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Pitt echó a caminar por Bow Street en dirección al Strand, y una vez allí paró un cabriolé y dio instrucciones al cochero para que lo llevara al Ministerio de Colonias, en la esquina de Whitehall con Downing Street. El cochero lo miró ligeramente sorprendido, pero tras un instante de vacilación, apremió al caballo y se incorporó a la marea de tránsito que se movía hacia el oeste.
Pitt dedicó el trayecto a repasar mentalmente lo que le había contado Matthew y a pensar en la manera en que iba a afrontar el asunto en cuanto llegara a Whitehall. Ya había leído la carta de autorización de Matthew y las breves indicaciones y detalles que contenía, pero poco o nada se deducía por su contenido de la naturaleza o grado de dificultad que iba a encontrar en el momento de solicitar cooperación.
El cabriolé avanzaba despacio, deteniéndose cada vez que se metía en la confusión de coches, carruajes, carros y ómnibus procedentes del Strand y de Wellington Street donde Pitt lo había tomado. Poco a poco cruzaron Northampton Street, Bedford Street, King William Street y Duncannon Street hasta dar con Charing Cross. Todo el mundo tenía prisa y pedía preferencia. Los cocheros se gritaban unos a otros. Las ruedas de un brougham[1] y de un coche fúnebre se habían quedado trabadas, provocando una obstrucción todavía mayor. Desde un carro pesado, dos jóvenes intentaban abrirse camino a gritos y un vendedor de fruta y verdura se estaba peleando con otro que vendía tartas.
Pasaron quince minutos hasta que el coche de Pitt pudo por fin girar a la izquierda para entrar por Whitehall y dirigirse hasta Downing Street, en donde se detuvo. Allí mismo se le acercó el policía que montaba guardia para preguntarle qué quería.
—Soy el superintendente Pitt y voy al Ministerio de Colonias —le anunció mostrándole su tarjeta.
El cochero abrió los ojos picado por la curiosidad.
—A sus órdenes, señor. —El agente lo saludó de forma impecable y se puso firmes—. No le había reconocido, señor.
Pitt pagó al cochero y se dirigió hacia las escaleras plenamente consciente de que no era una persona de la que pudiera decirse que era impecable, sobre todo en la manera de vestir, a diferencia de los funcionarios y diplomáticos. Éstos, con sus elegantes chaqués de cuello de doble punta y los pantalones a rayas, iban y venían pasando ante él con sus paraguas cerrados, por mucho que en aquel primer día de mayo hiciera un tiempo espléndido.
—¿Sí, caballero? —le preguntó un joven en el mismo momento en que entró en el edificio—. ¿Puedo ayudarle en algo?
Pitt volvió a mostrar la tarjeta que le acreditaba como superintendente, aunque él mismo reconocía que su aspecto exterior no encajaba demasiado con el cargo. Como siempre, llevaba el cabello demasiado largo, de forma que los rizos le asomaban bajo el sombrero y caían en desorden sobre el cuello. Había que reconocer que la chaqueta era buena, pero con aquella manía de meter toda clase de cosas en los bolsillos la prenda ya se había deformado; además, no llevaba cuello duro ni de doble punta y la corbata más parecía un capricho ajeno al atuendo que otra cosa.
—Sí, por favor —respondió inmediatamente—. Desearía tratar un asunto muy confidencial con el funcionario de mayor rango que haya disponible.
—Le concertaré una cita —contestó el joven sin alterarse—. ¿Tal vez le iría bien pasado mañana? Ese día podría atenderle el señor Aylmer, además estoy seguro de que estará encantado de hablar con usted. Es el ayudante del señor Chancellor. Es un hombre muy bien informado.
Pitt ya conocía el nombre de Linus Chancellor, secretario de estado para los asuntos coloniales, al igual que cualquier otro ciudadano de Londres. Era uno de los políticos más brillantes y con más futuro y no eran pocos los que afirmaban que tarde o temprano acabaría presidiendo el gobierno.
—No, imposible —dijo sin perder la compostura y mirando al joven a los ojos hasta ver en ellos un atisbo de ofensa y estupefacción—. Se trata de un asunto extremadamente urgente que hay que atender lo antes posible. También es confidencial, de modo que no puedo decirle de qué se trata. Vengo a petición del Foreign Office. Puede consultarlo con lord Salisbury si así lo desea. De momento, prefiero esperar al señor Chancellor.
El joven tragó saliva sin saber muy bien qué debía hacer y miró a Pitt con desagrado.
—Sí, señor, informaré al despacho del señor Chancellor y le traeré su respuesta. —Volvió a mirar la tarjeta de Pitt y desapareció escaleras arriba.
El joven tardó en volver casi un cuarto de hora, espera que Pitt juzgó insultante.
—Si tiene la amabilidad de acompañarme, señor —dijo el joven fríamente. Giró sobre sus talones y le guio por las escaleras hasta dar con una puerta de caoba, a la que llamó con los nudillos, y de la que luego se apartó para dejarle entrar.
Linus Chancellor rondaba los cuarenta y era un hombre dinámico, con la frente ancha y el cabello oscuro cayéndole sobre las cejas, la nariz prominente y una boca grande que prodigaba sentido del humor, agilidad mental y fuerza de voluntad. Transmitía su encanto personal de forma espontánea, casi sin proponérselo, y su facilidad de palabra le permitía decir ese tipo de cosas que otros intentan y nunca consiguen decir. Era delgado, de estatura considerable e inmaculado en su manera de vestir.
—Buenos días, superintendente Pitt —dijo levantándose de un sillón situado detrás de un magnífico escritorio y ofreciéndole la mano. Pitt la estrechó y sintió su apretón firme y decidido—. Se me ha informado que tiene usted un mensaje urgente y confidencial —y diciendo esto, con un movimiento de la mano le invitó a sentarse en otro sillón mientras él también tomaba asiento—. Será mejor que empiece. Dispongo sólo de diez minutos hasta mi próxima cita. Me temo que no puedo dedicarle más tiempo. Tengo que despachar en el Número Diez.
No necesitaba más explicaciones. Si la cita era con el primer ministro, tal como había dado a entender, no podía permitirse ningún retraso, por muy importante que fuese lo que Pitt tenía que decirle. Además, había servido de contundente afirmación sobre la importancia de su cargo y de su propio tiempo. No estaba dispuesto a que Pitt lo subestimara.
Pitt se sentó en el sillón de madera tallada y tapizado en piel que le había indicado y empezó a hablar.
—Matthew Desmond, del Foreign Office, me ha informado esta mañana que cierta información concerniente a las negociaciones que el Ministerio de Colonias está llevando a cabo sobre la exploración y el comercio en África, concretamente en Zambezia, ha caído en manos de la embajada alemana…
No hacía falta que añadiera nada más. Chancellor le estaba prestando toda su atención.
—Por lo que sé, sólo el señor Desmond, su inmediato superior y lord Salisbury están al corriente de la situación —continuó Pitt—. Vengo a solicitar su autorización para poder investigar desde este ministerio…
—Claro, por supuesto. Inmediatamente. Esto es muy grave —dijo abandonando el tono de amable afectación de antes y hablando con una determinación que no dejaba lugar a equívocos—. Y ¿se puede saber a qué clase de información se está refiriendo? ¿Se lo ha dicho el señor Desmond? ¿Está seguro de que realmente sabe de qué se trata?
—Desconozco los detalles —contestó Pitt—. Sospecho que tiene algo que ver con los derechos de explotación de minerales y con los tratados que hacemos con los jefes nativos.
Chancellor puso un semblante sombrío y apretó con fuerza los labios.
—Esto podría ser gravísimo. Nuestro futuro en África depende en gran parte de eso. Supongo que ya se lo habrá dicho el señor Desmond, ¿no? Claro, cómo no. Quiero pedirle que me tenga informado, señor Pitt. Personalmente. También espero que haya investigado la posibilidad de que esa información haya llegado a los alemanes a través de su propia gente —dijo sin abrigar la menor esperanza sobre lo que acababa de decir, sólo por pura formalidad—. No olvide que disponen de muchos exploradores, aventureros y soldados en el África Oriental, especialmente a lo largo de la costa de Zanzíbar. No quiero aburrirle con los detalles de sus tratados con el sultán de Zanzíbar, con levantamientos de poblados enteros ni con episodios de violencia. Créame si le digo que su presencia en la zona es más que considerable.
—No he podido averiguarlo por mi cuenta, pero es lo primero que le he preguntado al señor Desmond —respondió Pitt—. Y me ha asegurado que no, sobre todo por lo detallado de la información y porque es exactamente la misma versión que tenemos nosotros en unas cuestiones susceptibles de muchas interpretaciones.
—Ya… —dijo Chancellor asintiendo con la cabeza—. En ese caso, supone usted que se trata de una traición, señor Pitt. Y tal vez a un nivel muy alto. Dígame entonces qué se propone hacer.
—Lo único que puedo hacer es investigar a todo aquel que haya tenido acceso a la información que se ha filtrado. Supongo que no estaremos hablando de muchas personas.
—Desde luego que no. El señor Thorne es el responsable de asuntos africanos. Empiece con él. Y ahora tendrá que perdonarme, superintendente; llamaré a Fairbrass para que le acompañe hasta la salida. A las cuatro y cuarto de esta tarde tendré un rato libre. Le agradecería que me informara de cualquier avance que se haya producido en la investigación o de su impresión personal sobre el caso.
—Sí, señor. —Pitt se levantó y casi al mismo tiempo lo hizo Chancellor. Un joven, seguramente el tal Fairbrass, apareció ante la puerta y tras escuchar unas breves instrucciones por parte de Chancellor, condujo a Pitt a lo largo de varios pasillos elegantes hasta llegar a un gran despacho magníficamente amueblado como aquel del cual venía. Había una placa en la puerta con el nombre de Jeremiah Thorne; Fairbrass debía de sentir un temor tan reverencial hacia Thorne que ni siquiera se molestó en informar a Pitt de quién era. Llamó con prudencia y esperó a escuchar la respuesta; sólo entonces giró el picaporte y asomó la cabeza.
—Señor Thorne, tengo aquí a un tal superintendente Pitt, de Bow Street, creo. El señor Chancellor me ha pedido que lo acompañe hasta su despacho. —Y dicho esto, se detuvo bruscamente, al darse cuenta de que no sabía nada más. Se retiró hacia atrás y empujó un poco más la puerta para que Pitt pudiera entrar.
A primera vista, Jeremiah Thorne no parecía muy distinto de su superior político, aunque había una diferencia en el porte que se notaba enseguida, si bien era igualmente indefinible. Estaba sentado detrás de su escritorio, pero también parecía muy alto. Tenía los ojos separados, el cabello moreno, espeso y bien peinado, así como una boca amplia y generosa. Era un funcionario del Estado, no un político, a pesar de que la diferencia entre una cosa y otra era demasiado sutil como para tenerla en cuenta. El aplomo con el que actuaba tenía su raíz en la seguridad de la que llevaba gozando desde hacía varias generaciones, en sentirse como el poder oculto detrás de los que pugnaban por un ministerio, y cuyo puesto dependía de la buena opinión de los demás.
—¿Cómo está usted, superintendente? —preguntó en un tono de pretendido interés—. Pase, pase. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Quizá algún delito colonial que sea del interés de nuestra policía metropolitana? —dijo sonriendo—. Y cometido en África, supongo, porque si no, no lo habrían enviado a este despacho.
—No, señor Thorne —dijo Pitt entrando en la sala y sentándose en el sillón que se le indicaba. Esperó a que Fairbrass cerrara la puerta y se alejara por el pasillo—. Me temo que el delito se ha cometido casi con toda seguridad aquí, en el Ministerio de Colonias —afirmó respondiendo a la pregunta—. Si se comprueba que existe el delito, el señor Chancellor me ha autorizado a investigarlo. Quisiera hacerle algunas preguntas, señor. Discúlpeme si le robo su tiempo, pero es muy importante.
Thorne se reclinó en el sillón y cruzó los brazos.
—En ese caso, empiece cuando quiera, superintendente. ¿Podrá decirme de qué delito se trata?
Pitt no quiso contestar directamente. Jeremiah Thorne conocía por el privilegio de su cargo casi toda la información concerniente al Ministerio de Colonias. No había por qué descartar la posibilidad de que él mismo fuese el traidor, por muy poco probable que pareciera que alguien tan importante pudiera serlo. Otra posibilidad era que por descuido hubiese advertido al traidor por no creerlo capaz de ser un agente doble, o de que lo hubiese alertado por pura inexperiencia a la hora de sospechar de uno de sus propios colegas.
Pero si aquel hombre era tan ingenuo como para no comprender el propósito del interrogatorio, entonces era un incompetente que no merecía ocupar tan alta responsabilidad.
—Preferiría no dar detalles hasta estar seguro de que efectivamente se ha producido el delito —dijo Pitt a modo de evasiva—. Quisiera que me dijera algo de sus principales colaboradores.
Thorne lo miró desconcertado, pero se notaba que se lo estaba tomando con bastante humor, como queriendo disimular cualquier inquietud, si es que ésta existía.
—Para cualquier asunto relacionado con África siempre informo inmediatamente a Garston Aylmer, el ayudante de Chancellor —dijo con tranquilidad—. Es una persona excelente y una mente privilegiada. Salió de Cambridge con sobresaliente, pero ya imagino que lo que menos le interesa de él es su expediente académico —dijo elevando un hombro apenas un centímetro—. No, claro que no. Vino al Ministerio de Colonias directamente de la universidad. Hará de eso unos catorce o quince años.
—Entonces tendrá ya cerca de cuarenta, ¿no? —le interrumpió Pitt.
—Treinta y seis, creo. Es un hombre excepcional, superintendente. Se licenció a los veintitrés —dijo, y por un momento pareció que iba a añadir algo más y que había decidido no hacerlo. Esperó pacientemente a que Pitt continuara.
—¿En qué especialidad, señor?
—Oh… clásicas.
—Ya veo.
—A mí me parece que no. —Los ojos de Thorne volvían a sonreír con un brillo que más parecía una risa contenida—. Es muy bueno en su especialidad y sabe mucho de historia. Vive en Newington, en una casita de su propiedad.
—¿Está casado?
—No, no lo está.
Pero no dejaba de ser curioso que viviera en un lugar como Newington, situado al sur del río, al otro lado del puente de Westminster y al este de Lambeth. No estaba lejos de Whitehall, pero no era muy adecuado para un hombre con un cargo tan importante y seguramente muy ambicioso. Pitt se lo había imaginado viviendo en Mayfair o en Belgravia, o tal vez en Chelsea.
—¿Y qué planes tiene para su futuro, señor Thorne? —preguntó—. ¿Es posible que lo asciendan? —Ahora había cierta malicia en la voz de Thomas, aunque era muy difícil adivinar en qué pensaba.
—Supongo que sí. Con el tiempo podría ocupar mi puesto, aunque también es posible que llegue a dirigir cualquier otro departamento del Ministerio de Colonias. Creo que su mayor interés está en la India y el Lejano Oriente. Superintendente, ¿de verdad tiene algo que ver esto con ese delito que tanto le preocupa? Aylmer es un hombre honrado del cual jamás he oído ni la menor inconveniencia, y mucho menos algo que le deshonra. Ni siquiera creo que beba.
Había muchas más preguntas que hacer, por ejemplo sobre su situación económica o su reputación personal, pero Pitt no iba a insistir con Thorne. Aquello iba a resultar exactamente tan difícil como había esperado, y no le gustaba. Pero, por otro lado, Matthew tampoco iba a realizar ninguna acusación de no haber estado seguro de su existencia. Alguien de la sección africana del Ministerio de Colonias estaba filtrando información a la embajada alemana.
—¿Quién más, señor Thorne? —preguntó en voz bien alta.
—¿Quién más? Peter Arundell. Se encarga de los asuntos relacionados con Egipto y el Sudán —contestó Thorne. Luego siguió una descripción más o menos detallada y Pitt esperó a que terminara. No quería delatar su interés específico por Zambezia. Le hubiese gustado confiar en Thorne, pero ése era un lujo que no podía permitirse.
—¿Y? —atajó Pitt en un momento en que Thorne pareció dudar.
Thorne frunció el ceño, pero siguió con la descripción de otros responsables de las demás zonas del continente africano, incluyendo a Ian Hathaway, al cargo de Mashonaland y Matabeleland, dos regiones que, unidas, formaban Zambezia.
—De todos nuestros colaboradores, es el que tiene más experiencia, aunque es un hombre modesto —dijo Thorne con calma, mirando fijamente a Pitt desde la misma cómoda postura con la que se había instalado en el sillón—. Debe de tener unos cincuenta años. Hace mucho tiempo se quedó viudo. Supongo que su mujer murió siendo bastante joven y nunca se ha vuelto a casar. Tiene un hijo en el ejército colonial, en Sudán, y otro está de misiones, pero no recuerdo dónde. El padre de Hathaway tenía un cargo importante en la Iglesia; era archidiácono o algo parecido. Era del oeste, de Somerset o Dorset, creo. Hathaway vive al sur de Lambeth, justo enfrente del puente Vauxhall. Debo reconocer que sé muy poco de su situación económica. Es una persona muy celosa de su intimidad, muy modesta, pero cae bien y siempre tiene una palabra amable para todo el mundo.
—Bien, gracias. —No era un comienzo muy prometedor, pero habría sido esperar demasiado tener algún dato decisivo en aquella fase de la investigación. Ahora no estaba muy seguro de preguntarle a Thorne si podía darle detalles sobre el camino que seguía la información dentro del edificio, o si tal vez debía ocultarle la naturaleza del delito e investigar primero las vidas de Aylmer, Hathaway y Thorne con la esperanza de hallar cualquier debilidad o engaño en ellos del que pudiera extraerse alguna consecuencia.
—Y eso es todo, superintendente —dijo Thorne rompiendo el silencio—. Además de los que ya he mencionado, sólo quedan oficinistas, recaderos y secretarios de rango inferior. Si no me dice qué clase de infracción está investigando, aunque sólo sea una indicación de carácter general, difícilmente podré ayudarle más. —No se trataba de una queja, sino de una observación y Thorne seguía con la ligera mueca de ironía en la cara.
Pitt quiso probar evitando dar una respuesta clara.
—Al parecer, hay alguna información que no ha ido a parar a buenas manos y es posible que haya salido de este ministerio.
—Ya —dijo Thorne sin poner la cara de espanto que había puesto Chancellor. En realidad, ni siquiera parecía muy sorprendido—. ¿Debo entender que se trata de una información de carácter económico, o por lo menos que gracias a ella se pueda obtener un beneficio económico? Me temo que ese riesgo es inevitable en un lugar de tan grandes oportunidades como es ahora África. El continente negro —continuó, torciendo la boca— ha sido un foco de atracción para oportunistas, pero también para los que quieren establecerse, colonizar, explorar, cazar grandes animales o salvar las almas de los nativos y extender el cristianismo allí donde reina la ignorancia e imponer la ley y la civilización del Imperio Británico a los pueblos paganos.
La prueba había salido mal, pero a Pitt ya le iba bien que el asunto quedara flotando en el aire.
—En cualquier caso, hay que hacer lo posible por impedirlo —añadió muy serio.
—Por supuesto —corroboró Thorne—. Cuente con toda la colaboración que yo pueda darle, pero me temo que no sé ni por dónde empezar. Sería demasiado duro creer que cualquiera de las personas que le he mencionado es capaz de caer tan bajo, pero tal vez puedan decirle algo que le ayude a saber quién es el culpable. Ya hablaré con ellos al respecto. —Y añadió volviendo a inclinarse—: Gracias por acudir a mí primero, superintendente. Ha sido muy considerado por su parte.
—En absoluto —contestó Pitt sin darle importancia—. Creo que empezaré por averiguar qué camino sigue la información en general, aunque no sea de tipo económico, y así sabré exactamente quién tiene acceso reservado a ella.
—Me parece excelente —dijo Thorne, levantándose, lo cual indicaba que daba la entrevista por terminada—. ¿Le molestaría tener a alguien a su lado para guiarle por los vericuetos del sistema? ¿O prefiere hacerlo solo? Me temo que ignoro por completo los procedimientos de la policía.
—Si pudiese usted prescindir de alguien, me ahorraría muchísimo tiempo.
—Por supuesto. —Thorne alargó la mano y tiró de un cordón con lujosos adornos que tenía junto al escritorio y al cabo de un instante se presentó un joven procedente del despacho de al lado—. Oh, Wainwright —dijo, como si hubiera aparecido por casualidad—. Éste es el superintendente Pitt, de la policía de Bow Street, y tiene que realizar algunas investigaciones. Se trata de algo muy confidencial. Le ruego que lo acompañe a donde él lo solicite y que le muestre el procedimiento habitual que sigue la información que recibimos desde África, o que trate de África, aunque proceda de otra fuente. Al parecer, se ha producido una irregularidad —dijo poniendo un delicado énfasis en la palabra, pero sin dar ninguna explicación—. Conviene que nadie sepa exactamente qué está haciendo usted ni quién es el señor Pitt.
—Sí, señor —contestó Wainwright algo sorprendido, pero como aspirante a buen funcionario del Estado, ni siquiera dejó que su rostro delatara la menor reacción, y mucho menos se atrevió a dar una opinión. Y dirigiéndose a Pitt, le dijo—: ¿Cómo está, señor? Si tiene la amabilidad de acompañarme, le mostraré las diferentes clases de información que recibimos y qué ocurre a partir del momento en que llega.
Pitt dio las gracias a Thorne y siguió a Wainwright. El resto del día lo pasó enterándose meticulosamente de cómo se recibía la información desde todas las fuentes posibles, quién la enviaba, dónde se almacenaba, cómo se transmitía y quién tenía acceso reservado a ella. Hacia las tres y media ya había comprobado por sí mismo que los detalles que le había dado Matthew Desmond estaban parcialmente al alcance de bastantes personas, pero la totalidad de la misma pasaba sólo por las manos de unos pocos: Garston Aylmer, Ian Hathaway, Peter Arundell, un tal Robert Leicester y el mismo Thorne.
Sin embargo, prefirió no informar sobre esto a Chancellor cuando regresó a su despacho a las cuatro y cuarto y lo encontró disponible tal y como le había prometido. Simplemente le comunicó que se le había brindado toda la ayuda posible y que ya tenía claro por dónde empezar.
—Pero ¿ha llegado a alguna conclusión? —se apresuró a preguntar Chancellor, aguzando la mirada y con el semblante grave—. ¿Sigue sin abrigar la menor duda de que tenemos a un traidor que está pasando información al káiser?
—Esa conclusión no es mía, sino del Foreign Office —replicó Pitt—. Pero parece que es la única posibilidad que puede explicar los hechos.
—Esto es muy desagradable —dijo Chancellor con la mirada perdida más allá de Pitt, torciendo la boca y arrugando el ceño—. No me importa enfrentarme a cualquier enemigo cara a cara, pero ser traicionado por uno de los suyos es una de las peores experiencias que puede soportar un hombre. Detesto a los traidores más que a cualquier otra cosa en el mundo. —Y lanzó una rápida mirada a Pitt, con sus ojos azules y penetrantes—. ¿Le gusta la literatura clásica, señor Pitt?
Era una pregunta del todo absurda, pero Pitt comprobó con agrado que Chancellor no sabía absolutamente nada de su educación. Era como si estuviera hablando con Micah Drummond, o incluso con Farnsworth. Había que agradecerle a Arthur Desmond que hubiese ayudado tanto al hijo de su guardabosques como para que este error fuese posible.
—No, señor. Conozco Shakespeare y los grandes poetas, pero no sé nada de los griegos —respondió Pitt con toda la dignidad que pudo.
—Yo me refería más bien a Dante —dijo Chancellor—. En su descenso a los infiernos, hace una clasificación de todos los pecados según su gravedad. Los traidores ocupan el último círculo del infierno, más allá incluso que los culpables de cometer violencia, robo, lujuria o cualquier otra depravación del cuerpo o del espíritu. Según él, es el peor pecado que la humanidad puede concebir, sobre todo porque implica un ultraje a la razón y a la conciencia, dones que Dios nos ha otorgado. Dante condena a los traidores a la soledad perpetua, agarrados para siempre a un hielo eterno. Terrible castigo, señor Pitt, ¿no le parece? Pero adecuado a la ofensa.
Pitt sintió un escalofrío y luego una claridad casi iluminadora.
—Sí… —dijo—. Sí, tal vez es el peor de los pecados, traicionar la confianza, y supongo que la eterna soledad no es tanto un castigo, como la conclusión lógica de quien así se comporta. Es uno mismo quien elige ese infierno, si así lo prefiere.
—Veo que tenemos mucho en común, señor Pitt —dijo Chancellor ofreciéndole la mejor de sus sonrisas, en un gesto de afecto y de intenso y casi luminoso candor—. Tal vez no existe nada que importe más que eso. Hay que solucionar este miserable asunto. Mientras no lo consigamos, será una sombra que todo lo oscurecerá —sentenció mordiéndose el labio y sacudiendo la cabeza—. Lo peor es que hasta que no se aclare, este asunto envenenará cualquier relación. Uno acaba sospechando sin justificación alguna de otros que son perfectamente inocentes. Muchas amistades se han roto por menos. Por mi parte, reconozco que no miraría a una persona de la misma manera si llega a saber que he sido capaz de sospechar algo así de ella. —Y añadió mirando fijamente a Pitt—: Pero es mi obligación no poner a nadie fuera de sospecha. No puedo hacerlo. ¡Es un crimen abominable! —Por un momento, esbozó una amarga sonrisa—. ¿Se da cuenta del daño que ya ha causado por el simple hecho de existir?
Se inclinó hacia adelante y adquirió un semblante grave.
—Mire, Pitt, no podemos permitirnos el lujo de andarnos con vaguedades. Quisiera que fuera de otra manera, pero conozco este ministerio demasiado bien como para no darme cuenta de que, por desgracia, sólo puede tratarse de alguien con una autoridad considerable, y eso significa probablemente Aylmer, Hathaway, Arundell, Leicester o incluso, Dios no lo quiera, el mismo Thorne. Será muy difícil que llegue a descubrir quién es removiendo papeles por aquí. —Chancellor empezó a tamborilear los dedos en el escritorio casi de forma imperceptible—. Pero no va a ser tan fácil. Tendrá usted que conocer muy bien a cada uno, establecer una pauta de comportamiento, descubrir un defecto, por pequeño que éste sea, una debilidad. Pero para eso tendrá que conocer su vida privada. —Y aquí se detuvo mirando a Pitt con exasperación—. Vamos, hombre, no se sorprenda. ¡No soy ningún tonto!
Pitt notó cómo se le enrojecían las mejillas. No había tomado a Chancellor por tonto, ni por nada parecido, pero no esperaba tanta franqueza por su parte, ni tampoco aquella percepción de las consecuencias que implicaba la investigación.
Chancellor se apresuró a sonreír.
—Discúlpeme. He sido demasiado franco. Pero lo que digo es verdad. Debe usted conocerlos a todos en sociedad. ¿Quiere usted venir a la recepción que la duquesa de Marlborough da esta noche? Puedo conseguirle una invitación sin ningún problema.
Pitt dudó sólo un instante.
—Ya sé que, dicho así, tan de repente, parece absurdo —prosiguió Chancellor—, pero la historia no espera a nadie y nuestro tratado con Alemania está a punto de cerrarse.
—Por supuesto —aceptó Pitt. Chancellor tenía razón. Era una situación ideal para hacerse una idea de aquellos hombres con más elementos de juicio—. Es una idea estupenda. Muchas gracias por su ayuda, señor.
—¿Irán usted y su mujer? Porque está casado, ¿verdad?
—Sí, claro.
—Excelente. Mi criado les llevará la invitación hacia las seis. ¿La dirección?
Pitt se la dio, feliz de que fuera la de la nueva casa, y al cabo de un rato se marchó. Si debía asistir a una recepción en Marlborough House en unas horas, tenía un montón de cosas de las que ocuparse, y no digamos Charlotte. En aquellos momentos, su hermana Emily, a quien solía pedir prestado algún vestido para los actos sociales, se había ido otra vez de viaje a Italia. A su marido, Jack, acababan de nombrarlo miembro del Parlamento, y como el Parlamento cerraba en verano, los dos habían decidido irse de viaje. Eso significaba que no iban a poder pedirle nada. Charlotte tendría que intentarlo con lady Vespasia Cumming-Gould, tía abuela de Emily por su primer matrimonio con lord Ashworth.
—¿Qué? —preguntó Charlotte como si no acabara de creérselo—. ¿Esta noche? ¡Imposible! ¡Pero si ya son casi las cinco! —exclamó en la cocina sosteniendo unos platos.
—Ya sé que queda poco tiempo, pero… —repuso Pitt. Sólo entonces empezó a darse cuenta del lío en que se había metido.
—¡Poco tiempo! —dijo Charlotte elevando la voz casi en un chillido y dejando los platos con cierto estrépito—. Hace falta una semana para preparar algo así. Thomas, pero ¿tú sabes quién es la duquesa de Marlborough? ¡Hasta es posible que vaya alguien de la familia real! Allí solamente habrá gente importante, muy importante. —Y de repente cambió la cara de espanto por la de una irreprimible curiosidad—. Por Dios bendito, ¿de dónde has sacado tú una invitación para la recepción de la duquesa de Marlborough? En Londres hay gente capaz de cometer cualquier delito por conseguir algo así —dijo, y añadió sin poder reprimir una sonrisa—: No me digas que alguien sí lo ha hecho.
Thomas también sintió ganas de echarse a reír ante aquel absurdo. Era demasiado difícil de creer para ser verdad. Tal vez no debía mencionárselo. Se trataba de un asunto muy confidencial, pero siempre había confiado en ella, claro que nunca hasta entonces se había ocupado de un caso que fuera asunto de estado.
Charlotte se dio cuenta de su vacilación.
—¡Sí! —exclamó ella abriendo los ojos como platos sin saber si soltar o no una carcajada.
—No, no —se apresuró a aclarar Pitt—. Es algo mucho más serio que eso.
—Pero ¿no te estabas ocupando de la muerte de sir Arthur? —preguntó enseguida—. ¿Qué relación hay entre esto y la duquesa de Marlborough? Y aunque la hubiera, nadie va a darte una invitación por mucho que la pidas. Ni siquiera tía Vespasia puede hacerlo. —Se trataba de lo más elevado del poder social.
Vespasia había sido la mujer más bella de su tiempo, no sólo por sus rasgos clásicos y por su exquisito buen gusto, sino también por su gracia natural, su ingenio y su donaire extraordinario. Aún ahora, pese a ser octogenaria, seguía siendo una auténtica belleza. Había agudizado su ingenio porque estaba segura de su posición social, y le importaba muy poco lo que nadie pensara de ella siempre que estuviera tranquila con su propia conciencia. Se adhería a causas que muy pocos se atrevían a defender, decidía sin miramientos quién o qué le gustaba o desagradaba y se entretenía con unos pasatiempos capaces de atemorizar hasta las más jóvenes y prudentes de las mujeres. Pese a todo, ni siquiera ella podía conseguir una invitación a las recepciones de la duquesa de Marlborough en tan poco tiempo y para otra persona.
—Sí, me estoy ocupando de la muerte de sir Arthur —contestó Pitt sin faltar exactamente a la verdad. Thomas la siguió mientras ella se entregaba a una actividad frenética, saliendo al pasillo y dirigiéndose hacia las escaleras.
»Pero también estoy trabajando en otro asunto que Matthew me ha encargado esta mañana y también tiene que ver con sir Arthur —dijo Pitt por detrás de ella—, y es por eso que esta noche vamos a casa de la duquesa de Marlborough. La invitación viene de Linus Chancellor, del Ministerio de Colonias.
Charlotte se detuvo en el descansillo de la escalera.
—¿Linus Chancellor? Me suena de algo. Creo que es un hombre encantador y muy inteligente, o por lo menos eso dicen. Hasta es posible que un día llegue a primer ministro, ¿no?
Thomas sonrió, pero no dejó que ella se diera cuenta mientras la seguía hasta el dormitorio. Charlotte ya no se movía en los círculos sociales donde la gente hablaba de los más destacados políticos, como solía hacer antes de sorprender a propios y extraños casándose con un policía, lo cual implicaba una drástica reducción de sus posibilidades económicas y sociales.
Ella cambió de expresión.
—¿No es así? ¿No es un hombre encantador?
—Sí, mucho y yo diría que muy inteligente también. Pero ¿quién te ha hablado de él?
—Emily —contestó ella abriendo el armario de la ropa de par en par—. Jack ha coincidido con él en varias ocasiones. Pero también mamá —dijo, y enseguida cayó en la cuenta de lo que podía deducirse de esas palabras—. Está bien, sólo dos personas. Pero tú lo has conocido hoy, ¿verdad? ¿Por qué?
Thomas sólo vaciló un instante.
—Es algo muy confidencial. Un asunto de estado. Ni siquiera a los que interrogo les doy los detalles de la investigación. Alguien del Ministerio de Colonias está pasando información a quien no debería.
Charlotte se giró y lo miró fijamente a los ojos.
—Quieres decir que hay un traidor en el Ministerio de Colonias, ¿no? ¡Es terrible! ¿Y por qué no me lo dices así de claro en vez de darle tantas vueltas? Thomas, te estás volviendo demasiado pomposo.
—Bueno, yo… —empezó horrorizado. Detestaba la pomposidad. Tragó saliva y dijo—: ¿Has encontrado algo que ponerte o no?
—Por supuesto que sí —contestó con los ojos muy abiertos, como si aquélla fuera la única respuesta posible.
—¿El qué?
Charlotte cerró el armario.
—Aún no lo sé. Déjame pensar un poco. Emily no está, pero tía Vespasia sí. Y tiene teléfono. Tal vez puedo llamarla y pedirle consejo. Sí, eso es lo que haré. —Y sin esperar comentario alguno, Charlotte pasó por delante de él como una exhalación, bajó las escaleras hasta llegar al vestíbulo, donde tenían el teléfono, y descolgó el auricular. Estaba muy lejos de dominar el aparato, de modo que necesitó varios minutos hasta conseguir hacer la llamada. Naturalmente, primero habló con la doncella y tuvo que esperar un poco.
—Tía Vespasia —dijo casi sin aliento cuando por fin oyó la voz de Vespasia—. Thomas está investigando un asunto muy importante del que nada puedo decirte porque apenas me ha dicho nada; lo único que sé es que de repente nos han invitado esta noche a una recepción en casa de la duquesa de Marlborough.
Hubo un instante de ligera vacilación y sorpresa al otro lado del teléfono, pero tía Vespasia era una mujer demasiado bien educada como para permitirse una reacción más allá de la justa y adecuada.
—¿De verdad? Sería gravísimo que la duquesa de Marlborough viera alterados sus planes. ¿En qué puedo ayudarte, querida? Porque para eso me has llamado, ¿verdad?
—Sí. —Una confianza como aquélla habría sido poco menos que desconcertante en otra persona, pero Vespasia y Charlotte tenían una relación de mutua franqueza al margen de cualquier tipo de cumplido—. La verdad es que no sé qué ponerme —confesó Charlotte—. Es la primera vez que voy a un sitio tan… tan formal. Y aunque lo supiera, ya sabes que ninguno de mis vestidos serviría para la ocasión.
Vespasia era más delgada que Charlotte, pero de similar estatura, y tampoco sería la primera vez que le prestaba un vestido. El sueldo de cualquier policía con el rango que Pitt tenía antes de ser ascendido no daba para que una esposa pudiera lucir el vestuario adecuado a la temporada de la alta sociedad londinense, claro que tampoco tenían por qué invitarla a participar en ella.
—Ya te encontraré algo adecuado y haré que un criado te lo lleve a casa —dijo Vespasia con generosidad—. Y no te preocupes por la hora. No es de buena educación llegar demasiado temprano. A las diez y media sería perfecto. Servirán la cena hacia medianoche. Hay que llegar entre treinta y noventa minutos después de la hora que figura en la invitación, que, si no me equivoco, será a las once. Es una recepción de etiqueta —dijo, y no añadió que la hora antes se dedicaba al recibimiento de los invitados más íntimos. Esperaba que Charlotte ya lo supiera.
—Muchas gracias —dijo Charlotte. Y sólo después de colgar el teléfono se dio cuenta de que si Vespasia sabía la hora de la invitación era porque ella misma tenía una.
Una vez hubo llegado el vestido, le pareció el más bonito que nunca había visto. Era de color verdeazul oscuro, largo, con una manga de gasa transparente y unos finísimos abalorios decorando el cuello y los hombros. El polisón era estrecho y muy vistoso, recogido en un lazo de tela dorada combinada con otra del mismo color que el vestido, aunque de un tono tan oscuro que más parecía negro. Con la prenda venía un par de elegantes zapatos a juego. Mirándolo, Charlotte no podía evitar pensar en mares exóticos, en agua profunda y en hermosos amaneceres en la playa. Si una vez puesto, aquel vestido le sentaba la mitad de bien de como se sentía, iba a ser la envidia de todas las mujeres.
De hecho, cuando por fin se la pudo ver bajando majestuosamente las escaleras, bastante rato después de lo que había anunciado (porque no encontraba unas horquillas para el pelo imprescindibles para darle el toque final), Gracie se quedó pasmada. Abrió los ojos como platos y los niños se la quedaron mirando desde abajo, sentados en cuclillas y también con expresión de asombro. Incluso Pitt se quedó algo sorprendido. Llevaba rato paseando por el hall con impaciencia y en cuanto oyó que ella bajaba, se volvió y entonces la vio.
—¡Oh! —exclamó él sin saber qué decir. Había olvidado lo elegante que era su mujer, con aquel cabello castaño rojizo y aquella piel blanca y cálida. Con la emoción los ojos habían adquirido tal brillo y color que la hacían de una belleza casi perfecta—. ¡Estás…! —dijo como volviendo en sí pero sin querer terminar la frase. No era el momento de derrochar cumplidos por mucho que los mereciera—. Te sienta muy bien —acabó por decir, lo cual era infinitamente menos de lo que hubiese querido expresar. En realidad se sentía desbordado ante su presencia física, con una emoción casi de extrañeza, como si le acabaran de presentar a aquella mujer.
Charlotte lo miró con cierta indecisión y prefirió no decir nada.
Él había alquilado un carruaje para la noche. No era aquél un acontecimiento como para llegar en un simple cabriolé. En primer lugar porque en un espacio tan pequeño se habría estropeado el vestido de Charlotte, o para ser más exactos, el vestido de Vespasia, y en segundo lugar porque le habría delatado como alguien de condición inferior y distinta de la de los demás, lo cual era mucho más importante.
En la entrada, el bullicio de carruajes era considerable, incluso en la calle adyacente, mientras docenas de personas llegaban a la hora que ya Vespasia había anunciado como adecuada y conveniente. La pareja subió las escaleras casi barrida por la gente que accedía al gran vestíbulo desde el que se accedía al salón. Enseguida se vieron rodeados por un remolino de faldas, de risas nerviosas, un poco molestas por elevadas, y de voces que hablaban más alto de lo normal en una forzada demostración de confianza hacia quien tenían al lado, fingiendo ignorar a los demás. La luz de las arañas se reflejaba en diademas, prendedores, collares, pendientes, pulseras y anillos. Los hombres llevaban fajines de color rojo y púrpura según la orden a la que pertenecían y en el pecho lucían medallas que brillaban en contraste con el blanco y el negro del traje de gala.
En cuanto llegaron arriba y entraron en las salas de recepción, fueron anunciados por un mayordomo de expresión imperturbable al que no parecía importarle ni el nombre ni el rango social de la persona que anunciaba. El hecho de no haber oído hablar nunca del señor y la señora Thomas Pitt, no parecía causarle impresión alguna, ni en el gesto de la cara, ni en el tono de voz ni en el más mínimo parpadeo.
Pitt estaba mucho más nervioso que Charlotte. A ella la habían educado para saber cómo comportarse en ese tipo de reuniones sociales, por mucho que la categoría de ésta fuera superior a cualquier otra. De repente, Pitt sintió como si el cuello duro le estuviera cortando la barbilla y ni siquiera se atrevió a volver la cabeza.
Charlotte había insistido en que se cortara el pelo y hasta él mismo reconocía no haber pasado por las manos de un barbero digno de este nombre desde hacía muchos años. Llevaba puestas unas botas de gran calidad, regalo de Jack, pero su traje negro no podía compararse ni de lejos con los que veía a su alrededor, y además estaba seguro de que sus interlocutores llegaban a la misma conclusión que él sólo con mirarlo con un mínimo de atención en el momento de invitarle a seguir una conversación cualquiera.
Los primeros quince minutos los pasaron yendo de un grupo en otro, cuidando de ser lo más superficiales posible, sintiendo un ridículo cada vez mayor y absolutamente convencidos de que había otras formas mucho mejores de perder el tiempo, aunque sólo fuese en la cama y durmiendo, preparándose para las fatigas y obligaciones del día siguiente.
Y luego, por fin Pitt vio a Linus Chancellor acompañado de una mujer extraordinariamente bella. Era más alta de lo normal, casi de la misma estatura que el propio Chancellor. Era delgada, pero bien proporcionada y con unos hombros y unos brazos muy bonitos, y a pesar de su altura no caminaba encorvada ni parecía dispuesta a disimularla. Permanecía con la cabeza erguida y la espalda recta. Llevaba un vestido que iba del color crema al rosa, favoreciendo su complexión morena y su rostro alargado y de grandes ojos.
—¿Quién es esa mujer? —murmuró Charlotte—. Qué mujer tan interesante, desde luego mucho más que cualquiera de las que hay aquí. ¿No te parece especial?
—No sé quién es; tal vez la esposa de Chancellor —contestó Pitt en un tono apenas audible, consciente de que cualquiera podía estar escuchándole.
—¡Oh! ¿Ese que está a su lado es Linus Chancellor? ¡Qué elegante! ¿No crees?
Pitt miró a su mujer con curiosidad. La verdad es que ni siquiera se había parado a pensar en la posible elegancia de Chancellor, ni si era un hombre atractivo para las mujeres. Él sólo se había fijado en el vigor y en la originalidad de sus facciones, en el extraño ángulo que formaban nariz y mandíbula y en la fuerza de voluntad que sugerían, así como en sus ojos pequeños y en la total seguridad de sus ademanes. Él lo veía como un político y de pronto dudó sobre su capacidad para juzgar a un hombre por su aspecto.
—Bueno, supongo que sí —dijo cada vez más convencido de ello.
Charlotte volvió a mirar a la mujer y vio cómo en ese momento ella posaba una mano en el brazo de Chancellor, pero sin llegar a ser inoportuna —no era una afirmación de propiedad—, discretamente, en un gesto que denotaba orgullo y afecto. Era ella quien se acercaba a él y no al revés.
—Si está casado, debe de ser su mujer —dijo Charlotte absolutamente convencida de lo que decía—. Ella jamás haría eso en público de no ser su esposa o de no estar a punto de serlo.
—¿Y qué es lo que está haciendo?
Charlotte sonrió e hizo exactamente lo mismo, deslizando su mano por el brazo de Pitt y acercándose un poco más a él.
—Aún está enamorada de él —dijo en un susurro.
Pitt sabía que se había perdido algo, pero también sabía que de una forma u otra aquello significaba un cumplido.
El tema quedó aplazado al ver Charlotte que se les acercaba uno de los hombres más feos que jamás había visto. De todas las descripciones posibles, quizá la más caritativa hubiese dicho únicamente que no había rastro de rencor en su cara, ni tampoco de mal genio. Era más bajo que ella, si bien Charlotte era más alta de lo normal para ser una mujer. Era de constitución obesa, con los brazos y los hombros gordos y una papada que daba a la cara una extraña forma, como si ésta comenzara entre la abundante mata de pelo y siguiera con los ojos, de color castaño, bajo unas cejas nada normales, y directamente terminara en los hombros. A pesar de todo, no se trataba de un aspecto desagradable, y además hablaba con una voz muy bonita y llena de personalidad.
—Buenas noches, señor Pitt. Qué alegría verlo por aquí —dijo, y esperó amablemente a que le presentara a Charlotte.
—Buenas noches, señor Aylmer —contestó Pitt y dijo volviéndose hacia Charlotte—: Te presento al señor Garston Aylmer, del Ministerio de Colonias.
—¿Cómo está usted, señora Pitt? —dijo Aylmer con una ligera inclinación, un gesto de distinción que hizo con toda la naturalidad del mundo. Y se la quedó mirando con cara de interés—. Espero que disfruten de la velada, aunque la verdad es que si uno se queda más tiempo del necesario, estas noches acaban haciéndose bastante tediosas. Aquí se dicen siempre las mismas cosas, y créanme si les digo que muy raras veces significan algo —y añadió con una sonrisa que le iluminó la cara—: Pero como es la primera vez que coincidimos, a lo mejor encontramos algo nuevo y diferente que contarnos y nos divertimos un poco.
—Yo quiero divertirme un poco —respondió Charlotte inmediatamente—. Le aseguro que no me interesa en absoluto hablar del tiempo, ni tampoco chismorrear sobre quién ha comido con quién o a quién se le ha visto en compañía de tal o cual persona.
—A mí tampoco —coincidió Aylmer—. Claro que la semana que viene ya será distinto, y ya no digamos la siguiente. Bien, ¿y de qué podríamos hablar?
Pitt se alegró de quedarse al margen de la conversación. Dio un paso hacia atrás, se excusó en un tono casi inaudible y se dirigió hacia donde se encontraban Linus Chancellor y la mujer que lo acompañaba.
—Pues no sé. Algo de lo que no sepa absolutamente nada, por ejemplo —dijo Charlotte con una sonrisa—. Así podrá usted decirme lo que quiera y yo no podré discutirle nada, puesto que no sabré si está usted o no en lo cierto.
—¡Qué idea tan sensacional! —exclamó su interlocutor acogiendo la propuesta con entusiasmo—. A ver, dígame qué cosas hay de las que no sepa absolutamente nada, señora Pitt —dijo a continuación, ofreciéndole el brazo.
—Oh, son tantas —contestó ella aceptando—, claro que la mayoría no me interesan en absoluto, de ahí que ni siquiera me haya molestado en saber algo de ellas. Pero imagino que también debe de haber algunas apasionantes —añadió mientras se dirigían hacia la escalera que llevaba a la terraza—. ¿Por qué no me cuenta algo de África? Ya que trabaja en el Ministerio de Colonias, estoy segura de que sabrá infinitamente más que yo sobre el tema.
—Oh, por supuesto —contestó con una amplia sonrisa—. Aunque ya le advierto, que sólo podré contarle cosas trágicas o violentas, o ambas a la vez si así lo prefiere.
—Cuando alguien lucha por algún motivo siempre hay algo que ya tiene un valor —argumentó ella—. De otro modo, ya no se lucharía. Supongo que todo debe de ser muy distinto de Inglaterra, ¿no? He visto cuadros, grabados y cosas así sobre selvas y llanuras interminables con toda clase de animales imaginables. Y también unos árboles muy curiosos que parece que los hayan recortado por arriba, como si hubiesen querido igualarlos.
—Son acacias —contestó—. Sí, sin duda es muy diferente de Inglaterra. Odio tener que reconocerlo, señora Pitt, porque eso me despoja de cualquier interés que pueda tener mi conversación, pero la verdad es que nunca he estado allí. Conozco muchas de las cosas que allí pasan, pero siempre me llegan de segunda mano. ¿No le parece vergonzoso?
Charlotte lo miró un segundo antes de estar absolutamente convencida de que iba a poder seguir disfrutando de la conversación. Decir que estaba coqueteando con ella habría sido una exageración, pero quedaba claro que se encontraba a gusto con las mujeres y que le agradaba su compañía.
—Tal vez no haya una diferencia apreciable entre lo que viene de segunda o tercera mano —respondió ella mientras dejaban atrás a un grupo de hombres que conversaban con la mayor gravedad del mundo—. Además, no tiene más que describir las cosas; ya le he dicho que no tengo forma de saber si está o no en lo cierto. Así que cuente lo que quiera, pero sea usted muy gráfico, aunque tenga que inventarlo. Cuénteme muchas anécdotas —le retó—. Hábleme de Zambezia, del oro y los diamantes, y también del doctor Livingstone y del señor Stanley, y de los alemanes.
—Por Dios bendito —exclamó él, alarmado—. ¿De todos ellos?
—De todos los que pueda —le tranquilizó ella.
En ese momento se les acercó un criado con una bandeja de plata llena de copas de champán.
—Bueno, para empezar, que nosotros sepamos los diamantes están en Sudáfrica —contestó Aylmer tomando una copa y ofreciéndosela a ella y luego otra para él—, pero es muy posible que haya grandes cantidades de oro en Zambezia. Allí quedan muchas ruinas de una antigua civilización en una ciudad llamada Zimbabue, y sólo ahora empezamos a calcular la enorme fortuna que podría haber allí. No hace falta decir que eso es precisamente lo que interesa a los alemanes, y muy probablemente a alguien más. —Aylmer iba mirándola con sus ojos castaños, sabiendo que ella no sería capaz de distinguir si lo que contaba iba en serio o era una simple invención para entretenerla.
—Y es propiedad de Gran Bretaña, ¿no? —preguntó tomando un sorbo de la copa.
—No —contestó Aylmer alejándose un paso del criado—. Aún no.
—Pero lo será, ¿verdad?
—Ah, ésa es una pregunta muy importante a la que de momento no tengo respuesta —dijo dirigiéndola hacia las escaleras.
—Pero si la tuviera, sería una cuestión del más absoluto secreto —añadió ella.
—Por supuesto que sí. —Aylmer sonrió y siguió contándole cosas sobre Cecil Rhodes y sus aventuras y hazañas en África del Sur, el Rand y Johannesburgo, y sobre el descubrimiento de la mina de diamantes de Kimberley, hasta que se vio interrumpido por un joven con la nariz muy larga y unos ademanes muy efusivos que no dejó de pedir disculpas ante un Aylmer visiblemente molesto. Charlotte se vio momentáneamente sola.
Paseó la mirada a su alrededor para ver a quién podía reconocer de las fotografías del London Ilustrated News. Divisó a un hombre de aire majestuoso con unas patillas exuberantes y barba rizada, con la luz de las arañas brillando en una generosa calva y una mirada triste de sabueso escudriñando la sala. Charlotte pensó que tal vez se trataba de lord Salisbury, el ministro de Asuntos Exteriores, pero no estaba segura. No era lo mismo una fotografía en tonos grises que una persona de carne y hueso.
Linus Chancellor hablaba con un hombre que no parecía muy distinto de él a primera vista, aunque sin la misma ambición de sus facciones ni tampoco su genio. Los dos estaban concentrados en su conversación, casi ajenos al revuelo de faldas y al reflejo de las luces o al barullo de voces que los rodeaban. Junto al otro hombre y vuelta de espaldas, como si estuviera esperándolo, había una mujer que llamaba poderosamente la atención por la confianza y la inteligencia que irradiaba. Claro que también llamaba la atención por fea. La nariz le nacía tan arriba, que, vista de perfil, parecía una prolongación de la frente. Tenía la barbilla un poco corta, los ojos muy separados, demasiado grandes y con el rabillo cayéndole hacia abajo. Era una cara de lo más extraordinaria, imponente y, por qué no decirlo, algo aterradora. Iba magníficamente bien vestida, pero uno se quedaba tan perplejo ante aquel rostro, que lo demás carecía de importancia.
Charlotte cambió unas cuantas palabras tan amables como superficiales con una pareja empeñada en hablar con todo el mundo. Un hombre con el cabello castaño rojizo le abordó con efusivas muestras de admiración y al cabo de un rato volvió a quedarse sola, lo que no le preocupaba en absoluto; no olvidaba que Pitt estaba allí para investigar un caso concreto.
Una mujer de aspecto pálido y delicado que debía de tener su misma edad permanecía de pie a unos pocos metros de ella, luciendo un peinado elaboradísimo y un vestido de tono pastel adornado con toda clase de cuentas y perlas. Lanzó una discreta mirada a Charlotte por encima del abanico y se volvió hacia el apuesto joven que tenía al lado.
—Debe de ser del campo, pobrecilla.
—Ah, ¿sí? —dijo el joven sorprendido—. ¿La conoces? —E hizo ademán de dirigirse a Charlotte con expresión de cordialidad.
La mujer abrió los ojos con exageración.
—Por supuesto que no. ¡Por favor, Gerald! ¿Cómo voy a conocer a una mujer así? Sólo he dicho que debe de ser del campo. ¡Qué color tan poco afortunado! —dijo reteniendo a Gerald por el brazo.
—Pues a mí me parece muy bonito —contestó deteniéndose—. Es un caoba muy distinguido.
—No me refiero al cabello. Yo hablo del color de la cara. Está claro que no es una lechera, porque en ese caso no estaría aquí, pero tiene aspecto de haberlo sido. Casi me atrevo a decir que trabaja como moza de caballerizas o algo así —dijo arrugando ligeramente la nariz—. Es una mujer robusta y eso no resulta nada elegante. Además, estoy segura de que ni siquiera se ha dado cuenta. Pobrecilla, qué más da.
—¿Por qué será que siempre andas compadeciéndote de los demás, querida? —dijo Gerald torciendo la boca en una mueca de reproche—. Ésa es una de tus grandes virtudes: la sensibilidad que muestras con el prójimo.
La mujer le lanzó una rápida mirada con la vaga sospecha de que algo había en aquel hombre que no acababa de entender muy bien, y decidió retirarse para hablar con una vizcondesa que conocía.
Gerald miró a Charlotte con ojos de abierta admiración por ella y siguió obediente a su compañera.
Charlotte se sonrió y fue a buscar a Pitt.
Por el camino vio a la tía abuela Vespasia al otro lado del salón, con un vestido de raso gris y un aire de gran señora, con el brillo de sus grandes ojos plateados y el cabello blanco adornándole la cabeza con más elegancia y distinción que muchas de las diademas que relucían a su alrededor.
Mientras Charlotte la miraba, Vespasia le brindó un pestañeo lento y deliberado y continuó la conversación.
Aún tardó varios minutos en encontrar a Pitt. Había salido del salón principal de recepciones con sus resplandecientes arañas de luz para pasar a una sala más tranquila, a la que se accedía por unos escalones, y allí estaba conversando con el hombre que se parecía a Linus Chancellor y con la extraordinaria mujer que lo acompañaba.
Charlotte no sabía si acercarse o no por miedo a interrumpirles, pero la mujer alzó la vista y sus ojos se encontraron con un interés mutuo y repentino que casi expresaba familiaridad.
El hombre siguió la mirada de la mujer y Pitt también se volvió.
—Señor Jeremiah Thorne, del Ministerio de Colonias —anunció Pitt con tranquilidad— y señora Thorne. Quisiera presentarles a mi mujer.
—¿Cómo está usted, señora Pitt? —dijo la señora Thorne inmediatamente—. ¿Le interesa África? Espero que no. No se imagina lo que me estoy aburriendo. Por favor, acompáñeme y hablemos de otra cosa. Cualquier tema servirá, pero que no sea la India, que vista de lejos es casi lo mismo.
—Christabel… —dijo Thorne alarmado, pero Charlotte enseguida comprendió por el tono algo fingido que tal vez ya estaba acostumbrado a aquella manera de comportarse y que en el fondo tampoco le molestaba.
—Sí, querido —respondió ella distraídamente—. Quiero hablar con la señora Pitt. Ya encontraremos algún tema que nos distraiga, algo tan serio y trascendental como la salvación del cuerpo y del alma, o bien tan superficial como ponernos a criticar lo que lleva puesto todo el mundo y empezar a suponer qué respetable dama de edad indefinible está buscando a qué desdichado joven para casarlo con su hija.
Thorne intentó quejarse al tiempo que esbozaba una sonrisa, lo que no dejaba de ser una muestra de profundo afecto y enseguida volvió a su conversación con Pitt.
Charlotte siguió a Christabel Thorne con más curiosidad que otra cosa; aquello prometía una conversación diferente y nada aburrida.
—Si viene usted tan a menudo como yo a este tipo de veladas, no dudo en que las encontrará tan desesperadamente aburridas como yo —sentenció Christabel con una sonrisa. Tenía unos ojos grandes y penetrantes, por lo que Charlotte pensó que ante ella cualquier alma tímida se quedaría paralizada, o como mucho empezaría a tartamudear cualquier incoherencia.
—Es la primera vez que vengo a una —se sinceró Charlotte. Era la única forma de defenderse ante la presunción de cualquiera, sobre todo para que no la pusieran en evidencia—. Desde que me casé, no he asistido a ninguna reunión social más que cuando ha sido estrictamente necesario… —y aquí se detuvo. No era cuestión de confesar que sólo salía cuando Pitt tenía un caso entre manos. Habría sido demasiado ingenuo por su parte incluso en aquella ocasión.
—Ah, ¿sí? —Christabel levantó las cejas aún más con una expresión que no disimulaba su interés. Charlotte seguía indecisa—. Siga, siga —le instó Christabel. No lo hacía con malicia, sólo le consumía la curiosidad.
Charlotte se dio por vencida. Comprendió que su interlocutora no le iba a perdonar una mentira, por pequeña que fuera, y como Thorne ya conocía la profesión de Pitt, dio por sentado que Christabel también lo sabía.
—Bueno, de vez en cuando acompaño a mi marido en sus asuntos —dijo por fin esbozando una sonrisa—. Como es policía, puede ir a muchos sitios que…
—¡Es maravilloso! —la interrumpió Christabel—. Pero, por favor, querida, no tiene que explicar nada más. Todo está muy claro y perfectamente justificado. Está usted aquí porque a él lo han invitado para que investigue ese lamentable asunto sobre África y las informaciones que alguien está filtrando —dijo con cara de satisfacción—. La gente hace cosas muy feas por codicia… bueno por lo menos algunos. —Y añadió mirando a Charlotte—: No se espante, querida. Acabo de escuchar a mi marido hablando sobre el tema. Quien no haya previsto esa posibilidad es un ingenuo. Donde quiera que haya una fortuna para conseguir, nunca faltará quien recurra a la mentira para sacar ventaja. Lo extraño es que alguien haya tenido el valor y la decisión de comunicárselo a la policía. Y eso es algo que aplaudo. El problema, insisto, es que estas veladas son muy aburridas, sobre todo porque son muy pocos los que de verdad dicen lo que piensan.
Un criado se detuvo junto a ellas con más copas de champán. Christabel rechazó el ofrecimiento con un simple gesto, que luego imitó Charlotte.
—Si de verdad quiere conocer a alguien interesante —continuó Christabel— y sabe Dios por qué está aquí, acompáñeme y le presentaré a Nobby Gunne. —Y enseguida se volvió encabezando la marcha dando por sentado que su interlocutora aceptaba—. Es una mujer maravillosa. Ha estado en el río Congo a bordo de una canoa, o por lo menos en algo parecido. O quizá fue en el Níger, o en el Limpopo. Tanto da. En algún lugar de África donde nadie había estado antes.
—¿Ha dicho Nobby Gunne? —preguntó Charlotte sorprendida.
—Sí, extraño nombre, ¿verdad? Creo que es una abreviatura de Zenobia, lo cual es casi tan raro como lo otro.
—¡La conozco! —exclamó Charlotte rápidamente—. Tiene unos cincuenta años, ¿no es así? El cabello oscuro y una cara curiosa, y aunque no se la pueda considerar muy guapa, tiene mucha personalidad y desde luego no es nada desagradable.
Un grupo de jóvenes pasaron ante ellas, sofocando una risita y mirándolas por encima de sus abanicos.
—Sí, efectivamente. ¡Qué descripción tan exacta! —dijo Christabel con cara de satisfacción—. Algo me dice que le cae muy bien.
—Así es.
—Y si no es una impertinencia por mi parte, ¿puedo saber cómo es que la esposa de un policía conoce a una exploradora africana como Nobby Gunne?
—Es la hermana de mi tía abuela política —empezó a decir Charlotte, y no tuvo más remedio que reír ante la confusión de lo que acababa de decir—. La verdad es que quiero mucho a mi tía abuela Vespasia y voy a verla siempre que puedo.
Se encontraban las dos al pie de la escalera, rozando las flores de una maceta. Christabel se recogió la falda en gesto rápido y automático.
—¿Vespasia? —preguntó con curiosidad—. Otro nombre bien curioso. Su tía no será por casualidad lady Vespasia Cumming-Gould, ¿verdad?
—Sí, la misma. ¿También la conoce?
—Por desgracia, sólo de nombre. Pero eso me ha bastado para sentir por ella un gran respeto —dijo con aire de cierta sorna—. Sé que ha trabajado mucho para llevar a cabo algunas reformas sociales, sobre todo con las leyes de asistencia pública, y también con las de educación.
—Sí, lo recuerdo. Mi hermana la ayudó mucho. Hicimos todo lo que pudimos.
—¡No me diga que se han rendido! —exclamó en un tono que era más de desafío que de pregunta.
—Simplemente hemos cambiado el enfoque de la cuestión —dijo Charlotte enfrentándose a su mirada—. Ahora, al marido de Emily acaban de nombrarlo miembro del Parlamento. Por mi parte, procuro colaborar con mi marido en los casos que investiga contra cualquier tipo de injusticia, y de los que naturalmente nada puedo comentar —dijo consciente de que no podía mencionar al Círculo Interior por mucha confianza que le brindara una persona—. Además, tía Vespasia sigue su lucha contra la injusticia, aunque en estos momentos no podría precisar cuál.
—No ha sido mi intención ofenderla —se disculpó Christabel con cierta efusividad.
Charlotte sonrió.
—Sí, lo ha sido. Usted da por sentado que todo esto es un juego para mí, algo que me tiene entretenida y que además me hace sentir bien, para luego abandonarlo ante el primer fracaso.
—Tiene razón —dijo Christabel con una deslumbrante sonrisa—. Ya me dice Jeremiah que me obsesionan las buenas causas y que por eso pierdo el sentido de la proporción. Bueno, pero ¿quiere que vayamos a saludar a Zenobia Gunne? Está ahí mismo, al final de las escaleras.
—Por supuesto que sí —aceptó Charlotte y siguió la mirada de Christabel hasta localizar a una mujer muy morena con un vestido verde que estaba de pie frente a la salida de uno de los balcones viendo pasar a la gente con cara de muy poco interés. Charlotte la reconoció enseguida. Se habían conocido en la época de los asesinatos del puente de Westminster, cuando Florence Ivory luchaba denodadamente para conseguir el derecho de voto de las mujeres. Claro que la posibilidad de que obtuviera algún éxito en este sentido era más que remota, pero Charlotte simpatizaba con aquella causa, sobre todo después de ver las peores injusticias que se daban con la ley vigente—. Juntas defendimos el sufragio femenino —añadió mientras seguía a Christabel escaleras arriba.
—¡Por Dios bendito! —exclamó Christabel deteniéndose y volviéndose hacia ella—. ¡Qué ideas tan modernas tiene usted! —añadió con admiración—. ¡Y qué poco realistas!
—¿Y usted? ¿Hay algo que defienda? —le desafió Charlotte.
Christabel rio, pero no pudo disimular la emoción de su rostro.
—Sí, pero es tan poco realista como lo suyo —respondió—. ¿Sabe usted lo que es una «solterona» en el lenguaje corriente?
—¿Algo que no es «habitual», quizá? —preguntó Charlotte, sin acabar de comprenderlo muy bien.
—En absoluto. Cada vez lo es más —dijo Christabel sin importarle el hecho de que se encontraban en las escaleras y de que la gente pasaba junto a ellas—. La solterona es la mujer que no está casada con ningún hombre, y por tanto, es la mujer que sobra, la que está desamparada porque no tiene a un hombre a quien cuidar. Bien, pues me gustaría que esas «solteronas» fuesen capaces de educarse a sí mismas y de trabajar en una profesión al igual que hacen los hombres; que pudieran mantenerse por su cuenta y que ocuparan el lugar que les corresponde en la sociedad con dignidad y orgullo.
—¡Santo cielo! —exclamó Charlotte maravillada ante aquel coraje. Era una idea maravillosa—. ¡Tiene razón!
El rostro de Christabel quedó ensombrecido por un gesto de mal humor.
—El hombre normal y corriente no es más listo ni más fuerte que una mujer cualquiera, y por supuesto mucho menos valiente —sentenció con auténtica aversión por el tema—. No irá usted a repetir esa idea de que las mujeres son incapaces de pensar y de tener hijos, ¿verdad? Esa idea la han inventado algunos hombres que tienen miedo de que les desafiemos en sus trabajos y hasta de que les superemos. ¡Es una mentira! ¡Una infamia y una estupidez!
Charlotte no sabía si echarse a reír o asustarse, en cualquier caso la idea era emocionante.
—¿Y cómo va a conseguirlo? —quiso saber apartándose un poco de en medio para que pasara una señora de considerables proporciones.
—Con la educación —respondió Christabel con una contundencia que Charlotte reconoció como auténtica. En aquel momento se llenó de admiración por ella y sintió cómo despertaba su instinto de protección ante una causa tan vulnerable y perdida como aquélla—. Educación para las mujeres, para que adquieran conocimientos y crean en sí mismas —continuó Christabel—. Y educación para los hombres, para que sepan dar a las mujeres una oportunidad. Eso será lo más difícil.
—Para eso hará falta mucho dinero —dijo Charlotte.
Pero no pudo contestar porque habían llegado casi al mismo nivel de Zenobia Gunne, quien además ya les veía acercarse. Se le iluminó la cara de satisfacción al ver a Christabel Thorne, y sólo después de una ligera vacilación reconoció también a Charlotte. En ese momento también recordó muy divertida que Charlotte no siempre era todo lo sincera que debía con respecto a su identidad. En el pasado, y sólo por ayudar a Pitt, fingía no tener nada que ver con la policía, e incluso se hacía llamar por su nombre de soltera.
Nobby se dirigió a Christabel.
—¡Qué alegría volver a verla, señora Thorne! Estoy convencida de que conozco a quien la acompaña, pero como ha pasado tanto tiempo, no estoy muy segura de poder recordar su nombre. Le pido disculpas.
Charlotte sonrió, pero con sentida cordialidad; Nobby Gunne siempre le había caído muy bien y aquella indirecta le hizo mucha gracia.
—Charlotte Pitt —respondió muy afable—. ¿Cómo se encuentra, señorita Gunne? Veo que goza de una salud excelente.
—Así es —respondió Nobby, y la verdad es que parecía más feliz y más joven que cuando Charlotte la había visto años atrás.
Estuvieron charlando un rato sobre varios temas, tratando por encima algunos asuntos políticos y sociales de especial interés. La conversación se vio interrumpida cuando de pronto un hombre joven y ágil con la piel muy bronceada topó con la espalda de Nobby en un intento de escapar de una joven que iba sofocando una risita. Se volvió para disculparse por su torpeza: tenía la nariz curva, la boca un poco grande y el cabello rubio en franca retirada, pese a lo cual se le veía un hombre imponente y muy inteligente.
—Discúlpeme, por favor —dijo con rigidez mientras se le ruborizaban las mejillas huesudas—. Espero no haberla lastimado.
—En absoluto —contestó Nobby sonriendo apaciblemente—. Además, teniendo en cuenta de quién estaba huyendo, su precipitación es más que comprensible.
El joven aún se ruborizó más.
—Oh, ¿tanto se me ha notado?
—Yo hubiese hecho lo mismo en su lugar —contestó ella mirándole a los ojos.
—Entonces ya tenemos algo en común —le agradeció a modo de cumplido, pero sin que quedara claro por el tono si quería ir más lejos o sólo ser amable.
—Me llamo Zenobia Gunne —dijo ella presentándose.
Él abrió los ojos como platos y de repente su interés por ella se hizo evidente.
—¿No será usted Nobby Gunne?
—Así me llaman mis amigos —dijo en un tono que dejaba bien claro que aún no lo contaba entre ellos.
—Soy Peter Kreisler —anunció, erguido como si fuera un soldado—. Yo también he pasado mucho tiempo en África y he aprendido a amarla.
Ahora el interés era mutuo. Presentó a Charlotte y a Christabel por pura formalidad y reanudó la conversación.
—Ah, ¿sí? ¿Y en qué parte de África ha estado? —quiso saber ella.
—En Zanzíbar, Mashonaland, Matabeleland —contestó él.
—Yo he estado en el oeste —repuso ella—. Sobre todo en la región del Congo, aunque también he recorrido el Níger.
—En ese caso habrá tenido que tratar con Leopoldo rey de los belgas —dijo con la cara inexpresiva.
Nobby contestó con la misma prudencia.
—Sólo por encima. Sólo porque soy una mujer me mira de otra manera, no como al señor Stanley, por ejemplo.
Hasta Charlotte había oído hablar del paseo triunfal de Henry Mirton Stanley por Londres hacía más o menos una semana, cuando el 26 de abril recorrió el camino que hay entre la estación de Charing Cross y Piccadilly Circus. La multitud aclamó su nombre hasta el infinito. Era el explorador que despertaba más admiración, había merecido dos medallas de oro de la Royal Geographic Society, era amigo del príncipe de Gales e invitado habitual de la misma reina.
—Pero eso no es tan malo, créame —comentó Kreisler con una sonrisa amarga—. Así, por lo menos a usted no le pedirá como ha hecho con él que encabece un ejército de veinte mil caníbales congoleños para derrotar al Mad Mahdi y conquistar el Sudán para Bélgica.
Nobby no acababa de creérselo. Su expresión era de tal incredulidad que hasta resultaba cómica.
Christabel parecía muy sorprendida y Charlotte por una vez se quedó muda.
—¡No puede estar hablando en serio! —exclamó Nobby casi en un chillido.
—A mí también me parece una broma —dijo Kreisler con una mueca de humor—. Pero creo que Leopoldo no opina lo mismo. Se enteró de que los caníbales del Congo son excelentes guerreros, así que no ha dudado en hacer algo que sorprenda al mundo para que se sepa quién es él.
—De esa manera, seguro que lo va a conseguir —asintió Nobby—. ¡No quiero imaginarme cómo sería una guerra de esas proporciones! Veinte mil caníbales contra las hordas del Mad Mahdi. Oh, Dios mío… pobre África —se lamentó dejando ver una expresión de verdadera pena a pesar del tono irónico y de broma con el que hablaban. Bastaba verla para saber que era perfectamente consciente de la tragedia humana que todo aquello implicaba.
Después de la presentación de rigor, lo cierto es que Kreisler prácticamente había hecho caso omiso de Charlotte y Christabel. De vez en cuando las miraba para no ser maleducado, pero todo su interés estaba en Nobby, a quien se la veía cada vez más entusiasmada con su interlocutor.
—Pero la auténtica tragedia de África no es ésta —sentenció amargamente—. Leopoldo es un visionario, y yo diría que un lunático también, pero no supone ningún peligro realmente grave. Para empezar, es muy poco probable que convenza a los caníbales para que abandonen la jungla. Por otro lado, no me extrañaría que Stanley se quedara en Europa pase lo que pase.
—¿Cómo? ¿Que Stanley no volverá a África? —preguntó Nobby sorprendida—. Por lo que sé, ha vivido allí estos últimos tres años y luego ha estado en El Cairo unas tres semanas. Pero yo creía que, después de descansar un poco, volvería. ¡África es su vida! Además, creo que el rey Leopoldo lo ha tratado como a un hermano en su última visita a Bruselas, ¿no es así?
—Oh, sí —repuso Kreisler rápidamente—. Yo incluso diría más. Al principio el rey lo recibió con cierta indiferencia y trataba a Stanley con bastante descortesía, pero ahora es el héroe de todo el mundo, le cuelgan más medallas que púas a un puercoespín y se dirigen a él como si fuera de sangre real. Todo el mundo anda muy agitado con las noticias que llegan de África Central, de modo que Stanley no tiene más que asomar la cabeza para que la gente lo aclame hasta quedarse afónica. Ahora el rey disfruta con el reflejo de su gloria —dijo Kreisler con un brillo especial en sus ojos azules, una mezcla de risa y dolor al mismo tiempo.
Nobby volvió a la cuestión más importante.
—¿Y por qué razón no va a volver Stanley a África? Ya se ha marchado de Bélgica. Ahora ya no podrá decirse que el rey lo retiene.
—No, no es por eso —dijo Kreisler—. Se ha enamorado de Dolly Tennant.
—¿Dolly Tennant? ¿Ha dicho usted Dolly Tennant? —Nobby no daba crédito a lo que acababa de oír—. ¿La que organiza tantas fiestas de sociedad? ¿La pintora?
—La misma —confirmó Kreisler—. Ella ha cambiado mucho. Ya no se ríe de él. Y no sólo eso, parece que ella tampoco lo mira con malos ojos. Cómo cambian las cosas.
—¡Cielo santo, sí que han cambiado! —exclamó ella.
La conversación quedó interrumpida porque en ese momento se les unieron Linus Chancellor y la mujer alta en la que Charlotte se había fijado antes. Vista ahora de cerca, llamaba incluso más la atención. Tenía una expresión curiosamente vulnerable y sensible, pero no le quitaba un ápice de la fuerza que transmitía. No era por tanto una señal de debilidad, sino un indicio de que sentía el dolor con más intensidad de lo habitual. Aquel rostro era el de una persona capaz de entregarse en cuerpo y alma a todo aquello que emprendiera. No había ninguna prevención en ella, ni señal alguna de no estar dispuesta a correr el riesgo que fuera.
Se hicieron las presentaciones de rigor y, tal como había supuesto Charlotte, era la mujer de Chancellor.
Chancellor y Kreisler parecían conocerse, por lo menos de nombre.
—¿Hace mucho que ha regresado de África? —preguntó Chancellor amablemente.
—Hace dos meses —contestó Kreisler—. Pero antes estuve en Bruselas y Amberes.
—Oh. —La cara de Chancellor se suavizó con una sonrisa—. ¿Por lo de Stanley, tal vez?
—Por casualidad, sí.
Parecía que aquello le hacía mucha gracia a Chancellor. Probablemente ya conocía las intenciones del rey Leopoldo de conquistar Sudán. Sin duda sus agentes lo tenían tan bien informado como Kreisler. Tal vez el mismo Kreisler fuese uno de ellos. A Charlotte se le ocurrió pensar que muy probablemente lo era.
Christabel Thorne reanudó la conversación mirando primero a Kreisler y luego a Chancellor.
—Nos ha comentado el señor Kreisler que conoce mejor el este de África que los nuevos territorios de Zambezia. Y estaba a punto de contarnos por qué la verdadera tragedia de África no está en el oeste, ni en Sudán, pero en algún momento hemos cambiado de tema y no ha podido darnos más explicaciones. Tenía algo que ver con las esperanzas personales de Stanley.
—¿Con respecto a África? —preguntó rápidamente Susannah Chancellor—. Creía que el rey de los belgas estaba construyendo un ferrocarril.
—Y así es —repuso Christabel—, pero yo me refería a sus intenciones amorosas.
—Ah, ¡Dolly Tennant!
—Eso hemos oído.
—Pero no supone tragedia alguna para África —murmuró Chancellor—. Antes bien será un alivio.
Charlotte pensó que tal vez no sabía nada de lo de Leopoldo y los caníbales.
Pero a Susannah le interesaba mucho el tema y miró a Kreisler con el semblante muy serio.
—Entonces, ¿cuál es según usted la tragedia de África, señor Kreisler? Aún no nos lo ha dicho. Si, como indica la señorita Gunne, su preocupación por el tema es tan grande, es porque debe de ser algo importante.
—Así es, señora Chancellor, pero por desgracia eso no me da ningún poder para cambiar el curso de los acontecimientos. Lo que tenga que pasar pasará por mucho que intente lo contrario.
—¿Qué tiene que pasar? —insistió ella.
—Cecil Rhodes y sus colonos empezarán a subir desde El Cabo hasta Zambezia —contestó mirándola con intensidad—. Y uno tras otro, los príncipes nativos firmarán unos tratados que no sólo no comprenderán, sino que tampoco los respetarán. Colonizaremos la tierra y mataremos a todo aquel que se rebele contra nosotros, y sólo Dios sabe cuántas matanzas y sometimientos veremos. A no ser, claro, que los alemanes nos echen de allí dirigiéndose hacia el oeste desde Zanzíbar, en cuyo caso el resultado será el mismo, o quizá peor si nos atenemos a lo que ya ha pasado anteriormente.
—¡Bobadas! —dijo Chancellor con buen humor—. Si nos establecemos en Mashonaland y Matabeleland podremos explotar los recursos naturales en beneficio de todos, de blancos y africanos por igual. Nosotros les llevaremos medicinas, educación, comercio, leyes civilizadas y un código de sociedad que proteja a los débiles tanto como a los fuertes. Más que la tragedia de África, yo hablaría de la construcción de África.
Kreisler endureció la mirada, pero sólo la dirigió brevemente a Chancellor y enseguida se volvió hacia Susannah. Ella lo había estado escuchando muy atenta, y aunque no estuviera muy de acuerdo con lo que decía, su ansiedad crecía por momentos.
—Pero antes no decías lo mismo —dijo ella frunciendo el ceño y mirando a Chancellor, quien le brindó una sonrisa llena de afecto pero no exenta de cierto reproche.
—Las personas cambian de opinión, querida, y rectificar es de sabios —dijo encogiéndose un poco de hombros—. Ahora sé muchas más cosas de las que sabía hace tres o cuatro años. Europa entera va a colonizar África, tanto si nosotros lo hacemos como si no. Por lo menos lo harán Francia, Bélgica y Alemania. Además, el sultán de Turquía es teóricamente señor del Khedive de Egipto, con todo lo que eso significa para el Nilo, y por tanto también para Sudán y Equatoria.
—Eso no significa absolutamente nada —dijo Kreisler bruscamente—. El Nilo sigue su curso en dirección norte. Me sorprendería que en Equatoria hubiesen oído hablar alguna vez de Egipto.
—Yo pienso en el futuro, señor Kreisler, no en el pasado —dijo Chancellor sin dar muestras de inquietud alguna—. Cuando los grandes ríos de África se conviertan en las vías de comunicación comercial del mundo. Llegará el día en que podremos llevar por barco el oro, los diamantes, las maderas exóticas, el marfil y las pieles de África por esos grandes ríos con la misma facilidad con que transportamos carbón y trigo por el canal fluvial de Manchester.
—O del Rin —dijo Susannah pensativa.
—Como prefieras —concedió Chancellor—. O del Danubio, o de cualquier otro gran río en el que puedas pensar.
—Pero en Europa siempre estamos metidos en una guerra —continuó Susannah—. Por culpa de la tierra, de la religión o por un montón de cosas más.
Chancellor la miró sonriendo.
—Pero, querida, en África pasa exactamente lo mismo. Los jefes de las tribus siempre están en guerra unos con otros. Ésa es una de las razones por las que siempre hemos fracasado en nuestro intento de acabar con la esclavitud. Tenemos mucho que ganar y muy poco que perder.
—Nosotros tal vez sí —dijo Kreisler agriamente—, pero ¿qué me dice de los africanos?
—Ellos también —contestó Chancellor—. Los sacaremos de las páginas de historia y los pondremos en pleno siglo XIX.
—En eso estaba pensando yo precisamente —repuso Susannah, no muy convencida de lo que había dicho su marido—. Un cambio tan brusco como éste no se consigue sin pagar un precio muy alto. ¿Alguien ha pensado en que a lo mejor a ellos no les gusta nuestra manera de hacer las cosas? Les estamos obligando sin tener en cuenta lo que ellos piensan.
Una chispa de intensidad y hasta de emoción brilló en los ojos de Kreisler por un instante, hasta que él mismo la ocultó, casi deliberadamente, con la misma rapidez con la que había aparecido.
—Pero si los africanos ni siquiera son capaces de comprender de qué estamos hablando —dijo Chancellor irónicamente— difícilmente podrán formarse una opinión propia.
—Entonces estamos decidiendo por ellos —señaló ella.
—Naturalmente.
—No estoy muy segura de que tengamos derecho a hacerlo.
Chancellor adquirió un semblante entre sorprendido y burlón, pero prefirió morderse la lengua. Por muy comprometedoras que fueran las ideas de su mujer, por nada del mundo quería ponerla en evidencia en público.
Pese a aquella pequeña discusión, quedó claro que su confianza en ella estaba por encima de todo.
Nobby Gunne seguía sin apartar los ojos de Kreisler y Christabel Thorne los iba mirando a todos por turnos.
—El otro día oí lo que dijo sir Arthur Desmond —continuó Susannah sacudiendo ligeramente la cabeza.
Charlotte apretó con tal fuerza la copa de champán vacía, que poco faltó para que le estallara en la mano.
—¿Desmond? —preguntó Chancellor frunciendo el ceño.
—Del Foreign Office —añadió ella—. Que yo sepa, trabajaba allí, pero no sé si lo ha dejado. Estaba muy preocupado por la explotación de África. Decía que no íbamos a ser capaces de hacerlo con dignidad…
Chancellor posó sus manos sobre las de ella con mucho tacto.
—Querida, lamento tener que decirte esto, pero sir Arthur Desmond murió hace un par de días, y me parece que por su propia mano. No creo que sea una fuente muy fiable —dijo convenientemente triste.
—¡No fue un suicidio! —estalló Charlotte antes de pensar si era prudente decir aquello o, por lo menos, si le convenía para sus propósitos. En ese momento sólo veía la cara descompuesta de Matthew, su angustia y el cariño que Pitt había demostrado con un hombre al que le había unido una gran amistad—. ¡Fue un accidente! —añadió en su defensa.
—Le pido disculpas —dijo Chancellor—. Quería decir que, tanto si fue un descuido como si fue premeditado, fue él mismo quien provocó la fatal situación. Por desgracia, creo que estaba perdiendo sus facultades mentales —y añadió volviéndose otra vez hacia su mujer—: Pensar en los africanos como nobles salvajes y esperar que lo sigan siendo hasta el fin de los tiempos es una ingenuidad que no nos podemos permitir. Sir Arthur era un buen hombre, pero también un ingenuo. Será gracias a nosotros, o gracias a otros, pero África se acabará abriendo al mundo, y por el bien de África y de Gran Bretaña, lo mejor es que seamos nosotros quienes lo hagamos.
—¿No sería más conveniente para África que todos nos pusiéramos de acuerdo para protegerla y dejarla tal cual está? —preguntó Kreisler con una aparente inocencia desmentida por su expresión y la dureza de la voz.
—¿Para los cazadores y aventureros como usted? —preguntó Chancellor levantando las cejas—. Lo que usted quiere es que se convierta en una especie de enorme patio de recreo para exploradores sin el necesario intermedio de la ley y la civilización.
—Yo no soy un cazador, señor Chancellor, ni tampoco un aventurero al servicio de nadie —replicó Kreisler—. Soy un explorador, lo acepto, pero cuando abandono un lugar, dejo a la gente y a su tierra tal cual los he encontrado. Comparto absolutamente la inquietud de la señora Chancellor. ¿Acaso tenemos derecho a decidir por otros?
—No sólo tenemos el derecho, señor Kreisler —contestó Chancellor con toda la convicción del mundo—, sino la obligación de hacerlo cuando esos otros de los que usted habla carecen del conocimiento y la capacidad para hacerlo por sí mismos.
Kreisler permaneció en silencio. Ya había dicho lo que pensaba, de modo que prefirió mirar a Susannah con solicitud.
—No sé ustedes, pero yo tengo ganas de cenar algo —dijo Christabel aprovechando el silencio que se había hecho, y dirigiéndose a Kreisler, añadió—: señor Kreisler, como está usted en inferioridad numérica, no tengo más remedio que pedirle que nos ofrezca los dos brazos para acompañarnos abajo. Señorita Gunne, ¿le importa que las dos compartamos al señor Kreisler?
Sólo había una respuesta posible y Nobby la dio con una sonrisa llena de encanto.
—Claro que no. Será un placer. ¿Señor Kreisler?
Kreisler ofreció ambos brazos y acompañó a Christabel y Nobby a cenar.
Linus Chancellor hizo lo mismo con Charlotte y Susannah, y juntos descendieron por la gran escalinata, al pie de la cual Charlotte enseguida reconoció a Pitt, que estaba charlando con un hombre de aspecto muy tranquilo y sereno, bastante calvo, y de unos cincuenta años. Tenía los ojos redondos y de un color azul cielo, la nariz muy larga y un aire apacible, como si guardara algún íntimo secreto que le llenaba de satisfacción.
Pitt lo presentó como Ian Hathaway, también del Ministerio de Colonias, y cuando empezó a hablar, Charlotte tuvo la impresión de que ya conocía el timbre de aquella voz de dicción tan impecable.
Charlotte dio las gracias a Linus Chancellor y a Susannah y se vio acompañada por dos hombres mientras se acercaba a la mesa que contenía todos los manjares imaginables de una cena fría: tartas, carne, pescado, caza, conservas de gelatina, pastas de todas clases, e infinidad de helados, sorbetes, jaleas y pastelillos, todo ello repartido entre copas, flores, candelabros y cubiertos de plata. La conversación se hizo más esporádica y desde luego mucho más insustancial.
Vespasia se despertó tarde a la mañana siguiente, pero estaba radiante de felicidad. Había disfrutado de la recepción más que otras veces. Había sido todo un acontecimiento que le había traído a la memoria los buenos recuerdos de su esplendor juvenil, cuando despertaba la admiración de todos los hombres que se cruzaban por su camino, cuando podía pasarse noches enteras bailando para luego levantarse muy temprano y montar a caballo por Rotten Row y volver a casa con la sangre palpitándole en las venas dispuesta a enfrentarse a un nuevo día y a todas las causas e intrigas que traía.
Aún estaba sentada perezosamente en la cama y tomando el desayuno, muy satisfecha de sí misma, cuando entró la doncella para anunciarle que Eustace March había venido a visitarla.
—¡Por Dios bendito! ¿Pero qué hora es? —preguntó.
—Las diez y cuarto, milady.
—¿Y qué querrá Eustace a estas horas de la mañana? ¿Se le habrá perdido el reloj?
Eustace March era su yerno; era viudo de su hija pequeña, Olivia, quien le había dado bastantes hijos y había muerto demasiado joven. Aquel matrimonio había sido de elección propia, algo que Vespasia jamás había llegado a comprender, sobre todo porque no acababa de gustarle Eustace. Era lo más opuesto a ella desde todos los puntos de vista. Pero era Olivia quien se había casado con él, y hasta donde era posible juzgar por las apariencias, aquel hombre había hecho feliz a su hija.
—¿Le digo que espere, milady? ¿O le anuncio que no estará usted disponible en todo el día y que tendrá que volver en otro momento?
—Oh, no. Si puede esperar, dígale que bajaré en media hora.
—Sí, milady —dijo la doncella, y se retiró obedientemente para darle el recado a la camarera y para que ésta se lo comunicara a Eustace.
Vespasia acabó el té y apartó la bandeja del desayuno. Necesitaba por lo menos media hora para prepararse convenientemente para el día.
Entró en la sala de estar, de ambiente fresco y espacioso, y vio a Eustace de pie junto a la ventana y mirando el jardín. Era un hombre fuerte y corpulento que creía fervientemente en la salud como una virtud fundamental para cualquier cristiano, y que debía ir acompañada del buen juicio, es decir, con el justo equilibrio en todas las cosas. Le gustaban las largas caminatas al aire libre, las ventanas abiertas sin tener en cuenta el tiempo que podía hacer, los baños de agua fría, comer bien y hacer deporte como cualidad indispensable en un hombre.
En cuanto oyó a Vespasia, se volvió con una sonrisa. Tenía el cabello más canoso que cuando lo había visto la última vez, y con unas entradas cada vez más visibles, pero mostraba como siempre un buen color de cara y una mirada resuelta.
—Buenos días, suegra. ¿Cómo estás? Espero que bien —dijo bastante animado y con cara de tener muchas ganas de contarle algo. Desbordaba entusiasmo y Vespasia empezó a temer que le iba a retorcer la mano en un apretón.
—Buenos días, Eustace. Sí, me encuentro muy bien, gracias.
—¿Estás segura? Te has levantado un poco tarde y ya sabes que madrugar es bueno. Es más sano para la circulación. Un buen paseo te dará fuerzas para cualquier cosa.
—Sí, para volver a meterme en la cama —replicó ella con ironía—. No volví a casa hasta las tres de la madrugada. Estuve en la recepción de la duquesa de Marlborough. Me lo pasé muy bien —dijo, y se sentó en su sillón preferido—. ¿Y a qué debo el placer de tu visita, Eustace? Algo me dice que no has venido a interesarte sólo por mi salud, ¿verdad? Porque en ese caso, una carta habría sido suficiente. Por favor, siéntate. Se te ve un poco inquieto y hasta te veo capaz de salir por esa puerta y al mismo tiempo decirme lo que has venido a contarme.
Eustace obedeció, pero se sentó en el borde del sillón, como si el hecho de relajarse supusiera para él un esfuerzo inconcebible.
—Hace tiempo que no venía a verte, suegra. He venido sobre todo para rectificar este olvido y para saber cómo estás. Me alegra verte tan bien.
—Bobadas —dijo ella sonriendo—. Quieres decirme algo y lo tienes en la punta de la lengua. ¿De qué se trata?
—De nada en concreto, créeme —repitió él—. ¿Todavía andas metida en la defensa de reformas sociales? —preguntó reclinándose por fin en el sillón y cruzando las manos a la altura del estómago.
A Vespasia le irritaron sus modales, pero tal vez se trataba de una impresión del pasado más que del presente. Había sido aquella arrogancia e insensibilidad lo que había desencadenado en parte la tragedia de toda la familia en Cardington Crescent. Sólo después de lo ocurrido empezó a ser consciente de su responsabilidad, lo que hizo que durante un tiempo se sintiera aturdido y avergonzado, pero duró poco y no tardó en recuperar la exaltación de siempre, así como la total convicción de tener siempre razón en sus creencias y opiniones. Como casi toda la gente que goza de buena salud y una intensa energía psíquica, tenía una especial capacidad para olvidar el pasado y vivir el presente.
A pesar de todo, había en él cierto aire protector, como el de un benévolo maestro de escuela.
—A mí también me ha gustado siempre volver a ver a las viejas amistades —repuso ella fríamente. Lo que no le dijo es que entre ellas se encontraba sobre todo Thelonius Quade, juez del tribunal supremo y unos veinte años más joven que ella, uno de sus más ardientes admiradores de tan enamorado que había estado de ella en el pasado. Aquella amistad, una vez recuperada, se había convertido en algo cada vez más precioso. Pero no era algo que estuviera dispuesta a compartir con Eustace—. También me han gustado siempre los casos de Thomas Pitt —añadió ella con sinceridad, aunque ya sabía que eso no iba a gustarle a Eustace. Aparte de que no era muy aceptable desde el punto de vista social que ella misma se relacionara con la policía, aquella mención sólo servía para que él recordara lo pasado, con un sentimiento de angustia y muy probablemente hasta de culpa.
—No sé si eso es muy conveniente, suegra —sentenció frunciendo el ceño—. Sobre todo pudiendo hacer otras cosas mucho más dignas. Nunca me han preocupado demasiado tus excentricidades, pero… —y aquí se detuvo porque Vespasia lo estaba fulminando con la mirada y el resto de la frase estaba muriendo antes de poder pronunciarse.
—Tú siempre tan amable —dijo con tono glacial.
—Lo que quería decir es que…
—Sé muy bien lo que querías decir, Eustace. Esta conversación es del todo innecesaria. Siempre sé lo que vas a decir y tú ya conoces cuál va a ser mi respuesta. No apruebas mi amistad con Charlotte y Thomas, y mucho menos que les ayude de vez en cuando. Pero no tengo la menor intención de dejar de hacerlo y además no creo que sea un asunto de tu incumbencia —dijo ella esbozando una sonrisa—. ¿Qué te parece si cambiamos de tema? ¿Puedo saber qué dignísima causa tienes en mente que necesite de mi intervención?
—Bueno, ahora que lo dices… —empezó a decir recuperando la compostura casi inmediatamente. De todas sus cualidades, ésta era la que más admiraba en él, pero también la que más le molestaba. Era como uno de esos tentetiesos con que juegan los niños: por mucho que se golpeen siempre recuperan la posición vertical.
La cara de Eustace volvió a iluminarse de entusiasmo.
—Hace poco me han aceptado como miembro de una organización muy selecta —dijo con impaciencia—. Por supuesto sus fines son benéficos y muy loables.
Vespasia esperó, procurando no perderse un solo detalle de lo que él decía. Al fin y al cabo, había centenares de sociedades en Londres, y la mayoría con unos propósitos más que plausibles.
Eustace cruzó las piernas con cara de total satisfacción. Tenía los ojos bastante redondos y de un color gris castaño que brillaban llenos de entusiasmo.
—Como todos los socios son gente de muchos posibles y en más de un caso gozan de un poder muy considerable en la comunidad, en el mundo de las finanzas o del gobierno, son muchas las cosas que se pueden conseguir. Hasta cambiar las leyes, si se lo proponen —dijo elevando el tono de voz con el vigor de su convencimiento—. Pueden conseguir enormes cantidades de dinero para ayudar a los pobres, a los desprotegidos, a los que sufren injusticias, enfermedades o cualquier otro tipo de desgracias. Es muy emocionante, suegra. Es un privilegio que me hayan aceptado.
—Felicidades.
—Gracias.
—Suena de lo más respetable. ¿Crees que debería pertenecer a esa sociedad? ¿Podrías proponerme tú?
Vespasia observó su cara con diversión. Eustace se había quedado con la boca abierta y en sus ojos se podía leer la más absoluta confusión. Él empezó a pensar que tal vez estaba siendo víctima de una broma de muy poco gusto, claro que nunca había comprendido demasiado bien el sentido del humor de Vespasia.
Ella esperó, mirándolo sin pestañear.
—Querida suegra, no conozco sociedad alguna digna de este nombre que acepte a las mujeres. Pero eso seguramente ya lo sabes, ¿verdad?
—¿Y por qué no? —quiso saber ella—. Me sobra el dinero, no tengo marido al que obedecer y soy tan capaz como cualquier otro de hacer el bien.
—¡Pero no se trata de eso! —protestó él.
—Ah, entonces ¿de qué se trata?
—¿Cómo dices?
—Te he preguntado que de qué se trata —repitió ella.
La casualidad quiso que Eustace se salvara de tener que justificar lo que para él era una convicción sobre la naturaleza del universo fuera de toda duda y por supuesto de toda explicación. La camarera acababa de entrar anunciando la llegada de la señora Pitt.
—Oh, Dios mío, gracias, Effie —dijo Vespasia con amabilidad—. No me había dado cuenta de que era tan tarde. Por favor, dile que pase. —Y dirigiéndose a Eustace, añadió—: Charlotte va a acompañarme a darle muestras tarjetas a la duquesa de Marlborough.
—¿Charlotte? —exclamó Eustace pasmado—. ¿Con la duquesa de Marlborough? ¡Pero qué disparate, querida suegra! ¡Eso no es para ella! Sabe Dios lo que puede llegar a hacer o a decir. Será una broma, ¿verdad?
—Estoy hablando muy en serio. Desde la última vez que lo viste, a Thomas lo han ascendido. Ahora es superintendente.
—¡Por mí como si es el comisionado de Scotland Yard! —exclamó Eustace—. ¿Cómo puedes permitir que Charlotte te acompañe a visitar a la duquesa de Marlborough?
—No vamos de visita —replicó Vespasia pacientemente—. Sólo vamos a dejarle nuestras tarjetas; sabes tan bien como yo que es costumbre hacerlo después de una velada como la de ayer. Es así como debemos mostrarle nuestro agradecimiento.
—¿Debemos? ¡No me digas que Charlotte también estuvo allí! —exclamó sin salir de su perplejidad.
—Pues sí.
En aquel momento se abrió la puerta y entró Charlotte. En cuanto vio a Eustace March en su cara se reflejaron toda suerte de sentimientos contrapuestos —sorpresa, rabia, timidez— pero ninguno tan fuerte como el de curiosidad.
La reacción de Eustace fue mucho más sencilla. En su rostro no había nada que más que puro y simple embarazo. Se puso en pie ruborizado.
—Es un placer volver a verla, señora Pitt. ¿Cómo se encuentra?
—Buenos días, señor March —dijo ella tragando saliva y dando un paso hacia delante.
Vespasia podía imaginarse qué era lo que estaba recordando Charlotte, seguramente el ridículo episodio de la cama. A juzgar por el color de las mejillas de Eustace, lo más probable es que él también estuviera pensando en lo mismo.
—Me encuentro muy bien, gracias —añadió ella—. Y estoy segura de que usted también. —Al decir aquello, lo más seguro es que se estuviera acordando de las ventanas que siempre tenía abiertas en su casa de Cardington Crescent, cuando, por muy frías que fueran las mañanas, el viento se metía en el salón dejándolo a una temperatura casi insoportable y todo el mundo, con la única excepción de Eustace, se ponía a tiritar de frío ante el desayuno.
—Yo siempre, señora Pitt —dijo Eustace con energía—. Tengo esa suerte.
—Eustace me estaba contando la suerte que ha tenido de ingresar en una sociedad excelente —dijo Vespasia indicando a Charlotte dónde sentarse.
—Ah… sí —dijo Eustace—. Se dedica a obras de caridad y a influir en la sociedad para su propio bien.
—Felicidades —dijo Charlotte con sinceridad—. Debe de sentirse muy satisfecho. La verdad es que, desgraciadamente, hacen falta cosas así.
—Es verdad —dijo él volviendo a sentarse con cara de estar más tranquilo. Ahora volvía a tratarse un tema que obviamente le llenaba de satisfacción—. Es verdad, señora Pitt. Es muy gratificante sentir que uno puede unirse a otros hombres de igual espíritu y dedicación con el mismo propósito y así poder actuar con verdadera fuerza.
—Y ¿cómo se llama esta sociedad? —quiso saber Charlotte inocentemente.
—Ah, querida amiga, me temo que no puedo decir más —dijo sacudiendo levemente la cabeza mientras esbozaba una sonrisa—. Nuestros objetivos y propósitos son de dominio público, pero la sociedad en sí es anónima.
—¿Quiere decir que es secreta? —preguntó Charlotte abiertamente.
—Bueno —empezó a decir él desconcertado ante aquella pregunta—. No sé si es la palabra más adecuada. Podría dar una idea equivocada de lo que realmente es. En cualquier caso, es anónima. Al fin y al cabo, ¿no es así como Nuestro Señor nos ha pedido que hagamos el bien? —dijo volviendo a sonreír—. «No dejes que tu mano derecha sepa lo que hace la izquierda».
—¿Y está seguro de que el Señor se refería a una sociedad secreta? —preguntó Charlotte muy seria y mirándole fijamente a los ojos.
Eustace le devolvió la mirada como si aquello le hubiese molestado. Él ya sabía que Charlotte no se caracterizaba precisamente por su tacto, pero después de tanto tiempo casi lo había olvidado. No era de buena educación poner en evidencia a una persona, y ella no desperdiciaba nunca la ocasión de hacerlo. Pocas mujeres conocía con aquella falta de luces de la que Charlotte solía hacer gala.
—Yo prefiero la palabra «discreta» —sentenció por fin—. No veo nada malo en el hecho de que los hombres colaboremos unos con otros para ayudar a los más necesitados. En realidad, yo diría que es una causa muy noble. Que yo sepa, el Señor nunca ha alabado la incompetencia, señora Pitt.
Charlotte le brindó una sonrisa inesperada e inocente.
—Estoy segura de que tiene usted razón, señor March. Esperar el reconocimiento público por una obra de caridad es despojarla de cualquier sentido de virtud que pueda tener. Incluso sería mejor que entre ustedes sólo se conocieran unos pocos, sólo los miembros del mismo círculo. De este modo serían discretos por partida doble, ¿no?
—¿Círculo? —dijo él, palideciendo por momentos, lo cual supuso todo un contraste teniendo en cuenta lo curtido que tenía el rostro, acostumbrado al sol y al viento.
—¿No le parece apropiada la palabra? —preguntó Charlotte abriendo los ojos.
—Yo, bueno…
—No se preocupe —dijo ella sacudiendo la mano. Tampoco había necesidad de presionarlo más. La respuesta estaba clara. Eustace había ingresado en el Círculo Interior en un gesto de inocencia, incluso de ingenuidad, como ya habían hecho tantos otros antes que él: Micah Drummond y sir Arthur Desmond, por citar sólo a dos. Micah Drummond lo había dejado y hasta ahora seguía con vida. Arthur Desmond, en cambio, no había tenido tanta suerte.
Charlotte dirigió la mirada hacia Vespasia.
Ésta tenía el semblante grave y le tendió la mano a Eustace sin levantarse.
—Espero que tu ayuda sirva para hacer el bien, Eustace —dijo sin afectación—. Gracias por venir a contárnoslo. ¿Quieres esperar un poco y quedarte a almorzar? Charlotte y yo no tardaremos en volver.
—Gracias, querida suegra, pero tengo otras visitas que hacer —contestó declinando el ofrecimiento, al tiempo que se levantaba y le brindaba una pequeña inclinación que luego repitió con Charlotte—. Ha sido un placer volver a verla, señora Pitt. Que paséis un buen día —añadió, y sin más, se marchó de la habitación.
Charlotte miró a Vespasia y ninguna de las dos quiso decir nada.