9
Charlotte se alejó de la casa de Cormac O’Neil con la mayor serenidad de la que fue capaz, pero con la intranquilidad de aparentar tanto miedo y desconcierto como en realidad sentía, además de enfado e impotencia. Narraway podía ser culpable de otras cosas, tal vez muchas, pero estaba segura de que no había asesinado a Cormac O’Neil. Había llegado a la casa casi detrás de él. Había oído al perro empezar a ladrar cuando Narraway cruzó la puerta, y seguir haciéndolo con mayor desesperación al detectar a un intruso, tal vez consciente de que su amo estaba muerto.
¿Habría gritado Cormac? ¿Habría visto a su asesino o le habrían disparado por la espalda? Charlotte no había oído el disparo, sino tan solo los ladridos del perro. ¡Era eso, claro! El perro había ladrado a Narraway, pero no a quien fuera que hubiera disparado el arma.
Se detuvo en seco en plena calle, paralizada ante tal descubrimiento. Narraway no podía haber disparado a Cormac. Su seguridad no se basaba en la confianza que tenía en él, sino en pruebas: hechos que no eran susceptibles de otra interpretación razonable. Dio media vuelta y avanzó con paso rápido, cruzó la calle en dirección a la casa de O’Neil y se detuvo nuevamente, también de súbito. ¿Por qué iban a creerla? Sabía que estaba en lo cierto, pero ¿alguien más lo confirmaría?
¡Por supuesto que no! Talulla lo negaría porque odiaba a Narraway. Visto con perspectiva, era un hecho evidente y previsible. La joven estaría encantada si Narraway fuera a la horca por el asesinato de Cormac. Para ella, se haría justicia, mucho más dulce ahora, después de tantos años. Debía de tener la certeza de que el hombre no era culpable porque había estado lo bastante cerca para saber en qué momento el perro había empezado a ladrar, pero sería la última persona en admitirlo.
Narraway lo sabría. Recordó su rostro cuando permitió que el policía lo esposara. Miró a Charlotte solo una vez, concentrando todo lo que tenía que decirle en aquella mirada. Necesitaba que ella lo entendiera.
Narraway también necesitaba que se mantuviera serena y que pensara; que repasara todos los detalles y no actuara sin estar segura, no solo de la verdad, sino de poder demostrarla para que no la pasaran por alto. En realidad, es muy difícil hacer creer a la gente algo que va en contra de todos sus sentimientos: la arraigada convicción de propios y extraños, saldada con sangre y pérdida.
Charlotte seguía de pie en la acera. Un pequeño grupo de gente se había reunido atraído por la presencia de la policía, a tan solo unos cien metros de distancia. La miraban, preguntándose qué le ocurría.
Charlotte tragó saliva, se alisó la falda y volvió a dar media vuelta, en dirección a algún lugar donde pudiera encontrar un carruaje que la llevara a Molesworth Street. Había muchos aspectos prácticos que sopesar con atención. Se había quedado sola. No había nadie en quien pudiera confiar. Debía decidir si quedarse en casa de la señora Hogan o si sería más seguro trasladarse a algún otro lugar donde estuviera más protegida. Allí todos creían que era la hermana de Narraway.
Pero ¿adónde podía ir? ¿Cuánto tardarían en encontrarla de nuevo en una ciudad del tamaño de Dublín? Era una forastera, una inglesa, y estaba sola. Únicamente conocía a las personas que Narraway le había presentado. Tras un par de horas de averiguaciones, cualquiera volvería a encontrarla, y entonces su actitud parecería ridícula, huidiza, como si tuviera algo de lo que avergonzarse.
Avanzó con paso decidido por la calle, intentando aparentar que sabía adónde se dirigía y con qué propósito. Lo primero resultó cierto. Un poco más adelante vio un carruaje del que se apeaba un viajero, y que lograría alcanzar si se daba prisa. Llegó justo cuando arrancaba.
—¡Señor! —gritó—. ¿Sería tan amable de llevarme a Molesworth Street?
—Claro, encantado —respondió el cochero, y tiró de las riendas para detener el caballo.
Charlotte le dio las gracias y subió al coche, y se sintió inmensamente feliz cuando este arrancó y empezó a acelerar sobre los adoquines. No se volvió para mirar atrás; era capaz de imaginar la escena con la misma claridad que si la estuviera viendo. Narraway seguiría en la casa, esposado como si fuera un delincuente peligroso. Debía de sentirse sumamente solo. ¿Estaría asustado? Sin duda, jamás daría muestras de tal debilidad.
De repente se dijo que debía abandonar la autocompasión. Pitt estaba en algún lugar de Francia, sin nadie en quien confiar, convencido de que Narraway seguía en Lisson Grove. Ni en la peor de sus pesadillas se le habría ocurrido que Narraway pudiera estar en Irlanda, detenido por asesinato, mientras Lisson Grove quedaba en manos de traidores. Lo que ella sintiera era irrelevante. Debía concentrarse en liberar a Narraway y hacer todo lo posible por descubrir la verdad y demostrarla.
Talulla Lawless sabía quién había asesinado a Cormac porque había tenido que hacerlo alguien a quien el perro no ladraba; por consiguiente, era alguien que solía visitar la casa de Cormac. La respuesta más evidente era que había sido la propia Talulla. Cormac vivía solo; él mismo se lo dijo la noche anterior cuando ella se lo preguntó. Sin duda, alguna mujer de la zona iría de vez en cuando a su casa, a limpiar y a hacer la colada.
¿Por qué querría matarlo Talulla? Era su tío. Aunque ¿con qué frecuencia un asesinato era un asunto familiar? Sabía, por los casos de Pitt en el pasado, que con demasiada frecuencia. También cabía la posibilidad de que hubieran entrado a robar a la casa, pero la presencia de un ladrón habría desatado la furia del perro.
Aun así, ¿por qué querría matarlo Talulla, y por qué en ese momento? No podía haberlo hecho solo para culpar a Narraway. ¿Cómo podía saber ella que este se presentaría en la casa y así poder implicarlo?
La respuesta era evidente: la propia Talulla podía haber enviado la carta para hacerlo ir hasta allí. Ella, más que nadie, podía imitar la letra de su tío. Era posible que Narraway la recordara de veinte años atrás, pero no con el detalle suficiente para identificar una buena imitación.
Sin embargo, aún quedaba pendiente la cuestión de por qué había decidido hacerlo justo en ese momento. Cormac era su tío, y ellos eran los dos únicos supervivientes de la tragedia sucedida veinte años atrás. Cormac no tenía hijos, y los padres de Talulla estaban muertos. Sin duda, ambos consideraban a Narraway responsable. ¿Por qué querría matar ella a Cormac?
¿Acaso estaba Narraway a punto de descubrir algo que Talulla no podía permitir que averiguara?
Eso no tenía ningún sentido. De ser así, lo más lógico habría sido acabar con Narraway.
Charlotte recordó la expresión de Talulla al ver a Narraway junto al cadáver de Cormac. Se había mostrado casi histérica. Era posible que tuviera una gran habilidad para la actuación, pero sin duda no la suficiente para conseguir que le sudara el rostro ni para fingir esa expresión desquiciada ni la voz rota y descontrolada. Sin embargo, no había dirigido ni una sola mirada al cuerpo de Cormac. ¿Tal vez porque sabía exactamente lo que vería? Ni siquiera se había acercado a él para asegurarse de que no podía hacerse nada por él. Su rostro solo transmitía odio, ni dolor ni incredulidad.
Charlotte no prestó la menor atención a las bonitas calles por las que pasaron. Podía encontrarse en cualquier ciudad del mundo, tan absorta estaba en sus pensamientos. La sobresaltó una salpicadura de lluvia fría que se coló por la ventanilla abierta y le mojó la cara y el hombro.
¿Cuál era el grado de responsabilidad de Talulla en el crimen? ¿Qué había del asunto de Mulhare y del desfalco de dinero? No era posible que la joven fuera responsable de ello.
¿O tal vez alguien en Lisson Grove estaba utilizando las pasiones y las lealtades irlandesas para ahondar en su propósito de desacreditar a Narraway? ¿A quién podía dirigirse? ¿Estaría alguno de los supuestos amigos de Narraway dispuesto a ayudarlo? ¿O los habría herido y traicionado a todos en un momento u otro, de modo que ahora aprovecharían la ocasión para vengarse de él? Narraway se había convertido en un hombre vulnerable. ¿Era posible que hubieran dejado de discrepar entre sí y se hubieran unido en una conspiración para arruinarle la vida?
Tal vez Charlotte no tuviera derecho a juzgar a los enemigos irlandeses de Narraway. ¿Qué sentiría o qué haría si fuera la inversa, si Irlanda fuera el extranjero, el ocupante de Inglaterra? Si alguien hubiera utilizado y traicionado a su familia, ¿sería tan leal a sus creencias, con honestidad y justicia imparcial? Tal vez… pero tal vez no. Era imposible saberlo sin haber vivido una realidad tan terrible.
Sin embargo, Narraway era inocente del asesinato de Cormac, y Charlotte se dio cuenta, al pensar en ello, de que lo creía solo en parte responsable de la desgracia de Kate O’Neil. Los O’Neil habían intentado utilizarlo, convencerlo para que traicionara a su país. Era normal que estuvieran furiosos por haber fracasado, pero ¿tenían derecho a vengarse por haber perdido?
Necesitaba la ayuda de alguien, porque sola podría terminar por rendirse y regresar a Londres, abandonando a Narraway a su suerte y, en consecuencia, también a Pitt. Antes de llegar a Molesworth Street e intentar explicar la situación a la señora Hogan, cosa que debía hacer, decidió que pediría ayuda a Fiachra McDaid.
—¿Qué? —preguntó McDaid con incredulidad cuando Charlotte fue a verlo a su casa y le contó lo que había sucedido.
—Lo siento. —Charlotte tragó saliva y trató de recobrar la compostura. Había creído que controlaba la situación, pero descubrió enseguida que estaba equivocada—. Fuimos a ver a Cormac O’Neil. Victor dijo que iría solo, pero lo seguí, muy de cerca…
—¿Me está diciendo que encontró un coche de caballos capaz de seguirlo y darle alcance, con el tráfico de Dublín? —El hombre frunció el entrecejo.
—No, yo sabía adónde se dirigía. Había estado allí la noche anterior…
—¿Para ver a O’Neil? —preguntó McDaid con incredulidad.
—Sí. Por favor… escúcheme. —Charlotte volvió a levantar la voz, pero hizo un esfuerzo por tranquilizarse—. Llegué un instante después que él. Oí que el perro empezaba a ladrar cuando él entró, pero no sonó ¡ningún disparo!
—Es normal que ladrara. —La arruga del entrecejo del irlandés se volvió más profunda—. Le ladra a cualquiera, salvo a Cormac, y quizá a Talulla. Vive cerca y se ocupa de él cuando Cormac está fuera de casa, lo que sucede con cierta frecuencia.
—¿Y la mujer que hace la limpieza? —preguntó Charlotte con apremio.
—No. Le tiene miedo. —McDaid la miró con atención y gesto serio—. ¿Por qué? ¿Es importante?
Charlotte vaciló, pues aún no estaba segura de si podía confiar en él. Era la única prueba de la que disponía que protegía a Narraway. Tal vez debiera guardársela.
—Supongo que no —respondió, fingiendo confusión.
Acto seguido, con la mayor coherencia posible, aunque pasando por alto cualquier referencia al perro, le contó lo que había sucedido. Mientras hablaba, observaba el rostro del hombre, intentando leer sus sentimientos, de confianza o incredulidad, confusión o entendimiento, tristeza o triunfo.
McDaid la escuchó sin interrumpirla.
—¿Creen que Narraway disparó a Cormac? ¿Por qué iba a hacerlo, por el amor de Dios?
—Para vengarse por haberle arruinado la vida en Londres —respondió Charlotte—. Es lo que dijo Talulla, y tiene cierto sentido.
—¿Cree que eso es lo que ocurrió? —inquirió McDaid.
Charlotte estuvo a punto de decir que estaba segura de que no había sido así, pero rectificó justo a tiempo.
—No —respondió con cautela—. Yo llegué justo detrás de él y no oí el disparo. Además, no creo que hiciera algo así. No tiene sentido.
McDaid negó con la cabeza.
—Sí lo tiene. Victor adoraba su trabajo. De algún modo, era lo único que tenía. —Parecía indeciso y las emociones le crispaban el rostro—. Lo siento. No quiero insinuar que usted no sea importante para él, pero, por lo que dijo, creo que no se ven con mucha frecuencia.
Charlotte se enfadó. Sintió la ira arremolinarse en su interior y atenazarle el estómago, con lo que le temblaron las manos y su voz se volvió pastosa, como si estuviera un poco ebria.
—No, no nos vemos mucho. Pero usted conoce a Victor desde hace años. ¿Alguna vez le ha parecido un idiota?
—No, jamás. Ha hecho muchas cosas, buenas y malas, pero nunca se ha portado como un idiota —admitió McDaid.
—¿Alguna vez actuó contra su propio interés, de un modo exaltado, dejándose llevar únicamente por los sentimientos, y sin pensar?
Charlotte no podía siquiera imaginarlo, no en el hombre que ella conocía. ¿Alguna vez habría sentido esa pasión desbocada? ¿Sería su control supremo sobre todas las cosas tan solo una máscara?
McDaid soltó una carcajada, aunque carente de júbilo.
—No. Nunca olvidó su causa. Cualquiera podría haber bailado desnudo junto a él, y Narraway no se habría distraído. ¿Por qué?
—Porque si realmente hubiera creído que Cormac O’Neil era el responsable de su desgracia, de haber tramado lo que parecía un desfalco para asegurarse de que lo culparan a él, lo último que desearía sería ver a Cormac muerto —respondió—. Querría su confesión, las pruebas, los nombres de aquellos que ayudaron a…
—Entiendo —la interrumpió el irlandés—. Entiendo. Tiene razón. Victor jamás antepondría la venganza a la posibilidad de recuperar su trabajo y su honor.
—Así que alguien ha matado a Cormac y ha querido que parezca que lo ha hecho Victor —concluyó Charlotte—. Esa sería la venganza, ¿no cree? —Era una afirmación, más que una pregunta.
—Sí —coincidió McDaid, con la mirada encendida y las manos caídas a ambos lados del cuerpo.
—¿Me ayudará a averiguar por parte de quién?
McDaid señaló una de las grandes butacas de cuero de su salón, elegante pero muy masculino. Charlotte imaginó que los clubes que frecuentaban los caballeros adinerados debían de ser así en su interior: tapizados desgastados pero cómodos, paneles de madera, adornos de latón… solo que aquellos eran de plata, y marcadamente celtas.
Tomó asiento, obediente.
McDaid se sentó frente a ella y se inclinó hacia delante.
—¿Sospecha ya de alguien?
A Charlotte se le agolparon las ideas en la cabeza. ¿Cómo debía responder? ¿Con cuánta sinceridad? ¿Podría ayudarla si le mentía?
—Tengo muchas ideas, pero no me cuadran —respondió, con la esperanza de disimular lo que sabía—. Sé quién odiaba a Victor, pero no quien odiaba a Cormac.
Un destello de diversión iluminó el rostro del hombre, pero desapareció enseguida. Pareció más bien un gesto de burla hacia sí mismo.
—No espero que usted lo sepa —agregó Charlotte con voz queda—. De lo contrario, lo habría avisado. Pero quizá, en perspectiva, ahora entienda mejor las cosas. Talulla es hija de Sean y de Kate, y creció lejos de Dublín tras la muerte de sus padres —dijo, y descubrió en sus ojos que McDaid lo sabía.
—Así es, pobre niña.
—Y sin embargo no avisó a Victor de ello, ¿verdad? —preguntó Charlotte en un tono que sonó más acusatorio de lo que ella pretendía.
McDaid bajó la mirada durante un instante, después la levantó de nuevo hacia ella.
—No. Creí que la pobre ya había sufrido lo suficiente.
—Otra de sus víctimas inocentes —observó Charlotte, recordando lo que McDaid le había dicho durante su viaje en el coche de caballos una noche. Algo en aquellas palabras la había inquietado, una resignación que no era capaz de compartir. Cualquier víctima la conmovía; sin embargo, su país no estaba en guerra, ni ocupado por otra gente.
—No juzgo quién es inocente y quién culpable, señora Pitt, solo lo que es necesario; y eso cuando no tengo otra opción.
—¡Talulla era una niña!
—Las niñas crecen.
¿Acaso sabía, o sospechaba, que Talulla había asesinado a Cormac? Charlotte lo miró fijamente y se descubrió un poco asustada. La inteligencia de aquel hombre era abrumadora, fértil y capaz de una terrible ironía. No era de sí mismo de quien se burlaba, sino de ella, de su ingenuidad. Charlotte lo vio con claridad. Él estaba siempre un pensamiento o una palabra por delante de ella. Ya había dicho demasiado, y McDaid había deducido que estaba segura de que Talulla había disparado a Cormac.
—¿Y en qué se convierten? ¿En mujeres dispuestas a disparar a la cabeza de su tío para vengarse del hombre que creen que traicionó a su madre?
McDaid se sorprendió, pero solo durante un instante. Acto seguido, disimuló su reacción.
—Claro que lo cree —respondió—. Le cuesta asumir que Kate se fuera con él por su propia voluntad. En realidad, si Narraway se lo hubiera pedido, tal vez se habría marchado a Inglaterra con él. ¿Quién sabe?
—¿Usted? —preguntó al punto Charlotte.
—¿Yo? —McDaid alzó las cejas—. No tengo ni idea.
—¿Por eso la mató Sean?
—De nuevo, no tengo ni idea.
Charlotte no sabía si creerle. Aquel hombre había sido encantador con ella, generoso con su tiempo y una compañía excelente, pero detrás de la fachada sonriente, era un desconocido. No sabía qué podía pasarle por la cabeza.
—Más daños indirectos —comentó en voz alta—. Kate, Sean, Talulla y ahora Cormac. Pero ¿indirectos a qué, señor McDaid? ¿A la libertad de Irlanda?
—¿Podría haber una causa mejor, señora Pitt? Es comprensible que Talulla también la desee. ¿No ha pagado un precio lo bastante alto?
Sin embargo, no tenía sentido. No del todo. ¿Quién había devuelto el dinero de Mulhare a la cuenta de Narraway? ¿Se hizo tan solo para atraer a Narraway a Irlanda y culminar la venganza? ¿Acaso Talulla no habría preferido liberar su furia matando a Narraway ella misma? ¿Por qué diablos habría de sacrificar al pobre Cormac? Si quería que Narraway sufriera, podría haberle disparado en alguna parte especialmente dolorosa, y dejarlo impedido, mutilado, muriendo lentamente. Había infinidad de posibilidades.
¿Y por qué en ese momento? Tenía que haber una razón.
McDaid seguía observándola, expectante.
—Sí, supongo que ha pagado un precio lo bastante alto —dijo en respuesta a su pregunta—. ¿Y Cormac? ¿No cree que él también?
—Ah, sí… pobre Cormac —comentó McDaid en voz baja—. Amaba a Kate, ¿lo sabía? Por eso jamás pudo perdonar a Narraway. La mujer sentía afecto hacia él, pero nunca podría haberlo amado… supongo que porque era el hermano de Sean. Cormac era mejor persona, creo yo. Puede que al final, Kate también lo pensara.
—Eso no explica por qué Talulla le ha disparado —señaló Charlotte.
—Tiene razón. Por supuesto que no…
—¿Otra víctima de un daño indirecto? —preguntó ella con un matiz de resentimiento—. ¿La libertad de quién merece la pena cuando el coste es tan alto? ¿No es un lastre de dolor que se lleva para siempre?
Su mirada se encendió, pero el enfado desapareció al cabo de un momento. Sin embargo, había sido auténtico.
—Cormac también era culpable —dijo McDaid con firmeza.
—¿De qué? ¿De sobrevivir?
—Sí, pero más que de eso. No hizo mucho por salvar a Sean. Apenas lo intentó. Si hubiera dicho la verdad, Sean podría haber sido un héroe y no un hombre que asesinó a su esposa en un ataque de celos.
—Tal vez para Cormac fuera un hombre que asesinó a su esposa en un ataque de celos —observó Charlotte—. A veces, cuando está destrozada por el dolor, la gente reacciona lentamente. Es posible que Cormac estuviera demasiado impresionado para hacer algo útil. De todos modos, ¿qué podría haber hecho? ¿Acaso el propio Sean no contó la verdad acerca de por qué mató a Kate?
—Apenas dijo nada —admitió McDaid, ahora mirando al suelo y no a Charlotte.
—También estaría aturdido. Pero alguien le dijo a Talulla que Cormac debería haber salvado a su padre, y ella lo creyó. Es más fácil pensar que tu padre es un héroe al que han traicionado y no un hombre celoso que mató a su esposa en un arrebato porque le fue infiel con su enemigo, que encima era inglés.
La mirada de McDaid volvió a encenderse momentáneamente con un destello de ira. Sin embargo, la disimuló con tal pericia que Charlotte casi creyó haberlo imaginado.
—Pudo ser así —convino—. Pero ¿cómo demostramos todo eso?
Charlotte sintió un escalofrío.
—No lo sé. Estoy intentando pensar.
—Tenga cuidado, señora Pitt —dijo McDaid con amabilidad—. No me gustaría que también usted se convirtiera en víctima indirecta.
Consiguió sonreír, como si ni siquiera se planteara que sus palabras pudieran ser tanto una amenaza como una advertencia. Sintió como si McDaid llevara una máscara: transparente, espectral.
—Gracias. Tendré cuidado, se lo prometo, pero es muy amable por su parte. —Charlotte se puso en pie, con cuidado de no tambalearse—. Será mejor que regrese a mi habitación. Ha sido… un día espantoso.
Cuando llegó a Molesworth Street, la señora Hogan fue a su encuentro de inmediato. Parecía incómoda y no dejaba de apretarse las manos y retorcer el delantal.
Charlotte mencionó el asunto antes de que la señora Hogan pudiera encontrar las palabras adecuadas.
—Ya se ha enterado de lo del señor O’Neil —dijo con seriedad—. Un hecho realmente terrible. Espero que el señor Narraway pueda ayudarles. Tiene experiencia en tragedias de esa clase. Pero lo entendería si, en el ínterin, prefiere que me marche de su casa. Tendré que buscar otro lugar donde vivir hasta que regrese a Londres. Calculo que tardaré un día o dos. De momento, recogeré las pertenencias de mi hermano y las dejaré en mi habitación, para que pueda alojar en ella a quien desee. Creo que tenemos pagadas un par de noches más, ¿no es así? —Con un poco de suerte, se dijo Charlotte, en dos días habría avanzado en sus decisiones y al menos alguien más en Dublín sabría que Narraway era inocente.
La señora Hogan estaba avergonzada. Charlotte había tomado las riendas de la conversación y la mujer no sabía cómo recuperarlas. Como Charlotte suponía, aceptó la proposición.
—Gracias, es usted muy considerada, señora.
—Si me hace el favor de dejarme las llaves, lo haré ahora mismo —dijo Charlotte al tiempo que extendía la mano.
De mala gana, la señora Hogan se las dio.
Charlotte abrió la puerta, entró en la habitación y volvió a cerrarla. Enseguida se sintió que se estaba entrometiendo en su intimidad. Guardaría su ropa, por supuesto, y pediría a alguien que llevara la maleta a su habitación, a menos que pudiera arrastrarla sin ayuda.
Sin embargo, mucho más importante que sus camisas, sus calcetines y su ropa interior, eran los documentos que pudiera encontrar. ¿Habría hecho alguna anotación? ¿Estarían escritas en un lenguaje que ella pudiera entender? ¡Ojalá pudiera consultarlo con Pitt! Nunca lo había echado tanto de menos. Aunque, por supuesto, si él estuviera allí, ella estaría en su casa de Londres, y no intentando llevar a cabo una labor para la que estaba tan poco preparada. Se encontraba en un país extranjero donde la consideraban el enemigo, y con justicia. El peso de los siglos de historia estaba en su contra.
Abrió la maleta y luego se dirigió al armario y sacó los trajes y las camisas de Narraway, las cuales dobló con cuidado y después guardó. A continuación, y sintiéndose una entrometida, abrió los cajones del arcón. Sacó su ropa interior y también la guardó, así como el pijama que Narraway había dejado debajo de la almohada. Levantó su otro par de zapatos, los envolvió en un trapo para evitar que ensuciaran la ropa, y los metió en la maleta.
Recogió sus artículos de aseo personal, el cepillo de dientes, la navaja de afeitar, el cepillo del pelo y otro más pequeño que utilizaba para la ropa. Era un hombre pulcro. Cuánto detestaría estar encerrado en una celda, sin intimidad y, a buen seguro, con pocas opciones de asearse.
Los pocos documentos que tenía estaban en el cajón superior de la cómoda. Por fortuna no estaban guardados bajo llave en un maletín. Sin embargo, probablemente eso fuera señal de que no interesarían a nadie.
De vuelta en su habitación, con la maleta de Narraway en un rincón, echó un vistazo a las anotaciones que había hecho. Constituían un curioso reflejo de su carácter, una parte de él hasta entonces desconocida. En su mayor parte eran dibujos, muy pequeños, pero muy sugestivos. Había dibujado hombres de palo, pero imbuidos de tanto movimiento y personalidad que Charlotte reconoció al instante quiénes eran.
Había uno pequeño, con pantalones de rayas y un billete en el sombrero, y a su lado una mujer con el pelo alborotado. Tras él aparecía otra mujer, aún más delgada, con las extremidades dibujadas con trazos irregulares.
Incluso con esas formas solo sugeridas, Charlotte supo que representaban a John y a Bridget Tyrone, y que el hecho de que Tyrone fuera banquero era un detalle importante. La otra mujer transmitía tal ferocidad que le recordó a Talulla. Junto a ella, había un signo de interrogación. No había más, solo un hombre del que se veía únicamente la mitad superior, como si la otra permaneciera cubierta. Lo miró hasta que, con un escalofrío, descubrió su significado. Era Mulhare, ahogándose… por culpa de no haber recibido su dinero.
El dibujo apuntaba a una relación entre John Tyrone y Talulla. El hombre era banquero… ¿Sería él la conexión con Londres? ¿Habría tenido la posibilidad, a través de su trabajo, de mover dinero de Dublín a Londres y, con la ayuda de alguien en Lisson Grove, devolverlo a la cuenta de Narraway?
¿Con quién contaba en Lisson Grove? ¿Y por qué? Solo Tyrone podría dar respuesta a esas preguntas.
¿Era peligroso, tal vez absurdo, recurrir a él? No tenía a nadie más a quien preguntar, porque no sabía quién más estaba implicado en el asunto. Desde luego, no podía volver a ver a McDaid, pues estaba cada vez más segura de que sus comentarios sobre daños indirectos a los inocentes eran una declaración de su filosofía además de una advertencia hacia ella.
¿Era Talulla la principal ejecutora de la muerte de Cormac o solo un instrumento en manos de otra persona? ¿Alguien como John Tyrone, tal vez, que parecía tan inofensivo, pero lo bastante poderoso en Dublín y en Londres para forjar un traidor en Lisson Grove?
Al parecer, se abrían dos posibilidades ante ella: ir a ver a Tyrone, o darse por vencida y regresar a Londres. En tal caso dejaría solo a Narraway, quien tendría que responder por los cargos que le imputaran, suponiendo que siguiera con vida hasta el día del juicio. ¿Sería un juicio justo? Posiblemente no. Las viejas heridas seguían abiertas y no podía contar con la ayuda de la Brigada Especial. En realidad, Charlotte no tenía elección.
La criada que le abrió la puerta la dejó pasar con cierta renuencia.
—Tengo que hablar con el señor Tyrone —anunció Charlotte en cuanto entró en el amplio vestíbulo de techo alto—. Tiene que ver con el asesinato del señor Mulhare, y ahora también con el del pobre señor O’Neil. Es muy urgente.
—Iré a preguntárselo, señora —respondió la criada—. ¿Quién le digo que lo visita?
—Charlotte Pitt. —Vaciló un instante—. La hermana de Victor Narraway.
—Sí, señora.
Recorrió el pasillo y llamó a una puerta del fondo. La abrió, habló un momento y volvió al lado de Charlotte.
—Si me hace el favor de acompañarme, señora.
Charlotte la siguió y la criada llamó de nuevo a la puerta.
—Adelante —dijo Tyrone con brusquedad.
La criada la abrió y dejó pasar a Charlotte. Era evidente que el hombre había estado trabajando, pues la amplia mesa estaba cubierta de papeles.
Tyrone se levantó con gesto impaciente, sin intentar disimular el hecho de que lo había interrumpido.
—Lo siento —se disculpó Charlotte—. Sé que es tarde y que no he sido invitada, pero el asunto es urgente. Puede que mañana sea demasiado tarde para solucionarlo.
El hombre apoyó el peso de su cuerpo de un pie al otro.
—Lo siento mucho por usted, señora Pitt, pero no se me ocurre cómo puedo ayudarla. Podría ordenar a la criada que fuera a buscar a mi esposa. —Sonó más a excusa que a sugerencia—. Ha ido a ver a una vecina. No puede estar lejos.
—Es usted con quien quiero hablar —respondió Charlotte—. Y tal vez sería mejor para su reputación que su criada se quedara, aunque mis preguntas son de carácter confidencial.
—Entonces debería pasarse por mi lugar de trabajo, en horario laboral —señaló.
Charlotte le dedicó una sonrisa breve y formal.
—Confidencial para usted, señor Tyrone. Por eso he venido a su casa.
—No sé de qué me habla.
No era más que una deducción hecha a partir de los dibujos de Narraway, pero aun así era lo único que tenía.
Charlotte habló con decisión.
—Del dinero para Mulhare que usted transfirió de nuevo a la cuenta de mi hermano en Londres, con lo que provocó la muerte de Mulhare y la ruina profesional de mi hermano, señor Tyrone.
El hombre podría haber intentado negarlo, pero su gesto lo delató. La impresión lo dejó sin color en las mejillas, ahora casi grises. Tomó aire con decisión, pero finalmente decidió no hablar. Le dirigió una mirada encendida y, por un instante, Charlotte se preguntó si pediría ayuda para que la echaran de la casa. Probablemente, ningún sirviente la atacaría, pero en caso de que Tyrone estuviera con alguien también implicado en la trama, tal vez ella corriera peligro. McDaid se lo había advertido.
¿O acaso Tyrone imaginaba que ella había tenido algo que ver con el asesinato de Cormac O’Neil?
Le temblaba la voz.
—Señor Tyrone, son demasiadas las personas que han resultado heridas, y estoy segura de que se ha enterado de que el pobre Cormac ha sido asesinado esta mañana. Ya es hora de que todo termine. Me resultaría fácil creer que no sospechaba las tragedias que seguirían a la transferencia de ese dinero. Tampoco me cuesta entender el odio hacia quienes ocupan un país que es de ustedes por derecho. Pero con el asesinato y la traición no conseguirán nada. Solo provocar más tragedia a quienes están implicados. Si no me cree, repase las pruebas. Ahora todos los O’Neil están muertos. Incluso la lealtad que los mantenía unidos se ha quebrado. Kate y Cormac fueron asesinados, y por quienes los querían.
—Su hermano asesinó a Cormac —dijo Tyrone al fin.
—No, no es así. Ya estaba muerto cuando llegamos allí.
El hombre se sobresaltó.
—¿Llegamos? ¿Usted fue con él?
—Llegué justo detrás de él, solo un momento después…
—¡Entonces podría haberlo matado antes de que usted apareciera!
—No. Iba pisándole los talones. Habría oído el disparo. Oí que el perro empezaba a ladrar justo cuando Victor entró.
Tyrone soltó un suspiro largo y lento, como si finalmente las piezas hubieran formado una imagen oscura que, por su fealdad, seguía sin tener sentido para él. Su rostro parecía herido, como si volviera a invadirlo un dolor familiar.
—Será mejor que pasemos al estudio —dijo cansinamente—. No sé qué puede hacer usted ahora al respecto. La policía cree que Narraway disparó a O’Neil porque es lo que quiere creer. Se ha ganado un odio profundo y arraigado en este país. Prácticamente lo sorprendieron in fraganti. No buscarán más. Haría bien en regresar a Londres mientras puede, señora Pitt.
La condujo a través de la habitación hasta el estudio y cerró la puerta. Le señaló una de las butacas de cuero y él ocupó la otra.
—No sé qué cree que puedo hacer para cambiar las cosas —dijo con tono monótono, carente de esperanza.
—Hábleme de la transferencia de dinero —respondió Charlotte.
—¿Y en qué la ayudará eso?
—La Brigada Central sabrá que Victor no lo robó. —Debía acordarse de referirse a él siempre por su nombre. Un desliz al llamarlo «señor Narraway» y los delataría a ambos.
El hombre soltó una brusca carcajada.
—Y cuando lo ahorquen en Dublín por el asesinato de O’Neil, ¿cree que le importará mucho? Hay cierta justicia poética en ello, pero si lo que persigue es la lógica, el hecho de que no robara el dinero no lo ayudará en nada. O’Neil no tuvo nada que ver en el asunto, pero Narraway no lo sabía.
—¡Claro que sí! —replicó al punto Charlotte—. ¿Cómo cree que lo sé yo?
La respuesta lo cogió desprevenido; Charlotte lo notó en su mirada.
—Entonces ¿qué es lo que quiere que le diga?
—¿Quién lo ayudó? Alguien en Lisson Grove le proporcionó la información de la cuenta para que pudiera hacerlo. Y no fue para ayudarlo a usted. Fue para echar a Victor de la Brigada Especial. Usted le sirvió para hacerlo.
Charlotte no pensó en lo que iba a decir hasta que las palabras afloraron a sus labios. ¿De verdad sospechaba que se trataba de Charles Austwick? No tenía por qué ser así; había muchos otros hombres que podían haberlo hecho, por multitud de razones, y una podía ser tan simple como que les hubieran pagado por ello. Sin embargo, eso la devolvía a Irlanda, y a quién estaría dispuesto a pagar, y por qué motivo; ¿solo por venganza, o porque algún enemigo quería que uno de sus hombres ocupara el lugar de Narraway? ¿Tal vez se tratara de un hombre ambicioso, o alguien que Narraway considerara sospechoso de traición o de robo, y que había actuado antes de que lo desenmascarase?
Charlotte observó a Tyrone a la espera de una respuesta.
El hombre intentaba sopesar cuánto sabía, pero en su mirada había algo más: un dolor que no formaba parte de esa vieja venganza.
—¿Austwick? —aventuró Charlotte, antes de que el silencio se prolongara demasiado y perdiera la ocasión.
—Sí —respondió él quedamente.
—¿Le pagó? —preguntó ella, sin poder disimular el desprecio en su voz.
Tyrone irguió la cabeza con brusquedad.
—¡No, claro que no! Lo hice porque odio a Narraway, y a Mulhare, y a todos los traidores a Irlanda.
—Victor no traicionó a Irlanda —señaló—. Es tan inglés como yo. Está mintiendo. —A continuación esgrimió un arma de su imaginación—. ¿Acaso Victor tuvo una aventura con su mujer, como con Kate O’Neil?
El rostro de Tyrone se encendió y el hombre hizo ademán de levantarse de la silla.
—Si no quiere que la eche de mi casa, señora mía, ¡se disculpará por esa difamación de mi esposa! Tiene una mente muy sucia. Aunque supongo que usted conoce a su hermano mucho mejor que yo. Si es que es realmente su hermano.
Ahora fue Charlotte quien notó que le ardían las mejillas.
—Tal vez sea usted quien tiene la mente sucia, señor Tyrone —respondió con un temblor en la voz, y quizá un tinte de culpa, pues sabía lo que Narraway sentía por ella.
Incapaz de construir una defensa, Charlotte atacó.
—¿Por qué hace esto por Charles Austwick? ¿Qué le une a él? ¿Que tiene que ver con ese inglés que solo quiere ganar un cargo de poder, y que forma parte del servicio secreto que se constituyó para destrozar la esperanza del autogobierno irlandés?
Había sido una exageración, y Charlotte lo sabía. La división se había creado para combatir la colocación de bombas y los asesinatos con los que se pretendía atemorizar a Inglaterra para que concediera la Ley de Autonomía a Irlanda, pero la diferencia carecía de importancia en ese momento.
La voz de Tyrone sonó grave y cargada de resentimiento.
—Me importa un bledo quién dirija sus malditos servicios, secretos o no. Era mi oportunidad de librarme de Narraway. Austwick será muchas cosas, pero es un bufón comparado con él.
—¿Lo conoce? —preguntó Charlotte, aferrándose a lo único que lo hacía vulnerable, si bien solo momentáneamente.
Oyó un ligero ruido a sus espaldas; tan solo el contacto de la seda contra una puerta.
Se volvió y vio a Bridget Tyrone a un metro de distancia. De repente se sintió invadida por un temor espantoso. Podría desgañitarse y nadie la oiría, nadie se enteraría… ni se preocuparía por ella. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para permanecer inmóvil y mantener un tono de voz sereno… o algo parecido.
Sería absurdo fingir que Bridget no había oído la conversación.
Charlotte estaba atrapada y lo sabía. La furia en el rostro de la mujer era inconfundible. Bridget se desplazó hacia delante y Charlotte hizo lo mismo. Nunca antes había golpeado a una mujer. Sin embargo, al volverse, como si quisiera dirigirse a Tyrone, y observar que también él se estaba acercando a ella, extendió un brazo y lo echó hacia atrás. A continuación lo impulsó con toda su fuerza y golpeó a Bridget a un lado de la cabeza justo cuando la mujer se abalanzaba sobre ella.
Bridget cayó de costado e impactó contra la pequeña mesa colmada de libros, que se rompió bajo el peso de su cuerpo. Soltó un grito, tanto de ira como de dolor.
Tyrone se distrajo al correr en su ayuda. Charlotte aprovechó el momento y pasó junto a él, salió corriendo del estudio y cruzó el vestíbulo. Abrió la puerta principal y se precipitó a la calle sin volverse ni una sola vez. Siguió corriendo mientras se sujetaba la falda con las manos para no tropezar. Llegó al cruce principal y se detuvo antes de que la falta de aliento le impidiera seguir adelante.
Se soltó la falda de las manos temblorosas y empezó a andar por la calle débilmente iluminada con toda la dignidad de la que fue capaz, sin apartar la vista de la calzada con la esperanza de ver las luces de un coche de caballos que la llevara a casa de inmediato. Quería alejarse de la zona cuanto antes.
Cuando vio un coche de punto vacío, dio al conductor la dirección de Molesworth Street antes incluso de subir y acomodarse en el asiento con la intención de poner en orden sus pensamientos.
La historia seguía incompleta: conocía trozos de aquí y de allá que solo encajaban parcialmente. Talulla era la hija de Sean y de Kate. ¿Cuándo había descubierto la verdad de lo ocurrido, o algo similar? Y lo que era tal vez más importante, ¿quién se la había contado? ¿Se lo habían dicho con la intención de que reaccionara de manera violenta? ¿La conocían lo suficiente y se habían aprovechado de su soledad, su sensación de injusticia y de desplazamiento, para provocarla y conseguir que asesinara a Cormac a fin de culpar de ello a Narraway? A ella podía parecerle una justa venganza por la destrucción de su familia. A veces, la ira era la respuesta más sencilla a un dolor insoportable. Charlotte lo había visto en múltiples ocasiones, e incluso lo había vivido de cerca, cuando murió Sarah. Era natural sentir que alguien tenía que pagar por tal dolor.
¿Quién podría haber utilizado a Talulla de ese modo? ¿Y por qué? ¿Era Cormac la víctima prevista? ¿O era, como había dicho Fiachra McDaid, la víctima de un daño indirecto —uno de los caídos en una batalla por un objetivo mayor—, y Narraway era la víctima real? Se haría justicia poética si fuera ahorcado por un asesinato que no había cometido. Puesto que Talulla creía inocente a Sean del asesinato de Kate, y a Narraway culpable, para ella sería elegante y perfecto.
Pero ¿quién la empujó a ello, quién le dio información y atizó sus pasiones, quién guio su mano? ¿Y por qué? Era evidente que no había sido Cormac. Ni John Tyrone, ya que no parecía saber nada sobre el asunto, y Charlotte lo creyó. ¿Bridget? Tal vez. Sin duda, estaba implicada. Su reacción contra Charlotte aquella noche había sido demasiado repentina y violenta para brotar de la ignorancia. En realidad, ahora que pensaba en ello, tal vez supiera más que el propio Tyrone. ¿Era Tyrone, al menos en parte, otra víctima indirecta? ¿Alguien a quien utilizar, porque era vulnerable, más enamorado de su esposa que ella de él, perfecto por ser banquero y disponer de los medios adecuados?
Charlotte no podía seguir evadiendo la respuesta: Fiachra McDaid. Quizá no tuviera ninguna relación con el pasado, ni con la antigua tragedia, salvo para utilizarla. Para él, ganar lo suponía todo, y los medios y las víctimas, nada.
Sin embargo, ¿en qué ayudaba a la causa irlandesa que Narraway fuera destituido de su puesto en la Brigada Especial? Alguien lo sustituiría. Aunque… tal vez se tratara de eso. Sustituido por un traidor, comprado con dinero. Charlotte seguía dando vueltas a esa idea cuando llegó a la puerta de la señora Hogan. Le había prometido marcharse al día siguiente. Sería muy difícil ocuparse de su equipaje y del de Narraway, y había otros asuntos que tener en cuenta, como la escasez de dinero para permanecer mucho más tiempo lejos de casa. Aún tenía que comprar los billetes del barco y del tren.
Después de considerar sus posibilidades, concluyó que no tenía otra opción que presentarse en comisaría a la mañana siguiente y contar, con cautela, sus sospechas. Sin embargo, no disponía de ninguna prueba que mostrarles. Solo podía señalar que había llegado a la casa de Cormac justo detrás de Narraway pero no había oído el disparo, únicamente el ladrido del perro… ¿Por qué iba a convencerlos su historia?
La policía le preguntaría por qué no había dado antes tal explicación. ¿Debería admitir que no confiaba en que la creyeran? ¿Era eso lo que haría una persona inocente?
Se durmió inquieta y se despertó con frecuencia, con el problema aún sin resolver.
Narraway se encontraba en la celda de la comisaría, a menos de dos kilómetros de donde Cormac O’Neil había sido asesinado. Mantenía una postura inmóvil, pero los pensamientos se le agolpaban en la mente. Debía pensar… trazar un plan. Cuando lo trasladaran a la prisión principal, carecería de opciones. Tendría suerte si lograba sobrevivir hasta el día del juicio. Y llegado ese momento, los recuerdos serían confusos, se habría convencido a gente para que olvidara, o para que viera las cosas de manera distinta. Sin embargo, mucho peor que eso, lo que fuera que se hubiera planeado, y la razón por la que él había sido atraído hasta Irlanda, y Pitt a Francia, ya habría sucedido y sería irreversible.
Permaneció sentado e inmóvil durante más de dos horas. Nadie se acercó a hablar con él ni a ofrecerle comida ni bebida. Lentamente, un plan desesperado tomó forma en su mente. Le gustaría esperar al anochecer, pero no podía arriesgarse a que lo llevaran a la prisión principal antes de aquello. A la luz del día sería mucho más peligroso, aunque tal vez fuera inevitable. Era posible que solo dispusiera de una oportunidad.
Prestó atención al más mínimo sonido al otro lado de la puerta de la celda, a cualquier movimiento. Había decidido exactamente qué hacer cuando por fin llegara el momento. Sí, tenía que llegar.
Cuando metieron la gruesa llave en la cerradura y abrieron la puerta, Narraway estaba tendido en el suelo, en una postura que causaba la impresión de que se había partido el cuello. Su bonita camisa blanca estaba rota y colgada de los barrotes de la ventana en lo alto de la pared.
—¡Eh! ¡Flaherty! —gritó el guardia—. ¡Venga, deprisa! ¡Este maldito estúpido se ha colgado! —Se acercó a Narraway y se agachó para tomarle el pulso—. ¡Madre de Dios, creo que está muerto! —exclamó—. Flaherty, ¿dónde diablos está?
Antes de que Flaherty llegara y Narraway tuviera que enfrentarse a dos hombres, impulsó el cuerpo hacia arriba y golpeó al guardia por debajo de la barbilla con tanta fuerza que le inclinó la cabeza hacia atrás. Narraway volvió a asestarle otro golpe, de lado, para dejarlo inconsciente pero sin intención de matarlo. En realidad, no pretendía que perdiera el conocimiento durante más de quince o veinte minutos. Lo necesitaba vivo, y capaz de caminar.
Desplazó el cuerpo inmóvil hasta el punto exacto donde él había estado tendido, le quitó la chaqueta y lo dejó en camisa. Le robó las llaves, y apenas había conseguido colocarse tras la puerta cuando Flaherty llegó.
Narraway contuvo la respiración con el temor de que Flaherty tuviera el aplomo de entrar y cerrar la puerta o, aún peor, permanecer fuera y cerrar con llave. Sin embargo, el hombre se quedó demasiado horrorizado ante la visión del otro guardia para pensar de manera racional. Recorrió los pasos que lo separaban de su compañero, lo llamó por su nombre y Narraway aprovechó su única oportunidad. Se deslizó al otro lado de la puerta, la cerró con un golpe y echó la llave. Oyó a Flaherty gritar casi de inmediato. Bien. Alguien le abriría en cuestión de minutos. Los necesitaba pisándole los talones.
Salió de la comisaría con gran cautela, deteniéndose en dos ocasiones en rincones cuando pasaba gente junto a él, atraída por los gritos y los pasos precipitados.
Una vez fuera, en la calle, echó a correr. Quería atraer la atención, ser recordado. Alguien debía poder indicarles por dónde había huido.
No podía permitirse ningún retraso, ninguna vacilación.
Era un día oscuro. La llovizna no cesaba y las alcantarillas estaban inundadas. Narraway quedó empapado enseguida, con el pelo pegado a la frente y el cuello frío sin la protección de la camisa. La gente lo miraba pero nadie se interpuso en su camino. Tal vez creyeran que estaba borracho.
Tenía que rodear la casa de Cormac, por si aún había policías en ella. No podía permitir que lo detuvieran. Aminoró el paso y cruzó a la otra acera, después cruzó de nuevo y, como no vio a nadie, abrió la verja de la casa de Talulla y se dirigió a la puerta. Si la joven no respondía, tendría que romper una ventana y forzar la entrada. Su plan consistía en estar enfrentándose a ella cuando la policía lo encontrara.
Llamó con fuerza.
No obtuvo respuesta. ¿Y si Talulla no estaba en casa, sino con amigos? ¿Era posible, tan poco tiempo después de haber asesinado a Cormac? ¿No necesitaría estar a solas? Además, tenía que ocuparse del perro. ¿Acaso estaría esperando a que la policía se marchara para llevarse lo que quisiera de la casa, o lo que necesitara esconder, de la información que Cormac guardaba sobre sus padres?
Volvió a golpear la puerta.
De nuevo, silencio.
Tal vez estuviera ya en casa de su tío. No había visto policía en el exterior. O quizá estuviera en el piso superior de su casa, tumbada, exhausta emocionalmente tras el asesinato y su venganza definitiva.
Narraway se quitó la chaqueta. De pie bajo la lluvia, con el pecho desnudo, se envolvió el puño en la chaqueta y, con cuidado de hacer el menor ruido posible, rompió una ventana lateral, la abrió y se coló en la casa. Volvió a ponerse la chaqueta y avanzó lentamente en busca de Talulla.
Recorrió la casa de arriba abajo. Estaba vacía. Narraway no esperaba encontrar a su criada. Era probable que Talulla le hubiera dado el día libre para que no presenciara nada relacionado con el asesinato de Cormac y no oyera el disparo ni los ladridos del perro.
Salió por la puerta trasera y corrió a la casa de Cormac. Se le estaba agotando el tiempo. La policía no tardaría en encontrarlo. ¡Rápido! ¡Rápido!
No perdió un segundo en llamar a la puerta. Probablemente, la mujer no respondería. Además, no podía esperar.
Volvió a quitarse la chaqueta, ahora tembloroso de frío y tal vez también de miedo. Rompió una ventana y entró. De inmediato, el perro empezó a ladrar, furioso.
Miró alrededor. Se descubrió en una suerte de despensa. Debía alejarse de la cocina antes de que Talulla lo descubriera. Si soltaba al perro para que lo atacara, debía estar preparado. ¿Por qué no iba a hacerlo? Se había colado por una ventana. Lo habían acusado del asesinato de Cormac. La mujer tenía justificación de sobra.
Narraway abrió la puerta con rapidez y entró en el lavadero, anexo a la parte posterior de la cocina. Corrió hacia delante y cogió una pequeña silla con el respaldo de madera justo en el momento en que Talulla abría la puerta del otro lado y el perro daba un salto al frente sin dejar de ladrar, enfurecido.
La mujer se detuvo, sorprendida por su presencia.
Narraway levantó la silla, con las finas y afiladas patas dirigidas contra el perro.
—No quiero hacer daño al animal —dijo en voz alta para hacerse oír por encima del ruido—. Apártelo.
—¿Para que pueda matarme también a mí? —gritó Talulla.
—¡No sea estúpida! —Narraway oyó la ira en su voz, temblorosa y áspera, casi descontrolada—. Fue usted quien lo mató, para vengarse finalmente.
Talulla sonrió con una expresión severa y deslumbrante, llena de odio.
—Bueno, y lo he conseguido, ¿no cree? Lo ahorcarán, Victor Narraway. Y el fantasma de mi padre reirá. Yo estaré allí para verlo… se lo juro. —Se volvió hacia el perro—. Tranquilo, cálmate —ordenó—. No lo ataques. Lo quiero vivo para que sufra su juicio y su vergüenza. Destrozarle el cuello ahora sería demasiado rápido, demasiado sencillo. —Devolvió la mirada a Narraway.
Sin embargo, el perro parecía distraído. Volvía la cabeza de un lado a otro y miraba hacia la puerta principal, con el pelo del lomo erizado y sin dejar de gruñir.
—¿Demasiado sencillo? —Narraway notó que elevaba la voz y la desesperación se hacía palpable. Ella también debió de notarlo.
Así fue, y su sonrisa se volvió más amplia.
—Quiero verlo colgado, ser testigo de su terror cuando le coloquen la soga alrededor del cuello, verlo sufrir para tomar aire, jadeante, con la lengua morada, hinchada, colgándole de la boca. Entonces no enamorará a muchas mujeres, ¿verdad? ¿Los ahorcados se defecan? ¿Pierden todo control, toda dignidad? —preguntó Talulla chillando, con el rostro crispado por el dolor de su imaginación.
—En realidad, la función de la soga y la caída de la trampilla es romper el cuello —respondió Narraway—. Al parecer, se muere al instante. ¿Resta eso algo de placer para usted?
Talulla lo miró fijamente, con la respiración agitada. El perro seguía concentrado en la puerta, con el gruñido cada vez más grave y los labios retraídos, enseñando los dientes en actitud desafiante.
Si Talulla advirtiera que había alguien en la puerta, y Narraway rogó a Dios que fuera la policía, se detendría y tal vez diría que la había atacado. Sin embargo, ese era el momento de su pequeño triunfo, cuando podía contarle con exactitud cómo había tramado su desgracia.
Narraway hizo un movimiento brusco hacia ella.
El perro se volvió y ladró de nuevo.
Narraway levantó la silla, protegiéndose con ella por si le saltaba encima.
—¿Tiene miedo, Victor? —preguntó Talulla con deleite.
—¿Por qué ahora? —preguntó él, intentando mantener la serenidad. Estuvo a punto de conseguirlo, pero Talulla debió de observar el sudor que le cubría el rostro—. Fue McDaid, ¿verdad? ¿Le contó algo? ¿Qué? ¿Por qué quiere él esto? Éramos amigos.
—¡Es usted patético! —exclamó la joven, a punto de atragantarse con sus palabras—. ¡Lo odia tanto como lo hacemos todos!
—¿Qué le contó? —insistió Narraway.
—Cómo sedujo a la puta de mi madre y después la traicionó. ¡Usted la mató, y dejó que ahorcaran a mi padre por ello! —respondió Talulla con lágrimas en los ojos.
—Pero ¿por qué mató al pobre Cormac? ¿Era tan prescindible que tramó su asesinato solo para poder culparme? Tuvo que matarlo usted, porque es la única a quien el perro no ladra, porque le daba de comer cuando Cormac estaba fuera de casa. Está acostumbrado a verla por aquí. Se habría vuelto loco si hubiera sido yo.
—Muy listo —respondió ella—. Pero cuando lo juzguen, nadie más sabrá todo eso. Y nadie creerá a su hermana, si es que son hermanos, porque es sabido que mentiría por usted.
—¿Mató a Cormac solo para vengarse de mí? —preguntó de nuevo Narraway.
—¡No! ¡Lo maté porque no movió un dedo para salvar a mi padre! ¡No hizo nada! ¡Nada en absoluto!
—Usted era una niña, usted tenía seis o siete años —señaló él.
—¡McDaid me lo contó! —dijo entre sollozos Talulla.
—Ah, sí, McDaid… el héroe irlandés que quiere cambiar radicalmente Europa mediante una revolución que altere el orden social, erradicar el antiguo y traer el nuevo. ¿Y usted cree que así conseguirán la libertad para Irlanda? Para él, usted también es prescindible, Talulla, igual que yo, y que sus padres, y que cualquiera.
Fue en ese momento cuando la mujer soltó el collar del perro y le gritó que atacara, justo cuando la policía abrió la puerta del vestíbulo y Narraway levantó la silla mientras el perro saltaba, desplazándolo por el aire, con lo que el animal cayó bruscamente de espaldas y se quedó aturdido.
Uno de los policías lo agarró por el collar con fuerza, casi asfixiándolo. El otro sujetó a Talulla.
Narraway se puso en pie mientras tosía y jadeaba, intentando recuperar el aliento.
—Gracias —dijo con voz ronca—. Espero que lleven aquí más tiempo del que parece.
—Llevamos el tiempo suficiente —respondió el mayor de los dos policías—. Pero aún tiene que responder a un par de cargos, como el de ataque a un agente mientras estaba detenido y el de huida de prisión. Si estuviera en su lugar, saldría corriendo y no volvería jamás a Irlanda, señor Narraway.
—Muy buen consejo.
Narraway se cuadró ante el hombre, le dirigió un elegante saludo, se volvió y echó a correr, como le había aconsejado.
Por la mañana, Charlotte tuvo que desayunar a toda prisa y pagar a la señora Hogan la última noche que le debía. A continuación, con la ayuda de la mujer, pidió un coche de caballos para que la llevara, junto con todo el equipaje, a la comisaría donde Narraway estaba retenido.
Fue un viaje triste. No se le había ocurrido una idea mejor que, simplemente, contar a la policía que tenía información adicional sobre la muerte de Cormac O’Neil, con la esperanza de conseguir que alguien con criterio e influencia la escuchara.
Cuanto más se acercaba a su destino, más baldío le parecía el esfuerzo.
El coche estaba a unos cien metros de la comisaría. Temía el momento de quedarse en la calle con más equipaje del que podía arrastrar, y con una historia que, estaba convencida, nadie creería. Entonces el vehículo se detuvo bruscamente y el cochero se inclinó para hablar con alguien a quien Charlotte no alcanzó a ver del todo.
—¡Aún no hemos llegado! —exclamó, desesperada—. Siga, por favor. No puedo cargar con las maletas hasta tan lejos. En realidad, no puedo dar un solo paso con ellas.
—Lo siento, señorita —respondió el cochero con aire apenado, como si de verdad la compadeciera—. Era la policía. Al parecer, esta noche se ha escapado un preso muy peligroso. Acaban de descubrirlo y han tenido que cortar la calle.
—¿Un preso?
—Sí, señorita. Un hombre terrible y peligroso, según dicen. Ayer asesinó a un hombre de un disparo en la cabeza, y ahora se ha esfumado. Como por arte de magia. Han ido a verlo esta mañana y su celda estaba vacía. No permiten el paso de ningún vehículo.
Charlotte lo miró como si le costara entender sus palabras, pero las ideas le bullían en la mente. «Ha escapado un preso… Ayer asesinó a un hombre». Tenía que ser Narraway, o eso creía. Él debía de saber mejor que ella cuánta gente lo odiaba, lo fácil que les resultaría interpretar las pruebas como quisieran. ¿Quién iba a creerlo a él, un inglés con su pasado, antes que a Talulla Lawless, que era hija de Sean O’Neil y, aún más importante, hija de Kate? ¿Quién estaría dispuesto a creer que Talulla había disparado a Cormac?
El cochero seguía mirando a Charlotte, a la espera de su decisión.
—Gracias —balbució.
No quería dejar a Narraway solo y a su suerte en Irlanda, pero no podía ayudarlo de ningún modo. No sabía adónde se dirigiría, si al norte o al sur, tierra adentro, o si cruzaría el país hacia el oeste. No sabía si tenía amigos, viejos aliados, alguien a quien acudir.
A continuación, la asaltó una idea que le heló la sangre. Al detenerlo, le habrían quitado sus pertenencias, además del dinero. No llevaría un solo penique encima. ¿Cómo iba a sobrevivir, y mucho menos viajar? Debía ayudarlo.
¡Dios santo, que no confiara en ninguna de las personas que conocía en Dublín! Todas lo traicionarían. Mantenían vínculos de sangre y el recuerdo de un viejo dolor demasiado profundo para olvidarlo.
—¿Señorita? —El cochero interrumpió su pensamiento.
A Charlotte le quedaba poco dinero. La conocían como la hermana de Narraway. Se convertiría en un lastre para él. Allí no podía hacer nada para ayudarlo. Su única esperanza consistía en volver a Londres y, de algún modo, ponerse en contacto con Pitt, o al menos con la tía Vespasia.
—Por favor, lléveme al puerto —dijo con el tono más firme del que fue capaz—. Creo que será mejor que tome el próximo barco a Inglaterra. Lléveme al muelle del que salga, si es tan amable.
—Sí, señorita. —El cochero volvió a sentarse en el pescante y azuzó al caballo para que se pusiera en marcha y diera media vuelta. Tras un amplio giro en la calle, se alejaron de la comisaría.
El trayecto no era muy largo, pero a Charlotte se le hizo eterno. Pasaron por calles anchas y preciosas. En algunas calzadas cabrían siete u ocho coches de caballos, pero parecían medio desiertas comparadas con las de Londres, tan ruidosas y con frecuentes atascos. Charlotte se moría de ganas de marcharse de allí, aunque la invadía el pesar. Un día le gustaría regresar, anónima y libre de cargas, simplemente para disfrutar de la ciudad. Ahora solo podía inclinarse para echar un vistazo y contar los minutos hasta llegar al puerto.
El ajetreo de apearse con las maletas y de la multitud que esperaba para subir al barco le resultó incómodo y casi desesperante. Hizo un esfuerzo para tratar de desplazar las maletas sin dejar nada donde pudieran robárselo, y al mismo tiempo hurgar en su ridículo y comprar el billete. Al intentar abrirse paso, la muchedumbre la zarandeó y la empujó. En dos ocasiones estuvo a punto de perder su maleta mientras intentaba arrastrar la de Narraway y buscar el dinero para pagar.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó una voz cercana.
Iba a rechazar el ofrecimiento cuando notó una mano sobre la suya que intentó quitarle la maleta de Narraway. Charlotte estaba furiosa y a punto de llorar por la frustración. Levantó un pie, cubierto con su bonita bota de tacón, y le pisó con fuerza el empeine.
El hombre dio un grito ahogado, pero no soltó la maleta.
Charlotte volvió a levantar el pie, dispuesta a propinar otro pisotón.
—Charlotte, ¡suelte la maldita maleta! —bufó Narraway entre dientes.
Charlotte no solo soltó la maleta de él, sino también la suya. Estaba tan enfadada que podría haberlo abofeteado, y tan aliviada que las lágrimas le afloraron a los ojos y comenzaron a rodarle por las mejillas.
—¡Supongo que no tiene dinero! —dijo con aspereza, a punto de atragantarse.
—No mucho —respondió—. Pero O’Casey me prestó el suficiente para llegar a Holyhead. De todas formas, puesto que tiene mi equipaje, nos ocuparemos del resto. En marcha. Debemos comprar los billetes, y me gustaría subir a este barco. Puede que no tenga ocasión de esperar al siguiente. Supongo que la policía pensará en ello. Es la opción más evidente, pero tengo que volver a Londres. Temo que esté a punto de suceder algo muy desagradable.
—Ya han sucedido varias cosas muy desagradables —dijo Charlotte.
—Lo sé. Pero debemos evitar las que podamos.
—Sé lo que ocurrió con el dinero de Mulhare. Estoy casi segura de quién está detrás de este asunto.
—¿Ah, sí? —El entusiasmo en la voz de Narraway se hizo evidente incluso entre aquella multitud abrumadora y ruidosa.
—Se lo diré cuando estemos a bordo. ¿Oyó ladrar al perro?
—¿Qué perro?
—El perro de Cormac.
—Por supuesto. El pobre animal se abalanzó contra la puerta en cuanto entré en la casa.
—¿Oyó el disparo?
—No. ¿Y usted? —preguntó sorprendido.
—No —respondió Charlotte con una sonrisa.
—¡Ah! —Ya frente a la ventanilla, Narraway descubrió que habían llegado a la misma deducción—. Ya veo. —También él sonrió, pero al vendedor de billetes—. Dos para el barco a Holyhead, por favor.