre permaneció en su sitio hasta que por fin llegaron a Southampton.

Gower miró a Pitt con gesto perplejo.

—¿Qué querrá hacer en Southampton? —preguntó.

Avanzaron a paso ligero por el andén para no perderlo de vista, pasaron frente al revisor de billetes y lo siguieron hasta la calle.

La respuesta no tardó en hacerse evidente. Wrexham tomó un ómnibus en dirección a los muelles, y Pitt y Gower tuvieron que correr para saltar al escalón justo cuando empezaba a arrancar. Pitt estuvo a punto de chocar contra Wrexham, aún de pie. Se apresuró a apartar la mirada de Gower. Debían tener más cuidado. Ninguno de los dos llamaba en exceso la atención por separado. Gower era bastante alto, enjuto, y tenía el pelo largo y claro, pero sus facciones eran un poco huesudas, más marcadas de lo habitual. A una persona observadora no le costaría acordarse de él. Pitt era más alto, tal vez menos grácil, pero se movía con facilidad, se sentía cómodo en su piel. Tenía el pelo oscuro y lo llevaba permanentemente alborotado. Uno de los dientes delanteros estaba un poco mellado, pero solo era visible cuando sonreía. Eran sus ojos de mirada firme y de color gris muy claro lo que la gente no solía olvidar.

Wrexham debía de estar sumamente ensimismado para no haber reparado en ellos ni en Londres ni en ese momento en Southampton, sobre todo cuando iban juntos. Así pues, Pitt avanzó por el interior del ómnibus para alejarse de Gower tanto como le fuera posible, y fingió prestar atención a la calle cuando se cruzaron, como si quisiera tomar buena nota del entorno.

Como más o menos había imaginado, Wrexham hizo todo el recorrido hasta la zona de los muelles. Sin hablar con Gower, Pitt siguió de cerca a su presa. Confió en que Gower se mantuviera a un lado, lo más alejado posible.

Wrexham compró un billete de ferry para Saint-Malo, al otro lado del canal, en la costa de Francia. Pitt también compró uno. Deseó con todas sus fuerzas que Gower tuviera el dinero suficiente para hacerse con el suyo, pero aún peor que terminar solo en Francia, intentando seguir a Wrexham sin ayuda, sería perderle la pista.

Subió a bordo del ferry, un pequeño barco de vapor llamado Laura, y permaneció cerca de la pasarela. Tenía que descubrir si Gower subía a la embarcación, aunque lo más importante era asegurarse de que Wrexham no la abandonara. Si el hombre se diera cuenta de la presencia de Pitt y de Gower, no le costaría desembarcar y tomar el primer tren de regreso a Londres.

Pitt estaba apoyado en la barandilla, con el cortante viento salobre en el rostro, cuando oyó pasos tras de sí. Dio media vuelta y se enfadó consigo mismo por revelar una inquietud tan evidente.

Gower estaba a unos cien metros de él, sonriendo.

—¿Creía que quería empujarlo por la borda? —preguntó en tono divertido.

Pitt se tragó el malhumor.

—No mientras estemos tan cerca de la orilla —respondió—. ¡Pero lo vigilaré de cerca cuando estemos en medio del canal!

Gower se echó a reír.

—Parece que ha sido la decisión correcta, señor. Seguirlo hasta tan lejos podría darnos una buena idea sobre sus contactos en Europa. Tal vez incluso descubramos alguna pista sobre lo que traman.

Pitt lo dudaba, pero era cuanto tenían por el momento.

—Quizá. Pero no debe vernos juntos. Tenemos suerte de que por ahora no nos haya reconocido. Si no fuera tan terriblemente arrogante, nos habría descubierto.

El semblante de Gower se tornó de repente muy serio, y su gesto adusto.

—En mi opinión, lo que sea que haya planeado es tan importante que está totalmente absorto en ello. Creyó habernos despistado en Ropemaker’s Field. No olvide que en el tren viajábamos en vagones distintos.

—Lo sé, pero debió de vernos cuando lo perseguíamos. Echó a correr —señaló Pitt—. Desearía que al menos uno de los dos tuviera una chaqueta que cambiarse. Pero en abril, y en el mar, si nos las quitáramos, llamaríamos aún más la atención. —Se fijó en el abrigo de Gower. No tenían tallas muy distintas. Aunque solo intercambiaran los abrigos, cambiarían ligeramente de aspecto.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Gower empezó a quitarse la chaqueta. Se la pasó y alcanzó la que Pitt le ofrecía.

Pitt se puso la chaqueta de Gower. Le apretaba un poco el pecho.

Con una sonrisa atribulada, Gower vació los bolsillos de la chaqueta de Pitt, que le quedaba ligeramente holgada en la parte de los hombros. Le pasó el cuaderno, el pañuelo, el lápiz, las monedas, media docena de otros bártulos y finalmente la cartera que contenía el dinero y los documentos de identidad de Pitt.

Gower le dirigió un breve gesto de saludo.

—Nos vemos en Saint-Malo —dijo antes de dar media vuelta y alejarse sin mirar atrás, con paso algo arrogante. A continuación se detuvo y se volvió a medias hacia Pitt, sonriendo—: Si fuera usted, me mantendría alejado de la barandilla, señor.

Pitt levantó una mano a modo de saludo y volvió a mirar la pasarela.

Habían transcurrido pocos días desde el equinoccio y seguía oscureciendo bastante temprano. Se hicieron a la mar cuando el sol empezaba a ponerse sobre el cabo, y el viento marino era notablemente frío. No tenía sentido preguntarse dónde podía estar Wrexham, y mucho menos intentar vigilarlo. Si hablara con alguien, no se darían cuenta hasta estar lo bastante cerca para llamar su atención, y además, tal vez se tratara de una mera conversación de cortesía entre dos desconocidos. Lo mejor sería encontrar un asiento y dormir un poco. Había sido un día largo, lleno de esfuerzos, horror, carreras agotadoras por las calles y, finalmente, de permanecer sentados en el vagón de un tren.

Mientras se dejaba vencer por el sueño, Pitt pensó con remordimiento que ni siquiera había tenido ocasión de decir a Charlotte que no estaría en casa esa noche, ni tal vez la siguiente. No tenía la menor idea sobre adónde lo llevaría su decisión. Le quedaba poco dinero: el suficiente para una o dos noches de alojamiento, después de haber pagado los billetes del tren y del ferry. No llevaba consigo cepillo de dientes, ni navaja de afeitar ni, por descontado, una muda limpia. Había supuesto que encontraría a West, obtendría la información y acto seguido se la transmitiría a Narraway, en su oficina de Lisson Grove.

Ahora tendrían que enviar un telegrama desde Saint-Malo para pedir fondos y aportar la justa información para que Narraway entendiera lo que había sucedido. Sin duda, pronto descubrirían el cadáver del pobre West, pero tal vez la policía no encontrara motivos para informar sobre ello a la Brigada Especial. Por supuesto, Narraway se enteraría a su debido momento. Daba la impresión de que tenía confidentes en todas partes. ¿Pensaría en decírselo a Charlotte?

Pitt deseó haber previsto de algún modo que la mantuvieran informada, o haber hecho una llamada telefónica desde Southampton. Sin embargo, para llamarla habría tenido que bajar del barco, arriesgándose a perder a Wrexham. Se planteó con sorpresa que ni siquiera sabía si Gower estaba casado o si vivía con sus padres. ¿Quién estaría esperándolo en casa? Con ese pensamiento en la cabeza, Pitt se quedó dormido.

Se despertó con una sacudida, sobresaltado, con la mente ocupada por la imagen del cuerpo de West, su cabeza ladeada, la sangre manchando el suelo de la fábrica de ladrillos y su olor flotando en el ambiente.

—Disculpe, señor —dijo la camarera de manera automática mientras pasaba un vaso de cerveza al hombre sentado junto a Pitt—. ¿Le apetece tomar alguna cosa? ¿Un sándwich, tal vez?

Pitt, sorprendido, cayó en la cuenta de que llevaba doce horas sin probar bocado y de que tenía un hambre voraz. No era de extrañar que no pudiera dormir.

—Sí —respondió con entusiasmo—. Sí, por favor. ¿Puede traerme dos, y un vaso de sidra?

—Por supuesto. Los tenemos de rosbif. ¿Le parece bien?

—Perfecto. ¿A qué hora llegaremos a Saint-Malo?

—Sobre las cinco en punto, señor. Pero no es necesario que desembarque hasta las siete, a menos que así lo desee, por supuesto.

—Gracias. —Pitt refunfuñó para sí. Tendrían que permanecer despiertos y alerta a partir de ese momento, por si Wrexham decidía bajar temprano. Eso significaba que deberían mantenerse más o menos despiertos durante toda la noche—. Mejor tráigame dos vasos de sidra —dijo con una sonrisa irónica.

Pitt durmió de manera intermitente, y estaba despierto, con los nervios a flor de piel, cuando vio a Gower acercarse a él por cubierta mientras el ferry se adentraba lentamente en el puerto de Saint-Malo. Aún no había amanecido, pero el cielo estaba despejado y distinguió la silueta de las murallas medievales recortadas contra las estrellas. Con una altura de por lo menos quince o veinte metros, parecían salpicadas de torres que en el pasado habrían sido defendidas por arqueros. Tal vez en algunas de ellas se hubieran apostado soldados con armaduras, con calderas llenas de aceite hirviendo que inclinaban sobre aquellos lo bastante valientes, o lo bastante insensatos, para escalar sus defensas. Era un viaje al pasado.

La voz de Gower a sus espaldas lo devolvió a la realidad.

—Veo que está despierto. O eso parece —comentó en tono de pregunta.

—No estoy seguro —respondió Pitt—. Ese paisaje podría ser perfectamente un sueño.

—¿Ha dormido? —preguntó Gower.

—Un poco. ¿Y usted?

Gower se encogió de hombros.

—No mucho. Tenía demasiado miedo a perderlo. ¿Cree que se dirigirá a tomar el primer tren hacia París?

Era una pregunta muy razonable. París era una ciudad cosmopolita, un hervidero de ideas, filosofías y sueños, tanto prácticos como absurdos. Era el lugar de encuentro ideal para quienes aspiraban a cambiar el mundo. Las dos grandes revoluciones de los últimos cien años habían nacido allí.

—Es probable —respondió Pitt—. Aunque podría bajar en cualquier sitio. —Pensó en lo difícil que sería perseguir a Wrexham por París. ¿Deberían detenerlo mientras aún tenían opciones? El día anterior, en el acaloramiento de la persecución, le había parecido buena idea descubrir adónde se dirigía y, aún más importante, con quién se reunía. Ahora que tenían frío y hambre y estaban cansados y doloridos, le resultaba mucho menos sensato. En realidad, probablemente fuera absurdo—. Será mejor que lo detengamos y lo llevemos de vuelta a Londres —dijo en voz alta.

—Entonces tendremos que hacerlo antes de desembarcar —señaló Gower—. Una vez pisemos suelo francés, no tendremos ninguna autoridad. Incluso el capitán del barco se preguntará por qué no lo hicimos en Southampton. —Su voz contenía un matiz de nerviosismo y la expresión de su rostro era grave—. Mire, señor, hablo bastante bien francés y aún me queda dinero suficiente. Podríamos enviar un telegrama a Narraway para que nos pusiera en contacto con alguien en París. Entonces ya no seríamos usted y yo solos. Y quizá la policía francesa agradecería la oportunidad de darle alcance.

Pitt se volvió hacia él pero apenas logró distinguir sus facciones bajo la tenue luz del cielo y los débiles reflejos de las luces del barco.

—Si se dirige directamente a la ciudad, no tendremos tiempo de enviar un telegrama —observó—. Deberemos seguirlo nosotros, y no entiendo que aún no nos haya descubierto.

—Deberíamos detenerlo —prosiguió con pesar. Tendría que haberlo hecho ayer, pensó—. Ante la certeza de la soga, tal vez decida hablar.

—Ante la certeza de la soga, tal vez decida que no tiene nada que perder —objetó Gower.

Pitt esbozó una sonrisa amarga.

—A Narraway se le ocurrirá algo, si la información que nos proporciona es lo bastante valiosa.

—Es posible que no tome el tren —se apresuró a responder Gower, mientras se inclinaba levemente hacia delante—. Estamos suponiendo que se dirigirá a París. ¿Y si no lo hace? Tal vez la persona con quien va a reunirse esté aquí. De lo contrario, ¿por qué ha venido a Saint-Malo? Podría haber ido a Dover, y después haber tomado el tren de Calais a París, si es allí adonde tiene que ir. Aún no sabe que lo estamos siguiendo. Cree que nos despistó en Ropemaker’s Field. ¡Intentémoslo al menos!

El argumento era convincente y Pitt sabía que tenía sentido. Tal vez mereciera la pena esperar un poco más.

—De acuerdo —concedió—. Pero si se dirige a la estación de ferrocarril, lo detendremos. —Esbozó una mueca de disgusto—. Si podemos. Cabe la posibilidad de que grite pidiendo ayuda y diga que intentamos secuestrarlo. No podríamos demostrar lo contrario.

—¿Quiere rendirse? —preguntó Gower. Tenía la voz tensa, cargada de decepción, y a Pitt le pareció distinguir también una nota de desdén.

—No. —La decisión no contenía la menor sombra de duda. La función principal de la Brigada Especial no era que se hiciera justicia en los casos de delito, sino ocuparse de evitar la violencia civil y la traición, la subversión o el derrocamiento del gobierno. Ya no podían hacer nada por la vida de West—. No, no quiero —repitió.

Cuando desembarcaron bajo la luz cada vez más extensa de la mañana, no les costó distinguir la silueta de Wrexham entre la multitud y empezar a seguirlo. No se dirigió, como Pitt había temido, a la estación de ferrocarril, sino a la vieja ciudad magníficamente amurallada. Si no fuera porque no podían arriesgarse a perderlo de vista, Pitt se habría detenido a contemplar con interés las enormes murallas mientras cruzaban una puerta de entrada lo bastante grande para que pasaran por ella varios carruajes, los unos junto a los otros. Una vez en el interior, descubrieron un entramado de calles estrechas que se entrecruzaban, con aceras a un lado y a otro, frente a todos los edificios. Oscuras murallas se alzaban a una altura de cuatro o cinco pisos con su uniforme de piedra gris negruzca. El lugar poseía una belleza adusta que a Pitt le habría gustado explorar. Antaño los caballeros habrían recorrido esas calles a lomos de sus monturas, así como los corsarios que habrían paseado con aire arrogante después de haber asaltado otros barcos en el mar.

Sin embargo, no podían alejarse de Wrexham. El hombre caminaba deprisa, como si supiera con exactitud adónde se dirigía, y no se volvió ni una sola vez.

Habían transcurrido unos quince minutos durante los cuales se habían alejado hacia el sur cuando Wrexham se detuvo. Golpeó brevemente una puerta y entró en una casa grande, a ras del suelo empedrado de la plaza.

Pitt y Gower esperaron durante casi una hora sin dejar de pasear, intentando no levantar sospechas, pero Wrexham no salió. Pitt lo imaginó tomándose un desayuno caliente, lavándose, afeitándose y cambiándose de ropa. Así se lo comunicó a Gower.

Gower puso los ojos en blanco.

—A veces es más fácil ser el villano —comentó haciendo un gesto de lamento—. Ahora mismo me comería un par de trozos de beicon, huevos fritos, salchichas, patatas fritas, unas tostadas recién hechas con mermelada y una buena taza de té. —Sonrió—. Lo siento, detesto sufrir en solitario.

—¡No lo hace! —respondió Pitt en tono apasionado—. Podemos tomar algo así antes de enviar el telegrama a Narraway, y después descubrir quién vive en el número siete… —Levantó la vista hacia la pared y añadió—: De la rue Saint Martin.

—Tendremos que conformarnos con café y panecillos —apostilló Gower—. Y dulce de albaricoque, si tenemos suerte. Solo los británicos entienden de mermelada.

—¿Aquí no entienden de huevos con beicon? —preguntó Pitt, incrédulo.

—De tortilla, tal vez.

—¡No es lo mismo! —exclamó Pitt, decepcionado.

—Nada lo es —convino Gower—. Creo que lo hacen a propósito.

Tras otros diez minutos de espera, durante los cuales Wrexham permaneció en el interior de la casa, desanduvieron el camino por el que habían llegado hasta allí. Descubrieron una cafetería excelente de la que emanaba un tentador aroma a café recién hecho y a pan caliente.

Gower dirigió a Pitt una mirada de interrogación.

—Por supuesto —respondió este.

Como Gower había vaticinado, les ofrecieron un dulce de albaricoque denso y casero, y mantequilla sin sal. Pidieron también un plato de jamón cocido y otros fiambres, y huevos duros. Cuando se levantaron para marcharse, Pitt se sentía más que satisfecho. Gower pidió al patron que les indicara el camino hasta la oficina de correos. También le preguntó, con la mayor naturalidad de la que fue capaz, dónde podrían encontrar alojamiento, y si el número siete de la rue Saint Martin era una casa de huéspedes, puesto que, añadió, alguien se lo había comentado.

Pitt esperó. Por la satisfacción que observó en el rostro de Gower al salir del local y mientras caminaba junto a él por la calle, supo que la respuesta del hombre le había agradado.

—La casa pertenece a un inglés llamado Frobisher —aclaró con una sonrisa—. Es un tipo bastante mayor, según el patron. Con mucho dinero, pero algo excéntrico. Lleva varios años viviendo aquí y jura que nunca volverá a su país. A la mínima oportunidad, cuenta a todo el mundo los problemas de Europa en general, y de Inglaterra en particular. —Se encogió levemente de hombros y añadió con desprecio—: El número siete no es una casa de huéspedes, aunque recibe invitados con mucha frecuencia. Y el patron dice que no le gusta el aspecto de esos hombres. Subversivos, los llama. De todos modos, me he dado cuenta de que tiene unas opiniones bastante conservadoras. Opina que nos gustará más el establecimiento de madame Germaine, y me ha dado la dirección.

Pitt se mostró sinceramente de acuerdo.

—Enviaremos el telegrama a Narraway y después veremos si madame Germaine puede alojarnos. Ha hecho un trabajo excelente.

—Gracias, señor. —Gower elevó ligeramente sus pasos e incluso empezó a silbar una animada melodía, con bastante destreza.

En la oficina de correos, Pitt envió un telegrama a Narraway.

Estamos en Saint-Malo. Con amigos aquí a los que queremos conocer mejor. Necesitamos fondos. Por favor, envíense a la oficina postal de la ciudad, cuanto antes. Seguiremos informando.