12
—¿Por qué?
De pie en la sala de Charlotte, Nobby Gunne tenía el rostro contraído por la ansiedad. Como era de esperar, los periódicos habían llamado la atención sobre el trágico final de Linus Chancellor. A pesar de la lástima y la discreción, había resultado imposible ocultar el hecho de que se había quitado la vida repentina y violentamente en presencia de un superintendente de la policía. Los eufemismos empleados en relación con su muerte no hubieran satisfecho a la persona más ingenua. Se adivinaba que la policía debía de haberse presentado con una noticia tal, insoportable e incluso amenazante, que le había llevado a buscar una drástica respuesta inmediata.
De haberse tratado de una tragedia más corriente, de una solución a la muerte de su esposa que hubiera destruido cuanta fe aún conservaba en ella, o hubiera apuntado a ulteriores desastres, era posible que Chancellor no hubiese encontrado otra alternativa que el suicidio; pero lo lógico habría sido llevarlo a cabo más tarde, tras profunda reflexión, sin más compañía que la suya propia, de noche quizá. No lo habría hecho en presencia del superintendente de la policía de no ser que éste le hubiera venido, no ya con una revelación estremecedora, sino esgrimiendo el arresto inminente que haría imposible otra vía de escape.
Quizá existieran otras respuestas, pero nadie fue más allá del asesinato de Susannah, del que el propio Chancellor debía de ser culpable.
—¿Por qué? —repitió Nobby, fijando la mirada en Charlotte con urgencia e inquietud crecientes—. ¿Qué hizo ella que él no pudiera perdonarle? Yo hubiera jurado que él estaba profundamente enamorado de ella. ¿Se trató acaso de… —Nobby tragó con dificultad, como si algo le bloqueara la garganta— de otro hombre?
Sabedora de cuáles eran los temores de Nobby, Charlotte deseó con intensidad estar en disposición de ofrecer una respuesta que no fuera dolorosa. Pero las mentiras serían inútiles.
—No —respondió con rapidez—. No, no se trató de otro hombre. Estoy de acuerdo con usted en que ambos se amaban, cada uno a su modo. Por favor… —Charlotte indicó la silla más cercana—. Parece…
—¿Sí?
—Sólo iba a decir que parece tan… frío y formal estar de pie sobre la alfombra mientras hablamos de una cosa tan importante.
—¿Es… es importante? —preguntó Nobby.
—Los sentimientos humanos siempre lo son.
No de muy buena gana, Nobby se sentó, acomodándose en el mismo borde de la silla. Charlotte se sentó en la otra silla, aunque de forma menos incómoda, reclinándose en el respaldo.
—Usted conoce el porqué, ¿verdad? —insistió Nobby—. El superintendente Pitt se lo habrá dicho. Sé que siempre vivía muy de cerca sus investigaciones… en la época en que…
—Sí, mi marido me lo dijo.
—Entonces, se lo ruego, es algo de la mayor importancia para mí. ¿Por qué el señor Chancellor mató a Susannah?
Al observar el ansioso rostro de Nobby, Charlotte tuvo la certeza de que, aunque su respuesta no iba a ser la que Nobby más temía, sí le sería igualmente dolorosa de aceptar.
—La mató porque pensó que ella le había traicionado —repuso en tono grave—. ¡Pero no con otro hombre! Por lo menos no en el sentido convencional. Digamos que le traicionó yéndose con las ideas de otro hombre. Cosa que al señor Chancellor le resultó intolerable. El asunto se hubiera hecho público, pues Susannah tenía intención de retirarle su apoyo, y el de la parte de la empresa bancaria de su familia sobre el que ella ejercía control… Una medida así no podía quedar en privado. —Charlotte miró el pálido rostro de Nobby—. Susannah siempre había sido un apoyo y una admiradora ferviente del señor Chancellor. Si ahora le retiraba su apoyo, la cosa se sabría, y todo el mundo hablaría…
—Pero… si ella… lo veía de otra forma… —Nobby intentó articular sus pensamientos, pero éstos murieron antes que pudiera expresarlos en palabras. Era algo indefinible, algo que nadie se había ocupado de expresar porque se daba por descontado. Las mujeres debían a sus maridos la lealtad, no sólo de apoyarles en sus aspiraciones, sino, algo más sutil y que profundizaba más en la relación entre hombre y mujer, de confiar en su juicio sobre todas las cuestiones de la esfera masculina: cuestiones de pensamiento, filosofía, política y finanzas. Se daba por supuesto que las mujeres casadas no precisaban del voto, pues sus maridos les representaban ya. Era algo que no se cuestionaba, ni en el ámbito privado del hogar. El público desafío constituía una traición a tantos acuerdos no escritos que todos asumían, en los matrimonios donde no existía el amor y, por supuesto, en aquellos donde el amor seguía presente con intensidad y a lo largo del tiempo.
—Para ella se trataba de una cuestión de conciencia —añadió Charlotte—. No es que Susannah fuera desleal de un modo consciente. Incluso una vez la vi intentando convencer a su marido. Pero él simplemente no la escuchaba, pues la idea de que ella pensara de otra forma le resultaba inconcebible. El cielo sabe cuántas veces Susannah debió de intentar convencerle.
Nobby parecía estar de luto ella misma. Parecía anonadada, con los ojos distantes, la atención centrada en su propia mente. Al levantarse de la silla, se tambaleó ligeramente.
—Sí… sí, claro. Sabía que Susannah no podía haber obrado con perfidia, o sin pensar. Gracias. Ha sido usted muy generosa. Y ahora, si me disculpa… Me temo que tengo una visita más que hacer…
Charlotte vaciló un instante, sin atreverse a preguntarle si se encontraba bien. Sin embargo, sabía que la herida era de orden emocional y precisaba tiempo para cicatrizar. Nadie podía ayudarla. Charlotte murmuró una vaga despedida y contempló a Nobby salir por la puerta de la casa, caminando muy erguida y como a tientas.
Nobby volvía a casa sin apenas saber adónde se dirigía. Parte de su conciencia le instaba a visitar a Kreisler, a hablar con él alimentando la levísima esperanza de que existiera otra respuesta. Sin embargo, otra parte bastante mayor sabía que tal conversación carecía de sentido, amén de resultar absurda. Sólo serviría para sumirles en un embarazo mutuo. Una no se presentaba en casa de un hombre simplemente para comunicarle su… ¿desilusión?, ¿desengaño? Para decirle que le amaba, cuestión que nunca había sido explicitada, pero que no podía perdonarle lo que había hecho.
Él no se lo había pedido.
Nobby volvió a casa, sumida en la tristeza. Luego, a última hora de la tarde, después de las visitas de cortesía, la doncella se acercó para informarle que Kreisler estaba en la puerta.
Nobby pensó en recibirle en la biblioteca. El jardín resultaba demasiado doloroso, por preñado de recuerdos de muy distinta naturaleza, la cercanía y una hora de esperanza e intimidad.
Y sin embargo, la biblioteca —y cualquier habitación de la casa— resultaba demasiado pequeña. Estarían demasiado cerca el uno del otro.
—Le recibiré en el jardín —respondió por fin, saliendo rápidamente por la puerta, como si ésta, antes aún de la entrada de Kreisler, le ofreciera cierta vía de escape.
Nobby estaba junto al arriate, cuyas rosas comenzaban a florecer, cuando Kreisler se acercó a su lado. Kreisler no se ando con preámbulos. Ni ella ni él tenían por costumbre intercambiar trivialidades.
—Imagino que habrá oído hablar de Linus Chancellor —dijo él con calma—. Todo Londres conoce su nombre. Me gustaría pensar que lo sucedido redundará en algún tipo de respiro para África, pero lo cierto es que el tratado sigue adelante. Y me temo que Rhodes se encuentra ya en Mashonaland.
Nobby seguía con el rostro fijo en el césped, sin volverse hacia él.
—¿Por eso lo hizo?
—¿Qué hice el qué? —Su voz parecía expresar una sorpresa sincera. No había en ella fingimiento ni evasión.
Nobby había esperado sonar quejumbrosa, llorosa incluso, pero su pregunta brotó en tono mesurado pero fuerte:
—Llevar a Susannah por donde quería.
Kreisler se quedó de una pieza. El silencio se hizo por un momento. Nobby sintió muy próxima su presencia física.
—¡Yo no hice nada de eso! —se defendió, visiblemente asombrado—. ¡Sólo… sólo me limité a defender mi postura!
—Sí que hizo lo que le he dicho —replicó ella—. No dejó de atosigarla, borrando de su mente cuanto Chancellor le había dicho, pintándole una África explotada y en ruinas, la inmoral destrucción de una raza humana…
—¡Eso es cierto! —retó él—. Eso es exactamente lo que sucederá. Usted, mejor que nadie, sabe tan bien como yo lo que será de los mashonas y los matabeles cuando Rhodes dicte su ley. ¡Nunca aceptarán lo dispuesto por Lobengula! Es risible… si no fuera una maldita tragedia.
—Sí, lo sé, ¡pero ésa no es la cuestión!
—¿Ah, no? ¡Pues yo creo que sí lo es!
Nobby lo miró.
—No me estoy metiendo con sus ideas. No me metería con ellas aunque no las compartiera. Tiene usted derecho a creer en lo que le parezca…
Kreisler alzó las cejas y abrió mucho los ojos, cosa que Nobby prefirió ignorar. El sarcasmo estaba fuera de la pasión y la gravedad de lo que se debatía.
—Estoy hablando de los métodos de los que se ha valido: atacar a Chancellor ahí donde era más vulnerable.
—Por supuesto —contestó él con sorpresa—. ¿Qué quería que hiciera, atacarle donde era invulnerable? ¿Portarme como un caballero y pedirle que disparase primero? Esto no es un juego en el que se pierdan o ganen fichas. Estamos hablando de la vida. Y el precio de la derrota es el horror y la destrucción.
Sin embargo, Nobby estaba segura de lo que quería decir. Sin pestañear, fijó su rostro en Kreisler.
—¿Y qué hay de la destrucción de Susannah, jugando con su corazón y sus lealtades hasta que éstas se quebraron, quebrándola a ella a su vez? ¿Le parece eso más justo?
—¡Por Dios santo, Nobby! ¡Yo no sabía que él acabaría matándola! —protestó Kreisler, con el rostro ceniciento—. Sabe muy bien que no podía saberlo. Me conoce demasiado para ello.
—No imagino que lo supiera —insistió ella. En su interior, el dolor se veía suplantado por la certeza—. Pero pienso que no le importaba demasiado lo que pudiera suceder.
—¡Por supuesto que me importaba! —Kreisler tenía el rostro blanco como el papel—. Si hubiera sabido el desenlace, jamás habría intervenido. Pero esa opción no existía entonces.
—Pero usted no tenía por qué presionarla de ese modo, hasta que no tuviera más salida que escoger entre la propia integridad y el marido a quien amaba.
—Todo eso es muy bonito, pero la apuesta es demasiado fuerte.
—África Central, contra el tormento interior y la muerte de una mujer.
—Sí… si lo prefiere así. Diez millones de personas contra una sola.
—No lo prefiero. ¿Y qué me dice de cinco millones contra veinte?
—Sí… por supuesto. —Los ojos de Kreisler no pestañearon.
—¿Un millón contra cien? ¿Medio millón contra mil?
—¡No sea absurda!
—¿Cuándo se igualan los términos, Peter? ¿Cuándo llega el momento en que la cosa no vale la pena? ¿Cuándo los números se igualan? ¿Quién decide? ¿Quién lleva la cuenta?
—¡Déjelo ya, Nobby! ¡No sea ridícula! —Kreisler ahora se mostraba furioso. Su voz no exhibía matiz de disculpa ni justificación—. Estamos hablando de una persona y de una raza humana. No hay cuentas que valgan. Además, usted desea lo mismo que yo para África. ¿Por qué tenemos que discutir? —Kreisler alzó las manos como si quisiera tocarla.
Nobby dio un paso atrás.
—No lo sabe usted, ¿verdad? —dijo ella con creciente comprensión, y una tristeza que mordía sus emociones y prestaba a su razón condición de faro reluciente y solitario—. No le reprocho sus ideas. Lo que no puedo tolerar es los medios que está dispuesto a emplear para alcanzar sus fines, y lo que esos medios hacen de usted. Usted me habla como si el fin y los medios fueran cosas distintas. Pero no lo son.
—Yo la amo, Nobby…
—Yo también le amo, Peter…
Kreisler volvió a hacer ademán de acercarse. De nuevo ella dio un paso atrás, apenas unos centímetros, pero que no dejaban lugar a dudas.
—Existe un abismo entre lo que usted y yo consideramos aceptable, y se trata de un abismo que yo no puedo cruzar.
—Pero ambos nos queremos —objetó él, con el rostro marcado por el apremio y la incomprensión—. Es suficiente.
—No lo es. —La voz de Nobby sonó tajante, un punto irónica incluso—. Usted contaba con que la integridad y el honor de Susannah fueran mayores que el amor que sentía por Chancellor… y tenía usted razón. ¿Cómo es que no imagina que a mí me pueda suceder lo mismo?
—No es que lo dude. Es que…
Nobby soltó una risa que sonó curiosa y entrecortada, dándose cuenta de la ironía.
—Es que, al igual que Linus Chancellor, nunca se le ocurrió que yo pudiera pensar algo distinto a usted. Pues bien, sí puedo. Y nunca sabrá hasta qué punto desearía no poder.
Kreisler retuvo el aliento para responder, para hacer una nueva objeción, pero en ese momento los ojos de Nobby le revelaron la futilidad del intento. Al comprender, prefirió ahorrarse la indignidad de insistir y ahorrarle a ella el dolor adicional de verse obligada a rechazarle otra vez.
Kreisler se mordió el labio.
—Éste es un precio que nunca pensé que tendría que pagar. Y no es fácil.
De pronto Nobby se sintió incapaz de mirarle. La humildad era lo último que esperaba. Nobby volvió el rostro hacia las rosas antes de encaminarse al manzano, para que Kreisler no viera las lágrimas que surcaban sus facciones.
—Adiós, Nobby —dijo él con suavidad, con la voz sorda, como si él mismo se encontrara abocado a una emoción imposible de soportar.
Nobby oyó el sonido de sus pasos al alejarse, apenas un débil susurro sobre la hierba.
A Charlotte le preocupaba Matthew Desmond y la terrible, devoradora soledad a que se veía abocado después que Harriet no le perdonara haber repetido la conversación telefónica que oyera por casualidad. Harriet se negaba incluso a recibirle en casa. Matthew no tenía modo de ofrecerle una explicación, ni de tratar de confortarla. Harriet se había encerrado en sí misma, a solas con su vergüenza, su furia y su convicción de haber sido traicionada de una forma imperdonable.
Charlotte le daba vueltas y más vueltas al asunto; ni por un segundo dudó de que Matthew hubiera hecho lo correcto. Quizá había perdido a Harriet por la decisión que había tomado, pero, de haber obrado de otro modo, el silencio pesaría para siempre como una losa en su conciencia. Matthew habría perdido entonces lo que era mejor en él, ese núcleo de verdad que al final resulta clave en toda decisión, en todos los valores, en la propia esencia de la identidad. La negación de lo que uno sabe justo no es cosa que uno se perdone con facilidad. Con el tiempo, ello habría destruido el amor que se profesaban.
A todo esto, Charlotte seguía con sus diarios quehaceres, simples o complicados, amasando pan o cortando la masa de un pastel, mirando a Gracie pelar las verduras, inspeccionando el estado de las sábanas y cosiendo los deshilachados puños de las camisas de Pitt, buscando botones para reemplazar a los que se habían perdido; al mismo tiempo sin dejar de pensar, cada vez que su mente encontraba un momento para abstraerse, en el dolor que sentía Matthew, en su soledad y profunda melancolía. Incluso los jueguecitos a que Archie y Angus se entregaban en el suelo de la cocina apenas si devolvían una breve sonrisa a su rostro.
Las pocas noches que pasaban juntos se dedicaba a observar el rostro de Pitt en reposo, y percibía la tensión que apenas le abandonaba en los últimos tiempos, incluso después de resolver el asesinato de Susannah, sabedora de la pena que anidaba en él y de los retazos de culpabilidad que seguían sombreando su recuerdo de Arthur Desmond. Charlotte ansiaba poder ofrecerle ayuda, pero el hecho de rodearle con sus brazos y musitarle su amor al oído no era más que un paliativo superficial que, lo sabía bien, no llegaba allí donde más punzaba el dolor.
El mismo día que Nobby la visitó, cuando comprendió lo que de veras le había dolido y lo que pensaba hacer a continuación, Charlotte se decidió a visitar personalmente a Harriet. Fuera cual fuese el resultado de su visita, las cosas no estarían peor que ahora, y Harriet, lo mismo que Matthew, merecía conocer la verdad. La felicidad de Harriet, en la medida en que era posible —y su llegada podía tardar mucho tiempo—, dependía en gran parte de la decisión que ahora adoptara. Harriet podía escoger entre el valor, la comprensión y el perdón, o podía escudarse tras la culpa ajena, consumirse de indignación y convertirse en una mujer amargada y solitaria, sin amor que ofrecer ni tomar.
En todo caso, Harriet tenía derecho a que su decisión se basara en la realidad, no en fáciles palabras de una comodidad engañosa.
Para la ocasión, Charlotte se puso un sencillo pero favorecedor vestido verde oscuro con adornos azules. El vestido era un tanto oscuro para el verano, cosa que lo hacía un punto llamativo. Charlotte tomó un coche de punto hasta la casa de Matthew, cuya dirección había encontrado en el escritorio de Pitt. Una vez allí, pidió al cochero que la esperase fuera.
Matthew se quedó de una pieza al verla, pero la hizo pasar con amabilidad. Su aspecto seguía siendo de tristeza y profunda infelicidad.
Charlotte le puso al corriente de su plan en pocas palabras y le pidió que la acompañara, no ya a casa de Harriet, sino hasta su calle, cuando menos.
—¡Oh, no! —Matthew rechazó su plan de inmediato, con el dolor y la derrota pintados en la expresión.
—Si no puedo convencerla, ella nunca llegará a saber que estuvo usted allí —apuntó Charlotte.
—Nunca lo conseguirá —dijo Matthew llanamente—. Harriet nunca me perdonará.
—¿Es que hizo usted mal? —desafió Charlotte.
—No sé…
—¡Sí lo sabe! Usted hizo lo único que resultaba honorable dadas las circunstancias, y haría bien en no olvidarlo nunca. Piense en la alternativa. ¿Cuál era? Mentir por omisión para encubrir la traición de Soames, no porque ésta le pareciera bien, sino por miedo a buscarse el rechazo de Harriet. ¿Se imagina vivir con algo así en su conciencia? ¿Podría continuar amando a Harriet después de haber pagado semejante precio?
—No…
—Entonces venga conmigo e intentémoslo. ¿O es que acaso tiene muy claro que Harriet es demasiado superficial para comprenderlo?
Matthew sonrió con brevedad y cogió su chaqueta. No había por qué decir más.
Charlotte salió primero y dio al cochero la dirección de Harriet Soames. Al llegar, Charlotte apretó levemente la mano de Matthew y descendió del carruaje, dejándole a solas en su interior mientras subía los escalones de la casa. Estaba decidida a que la dejaran entrar como fuese; sólo la detendría la posibilidad de montar una escena. Charlotte llamó a la puerta; cuando la puerta se abrió, clavó su mirada en los ojos de la criada y le informó de que tenía algo importante que tratar con la señorita Soames, y que estaría muy agradecida si la señorita Soames consentía en recibirla.
La criada desapareció por espacio bastante prolongado, unos cinco minutos, antes de volver para informarle de que, por desgracia, hoy la señorita Soames no se encontraba bien y no estaba en disposición de recibir a nadie. Si la señora Pitt quería dejar una nota, ella misma se encargaría de entregársela a la señorita.
—No, gracias —repuso Charlotte al punto, forzando una sonrisa—. La cuestión es personal y muy delicada. Tengo intención de venir una y otra vez, hasta que la señorita Soames se haya repuesto y esté en condiciones de recibirme. Lo que tengo que hablar con ella no puede pasar el filtro de terceras personas ni puede ser llevado al papel. ¿Sería tan amable de decírselo? Estoy segura de que la señorita Soames es una dama valiente. Tan hermosa como es, no puede esconderse del mundo para siempre. Y que yo sepa, no tiene motivo alguno para avergonzarse. La propia vergüenza y el deseo de escapar de los demás no son motivo suficiente.
La criada palideció.
—Yo… no puedo decirle eso, señora.
—Ya sé que no puede. —Charlotte acentuó su sonrisa—. Pero sí puede decirle que yo lo he dicho. Y si siente usted consideración hacia ella, cosa de la que estoy segura, le gustará verla repuesta y dispuesta a enfrentarse otra vez al mundo. Es algo que toda persona bien nacida sabrá apreciar. Como usted no ignora, los demás muchas veces nos juzgan según nos estimamos a nosotros mismos. Si una cree ser indigna, lo más probable es que los demás se convenzan de que nadie lo sabe mejor que una misma y que, por tanto, es efectivamente indigna. Cuando una anda con la cabeza bien alta y mira directo a los ojos, a no ser que las pruebas en contra sean abrumadoras, todos asumirán que una es tan inocente como aparenta. Y ahora, por favor, vaya y dígale cuanto acabo de decirle.
—Sí, señora. Ahora mismo, señora. —La criada se alejó a toda prisa, con los tacones repiqueteando sobre el suelo pulimentado.
Charlotte soltó un momentáneo suspiro de alivio. ¡El discurso había sido digno de su tía abuela Vespasia! Aunque creía en cuanto acababa de decir, había hablado con una confianza y una arrogancia que estaba lejos de sentir.
Charlotte permaneció en el umbral, bajo el sol, sin sentarse en el hermoso recibidor donde abundaban las sillas. La criada volvió después de lo que parecieron horas aunque probablemente no fueron más de diez minutos.
—Sí, señora —dijo la criada, volviendo casi al trote, con el rostro rosado y considerable respeto en su mirada—. La señorita Soames dice que hará el esfuerzo de recibirla. Por aquí, por favor.
Charlotte la siguió a una pequeña sala de estar al final de la casa, donde Harriet descansaba sobre una chaise longue de terciopelo dorado, pálida en extremo con su vestido de muselina blanca y con el negro cabello revuelto sobre los hombros. La imagen resultaría menos inquietante si su piel exhibiera algo de color, y no ese tono amarillento que hablaba de una dolencia nada imaginaria, si bien nacida en el desespero.
Harriet alzó su mirada hacia Charlotte y la invitó a tomar asiento mientras hacía salir a la criada. En ningún momento le ofreció refresco alguno.
—Su mensaje ha sido sincero hasta rozar la ofensa, señora Pitt. Me parece sorprendente que crea tener derecho a insistir en verme. Apenas nos conocemos; apenas un par de saludos no le permiten perturbar mi dolor con amenazas de perseguirme o insultos en los que se me tacha de cobarde. ¿Qué quiere decirme que le parece que justifica todo eso? No puedo imaginar de qué se trata.
Charlotte había pensado largo y tendido lo que iba a decir, pero ahora que el momento había llegado, la cosa era mucho más difícil de lo imaginado.
—Tiene usted una decisión importantísima que tomar —comenzó, adoptando un tono suave y reposado—. Una decisión que marcará el resto de su vida…
—No tengo ninguna decisión que tomar —negó Harriet con firmeza—. Matthew Desmond me ha dejado sin decisión. Sólo me queda un camino a seguir. Pero eso no es asunto suyo, señora Pitt. Supongo que no puedo culpar a su esposo de lo sucedido. Al fin y al cabo, es policía y cumple con su deber. Con todo, después de lo sucedido, no puedo admirarlo, como no la admiro a usted, por ser su mujer. Ya que quiere que hablemos claro, voy a ser lo más clara posible.
—La cuestión es demasiado importante para que no lo hagamos —convino Charlotte, esbozando en su mente lo que iba a decir a continuación—. Pero si cree que estoy de acuerdo con los actos de mi marido por simple lealtad conyugal, está usted equivocada. Hay ciertas cosas que una debe creer por sí misma, sin importar lo que piensen otros, sean éstos padres, maridos, líderes políticos u hombres de la Iglesia. Hay algo en el interior de todos nosotros, un alma si quiere, que debe responder ante Dios o, si no cree usted en Él, ante la historia, la vida o, simplemente, ante una misma; y la fidelidad a este núcleo interior de cada persona debe prevalecer sobre todas las demás lealtades. Una vez ha sido vista, la luz de la verdad no puede ser negada, por mucho que les pese a otros…
—En verdad, señora Pitt, es usted…
—¿Le parece extremo lo que digo? —cortó Charlotte—. Por supuesto, hay formas de hacer las cosas. Si una persona tiene que negar las creencias o demoler los ídolos de otra persona, es mejor que lo haga de forma abierta y honorable, a la cara, y no por la espalda. Y nadie tiene el derecho a pedirle una lealtad superior a la que debe a su propia conciencia.
—No, claro que no, pero… —Harriet se detuvo, insegura de dónde iba a parar.
—En la escuela aprendí un poema escrito en la época de la Guerra Civil —continuó Charlotte—. El poema es de Richard Lovelace y se llama A Lucasta, de camino a la guerra. Hay un verso que dice: «Podría no amarte demasiado, querida / Enamorado, ya no tengo honor». Por entonces el poema me daba risa. Mi hermana y yo solíamos hacer bromas al respecto. Pero ahora comienzo a entender su significado; por lo menos, en mis momentos más lúcidos, comprendo retazos de lo que encierran esos versos.
Harriet frunció el ceño, pero siguió escuchando.
—Cuanto mejor es una persona —continuó Charlotte—, más integridad, compasión y valor demuestra, más profundo es el amor que puede ofrecer; más profundo y más delicado, añadiría. Un barco de poco calado guarda menos tesoros en sus bodegas y sigue siendo superficial, por muy imponente que sea su cubierta.
Los ojos de Harriet no se habían movido del rostro de Charlotte.
—¿Qué es lo que quiere decirme, señora Pitt?
—¿Admira usted a un hombre que hace lo que considera justo, lo que sabe que es justo, únicamente cuando sabe que ello no le va a perjudicar?
—Por supuesto que no —respondió Harriet al punto—. Eso es algo que está al alcance de todo el mundo. La mayor parte de la gente se comporta así. Es normal que las personas busquen el propio interés. El honor y la nobleza se demuestran cuando hay un coste por medio.
—En ese caso, su respuesta verbal difiere bastante de la respuesta en sus actos —indicó Charlotte, en tono amable y con una expresión de tristeza que desmentía toda crítica.
—No la entiendo —dijo Harriet, si bien su aire vacilante indicaba que quizá empezaba a comprender.
—¿De veras? ¿Preferiría que Matthew se hubiera prestado a lo que él sabía indigno a fin de complacerla? ¿Lo hubiera admirado, le habría amado por ello? Si hubiera sido capaz de hacer algo así, traicionar la confianza de su país y el honor de sus compañeros de trabajo a fin de complacerla, ¿qué más traicionaría, para ahorrarse desdicha o soledad, si la ocasión se presentara?
El rostro de Harriet mostraba la punzada de la angustia y un terrible conflicto de decisión.
—¿Llegaría a mentirle —continuó Charlotte— para evitar su cólera o su rechazo? ¿Dónde se detendría? ¿Qué verdades o promesas resultarían sagradas? ¿O es que todo podría ser roto si el dolor que causara fuese excesivo?
—¡No siga! —exclamó Harriet—. No hace falta que continúe. Entiendo lo que quiere decirme. —Harriet respiró con fuerza, retorciendo los dedos sobre su regazo—. Quiere decirme que me equivoco al culpar a Matthew cuando no hizo sino lo que creía justo.
—¿A usted no le parece justo también? —insistió Charlotte.
Harriet guardó silencio durante largo rato.
—Sí… —respondió por fin. Charlotte adivinó lo mucho que le costaba hacerlo. En cierto sentido, Harriet estaba dando la espalda a su padre, admitiendo la equivocación que había cometido. Sin embargo, a la vez se trataba de una especie de liberación del esfuerzo que suponía mantener una ficción que apartaba a su razón de sus emociones, en un conflicto que seguiría erosionándola durante tanto tiempo como se prolongase—. Sí, sí, tiene usted razón. —Harriet la observó con un ceño de ansiedad—. ¿Piensa que… que Matthew sabrá perdonar mi juicio precipitado… y mi cólera?
Charlotte sonrió con certeza absoluta.
—Pregúnteselo a él —respondió.
—Yo… yo… —tartamudeó Harriet.
—Matthew está ahí fuera. —Charlotte se sonrió, a su pesar—. ¿Quiere que le haga entrar? —Al decirlo, ya se encaminaba hacia la puerta. Apenas esperó a oír el ronco asentimiento de Harriet.
Matthew estaba sentado cabizbajo en el interior del carruaje, echando nerviosas miradas al exterior, con el rostro descompuesto. Al ver la expresión de Charlotte, sus ojos reflejaron la lucha que el ansia y la esperanza establecían con la razón.
Charlotte se detuvo a su lado.
—Harriet le pide que entre —indicó—. Y, Matthew, ella… ella se ha dado cuenta de su error. Creo que cuanto menos se hable de ello, más fácil será olvidar.
—Sí. Sí, por descontado. Yo… —Matthew tragó saliva—. ¡Gracias!
A continuación se olvidó de Charlotte y corrió hacia la puerta de Harriet, que cruzó sin molestarse en llamar o esperar aviso adicional.
Charlotte echó a caminar por la acera. Sin apenas molestarse en disimular, echó una mirada por la ventana, donde reconoció dos siluetas frente a frente; al momento siguiente, las siluetas se aproximaron de tal modo que parecieron convertirse en una sola, indivisible para siempre.
De vuelta en casa tras estar con Harriet Soames y Matthew, Charlotte se sintió de un humor espléndido, satisfecha porque todo hubiera marchado tan bien. Sin embargo, existían otros aspectos a considerar, sobre los que distaba de estar tan segura. Todo había comenzado con la muerte de Arthur Desmond. El asesinato de Susannah era una tragedia que sentía en lo más hondo después de haberla conocido personalmente, pero la muerte de sir Arthur era la que verdaderamente dolía a Pitt, cuyo dolor resultaba lacerante pues formaba parte de su propia vida y nunca podría ser olvidado. Y Charlotte sabía, leyendo a través de los silencios de su marido, que el sentimiento de culpa formaba parte de ese dolor.
Charlotte tenía el esbozo de un plan en la mente, pero necesitaba la ayuda de alguien con acceso al Morton Club, de una persona a quien no se relacionara con la policía y que pudiera acercarse por allí como un miembro inocente más. Por supuesto, esa persona, además, debía estar dispuesta a prestarse a la indagación.
La única persona a quien conocía que respondía parcialmente a ese perfil era Eustace March. Charlotte tenía muchas dudas sobre la posibilidad de que Eustace se dejase persuadir para satisfacer el último requisito. Con todo, sólo había una forma de saberlo.
Charlotte se sentó a escribir una carta.
«Querido…». Vaciló entre dirigirse a él como «Tío Eustace» o como «Señor March». El primer tratamiento sonaba demasiado familiar, el segundo demasiado rígido. La relación entre ambos era única, mezcla de parentesco distante, embarazo y sentido de la culpabilidad extremos, y, por último, antagonismo en relación con las tragedias sucedidas en Cardington Crescent. Ahora se daba entre ambos una especie de tregua, nerviosa y extremadamente cautelosa por parte de Eustace.
Charlotte precisaba de su ayuda. El concepto de sí mismo que tenía Eustace era tal que se apresuraría a socorrer a una mujer en apuros. La cosa encajaba en su concepción de lo que eran un hombre y una mujer, y su imagen de lo que era un auténtico cristiano y un caballero benevolente.
«Querido señor March —escribió—: Discúlpeme por mi atrevimiento al abordarle de forma tan directa y sin ningún preámbulo, pero necesito ayuda en una cuestión de la mayor gravedad moral. —Charlotte se sonrió al proseguir—. No puedo pensar en otro hombre a quien acudir tan segura de su capacidad para ayudar a los demás y de su disposición a hacerlo así con el valor y el tacto extremo que se necesitan. Necesito contar con una persona de juicio rápido, gran percepción de los hombres, honestidad absoluta e, incluso, cierta presencia y autoridad física».
¡Si estas líneas no le llegaban a lo más hondo, nada lo haría! Charlotte esperaba no haberse excedido en la presentación del caso. Pitt sospecharía al instante de una carta escrita en esos términos. Pero Pitt tenía sentido del humor, cosa de la que Eustace carecía.
«Me gustaría visitarle esta noche —continuó— para explicarle con precisión la naturaleza del problema y cómo creo que éste puede ser resuelto en interés del honor y la justicia. Dispongo de un teléfono, cuyo número aparece en la parte superior de este folio. Confío en que será tan amable de hacerme saber si una visita mía sería conveniente… esto es, si está usted dispuesto a acudir en mi ayuda. Suya, con afecto y esperanza, Charlotte Pitt».
Cerró y selló la misiva, que entregó a Gracie para que depositara en el correo. Eustace la recibiría esa misma tarde.
Charlotte recibió la respuesta por teléfono, en forma de afirmación entusiasta, expresada con gravedad y considerable seguridad —por no decir satisfacción— en sí mismo.
—Mi querida amiga —le saludó él cuando Charlotte se presentó en su biblioteca de Cardington Crescent—. ¿En qué puedo serle útil? —Eustace estaba de pie ante la chimenea, aunque ningún fuego ardía en la tibia noche veraniega. Se trataba de simple cuestión de hábito, prerrogativa del señor de la casa, acostumbrado a calentarse allí durante todo el invierno—. Quizá sería mejor que me refiriese la naturaleza exacta del problema.
Charlotte se sentó en la silla ofrecida por él, tratando de no pensar en las pasadas asociaciones del lugar, en los recuerdos de la tragedia.
—El asunto tiene que ver con una muerte terrible —declaró, mirándole a los ojos con franqueza para ganarse su atención sin hacer uso de coquetería ninguna—. Se trata de una cuestión que la policía, a causa de su posición, o falta de posición, en la sociedad, no está en condiciones de solventar. Thomas tiene muchos datos sobre lo sucedido, pero la respuesta final está fuera de su alcance, pues sólo tiene acceso al lugar de los hechos en su condición expresa de policía. Naturalmente, la observación bajo estas condiciones resulta inútil, pues todo el mundo está en guardia. —Charlotte esbozó una mínima sonrisa—. Además, hay personas que necesitan encontrarse frente a la autoridad y el estatus natural de un caballero para responder con la verdad. ¿Entiende lo que quiero decir, señor March?
—Por supuesto, mi querida señora —respondió él al punto—. Son los problemas que se derivan de pertenecer a la clase… —Eustace se detuvo a tiempo para no mostrarse ofensivo; el dilema se hizo patente en su rostro— ocupada —concluyó, saludando con gesto florido su afortunada resolución de la frase—. Al enterarse de su ocupación, serán muchos los que se muestren precavidos —añadió, por si no había quedado claro—. ¿A qué lugar al que tengo acceso se refería usted en concreto?
—Al Morton Club —repuso ella con dulzura—. Sé que usted es socio, pues una vez se lo oí decir. Además, todos sabemos que se trata del club más distinguido de Londres, de modo que sin duda sería usted bienvenido de todos modos, aun sin gozar de la condición de socio. Nadie cuestionaría su presencia o le encontraría fuera de su ámbito. Además, no conozco a otra persona que pueda hacer lo que pido y que tenga… perdóneme, no sé cómo expresarlo sin parecer exagerada.
—Por favor, le ruego que sea sincera conmigo —urgió él—. Prometo no criticar lo que tenga que decirme ni las palabras que utilice. Si estamos ante una cuestión de la importancia que insinúa, no es momento para detenerse en pequeñeces.
—Gracias. Es usted de lo más comprensivo. Como decía, necesito a un hombre que tenga amor a la justicia y un valor que anteponga ese amor a la comodidad y la conveniencia. Los hombres así no son precisamente corrientes.
—Cuánta razón tiene —observó él con tristeza—. Se trata de un mórbido recordatorio de los tiempos en que vivimos. Pero, exactamente, ¿qué es lo que quiere que haga?
—Descubrir qué le sucedió a sir Arthur Desmond la tarde de su muerte…
—Pero sin duda su muerte fue por accidente o suicidio. —Eustace torció el gesto levísimamente—. Quitarse la propia vida no es acto cristiano o de caballeros, excepto cuando hay deudas de juego por medio o se ha cometido una grave indignidad…
—¡No, no, señor March! Ahí está la cuestión. Sin duda se trató de un asesinato… cometido por razones que no quiero detallar ahora. —Charlotte proyectó el rostro hacia adelante, observándole con intensidad—. Ese crimen guarda cierta relación con la muerte de la señora Chancellor. —Charlotte ignoró la expresión atónita de su interlocutor—. El crimen también tiene que ver con algunos miembros del Ministerio de Colonias cuyo nombre no puedo divulgar. De hecho, sólo sé cuanto he oído de pasada, pero la cuestión tiene que ver con los intereses de Inglaterra y el Imperio, que quizá estén en entredicho. —Eustace le escuchaba con la boca y los ojos muy abiertos—. Sir Arthur fue asesinado por haber llamado la atención sobre cuestiones que exponían a ciertas personas a la sospecha y, con el tiempo, a la ignominia —terminó Charlotte.
—¡Cielo santo! ¡No puedo creerlo! —Eustace respiró con fuerza—. Mi querida señora, ¿está usted completamente segura de lo que dice? Parece como si…
—La señora Chancellor ha muerto. Y también el señor Chancellor. ¿Acaso puede dudar de la importancia del asunto?
—No. No, por supuesto que no. Pero ¿qué conexión…?
—La cosa tiene que ver con África. ¿Puedo contar con su ayuda?
Eustace sólo vaciló un instante. ¿Cómo podía rehusar y negarse a sí mismo la oportunidad de mostrar su galantería, jugar un papel noble en la cuestión, y asegurarse, quizá, un pequeño lugar en la historia?
—Por descontado —contestó él con entusiasmo—. ¿Cuándo nos ponemos en marcha?
—¿Mañana hacia la hora del almuerzo? —sugirió ella—. Naturalmente, yo no estoy autorizada a entrar en el club.
—¡Dios santo, claro que no! —convino él con expresión alarmada. Una cosa así equivaldría a un sacrilegio.
—En ese caso, le esperaré en la calle —respondió Charlotte, a duras penas tratando de ocultar su irritación. La cosa era absurda. ¿Por qué los hombres se empeñaban en escandalizarse ante la idea de que una mujer pudiera visitar un club? ¡Ni que les diera por pasearse desnudos! La imagen la divirtió de tal modo que tuvo que reprimir la risa con dificultad.
Al advertir su expresión, Eustace esbozó un gesto de alarma.
—Espero que no estará pensando…
—¡No! —respondió ella al instante—. No, por supuesto que no. Prometo esperarle en la calle. Si no termina de creerme, recuerde que Thomas ha sido recién ascendido. Soy la primera interesada en mostrar el mayor decoro para no interferir en su carrera. —Charlotte distorsionaba un tanto los datos, pero Eustace parecía creerla.
—Por supuesto, por supuesto. —Eustace asintió con gesto que quiso ser sagaz—. Le pido disculpas por haber dudado de usted. Y ahora, dígame, ¿qué información es la que desea obtener?
—Para empezar, quiero saber precisamente quién se encontraba allí la tarde de su muerte, y dónde estaban sentados, o de pie, o como estén los caballeros en sus clubs.
—Una pregunta muy sencilla. Sin duda Thomas habrá sabido la respuesta gracias a los camareros —apuntó él en tono satisfecho.
—No, al parecer, los camareros están tan ocupados que no se dieron cuenta —respondió ella—. Además, si tienen ocasión, las personas rehúyen hablar con la policía, especialmente cuando albergan el temor de comprometer sin motivo a sus amigos.
—Entiendo… —Eustace mostraba cierta expresión escéptica.
—Pero usted no hablará con la policía; tan sólo responderá ante mí —especificó ella.
Charlotte consideró si debía mencionar que Farnsworth se había opuesto a que Thomas investigara el caso; pero el riesgo le pareció excesivo. Eustace era hombre que sentía respeto reverencial hacia la autoridad. Además, no era descartable que perteneciera a la misma rama del Círculo Interior, lo que alteraría por completo su disposición.
—Muy bien —convino Eustace, aparentemente tranquilizado por el último detalle. Después de todo, ¿quién era ella para que los demás se fijasen?—. De acuerdo. —Eustace se frotó las manos—. Entonces podemos poner manos a la obra mañana mismo. ¿Qué le parece si nos encontramos a las once de la mañana en la puerta del Morton Club?
Charlotte se levantó de su silla.
—Siento que tengo una enorme deuda con usted, señor March. Muchas gracias. Me he tomado la libertad de redactar una breve descripción de los principales sospechosos —añadió con rapidez, pasándole un papel—. Estoy segura de que le será útil. Muchas gracias.
—No se merecen, mi querida amiga, no se merecen —aseguró él—. De hecho, ardo en deseos de entrar en acción.
Eustace ya no estaba tan seguro a las once y diez de la mañana siguiente, cuando entró en la sala principal del Morton Club, buscando un lugar donde sentarse mientras se preguntaba cómo rayos iba a llevar a cabo su labor. Para empezar, a la fría luz del recinto público, se daba cuenta de que su misión era de un mal gusto extraordinario. Uno jamás preguntaba por sus acciones a un socio de su mismo club. Era algo que no se hacía. La misma esencia de contar con un club radicaba en gozar del anonimato y la tranquilidad, en disfrutar de compañía mientras se estaba en privado, en rodearse de personas como uno mismo, personas que sabían cómo comportarse.
Siguiendo las indicaciones de Charlotte, se sentó en el lugar donde sir Arthur había muerto. En ese momento se sintió completamente estúpido, seguro de que tenía el rostro como la grana, a pesar de que nadie reparó en él en absoluto. Cosa, por otra parte, que era de rigor en todo club decente. ¡No tendría que haberse metido en esto, por mucho que Charlotte Pitt hubiera insistido! Tendría que haber declinado con gesto amable, señalando la imposibilidad de su tarea, y haberla hecho salir de su casa.
Pero ahora ya era tarde. ¡Había dado su palabra! Eustace no tenía madera de caballero andante. Y ya puestos, Charlotte no era su idea de una damisela en apuros. Era demasiado lista para ser satisfactoria, demasiado rápida con la lengua.
—Buenos días, señor. ¿Querrá tomar algo? —preguntó una voz discreta a la altura de su codo.
Eustace dio un respingo antes de fijarse en el rostro del camarero.
—Oh, sí, un vasito de whisky no iría mal, eh…
—¿Sí, señor?
—Disculpe. Estaba tratando de recordar su nombre. Me parece que nos hemos visto antes.
—Guyler, señor.
—Guyler. Eso mismo. Yo, eh… —Eustace se sentía el centro de las miradas, un asno absoluto, pero tenía que cumplir lo prometido. No podía volver junto a Charlotte y decirle que había fracasado, que ni siquiera se había atrevido a intentarlo. Ninguna vergüenza podía ser superior a ésa. La confesión de semejante cobardía a una mujer resultaría acongojante; en el caso de Charlotte, simplemente sería intolerable.
—¿Sí, señor? —repuso Guyler con impaciencia.
Eustace respiró hondo.
—La última vez que estuve aquí, el último día de abril, estuve hablando con un caballero de lo más interesante, un hombre que había viajado mucho, por tierras africanas sobre todo. Parecía saberlo todo sobre la colonización de África. Lo que pasa es que no recuerdo su nombre. No creo que me lo dijera. A veces, uno se olvida de mencionarlo, ¿no le parece?
—En efecto, señor —respondió Guyler—. ¿Quería usted saber el nombre de ese caballero?
—Exactamente —contestó Eustace con un alivio infinito—. Me ha entendido usted bien.
—Sí, señor. ¿Dónde se sentó ese día, señor? El dato quizá me ayude a recordar. Y, quizá, si pudiera describirme un poco a ese caballero… ¿Era hombre de edad? ¿Rubio o moreno? ¿De estatura o más bien bajo?
—Eh… —Eustace se devanó los sesos pensando en cómo Charlotte le había descrito a los principales sospechosos. Por desgracia, éstos guardaban poco parecido entre sí. De pronto se le ocurrió una brillante idea—. Bien, el caballero en cuestión era más bien calvo, de nariz poderosa y ojos azules muy claros —describió con repentina convicción—. Me acuerdo bien de sus ojos, muy llamativos…
—¿Ese caballero había estado en África, señor? —preguntó Guyler.
—Exacto. ¿Sabe a quién me refiero?
—¿Se encontraba usted en la biblioteca, señor?
—Sí, sí, es posible… —Eustace se esforzó en mostrarse poco seguro.
—Entonces, lo más probable es que se tratara del señor Hathaway, señor.
—¿Estaba aquí ese día?
—Sí, señor. Aunque no por mucho tiempo. —El rostro de Guyler se ensombreció—. Según recuerdo, se encontró indispuesto. El señor Hathaway fue al baño, y creo recordar que luego marchó a casa sin volver a la biblioteca. De hecho, no llegó a pisar esta sala. Lo siento. No me parece que fuera él, señor. ¿Habló usted largo rato con ese caballero, quien sabía tanto sobre África?
—Yo diría que sí… —Eustace dejó volar su imaginación. Era la primera vez que decía una mentira. Le habían educado para decir siempre y en todo momento la verdad, por muy desagradable o fastidiosa que fuera. La consciente fabricación de mentiras sabía dulce como el fruto prohibido. ¡La cosa resultaba bastante divertida!—. Ahora que lo pienso, creo que había otro caballero que también estaba bien informado. De hecho, este recién acababa de llegar de viaje. Todavía tenía el rostro quemado por el sol. Rubio y curtido, ese aspecto tenía. Un caballero alto y delgado, de porte casi militar. Si no recuerdo mal, tenía un apellido alemán u holandés. Un apellido extranjero, en todo caso. Aunque el caballero era inglés a carta cabal…
—¿No sería el señor Kreisler, señor? Lo ha descrito usted muy bien. Y ese día estaba aquí. Me acuerdo bien porque ése fue el día en que murió el pobre sir Arthur Desmond, aquí mismo, en el mismo sillón que ocupa usted. Una gran pérdida.
—Sin duda —convino Eustace con cierta alarma—. Y, sí, creo que ése era el apellido al que me refería. ¿No sería ese caballero amigo de sir Arthur?
—No lo creo, señor. Sir Arthur no se movió de esta sala, y, que yo recuerde, el señor Kreisler no llegó a salir de la biblioteca. De hecho, pasó bastante rato en ella. Vino a encontrarse con alguien, y no salió hasta después de almorzar.
—¿Y no llegó a entrar aquí? —preguntó Eustace—. ¿Está usted seguro?
—Por completo, señor —repuso Guyler con convicción—. Como tampoco entró el señor Hathaway, así que no creo que se tratara de ninguno de esos dos caballeros. Me temo que no le estoy siendo muy útil, señor. Le pido mis disculpas.
—Oh, no se rinda tan pronto —se apresuró a decir Eustace—. Había por aquí uno o dos caballeros más que quizá lo conozcan. Uno era hombre muy leído, si recuerdo bien, capaz de recordar cualquier cita literaria, pero de aspecto común, bajo, robusto, con la cabeza casi pegada a los hombros. —Eustace se valía de las palabras de Charlotte, que le sonaban artificiales; él lo hubiera descrito de otro modo—. Ojos redondos, manos gruesas, cabello sedoso… —se atropello Eustace, con las mejillas enrojecidas—. También tenía la voz muy agradable.
Guyler le miró con curiosidad.
—Su descripción coincide con la del señor Aylmer, señor. Un caballero que conoce África bien, pues está empleado en el Ministerio de Colonias.
—¡Tiene que ser él! —exclamó Eustace—. Sí, suena exactamente igual que él…
—Bien, el señor Aylmer estuvo aquí ese día… —apuntó Guyler en tono pensativo—. Pero creo recordar que entró un momento y salió casi de inmediato…
—¿A qué hora debió de ser eso? —inquirió Eustace.
—Hacia… hacia mediodía, señor. ¿Es posible que se trate de él?
Eustace comenzaba a disfrutar. La verdad era que lo estaba haciendo muy bien. Cada vez tenía más datos.
De hecho, parecía gozar de un talento especial para el embrollo. Lástima que de momento sólo había podido recabar datos negativos.
—Ahora que me acuerdo, había un caballero más —añadió, mirando a Guyler con ojos muy abiertos e inocentes—. Al hablar con usted, me he acordado de él. Se le parecía un poco: alto, de pelo oscuro y ondulado, con aspecto distinguido. Con algunas canas. —Eustace se tocó sus propias sienes, algo grises ya—. La verdad es que no recuerdo su nombre.
—Lo siento, señor, pero tenemos muchos socios que encajan en esa descripción —dijo Guyler con voz compungida.
—Se llamaba… —Eustace frunció las cejas, como si se esforzase en recordar. No quería que Guyler descubriera su juego. Mentir sería pecado, pero la invención resultaba divertida—. Un nombre que tenía que ver con los pies, me parece…
—¿Feet[4], señor? —Guyler parecía confuso.
—No, no era Feet —precisó Eustace—, sino un nombre que llevaba a pensar en los pies. ¿Me entiende?
Guyler parecía confuso en extremo.
—No sé si me explico. —Eustace fingió darle más vueltas—. Como los pies, como de pie…
—¡Standish[5]! —exclamó Guyler con excitación, en voz tan alta que varios de los somnolientos caballeros sentados en la vecindad alzaron la cabeza y fijaron sus miradas en él. Guyler enrojeció.
—¡Increíble! —aprobó Eustace con admiración—. ¡Por Júpiter que ha dado usted con el nombre! —Los halagos constituían otro pecado, pero resultaban muy útiles para ganarse a la gente. A las mujeres, sobre todo, que eran esclavas de la lisonja. Bastaba halagar un poco a una mujer para conseguir de ella lo que se quisiera—. Standish era su nombre. Sin ninguna duda.
—Bien, el señor Standish no dejó de entrar y salir ese día —dijo Guyler, ruborizado por tanta alabanza—. No creo haberle visto desde entonces. Pero si quiere usted que lo encuentre, estoy seguro de que el señor Hathaway se encuentra en el club hoy. Él viene ocasionalmente a almorzar.
—Eh… —Eustace se quedó en blanco por un instante—. Bien… —Su mente buscó una salida—. Antes de molestarle, quizá fuera mejor saber si el señor Standish se encontraba en esta sala ese día, ¿no le parece?
Guyler vaciló un momento.
—Sé que no es pregunta fácil —se disculpó Eustace—. Ha pasado bastante tiempo desde entonces. Tampoco quiero entretenerle demasiado…
—No hay problema, señor —repuso Guyler al punto. La capacidad de recordar el rostro de los caballeros formaba parte de su oficio—. Ese día resulta difícil de olvidar, señor. A causa de la muerte de sir Arthur. Yo mismo fui quien lo encontré. Una experiencia que no recomiendo a nadie.
—Sin duda —comprendió Eustace—. Imagino que le trastocaría un poco los nervios. Es sorprendente que se haya recuperado con tal rapidez.
—Gracias, señor. —Guyler cuadró los hombros.
—Entonces… ¿estaba él aquí? ¿El señor Standish, quiero decir? —insistió Eustace.
—No, señor, más bien pienso que estaba jugando al billar con el señor Rowntree, y que después se marchó del club para cenar en su hogar —expuso Guyler, reconcentrado.
—¿Pero se encontraba aquí por la tarde? —Eustace trató de refrenar el entusiasmo de su voz; algo le dijo que no terminaba de conseguirlo.
—Sí, señor, lo recuerdo por causa de lo sucedido al pobre sir Arthur. El señor Standish estaba aquí en ese momento. Le vi en el vestíbulo, cuando se disponía a marchar, justo cuando llegaba el doctor. Ahora que lo menciona, me acuerdo perfectamente.
—¿Pero no llegó a entrar en la sala? —Eustace estaba decepcionado. Por un momento pensó haber dado con la respuesta que buscaba.
—No, señor —contestó Guyler, cada vez más seguro—. El señor Standish no llegó a entrar. Me temo que debió usted de hablar con el señor Hathaway, y que quizá luego pensó que habían hablado en otro lugar, si me permite decírselo, señor. En la sala verde tenemos un rincón muy parecido a éste, en el que las sillas están dispuestas casi igual. ¿Es posible que fuera allí donde mantuvo esa charla?
—Bien… —Eustace no quería cerrar ninguna puerta—. Es posible que tenga razón. Ya lo pensaré mejor. Muchas gracias por su ayuda. —Eustace rebuscó hasta dar con una corona, que entregó a un contento Guyler.
—¿Y su whisky, señor? Ahora mismo se lo traigo —prometió Guyler.
—Ah, sí… Gracias. —Eustace no tenía más opción que esperar la llegada del whisky, que se vería obligado a beber sin caer en un apresuramiento inapropiado. De lo contrario, los demás le mirarían como un hombre sin gusto ni educación, un hombre que no merecía estar entre ellos. Y eso era algo que no podría soportar. A la vez, ansiaba salir y referir a Charlotte lo que había descubierto en tan poco tiempo. Eustace se sentía contento consigo mismo. Había conseguido lo que quería con rapidez y sin despertar la menor sospecha.
Eustace acabó su whisky, se levantó y se dirigió a la puerta.
Charlotte se encontraba en los escalones, bajo el sol y una brisa algo punzante.
—¿Y bien? —preguntó cuando Eustace salió por la puerta, antes aún que llegara a la calle—. ¿Ha descubierto algo?
—Muchas cosas.
Eustace la tomó por el brazo y echó a caminar junto a ella por la acera, de modo que el observador no avisado les tomara por una pareja respetable que daba su paseo. No había motivo para dar ningún espectáculo. Al fin y al cabo, seguía siendo socio del Morton Club, adonde querría volver algún día.
—¿Qué ha sabido? —urgió Charlotte, haciendo ademán de detenerse.
—Siga caminando, mi querida señora —insistió él, hablando por la comisura de los labios—. No es conveniente que llamemos la atención.
Para su propia sorpresa, la argumentación pareció convencer a Charlotte, quien ajustó sus pasos a los de él.
—¿Y bien? —musitó ella.
En vista de la expresión de su rostro, Eustace optó por ser breve.
—El señor Standish estuvo en el club esa tarde, a la hora aproximada. Pero el camarero está seguro de que no entró en la sala donde estaba sir Arthur.
—¿Está seguro de que se trataba de Standish?
—No hay ninguna duda. Kreisler también estaba en el club, pero se marchó demasiado pronto, lo mismo que Aylmer.
La pareja se cruzó con un hombre ataviado con traje de raya diplomática y paraguas, a pesar de que el día era hermoso.
—Con todo —añadió Eustace—, Hathaway también estaba presente, aunque no en la misma sala. Al parecer se puso enfermo y tuvo que ir al baño, desde donde llamó para que pidieran un coche de punto, al que tuvieron que ayudarle a subir. En ningún momento se acercó a la sala donde se encontraba sir Arthur. Me temo que ninguno de los sospechosos puede ser el culpable, lo siento. —Eustace lo sentía de veras, no tanto por ella sino porque, por favorable que fuera, la respuesta seguía constituyendo una decepción.
—Pero tiene que haber un culpable —protestó ella, alzando la voz sobre el ruido del tráfico.
—En ese caso, no se trata de ninguno de ellos. ¿Quién más podría ser? —preguntó él.
—No sé. Cualquiera. —Charlotte se detuvo, lo que a su vez detuvo en seco a Eustace, todavía cogido de su brazo. Una señora de mediana edad que caminaba cogida del brazo de un hombre más mayor les miró con sospecha y desaprobación. En su expresión se leía que intuía alguna querella doméstica que ninguna esposa como era debido hubiera permitido en público.
—¡Cuidado! —susurró Eustace—. Éstas no son maneras. Todo el mundo se fija en nosotros por su culpa.
Charlotte tuvo que contenerse para silenciar la respuesta que acudía a sus labios.
—Lo siento. —Charlotte siguió caminando—. Tendremos que volver e intentarlo otra vez.
—¿Intentar otra vez el qué? —repuso él con indignación—. Ninguna de las personas que me dijo pudieron acercarse a sir Arthur para ponerle láudano en el brandy. Ninguno de ellos llegó a estar en la misma sala que él.
—¿Y de dónde vino el brandy? —Charlotte no tenía la menor intención de ceder—. A lo mejor pusieron el láudano antes que la copa llegara a la sala.
—¿Para envenenarle así? —Eustace tenía los ojos muy abiertos por la incredulidad—. ¿Y cómo? ¿Deslizando el láudano en la copa cuando ésta se hallase en la bandeja del camarero? Me parece una idea ridícula. Ningún camarero lo permitiría; además, luego se habría acordado de denunciarlo a la policía. Además, ¿cómo podían saber que ésa sería precisamente la copa de Arthur Desmond? —Eustace envaró la espalda y alzó ligeramente la barbilla—. Me temo que la lógica no, es su fuerte, querida. Una flaqueza típica en las mujeres, ya se sabe. Pero la verdad es que sus hipótesis no tienen el menor sentido práctico.
El rostro de Charlotte estaba acalorado en extremo. Eustace pensó por un instante si no estaría reprimiendo un arrebato temperamental. El temperamento era mala cosa en una mujer, aunque más frecuente de lo que él hubiera preferido.
—No —acordó ella con recato, fijando la mirada en la acera—. No sabría qué hacer sin su ayuda. Si hay un fallo en mi argumentación, sé que será el primero en descubrirlo, como si se trata de una mentira en el testimonio de los demás. ¿Verdad que volverá al club? ¿A que sí? No podemos permitir que la injusticia triunfe.
—Pero es que ya no sé qué más puedo descubrir —protestó él.
—Lo sucedido exactamente, con mayor exactitud incluso que lo que ya sabemos. No sabe cuánto se lo agradeceré. —Su voz vibró levemente, como presa de una intensa emoción.
Eustace no estaba seguro de qué se trataba, pero lo cierto era que se trataba de una mujer muy hermosa. Nada resultaría más satisfactorio que quedar a bien con ella. Entonces podría mirarla sin sentir el opresivo, casi intolerable embarazo que le embargaba en este momento. ¡Así, al menos podría borrar el horrendo recuerdo de la escena sucedida bajo la cama!
—Muy bien —concedió, gentil—. Si le parece que vale la pena intentarlo…
—¡Oh, sí, estoy segura! —aseveró ella, deteniéndose y girando sobre sus talones, presta a volver por donde habían venido—. No sé cómo agradecérselo.
—Siempre a sus órdenes, señora —respondió Eustace con considerable complacencia.
Una vez volvió a estar dentro del Morton Club, de nuevo sintió una duda extrema. La impresión de estar haciendo el tonto se acentuó al acercarse otra vez a Guyler.
—¿Sí, señor? —dijo Guyler con amabilidad.
—Tendrá que disculparme… —empezó Eustace, sintiendo que el rubor ascendía a sus mejillas. En verdad, Charlotte se había pasado de la raya. Y él había sido un tonto al comprometerse—. Me temo que le voy a resultar un poco pesado…
—En absoluto, señor. ¿En qué puedo ayudarle?
—Después de cuanto hemos hablado antes, ¿no le parece posible que el señor Standish llegase a entrar en esta sala?
—Si lo desea, puedo preguntarlo, señor, pero me parece muy poco probable. Los caballeros no acostumbran a dejar a medias una partida de billar. No está bien visto dejar esperando al oponente.
—Sí, sí, claro. ¡Ya lo sé! —corrió a decir Eustace—. Por favor, no hace falta que haga ninguna pregunta. No quisiera que el señor Standish imaginase que le tomo por una persona descortés.
—No, señor.
—Y, eh… —Eustace estuvo tentado de mascullar una imprecación contra Charlotte, pero se contuvo por mor del camarero. No tenía escapatoria. La cosa era vergonzosa—. El señor, eh… Hathaway. Me dijo usted que se sintió indispuesto. Una circunstancia desgraciada. ¿A qué hora sucedió eso? No recuerdo ese episodio…
—Oh, yo me acuerdo bien, señor. Discúlpeme, señor, ¿pero no se habrá confundido de fecha? ¿No vendría usted un día antes o un día después? Eso explicaría muchas cosas.
—No, no, fue ese mismo día. Me acuerdo bien porque fue el día que murió sir Arthur, como usted mismo lo recuerda —apuntó Eustace al momento—. ¿Qué me decía sobre la indisposición del señor Hathaway?
—El señor Hathaway se encontró un poco mal y se dirigió al baño. Allí mismo decidió marcharse a casa. Estuvo un rato en el baño, sin duda pensando que luego se encontraría mejor, pero parece que no fue así, pobre caballero, así que llamó al timbre para que vinieran a asistirle, cosa que hizo uno de los camareros. Cuando pidió un coche, el mismo encargado del baño se ocupó de pedírselo y ayudarle a salir al vestíbulo, bajándole por la escalera hasta la misma puerta del coche. El señor Hathaway no volvió a entrar en ninguna de las salas del club, señor, eso me parece claro.
—Ya veo. Sí. Ese camarero que le asistió, ¿no sería usted por casualidad?
—No, señor. A decir verdad, no sé quién fue. Le vi salir con él, pero por el rabillo del ojo, por así decirlo, de modo que no le reconocí. Puede que fuera Jones; tenía su aspecto, robusto y sin demasiado pelo. Sí, me parece que debió de ser Jones.
—Gracias, supongo que tiene razón. Muchas gracias. —Eustace quería poner punto final a esta conversación que no llevaba a ninguna parte. Charlotte tendría que descubrir el significado de todo ese lío, si es que existía significado alguno. Él ya no podía averiguar más. Tenía que irse de allí. La situación era cada vez peor.
—El señor Hathaway está aquí esta tarde, señor —insistió el camarero—. Si lo desea, puedo acompañarle a su lado, señor.
—No… No, gracias —repuso Eustace con vehemencia—. Yo… creo que iré un momento al baño, si me disculpa. Sí, eso mismo. Muchas gracias por todo.
—No se merecen, señor. —Guyler se encogió de hombros y se aprestó a continuar con su labor.
Eustace buscó refugio en el baño. El lugar era de veras confortable, adecuadamente masculino, dotado de todas las comodidades: lavamanos con profusión de agua caliente, toallas limpias, espejos, navajas de afeitar y suavizadores de cuero para el afilado, jabón de afeitar de dos o tres marcas diferentes, lociones, aceite de Macassar para el cabello, trapos limpios y crema para el calzado por si uno quería pulirse las botas, y cepillos de varias clases, todo ello presidido por un agradable aroma a sándalo.
Eustace no tenía necesidad de ir al excusado, así que se sentó en uno de los bancos de madera similares a estilizadas banquetas de iglesia. Tan sólo había estado dos veces allí con anterioridad, pero el lugar le resultaba familiar de un modo agradable. Hathaway debía de haberse sentado ahí mismo, sintiéndose enfermo y preguntándose si podría volver a casa sin ayuda. Eustace echó una mirada en torno. Junto a la puerta había el ornado cordón de un timbre. Aunque no se veía placa alguna junto al cordón, su propósito era evidente. Sin pensarlo, Eustace se levantó, dio un par de pasos y tiró del cordón.
Casi al momento, apareció un hombre mayor ataviado en un uniforme que no llegaba a las pretensiones de librea pero que delataba categoría superior a la de camarero.
—¿Sí, señor? —repuso con calma—. ¿Puedo ayudarle en algo?
Eustace se quedó sin saber qué decir. No necesitaba nada en absoluto. En ese momento se acordó de Hathaway.
—¿Es usted camarero? Lleva un uniforme distinto…
—Sí, señor —convino el hombre—. Soy el encargado del baño. Si desea los servicios de un camarero, ahora mismo hago venir a uno. Aunque quizá yo mismo pueda ayudarle, señor. Es lo habitual. Los camareros suelen ocuparse de las salas, las bibliotecas y demás.
Eustace estaba sorprendido.
—Entonces ¿este timbre no suena en el panel de los camareros, en la antecocina?
—No, señor, sólo suena en mi cuarto, que está bastante alejado de allí. ¿Puedo ayudarle en algo? ¿No se encontrará usted mal?
—¿Qué? Oh, sí, estoy perfectamente, gracias. Nunca me pongo enfermo. —La mente de Eustace se revolucionó. ¿Acaso estaba a punto de descubrir algo?—. Es sólo que un amigo mío, un conocido, en realidad, me dijo que cierto día que se había sentido indispuesto aquí en el baño llamó a un camarero de sala que le procuró un coche de punto.
—No, señor —respondió el encargado con paciencia—. Eso es imposible, señor. El timbre del baño no suena en la antecocina. Sólo se oye en mi cuarto, en ningún sitio más.
—¡Entonces, era mentira! —exclamó Eustace con acento triunfal.
El encargado le miró con todo el asombro que le permitían su empleo y su función, no tanto atónito ante la conclusión —que era lógica—, como por el júbilo expresado por Eustace.
—Quizá es usted un poco tajante, señor. Aunque sí estoy de acuerdo en que su amigo se confundió.
—Fue Hathaway —dijo Eustace, aventurándose allí donde no hubiera soñado hacía un momento—. El día que murió sir Arthur Desmond, ¿llamó usted un coche para el señor Hathaway?
—Sí, señor. Uno de los camareros temporales me dijo que estaba indispuesto, aunque no sé cómo llegaría a enterarse.
—¿Se refiere a algún otro asistente del baño? ¿Alguien a sus órdenes?
—No, señor, me refiero a un camarero temporal, empleado en alguna de las salas. Aunque, ahora que lo pienso, no sé cómo se enteró, pues el señor Hathaway estaba aquí… —El encargado meneó la cabeza, tratando de negar lo imposible.
—Gracias. ¡Muchas gracias! ¡No sabe cómo se lo agradezco! —Eustace rebuscó en su bolsillo hasta extraer un chelín. La propina era excesiva, pero sería de miserables devolver la moneda al bolsillo y cambiarla por tres peniques. Además, se sentía de lo más generoso. Sin vacilar, entregó la moneda al encargado.
—Gracias, señor. —Tratando de ocultar su sorpresa, el encargado cogió la moneda antes que Eustace pudiera cambiar de opinión—. Si le puedo ayudar en algo más, por favor hágamelo saber.
—Sí, sí, por supuesto. —Sin apenas dedicarle otra mirada, Eustace salió a toda prisa al vestíbulo, donde ganó los escalones que daban a la calle.
Charlotte estaba a pocos metros. Por lo que parecía, llevaba rato paseando arriba y abajo, seguramente movida por la impaciencia, quizá a fin de enmascarar lo obvio de su espera. Al ver la expresión de júbilo pintada en el rostro de Eustace, salió corriendo hacia él.
—¿Sí? ¿Qué es lo que ha encontrado? —preguntó.
—Algo más bien extraordinario —declaró, mientras la excitación luchaba contra su natural talante reservado y la condescendencia que consideraba adecuada para las mujeres—. El timbre del baño no suena en la antecocina ni en ningún otro rincón del club.
Charlotte se mostró confusa.
—¿Y qué?
—¿No lo ve? —Eustace la tomó del brazo y echó a caminar—. Hathaway dijo haber llamado al camarero desde el baño, para que le procurase un coche de punto. El camarero de la sala así me lo contó. Él mismo vio salir al camarero. Pero eso es imposible, pues el timbre del baño no suena allí. —Eustace no dejaba de agarrar su brazo con fuerza mientras seguían caminando por la acera—. El encargado del baño me comentó que un camarero de sala le dijo que Hathaway estaba enfermo y precisaba de un coche. ¡Hathaway mintió! —Sin darse cuenta, Eustace la sacudió ligeramente por el brazo—. ¿No lo ve? Hathaway dijo no haber regresado a las salas. O al menos, eso dijo el camarero… pero tuvo que hacerlo, para que otro de los camareros fuera a buscarle un coche. —Eustace se detuvo en seco; el brillo de satisfacción perdió intensidad en su mirada—. Aunque no estoy muy seguro de lo que ganamos con eso.
—Y si… —Charlotte se detuvo.
Una mujer armada de parasol pasó junto a ellos, fingiendo no verles, con la sonrisa en la cara.
—¿Sí? —urgió Eustace.
—No sé… déjeme pensar. Y por favor, no tire de mí tan fuerte. Me está haciendo daño en el brazo.
—¡Oh…! Discúlpeme. —Eustace enrojeció mientras la soltaba del brazo.
—Un camarero temporal… —meditó ella.
—Eso es. Parece que de vez en cuando contratan uno o dos camareros adicionales. Supongo que cuando hay alguna baja por enfermedad…
—¿Y ese día había uno? ¿Está seguro?
—Sí. El camarero con quien hablé me dijo que había uno.
—¿Qué aspecto tenía? —Charlotte ignoró la presencia de dos mujeres que pasaron charlando entre ellas, con sendas cajas de sombrero en la mano.
—¿Qué aspecto? —repitió Eustace.
—¡Sí! ¿Qué aspecto tenía? —La voz de Charlotte encerraba una nota de urgencia.
—Eh… Algo mayor, robusto, con poco pelo… ¿por qué?
—¡Hathaway! —exclamó ella.
—¿Qué? —Eustace ignoró al paseante que justo apretó el paso a su lado, dedicándoles una sobresaltada mirada de reprobación.
—¡Hathaway! —repitió Charlotte, cogiéndole del brazo a su vez—. ¿Qué pasaría si el camarero temporal fuera Hathaway? ¡El método perfecto para cometer un asesinato! Como camarero, sería prácticamente invisible. Como Hathaway, entra en el baño, alegando no encontrarse bien. Una vez allí, se viste con una chaqueta de camarero. Después se dirige a la antecocina, toma una bandeja y una copa de brandy en la que vierte el láudano, la sirve a sir Arthur, a quien comenta que se trata de una invitación de otra persona. A continuación comenta que Hathaway está indispuesto en el baño, estableciendo así que Hathaway lleva rato encerrado en él baño. —Charlotte alzaba la voz por efecto de la excitación—. Sale de allí, vuelve a cambiarse de ropa y, para que no queden dudas, sale directamente del baño. Llama al encargado y le pide que busque un coche de punto. El encargado lo encuentra y le ayuda a subir a él. Hathaway ha establecido su coartada, con muchos testigos, después de servir una dosis fatal de láudano a sir Arthur sin que nadie se dé cuenta. ¡Tío Eustace, es usted brillante! ¡Ha resuelto el enigma!
—Gracias. —Eustace enrojeció de placer hasta la raíz del pelo—. Gracias, querida. —Por una vez hizo caso omiso de las risitas que le dedicaba un grupo de mujeres que pasaba en un landó descapotado. De improviso, el brillo de su sonrisa perdió en intensidad—. ¿Pero, por qué? ¿Qué razón tenía Hathaway, eminente funcionario del Ministerio de Colonias, para envenenar a sir Arthur Desmond, antiguo eminente funcionario de Exteriores?
—Oh… —Charlotte contuvo el aliento—. La explicación es sencilla. Podemos suponer que Hathaway oficia como verdugo del Círculo Interior…
Eustace se quedó boquiabierto.
—¿El qué? ¿A qué diantres se refiere usted, mi querida señora?
El rostro de Charlotte cambió de expresión. El triunfo se desvaneció de él, reemplazado por la furia y una sensación de pérdida. Eustace se alarmó al advertir la ferocidad de sus emociones.
—El verdugo del Círculo Interior —repitió ella—. O uno de los verdugos, cuando menos. Su misión era acabar con sir Arthur porque…
—¡Vaya una tontería! —Eustace estaba más que asombrado—. El Círculo Interior, nombre que usted no debería ni conocer, no es más que una asociación de caballeros centrada en el bien de la comunidad, la defensa de los valores ligados al honor y al gobierno benéfico, y el bienestar de todos los ciudadanos.
—¡Paparruchas! —cortó ella con vehemencia—. Eso dicen a los nuevos asociados, que no dudo son así engañados. A usted le han engañado, como lo fue Micah Drummond hasta que se hizo demasiado tarde. Sin embargo el núcleo de esa sociedad persigue la consecución del poder a fin de preservar sus propios intereses.
—Mi querida Charlotte… —Eustace trató de interrumpirla, pero ella no estaba dispuesta a callar.
—Sir Arthur reveló parte de su juego poco antes de morir.
—¿Y qué sabía él? —protestó Eustace—. Seguramente se trataba de imaginaciones suyas.
—¡Sir Arthur era miembro del Círculo!
—¿En serio? Eh… —Eustace estaba confuso. La semilla de la duda había sido sembrada en su mente.
—Sí. Sir Arthur descubrió que el Círculo tenía previsto valerse del plan de colonización de África trazado por Cecil Rhodes para enriquecer a sus miembros de forma fantástica. Cuando intentó sacar este plan a la luz, nadie le prestó atención, pues apenas disponía de pruebas. Y antes que pudiera revelar nuevos datos, fue asesinado. Así hacen con los miembros que traicionan el pacto de silencio. ¿O es que no lo sabía usted?
En un repentino, enfermizo, acceso de memoria, Eustace recordó las normas que se había obligado a respetar, los juramentos de lealtad a los que había prometido obediencia. Por entonces la cosa le había parecido divertida, una especie de aventura similar a la vigilia de sir Galahad antes de recibir sus espuelas, el entrecruzado del bien y del mal escapado del ámbito de la novela romántica, heroicidades diseñadas para quienes osaban afrontar la aventura. Pero ¿y si todos esos juramentos hubieran resultado ciertos? ¿Y si no hubieran hablado en vano cuando establecieron que el Círculo se anteponía a la madre y el padre, a la esposa, al hermano o al hijo? ¿Y si de veras se hubiera comprometido a anular su voluntad, so pena de un castigo terrible?
Charlotte debió de advertir el miedo en sus ojos. De pronto su indignación se vio matizada por la ternura y, casi, la lástima. Ninguno parecía darse cuenta de cuanto les envolvía, de los peatones que pasaban por su lado, de los carros que circulaban por la calzada.
—El Círculo cuenta con el silencio de sus miembros para protegerse —añadió Charlotte con voz suave—. Cuentan con que sus miembros no romperán su promesa, incluso cuando ésta fue dada sin conciencia de lo que venía después, incluso cuando se comprometía el honor y las creencias más íntimas. —Su expresión se endureció; el desprecio y la cólera volvieron a sus facciones—. Y, por supuesto, el Círculo también cuenta con el miedo.
—¡Pues yo no tengo miedo! —exclamó él con furia, volviéndose hacia los escalones de la entrada del club. Estaba demasiado furioso para sentir miedo. Le habían tomado por un tonto, y, lo que era peor, habían traicionado la confianza que había depositado en ellos. Habían fingido abrazar los valores que él más veneraba, el honor y la franqueza, la sinceridad, el valor tendente a un propósito noble, el coraje de defender al débil, lo mejor del espíritu de liderazgo que constituía la herencia de Inglaterra para el mundo. Le habían mostrado una visión artúrica, llevándole a creer en sí mismo, para después pervertirla, transformándola en algo sucio, feo y peligroso. ¡Era un insulto imperdonable, ante el que no pensaba quedarse de brazos cruzados!
Eustace subió los escalones con decisión, apenas consciente de la presencia de Charlotte a sus espaldas, abrió las puertas de golpe e irrumpió en el vestíbulo sin saludar al portero. Tras buscar en varias salas, por fin dio con un camarero.
—¿Dónde está el señor Hathaway? Sé que anda por aquí, así que no me venga con rodeos. ¿Dónde está?
—Se… señor, yo…
—No me venga con excusas, amigo mío —masculló Eustace—. ¡Dígame dónde está!
El camarero contempló los ojos inexorables y las mejillas enrojecidas de Eustace, decidiendo al punto que la discreción en los actos era preferible a los alardes de valentía.
—Está en la sala azul, señor.
—Gracias. —Al momento Eustace giró sobre sus pasos y regresó al vestíbulo. Una vez allí, descubrió que no estaba seguro de la localización exacta de la sala azul.
—¿La sala azul? —preguntó a un camarero que apareció bandeja en alto.
—A su derecha, señor —respondió el camarero con sorpresa.
—Muy bien.
Eustace alcanzó la puerta en media docena de pasos y la abrió de golpe. La sala azul quizá hubiera sido de ese color tiempo ha, pero ahora más bien se había desteñido hasta alcanzar un gris perla mientras las pesadas cortinas seguían siendo azules únicamente en aquellos pliegues no alcanzados por la luz que se filtraba por los cuatro enormes ventanales que daban a la calle. El sol asimismo llevaba décadas efectuando su trabajo sobre la alfombra, descolorida hasta adoptar tonos rosados y grises, así como un verde tan pálido que más bien parecía la ausencia de color. Las paredes de la sala estaban decoradas con retratos de antiguos socios prominentes en discretos tonos sepia y sombreado; muchos de los retratados databan de los siglos XVII y XVIII. En algunos casos, una peluca empolvada constituía la única referencia del personaje.
Era la primera vez que Eustace entraba allí. Era una estancia reservada a los socios veteranos, categoría que aún distaba de alcanzar.
Sentado en un gran sillón de cuero, Hathaway leía el Times.
Eustace estaba demasiado furioso para considerar por un momento lo inapropiado de su conducta. Mayores escándalos se habían visto. No iba a permitir que nadie se escondiera tras las convenciones de un club de caballeros. Deteniéndose ante la silla de Hathaway, llevó sus manos al Times y rasgó el periódico en dos antes de arrojarlo a un lado.
Todos los rostros que había en la sala se volvieron hacia allí. Un mostachudo general del ejército dio un respingo de desagrado. Un banquero carraspeó de forma ostentosa. Un sorprendido miembro de la Cámara de los Lores (cuya visita no era demasiado frecuente) dejó su copa sobre la mesa. Un obispo dejó caer su cigarro.
Hathaway miró a Eustace con sorpresa más que considerable.
—Como ciudadano de este país, me dispongo a efectuar un arresto —anunció Eustace en tono sombrío.
—Realmente, uno no sabe qué decir… —apuntó el banquero.
—¿Alguien le ha robado, joven? —preguntó el obispo en tono untuoso—. ¿Le han robado la cartera, quizá? ¿O le han cortado la correa del bolso?
—Un tanto atrevido, eso de arrancarle el periódico a un socio —terció el aristócrata, observando a Eustace con desagrado.
Hathaway no parecía alterado en lo más mínimo. Sentado en su sillón, ni parecía haber notado el destrozo causado a su periódico.
—¿Qué le molesta tanto, mi querido amigo? —repuso con lentitud. En otro momento Eustace no se habría fijado en la cualidad pétrea e inamovible de su mirada, pero ahora la rabia aguzaba sus sentidos. Intuyendo que quizá Hathaway se disponía a responder con la violencia física, su cuerpo se aprestó a ella, casi celebrando la ocasión.
—¡Sí, me han robado! —declaró en tono fiero—. Me han robado mi buena fe, mi… —Eustace no sabía cómo expresar la sensación que le embargaba de haber sido manipulado e insultado, hasta que de pronto las palabras acudieron a su boca como un torrente sembrado de dolor—. Me han robado la confianza en los demás, la confianza en quienes yo admiraba y veneraba, ¡en quienes yo esperaba poder imitar algún día! Eso es lo que me ha robado. Lo ha destruido usted, valiéndose de la traición.
—¡Mi querido amigo! —protestó el banquero, levantándose de su sillón—. Está usted demasiado excitado. Siéntese y cálmese un poco. Está cometiendo un error…
—¡Y armando un follón de mil demonios, de paso! —tronó el general, con los mostachos temblorosos—. ¡Esto ya pasa de la raya! —El militar desplegó su diario de una sacudida y hundió su cabeza en él.
—Vamos, vamos, amigo —intervino el banquero, dando un nuevo paso hacia Eustace con las palmas alzadas en son de paz—. Un poco de agua fría, y verá como se siente mejor…
—En mi vida he estado más sobrio que hoy —masculló Eustace entre dientes—. Y no me toque, señor. Como se atreva, juro que lo derribo aquí mismo. Este hombre —seguía con la mirada clavada en Hathaway— ha cometido un asesinato. Y no hablo en sentido figurado. A sangre fría, de modo alevoso, mató a otro hombre valiéndose del veneno.
Nadie le interrumpió esta vez. Hathaway seguía sentado, esbozando apenas una sonrisa formal y tolerante.
—Este hombre vertió veneno en su copa de brandy, aquí mismo, en el club.
—Por favor… —terció el obispo—. Es algo…
Eustace le miró con furia. El obispo enmudeció.
—¡Usted fue el verdugo! —acusó Eustace, volviéndose hacia Hathaway—. ¡Y sé cómo lo hizo! Disfrazándose de camarero en el baño, para después servir la copa envenenada al pobre sir Arthur. Luego volvió otra vez al baño… —Se detuvo. La repentina palidez aparecida en el rostro de Hathaway revelaba que éste ya no las tenía todas consigo. Su agitación era evidente; por primera vez, tenía miedo. El secreto que había jurado proteger había dejado de ser secreto. Eustace vio el miedo en su mirada, y tras él, la violencia. La máscara se había evaporado.
—Queda arrestado por el asesinato de Arthur Desmond…
—Esto no tiene ningún sentido —interrumpió el aristócrata con calma—. Señor, debe de estar usted borracho. Arthur Desmond se quitó la vida él mismo, pobre diablo. Lo mejor será correr un tupido velo sobre el modo absurdo en que se ha comportado. Márchese de una vez y pida la baja en el club.
Eustace se volvió hacia él, reconociendo en el lord a otro miembro del Círculo, por su tono ya que no por su rostro.
—Si eso es lo que desea, señor —respondió, sin ceder una pulgada de terreno—, será porque es usted cómplice de Hathaway. Han pervertido ustedes su poder, señor, traicionando aquello que es lo mejor de Inglaterra, a las gentes que pusieron su confianza en ustedes y cuyos esfuerzos y entusiasmo le otorgaron esa misma posición que se encarga de mancillar.
Levantándose del sillón, Hathaway trató de esquivar a Eustace. A la vez, el lord aferró el brazo de éste, apartándole a un lado.
Dotado de un buen físico y amante del ejercicio, Eustace se enfureció de repente. Al momento, su puño se estrelló con violencia contra la misma barbilla del aristócrata, que salió despedido contra uno de los sillones.
Pugnando por escapar, Hathaway pateó con fuerza la espinilla de Eustace. Estremecido de dolor, Eustace se revolvió, abalanzándose sobre su rival en un tackle[*] que le hubiera valido aplausos en sus años de jugador de rugby. Los dos hombres cayeron al suelo, arrollando una mesita en el camino, y catapultando por los aires una bandeja cuyas tazas y platillos de porcelana se hicieron añicos sobre la alfombra.
La puerta se abrió de golpe. Un camarero observó con horror infinito la silueta del lord derribado sobre el sillón y la estampa que ofrecían Eustace y Hathaway, empeñados en desesperada lucha sobre el piso, entre gruñidos y jadeos, pateando y golpeando allí donde podían. El camarero jamás había visto cosa igual. Sin saber qué hacer, siguió plantado en el umbral, mortificado por la indecisión.
El general aullaba órdenes que nadie obedecía. El obispo emitía ruiditos de desaprobación, haciendo menciones a la paz y el buen juicio sin que nadie le prestara la menor atención.
En el pasillo, un juez exigió saber lo que sucedía, pero nadie le respondió.
Alguien mandó llamar al gerente. Otra persona pidió la presencia de un médico, creyendo que algún socio había sufrido un colapso nervioso y se veían obligados a sujetarle con dificultad. Un partidario de la abstinencia empezó con su monólogo; a su lado, un camarero rezaba en voz alta.
—¡Policía! —gritó Eustace a pleno pulmón—. ¡Llame a la policía ahora mismo, estúpido! Al inspector Pitt… de la comisaría de Bow Street. —Al decirlo, su puño se estrelló con todas sus fuerzas contra la barbilla de Hathaway. Desequilibrado por el golpe, enganchó su pie en la mesita, que salió disparada contra el carrito de la vajilla. Una licorera de brandy saltó por los aires, estrellándose en mil pedazos junto a media docena de vasos contra el suelo de madera, a un palmo de la alfombra.
Hathaway quedó inconsciente, con los ojos cerrados y el cuerpo inerte. Eustace no terminaba de fiarse.
—Llamen a la policía —ordenó de nuevo, poniéndose en pie con dificultad y sentándose sobre el pecho de Hathaway.
El camarero que había en la puerta corrió a cumplir el encargo. Al menos, aquélla era una orden clara, terminante y sencilla de comprender. Fuera cual fuese la naturaleza de lo sucedido, estaba claro que la policía debía ser alertada, aunque sólo fuera para llevarse a Eustace de allí.
De pronto el camarero se tropezó con lo imposible, con lo peor de todo. Desde el umbral una mujer observaba el destrozo causado en la sala azul. La mujer era joven, de cabello castaño y bonita figura. Aunque sus ojos estaban abiertos con asombro, su expresión era la de quien está a punto de echarse a reír.
—¡Señora! —exclamó el obispo con horror—. ¡Estamos en un club de caballeros! No puede estar aquí. Por favor, señora, observe las normas del decoro y márchese.
Charlotte contempló la porcelana y el cristal hechos añicos, el café y el brandy derramados, el mobiliario astillado, la silla volcada, el aristócrata de torcido cuello de camisa, cuya mejilla exhibía una magulladura cada vez más hinchada, a Eustace sentado a horcajadas sobre el desvanecido Hathaway.
—Siempre tuve curiosidad por saber qué se cocía aquí dentro —repuso Charlotte en tono ligero, si bien su voz amenazaba con romper en carcajadas—. Es realmente extraordinario —murmuró.
El obispo profirió un epíteto muy poco evangélico.
Eustace parecía no darse cuenta del escándalo. Su rostro estaba enrojecido por la victoria, moral y física.
—¿Han llamado ya a la policía? —exigió, mirando en torno.
—Sí, señor —respondió al punto uno de los camareros—. Hay teléfono en el club. Ahora mismo viene alguien de Bow Street.
Charlotte tuvo que ser persuadida con insistencia para que se dignase aguardar en el recibidor. La sala azul era de acceso restringido. ¡Restringido incluso entre los socios del club!
Eustace se negó a soltar a Hathaway, sobre todo después de que éste recobrase el conocimiento (aunque con un intenso dolor de cabeza). El prisionero guardó silencio, sin defenderse o hacer protestas de inocencia.
Nada más llegar, Pitt se tropezó con Charlotte, quien le anunció que Eustace había resuelto el caso, añadiendo con modestia que ella le había sido de alguna ayuda. Según añadió, el propio Eustace tenía prendido al asesino.
—Ya —musitó Pitt con cierta incredulidad, pero cuando ella le explicó en detalle lo sucedido, no escatimó elogios a la labor efectuada por Charlotte y Eustace.
Unos quince minutos más tarde, Hathaway, esposado y bajo arresto, era introducido en un coche de punto con destino a la comisaría de Bow Street. Pitt se sentó a su lado. A pesar de estar inmovilizado, Hathaway seguía irradiando un aura de poderío a través de su rostro inexpresivo de ojos redondos y nariz delgada y pequeña. Aunque estaba asustado —pues no era tonto—, su expresión no mostraba debilidad alguna, ningún indicio de estar dispuesto a quebrar los juramentos que le ligaban al Círculo Interior.
Éste era el hombre que había asesinado a Arthur Desmond. Fue Hathaway quien vertió el láudano en su coñac, que le sirvió, para luego desaparecer con discreción, a sabiendas de lo que sucedería. Sin embargo, los verdaderos responsables del crimen se hallaban entre la jerarquía interna de la organización. Hathaway había cumplido la sentencia. Pero ¿de quién había partido el veredicto final?
Ése era el hombre a quien Pitt quería atrapar. Ésa era la justicia que debía hacerse a Matthew, la misma, más importante aún, que era necesaria para neutralizar el sentimiento de culpa que le seguía embargando y ponerlo en reposo para siempre, junto al recuerdo de sir Arthur.
Pitt creía saber quién era ese hombre, pero la certeza resultaba inútil sin pruebas concluyentes.
Pitt miró de reojo al silencioso, casi inmóvil Hathaway. Los diminutos ojos azules le devolvieron la mirada con un mordaz brillo de inteligencia y un humor sardónico. Pitt supo en ese momento que, por mucho miedo que tuviera Hathaway, por mucho que le aterrara la perspectiva de la muerte y lo que se escondía tras ésta, la lealtad al Círculo Interno era más fuerte y jamás sería quebrada.
Pitt se estremeció al pensar en el poder de los juramentos que ligaban a esa sociedad, juramentos que iban mucho más allá de lo previsible en cualquier club o asociación. Se trataba de una ligazón mística, casi religiosa, en la que la traición se castigaba de forma inhumana. Hathaway prefería colgar en la horca antes que decir una palabra de más.
¿O es que acaso imaginaba que algún otro miembro de la sociedad, un juez posiblemente, se las arreglaría para que escapara a la soga?
¿Hasta ahí llegaba el poder del Círculo?
No debía permitirlo, aunque sólo fuera en atención a la memoria de Arthur Desmond. Pitt miró otra vez al detenido; sus ojos se cruzaron en una duradera apreciación sin pestañeos. Ninguno de los dos dijo palabra. Pitt no buscaba palabras y argumentos; lo que quería eran emociones y creencias.
Impertérrito, Hathaway siguió con la mirada fija en él. Al cabo de unos segundos, las comisuras de sus labios se torcieron en una minúscula sonrisa.
En ese momento Pitt comprendió lo que tenía que hacer.
Llegaron a la comisaría y bajaron del carruaje. Pitt pagó al cochero y, con Hathaway todavía esposado, entró en el edificio, pasando frente al sargento de guardia. Boquiabierto, el sargento se aprestó a levantarse.
—¿Ha venido ya Farnsworth? —preguntó Pitt.
—Sí, señor. Le dejé el recado que me ordenó, señor, que había salido a detener al asesino de sir Arthur Desmond.
—¿Sí?
—El señor Farnsworth vino de inmediato, señor. Apenas llevará diez minutos en comisaría. El señor Tellman también ha venido, señor, tal como usted indicó.
—¿Está Farnsworth en mi despacho?
—Sí, señor. Encontrará al señor Tellman en su escritorio.
—Gracias. —Pitt sintió una repentina punzada de excitación, a la vez que el miedo le oprimía como si una mano se cerrase sobre su corazón. Dando media vuelta, subió escaleras arriba, casi empujando a Hathaway por delante. Al llegar al piso superior, abrió la puerta de su despacho de golpe. Farnsworth dio media vuelta, dando la espalda a la ventana por la que observaba. Su expresión no varió al ver a Hathaway, si bien la sangre pareció escapar de su piel, que se tornó moteada a manchas y de un blanco ceniciento en torno a los ojos y la boca.
Farnsworth abrió los labios como si quisiera decir algo, pero lo pensó mejor.
—Buenos días, señor —saludó Pitt con calma, como si no hubiera observado nada—. Tenemos al asesino de sir Arthur Desmond. —Con una sonrisa, inclinó la cabeza en dirección al detenido.
Farnsworth enarcó las cejas.
—¿Éste es? —Farnsworth dejó que su sorpresa bordease la incredulidad—. ¿Está seguro?
—Absolutamente —contestó Pitt—. Sabemos el modo preciso en que cometió el crimen, y contamos con toda clase de testigos. Se trata de unir las piezas del rompecabezas. Muy astuto y muy efectivo.
—¿Usted? —apuntó Farnsworth con frialdad.
—No, señor. Me refiero al método y los medios empleados por Hathaway. —Pitt se permitió esbozar una sonrisa—. Sólo le hemos atrapado gracias a una observación casual en relación con un timbre para camareros. Cosa que es suficiente. —Miró a Farnsworth con aire inocente.
Farnsworth se acercó y tomó a Pitt por el brazo, guiándole hasta la puerta.
—Quiero hablar con usted en privado, Pitt —declaró en tono tenso—. Llame a un agente para que vigile al detenido.
—Por supuesto. Ahora mismo llamo a Tellman. —Era lo que quería hacer desde el primer momento, aunque Farnsworth no le hubiera ofrecido la ocasión—. ¿Sí, señor? —preguntó cuando se encontraron en un despacho adyacente, mientras Tellman vigilaba a Hathaway.
—Pitt, ¿está seguro de haber atrapado al verdadero culpable? —preguntó Farnsworth con voz sería—. Quiero decir que Hathaway es un funcionario muy respetado en el Ministerio de Colonias, un hombre sin tacha, de padre eclesiástico… su hijo también lo es. ¿Por qué diantres iba a querer matar a Desmond? Ni siquiera le conocía; tan sólo de verlo en el club. Quizá haya usted dado con el método y los medios del crimen, pero ¿también con el verdadero culpable?
—Sí, señor. Y es irrelevante que Hathaway apenas conociera de vista a sir Arthur. Este crimen no ha tenido un móvil de índole personal.
—¿Qué demonios…? —Farnsworth no acabó la frase. Sus ojos siguieron fijos en los de Pitt.
—La explicación es simple. —Pitt le miró con candidez. Era preciso que ni una brizna de sospecha atravesara la mente de Farnsworth—. Sir Arthur fue asesinado por haber roto el voto de silencio del Círculo Interior. Por traidor, en suma.
Farnsworth abrió los ojos de modo casi imperceptible.
—Hathaway fue el verdugo encargado de ejecutar la tarea —añadió Pitt, cosa que hizo a sangre fría y con precisión.
—¡Un asesinato! —Farnsworth alzó la voz con incredulidad. Una nota pétrea se escondía tras ella—. ¡Pero el Círculo Interior no comete asesinatos! Si Hathaway de veras lo mató, debe de haber sido por otra razón.
—No, señor. Como usted mismo acaba de señalar, ni siquiera había tratado con él personalmente. Fue una ejecución, y podemos demostrarlo. —Pitt vaciló por un breve instante. Dios quisiera que pudiera confiar en Tellman. Pero si había un hombre en el cuerpo de policía del que estaba seguro que no pertenecía al Círculo Interior, ése era Tellman. Volviéndose para mirar de frente a Farnsworth, decidió asumir el riesgo—. Pero todo eso ya se verá en el juicio.
—Si esa sociedad es lo que usted asegura que es, entonces Hathaway preferirá marchar a la horca sin decir palabra —observó Farnsworth con seguridad marcada por un deje burlón.
—Oh, no creo que Hathaway confiese nada —admitió Pitt con la sombra de una sonrisa—. Estoy seguro de que tiene usted razón. Hathaway subirá al patíbulo sin traicionar a sus acólitos. Es posible que nunca lleguemos a saber quiénes son éstos —repuso con morosidad, fijando sus ojos en los de Farnsworth—. Pero todo londinense capaz de leer un periódico terminará por comprender lo sucedido. Es algo que demostraremos en el juicio.
—Ya veo. —Farnsworth respiró con pesadez y exhaló un suspiro. Sus ojos miraron a Pitt con sorpresa, como si éste hubiera estado por encima de lo esperado—. Me gustaría hablar un momento a solas con él, si no le importa. —A pesar del tono cortés, se trataba de una orden—. Todo esto me parece… angustioso… difícil de creer.
—Sí, señor. Es natural. Bien, yo tengo que volver al Morton Club para amarrar el testimonio del camarero y ver quiénes más estuvieron presentes el día del crimen.
—Adelante, vaya ahora mismo. —Sin esperar más, Farnsworth salió del cuarto de Tellman, caminó por el pasillo y entró en el despacho de Pitt.
Un momento después, Tellman salió al pasillo y miró a Pitt con interrogación. Pitt se llevó el índice a los labios, bajó media docena de peldaños ruidosamente por la escalera y subió en silencio para agazaparse junto a Tellman.
Esperaron durante lo que parecieron cinco minutos interminables, con los oídos aguzados y los corazones latiendo con tal violencia que Pitt podía sentir los temblores de su cuerpo.
De pronto el leve murmullo de voces se detuvo al otro lado de la puerta. Un sonido sordo y apenas perceptible llegó de allí.
Pitt abrió la puerta de golpe, con Tellman siguiéndole un paso por detrás.
Farnsworth se cernía, casi a horcajadas, sobre el cuerpo desplomado de Hathaway. El abrecartas que Pitt tenía en su escritorio sobresalía del pecho de Hathaway, justo encima de sus manos esposadas. Sin embargo, eran los dedos de Farnsworth los que se cerraban sobre el abrecartas, poniendo todo su peso en ellos.
Tellman se quedó petrificado.
Farnsworth alzó la mirada, con el rostro desencajado por una incredulidad seguida del horror.
—Él… cogió el abrecartas —comenzó a defenderse—. Traté de detenerle, pero…
Pitt dio un paso al frente.
—¡Usted ha sido quien lo ha matado! —exclamó Tellman con rabia teñida de incredulidad—. ¡La cosa está clarísima!
Farnsworth fijó su mirada en Pitt y Tellman, reconociendo al punto el furioso destello incorruptible en sus miradas. Farnsworth dejó que su mirada descansara en Pitt.
—Giles Farnsworth —dijo Pitt, con una satisfacción que había conocido en muy pocos casos anteriores—, queda detenido por el asesinato de Ian Hathaway. Todo cuanto declare podrá ser utilizado en un tribunal de justicia… Y yo mismo me encargaré de que viva lo suficiente para ser sometido a juicio, aunque sólo sea en recuerdo de sir Arthur Desmond.