3
Charlotte estaba sentada junto a la chimenea del salón, a solas en su butaca frente a la de Pitt. Había empezado a anochecer. Los niños estaban en la cama. No se oía nada, salvo el ocasional chisporroteo de las ascuas mientras ardía la madera. De vez en cuando, levantaba una pieza de la cesta de ropa que tenía para arreglar: un par de fundas de almohada, un pichi de Jemima… Sin embargo, la mayor parte del tiempo simplemente miraba el fuego. Echaba de menos a Thomas, pero entendía la necesidad de que se hubiera marchado a Francia persiguiendo a alguien. También añoraba a Gracie, la criada que había vivido con ellos desde que tenía trece años y que ahora, a los veintitantos, por fin se había casado con el sargento de policía que llevaba años cortejándola con diligencia.
Charlotte levantó el pichi y empezó a coser el dobladillo, guiándose casi tanto por el tacto como por la vista. La aguja chocaba con un sonido rápido y ligero contra el dedal. Jemima tenía trece años y crecía rápidamente. Era fácil ver en ella a la joven en la que pronto se convertiría. Daniel era casi tres años menor, y estaba desesperado por alcanzar a su hermana.
Charlotte sonrió al pensar en Gracie, caminando orgullosa con su vestido blanco de novia, avanzando hacia el altar del brazo de Pitt. Tellman la esperaba sumamente nervioso, y al verla se sintió tan feliz que no pudo reprimir una sonrisa. Debía de pensar que ese día no llegaría jamás.
Charlotte echaba de menos la alegría de Gracie, su optimismo, su franqueza y su valentía. Gracie jamás se daba por vencida en nada. Su sustituta, la señora Waterman, era una mujer de mediana edad y severa como un paseo sobre la nieve. Era una persona respetable, honrada a carta cabal y mantenía la casa impecable, pero solo parecía satisfecha si era infeliz. Tal vez con el tiempo ganara confianza y se sintiera mejor. Sería, sin duda, lo más deseable. Charlotte no oyó el timbre de la puerta y se sobresaltó cuando la señora Waterman llamó a la puerta del salón. La mujer entró de inmediato con el rostro contraído en un gesto de contrariedad.
—Hay un caballero en la puerta, señora. ¿Quiere que le diga que el señor Pitt no está en casa?
—¿De quién se trata, señora Waterman?
—Un hombre de tez muy oscura, señora. Dice que se llama Narraway —respondió la señora Waterman en voz baja, aunque Charlotte no fue capaz de distinguir si lo hizo como muestra de disgusto o de confidencialidad. Optó por la primera opción.
—Hágalo pasar —respondió al punto, mientras escondía la ropa en una silla, detrás del sofá.
Sin pensar, se alisó la falda y se aseguró de que no le colgara ningún mechón suelto del recogido, que estaba algo flojo. Tenía el pelo de un intenso tono caoba oscuro, pero se le alborotaba con facilidad. Cuando las horquillas empezaban a clavársele en la cabeza durante el día no dudaba en quitárselas, con resultados previsibles.
La señora Waterman vaciló.
—Hágalo pasar, por favor —repitió Charlotte, con una pizca de impaciencia.
—Estaré en la cocina si me necesita —anunció la señora Waterman con una ligera mueca en los labios que, sin duda, no era una sonrisa.
La criada se retiró y al cabo de un momento hizo aparición Narraway. La última vez que Charlotte lo había visto, unos días atrás, le pareció cansado y un poco inquieto, lo que no era inusual. Esa noche estaba demacrado, con el rostro enjuto y ojeroso y la piel casi sin color.
Charlotte sintió un terrible miedo paralizante que le cortó la respiración. Había ido a darle una noticia espantosa sobre Pitt, pero la mujer era incapaz de pensar las palabras.
—Siento molestarla a estas horas —empezó a decir Narraway.
Tenía un tono de voz casi normal, pero Charlotte percibió en su leve temblor el esfuerzo por pronunciar esa frase. Narraway permaneció de pie frente a ella. Su mirada delataba que estaba herido; que en su interior se abría un vacío que no había estado allí antes.
Narraway debió de leer su miedo. ¿Cómo no hacerlo? Ocupaba toda la habitación.
El hombre esbozó una débil sonrisa.
—No he vuelto a recibir noticias de Thomas, pero no hay razón para creer que no está en perfecto estado de salud y, probablemente, disfrutando de mejor tiempo que nosotros —dijo con amabilidad—. Aunque me atrevería a asegurar que se aburre paseando por las calles, vigilando a gente mientras trata de fingir que está de vacaciones.
Charlotte tragó saliva, con la boca seca y algo mareada por el repentino alivio.
—Entonces ¿qué pasa?
—Oh, cielos. ¿Tanto se me nota?
—Sí —admitió Charlotte—. Lo siento, pero tiene un aspecto espantoso. ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Té? ¿Whisky? Si es que tengo, claro. Ahora que lo pienso, no estoy segura de que nos quede. Es posible que el mejor se terminara en la boda de Gracie.
—Ah, sí, Gracie… —En esa ocasión Narraway sonrió, con auténtica calidez, y le cambió la expresión—. Echaré de menos verla por aquí. Un metro cincuenta de muchacha espléndida.
—Un metro cuarenta y ocho, a decir verdad. —Charlotte lo corrigió en tono afectuoso—. Créame, no la echará de menos tanto como yo.
—¿No está contenta con la señora… Lemon?
—Waterman —lo corrigió Charlotte—. Aunque «Lemon» no le vendría nada mal. No parece que le guste demasiado. Tal vez lleguemos a acostumbrarnos la una a la otra. Cocina bien, y podría comer del suelo cuando ha terminado de fregarlo.
—Gracias, pero me conformo con la mesa —observó Narraway.
Charlotte se sentó en el sofá. El hecho de estar tan cerca de él frente al fuego empezaba a resultarle incómodo.
—No ha venido a interesarse por mi situación doméstica. Y aunque hubiera conocido a la señora Waterman, ella no es razón suficiente para la gravedad que veo en su rostro. ¿Qué ha ocurrido? —Charlotte tenía las manos entrelazadas en el regazo, y advirtió que se las apretaba con fuerza, hasta el punto de hacerse daño. Se obligó a soltárselas.
Durante un par de segundos, en la habitación no se oyó otro sonido que el crepitar del fuego.
Narraway contuvo el aliento, pero enseguida se decidió a hablar.
—Me han relevado de mi cargo en la Brigada Especial. Dicen que es una medida temporal pero, si pueden, la convertirán en permanente. —Tragó como si le doliera la garganta y volvió la cabeza para mirarla—. Lo que a usted le incumbe es que no tengo acceso a mi oficina de Lisson Grove, ni a ningún documento de los que guardo allí. Ya no estoy al corriente de lo que sucede en Francia, ni en ningún otro lugar. Mi puesto lo ocupa ahora Charles Austwick, que no aprecia a Pitt ni confía en él. Lo primero es por un asunto de celos, porque Pitt fue contratado después que él y, aunque no lo supera en rango, en la práctica lo iguala. Lo segundo se debe a que tienen poco en común. Austwick procede del ejército y Pitt de la policía. Pitt tiene intuiciones que Austwick jamás será capaz de comprender, y la falta de método de Pitt irrita el alma metódica y militar de Austwick. —Suspiró—. Y, por supuesto, Pitt es mi protegido… o lo era.
Charlotte estaba tan aturdida que su cabeza no asimilaba lo que acababa de oír, aunque mirándolo a la cara sabía que no podía dudar de sus palabras.
Entendió el motivo de su disculpa. Había provocado antipatías hacia Pitt al elegirlo, al preferirlo y al confiar en él. Ahora, sin Narraway, su esposo sería vulnerable. Nunca había trabajado en otro sitio que no fuera la policía, y después en la Brigada Especial. Lo habían expulsado del cuerpo policial y no podía regresar a él. Fue Narraway quien le ofreció trabajo cuando tanto lo necesitaba. Si en la Brigada Especial decidieran prescindir de él, ¿adónde iría? No había otro lugar donde pudiera ejercitar su particular habilidad y, por supuesto, donde le pagaran un sueldo comparable.
Perderían su casa en Keppel Street y todas las comodidades que disfrutaban en ella. Sin duda, la señora Waterman dejaría de ser un problema. Era posible que Charlotte tuviera que fregar sus propios suelos; en realidad, tal vez se viera obligada a fregar también los de otros. Lo imaginaba con claridad, veía la vergüenza en el rostro de Thomas al ser incapaz de proporcionarle no ya el lujo en el que había crecido sino ni siquiera los beneficios de una vida doméstica de clase trabajadora.
Alzó la vista para mirar a Narraway y pensó en él. Nunca se había planteado si dependía de su sueldo para vivir. Su manera de hablar y sus ademanes, la elegancia casi despreocupada en el vestir le informaban de que había nacido en una familia de cierta posición social, pero eso no implicaba necesariamente riqueza. Incluso en las familias de la gran aristocracia muchas veces los hijos menores recibían una exigua herencia.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó.
—Qué típico de usted —respondió Narraway—. Preocupada por mí y convencida de que puede hacerse algo.
Charlotte se sintió avergonzada.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó de nuevo.
—¿Para ayudar a Pitt? No puedo hacer nada —respondió—. No conozco las circunstancias, y si interfiriera a ciegas, podría causar aún más problemas.
—No hablo de Thomas, sino de usted.
No le había preguntado de qué lo acusaban, ni si era culpable, del todo o en parte.
Las cenizas se asentaron aún más en el fuego.
Transcurrieron varios segundos antes de que respondiera.
—No lo sé —admitió, en un tono de voz que por primera vez ella advirtió vacilante—. Ni siquiera estoy seguro de quién está en la raíz del asunto, aunque por lo menos tengo una idea. Es todo muy… desagradable.
Charlotte tuvo que insistir, por el bien de Pitt.
—¿Y eso es razón para no investigarlo? —preguntó en voz baja—. Así no lo arreglará, ¿no cree?
Narraway esbozó una breve sonrisa.
—No. Pero no estoy seguro de que pueda arreglarse.
—¿Le apetece una taza de té?
El hombre se sorprendió.
—¿Cómo dice?
—No tengo nada mejor —se disculpó—. Pero parece incómodo, ahí de pie, frente al fuego. ¿No estaría mejor sentado, tomando una taza de té caliente?
Narraway se volvió ligeramente y miró la lumbre y la repisa de la chimenea.
—Quiere decir que le tapo el calor —comentó, atribulado.
—No —respondió Charlotte con una sonrisa—. En realidad quería decir que me duele el cuello de mirar hacia arriba y de costado.
Durante un instante, el dolor de su expresión se suavizó.
—Gracias, pero preferiría no molestar a la señora… como se llame. Puedo sentarme sin un té entre las manos, por raro que resulte.
—Waterman —le recordó.
—Sí, claro.
—Iba a prepararlo yo misma, siempre y cuando ella me deje entrar en la cocina. No le parece bien. Las mujeres para las que solía trabajar ni siquiera saben dónde tienen la cocina. Aunque sería imposible perderla en una casa de este tamaño, la verdad.
—Es una mujer venida a menos —observó Narraway—. Podría pasarnos a cualquiera.
Charlotte lo observó mientras se sentaba, elegante como siempre, cruzaba las piernas y reclinaba el cuerpo hacia atrás como si se sintiera cómodo.
—Creo que puede tener relación con un antiguo caso acaecido en Irlanda —comenzó a decir, al principio mirándola a los ojos, después desviando la vista con gesto incómodo—. Por el momento tiene que ver con la muerte de un informador actual de allí, porque el dinero que le pagué no le llegó a tiempo para poder huir de aquellos a quienes había… traicionado. —Pronunció la palabra con decisión y claridad, como si inspeccionara abiertamente una herida: la suya, y la de nadie más—. Realicé el ingreso de manera indirecta, para que no pudieran seguirle el rastro hasta la Brigada Especial. De lo contrario, le habría costado la vida de inmediato.
Charlotte vaciló en busca de las palabras adecuadas, pero al observar el rostro de Narraway no tuvo la impresión de que estuviera siendo críptico. Esperó. Más allá de la sala reinaba el silencio, ningún sonido de los niños dormidos en el piso de arriba, ni de la señora Waterman que, era de suponer, seguía en la cocina. No se retiraría a su habitación mientras hubiera un invitado en la casa.
—Mis intentos por ocultar su procedencia hacen que sea imposible saber qué sucedió con ese dinero —prosiguió Narraway—. A primera vista, en una investigación superficial, da la impresión de que yo me lo quedé.
Ahora Narraway la miraba, aunque con disimulo.
—Tiene enemigos —comentó Charlotte.
—Sí. Los tengo. Sin duda son muchos. Creí que estaba protegido contra la posibilidad de que me hicieran daño. Al parecer pasé por alto algo importante.
—O tiene un enemigo del que no sospecha —agregó ella.
—Es posible. Me parece más probable que un viejo enemigo haya alcanzado un poder que no fui capaz de prever.
—¿Tiene a alguien en mente? —Charlotte se inclinó ligeramente hacia delante. La pregunta era impertinente, pero tenía que saberlo. Pitt estaba en Francia, confiando en el apoyo de Narraway. No debía de sospechar que Narraway había sido destituido de su cargo.
—Sí. —Pareció costarle pronunciar la respuesta.
De nuevo, Charlotte esperó.
El hombre se inclinó y arrojó un tronco al fuego.
—Se trata de un caso antiguo. Todo eso sucedió hace más de veinte años. —Tuvo que aclararse la garganta antes de proseguir—. Ahora están todos muertos, excepto uno.
Charlotte no tenía idea de a quién se refería, pero aun así sintió que el pasado estaba en la sala con ellos.
—¿Uno de ellos sigue vivo? —inquirió—. ¿Lo sabe o solo lo supone?
—Sé que Kate y Sean están muertos —respondió en voz tan baja que la mujer tuvo que aguzar el oído—. Supongo que Cormac sigue vivo. Debe de tener apenas sesenta años.
—¿Por qué esperar tanto tiempo?
—No lo sé —reconoció.
—¿Cree que lo odia lo suficiente para mentir y maquinar un plan para destrozarle la vida? —insistió.
—Sí, no me cabe la menor duda. Tiene motivos.
Charlotte advirtió con sorpresa, y con pesar, que se avergonzaba de su comportamiento en lo que fuera que había sucedido.
—Entonces ¿qué va a hacer? —preguntó de nuevo—. Tiene que luchar. Tómese unas horas para lamerse las heridas y después reúna fuerzas y piense qué quiere hacer.
Narraway sonrió y mostró un sentido del humor que Charlotte no había advertido antes en él.
—¿Es eso lo que les dice a sus hijos cuando se caen y se pelan las rodillas? —preguntó—. ¿Un poco de consuelo, un abrazo, y después de nuevo arriba? No me he caído de un caballo, Charlotte. He caído en desgracia, y no se me ocurre cómo levantarme de nuevo.
Charlotte tenía las mejillas encendidas.
—¿Quiere decir que no sabe qué hacer?
Narraway se levantó y se alisó los hombros de la chaqueta.
—Sí, sé lo que hacer. Iré a Irlanda a buscar a Cormac O’Neil. Si puedo, demostraré que está detrás de todo esto y limpiaré mi nombre. Haré que Croxdale se trague sus palabras. Al menos, eso espero conseguir.
Charlotte también se puso en pie.
—¿Tiene alguien que pueda ayudarlo, alguien en quien confíe?
—No. —Su soledad era intensa. Evidente en una sencilla palabra. Acto seguido se desvaneció, como si la autocompasión le disgustara—. Aquí no —añadió—. Pero tal vez encuentre a alguien en Irlanda.
Charlotte supo que mentía.
—Iré con usted —dijo de manera impulsiva—. Puede confiar en mí porque tenemos los mismos intereses.
Narraway habló con la voz tensa por la sorpresa, como si no se atreviera a creer a Charlotte.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto —respondió sin reflexionar, segura de que era una verdad absoluta—. Thomas no tiene ningún otro amigo en la Brigada Especial. El futuro de mi familia tal vez dependa de que usted sea capaz de demostrar su inocencia.
A Narraway también le subió el color a las mejillas, o quizá fuera el reflejo del fuego.
—¿Y qué podría hacer usted? —preguntó.
—Observar, hacer preguntas, acudir a los lugares a los que usted no podría ir por temor a que lo reconocieran. Soy una detective bastante buena… o lo fui en el pasado, cuando Thomas estaba en el cuerpo policial y sus casos no eran tan secretos. Al menos, soy considerablemente mejor que nada.
Narraway se sonrojó y volvió la cabeza.
—No puedo permitirle que vaya conmigo.
—No le he pedido permiso —replicó—. Aunque, por supuesto, la situación sería mucho más agradable si lo tuviera —agregó.
Narraway no respondió. Era la primera vez que lo veía tan indeciso. Desde que, tiempo atrás, descubriera con estupefacción que le parecía una mujer atractiva, se había creado una distancia entre ellos. Él era el superior de Pitt, un hombre en apariencia invulnerable: inteligente, implacable, siempre al mando y conocedor de muchas cosas que otros ni siquiera sospechaban. Ahora se mostraba inseguro, susceptible de ser herido, sin más dominio sobre la situación del que pudiera tener Charlotte. Lo habría llamado por su nombre de pila si se hubiera atrevido, pero supondría un exceso de confianza.
—Necesitamos lo mismo —empezó a decir—. Tenemos que descubrir la verdad acerca de quién está detrás de esta patraña y ponerle fin. Es vital para ambos. Si cree que por el hecho de ser mujer no puedo pelear, o que no lo haré, entonces es mucho más ingenuo de lo que pensaba y, sinceramente, no creo que sea así. Debe de tener otra razón. Bien teme lo que pueda descubrir, alguna mentira que debe proteger, o bien su orgullo es más importante para usted que su supervivencia. Bueno, para mí no es más importante. —Respiró hondo—. Y si lo ayudara, no quedaría en deuda conmigo, ni moralmente ni en ningún otro aspecto. Me importa lo que le pasa. No me gustaría verlo arruinado, puesto que ayudó a mi marido en un momento en que lo necesitaba desesperadamente.
—Cada vez que creo que la conozco, va usted y me sorprende de nuevo —observó Narraway—. Me alegro de que ya no forme parte de la alta sociedad; no sobrevivirían a su presencia. No están acostumbrados a una franqueza tan implacable. No tendrían ni idea sobre qué hacer con usted.
—No hace falta que se preocupe por ellos. Sé muy bien cómo lidiar con esa clase de personas, cuando es necesario —apostilló—. Voy a ir a Irlanda con usted. Es una acción necesaria que no puede llevar a cabo solo porque lo conoce demasiada gente. Usted mismo lo ha dicho. Pero conviene que encuentre una excusa razonable para viajar con usted, o provocaremos un escándalo aún mayor. ¿Qué le parece si me hago pasar por su hermana?
—No nos parecemos en nada —respondió con una sonrisa ligeramente torcida.
—Su hermanastra, entonces, si alguien nos pregunta.
—Por supuesto, no le falta razón —concedió Narraway con voz cansada, sin rastro del tono de broma. Sabía que era ridículo rechazar la única ayuda que se le había ofrecido—. Pero tendrá que escucharme y hacer lo que le diga. No puedo permitirme malgastar tiempo ni fuerzas en vigilarla o en preocuparme por usted. ¿Entendido? ¿Estamos de acuerdo?
—Desde luego. Quiero que salga bien, no demostrar nada.
—Entonces vendré a buscarla pasado mañana, a las ocho de la mañana, y tomaremos el tren y después el barco. Lleve ropa adecuada para caminar, para abordar a la gente de la calle con discreción, y al menos un vestido de noche, por si vamos al teatro. Dublín es famosa por sus teatros. Solo una maleta.
—Lo estaré esperando.
Narraway vaciló durante unos segundos; a continuación soltó un suspiro.
—Gracias.
Cuando se hubo marchado, Charlotte regresó al salón de la parte delantera. Al cabo de un momento, llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo, con la intención de dar las gracias a la señora Waterman por haber aguardado y de comunicarle que no necesitaba nada más y que podía irse a la cama.
La señora Waterman entró en la sala y cerró la puerta tras de sí. Tenía la espalda tiesa como un palo y el rostro casi pálido y contraído en un gesto de rígida desaprobación. Cualquiera habría imaginado que había descubierto un desagüe atascado.
—Lo lamento, señora Pitt —anunció antes de que Charlotte tuviera tiempo de decir nada—. No puedo seguir aquí. Mi conciencia no me lo permite.
Charlotte se quedó perpleja.
—¿De qué está hablando? No ha hecho nada mal.
La señora Waterman resopló por la nariz.
—Bueno, por supuesto tengo mis defectos. Como todo el mundo. Pero siempre he sido una mujer respetable, señora Pitt. Nadie podría decir lo contrario.
—Nadie lo ha hecho. —Charlotte seguía desconcertada—. Nadie lo ha insinuado siquiera.
—Y así pretendo mantenerlo, ya me entiende. —La señora Waterman adoptó, si era posible, una postura aún más erguida—. Así pues, me marcharé por la mañana. Lo siento. Imagino que le supondrá un inconveniente, y lo lamento. Pero tengo que pensar en mi reputación.
—¿De qué está hablando?
Charlotte empezaba a molestarse. La señora Waterman no era particularmente agradable, pero tal vez aprendieran a tolerarse. Sin duda, era una mujer trabajadora, diligente y de absoluta confianza… o al menos lo había sido hasta ese momento. Con Pitt fuera de casa durante un período indefinido de tiempo y la penosa situación en que se encontraba Narraway, lo último que Charlotte necesitaba era un problema doméstico. Tenía que partir hacia Irlanda. Si Pitt se quedara sin trabajo perderían la casa y era posible que, en poco tiempo, pasaran apuros para conseguir comida. Pitt tendría que aprender un nuevo oficio, lo que sería complicado para un hombre de más de cuarenta años. Aunque pusiera en ello todo su empeño, tardaría algún tiempo. Apenas empezaba a asumir la situación. ¿Cómo diablos se tomarían la noticia Daniel y Jemima? Se acabarían los vestidos bonitos, las fiestas y la esperanza de que Daniel pudiera estudiar una carrera. Tendría suerte si no tuviera que ponerse a trabajar de lo primero que encontrara, al cabo de un año o dos. Incluso Jemima podría terminar trabajando de ayudante de cocina en alguna casa.
—No puede marcharse —dijo Charlotte en tono enfadado—. Si lo hace, no le daré una carta de recomendación.
Era una amenaza severa pues sin ella ningún sirviente lograba encontrar trabajo fácilmente. La razón de su marcha quedaba sin explicación y la mayoría de la gente lo interpretaba de la manera más negativa.
La señora Waterman permaneció indiferente.
—No estoy segura, señora, de que su recomendación me sirviera de mucho, por el carácter, ya me entiende…
—No, no la entiendo —respondió en tono cortante.
—No me gusta tener que decir esto —añadió la señora Waterman con el rostro arrugado en un gesto de desagrado—, pero nunca he trabajado en una casa en la que el señor se marcha de manera inesperada, sin equipaje de ninguna clase, y la señora recibe a otros caballeros, a solas y al anochecer. No es una actitud decente, señora, y no tengo más que decir. No puedo quedarme en una casa en la que se traen tejemanejes.
Charlotte estaba estupefacta.
—¡Tejemanejes! Señora Waterman, al señor Pitt le encomendaron un trabajo urgente y no tuvo tiempo de pasar por casa y hacer la maleta. Se marchó a Francia por una emergencia. El señor Narraway es su superior y vino a contármelo, para que no me preocupara. Si ve algo más, entonces los tejemanejes, como usted los llama, son producto de su imaginación.
—Lo que usted diga, señora —respondió la señora Waterman, con la mirada fija—. ¿Y a qué ha venido esta noche? ¿Acaso el señor Pitt le envió un mensaje a él en lugar de a usted, su legítima esposa… debo suponer?
Charlotte sintió ganas de abofetearla. Con gran esfuerzo, se obligó a calmarse.
—Señora Waterman, el señor Narraway ha venido a darme noticias sobre el trabajo de mi marido. Si decide pensar mal de ello, o de mí, entonces lo hará al margen de la verdad, porque usted es así…
Entonces fue el rostro de la señora Waterman el que se encendió.
—No trate de encubrirlo con palabras bonitas y altanería —respondió con resentimiento—. Reconozco a un hombre prendado de una mujer cuando lo veo.
Charlotte tuvo en la punta de la lengua preguntarle con sarcasmo si alguna vez había visto alguno, pero lo consideró una crueldad innecesaria. La señora Waterman se ajustaba a la perfección a lo que su abuela llamaba una «virgen avinagrada», pese al cortés tratamiento de «señora» que precedía a su nombre.
—Tiene una imaginación calenturienta y algo vulgar, señora Waterman —respondió con frialdad—. No puedo permitirme a alguien como usted en mi hogar, así que será mejor para ambas que recoja sus pertenencias y se marche a primera hora de la mañana. Yo misma prepararé el desayuno y preguntaré a mi hermana si puede enviarme a una persona de su servicio hasta que encuentre a alguien de mi agrado. Su marido es diputado parlamentario y tiene una residencia muy amplia. Me despediré de usted por la mañana.
—Sí, señora. —La señora Waterman se volvió hacia la puerta.
—¡Señora Waterman!
—¿Sí, señora?
—No hablaré de usted con nadie, ni bien ni mal. Le sugiero que me devuelva la gentileza y tampoco diga nada de mí. No le resultaría beneficioso, créame.
La señora Waterman enarcó ligeramente las cejas.
Charlotte sonrió con hielo en la mirada.
—Una criada que habla mal de una de sus señoras lo haría de cualquier otra. Quienes contratamos servicio lo sabemos. Buenas noches.
La señora Waterman cerró la puerta sin replicar.
Charlotte se dirigió al teléfono para hablar con Emily y pedirle ayuda de inmediato. No le sorprendió que le temblara la mano al alcanzar el auricular.
Cuando oyó la voz, dio el número de Emily.
El teléfono sonó varias veces antes de que el mayordomo descolgara.
—Residencia del señor Radley. ¿Dígame? —respondió con educación.
—Siento molestar a estas horas —se disculpó Charlotte—. Soy la señora Pitt. Se trata de un asunto urgente. ¿Podría hablar con la señora Radley, por favor?
—Lo lamento, señora Pitt —respondió con cordialidad el mayordomo—. El señor y la señora Radley se han marchado a París y no regresarán hasta el próximo fin de semana. ¿Puedo hacer algo por usted?
Charlotte experimentó una sensación de pánico. ¿A quién podía acudir en busca de ayuda? Su madre también estaba fuera del país, en Edimburgo, adonde había ido con su segundo marido, Joshua. Era actor y tenía una obra en cartelera en el teatro de esa ciudad.
—No, no, gracias —respondió con la voz levemente entrecortada—. Estoy segura de que encontraré una solución. Gracias por atenderme. Buenas noches —dijo, y colgó al punto.
Permaneció de pie en el salón silencioso, mientras las ascuas se consumían en el fuego porque no lo había atizado. Tenía hasta el día siguiente por la noche para encontrar a alguien que cuidara de Daniel y de Jemima o, de lo contrario, no podría marcharse con Narraway. Y si no lo hacía, no podría ayudarlo. Lo dejaría solo en Dublín con su labor obstaculizada por el hecho de que allí lo conocían tanto amigos como enemigos.
Pitt había sido el hombre de confianza de Narraway desde el principio, su protegido y después su segundo al mando; tal vez no de manera oficial, pues ese era Austwick, pero sí en la práctica. Eso había despertado envidias, y en ocasiones también miedo. Con Narraway fuera de juego, era cuestión de tiempo que Pitt fuera despedido, degradado a un puesto intolerable o, aún peor, que sufriera algún accidente.
Entonces la asaltó otro pensamiento, desagradable y aún más fundamental. Si Narraway era inocente, como sostenía, entonces alguien había dispuesto las pruebas a propósito para hacerlo parecer culpable. Podrían hacerle lo mismo a Pitt. De hecho, era posible que si Pitt tuviera alguna relación con el caso, por poca que fuera, ya estuviera implicado. En cuanto volviera a casa de Francia, caería de lleno en la trampa. Solo un estúpido le concedería el tiempo suficiente para preparar una defensa, y con ello la opción de encontrar pruebas de su inocencia y, al mismo tiempo, probablemente de la culpabilidad de los responsables.
Pero ¿por qué? ¿Se trataba en realidad de una vieja rencilla y un acto de venganza contra Narraway? ¿Acaso Narraway sabía algo acerca de ellos que no podían permitir que siguiera investigando? Como fuera, con independencia de lo que Narraway hubiera hecho o no, Charlotte debía proteger a su marido. Narraway no podía ser culpable, eso era lo único de lo que estaba segura.
Ahora debía encontrar a alguien que cuidara de Jemima y de Daniel mientras estuviera fuera. ¡Maldita señora Waterman! ¡Qué mujer tan estúpida!
Charlotte estaba lo bastante cansada para dormir bien, pero cuando se levantó por la mañana volvieron a venírsele encima las dificultades. No solo tenía que preparar el desayuno, lo que no le resultaba una tarea nueva, sino que también tenía que despedirse de la señora Waterman y explicar a Daniel y a Jemima al menos una parte de lo sucedido. Tal vez fuera más fácil para Jemima, que tenía trece años, pero ¿cómo sería capaz Daniel, a sus diez años, de entender lo suficiente para creerla? Debía asegurarse de que no imaginara que él tenía la culpa de algo.
A continuación tendría que afrontar el verdadero reto del día: encontrar a alguien de confianza con quien dejar a sus hijos. Formulado en palabras tan sencillas, la idea le resultó abrumadora. Permaneció inmóvil, en camisón, en medio de la habitación, paralizada por la ansiedad.
Sin embargo, era consciente de que esa actitud no la conduciría a nada. Mientras consideraba la situación, podía ir vistiéndose. Una blusa blanca y una falda marrón le parecieron lo apropiado. Al fin y al cabo, tenía que ponerse a hacer las tareas domésticas.
Cuando bajó, la señora Waterman la esperaba en el vestíbulo con su única maleta junto a la puerta. Charlotte estuvo tentada de sentir lástima por ella, pero la tentación fue fugaz. Tenían que cambiar muchas cosas para que transigiera, en el hipotético caso de que la señora Waterman deseara que lo hiciera. La situación era una molestia. Se divisaban desastres en el horizonte.
—Buenos días, señora Waterman —la saludó con educación—. Lamento que considere necesario marcharse, pero teniendo en cuenta las circunstancias, tal vez sea lo mejor. Entenderá que no pueda entretenerme. Tengo que encontrarle una sustituta para esta noche. Espero que halle pronto un lugar apropiado. Que tenga un buen día.
—Estoy segura de ello —respondió la señora Waterman con tal convicción que a Charlotte se le ocurrió que tal vez ya lo hubiera encontrado. En ocasiones, el servicio doméstico, en particular las cocineras, buscaban un motivo para despedirse con el fin de aceptar un trabajo que preferían o creían que les sería más favorable.
—Sí, supongo que todo le saldrá de fábula —replicó Charlotte con cierta brusquedad.
La señora Waterman le dirigió una mirada fría y tomó aire con intención de responder, pero finalmente cambió de opinión y abrió la puerta principal. Con dificultad, arrastró la maleta hasta fuera y se dirigió a la calzada para detener un coche de punto.
Charlotte cerró la puerta mientras Jemima bajaba por la escalera. Cada día era más alta. Todo apuntaba a que alcanzaría la estatura de su madre, con su misma silueta delicada y su porte decidido. No faltaba demasiado para que llegara ese día.
—¿Adónde va la señora Waterman? —preguntó—. Es la hora del desayuno.
No tenía sentido tratar de eludir el asunto.
—Nos ha dejado —respondió Charlotte con serenidad.
—¿A estas horas de la mañana? —Jemima alzó las cejas. Las tenía elegantes, ligeramente enarcadas, idénticas a las de Charlotte.
—Tenía que ser ahora, o ayer por la noche.
—¿Ha robado algo? —Jemima llegó a los pies de la escalera—. ¿Estás segura? La mujer es tan exageradamente correcta que no puedo creer que lo haya hecho. No sería capaz de volver a mirarse en un espejo. Aunque bien pensado, tal vez no lo haga. Podría romperlo.
—¡Jemima! Ha sido un comentario grosero y cruel —la reprendió Charlotte con severidad—. Aunque cierto —añadió—. No le pedí que se marchara. En realidad, lo ha hecho en un momento de lo más inoportuno…
Daniel apareció en lo alto de la escalera y se planteó deslizarse por la barandilla, pero vio a su madre en el piso inferior y cambió de opinión. Bajó lentamente con afectada elegancia, como si esa hubiera sido su primera intención.
—¿Se marcha la señora Waterman? —preguntó con tono esperanzado.
—Sí, ya se ha ido —respondió Charlotte.
—Qué bien. ¿Va a volver Gracie?
—No, claro que no —terció Jemima—. Está casada, tiene que quedarse en su casa y cuidar a su marido. Pero encontraremos a alguien, ¿verdad, mamá?
—Sí. En cuanto hayamos desayunado y vosotros estéis en la escuela, empezaré a buscar.
—¿Dónde buscarás? —preguntó Daniel con curiosidad mientras la seguía por el pasillo.
Cuando llegaron a la cocina vieron que estaba limpia y reluciente después de la cena de la noche anterior. La señora Waterman la había dejado impecable, pero no había dispuesto nada para el desayuno. Ni siquiera había encendido el fogón. Seguía lleno de las cenizas y apenas estaba caliente. Tardaría un rato en retirarlas, en prepararlo, en encenderlo, y había que esperar a que se calentara… Demasiado tiempo para poder preparar un desayuno caliente antes de que los niños fueran a la escuela. Incluso un té y unas tostadas requerían el uso del fogón.
Charlotte controló el enfado con dificultad. Si pudiera haber pedido un deseo, además de que Pitt estuviera en casa, sería que Gracie volviera a trabajar para ellos. Su carácter alegre, su sinceridad y su negativa a darse por vencida en cualquier situación habrían facilitado mucho las cosas.
—Lo siento —dijo dirigiéndose a Daniel y a Jemima—, pero tendremos que esperar a la noche para tomar una comida caliente. Esta mañana desayunaremos pan con mermelada y un vaso de leche.
Charlotte se dirigió a la despensa en busca del pan, la mantequilla y la mermelada sin esperar la respuesta de sus hijos. Al mismo tiempo, intentó encontrar las palabras con que decirles que tenía que marcharse a Irlanda. Sin embargo, no podría hacerlo a menos que hallara a alguien de plena confianza, y ¿cómo iba a lograrlo en medio día? Como ultimísimo recurso, pensó que podría dejar a sus hijos en casa de Emily, al cuidado de los sirvientes.
Volvió con la leche, la mantequilla y la mermelada, y lo dejó todo sobre la mesa. Jemima disponía los cuchillos y las cucharas mientras Daniel colocaba los vasos de uno en uno. Charlotte notó una opresión repentina en el pecho. ¿Cómo se le había podido pasar por la cabeza dejarlos con la siempre descontenta señora Waterman? ¡Y la dichosa Emily lejos de casa, cuando tanto la necesitaba!
Se volvió y abrió la panera, sacó la hogaza y la dejó en la mesa sobre la tabla de cortar, junto al cuchillo.
—Gracias —dijo al tiempo que aceptaba el último vaso—. Sé que es un poco temprano, pero será mejor que empecemos. Sabía que la señora Waterman se iría esta mañana. Debería haberme levantado aún más pronto para encender el fogón. Ni siquiera se me ocurrió. Lo siento.
Cortó tres rebanadas de pan y las ofreció a sus hijos. Aceptaron una cada uno, las untaron de mantequilla y eligieron su mermelada favorita: de grosella espinosa para Jemima, de grosella negra para Daniel —igual que su padre— y de albaricoque para Charlotte. La mujer sirvió la leche.
—¿Por qué se ha ido, mamá? —preguntó Daniel.
Por una vez, Charlotte no se molestó en pedirle que no hablara con la boca llena. Su pregunta merecía una respuesta sincera, pero ¿hasta qué punto la entendería? El niño la observaba con sus ojos grises de mirada solemne, como los de su padre. Jemima esperaba con el pan detenido en el aire, a medio camino de la boca. Tal vez la verdad, contada de manera breve y sin miedo, fuera la única solución para evitar una mentira más adelante, cuando surgieran más preguntas. Si descubrieran que les había mentido, aunque entendieran las razones, su confianza en ella quedaría rota.
—El señor Narraway, el superior de vuestro padre, vino hace un par de días para contarme que vuestro padre se había marchado a Francia sin poder avisarnos. No quería que nos preocupáramos por él…
—Eso ya lo sabemos —la interrumpió Jemima—, pero ¿por qué se ha ido la señora Waterman?
—El señor Narraway volvió ayer por la noche, bastante tarde. Se quedó un rato porque le ha sucedido algo muy malo. Lo han acusado de algo que no ha hecho, y ya no es el superior de vuestro padre. Y eso es muy importante, de modo que tenía que contármelo.
Jemima frunció el entrecejo.
—No lo entiendo. ¿Por qué se ha ido la señora Waterman? ¿Es que ya no podemos pagarle?
—Sí, claro que podemos —se apresuró a responder Charlotte, aunque tal vez no fuera la verdad—. Se ha marchado porque no le pareció bien que el señor Narraway viniera a darme las noticias tan tarde por la noche.
—¿Por qué no? —Daniel soltó el pan sobre la mesa y la miró—. ¿No tendría que habértelo dicho? ¿Y ella cómo lo sabe? ¿También es de la policía?
Pitt no había explicado a sus hijos la diferencia entre la policía, dedicada a detectar delitos de cualquier clase, y la Brigada Especial, un departamento creado, en su origen, para ocuparse de asuntos de violencia y en ocasiones de traición, o cualquier otra amenaza a la seguridad del país. Ese no era el momento de tratar el tema.
—No —respondió—. No es en absoluto asunto suyo. Creyó que yo no debería haber recibido a un hombre siendo de noche, y con vuestro padre fuera de casa. Dijo que no era decente, y que no podía quedarse en una casa en la que la señora no se comportaba con el decoro adecuado. Intenté explicarle que se trataba de una emergencia, pero no me creyó —concluyó, y se dijo que si no tuviera problemas más urgentes, seguiría resentida con la mujer.
Daniel la miraba asombrado, pero era evidente que Jemima la había entendido.
—Si no se hubiera marchado, tendrías que haberla echado —comentó con enfado—. Es impertinente. —Se puso enseguida de parte de su madre, e «impertinente» era su nueva palabra de condena favorita.
—Sí, fue impertinente —convino Charlotte. Había previsto contarles que debía marcharse a Irlanda, pero cambió de opinión—. Aun así, como se ha marchado de manera voluntaria, ya no importa. ¿Me pasas la mantequilla, por favor, Daniel?
El niño obedeció.
—¿Qué sucederá con el señor Narraway? ¿Papá lo ayudará?
—No puede —observó Jemima—. Está en Francia —agregó, y miró a Charlotte con gesto inquisitivo, buscando su confirmación si estaba en lo cierto.
—Entonces ¿quién lo hará? —insistió Daniel.
No había escapatoria, salvo por vía de la mentira. Charlotte tomó aire.
—Yo, si se me ocurre cómo. Y ahora, terminaos el desayuno para que pueda despediros y empezar a buscar una sustituta para la señora Waterman.
Sin embargo, cuando se puso el delantal y se arrodilló para limpiar las cenizas de la rejilla del fogón, y a continuación dispuso la madera para encender el fuego cuando regresara, el hecho de encontrar una nueva criada no le pareció algo tan sencillo como les había hecho entender a Daniel y a Jemima. No solo necesitaba una mujer que limpiara y cocinara, sino a alguien de absoluta confianza, amable, y que, en caso de emergencia, supiera cómo reaccionar.
Si ella estuviera en Irlanda, ¿a quién recurrirían? ¿Hacía bien al pensar en marcharse? ¿Cuál era la emergencia mayor? ¿Debería indicar a la nueva criada, en caso de que la encontrara, que llamara a la tía abuela Vespasia si necesitaba ayuda? Vespasia tenía casi setenta años, aunque no los aparentara, y sin duda no se había jubilado de ningún aspecto de la vida. Su pasión, coraje y energía dejarían en evidencia a cualquier treintañero, y siempre había sido una pieza clave de la alta sociedad. Su enorme belleza había cambiado, pero no se había atenuado. Sin embargo, ¿sería la persona adecuada para tomar decisiones en caso de que un niño se pusiera enfermo o se produjera una crisis doméstica de otra clase, como un fregadero atascado, un grifo roto, escasez de carbón, un incendio en la chimenea y contratiempos por el estilo?
Gracie se había enfrentado a todas esas circunstancias, en una u otra ocasión.
Charlotte se levantó, se lavó las manos con agua casi fría y se quitó el delantal. Pediría consejo a Gracie. Le parecía una acción desesperada perturbar su recién estrenada felicidad tan pronto, pero la situación también lo era.
La separaba un viaje en ómnibus, aunque no muy largo, de la pequeña casa de ladrillo rojo donde vivían Gracie y Tellman. Disponían de toda la planta baja, incluido el jardín delantero, lo que suponía todo un logro para una pareja tan joven, aunque Tellman era doce años mayor que Gracie y había trabajado con mucha dedicación para que lo ascendieran a sargento de la policía. Pitt aún echaba de menos trabajar con él.
Charlotte se dirigió a la puerta y llamó con energía, conteniendo la respiración mientras esperaba. Si Gracie no estaba en casa, no tenía la menor idea de a quién recurrir.
Sin embargo, la puerta se abrió y Gracie apareció al otro lado, con su escaso metro cincuenta de estatura, unas botas elegantes y un vestido que, por una vez, no había heredado de nadie ni tenido que arreglarse. No hacía falta preguntarle si era feliz; emanaba de su rostro como el calor del fuego.
—¡Señora Pitt! ¡Ha venido a verme! Samuel no está en estos momentos, ya se ha marchado, pero entre y tome una taza de té conmigo. —Gracie abrió la puerta de par en par y se retiró hacia atrás.
Charlotte aceptó, obligándose a pensar en la nueva casa de Gracie, su motivo de orgullo y felicidad, antes de decir nada sobre su necesidad. Siguió a Gracie por el pasillo con el suelo de linóleo, tan brillante que relucía, hasta la pequeña cocina de la parte posterior. También estaba inmaculada y olía a limón y jabón, incluso a tan temprana hora de la mañana. El fogón estaba encendido y en el alféizar reposaba un pan bien amasado que subía despacio. Pronto estaría listo para cocerse.
Gracie puso el hervidor a calentar y sacó una tetera y dos tazas. A continuación se dirigió a buscar leche al armario de la despensa.
—Tengo pastel, si quiere —ofreció—. Aunque ¿tal vez prefiere tostadas con mermelada?
—En realidad, me apetece más el pastel, si te sobra un pedazo —respondió Charlotte—. Hace tiempo que no pruebo un buen pastel. La señora Waterman no los preparaba con gusto, y la desaprobación se filtraba a través de sus manos. Le quedaban pesados como el plomo.
Gracie se volvió del armario del que sacó el pastel. Los platos estaban en el aparador. Charlotte observó con una sonrisa que estaba organizado exactamente igual que el que tenía en su cocina y que Gracie había ordenado durante tanto tiempo: las tazas colgadas de las anillas, los platos pequeños en el estante superior y los cuencos y los platos llanos en la parte inferior.
—Entonces ¿se ha marchado? —preguntó la joven con inquietud.
—¿La señora Waterman? Sí, me temo que sí. Me avisó y se marchó, todo al mismo tiempo, ayer por la noche. O, para ser más exactos, me avisó ayer por la noche y esta mañana, al bajar, la he encontrado en el vestíbulo con su maleta.
Gracie se quedó atónita. Dejó el pastel —sabroso y relleno de fruta— en la mesa y a continuación miró a Charlotte con gesto de consternación.
—¿Qué hizo? ¡Seguro que no la echó sin motivo!
—No la eché —respondió Charlotte—. Ella quiso marcharse, así, sin más…
—Pero ¡eso no se hace! —Gracie agitó las manos en el aire en un gesto de incredulidad—. Nunca conseguirá trabajo en otra casa, al menos en ninguna decente.
—Han pasado muchas cosas —añadió Charlotte en voz baja.
Gracie se sentó con brusquedad en la silla que había frente a Charlotte y se inclinó levemente sobre la pequeña superficie de madera, con la tez de repente pálida.
—No le habrá pasado nada al señor Pitt…
—No —se apresuró a responder Charlotte—. Pero está en Francia por trabajo y no puede volver hasta haberlo terminado, y al señor Narraway lo han despedido.
No tenía sentido, ni era honrado, ocultar la verdad a Grade. Al fin y al cabo, había sido Victor Narraway quien la había introducido como criada en el palacio de Buckingham cuando Pitt necesitó ayuda desesperadamente en aquel caso. El éxito se había debido casi tanto a Gracie como a Pitt. El propio Narraway había elogiado su labor.
Gracie se mostró horrorizada.
—¡Es espantoso!
—Piensa que puede tratarse de un viejo enemigo, tal vez aliado con uno nuevo, probablemente alguien que pretende su puesto —dijo Charlotte—. El señor Pitt no está al corriente, y confía en el apoyo del señor Narraway en su misión y en que hará todo lo posible para ayudarlo desde aquí. No sabe que tendrá que depender de otra persona que quizá no crea tanto en él como Narraway.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Gracie de inmediato.
Charlotte sintió tal oleada de gratitud y emoción por la lealtad apasionada e incondicional de la joven, que la invadió una sensación de calor y las lágrimas se le asomaron a los ojos.
—El señor Narraway cree que la causa del problema se encuentra en un caso antiguo, sucedido hace veinte años en Irlanda. Va a volver allí para descubrir a su enemigo y tratar de demostrar su inocencia.
—Pero el señor Pitt no estará con él para ayudarlo —señaló Gracie—. ¿Cómo lo conseguirá él solo? ¡Su enemigo lo conocerá, puede incluso que espere que vaya a buscarlo! —De repente se puso pálida y el rubor de la felicidad despareció de su rostro—. Es una tontería. ¡Tiene que decirle que lo piense dos veces antes de hacerlo, señora, es importante!
—Debo ayudarle, Gracie. Los enemigos del señor Narraway en la Brigada Especial son también los del señor Pitt. Por el bien de todos, tenemos que ganar.
—¿Se marcha a Irlanda? Va a ayudarle… —Alargó una mano, casi para acariciar la de Charlotte, apoyada sobre la mesa, pero acto seguido la retiró con timidez. Ya no era su empleada, pero habría sido un atrevimiento, después de tantos años de relación. Respiró hondo—. ¡Tiene que hacerlo!
—Lo sé. Esa es la intención —aseguró Charlotte—. Pero como la señora Waterman se ha marchado, ofendida y escandalizada porque el señor Narraway estuvo a solas conmigo en el salón cuando ya había anochecido, antes de marcharme tengo que encontrar a alguien que la sustituya.
Una sucesión de emociones cruzó el rostro de Gracie: enfado, indignación, impaciencia y cierto grado de diversión.
—Vieja bruja estúpida —espetó con disgusto—. Tienen una cloaca en la cabeza, esas viejas vírgenes avinagradas. Aunque sea cierto que el señor Narraway tiene debilidad por usted… —La sonrisa le iluminó la mirada durante un instante, pero enseguida desapareció. Tal vez no se habría atrevido a hacer ese comentario mientras trabajaba para Charlotte, pero ahora era una mujer casada y respetable, y se encontraba en su cocina, en su propia casa. No se cambiaría por la reina, y eso que la había conocido, cosa que no podía decir mucha gente.
—Gracie, Emily está fuera del país, igual que mi madre —anunció Charlotte con gravedad—. No puedo marcharme y dejar a Jemima y a Daniel sin haber encontrado a alguien que cuide de ellos, alguien en quien tenga plena confianza. ¿Dónde busco? ¿Quién puede recomendarme a alguien con total seguridad?
Gracie respondió con un silencio tan prolongado que Charlotte supo que había formulado una pregunta imposible.
—Lo siento —añadió con rapidez—. No es justo.
El pitido indicó que el agua había empezado a hervir. Gracie se levantó, cogió el trapo para protegerse las manos y apartó el hervidor del calor. Vertió un chorro de agua en el interior de la tetera para calentarla, la vació en el fregadero y después preparó el té. Acercó la tetera a la mesa con cuidado y la dejó sobre una rejilla metálica para proteger la madera. A continuación, volvió a sentarse.
—Yo puedo —anunció.
Charlotte parpadeó.
—¿Cómo dices?
—Puedo recomendarle a alguien —respondió Gracie—. Minnie Maude Mudway. La conocí antes que a usted, antes de llegar a su casa. Vivía cerca de mí, en Spitalfields, justo a la vuelta de la esquina, un par de calles más allá. Asesinaron a su tío y yo la ayudé a descubrir quién lo había hecho, ¿se acuerda?
Charlotte estaba confundida; intentó recuperar el recuerdo, pero no lo logró.
—Usted iba montada en el asno, por Navidad —insistió Gracie—. Minnie Maude tenía entonces ocho años, pero ha crecido. Puede confiar en ella porque nunca, jamás, se rinde. La buscaré por usted. Y yo misma la acompañaré a Keppel Street e iré a verlos todos los días.
Charlotte observó el rostro pequeño y serio de Gracie, la tetera que humeaba con suavidad, el pastel casero lleno de sabrosas pasas, y miró alrededor, la preciosa cocina inmaculada.
—Gracias —dijo en voz baja—. Sería maravilloso. Si pudieras pasar a diario, no me preocuparía.
Gracie esbozó una amplia sonrisa.
—¿Quiere un trozo de pastel?
—Sí, por favor —aceptó Charlotte.
Antes de las tres de la tarde, Charlotte ya había preparado el equipaje para partir con Narraway en el tren a la mañana siguiente, si le resultaba posible. No era capaz de concentrarse en nada. Ahora se decidía a preparar las verduras de la cena, ahora se olvidaba de lo que iba a cocinar, o se le ocurría añadir algo nuevo a la maleta. En dos ocasiones le pareció oír que llamaban a la puerta, pero al ir a comprobarlo, descubrió que no había nadie. Fue tres veces a cerciorarse de que Daniel y Jemima estaban haciendo los deberes.
Entonces, finalmente, oyó de verdad un golpeteo en la puerta, familiar en el ritmo, como si fuera el de alguien conocido. Se volvió y corrió a abrirla.
En la entrada estaba Gracie, con una sonrisa tan amplia que le iluminó el rostro con expresión triunfal. A su lado había otra joven, varios centímetros más alta, esbelta, y con una melena alborotada que se había esforzado en dominar, sin éxito. Sin embargo, lo que llamó la atención de Charlotte fue la inteligencia de su mirada, si bien estaba indudablemente nerviosa.
—Le presento a Minnie Maude —anunció Gracie, como si fuera un mago sacando un conejo de la chistera.
Minnie Maude realizó una breve reverencia, no demasiado convencida de haberla hecho bien.
Charlotte no pudo disimular una sonrisa, no divertida sino aliviada.
—¿Cómo estás, Minnie Maude? Pasa, por favor. Si Gracie te ha explicado el problema que tengo, entonces entenderás lo mucho que me alegro de verte.
Charlotte abrió la puerta del todo y se volvió para indicarles el camino. Las llevó a la cocina porque se estaba más caliente y porque sería el territorio de Minnie Maude, en caso de que aceptara el puesto.
—Por favor, sentaos —dijo Charlotte—. ¿Os apetece una taza de té?
Era una pregunta retórica. El té se preparaba siempre de manera automática.
—Yo lo haré —se ofreció Gracie de inmediato.
—¡Ni hablar! —exclamó Charlotte—. Ya no trabajas aquí, eres mi invitada. —Se fijó en la expresión sorprendida de Gracie—. Por favor —añadió.
Gracie se sentó al punto, con gesto incómodo.
Charlotte se dispuso a preparar el té. No tenía pastel que ofrecerles, pero cortó rebanadas de pan finas como el encaje y sacó mantequilla, rodajas de pepino y huevo duro. Por supuesto, también tenía mermelada, pero era demasiado temprano por la tarde para tomar algo tan dulce.
—Gracie me ha dicho que os conocéis desde hace mucho tiempo —comentó Charlotte mientras preparaba la comida.
—Sí, señora, desde que tenía ocho años —respondió Minnie Maude—. Me ayudó cuando asesinaron a mi tío Alf y a Charlie le dieron una buena paliza. —Tomó aire como si quisiera añadir algo más, pero al parecer cambió de opinión.
Charlotte estaba de espaldas a la mesa y ocultaba el rostro y la sonrisa. Supuso que Gracie había enseñado a Minnie Maude a no hablar demasiado, a no dar detalles sobre algo que no se le había preguntado.
—¿Te ha contado que mi marido trabaja en la Brigada Especial? Es una especie de policía, pero que se ocupa de la gente que intenta provocar guerras y problemas de distinta clase por todo el país.
—Sí, señora. Me ha dicho que es el mejor agente de toda Inglaterra —respondió Minnie Maude. Su voz transmitía calidez y admiración.
Charlotte acercó el plato con el pan y la mantequilla y lo dejó en la mesa.
—Es muy bueno —convino—. Pero no hace falta exagerar. Ha tenido que marcharse al extranjero a trabajar en un caso, de manera inesperada. La criada que tenía se ha ido sin preaviso porque malinterpretó algo que sucedió y sintió que no podía quedarse. Tengo que salir mañana por la mañana, muy temprano, a causa de otro problema que ha surgido. —Incluso a sus oídos, la explicación le sonó extraña.
—Sí, señora. —Minnie Maude asintió con gesto serio—. Un caballero muy importante, de quien Gracie también habla muy bien. Me ha contado que alguien lo culpa de algo que no ha hecho, y que usted va a ayudarlo porque es lo correcto.
Charlotte se relajó un poco.
—Así es. Me temo que esta es una casa en la que a veces suceden hechos inesperados. Pero tú no correrás ningún peligro. Sin embargo, tu trabajo conlleva cierto grado de responsabilidad, porque estoy en casa la mayor parte del tiempo, pero no siempre.
—Sí, señora. He servido antes, pero la señora para la que trabajaba murió y aún no he encontrado otra casa. De todos modos Gracie me ha dicho que vendrá todos los días, para asegurarse de que todo marcha bien. —El rostro de la joven estaba un poco tenso, con la mirada fija en la cara de Charlotte.
Charlotte miró a Gracie y vio la confianza en sus pupilas, porque estaba sentada a la mesa a su lado y la miraba de reojo, con las pequeñas manos entrelazadas y los nudillos blancos, sobre el regazo. Tomó una decisión.
—Entonces, Minnie Maude, me alegra mucho ofrecerte el puesto de criada en esta casa, que puedes ocupar de inmediato. Lamento la urgencia de la situación, y te compensaré las molestias con una paga doble el primer mes, pues también tengo en cuenta el hecho de que al principio estarás sola, y esos son siempre los días más difíciles en cualquier lugar nuevo.
Minnie Maude tragó saliva.
—Gracias, señora.
—Cuando nos terminemos el té te presentaré a Jemima y a Daniel. Por lo general se portan bien, y como eres amiga de Gracie te ganarás su cariño desde el principio. Jemima sabe dónde están la mayoría de las cosas. Si le preguntas, estará encantada de ayudarte. De hecho, es probable que se sienta orgullosa, pero no le toleres que sea descarada. Y eso es válido también para Daniel. Puede que te agote la paciencia, solo para ponerte a prueba. Por favor, no permitas que se exceda demasiado.
El agua empezó a hervir y Charlotte acercó el té a la mesa. Mientras esperaban, explicó a Minnie Maude algunos detalles domésticos así como dónde guardaba ciertas cosas.
—Te dejaré una lista de nuestros tenderos y anotaré lo que deberían cobrarte, aunque diría que estás familiarizada con los precios. Sin embargo, puede que quieran aprovecharse, si creen que no es así. —Siguió contándole cuáles eran los platos preferidos de Daniel y de Jemima, y las verduras que se negarían a comer si creyeran que podían salirse con la suya—. Y el pudin de arroz —concluyó—. Solo como capricho, no más de dos veces a la semana.
—¿Con nuez moscada por encima? —preguntó Minnie Maude.
Charlotte miró a Gracie y sonrió, mientras la tranquilidad se expandía por su interior en una oleada de calor.
—Exactamente. Creo que vamos a entendernos muy bien.