6
Pitt estaba preocupado. Estaba de pie, bajo el sol de Saint-Malo, apoyado en el contrafuerte de la imponente muralla, mirando fijamente el mar. Tenía un intenso tono azul, la luz era tan deslumbrante que se vio obligado a entrecerrar los ojos. En la bahía, un velero escoraba a lo lejos.
La ciudad era antigua, hermosa, y en cualquier otro momento le habría resultado interesante. Si estuviera allí de vacaciones con su familia, le encantaría explorar las calles y los caminos medievales, descubrir más de su historia, que era curiosamente dramática.
En ese momento, le asaltó la fuerte sensación de que Gower y él estaban perdiendo el tiempo. Llevaban casi una semana vigilando la casa de Frobisher y no habían descubierto nada que los acercara un poco a la verdad. Las visitas entraban y salían; tanto hombres como mujeres. Ni Pieter Linsky ni Jacob Meister habían vuelto por allí, pero se habían celebrado cenas a las que había acudido al menos una docena de personas. Los repartidores habían llegado con cestas de marisco, por el que era conocida la zona. Les habían abastecido de grandes cantidades de ostras, gambas y crustáceos de mayor tamaño como langostas, así como sacos de mejillones.
Gower paseaba por el camino con el rostro quemado por el sol y el pelo despeinado hacia delante. Se detuvo en la parte interior de la muralla, a un metro o dos de Pitt. También él se apoyó contra la cornisa, como si observara el lejano velero.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Pitt en voz baja, sin mirarlo.
—A la misma cafetería de siempre —respondió Gower, refiriéndose a Wrexham, a quien uno u otro habían seguido a diario—. No he entrado por temor a que me reconociera. Pero he visto al mismo hombre delgado con bigote, que ha entrado y ha salido al cabo de una media hora.
Se produjo una leve elevación en su tono de voz, un matiz de inquietud.
—Los he observado a través de la ventana durante unos minutos, como si esperara a alguien. Han hablado de los que estaban a punto de llegar, al parecer bastante gente. Parecía que estuvieran repasando los nombres, como si pasaran lista. Sin duda, están planeando algo.
A Pitt le habría gustado sentir el mismo entusiasmo, pero después de esa semana, todo le parecía demasiado prudente y desganado en comparación con la pasión que inspira cualquier gran cambio político. Narraway y él habían estudiado a revolucionarios, anarquistas, activistas de distintos credos, y ese asunto le transmitía una sensación diferente. Gower era joven. Tal vez les atribuyera parte de la vitalidad que él mismo sentía. Porque él la sentía. Pitt sonrió al recordar a Gower riéndose con la dueña de la casa de huéspedes, felicitándola por la comida y dejando que le explicara cómo la había cocinado. A continuación le había hablado de sus platos ingleses preferidos, como el pastel de carne y riñones, el pudin de ciruela y las anguilas en escabeche. La mujer no había sabido si creerlo o no.
—Han recibido más ostras —comentó Pitt—. Es probable que celebren otra fiesta. Sean cuales sean las ideas políticas de Frobisher en cuanto a las condiciones de los pobres, lo que parece evidente es que no está dispuesto a pasar hambre, ni a hacérsela pasar a sus invitados.
—No creo que vaya por ahí revelando sus planes a todo el mundo, señor… —respondió Gower de inmediato—. Si la gente cree que es un rico que entretiene a sus amigos, partidario de un idealismo inofensivo que no pretende llevar a la práctica, entonces nadie lo tomará en serio. Y, probablemente, esa sea la actitud más segura.
Pitt reflexionó sobre ello. A Gower no le faltaba razón en sus palabras, pero él seguía intranquilo. La seguridad de que estaban perdiendo el tiempo se instaló con mayor fuerza en su interior, si bien no era capaz de encontrar ningún argumento razonable más allá de una intuición insidiosa nacida de la experiencia.
—¿Y todos los que no hacen más que entrar y salir? —preguntó, y se volvió para mirar a Gower, que sonreía de manera inconsciente mientras la luz le bañaba el rostro.
Por debajo de él, en la pequeña plaza, una mujer que lucía un vestido elegante, de mangas anchas y falda fruncida, cruzó de un lado a otro y desapareció por el estrecho callejón de la parte oeste. Gower la observó al tiempo que asentía lentamente, con gesto de aprobación.
A continuación se volvió hacia Pitt y lo miró con expresión de desconcierto.
—Sí, una docena de personas, más o menos. ¿Cree que de verdad son inofensivas, señor? Aparte de Wrexham, claro.
—¿Son todos ellos revolucionarios sanguinarios que logran hacerse pasar por ciudadanos corrientes, con vidas más bien ordinarias? —insistió Pitt.
Gower tardó un buen rato en responder, como si sopesara sus palabras con una atención extrema. Se volvió, se apoyó en el muro y siguió observando el agua.
—Wrexham asesinó a West por algún motivo —empezó a decir con lentitud—. En ese momento no corría peligro, salvo el de descubrirse como anarquista, o comoquiera que se haga llamar. Tal vez no busque el caos, sino un orden específico que él considera más justo, más igualitario en relación con la gente. O puede que aspire a una reforma radical. Uno de los aspectos que debemos descubrir es lo que los socialistas quieren exactamente. Es posible que tengan multitud de objetivos distintos…
—Los tienen —lo interrumpió Pitt—. Y lo que tienen en común es que no están dispuestos a esperar una reforma consentida. Quieren imponerla a la gente, de manera violenta, si es necesario.
—¿Y cuánto tendrían que esperar para que les fuera concedida de manera voluntaria? —preguntó Gower con sarcasmo—. ¿Acaso alguien ha abandonado alguna vez el poder sin que lo obligaran a ello?
Pitt repasó la historia que alcanzaba a recordar.
—No que ahora se me ocurra —admitió—. Por eso suele tardarse un tiempo. Pero el Parlamento aprobó la abolición de la esclavitud sin violencia manifiesta. Desde luego, sin revolución.
—No estoy seguro de que los esclavos estuvieran de acuerdo con esa afirmación —repuso Gower con una nota de amargura.
—Ya es hora de que descubramos lo que nos interesa —repuso Pitt.
Gower irguió la espalda.
—Si hacemos preguntas abiertamente, es posible que lleguen hasta él y que entonces tome muchas más precauciones. La única ventaja con la que contamos, señor, es que no sabe que lo estamos vigilando. ¿Podemos permitirnos perderla? —Parecía nervioso; tenía las rubias cejas fruncidas y las mejillas encendidas por el sol.
—He estado haciendo algunas averiguaciones —comentó Pitt.
—¿Ya? —preguntó Gower con un súbito tono de enfado.
Pitt se sorprendió. Tuvo la impresión de que la naturalidad de Gower escondía un compromiso emocional que no había sabido apreciar. Debería haberlo notado. Llevaban más de dos meses trabajando juntos antes de emprender la agitada persecución que los había llevado hasta allí.
—He preguntado sobre a quién dirigirnos para obtener información sin llamar la atención —respondió sin alterarse.
—¿A quién? —se apresuró a preguntar Gower.
—A un hombre llamado John Mclver. Otro expatriado inglés que lleva aquí veinte años. Casado con una francesa.
—¿Está seguro de que es de confianza, señor? —Gower seguía mostrándose escéptico—. Bastará una palabra inadecuada, un comentario hecho a la ligera, para que Frobisher descubra que está siendo vigilado. Podríamos perder también a los grandes, a gente como Linsky y Meister.
—No lo he elegido a ciegas —respondió Pitt. No tenía intención de contarle que ya conocía a Mclver, de un caso muy distinto.
Gower tomó aire y lo soltó.
—Sí, señor. Me quedaré aquí y seguiré vigilando a Wrexham y a quienquiera que se reúna con él. —Acto seguido esbozó una sonrisa fugaz pero amplia—. Puede incluso que baje a la plaza y vuelva a ver a la bonita joven del vestido rosa, y que tome una copa de vino.
Pitt meneó la cabeza y sintió que la tensión decrecía.
—Creo que lo pasará mucho mejor que yo —respondió compungido.
Mclver vivía a unos ocho kilómetros a las afueras de Saint-Malo, en la campiña. Era evidente que estaba deseoso de hablar con alguien en su lengua materna y escuchar de primera mano las últimas noticias de Londres. Así pues, la visita de Pitt lo llenó de alegría.
—Por supuesto, echo de menos Londres, pero no me malinterprete, señor —dijo, mientras se reclinaba en la silla de jardín para tomar el sol. Había ofrecido a Pitt una copa de vino y galletas dulces, y como las rechazó, le presentó pan crujiente acompañado de un suave queso cremoso, que el invitado aceptó con presteza.
Pitt lo dejó continuar.
—Me encanta vivir aquí —prosiguió Mclver—. Puede que los franceses formen la nación más civilizada de la tierra, además de los italianos, por supuesto. Saben vivir de verdad, y lo hacen con un estilo que aporta incluso a las cosas más mundanas cierto grado de elegancia. Sin embargo, hay aspectos de la vida inglesa que echo de menos. Hace años que no pruebo una mermelada decente. Intensa, aromática, casi amarga. —Suspiró—. El Times por la mañana, una buena taza de té, y un criado totalmente imperturbable. Solía tener a un tipo que podría haber anunciado la presencia del ángel exterminador con la misma actitud serena, casi lastimera, con que anunciaba a la duquesa de Malmsbury.
Pitt sonrió. Comió una rebanada de pan y tomó un sorbo de vino antes de abordar la razón de su presencia en su casa.
—Necesito hacerle algunas preguntas con la mayor discreción posible: un asunto de gobierno, ¿comprende?
—Por supuesto. ¿En qué puedo ayudarlo? —Mclver asintió con la cabeza.
—Frobisher —respondió Pitt—. Un expatriado inglés que vive aquí, en Saint-Malo. ¿Sería el hombre a quien acercarse para pedir un favor para su país? Se lo ruego, sea sincero. Es… es importante, ¿lo entiende?
—Oh, claro, claro. —Mclver se inclinó ligeramente hacia delante—. Le ruego, señor, que lo considere con mucho cuidado. No sé de qué se trata, claro, pero Frobisher no es un hombre serio. —Hizo una mueca de desaprobación—. Le gusta cultivar algunas amistades muy extrañas. Finge ser socialista, ya sabe, un hombre del pueblo. Pero entre usted y yo, no es más que una pose. Confunde el desaliño y cierta frivolidad con ser un hombre común, con recursos limitados. —Negó con la cabeza—. Se pasa el día haciendo un poco de esto y un poco de aquello, y lo considera trabajar con las manos, como si tuviera la disciplina de un artesano que necesita trabajar para vivir, pero él cuenta con recursos considerables, y no tiene intención de compartirlos con nadie más, créame.
—¿Está seguro? —preguntó Pitt con la mayor educación de la que fue capaz. Sin embargo, al hacerlo, cuestionó la opinión de Mclver.
—Segurísimo —respondió Mclver—. Suele quejarse de que hay que actuar, pero nunca ha hecho nada en su vida.
—Ha recibido la visita de individuos conocidos y muy violentos. —Pitt se aferró a su argumento, poco dispuesto a aceptar que él y Gower habían pasado tantos días allí en vano.
—¿Los ha visto usted mismo? —preguntó Mclver.
—Sí. Uno de ellos en particular es inconfundible —respondió Pitt. Sin embargo, mientras lo decía cayó en la cuenta de lo fácil que resultaría hacerse pasar por Linsky. Al fin y al cabo, solo había visto a aquel hombre en fotografías, tomadas de lejos. Las facciones enjutas y el pelo grasiento no eran tan difíciles de imitar. Y Jacob Meister tenía un rostro bastante común.
Pero ¿por qué? ¿Cuál podría ser el motivo?
También eso se le hizo espantosamente evidente en ese momento: distraer a Pitt y a Gower de algo distinto por completo.
—Lo siento —comentó Mclver en tono apenado—. Pero ese hombre es un imbécil. No puedo decirle otra cosa. Sería un necio si confiara en él para algo importante. Y supongo que no ha venido hasta aquí por un asunto trivial. Ya no soy ningún jovencito y no suelo desplazarme a Saint-Malo con frecuencia, pero si puedo hacer algo por usted, solo tiene que decirlo.
Pitt se obligó a sonreír.
—Gracias, pero necesitaría a alguien que viviera en Saint-Malo. Le agradezco que me haya evitado cometer un grave error.
—No hay de qué. —Mclver hizo un gesto de indiferencia con la mano—. Vamos, tome un poco más de queso. Nadie hace el queso como los franceses… salvo, tal vez, en Wensleydale, o Caerphilly.
Pitt sonrió.
—A mí me gusta el Gloucester doble.
—Sí, sí —convino Mclver—. Lo había olvidado. Bueno, concederemos el mismo prestigio al queso. Pero ¡es imposible superar un buen vino francés!
—Ni siquiera puede igualarse.
Mclver sirvió vino para ambos y se reclinó en la silla.
—Cuénteme, señor, ¿cuáles son las últimas noticias en criquet? Aquí apenas me entero de los resultados, y siempre tarde. ¿Qué tal lo está haciendo el Somerset?
Pitt regresó por la calle ligeramente sinuosa mientras el sol se ponía sobre el horizonte. El ambiente relucía con esa suave pátina dorada que infunde una sensación de irrealidad a las pinturas antiguas. Las casas de labranza parecían enormes, confortables, rodeadas de graneros y establos. Era demasiado pronto para que los árboles estuvieran cubiertos de hojas, pero los racimos de flores se amontonaban como la nieve tardía, teñidos de los delicados colores del atardecer. No soplaba el viento y los campos estaban en silencio, salvo por el movimiento ocasional de las enormes y pacientes vacas.
Por el este, el cielo púrpura empezaba a oscurecer.
Repasó de nuevo mentalmente lo que sabía, prestando atención a lo que había visto u oído, y a lo que Gower había descubierto y le había comunicado.
Una carreta pasó junto a él por el camino, levantando una nube de polvo, y Pitt se recreó en el agradable olor a sudor de caballo y a tierra recién levantada. El hombre gruñó algo a Pitt en francés, y Pitt respondió lo mejor que pudo.
En ese momento el sol descendía con rapidez y bañaba el cielo de un tono cálido. La suave brisa susurraba entre la hierba y las hojas nuevas de los sauces, siempre las primeras en brotar. Una bandada de pájaros se elevó de un bosquecillo de árboles a unos cien metros de distancia, ascendió en espiral y trazó círculos en el cielo.
Entre Pitt y Gower habían visto lo suficiente para creer que merecía la pena vigilar la casa de Frobisher. Si detenían a Wrexham entonces, demostrarían que la Brigada Especial estaba al corriente de sus planes, por lo que aquellos los cambiarían de inmediato.
Deberían haberlo detenido en Londres, una semana atrás. No les habría dicho nada pero, de todos modos, no habían descubierto ninguna información. Lo único que habían hecho había sido perder siete días.
¿Cómo había permitido que sucediera? West había organizado el encuentro con la promesa de proporcionarles una información extraordinaria. Pitt aún recordaba la carta, las palabras garabateadas, las faltas de ortografía y los borrones de tinta.
Nadie más sabía de su existencia, solo él y Gower. Así pues, ¿cómo se había enterado Wrexham? ¿Quién había traicionado a West? Tuvo que ser uno de los hombres que planeaban lo que fuera que el pobre West estaba dispuesto a revelar.
Sin embargo, esa persona no había seguido a West. Pitt y Gower estuvieron pisándole los talones desde el momento en que echó a correr. Si hubiera habido alguien más corriendo, lo habrían visto. Quienquiera que fuese debió de estar esperando a West. ¿Cómo supo que saldría corriendo en aquella dirección? Fue pura casualidad. Podría haber tomado cualquier otro camino. Pitt y Gower lo habían acorralado allí, Pitt por la calle principal, y Gower tras un rodeo para cortarle el paso.
¿Era posible que West se hubiera cruzado con Wrexham por una desgraciada casualidad?
Pitt repasó la ruta exacta que habían tomado. Conocía las calles lo bastante bien para recordar cada uno de sus pasos, y tenía el mapa muy claro en la cabeza. Sabía dónde habían visto a West por primera vez, dónde había empezado a correr y por dónde se había marchado. Entre la multitud, nadie más corría. West, tras cruzar la calle a toda velocidad, había desaparecido durante unos segundos. Gower lo había perseguido, y después había hecho señas con la mano para indicar la dirección a Pitt, el camino más corto, para alcanzarlo e interceptarle el paso.
Entonces West había visto a Gower y se había desviado. Pitt los perdió durante unos minutos, pero conocía las calles lo suficiente para saber por dónde iría West, y había llegado en cuestión de segundos… y Gower había aparecido corriendo por la derecha y se había reunido con él. Pero por la calle curva que daba a aquella otra por la que Pitt había corrido justo antes, no por la que Gower se había marchado. ¿Era posible que hubiera adelantado a Wrexham? Wrexham había llegado en dirección contraria, en absoluto detrás de West. Entonces ¿por qué West había corrido de manera tan desesperada, como si supiera que la muerte le pisaba los talones?
Pitt dio un traspié y se detuvo. Porque no era Wrexham a quien West temía, sino al propio Pitt, o a Gower. No tenía razones para tener miedo de él, pero Gower era un corredor magnífico. En un callejón con poca gente, era capaz de alcanzar una gran velocidad en cuestión de segundos. Podría haber llegado allí antes, esconderse en la entrada del callejón y después salir corriendo ante la llegada de Pitt. Era él quien había matado a West, y no Wrexham. La sangre de West ya formaba un charco sobre los adoquines. Pitt lo recordaba claramente. Wrexham era el hombre inofensivo que aparentaba ser, el señuelo para atraer a Pitt hasta Saint-Malo y mantenerlo allí, mientras que lo que fuera que estuviera sucediendo alcanzara su punto culminante en algún otro lugar.
Tenía que ser en Londres, de otro modo no tenía sentido alejar a Pitt de allí.
Gower. Transcurridos quince o veinte minutos Pitt volvería a encontrarse en el interior de las murallas de Saint-Malo, de vuelta en su habitación. Era casi seguro que Gower estaría allí, esperándolo. De repente, dejó de ser el hombre agradable y ambicioso que le había parecido aquella misma mañana; se había convertido en un desconocido inteligente y sumamente peligroso, un hombre al que Pitt solo conocía de manera superficial. Sabía que Gower dormía bien, que se le quemaba la piel con el sol, que le gustaba el pastel de chocolate, que de vez en cuando era descuidado al afeitarse. Le atraían las mujeres de cabello oscuro y cantaba bastante bien. Pitt no tenía la menor idea sobre su procedencia, sus creencias, ni siquiera sabía de sus lealtades… todo aquello importante, lo que regiría su comportamiento cuando se hubiera quitado la máscara.
De súbito, Pitt se vio obligado a ponerse también una máscara. Su vida podría depender de ello. Recordó con un escalofrío la eficiencia con la que Gower había asesinado a West, le había rajado el cuello en un solo movimiento y lo había dejado tirado en el suelo, desangrándose hasta morir. Un error y Pitt podría terminar del mismo modo. ¿Quién en Saint-Malo sospecharía que había sido algo más que un horrible asesinato callejero? Sin duda, Gower sería de nuevo el primero en aparecer en escena, invadido por el espanto y la consternación.
Pitt no tenía a quien dirigirse. En Francia nadie sabía quién era, y Londres, en cuanto a la ayuda que podía ofrecerle en esos momentos, parecía pertenecer a otro mundo. Aunque enviara un telegrama a Narraway, no conseguiría nada. Gower desaparecería en cualquier lugar de Europa.
Retomó la marcha. El sol se estaba poniendo por el horizonte y se ocultaría en cuestión de minutos. Cuando entrara en la vasta ciudad amurallada ya casi habría anochecido. Disponía de unos quince minutos para tomar una decisión. Debía estar preparado para cuando llegara a la casa de huéspedes. Un error, un desliz, y sería el último que cometiera.
Recordó la persecución por el East End, y por fin hasta la estación de ferrocarril. Cayó en la cuenta, con cierta sensación de culpabilidad, de la facilidad con que Gower lo había llevado hasta allí, asegurándose de no perder de vista a Wrexham, y aun así la persecución había parecido lo bastante natural en ese momento. Lo perdieron en un par de ocasiones, y siempre fue Gower quien lo encontró. Fue Gower quien evitó que Pitt lo detuviera con el argumento de que debían vigilarlo y obtener más información. Gower llevaba el dinero suficiente para comprar los billetes del ferry.
Además, fue Gower quien dijo haber visto a Linsky y a Meister, y Pitt lo había creído.
¿En qué consistía ese plan que utilizaba a Wrexham para alejar a Pitt de Londres? Por supuesto, Pitt debía regresar ahora que sabía que Wrexham no era el asesino de West. La cuestión era qué decirle a Gower. ¿Qué razón podía darle? Él sabía que Pitt no había recibido ningún mensaje de Lisson Grove. De ser así, se habría entregado en la casa y, además, era algo muy sencillo de comprobar. A Gower le bastaría con preguntar en la oficina de correos.
El sol ya estaba medio oculto, convertido en un semicírculo encendido sobre el horizonte púrpura. Las sombras, cada vez más profundas, cubrían las aceras.
¿Debería intentar evitar a Gower, dirigirse directamente al puerto y tomar el siguiente barco que zarpara hacia Southampton? Tal vez tuviera que esperar hasta la mañana siguiente. Gower se daría cuenta de lo sucedido y saldría a buscarlo en algún momento de la noche. Pitt no llevaba consigo su ropa. La tarde había sido cálida, y vestía tan solo una chaqueta ligera.
La idea de enfrentarse a Gower ni siquiera la consideraba. Dudaba que lograra dominarlo; Gower era más joven y tenía una condición física extraordinaria. ¿Qué podría hacer Pitt contra él? No tenía autoridad para detenerlo. ¿Podría dejarlo atado y huir, en caso de que saliera victorioso?
Además, Gower no estaría solo en ello. Esa idea le cayó como un jarro de agua fría y le puso la piel de gallina. ¿Cuántas de las personas que entraban y salían de la casa de Frobisher formarían parte de su plan? La única opción era engañarlo, hacerle creer que no sospechaba nada, lo cual no resultaría fácil. El más mínimo cambio en su comportamiento y Gower lo descubriría. Un leve gesto afectado, una vacilación, una frase elegida con demasiado cuidado, y él se daría cuenta.
¿Cómo podía decirle que debían volver a Londres? ¿Qué excusa creería?
¿O tal vez debería proponer regresar él, y que Gower se quedara allí vigilando a Frobisher y a Wrexham, por si resultaba que tramaban alguna cosa? ¿O por si Meister y Linsky volvían a la casa? ¿O cualquier otro individuo conocido? La idea le produjo un alivio inmenso. Se sintió liberado de un gran peso, como si fuera una excepcional vía de escape, una huida hacia la libertad. Él estaría solo, y a salvo. Y Gower permanecería en Francia.
Un instante después se reprochó su cobardía. Cuando, siendo un joven policía, empezó a salir de ronda por Londres, supo que tal vez tendría que hacer frente a episodios de violencia. Y, en realidad, vivió algunos. Se vio envuelto en varias persecuciones desenfrenadas, algunas de las cuales terminaron en reyertas. Sin embargo, tras ser ascendido a detective, casi solo había tenido que utilizar el cerebro. Hubo días largos, y noches todavía más largas. El terror emocional fue intenso, la presión de tener que solucionar un caso antes de que el asesino actuara de nuevo, antes de que la sociedad se indignara y el cuerpo policial se viera desacreditado. Y después de la detención, llegaba la declaración en el juicio. Lo peor de todo era el miedo, que a menudo le impedía dormir por las noches, de no haber detenido al verdadero culpable. La posibilidad de haber cometido un error, sacado una conclusión equivocada, y de que un inocente tuviera que hacer frente a la horca.
Sin embargo, no eran situaciones de violencia física. La lucha intelectual no había amenazado su vida. Sintió frío en la oscuridad de la caída de la tarde. La brisa crepuscular era fresca y aun así Pitt notó que estaba sudando. Debía controlarse. Gower detectaría su nerviosismo; estaría al acecho. La sospecha de que Pitt lo había descubierto sería la primera que lo asaltaría, no la última.
Antes de llegar a la casa, Pitt debía pensar en qué decirle, y después hacerlo a la perfección.
Gower ya se encontraba en la casa cuando Pitt llegó. Estaba sentado en una de las cómodas butacas, leyendo un periódico francés, con una copa de vino en la pequeña mesa que tenía al lado. Parecía muy inglés, muy quemado por el sol… o tal vez tuviera la piel enrojecida por la fuerte brisa del mar. Alzó la vista y sonrió a Pitt, se fijó en sus botas sucias y se puso en pie.
—¿Le apetece una copa de vino? —ofreció—. Supongo que tendrá hambre.
Por un momento, a Pitt lo asaltaron las dudas. ¿Estaba siendo ridículo al pensar que ese hombre había asesinado velozmente y de un modo brutal a West, y que acto seguido se había vuelto con gesto inocente y lo había ayudado a perseguir a Wrexham hasta Southampton, y después había cruzado el canal para llegar a Francia?
No podía vacilar. Gower esperaba una respuesta, natural y rápida, a una pregunta muy sencilla.
—Sí, así es —respondió con una leve mueca mientras se desplomaba en la otra butaca, consciente de repente de lo agotado que estaba—. Hacía tiempo que no caminaba tanto.
—¿Doce o catorce kilómetros? —Gower enarcó las cejas. Dejó el vino en la mesa junto a Pitt—. ¿Ha almorzado algo? —Se sentó en su butaca y miró a Pitt con curiosidad.
—Un poco de pan con queso, y un buen vino —respondió Pitt—. No estoy seguro de que un tinto sea el mejor acompañamiento para el queso, pero ha sido agradable. No era queso Stilton —agregó, para que Gower no creyera que ignoraba la costumbre de los caballeros de tomar Stilton con oporto.
Estaban sentados, tomando vino como dos amigos, ha blando de protocolo, como si nadie hubiera muerto y estuvieran en el mismo bando. Pitt debía ser cauteloso para no permitir que lo absurdo de la situación le impidiera ver la peligrosa realidad.
—¿El paseo ha merecido la pena? —inquirió Gower. Su voz tenía un tono neutro, y la mano oscura y delgada sujetaba el vaso con pulso firme.
—Sí —respondió Pitt—. La ha merecido. Me ha confirmado lo que sospechaba. Parece ser que todo en Frobisher es pura pose. Lleva años hablando de reformas sociales radicales, pero sigue viviendo con más o menos lujo. Contribuye de vez en cuando a obras benéficas, como hace la mayoría de las personas de posibles. Al parecer, cuando habla de pasar a la acción solo quiere escandalizar a la gente y llamar hasta cierto punto la atención, mientras sigue en su posición acomodada.
—¿Y Wrexham?
Se produjo un momento de silencio. Fuera, un perro ladraba, y mucho más lejos alguien cantaba una canción subida de tono a la que siguió un estallido de carcajadas. Pitt supo que era vulgar porque la entonación de las palabras era la misma en todos los idiomas.
—Sin duda es un asunto totalmente distinto —respondió Pitt—. Aunque eso ya lo sabíamos. No tengo la menor idea sobre lo que está haciendo aquí. Estaba convencido de que no sabía que lo perseguíamos, pero tal vez me haya equivocado —comentó, y dejó la sugerencia suspendida en el aire.
—Tuvimos mucho cuidado —repuso Gower, como si considerara la idea—. Pero ¿por qué querría quedarse aquí con Frobisher si lo único que hace es tratar de huir de nosotros? ¿Por qué no marcharse a París, o a cualquier otro lugar? —Dejó la copa en la mesa y miró a Pitt—. En el mejor de los casos, es un revolucionario; en el peor, un anarquista que pretende destruir el orden e instaurar el caos —dijo con tono de punzante desprecio. Si era fingido, su lugar estaba sobre un escenario.
Pitt reconsideró su plan.
—Tal vez esté esperando a alguien y se siente lo bastante seguro para no preocuparse por nosotros —sugirió.
—O puede que la persona a la que espera sea tan importante que tiene que correr el riesgo —propuso Gower.
—Exacto. —Pitt se acomodó en la butaca—. Pero podríamos tener que esperar mucho para eso, y es posible que no lo descubriéramos cuando sucediera. Creo que necesitamos mucha más información.
—¿De la policía francesa? —preguntó Gower con reserva. También él se movió en la butaca, aunque para adoptar una posición menos cómoda, como si fuera a incorporarse en cualquier momento.
Pitt se obligó a no imitarlo. Debía parecer del todo relajado.
—Puede que sus intereses no coincidan con los nuestros —prosiguió Gower—. ¿Confía en ellos, señor? De hecho, ¿quiere contarles lo que sabemos sobre Wrexham y por qué estamos aquí? —Tenía una expresión de inquietud, casi de censura, como si su rango inferior fuera lo único que le impidiera hacer un comentario más contundente.
Pitt se obligó a sonreír.
—No —respondió—. No a todas sus preguntas. No sabemos qué información tienen, ni el modo de comprobar lo que puedan decirnos. Y, por supuesto, es muy probable que nuestros intereses no sean los mismos. Pero, sobre todo, como usted ha dicho, no quiero que sepan quiénes somos.
Gower parpadeó.
—Entonces ¿qué sugiere, señor?
Pitt sabía que esa era la única opción de la que iba a disponer. Quería levantarse y tener la ventaja del equilibrio, incluso del peso, si Gower hacía un movimiento repentino. Tuvo que tensar los músculos y después relajarlos a propósito para evitar incorporarse. Con cautela, se deslizó hasta el borde del asiento y estiró las piernas como si las tuviera cansadas, lo que no le costó fingir después de la caminata de doce kilómetros. Por fortuna, llevaba unas buenas botas, que ahora estaban raspadas y sucias de polvo.
—Regresaré a Londres y averiguaré qué saben en Lisson Grove —respondió—. Puede que dispongan de información mucho más detallada que no nos han proporcionado. Usted quédese aquí y vigile a Frobisher y a Wrexham. Sé que le será mucho más difícil estando solo, pero cuando cae la noche, no les he visto hacer nada más que entretenerse un poco. —Quiso añadir más, explicarse, pero levantaría sospechas. Era el superior de Gower. No tenía que justificarse. Si lo hiciera, rompería el esquema, y si Gower fuera lo bastante inteligente, eso llamaría su atención.
—Sí, señor. Si cree que es lo mejor… ¿Cuándo volverá? ¿Quiere que le guarde la habitación? —preguntó Gower.
—Sí, por favor. No creo que sean más de dos días, tal vez tres. Tengo la sensación de que en este momento estamos trabajando a oscuras.
—De acuerdo, señor. ¿Le apetece que salgamos a cenar? Hoy he descubierto una cafetería. Sirve la mejor sopa de mejillones que pueda imaginar.
—Buena idea. —Pitt se puso en pie con cierta dificultad—. Saldré en el primer ferry de la mañana.
El día siguiente amaneció neblinoso y mucho más frío. Pitt eligió la primera travesía de la mañana para no tener que desayunar con Gower. Temía esforzarse demasiado para mantener la fingida naturalidad y no cometer algún error del que Gower se percatara mientras que para él pudiera pasar inadvertido.
¿O era posible que Gower ya sospechara alguna cosa? ¿Sabría ya, mientras Pitt se dirigía al puerto por aquellas calles antiguas y ahora conocidas, que lo había desenmascarado? Sintió unas ganas desesperadas de volverse y comprobar si lo seguía alguien. ¿Descubriría el pelo rubio del hombre, sobresaliendo por encima de otras cabezas, y sabría que era él? ¿O tal vez hubiera cambiado de aspecto y se encontrara ya lejos, sin que Pitt lo supiera?
Sus aliados, los hombres de Frobisher, o de Wrexham, podían ser cualesquiera: el hombre con el jersey de pescador de pie en la entrada de una casa, fumándose el primer cigarrillo del día; el hombre en bicicleta que daba sacudidas sobre los adoquines; incluso la joven cargada con la colada. ¿Por qué suponer que lo seguiría el mismo Gower? ¿Por qué suponer que había notado algo distinto? Esa nueva suposición se cernió gigantesca sobre él, le llenó la mente y casi no dejó espacio para todo lo demás. ¡Qué egocéntrico había sido al suponer que Gower no tenía nada más urgente en lo que ocupar su pensamiento! Tal vez Pitt y lo que supiera, o lo que creía saber, fueran irrelevantes para él.
Aceleró el paso y adelantó a un grupo de viajeros cargados con bolsas de compra y baúles repletos con sus pertenencias. En el muelle, miró alrededor como si buscara a alguien conocido, y lo invadió la calma cuando solo vio rostros extraños.
Esperó su turno para comprar el billete, y de nuevo para subir a bordo. Cuando sintió el ligero balanceo de la cubierta bajo los pies, el leve movimiento, incluso aún en el puerto, se sintió a salvo. Las gaviotas revoloteaban en círculo por el cielo, chillando con estridencia. Allí, en el agua, el viento era más severo y olía a sal.
Pitt permaneció junto a la barandilla y observó la pasarela y el muelle. Esperaba parecer alguien que miraba la ciudad con placer, tal vez después de haber disfrutado en ella de unas vacaciones, posiblemente en casa de unos amigos a los que no volvería a ver hasta al año siguiente. Sin embargo, observaba las siluetas que se desplazaban por el muelle, en busca de alguna que le resultara familiar, la de cualquiera de los hombres que había visto entrar o salir de la casa de Frobisher, o la del propio Gower.
En dos ocasiones lo confundió con un desconocido, por el pelo rubio, por un ángulo determinado del hombro o de la cabeza. Estaba enfadado consigo mismo por sentir miedo; sabía que el peligro estaba en buena parte en su mente. Tal vez la sensación fuera tan intensa porque hasta el paseo de vuelta a la ciudad la tarde anterior no se le había ocurrido que Gower pudiera haber asesinado a West, ni que Wrexham estuviera confabulado con él, o que fuera un hombre inocente, un socialista moderado que actuaba como un fanático, igual que Frobisher. Era su propia ceguera lo que lo afligía. Lo estúpido que había sido, su falta de atención a las distintas posibilidades. Le daría vergüenza contárselo a Narraway, pero sabía que tendría que hacerlo, que no habría forma de evitarlo.
Finalmente soltaron amarras y empezaron a navegar hacia la bahía. Pitt seguía junto a la barandilla, observando las torres y las murallas de la ciudad, cada vez más lejanas. La luz del sol resplandecía sobre el agua con destellos cegadores. Pasaron junto a un afloramiento rocoso mientras la marea azotaba los pies de la pequeña fortaleza allí construida para vigilar los acercamientos. A esa hora temprana había pocos barcos: solo algunos pescadores que cargaban cubos de langostas tras haber pasado toda la noche en el mar.
Intentó grabarlo en su memoria. Le hablaría a Charlotte del lugar, de lo hermoso que era, de la sensación de viajar al pasado. Debería llevarla allí un día, ir a cenar a donde les sirvieran un marisco tan delicioso. Imaginó el reencuentro con ella con tanta claridad que casi le pareció oler el perfume de su cabello y oír su voz. Le hablaría de la ciudad, del mar, de los sabores y los sonidos que la rodeaban. No se recrearía en los hechos que lo habían llevado a Francia, sino solo en todo lo bueno.
Alguien chocó contra él y, por un momento, se olvidó de sobresaltarse. A continuación un escalofrío le recorrió la espalda y cayó en la cuenta de lo mucho que se había distraído.
El hombre se disculpó.
Pitt, con la boca seca, habló con dificultad.
—No se preocupe.
El hombre sonrió.
—He perdido el equilibrio. No estoy acostumbrado al mar.
Pitt asintió con la cabeza, se alejó de la barandilla y se dirigió al camarote principal. Permaneció allí durante el resto de la travesía y tomó un desayuno a base de té, pan, queso y lonchas de jamón. Se esforzó por transmitir una apariencia de tranquilidad.
Cuando llegaron a Southampton, Pitt bajó del barco con la pequeña maleta que se había llevado a Francia, como cualquier veraneante que regresara a casa. Era mediodía. El muelle estaba lleno de gente que desembarcaba y de otras muchas personas que esperaban para tomar el siguiente ferry.
Se dirigió directamente a la estación del ferrocarril, ansioso por subir al primer tren con dirección a Londres. Iría a casa, se lavaría y se pondría ropa limpia. Después, con suerte, aún tendría tiempo de visitar a Narraway antes de que saliera de Lisson Grove a última hora de la tarde. Dio gracias al cielo por el invento del teléfono. Por lo menos podría telefonearle y concertar una cita donde le resultara conveniente. Tal vez con la noticia que llevaba sobre Gower, una reunión en su casa sería lo más adecuado.
Ahora se sentía aliviado. Francia se le antojaba muy lejana, y ni siquiera le había parecido ver a Gower en el barco. Debió de quedarse satisfecho con su explicación.
La estación estaba inusualmente atestada de gente, casi toda de aparente mal humor. Descubrió el motivo cuando se dispuso a comprar su billete para Londres.
—Lo siento, señor —dijo el vendedor con tono cansino—. Tenemos un problema en Shoreham-by-Sea, por lo que va con retraso.
—¿Un retraso de cuánto tiempo?
—Imposible saberlo, señor. Puede que de una hora, tal vez más.
—Pero ¿el tren funciona? —insistió Pitt. De pronto sintió la necesidad de salir de Southampton, como si aún corriera peligro.
—Sí, señor, lo hará. ¿Quiere un billete o no?
—Sí. No hay otra forma de llegar a Londres, ¿verdad?
—No, señor. A menos que quiera tomar otra ruta. Hay gente que está haciéndolo, pero se tarda más, y es más caro. El problema se solucionará en breve, diría yo.
—Gracias. Un billete a Londres, por favor.
—¿Ida y vuelta, señor? ¿Primera, segunda o tercera clase?
—Solo ida, gracias. Y segunda clase estará bien.
Pagó por el billete y regresó al andén, cada vez más a rebosar de gente. Ni siquiera podía pasear arriba y abajo para librarse de la tensión que crecía en su interior, como parecía suceder a todos los que esperaban. Mujeres que trataban de calmar a niños inquietos; hombres de negocios que se sacaban el reloj del bolsillo del chaleco una y otra vez. Pitt siguió mirando alrededor y no vio a Gower, aunque dudó de si sería capaz de distinguirlo entre la creciente multitud.
Compró un sándwich y una pinta de sidra a las dos de la tarde, cuando aún no sabía cuándo partiría. Finalmente, a las tres subió a un tren con dirección a Worthing, con la esperanza de tomar otro desde allí, tal vez hasta Londres a través de una ruta distinta. Por lo menos, el hecho de salir de Southampton le causó cierta satisfacción. Mientras se dirigía a buscar un asiento en el último vagón, tuvo de nuevo la sensación de haber escapado.
El vagón iba casi lleno. Tuvo suerte de poder sentarse. Todo el mundo llevaba rato esperando y estaba cansado, nervioso, deseoso de llegar a casa. Y aunque ese tren no los llevara a su destino, al menos tenían el consuelo de estar de camino.
Una mujer sujetaba en brazos a una niña de dos años que no dejaba de llorar e intentaba consolarla. La pequeña se frotaba los ojos y se sorbía la nariz. A Pitt le recordó a Jemima cuando tenía esa edad. Parecía tan lejano… Pitt dedujo que la niña había estado de vacaciones y que ahora no sabía adónde se dirigía, ni por qué. Sintió lástima por la pequeña, lo que lo llevó a entablar una conversación con la madre que se prolongó durante las dos primeras paradas. Después, el movimiento del tren y el traqueteo rítmico sobre las vías adormeció a la niña y la madre al fin pudo relajarse.
Varias personas bajaron en Bognor Regis, y algunas otras en Angmering. Cuando llegaron a Worthing, la estación de destino, en el vagón en que viajaba Pitt solo quedaba media docena de personas.
—Lo siento, caballeros —dijo el guarda mientras se echaba la gorra hacia atrás y se rascaba la cabeza—. Hasta aquí hemos llegado, hasta que despejen la vía en Shoreham.
Se produjo un murmullo de queja, pero los pocos pasajeros que quedaban bajaron del vagón. A continuación pasearon de un extremo al otro del andén con aire inquieto, molestaron a los mozos de equipaje y al guarda con preguntas para las que ninguno tenía respuesta, o se dirigieron a la sala de espera donde se encontraron con pasajeros de otros vagones.
Pitt cogió un periódico que alguien había abandonado y le echó un vistazo. Nada en particular le llamó la atención, pero siguió leyendo y levantando la cabeza cada vez que alguien pasaba cerca, con la esperanza de que llevara noticias de que el tren retomaría pronto la marcha.
Durante el transcurso de la larga tarde, se levantó una o dos veces a pasear por el andén. Con dificultad, resistió la tentación de acosar con preguntas al guarda, pero era consciente de que el pobre hombre estaría tan frustrado como todos ellos y le encantaría tener noticias que darles.
Por fin, mientras el sol descansaba sobre el horizonte, subieron a otro tren y se alejaron lentamente de la estación. El alivio fue absurdamente desproporcionado. No habían pasado penalidades ni peligros, y aun así la gente sonreía, charlaba e incluso reía.
La siguiente parada era Shoreham-by-Sea, donde se había producido el problema, y después llegaron a Hove. Para entonces ya había caído la tarde y la luz dorada proyectaba densas sombras. Para Pitt, esa hora del día contenía una belleza peculiar, una nota de tristeza que avivaba su fuerza emotiva. La sentía aún más en otoño, cuando los campos adquirían el tono dorado de las mieses y las fajinas parecían vestigios de una época olvidada, más temprana y primitiva, sin la huella de la civilización sobre la tierra. Recordó su infancia en la casa en que habían trabajado sus padres, los bosques y los campos, y la sensación de que ese era su lugar.
De repente, se sintió encerrado en aquel vagón. Se levantó y se dirigió al otro extremo, cruzó la puerta y se quedó en la pequeña plataforma que había entre un vagón y otro. Era el lugar donde los hombres encendían sus cigarrillos para no molestar al resto de los pasajeros, pero también un buen espacio para tomar el aire y notar el olor a tierra arada y la humedad de los bosques al pasar. No muchos trenes disponían de aquellos espacios. Había oído que era un invento de los americanos. A Pitt le gustaban mucho.
El aire era bastante frío pero estaba cargado de dulzor, por lo que decidió quedarse allí, pese a que estaba oscureciendo y los nubarrones cubrían el cielo por el norte. Probablemente, en algún momento de la noche llovería.
Pensó en qué le diría a Narraway sobre lo que ahora le parecía un viaje a Francia interrumpido por las circunstancias, y cómo le explicaría sus conclusiones sobre Gower y su incapacidad para descubrir la verdad desde el principio. A continuación imaginó con placer su reencuentro con Charlotte, su vuelta a casa, donde le bastaría con levantar la vista para descubrir a su mujer mirándolo, sonriente. Si pensara que había sido un estúpido, no se lo diría… al menos no al principio. Dejaría que él lo admitiera, y después le daría la razón con gesto pesaroso. De ese modo, evitaría herirlo.
Ya casi había oscurecido. Las nubes habían llevado la noche inusualmente temprano.
Sin indicio alguno, lo notó: había alguien a sus espaldas. El traqueteo del tren le había impedido oír abrirse la puerta. Hizo ademán de volverse, pero fue demasiado tarde. Notó el peso contra la espalda, el brazo derecho cogido con fuerza y el izquierdo atrapado contra la barandilla bajo su propio cuerpo.
Intentó retroceder y pisar el pie del hombre, sorprenderlo con el dolor. Pitt sintió que su atacante daba una sacudida, pero no lo soltó. Continuó empujándolo, retorciéndole el hombro. Pitt tenía el otro brazo aplastado contra la barandilla y abrió la boca para tomar aire. Estaba tan inclinado que la cabeza le colgaba sobre el suelo que cruzaban a toda velocidad. Notó el frío viento, el hollín que le golpeaba y le escocía en la cara. En cualquier momento perdería el equilibrio y después, tras un segundo o dos, caería por encima de la barandilla y aterrizaría en la vía. A esa velocidad, moriría en el acto. Probablemente se partiría la columna. El hombre era fuerte y pesado. La presión de su cuerpo lo estaba dejando sin aire, y no tenía donde apoyarse para oponer resistencia. Todo terminaría en cuestión de segundos.
Entonces oyó el golpe de la puerta del vagón seguido por un grito desgarrador. La presión se hizo más intensa y lo obligó a soltar la última bocanada de aire que le quedaba en los pulmones. Oyó otro grito y se dio cuenta de que había sido él. De repente se sintió libre del peso y jadeó, sujeto a la barandilla, haciendo un esfuerzo por volverse mientras tosía con violencia. El hombre que lo había atacado se estaba peleando con otro hombre corpulento y ancho de cintura. Pitt solo era capaz de distinguir sombras y siluetas en la oscuridad. El sombrero del hombre salió volando. Era él quien estaba saliendo peor parado en la pelea y retrocedía hacia la barandilla del otro lado. Bajo la luz momentánea procedente de la puerta, su rostro se mostró contraído por la rabia y el terror de saberse casi vencido.
Pitt irguió la espalda y se abalanzó sobre el atacante. No tenía otra arma que sus puños. Lo golpeó por debajo del pecho, con todas sus fuerzas, con la esperanza de doblegarlo. Lo oyó soltar un gemido tras el cual trastabilló hacia delante, pero solo un paso. El hombre grueso se hizo a un lado y se apoyó sobre una rodilla. Al menos de ese modo evitaría precipitarse por encima de la barandilla y caer a las vías.
Pitt se arrojó sobre su atacante y volvió a golpearlo, pero el hombre debía de estar esperándolo. También se agachó y el puñetazo de Pitt apenas le alcanzó el hombro. El hombre se retorció de dolor, pero solo durante un instante. A continuación se arrojó contra Pitt, con la cabeza agachada, y lo tumbó de un buen golpe en el estómago. La puerta del vagón se abría y cerraba sin cesar.
El hombre grueso se levantó con dificultad y corrió hacia él con la cara encendida, gritando algo inaudible por encima del aullido del viento y el golpeteo y el traqueteo del tren. Se abalanzó sobre el atacante de Pitt, que estuvo a tiempo de apartarse, dar media vuelta y levantarse de nuevo. Agarró al hombre grueso y lo empujó, con lo que este perdió el equilibrio y, gritando, mientras agitaba los brazos con desesperación, se precipitó por encima de la barandilla y cayó a las vías.
Durante un segundo, Pitt se quedó paralizado por el horror. Acto seguido se volvió y miró fijamente al hombre que lo había atacado. No era más que una silueta en la oscuridad, pero no le hizo falta oírlo hablar para reconocerlo.
—¿Cómo lo supo? —preguntó Gower con gesto de curiosidad y un tono de voz casi normal.
A Pitt le costaba respirar. Le dolían los pulmones, igual que las costillas allí donde se le había clavado la barandilla, pero solo era capaz de pensar en el hombre que había intentado ayudarlo y cuyo cuerpo mutilado yacía ahora en las vías.
Gower dio un paso hacia él.
—El hombre al que fue a ver a las afueras de la ciudad ¿le contó algo?
—Solo que Frobisher era un don nadie —respondió Pitt, mientras las ideas se le agolpaban en la mente—. No es posible que Wrexham tardara una semana en descubrirlo, por lo que era probable que ya lo supiera. Entonces se me ocurrió que tal vez él fuera lo mismo. Creí verlo cortarle el cuello a West, pero cuando repasé la escena, paso a paso, me di cuenta de que no lo había visto. Solo me lo pareció. Además, la sangre de West ya encharcaba los adoquines. Usted fue el único que lo persiguió en todo momento hasta llegar al ferry. Creí que usted había sido muy listo, pero después caí en la cuenta de lo fácil que le había resultado. Siempre era usted quien lo encontraba cuando lo perdíamos, o quien detenía la persecución en un momento determinado. Todo estaba planeado pensando en mí, para alejarme de Londres.
Gower soltó una breve carcajada.
—El gran Pitt, a quien Narraway valora tanto. ¡Le costó una semana deducirlo! Está perdiendo facultades. O quizá nunca las tuvo. Mera cuestión de suerte.
Acto seguido se arrojó hacia delante con los brazos extendidos para agarrarlo por el cuello, pero en esa ocasión Pitt estaba preparado. Se agachó y lo embistió, por debajo, con la cabeza gacha. Golpeó a Gower en el estómago, justo por encima de la cintura, y lo oyó dar un grito ahogado. Estiró las piernas y levantó a Gower del suelo. El ímpetu de la acometida lo impulsó hacia delante, por encima de la barandilla, y lo arrojó a la oscuridad. Pitt no lo vio aterrizar, pero fue consciente, con violenta tristeza, de que había muerto de inmediato. Nadie sobreviviría a tal impacto.
Se levantó despacio, con las piernas débiles y el cuerpo tembloroso. Tuvo que sujetarse a la barandilla para mantenerse en pie.
La puerta del vagón se cerró de nuevo y volvió a abrirse. El guarda estaba allí de pie con los ojos muy abiertos, el gesto aterrado y un farol en la mano, con las luces amarillas del vagón tras él.
—¡Es usted un demente! —gritó, atascándose en las palabras.
—¡Intentaba matarme! —objetó Pitt al tiempo que daba un paso adelante.
El guarda levantó el farol como si fuera un escudo.
—¡No me toque! —Su voz destilaba terror—. Tengo a media docena de hombres en el tren que lo atarán de pies y manos si yo se lo ordeno. Está usted loco de remate. Y también ha matado al pobre señor Summers, que había venido a ayudar al otro caballero.
—Yo no… —comenzó a decir Pitt.
No llegó a terminar la frase. Dos hombres corpulentos aparecieron tras el guarda, uno de ellos con un bastón, el otro con un paraguas de punta afilada, que ambos sujetaban en alto a modo de armas.
—Lo vamos a llevar a mi furgón —anunció el guarda—. Y si para ello tenemos que dejarlo inconsciente, solo le pido que me dé un motivo. Me caía bien el señor Summers. Era un buen tipo.
Pitt no tenía el menor deseo de que lo golpearan. Mareado, dolorido y consternado por lo que había hecho, siguió al guarda sin oponerse.