10
Pitt no podía dormir. Primero permaneció en la cama en silencio, sin saber si Charlotte también estaba despierta, pero por fin decidió que estaba dormida y que no se daría cuenta si se levantaba y salía de la habitación.
Pitt bajó al primer piso y se quedó de pie en el salón, contemplando el jardín iluminado por la débil luz del cuarto creciente. Veía apenas la pálida silueta del manzano en flor y la negra sombra que el árbol proyectaba sobre la hierba. En el cielo, retazos de nubes cubrían varias estrellas. Otras eran visibles como diminutos puntos de luz. El aire de la noche era cálido. En pocas semanas se encontrarían en pleno verano y apenas se veían fuegos encendidos en el millón de casas; tan sólo se veía el destello de algunas cocinas económicas, la fábrica de gas y varias chimeneas de fábrica. Incluso el viento, ligero, olía a limpio.
Por supuesto, no era lo mismo que Brackley, donde una sola bocanada de aire traía consigo el aroma del heno y las hojas, los húmedos bosques y la tierra revuelta. Pero era mejor que lo habitual, y se daba una placidez que debería aportar sensación de calma. En otras circunstancias lo hubiera hecho.
Pero mañana tenía que ir a hablar con Ransley Soames. No le quedaba otra alternativa. Pitt sabía cuál era la información que había sido filtrada desde el Tesoro. Matthew se la había proporcionado en persona. Y Soames había estado al corriente desde el principio. Como lo habían estado muchos otros, pero Pitt recordaba con precisión lo que le había oído decir, en referencia específica a Simonstown y los bóeres, incluso las palabras concretas con que se había referido al propio Pitt.
La escena sería fea; era inevitable. Mañana era sábado. Pitt le encontraría en casa, lo que era casi el único detalle positivo en todo el asunto. Soames podría ser detenido con discreción, sin que sus compañeros de trabajo tuvieran por qué enterarse de qué se le acusaba.
Por descontado, la cosa sería casi insoportable para Harriet. Pero estaba claro que la caída de uno siempre implicaba a otros. Siempre había una esposa, un hijo o un padre, un candidato a horrorizarse, desilusionarse y verse atormentado por el dolor y la vergüenza. Uno sólo podía dejar que la cosa le afectara hasta cierto punto, o se encontraría tan afectado por la lástima que le resultaría imposible funcionar.
Pitt se presentó en la puerta de Ransley Soames poco después de las nueve de la mañana. El mayordomo le miró con curiosidad.
—Me temo que se trata de un asunto que no puede esperar —declaró Pitt en tono grave. Aunque había hecho que Tellman le acompañara, por si la escena resultaba demasiado fea para enfrentarla en solitario, Pitt había preferido dejarle en la calle; sólo le llamaría si su concurso fuera inevitable.
—Veré si el señor Soames está en disposición de recibirle —respondió el mayordomo. No era el eufemismo que solía emplearse en estos casos, pero la finalidad era la misma.
El mayordomo se ausentó unos instantes y reapareció con el rostro inexpresivo.
—Si es tan amable de acompañarme, el señor Soames le recibirá en su estudio.
En realidad tuvieron que pasar más de diez minutos antes que Soames apareciera. Pitt le esperó en la tranquila estancia pintada en color verde claro y decorada con un mobiliario recargado, demasiados cuadros y fotografías, y una planta cuyo tiesto había sido regado en exceso. En otras circunstancias Pitt hubiera aprovechado para examinar los estantes de la librería. Éstos solían dar buena medida del carácter y las inquietudes de una persona. Pero hoy no podía concentrar su mente en otra cosa que el futuro inmediato. Con todo, se fijó en un par de libros en los que África aparecía enfocada desde una perspectiva más bien idealista. Uno era una novela de H. Rider Haggard, el otro las cartas de un misionero.
La puerta se abrió y Soames entró, cerrándola tras de sí. Su expresión era la de quien está ligeramente irritado, antes que inquieto.
—¿En qué puedo ayudarle, señor Pitt? —dijo en tono seco—. Imagino que se tratará de algo urgente, o no se habría presentado en mi casa un sábado por la mañana.
—Sí, señor Soames, lo es —reconoció Pitt—. Como se trata de una cuestión que no admite delicadezas, se lo diré directamente. Señor, tengo razones para saber que es usted quien ha estado filtrando datos financieros del Tesoro a una persona del Ministerio de Colonias, datos que han terminado en poder de la embajada alemana.
La sangre se agolpó en el rostro de Soames hasta tornarlo escarlata; tras un momento de terrible silencio, la sangre se esfumó, dejándole la cara de un blanco pastoso. Soames abrió la boca para decir algo, para negar quizá, pero las palabras murieron en su lengua. Era posible que intuyera la culpabilidad pintada en su rostro y supiera de lo fútil, ridículo incluso, de toda negativa.
—No… No es… —balbuceó—. No lo entiende usted —dijo con acento desdichado—. No es…
—No —coincidió Pitt—. No lo entiendo.
—¡Esos datos nunca fueron auténticos! —Soames parecía que iba a desmayarse en cualquier momento, tan blanca se veía su piel y tal era el sudor helado que ornaba su labio y su ceño—. ¡Se trataba de desinformar a los alemanes!
Por un segundo, Pitt se sintió tentado de creerle. Sin embargo, al momento advirtió lo fácil que era una respuesta así, tan fácil como improbable.
—Ya veo —respondió con frialdad—. En ese caso, quizá pueda usted darme el nombre de los ministros del gobierno que están al corriente de la añagaza. Me temo que entre ellos no se incluyen los del ministro de Exteriores, el ministro de Colonias ni el primer ministro.
—La cosa no… no se planteó de ese modo. —Atormentado, Soames tenía el desespero pintado en los ojos. Y sin embargo se apreciaba una brizna de honestidad en ellos. ¿Se trataba acaso de un postrer, aterrado intento por convencerse a sí mismo?
—En ese caso, haría bien en explicar el modo exacto en que se planteó y quién más está al corriente —sugirió Pitt.
—Pero si usted ya lo sabe… —Soames fijó la mirada en él, advirtiendo por primera vez que no sabía lo que Pitt conocía, y que éste todavía no le había dicho cómo había llegado a enterarse del asunto.
—Señor Soames, si no se trata de lo que yo pienso, tendrá que decirme exactamente de qué se trata —dijo Pitt, apresurándose a restablecer su posición—. A mí me parece un simple caso de traición, la transmisión de información confidencial procedente del gobierno a quien usted sabía que acabaría entregándola a los enemigos, rivales, si quiere, de Gran Bretaña. El beneficio extraído por usted es cosa que todavía queda por aclarar.
—¡Ningún beneficio! —Soames se mostraba indignado—. ¡Por Dios que… lo plantea usted de forma odiosa! Yo transmití esa información a un hombre capacitado e inteligente que estaba en disposición de distorsionarla lo justo para que resultara engañosa y a la vez creíble. Si lo hice, no fue en contra de los intereses británicos, sino más bien para su afianzamiento en África Central y Oriental, y también en el mar del Norte. No espero que usted entienda…
—Heligoland —repuso Pitt con sequedad.
La sorpresa de Soames resultó transparente.
—Sí. Sí, eso mismo.
—¿Pasó usted la información a ese hombre a fin de que la distorsionara?
—Precisamente.
Pitt suspiró.
—¿Y cómo sabe que lo hizo?
—¿El qué?
—¿Cómo sabe que efectivamente la distorsionó antes de transmitirla a su vez?
—Me dio su palabra… —Soames se detuvo; su mirada reflejó instantánea comprensión—. Usted no me cree…
—Señor Soames, lo mejor que se puede decir en su favor —dijo Pitt en tono fatigado— es que es usted demasiado ingenuo.
Soames se desplomó sobre la silla que tenía a sus espaldas.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Pitt.
—Yo… No puedo creerlo. —Soames hizo un último intento por aferrarse a su inocencia—. Él, él fue tan…
—Convincente —concluyó Pitt por él—. Pero me parece difícil de creer que le pudiera engañar con esa facilidad. —Al decirlo, dijo una mentira. Le bastaba ver el rostro de Soames, ceniciento y atormentado, para creer que el otro era efectivamente una persona demasiado ingenua.
—Sus argumentos fueron tan… —empezó Soames de nuevo, negándose a rendirse—. Sus razonamientos sonaban tan lógicos… Los alemanes no son tontos. —Soames se pasó la mano por el labio sudoroso—. La información debía ser casi exactamente cierta. Las mentiras fantásticas estaban de más.
—Eso puedo aceptarlo —acordó Pitt—. Incluso la necesidad de ofrecer desinformación me resulta comprensible. Los alemanes están muy interesados en África Oriental, en Zambezia y Zanzíbar especialmente, y sé que estamos negociando un tratado de importancia con ellos.
El rostro de Soames se iluminó un poco.
—Pero ya tenemos un servicio secreto que se ocupa de esas cosas —añadió Pitt.
—¡Servicio que está subordinado a los ministerios de Colonias y Exteriores! —Soames se irguió en la silla, con un nuevo destello en la mirada—. La verdad, superintendente, me parece que está llevando mal este asunto.
—Nada de eso, señor Soames —respondió Pitt al punto—. Si a usted le hubieran pedido ese tipo de datos para el fin que hemos mencionado, se los habría pedido el señor Chancellor o el mismo lord Salisbury. Nadie le habría pedido que transmitiera la información a escondidas, del mismo modo que le habrían asegurado no tener nada que temer de mi investigación. De hecho, yo no estaría llevando investigación alguna, pues ésta ha sido emprendida por iniciativa del Foreign Office, secundado, como sabe usted, por el Ministerio de Colonias. En ambos ministerios cunde la preocupación por la información transmitida a los alemanes, información que ellos tienen por muy exacta.
Soames se sentó en el borde de la silla con el cuerpo desmadejado por un desespero momentáneo. De pronto irguió el cuerpo y se puso en pie de un salto, acercándose al teléfono, que descolgó fijando una mirada desafiante en Pitt.
—¡Puedo explicarlo todo!
Soames habló con la operadora y pidió conexión con la residencia de lord Salisbury, cuyo número le proporcionó. Sus ojos no abandonaron a Pitt por un instante.
En parte, Pitt sentía lástima por él. Soames sería tan arrogante como crédulo, pero no era traidor a sabiendas.
La línea telefónica crepitó en su otro extremo.
Soames contuvo el aliento para decir algo, pero de pronto se dio cuenta de la futilidad del esfuerzo.
Con lentitud, colgó el aparato.
Pitt no necesitó hacer comentario alguno. Parecía como si a Soames le fueran a fallar las rodillas en cualquier instante.
—¿A quién entregó usted esos datos? —volvió a preguntar Pitt.
—A Jeremiah Thorne —respondió Soames con los labios rígidos—. Los entregué a Jeremiah Thorne.
Antes que Pitt pudiera efectuar comentario alguno, antes incluso que pudiera preguntarse si el otro le había dicho la verdad, la puerta se abrió y Harriet Soames apareció en el umbral con la cara pálida y los ojos muy abiertos y prestos a la acusación. Harriet miró a su padre y advirtió su extrema agitación, próxima al colapso total; sus ojos se volvieron a Pitt con indignación.
—Papá, pareces enfermo. ¿Qué ha sucedido? Señor Pitt, ¿qué hace usted aquí a esta hora del día? ¿Su visita no tendrá que ver con el fallecimiento de la señora Chancellor? —Harriet dio un paso al frente y cerró la puerta.
—No, señorita Soames —contestó Pitt—. Por lo que sé, la cuestión que me trae aquí no guarda relación con el fallecimiento. Pero creo que sería mejor que nos dejara concluir nuestra conversación a solas. Después, el señor Soames la podrá poner al corriente del modo que crea oportuno.
Harriet se acercó a su padre, con los ojos relampagueando a pesar de la alarma que sentía en su interior, alarma que cada vez estaba más próxima al miedo.
—No. No me iré antes de saber lo que sucede aquí. Papá, ¿qué problema hay? —El miedo la llevaba a alzar la voz. Su padre mostraba un aspecto tan desesperado, tan desprovisto de la confianza y el optimismo que exhibiera tan sólo una hora antes. Parecía como si la vitalidad se le hubiera escapado por los poros.
—Querida… yo… —Soames intentó elaborar una explicación, pero el esfuerzo le resultó excesivo. La verdad era demasiado aplastante para andarse con circunloquios—. He cometido un terrible error. —Soames lo intentó de nuevo—. Me he dejado manipular por alguien que supo proporcionarme una mentira plausible, un hombre cuyo honor jamás puse en duda.
—¿Quién? —La voz de Harriet rayaba el pánico—. ¿Quién te ha manipulado? No entiendo a qué te refieres. ¿Qué hace el señor Pitt aquí? ¿Por qué has llamado a la policía? Si alguien te ha engañado, ¿qué ayuda te puede ofrecer el señor Pitt? ¿No sería mejor… no sé… arreglar la cuestión en privado? —Su mirada pasó de su padre a Pitt, para volver a centrarse en su padre—. ¿Ha sido mucho dinero?
Soames parecía incapaz de ofrecer una explicación coherente. Pitt no podía soportar sus sufrimientos por más tiempo. La contemplación de su desespero y su lucha interior constituía una intrusión por completo innecesaria en la vergüenza que asaeteaba a aquel hombre. Un golpe limpio y certero sería más justo.
—El señor Soames ha estado transmitiendo información reservada a un espía —explicó a Harriet—. Su padre creía que ese hombre haría uso de ella para reforzar los intereses británicos en África, manipulando esos datos antes de ponerlos en conocimiento de Alemania. Sin embargo, esta iniciativa nunca fue aprobada por los ministerios de Colonias o Exteriores. Por el contrario, a instancias de ellos recibí la orden de investigar de dónde procedía la filtración.
Harriet le miró con incredulidad.
—¡No puede ser! ¡Tiene que ser una equivocación! —Harriet se abalanzó sobre su padre, con la boca abierta, en demanda de una explicación; en ese momento advirtió la profundidad de su angustia y, de modo terrible, comprendió que la acusación no era vana. Harriet se volvió hacia Pitt—. Muy bien. Sea lo que sea —dijo en tono furioso—, es posible que mi padre haya sido manipulado, pero ello no le autoriza a dudar de su honorabilidad. —La voz le tembló al acercarse aún más a Soames, como si éste precisara de una protección física que ella estaba dispuesta a ofrecerle.
—En ningún momento he puesto en duda su honorabilidad, señorita Soames —repuso Pitt en tono conciliador—. No en lo que a su padre se refiere.
—Entonces, ¿qué hace usted aquí? Haría mejor en perseguir a quien haya engañado a mi padre y transmitido esa información.
—Sólo he sabido el nombre de esa persona cuando su padre me lo ha dicho.
Harriet alzó la barbilla.
—Si no sabía su nombre, ¿cómo podía saber que el asunto tenía que ver con mi padre? Quizá no tenga nada que ver. ¿Ha pensado en ello, señor superintendente?
—Lo he pensado, señorita Soames. Pero no es el caso.
—Demuéstrelo —retó ella, mirando a Pitt con los ojos brillantes, el rostro inmóvil, la mandíbula crispada, el distinguido perfil tan rígido como si hubiera sido esculpido en piedra clara.
—Déjalo, Harriet —le interrumpió Soames por fin—. El señor superintendente oyó mis propias palabras en el momento de transmitir esos datos. No sé cómo lo hizo, pero ahora mismo me lo acaba de demostrar.
Harriet seguía inmóvil, como petrificada.
—¿Qué conversación? ¿Con quién?
Soames miró a Pitt, con la pregunta en los ojos.
Pitt negó con la cabeza.
—Con el hombre del Ministerio de Colonias —respondió Soames, evitando hacer mención de su nombre.
—¿Qué conversación? —La voz sonó ahogada en la garganta de Harriet—. ¿Cuándo?
—El miércoles por la tarde. ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué importa eso ahora?
Harriet se volvió con lentitud para mirar a Pitt. El horror pintado en sus ojos y el disgusto tan absoluto y terrible expresado en su rostro afeaban sus facciones.
—Matthew —musitó—. Matthew se lo dijo, ¿verdad?
Pitt no supo qué decir. No podía negarlo, y tampoco le era posible confirmar que su acusación era cierta. Resultaría tan necio como increíble sugerir que Matthew quizá no había entendido bien el alcance de lo expresado, o lo que derivaba de sus palabras.
—¡No lo niega porque no puede negarlo! —acusó Harriet.
—Harriet… —terció Soames.
Harriet se volvió hacia él.
—Matthew te ha engañado, papá… Como me engañó a mí. Nos ha engañado a ambos por razón de su precioso Ministerio de Colonias. La cosa le valdrá un ascenso, pero a ti te costará la ruina. —Había un sollozo en su voz. Harriet estaba a un paso de las lágrimas, de perder el control sobre sí misma.
Pitt pensó en defender a Matthew, en hablar en su favor incluso, pero la expresión en el rostro de Harriet le hizo comprender que ello sería inútil y, en todo caso, Matthew tenía derecho a explicarse por sí mismo. Pitt no tenía por qué anticipársele, por muy tentado que estuviera de hacerlo. Su mirada se cruzó con los ojos de Harriet, marcados por un dolor tan insoportable como furiosa era su confusión y el ansia de proteger a su padre. Pitt la comprendía mucho más allá de lo que la razón o las palabras pudieran expresar. El superintendente quería proteger a Matthew del dolor que sabía inevitable; a la vez, el mismo fiero instinto le empujaba a proteger la faceta débil y vulnerable que ardía en el interior de la muchacha.
Pero ninguno de los dos podía hacer nada.
—Es… es despreciable —dijo ella, recobrando el aliento, sofocada—. ¿Cómo se puede ser tan… tan rastrero?
—¿A quién se refiere, señorita Soames? ¿A quién revela los secretos que su patria le ha confiado, o a quien descubre esa traición a las autoridades? —apuntó Pitt con calma.
Harriet había perdido el color en los labios.
—No… no es un caso de… de traición. —La muchacha tenía dificultad en pronunciar la palabra—. Le… le han engañado. Éste no es un caso de traición… Y… y no intente disculpar a Matthew, ¡eso jamás!
Soames se puso en pie con dificultad.
—Está claro que debo dimitir.
Pitt prefirió obviar que apenas le quedaba otra opción.
—Sí, señor —acordó—. Entretanto, creo que lo mejor sería que me acompañara a la comisaría de Bow Street y prestase una declaración en relación con lo que acaba de decirme.
—Supongo que no hay otro remedio —convino Soames de mala gana—. Yo… me presentaré el lunes en comisaría.
—No, señor Soames. Tendrá que venir ahora mismo —zanjó Pitt con firmeza. Soames le miró sobresaltado.
Harriet se acercó a su padre y le rodeó un brazo con el suyo.
—Ya lo ha oído, señor superintendente. ¡Mi padre se presentará el lunes! Ya ha conseguido usted lo que quería. ¿Qué más quiere ahora? ¡Mi padre está en la ruina! ¿Es que le parece poco?
—No soy yo quien ha de estar satisfecho, señorita Soames —respondió Pitt con toda la paciencia que pudo recabar. No estaba seguro de que Harriet fuera tan ingenua como aparentaba—. Su padre no es el único en esta tragedia. Hay otras personas que deben ser arrestadas.
—¡Pues vaya y arréstelos! ¡Cumpla con su obligación! ¡No sé qué le retiene aquí!
—El teléfono. —Pitt volvió la mirada hacia el aparato.
—¿Qué pasa con el teléfono? —Harriet contempló el aparato con infinito disgusto—. ¡Si quiere hacer una llamada, puede usted hacerla!
—Como también pueden hacerla ustedes —señaló Pitt—. A fin de avisar a otros, para que se esfumen antes de que yo aparezca. Me parece evidente la necesidad de actuar ahora mismo, sin dejarlo para el lunes.
—Oh…
—¿Señor Soames? —Pitt estaba a la espera, cada vez más impaciente.
—Sí… Yo… —Soames se mostraba confundido, desmadejado incluso. Por un momento, Pitt sintió casi tanta lástima por él como la que pudiera sentir Harriet. A la vez, le exasperaba su propia negligencia. Había sido lo bastante arrogante para creerse más listo que sus colegas, empujado sin duda por un asomo de vanidad ante el conocimiento de secretos que no obraban en poder de todo el mundo. Se trataba de un pecado común, que ahora le costaría un precio exorbitante.
Pitt abrió la puerta para que saliera Soames.
—¡Yo voy con él! —anunció Harriet en tono desafiante.
—No. Nada de eso —contestó Pitt.
—Yo…
—¡Por favor! —Soames volvió el rostro hacia ella—. Por favor… déjame un poco de dignidad, querida. Es mejor pasar por este trance a solas.
Harriet dio un paso atrás mientras las lágrimas se derramaban por sus mejillas. Pitt salió con Soames, dejándola en la puerta, con el rostro surcado por una indignación y un dolor insoportables.
Pitt llevó a Soames a Bow Street, donde le dejó con Tellman, a quien ordenó que le extrajera los detalles precisos sobre la información transmitida a Thorne, el cómo y el cuándo. Pitt había vacilado en llevarle directamente a la comisaría de policía; la cuestión era delicada y la orden de investigarla había provenido de las altas esferas. Sin embargo, dada la relación existente entre ambos, no podía llevarle ante Matthew, la persona que en un principio había originado la investigación. Tampoco podía llevarle ante Linus Chancellor, quien se encontraría en casa a esta hora del sábado, y en un ánimo que no era el más adecuado para tratar un asunto así. Y tampoco tenía plena confianza en las demás personas involucradas en el caso, ni estaba seguro de encontrarlas en el Ministerio de Colonias, suponiendo que la hubiera tenido.
No tenía el poder para acudir directamente a lord Salisbury, y menos aún al primer ministro. Lo que haría sería detener a Thorne, y elaborar para Farnsworth un informe completo de lo sucedido.
Pitt llevó a dos agentes consigo, por si Thorne se ponía violento. Lo que no era descartable. Además, tendrían que efectuar un registro de su hogar y evitar la posible destrucción de pruebas adicionales que sin duda resultarían útiles en caso de juicio. También era posible que el gobierno prefiriese zanjar la cuestión de forma discreta para no revelar lo vulnerable de su posición y el error cometido en primera instancia.
Pitt llegó en coche de caballos con los agentes, y situó a uno de ellos junto a la puerta trasera por si Thorne intentaba huir. Un intento así sería tan indigno como absurdo, pero no estaba fuera de lo posible. Todo el mundo puede ser presa del pánico, incluso quien uno menos imagina.
Un lacayo abrió la puerta. Su aspecto era inexpresivo en extremo; de hecho, la palidez de su rostro sugería que alguna circunstancia acababa de conmocionarle, sin que todavía se hubiera podido recuperar del todo.
—¿Señor? —preguntó sin expresión.
—Quiero ver al señor Thorne. —Pitt prefirió dejarse de cortesías e ir al grano.
—Lo siento, señor, el señor no está en casa —respondió el lacayo, sin que ninguna emoción aflorara aún a su rostro.
—¿Cuándo se espera su vuelta? —Pitt sentía una sorprendente frustración, probablemente porque Thorne y Christabel le habían gustado, y detestaba la misión que se había encomendado. Los retrasos hacían que el trago fuese peor, por prolongado.
—Me temo que nunca, señor. —El lacayo parecía confuso e inquieto; sus ojos se cruzaron con los de Pitt por primera vez.
—¿Qué quiere decir? —saltó Pitt—. ¿Quiere decir que a ninguna hora en particular? ¿Y qué hay de la señora Thorne? ¿Está ella en casa?
—No, señor. El señor y la señora Thorne salieron para Portugal ayer por la noche, y tengo entendido que no piensan volver a Inglaterra.
—¿Que no… piensan volver? —Pitt no acababa de creerlo.
—No, señor, me temo que no. El servicio de la casa ha sido despedido. Sólo quedamos el mayordomo y yo, únicamente para ocuparnos de todo hasta que el procurador del señor Thorne disponga qué hacer con la casa y lo que hay en ella.
Pitt se quedó de una pieza. Thorne había huido. Y si Thorne se había marchado la noche anterior, no era a Soames a quien cabía culpar. De hecho, Thorne había escapado sin avisar a Soames, cosa que había tenido ocasión de hacer.
—¿Quién estuvo aquí ayer? —demandó en tono conminativo—. Dígame exactamente quién vino de visita ayer.
—El señor Aylmer, señor. Se presentó por la tarde, poco después que el señor Thorne volviera del Ministerio de Colonias, hacia las cuatro, y media hora después se presentó un cierto señor Kreisler…
—¿Kreisler? —Pitt le interrumpió en el acto.
—Sí, señor. Estuvo aquí por espacio de una media hora, señor.
Pitt masculló una imprecación.
—¿Y a qué hora le informó el señor Thorne de su viaje a Portugal? ¿A qué hora hizo los preparativos para su marcha?
Un carro de reparto traqueteó por la calle, pasando junto a ellos; cincuenta metros más abajo, una criada bajó de la escalera de su casa con un colchón que comenzó a sacudir.
—No sé a qué hora hizo los preparativos, señor —respondió el lacayo—. Pero se marchó cosa de una hora después, un poco antes incluso.
—¿Pero a qué hora hizo el equipaje? ¿Cuándo avisó al servicio de su marcha?
—Sólo llevaron dos maletas grandes consigo, señor, y que yo sepa, éstas fueron dispuestas justo después de la llegada del señor Kreisler. El señor Thorne nos avisó en ese momento, señor. El aviso nos pilló de sorpresa y…
—¿La noche pasada? —interrumpió Pitt—. ¿Les avisó la noche pasada? Pero es imposible que los demás sirvientes se marcharan ayer mismo por la noche. ¿Dónde hubieran podido ir?
—No, señor. —El lacayo denegó con la cabeza—. Una de las criadas del primer piso se encontraba ya en casa de su hermana; parece que se ha producido una muerte en la familia. Así que la otra criada también se ha marchado con ella esta mañana; las dos son hermanas, ¿sabe usted? La criada de la señora Thorne estaba de vacaciones… —El lacayo pareció sorprenderse al decirlo; los sirvientes no tenían vacaciones—. Y la cocinera se marcha esta tarde. Es una cocinera excelente, que muchos hogares se disputaban. —El lacayo expresó cierta satisfacción al describirla—. Lady Brompton estará encantada de contar con ella. Lleva años persiguiéndola. Por otra parte, los vecinos de al lado precisan de los servicios de un encargado del vestuario, y la señora Thorne ya se encargó de buscar nuevos empleadores para la fregona.
¡Entonces la huida no había sido por completo repentina! Los Thorne ya se habían preparado para tal eventualidad. Kreisler se había limitado a anunciarles que había llegado el momento de escapar. ¿Pero por qué? ¿Por qué Kreisler les había avisado, en vez de dejar que fueran atrapados? El papel jugado por Kreisler en este asunto era cada vez menos claro, como lo era su relación con la muerte de Susannah Chancellor.
El lacayo tenía la mirada fija en él.
—Discúlpeme, señor, pero es usted el superintendente Pitt, ¿cierto?
—Sí.
—En ese caso, señor, el señor Thorne dejó una carta para usted. Está sobre la repisa de la chimenea, en la biblioteca. Si es tan amable de aguardar un momento, ahora mismo se la traigo…
—No es preciso —dijo Pitt—. Me temo que estoy obligado a registrar la casa.
—¿Registrar la casa? —El lacayo estaba atónito—. ¿Para qué? No sé si puedo permitir algo así… A no ser que… —El lacayo se detuvo, sin saber bien qué decir. Ahora que su señor se había marchado, aparentemente para no volver jamás, su empleo tenía los días contados, por mucho que hubiera recibido un generoso finiquito y una excelente carta de recomendación. Y Pitt era de la policía.
—Sabia decisión —dijo Pitt, leyendo sus facciones. Volviéndose al agente situado al pie de los escalones, ordenó—: Traiga a Hammond de la parte trasera y registren la casa. Yo estaré en la biblioteca.
—¿Qué hay del señor Thorne, señor?
Pitt sonrió con malicia.
—Me temo que el señor y la señora Thorne se marcharon a Portugal ayer por la noche. Y no se espera que regresen.
El agente quedó con la boca abierta. Aunque hizo ademán de añadir alguna cosa, al momento cambió de opinión.
—Sí, señor. Ahora mismo voy a por Hammond, señor.
—Gracias. —Pitt entró en el recibidor y siguió al lacayo hasta la biblioteca.
La estancia era sobria y agradable, con cortinas verde oscuro y claras paredes de damasco. Los cuadros aparecían dispuestos de manera un tanto curiosa; tras un momento de observación, comprendió que era así porque tres o cuatro de ellos habían sido quitados de las paredes. Sin duda se trataba de los más valiosos o los de mayor valor sentimental. Los muebles eran viejos; la biblioteca de caoba relucía con lustre de generaciones y exhibía un cristal agrietado. Las sillas aparecían ligeramente desgastadas, como si hubieran sido ocupadas durante noches enteras junto al hogar. El guardafuegos de la chimenea mostraba una pequeña abolladura y se veía un diminuto punto marrón en la alfombra, allí donde había saltado una chispa. Un jarrón de tulipanes tardíos, abiertos y llamativos como lirios, aportaba una nota de perfume y calor a la habitación.
Un gatito de pelaje anaranjado yacía enroscado sobre un cojín, al parecer profundamente dormido. Otro cachorrillo, igual de pequeño, quizá no mayor de nueve o diez semanas descansaba sobre una silla, pero éste era de color gris oscuro, mostrando todavía las franjas sombreadas de la niñez. El gatito no estaba enroscado sobre sí mismo, sino que yacía completamente estirado, tan dormido como su compañero.
La mirada de Pitt detectó la carta de inmediato. La misiva estaba apoyada encima de la repisa, con su nombre escrito a la vista.
Pitt cogió la carta, que abrió y comenzó a leer.
Estimado señor Pitt:
Cuando lea usted estas líneas, Christabel y yo estaremos navegando por el canal de la Mancha en dirección a Portugal. Lo que por supuesto significa que ya habrá adivinado que he sido yo quien ha estado proporcionando información proveniente del Ministerio de Colonias y el Tesoro a la embajada de Alemania.
Lo que usted no sabe son mis motivos para obrar así. Tampoco creo que sepa que esa información ha sido falsa casi en su totalidad. Naturalmente, al principio tuve que ofrecer datos verdaderos; más tarde, cuando me hube ganado su confianza, los datos fueron falsos en muy pequeña medida, la suficiente para que no les fueran de ninguna utilidad.
Nunca he estado en África personalmente, pero sé mucho sobre ella gracias a los años vividos en el Ministerio de Colonias. A través de cartas e informes, sé más de lo que usted puede imaginar acerca de las atrocidades cometidas por el hombre blanco en nombre de la civilización. No estoy hablando de muertes ocasionales, ni siquiera de matanzas ocasionales. Éstas se han dado a través de toda la historia, y posiblemente seguirán sucediendo. Ciertamente, el negro es tan capaz de cometer atrocidades como el resto de los hombres. Me refiero a la codicia y la estupidez, la expoliación de la tierra y el sometimiento —la destrucción incluso— de una nación humana, de la pérdida de su cultura y sus creencias, de la degradación de una raza.
No tengo grandes esperanzas en que Gran Bretaña muestre una actitud más justa o sabia. Estoy seguro de que no será así. Sin embargo, entre nosotros hay quienes creemos en la necesidad de actuar, quienes conservamos cierta humanidad, ciertas normas de conducta y honor tendentes a mitigar los peores efectos de la colonización.
Si, por otro lado, Alemania se hace con África Oriental, Zanzíbar y el resto de esa costa —lo que son muy capaces de hacer, vista nuestra actual indecisión—, es inevitable la guerra entre los ingleses estacionados en África Central y los alemanes al oeste. En el este, Bélgica se verá arrastrada al conflicto, como lo será lo que queda de los viejos Sultanatos Árabes. Lo que una vez fueron escaramuzas tribales dirimidas con lanzas y azagayas se convertirá en una guerra total luchada con cañones y ametralladoras, pues Europa bañará África en sangre a fin de dirimir sus viejas rivalidades y sus más recientes codicias.
La hegemonía de una sola potencia europea constituye mejor alternativa; naturalmente, yo prefiero que esa potencia sea Gran Bretaña, por razones de índole moral y política. A tal fin, he estado proporcionando a la embajada alemana información distorsionada relativa a yacimientos de mineral, diferentes enfermedades endémicas y su extensión en distintas áreas, el coste de determinadas expediciones, sus pérdidas, el entusiasmo o retraimiento de quienes las han financiado… Creo que ahora entenderá usted mi propósito.
¿Es necesario que le explique por qué no he actuado a través de los canales oficiales del Ministerio de Colonias? ¡Seguro que no! Además de la razón obvia de que cuantos más se enteren de una operación, más improbable se hace conservar el secreto y garantizar el éxito de la iniciativa, estoy convencido de que Linus Chancellor jamás habría autorizado un plan así. Ya me encargué de sondearle, con mucho tacto.
En adición y como usted sabe, lord Salisbury muestra una actitud de lo más ambivalente en relación con África, y no se puede confiar en que su actual entusiasmo resulte demasiado duradero.
El pobre Ransley Soames es demasiado crédulo, una de las personas más fáciles de engañar que he conocido. Pero su único pecado es una vanidad superior a sus fuerzas. No sea demasiado duro con él. El haber hecho el tonto es suficiente castigo para él. Es un golpe del que nunca se recobrará.
No tengo idea de quién asesinó a la pobre Susannah, ni por qué. Si hubiera sido yo, no dude que se lo diría en esta carta.
Tenga cuidado con el Círculo Interior. Su poder es mayor de lo que usted piensa, y su hambre es insaciable. Ante todo, son de los que nunca perdonan. El pobre Arthur Desmond tuvo ocasión de saberlo, como supongo que no olvidará. Desmond traicionó sus secretos, y lo pagó con la vida. Por cierto, esto es algo que he deducido después que Desmond me hablara de sus convicciones íntimas; conozco lo bastante del Círculo para saber que su muerte no fue accidental. Desmond sabía que estaba en peligro. Ya le habían amenazado antes, pero creía que el juego era demasiado importante para abandonarlo. Desmond era uno de los mejores; nunca le olvidaré. No sé quién ideó su muerte, ni cómo fue ejecutada ésta… pero sí sé el porqué.
He dado aviso al servicio; todos recibirán un mes de salario y buenas referencias. Mi procurador se encargará de todo lo relacionado con mi casa y mis pertenencias; lo resultante será entregado a la institución de caridad de Christabel. Ese dinero caerá como agua llovida del cielo. Ya que no está usted en disposición de acusarla de traición, imagino que se abstendrá de interferir en lo dispuesto.
Mis sirvientes son buenas personas, pero imagino que se sentirán tan confusos como alarmados. Por eso quisiera pedirle un favor personal. Los dos gatitos de Christabel, Angus y Archie, han tenido que ser dejados atrás. ¿Haría usted el favor de llevárselos y mirar que fueran adoptados en alguna buena casa… juntos, si es posible? Los dos son inseparables. Archie es el anaranjado, Angus el negro. Se lo agradezco de antemano. Finalizar con un «suyo» quizá parezca absurdo, cuando está claro que no lo soy. Pero le escribo con franqueza: soy hombre de principios, como creo que lo es usted.
Jeremiah Thorne.
Pitt se quedó plantado con el papel entre las manos, como si apenas pudiera comprender lo que estaba escrito en él. Y sin embargo, cuanto más reflexionaba, más sentido tenía todo. No podía perdonar lo que había hecho Thorne, como no podía condenar por entero los medios de que se había valido. Su batalla era una batalla contra el Círculo Interior tanto como contra Alemania, sin embargo ahí se encontraba desamparado. Todo cuanto podía hacer era efectuar una advertencia lo más explícita posible.
Había conocido a sir Arthur. Si hubiera quedado el menor vestigio de duda, ello habría bastado para disiparla.
Y con todo, seguía pensando que África estaba mejor en manos británicas que alemanas, que ello era incluso preferible a una nación dividida. Lo que decía acerca de la guerra era cierto de modo casi seguro, lo que suponía un desastre de proporciones inabarcables.
¿Cómo era que Kreisler le había avisado? Sus principios no eran los mismos. ¿O acaso no había sido deliberado? ¿Era posible que Kreisler le hubiera hecho preguntas y que Thorne hubiera adivinado lo que se escondía tras éstas?
A estas alturas, se trataba de conjeturas académicas. Aunque así se explicaba cómo era que ninguno de los datos de Hathaway habían llegado a la embajada alemana. Thorne se había encargado de alterarlos.
Pitt echó una mirada a la habitación cómoda y agradable: el reloj de similor que tictaqueaba sobre la repisa de la chimenea donde había encontrado la carta, los cuadros de las paredes, en su mayoría sombrías escenas holandesas, paisajes con agua y animales. Pitt nunca había apreciado antes la belleza que podían tener unas vacas, cómo un cuerpo con tantos huesos protuberantes podía exhibir semejante aire de paz.
En la silla que había bajo su codo, Archie, el gatito anaranjado, alargó una pata sedosa de garras extendidas, soltó un pequeño maullido de satisfacción y se puso a ronronear.
—¿Qué diantres voy a hacer contigo? —preguntó Pitt, admirando de forma inconsciente lo perfecto del animal. El gatito tenía un rostro en forma de estrella, con relucientes ojos azulverdosos y orejas enormes. El gatito le observaba con curiosidad, sin mostrar el más mínimo temor.
Pitt extendió la mano y llamó al timbre. El lacayo se presentó de inmediato. Sin duda había estado esperando en el recibidor.
—El señor Thorne me pide que me lleve estos gatos —dijo Pitt, frunciendo el ceño.
—Oh, me alegro —respondió el lacayo con alivio—. Temía que no hubiera más remedio que deshacerse de ellos. Eso hubiera sido terrible. Son dos pequeñuelos muy simpáticos. Ahora mismo le traigo una cesta, señor. Estoy seguro que habrá alguna que le sirva.
—Gracias.
—No se merecen. Ahora mismo voy por ella.
Pitt se llevó los gatitos, pues apenas tenía otra alternativa. Además, quería hablarle a Charlotte de Soames, y sabía que lo sucedido haría mella en Matthew. La noche pasada no había dicho nada a Charlotte, aferrándose a la remota posibilidad de que todo fuera un error, por mucho que supiera que algo no encajaba en todo el asunto. Matthew había salido sin esperar a comer, o a hablar con ambos, y Charlotte le había observado marchar con ansiedad en el rostro e inquietud en los ojos.
Lo primero que hizo fue enseñarle los gatitos. Ambos mostraban igual irritación por hallarse en la cesta, deseosos de salir de allí cuanto antes, cosa que precedía a las demás consideraciones.
—¡Qué bonitos son! —exclamó ella con delicia, dejando la cesta en el suelo de la cocina—. ¡Oh, Thomas, son una preciosidad! ¿De dónde diantre los has sacado? Siempre he querido tener un gato, desde que nos mudamos, pero no conozco a nadie que haya tenido gatitos. —Charlotte alzó la mirada y le contempló con la alegría pintada en el rostro, antes de devolver su atención a la cesta. Archie jugaba con su dedo mientras Angus le miraba con sus dorados ojos redondos—. Tengo que pensar en unos nombres para ellos.
—Ya tienen nombre —se apresuró a informar él—. Estos gatitos eran de Christabel Thorne.
—¿Eran? —Sobresaltada, Charlotte levantó la cabeza hacia él—. ¿Por qué dices eso? ¿Qué le ha sucedido? ¡Me dijiste que se encontraba bien!
—Y espero que siga así. Jeremiah Thorne ha resultado ser el traidor oculto en el Ministerio de Colonias, si «traidor» es la palabra adecuada, cosa que no sabría decirte.
—¿Jeremiah Thorne? —Charlotte parecía anonadada, con una súbita tristeza pintada en el rostro. Los gatitos pasaron a segundo plano, a pesar de que Archie se entretenía en mordisquear y lamer su dedo, que sostenía entre sus patitas—. Imagino que estarás seguro de lo que dices. ¿Le has detenido?
—No. Los dos se han marchado a Portugal. Se fueron ayer por la noche. Sospecho que las continuas preguntas de Kreisler terminaron por avisarles.
—¿Que se han marchado? —La expresión de Charlotte se tornó sobria—. Oh. Lo siento. Yo…
Pitt sonrió.
—No hay que disculparse por sentir alivio. Yo mismo lo siento, por muchas razones, la primera de ellas, que les tenía mucho aprecio.
El rostro de ella expresaba una mezcla de curiosidad, confusión y sentimiento de culpa.
—¿A qué te refieres? ¿Acaso su fuga no te perjudica, como también perjudica a Inglaterra?
—A mí, posiblemente sí. Farnsworth se lo puede tomar a mal, pero también puede que comprenda que, de haberles atrapado, no sería fácil decidir qué hacer con ellos.
—Juzgarles —respondió ella al instante—. ¡Por traición!
—¿Y exponer así nuestra propia debilidad?
—Oh. Ya entiendo. No sería muy conveniente, en un momento en que estamos negociando tratados. El asunto nos haría aparecer como incompetentes, ¿cierto?
—Mucho. Y, además, hay que tener en cuenta que la información transmitida por Thorne era inexacta.
—¿Lo hizo a propósito? ¿O es que también él ha sido incompetente? —Charlotte se sentó frente a él, dejando que los gatos comenzaran a explorar su nuevo hogar con entusiasmo.
—Oh, no, lo hizo a propósito —respondió él—. Por eso, si fuera llevado a juicio, tendría que defenderse haciéndolo constar, lo que arruinaría toda su labor y, a nosotros, nos haría quedar como unos necios. No, considerándolo bien, yo creo que lo mejor es que se haya ido a Portugal. Por cierto que se marchó sin sus gatitos, y me ha pedido si puede confiármelos para que el servicio no tenga que deshacerse de ellos. Sus nombres son Archie y Angus. Archie es éste, el que intenta escurrirse dentro de la lata de harina.
Las facciones de Charlotte volvieron a derretirse de puro placer al contemplar al animalillo y su compañero, cuyo rostro negro y suave exhibía unos ojos muy abiertos y plenos de curiosidad. El gatito dio un paso hacia ella, se frenó de golpe y dio otro paso en su dirección con la cola en alto.
No era fácil estropear un momento así.
—Creo que esta tarde iré a ver a Matthew… —empezó Pitt.
Charlotte quedó paralizada, con los dedos inmóviles sobre el gatito; por fin, alzó la mirada, a la espera de sus palabras.
—Soames era el traidor oculto en el Tesoro —declaró él—. Y Matthew lo sabía.
El rostro de su mujer se contrajo de dolor.
—¡Oh, Thomas! ¡Eso es horrible! Pobre Harriet. ¿Cómo se lo ha tomado? ¿Has tenido que arrestarle? ¿Podrá estar con ella? ¿No sería mejor si… si no fueras? —Charlotte se inclinó sobre la mesa y puso su mano sobre la suya—. Lo siento, querido, pero no creo que le sea fácil aceptar que tuvieras que detener a Soames. Con el tiempo, espero que se dé cuenta de… —Charlotte se detuvo, comprendiendo por la expresión de su rostro que había algo más—. ¿De qué se trata? ¿Qué es?
—Fue Matthew quien me lo dijo —repuso él con suavidad—. Sin darse cuenta, Harriet Soames le habló de cierta conversación que había oído a su padre sostener por teléfono, conversación que no había entendido y que Matthew se sintió obligado a repetirme. Me temo que Harriet no va a perdonárselo. A sus ojos, Matthew ha traicionado tanto a su padre como a ella misma.
—¡No es justo! —saltó Charlotte; al momento cerró los ojos y meneó la cabeza con suavidad—. Comprendo lo que debe de sentir, pero no es justo. ¿Qué otra cosa podía hacer Matthew? ¡No pretenderá que Matthew eche por tierra su trabajo y sus principios para involucrarse en la traición de Soames! ¡Matthew sería incapaz de algo así!
—Lo sé —respondió él con calma—. Y es posible que Harriet también lo intuya así, pero las cosas están como están. La vida de su padre está arruinada para siempre. El Ministerio de Colonias y el Tesoro preferirán echar tierra sobre el asunto a fin de evitar el escándalo, pero la cosa terminará por saberse.
Charlotte alzó la vista.
—¿Qué será de él? —Su rostro se ensombreció bajo una tristeza gélida y vacía—. ¿El… el suicidio? —musitó.
—No es imposible, pero espero que no.
—¡Pobre Harriet! Ayer lo tenía todo y el futuro se le presentaba radiante. Hoy no le queda nada: ni matrimonio, ni padre, ni amigos, ni un lugar en la sociedad, tan sólo los pocos amigos que tengan el valor de seguir a su lado, no le queda ninguna esperanza. Thomas, es muy triste; asusta el pensarlo. Claro que entiendo que no perdone a Matthew; ésa será una herida que nunca se cerrará, para ninguno de los dos. Sí, ve a ver a Matthew; ahora te necesitará más que nunca.
Pitt pasó por el despacho de Matthew, a quien encontró mortalmente pálido, ojeroso y apenas capaz de concentrarse en su tarea. Matthew ya había intuido la posibilidad del rechazo al ir a ver a Pitt, pero parte de él se había seguido aferrando a la esperanza de que las cosas no tenían por qué ser así, que de algún modo Harriet, desesperada y avergonzada, se volvería hacia él a pesar de lo que había hecho, de lo que se había sentido obligado a hacer. Su sentido del honor no le había dejado otra salida.
Cuando comenzó a expresar algo de ello a Pitt, éste le comprendió sin necesidad de palabras. Al cabo de un momento, Matthew ya no trató de explicarse más, y simplemente dejó que la cuestión se evaporara en el aire. Durante un rato siguieron sentados, haciendo mención ocasional a hechos del pasado, un tiempo más sencillo y feliz que ambos recordaban con agrado. Por fin, Pitt se levantó para marcharse y Matthew volvió a enfrascarse en sus papeles, cartas y llamadas. Pitt tomó un coche de caballos y se dirigió al despacho de Farnsworth en el Embankment.
—¿Soames? —dijo Farnsworth mientras la confusión, la furia y el desconcierto se mezclaban en su rostro—. ¡Habrase visto ocurrencia más estúpida! Desde luego, ese hombre es un necio. ¿Cómo se le pudo ocurrir semejante… semejante estupidez? Un cretino, eso es lo que es.
—Pero lo curioso —terció Pitt en tono neutro—, es que en gran parte nos ha dicho la verdad.
—¿Qué? —Farnsworth se giró, dando la espalda a la biblioteca, con la indignación inscrita en los ojos muy abiertos—. ¿Adónde quiere ir a parar, Pitt? Esa historia es absurda. La cosa no engañaría a un niño.
—Probablemente no, pero un niño tampoco tendría la capacidad para…
—¡Capacidad! —Farnsworth esbozó una mueca de disgusto—. Soames tiene la misma capacidad que mi limpiabotas. Ni este mismo creería semejantes patrañas, y eso que sólo tiene catorce años.
—… Para dejarse engañar por elucubraciones sobre los resultados de un choque entre potencias europeas en África, y la necesidad de evitar esa colisión por motivos éticos en general y por nuestro propio futuro común —concluyó Pitt, como si nunca le hubieran interrumpido.
—¿Es que intenta disculparle? —Farnsworth abrió aún más los ojos—. Si es así, está perdiendo el tiempo. ¿Qué piensa hacer con Soames? ¿Dónde se encuentra ese tipo?
—En Bow Street —respondió Pitt—. Supongo que los suyos ya se encargarán de él. Eso ya no es cosa mía.
—¿Los suyos? ¿A quién se refiere? ¿Al Tesoro?
—Al gobierno —contestó Pitt—. Está claro que son ellos quienes tienen que decidir qué hacer con él.
Farnsworth suspiró y se mordió el labio.
—Me temo que no harán nada de nada —repuso con amargura—. No querrán admitir que ha sido su propia incompetencia la que ha llevado a esta situación. Conclusión que me parece clara en relación con este asunto. ¿A quién transmitió Soames esos datos? Todavía no me lo ha dicho. ¿Cuál es el nombre de este filantrópico traidor?
—Thorne.
Farnsworth abrió los ojos como platos.
—¿Jeremiah Thorne? Cielo santo. Yo hubiera pensado que era Aylmer. Ya sabía que no podía ser Hathaway, a pesar de ese plan demencial de filtrar datos manipulados a todos los sospechosos. ¡Un plan que nunca tuvo el menor éxito!
—Sí que lo tuvo, de forma indirecta.
—¿Qué quiere decir? ¿Lo tuvo o no lo tuvo?
—De forma indirecta —repitió Pitt—. Cuando conseguimos descubrir qué datos obraban en poder de la embajada alemana, descubrimos que éstos no tenían nada que ver con la información proporcionada por Hathaway, cosa que confirma lo que Soames nos ha dicho de Thorne. Thorne no hizo sino desinformarles en todo momento.
—Es posible, pero quisiera tener pruebas antes de tragarme esta historia. ¿Thorne también está en Bow Street?
—No, a estas alturas debe de encontrarse en Lisboa.
—¿Lisboa? —Un abanico de emociones se pintó en las facciones de Farnsworth. La furia y el desprecio pugnaban con la certeza de que eran numerosos los problemas obviados por el hecho de que Thorne no pudiera ser llevado a juicio.
—Thorne partió anoche —añadió Pitt.
—¿Avisado por Soames?
—No. Si alguien le avisó, sólo pudo tratarse de Kreisler.
Farnsworth soltó un juramento.
—Aunque imagino que el aviso no debió de ser intencionado —continuó Pitt—. Yo creo que Kreisler estaba más bien interesado en descubrir quién es el asesino de Susannah Chancellor.
—O en descubrir cuánto sabía usted acerca del hecho de que fue él quien acabó con ella —cortó Farnsworth—. Muy bien. Por lo menos ha resuelto usted la cuestión del traidor. Aunque no de forma muy satisfactoria, si he de ser sincero, pero algo es mejor que nada. E imagino que la cosa podría haberse puesto muy fea si llega a detener a Thorne. Merece usted cierto reconocimiento.
Farnsworth suspiró y se dirigió hacia su escritorio.
—Y ahora haría bien en volver a la tragedia sucedida a la señora Farnsworth. El gobierno, por no hablar de la prensa, exige una aclaración de este caso. —Farnsworth alzó la vista—. ¿Tiene alguna pista? ¿Qué hay del cochero? ¿Lo ha atrapado ya? ¿Sabe ya en qué parte del río la dejaron? ¿Ha encontrado ya su capa? ¿Sabe ya dónde la mataron? Imagino que el asesino debió de ser Thorne, después que ella descubriera su secreto…
—Thorne afirma no saber nada de la cuestión.
—¿Afirma? ¡Pero si me acaba de decir que anoche salió para Portugal!
—Thorne me ha dejado una carta.
—¿Dónde está? ¡Démela ahora mismo! —exigió Farnsworth.
Pitt se la entregó a Farnsworth, quien la leyó con atención.
—¡Gatos! —dijo por fin, dejando la misiva sobre su escritorio—. Imagino que creerá usted lo que dice sobre la señora Chancellor…
—Sí, lo creo.
Farnsworth se mordió el labio.
—La verdad es que yo también me inclino a creerlo. Busque a Kreisler, Pitt. Hay muchas cosas que no encajan con ese personaje. Es un sujeto de temperamento explosivo, propenso a la violencia. Investigue acerca de la reputación que dejó atrás en África; nadie sabe cuál es su papel en este asunto ni cuáles son sus lealtades. Yo mismo tampoco las sé. —Farnsworth hizo un gesto cortante con la mano—. Olvídese de la conexión con Arthur Desmond. Eso no son más que tonterías, desde el primer momento. Sé que le resulta difícil aceptar su senilidad, pero es un hecho incontrovertible. Lo siento. Los hechos hablan por sí solos. Se hizo invitar a brandy por todo con quien se cruzó, y cuando estuvo lo bastante alterado para pensar con un mínimo de claridad, se sirvió una sobredosis de láudano, probablemente por accidente, quizá para buscar una salida honorable a su creciente descontrol. El hecho de que antes de morir soltara una calumnia indefendible no altera las cosas.
Pitt se paralizó. Farnsworth había dicho que sir Arthur «se hizo invitar». ¿Cómo podía saber que sir Arthur no había pedido su brandy directamente al camarero, como siempre hacía? Había una respuesta: porque sabía lo que de veras sucedió esa noche en el Morton Club. No había estado allí. El detalle no había aparecido durante la investigación. De hecho, los testigos habían dicho lo contrario, que sir Arthur había pedido sus propias bebidas.
Pitt abrió la boca para preguntar a Farnsworth si había hablado con Guyler, pero en el último segundo, cuando ya tenía las palabras en la lengua, se dio cuenta de que si no era así, Farnsworth sólo podía estar al corriente por una razón: porque pertenecía a la misma facción del Círculo Interior que había decretado la muerte de sir Arthur.
—¿Sí? —dijo Farnsworth en tono impaciente, con sus ojos gris azulado fijos en Pitt.
Farnsworth daba la impresión de hablar a impulsos, pero bajo la superficie emotiva, la fachada que Pitt veía —y que había llegado a ver con los ojos cerrados, así de familiarizado estaba con ella—, entrevió por un instante una mente más fría y astuta, precavida en extremo, a la espera de que fuese el propio Pitt quien se traicionase.
Si Pitt hacía la pregunta, Farnsworth sabría al momento de sus sospechas, hasta dónde había llegado. Sabría que Pitt estaba buscando al verdugo, como sabría que tenía a Farnsworth por integrante de dicha facción.
Pitt adoptó un velo en su mirada y mintió, mientras el miedo le impregnaba la piel de un sudor frío. Nada más fácil que ser empujado bajo las ruedas de un carromato o pasar la mano sobre la jarra de sidra en la taberna, procurando la fatal dosis de veneno.
—¿Y bien? —dijo Farnsworth, con algo similar a una sonrisa.
Pitt sabía que si se rendía con demasiada facilidad, Farnsworth leería a través de sus palabras y adivinaría que había comprendido. De pronto le asaltó la intuición de que acaso Farnsworth fuera mucho más astuto de lo que había pensado. Nunca había destacado como un policía convencional; era demasiado arrogante para sobrellevar el desgaste del oficio. Pero sabía cómo valerse de los hombres con capacidad: Tellman, Pitt, incluso Micah Drummond en su época. ¿Y a cuántos de ellos habría incorporado a las filas del Círculo? ¿Quiénes serían éstos? Lo más probable era que Pitt nunca llegara a saberlo; incluso, cuando ya fuese demasiado tarde, no llegaría a saber quién descargó el golpe fatal.
Farnsworth estaba a la espera. La luz de la tarde atravesaba las ventanas e iluminaba sus cabellos claros.
—¿De veras piensa que se trató de un suicidio? —apuntó Pitt, como si la idea todavía le resultara muy difícil de digerir—. La muerte antes que el deshonor… que el deshonor hacia uno mismo, quiero decir.
—¿Así lo ve usted? —terció Farnsworth.
—Verlo, no es la cuestión. —Pitt se forzó a decir las palabras, a jugar el papel, a creerlas incluso mientras las pronunciaba. Se sentía frío por dentro—. Pero quizá sea más sencillo ajustado a los hechos que conocemos.
—¿Hechos? —Farnsworth seguía con la mirada clavada en él.
—Sí… —Pitt tragó saliva—. Sobre la circunstancia de consumir láudano en el propio club. Uno tendría que estar muy desquiciado interiormente para hacerlo por accidente. No… no es lo que se espera de un caballero. Por eso quizá el suicidio resulte más comprensible. Sir Arthur no querría cometerlo en su propio hogar. —Pitt era consciente de que divagaba, decía demasiado. Se sentía algo mareado; la habitación se tornó enorme. Tenía que andar con cuidado—. En su hogar, donde el servicio sería el primero en encontrarle —prosiguió—. Quizá impidiéndole terminar en paz. Quizá fuera una criada quien le encontrara… Es posible que entonces se diera cuenta de lo vergonzosa que había sido su actitud.
—Yo tiendo a pensar como usted —acordó Farnsworth. Su cuerpo se relajó de un modo indefinible. De nuevo, volvió a adoptar el mismo aspecto irritable e impaciente—. Sí, yo diría que lo tiene, Pitt. Bien, lo mejor es olvidarse de él. Vuelva a dedicarse al caso Chancellor. Ésa es su prioridad absoluta ahora mismo. ¿Me ha entendido bien?
—Sí, señor. Por supuesto.
Al levantarse, Pitt descubrió que las rodillas le temblaban. Tuvo que permanecer quieto unos segundos antes de rehacerse y salir del despacho, cerrando la puerta tras de sí y bajando las escaleras bien agarrado al pasamanos.