4

Charlotte y Pitt llegaron a primera hora a Brackley para el entierro de Arthur Desmond y se apearon del tren bajo un sol radiante. La pequeña estación del pueblo tenía únicamente un andén de varios cientos de metros de largo, en mitad del cual se situaba el edificio que albergaba la sala de espera, el despacho de billetes y la casa del jefe de estación. Lo demás eran todo campos de trigo ya maduro y unos enormes árboles que desbordaban de color con el verde de las hojas nuevas. Por entre los setos asomaban racimos enteros de capullos de rosas silvestres, y las flores de espino, con su aroma tan dulce, ya empezaban a abrirse.

Hacía quince años que Pitt no volvía a Brackley, y de repente se sintió arropado por una sensación de familiaridad, como si se hubiese marchado de allí la noche anterior. Todo estaba exactamente igual, el ángulo del tejado de la estación, la curva que formaban los raíles doblando bruscamente la vía en dirección a Tolworth y los enormes depósitos de carbón para el reabastecimiento de los trenes. Incluso llegó a evitar pisar automáticamente el desnivel que había justo ante la puerta del andén. Era más pequeño de lo que recordaba y quizá un poco más desgastado.

El jefe de estación tenía ahora el pelo canoso. La última vez que lo vio era castaño. Llevaba puesto un brazalete negro en el brazo.

Dio la impresión de que iba a pronunciar cualquier fórmula habitual de saludo, cuando se detuvo y se fijó mejor en el recién llegado.

—¿Es usted el joven Thomas? Es usted, ¿verdad? ¡Por supuesto que sí! Ya se lo he dicho al viejo Abe en cuanto le he visto bajar del tren. Hoy es un triste día para Brackley. Muy triste, sí.

—Buenos días, señor Wilkie —contestó Pitt, poniendo el «señor» por delante de forma intencionada. Ahora era superintendente de policía en Londres, pero aquél era su hogar y allí siempre sería el hijo del guardabosque de sir Arthur, de forma que el jefe de estación era su igual—. Sí, muy triste —dijo, y aún quiso añadir algo más, como por ejemplo, por qué razón había tardado tanto tiempo en volver, pero cualquier excusa iba a ser inútil y además a nadie le iba a importar en un día como aquél. Estaban muy emocionados, tanto que apenas quedaba sitio en sus corazones para otra cosa que no fuera el dolor por aquella muerte que les unía. Pitt le presentó a Charlotte y la cara de Wilkie se iluminó. Era un detalle que desde luego no esperaba, pero que le agradó mucho.

Estaban a punto de salir por la puerta de la estación cuando vieron llegar a otras tres personas del andén. Estaba claro que habían venido en el mismo tren. Eran tres caballeros de mediana edad o quizá un poco más y, a juzgar por su ropa, se veía que eran gente de posibles. De repente, Pitt recuperó en la memoria la imagen de uno de ellos por lo menos y lo reconoció de la sesión de investigación judicial, y sintió tanta rabia que se quedó paralizado mientras Charlotte seguía el camino sola. De no ser porque hubiese resultado demasiado ridículo, habría retrocedido para acusar abiertamente a aquel hombre. Pero qué iba a decirle que sirviera de algo más que para desahogarse del dolor y la ira que sentía por lo que aquel hombre había dicho en público, tanto si lo pensaba de verdad o no. Fuese cual fuese la relación que le había unido a Arthur Desmond, aquello sólo podía considerarse una traición.

Fue tal vez este sentimiento de haber sufrido un ultraje lo que le detuvo, sobre todo porque habría puesto en una situación muy embarazosa a Charlotte, aunque ella lo hubiese comprendido después, por no hablar de Wilkie, el jefe de estación. Además, en el fondo no podía evitar sentirse también culpable. De haber visitado con frecuencia a sir Arthur, tal vez habría podido rebatir las calumnias con conocimiento de causa y no sólo movido por el recuerdo y el amor.

—¿Thomas?

La voz de Charlotte interrumpió sus pensamientos y dio media vuelta para unirse a ella y emprender la marcha por el camino que llevaba al pueblo, medio kilómetro más o menos hasta llegar a la calle principal, y al fondo, por detrás de las últimas casas, a la iglesia.

—¿Quiénes eran? —quiso saber ella.

—Estuvieron en la investigación judicial —respondió Pitt, sin decir en calidad de qué, pero ella tampoco preguntó más. Por el tono de la voz supo todo lo que tenía que saber.

Era un paseo corto y no volvieron a hablar. Sólo se oía el ruido de sus pasos, el canto de los pájaros y el débil susurro de la brisa yendo y viniendo entre setos y arboledas. Oyeron el balido de una oveja a lo lejos y la respuesta de un cordero, con un sonido más agudo, y luego el ladrido de un perro.

El pueblo también estaba sumido en un silencio poco habitual. La carnicería, la ferretería y la panadería estaban cerradas con las persianas metálicas echadas y en cada puerta se veían cintas o crespones negros. Hasta la herrería estaba vacía y fría. Un niño pequeño, de unos cuatro o cinco años, estaba de pie ante la puerta de una de las casas, con cara de solemnidad y los ojos muy abiertos. No había niños jugando en la calle y hasta los patos del estanque flotaban a la deriva sin dirección alguna.

Pitt miró a Charlotte y vio la tristeza y el respeto que sentía por todo aquello, por toda una comunidad en duelo y por un hombre al que nunca llegó a conocer.

Al final de la calle principal vieron a media docena de hombres vestidos de negro; Charlotte y Pitt se les acercaron y todos se volvieron hacia ellos. Al principio sólo vieron el vestido negro de Charlotte y el brazalete y la corbata negra de Pitt, por lo que enseguida sintieron cierta simpatía hacia los recién llegados. Después de mirarlos por segunda vez, uno de ellos tomó la palabra.

—Tú eres el joven Tom, ¿verdad?

—¡Zack, no deberías hablar así! —se apresuró a murmurarle su mujer—. Ahora es todo un caballero. ¡Míralo! Lo siento, joven Thomas, señor. No ha querido ofenderle.

Pitt tuvo que rebuscar entre sus recuerdos para reconocer a aquel hombre de cabello oscuro con franjas grises y el rostro curtido por el sol y el viento.

—No se preocupe, señora Burns. Sí, el «joven Tom» está muy bien, ¿y usted?

—Oh, muy bien, señor, y Mary y Lizzie también. Ya sabrá que nuestro Dick se alistó en el ejército.

—Sí, eso he oído —mintió Pitt antes de pensar la respuesta. No quería que ella supiera hasta qué punto desconocía todo lo referente a la vida del pueblo—. Es una buena carrera —añadió, y no se atrevió a decir nada más. Es posible que Dick estuviese mutilado o incluso muerto.

—Qué bien que haya podido venir para lo de sir Arthur —dijo Zack sorbiéndose la nariz—. Supongo que ya es hora de ir. Ya se oye la campana.

Y efectivamente la campana de la iglesia empezó a sonar con un solemne y sonoro toque de difuntos que parecía llenar los campos y hasta debía de llegar al pueblo más próximo.

En la misma calle y un poco más lejos, se oyó el ruido de una puerta que se cerraba y emergió la figura de un hombre vestido de negro que se les quedó mirando fijamente. Era un hombre muy corpulento y con las piernas arqueadas; era el herrero, que acababa de salir de su casa. Llevaba una tosca chaqueta que apenas se podía abrochar, pero se le veía perfectamente un brazalete negro, limpio y nuevo.

Pitt le ofreció el brazo a Charlotte y empezaron a caminar despacio en dirección a la iglesia, separada del pueblo por unos trescientos metros. Poco a poco empezó a llegar cada vez más gente: aldeanos, agricultores y arrendatarios de aquellas tierras, el carnicero con su mujer, el panadero con sus dos hijas, el ferretero con su hijo y su nuera, el tonelero, el carretero, y hasta el tabernero, que en aquel día había cerrado su establecimiento para acudir de riguroso luto acompañado de su mujer y sus hijas.

Desde el otro lado del camino apareció el coche fúnebre tirado por cuatro caballos negros con penachos también negros sobre la cabeza y el lomo, y un cochero con capa negra y sombrero de copa. Tras él venía Matthew con la cabeza descubierta y el sombrero en la mano, la cara pálida y con Harriet Soames caminando a su lado. Tras ellos había por lo menos ochenta o noventa personas, todos los sirvientes y empleados de la finca de sir Arthur, más los campesinos que tenían arrendadas sus tierras y detrás de ellos todos los demás propietarios vecinos de unos diez kilómetros a la redonda.

Entraron todos en fila en la iglesia y aquellos que no encontraron donde sentarse permanecieron al fondo de la misma, con la cabeza inclinada.

Matthew había reservado un hueco en el banco de la familia para Pitt y Charlotte, como si Pitt fuese un segundo hijo. Éste se sentía tan embargado por la emoción y por una mezcla de sentimientos tan intensos de cariño, gratitud y culpa, que se le llenaron los ojos de lágrimas y no pudo hablar. Ni siquiera se atrevió a bajar la vista para que no desbordaran. En el momento en que la campana dejó de sonar y apareció el pastor, todo aquello se convirtió en el más puro dolor y en la desgarradora sensación de haber perdido algo irrecuperable.

El oficio fue sencillo, con esas palabras tan antiguas y familiares que servían para consolar y conmover mientras uno las repetía por dentro, palabras sobre la brevedad de la vida, efímera como una flor. Llegado el momento, había que recoger esa flor para la eternidad.

Lo que más llamaba la atención en aquella ceremonia era la cantidad de personas que habían acudido, y no porque se les hubiese obligado a ello, sino por voluntad propia. Pitt hizo caso omiso de la alta burguesía que había venido de Londres; para él los más importantes eran aquellos aldeanos y campesinos.

Una vez concluido el oficio, fueron todos a enterrar al difunto en el panteón de la familia Desmond, que se encontraba a la sombra de unos tejos y en un extremo del campo santo. A pesar de que allí había más de un centenar de personas, reinaba un respetuoso silencio. Nadie se movió ni habló mientras introducían el ataúd en el panteón y volvían a cerrar la puerta. Lo único que se oía era el canto de unos pájaros desde unos olmos que había en el otro extremo.

A continuación vino el largo ritual de agradecimientos, pésames y condolencias.

Pitt miró hacia donde estaba Matthew, justo en el sendero que conducía a la entrada del cementerio. Estaba muy pálido, con el sol reflejándose en los mechones rubios de su cabello. Harriet Soames permanecía junto a él y con una mano cogiéndole el brazo. Ella tenía un aspecto sombrío, muy apropiado para la ocasión, pero cada vez que miraba a Matthew lo hacía con mucha ternura, como si comprendiese la rabia y el dolor que sentía su prometido más allá de lo que se lo podía haber pedido.

—¿Quieres quedarte un rato con él? —le preguntó Charlotte en voz baja.

A pesar de sus dudas, en aquel momento Pitt sabía muy bien la respuesta.

—No. Sir Arthur era como un padre para mí, pero yo no era su hijo. Este momento pertenece a Matthew. Quedarme ahora con él sería una intrusión y una presunción por mi parte.

Charlotte no dijo nada. Pitt temía que ella se diera cuenta de lo que sentía de verdad. En cierto modo, había perdido el derecho a quedarse ahora con él por su larga ausencia. No era el resentimiento de Matthew lo que le inspiraba miedo, sino el de la gente del pueblo. No les faltaba razón para sentirse ofendidos con él. Su ausencia había durado demasiado tiempo.

Esperó un poco y mientras siguió mirando cómo Matthew hablaba con todos ellos con mucha familiaridad, aceptando las titubeantes pero muy sentidas condolencias de todo el mundo. Harriet seguía a su lado, sonriendo y asintiendo con la cabeza.

Uno o dos de los propietarios vecinos se le acercaron para darle el pésame, y Pitt reconoció entre ellos a Danforth, el mismo que había testificado tan de mala gana en la vista con el juez. El rostro de Matthew quedó ensombrecido por una extraña combinación de emociones: resentimiento, prudencia, turbación, dolor y otra vez resentimiento. Desde donde estaba, Pitt no pudo oír lo que se dijeron antes de que Danforth se despidiera negando con la cabeza y dirigiéndose luego hacia la puerta de entrada del cementerio.

A éste le siguieron otros, todos ellos procedentes de Londres. Parecían todos fuera de lugar. Era una diferencia sutil, algo que no encajaba en el paisaje de los campos que se veían a lo lejos, ni en los grandes árboles que brillaban bajo el sol, ni en el modo en que las estaciones del año marcaban la vida de quienes allí vivían, ni en el enorme esfuerzo físico que suponía trabajar la tierra para sembrar y luego cosechar sus frutos, ni en la amable convivencia con los animales. Tampoco se trataba del contraste que suponía la manera de vestir de aquellos hombres, sino tal vez alguno de los detalles que ofrecían: una cabeza demasiado peinada, unas botas de suela demasiado fina, una mirada tendida hacia el camino que conducía hacia las propiedades de sir Arthur, como si de un enemigo se tratara, una distancia que nadie estaba dispuesto a recorrer andando de tan acostumbrados que estaban a los coches.

Matthew habló con ellos haciendo un gran esfuerzo que ninguno advirtió, salvo Pitt, que lo conocía desde que eran pequeños y podía ver al niño que había dentro de él.

Por fin, cuando el último de ellos dijo lo que se esperaba que dijera y Matthew hubo respondido como buenamente pudo, Pitt se dirigió hacia él. Mandaron los coches de vuelta y emprendieron a pie el camino que conducía a la casa, con Matthew y Pitt al frente y Charlotte y Harriet detrás.

Anduvieron los primeros metros en medio de un silencio tácito y en el transcurso del cual Charlotte llegó a pensar que Harriet tenía muchas ganas de contarle algo pero que no sabía cómo abordar el tema.

—Creo que el mejor homenaje que se le podía dar ha estado en el hecho de que haya venido el pueblo entero —dijo Charlotte mientras llegaban a un cruce de caminos y tomaban uno más estrecho. Era la primera vez que estaba allí y desconocía las dimensiones de la finca, pero pudo divisar a lo lejos unos enormes pilares a partir de los cuales empezaba un cercado y que lógicamente no señalaban otra cosa que la entrada a una propiedad de considerable extensión. Supuso la existencia de un jardín y de un paseo que conducirían a la casa.

—Todo el mundo le quería mucho —contestó Harriet—. Era un hombre muy bueno y sincero. Era la persona menos hipócrita del mundo —dijo, sin añadir nada más, y sin saber muy bien por qué Charlotte tuvo la sensación de que Harriet estaba a punto de continuar con un «pero», y de que no se atrevía por prudencia.

—No llegué a conocerle —contestó Charlotte—, pero mi marido le quería mucho. Ya sé que no se veían desde hacía mucho tiempo y que las personas a veces cambian un poco…

—Oh, seguía siendo tan honrado y generoso como siempre —se apresuró a decir Harriet.

Charlotte la miró y vio cómo se ruborizaba y giraba la cabeza. Casi habían llegado a la entrada de la finca.

—Pero quizá estaba algo distraído —dijo Charlotte en su lugar.

Harriet se mordió el labio.

—Sí, creo que sí. Matthew no quiere aceptarlo y lo entiendo. Le comprendo muy bien, de verdad… Mi madre murió cuando yo era muy pequeña y también he crecido muy unida a mi padre. Ni Matthew ni yo tenemos hermanos. Ésa es una de las cosas que más nos une; los dos sabemos lo que significa sentirse solo y muy unido a un padre. Yo no soportaría que nadie hablase mal del mío…

Cruzaron la entrada de la propiedad y Charlotte se quedó muda de sorpresa ante la larga curva de aquel paseo franqueado a ambos lados por una hilera interminable de olmos, y a unos trescientos metros de allí y erigida sobre una pequeña elevación se veía la enorme casa solariega. A la derecha había una gran extensión de césped que iba a dar a un arroyo, y a la izquierda se veían más árboles, los tejados de las cocheras y un poco más allá las cuadras. Todo era muy hermoso a la vista, y en armonía con la naturaleza, surgiendo de entre los árboles sin ningún elemento extraño o molesto, sin que nada perturbara la sencillez del paisaje.

Harriet pareció no darse cuenta de todo aquello. Seguramente ya había estado allí antes, y aunque no tardaría en convertirse en la dueña de todo, no era precisamente en eso en lo que ocupaba sus pensamientos.

—Soy capaz de defenderlo con tanta fuerza como si él fuera mi hijo y yo su padre —dijo Harriet con una sonrisa amarga—. Suena absurdo, ya lo sé, pero el corazón no siempre se mueve por la lógica. Comprendo muy bien cómo se siente Matthew.

Caminaron varios pasos en silencio hasta quedar cubiertos por la sombra de los olmos.

—Mucho me temo que Matthew no saldrá bien parado en esta cruzada por defender el buen nombre de sir Arthur. Claro que no está dispuesto a admitir que su padre pudiera estar tan… tan… perturbado como para llegar a convencerse de que le perseguían sociedades secretas y menos para administrarse una sobredosis de láudano por accidente.

Harriet se detuvo y miró a Charlotte a la cara.

—Si sigue adelante con ello, al final no tendrá más remedio que enfrentarse a la verdad y entonces puede que sea aún más difícil de lo que ya resulta ahora. Por no hablar de los enemigos que se ganará. La gente sentirá cierta lástima por él al principio, pero durará poco, sobre todo si empieza a hacer acusaciones como las que está haciendo ahora. Tal vez usted podría convencer a su marido para que hablara con él. Tiene que dejar de obsesionarse por algo que en realidad es… bueno, quiero decir por algo que sólo le hará daño y con lo que sólo ganará enemigos, y ése es un lujo que nadie puede permitirse. La paciencia se convierte luego en risa patética y por fin en ira. Y eso es lo último que hubiese querido sir Arthur, ¿no le parece?

Charlotte no sabía muy bien qué decir. No le habría sorprendido en absoluto que Harriet ignorara todo lo referente al Círculo Interior, ni siquiera que fuese capaz de imaginar que una sociedad como aquélla pudiera existir. De haberlo sabido por ella misma, seguramente también le habría parecido todo absurdo. ¿Quién iba a engañar a alguien con la mente perturbada y que además se inventaba conspiraciones donde no había ninguna?

Lo peor de todo, y era una ofensa a los sentimientos y a la razón, es que Harriet creyera de verdad que sir Arthur padecía demencia senil y que además fuese el responsable de su propia muerte. Claro que era muy bueno que su preocupación naciera de su amor por Matthew, pero no estaba claro hasta qué punto podía servirle a él de consuelo aquel sentimiento si Matthew llegaba a descubrir lo que ella pensaba de verdad. De momento, el dolor por la muerte de su padre era demasiado fuerte para aceptar nada más.

—No hable de este tema con Matthew —se apresuró a decir Charlotte tomando a Harriet del brazo y reanudando la marcha para no llamar la atención—. Me temo que en estos momentos su opinión le haría mucho daño, e incluso podría considerarla como otra traición.

Harriet se quedó muda ante aquellas palabras y sólo al cabo de un rato pareció darse cuenta de lo que significaban.

Las dos seguían caminando muy despacio, con Pitt y Matthew muy por delante de ellas y sin advertir su lejanía.

Harriet aceleró el paso para aumentar la distancia que les separaba de quienes venían por detrás de ellas. No quería que nadie las oyera, y mucho menos que Matthew diera media vuelta pensando que algo iba mal.

—Sí. Sí, tal vez tiene usted razón. Ya sé que no suena muy sensato, pero supongo que a mí me costaría mucho tiempo llegar a aceptar que mi padre no era como yo imaginaba, que ya no era tan… tan admirable, tan fuerte, tan… inteligente —siguió diciendo ella—. Tal vez no hacemos más que idealizar a las personas que amamos y cuando la verdad se pone de manifiesto ante nosotros, odiamos a quien nos la ha enseñado. No soportaría que Matthew pensara algo así de mí. Aunque me doy cuenta de que eso es precisamente lo que le estoy pidiendo a su marido, ya que le estoy rogando que le diga a Matthew lo que no tiene ningunas ganas de oír.

—Creo que será inútil pedirle algo así a Thomas —dijo Charlotte con sinceridad mientras caminaba al mismo ritmo—. Él piensa exactamente lo mismo que Matthew.

—¿Que sir Arthur fue asesinado? —exclamó Harriet boquiabierta—. ¿De verdad? ¡Pero él es policía! ¿Cómo es posible que llegue a pensar que…? ¿Está usted segura?

—Pues sí. Supongo que ya sabrá que ese tipo de sociedades existen…

—Oh, vamos, ya sé que existen los delincuentes. Cualquiera que viva un poco en el mundo lo sabe perfectamente —protestó Harriet.

Charlotte recordó de pronto que cuando ella tenía la edad de Harriet, y antes de conocer a Pitt, su concepción del mundo era igual de inocente. No sólo desconocía lo que era la delincuencia; mucho peor que eso, no tenía la menor idea de lo que significaba la pobreza, o el analfabetismo o las enfermedades endémicas, o la desnutrición y sus consecuencias, como raquitismo, tuberculosis, escorbuto y cosas así. Se imaginaba que el delito era exclusivo de gente violenta, falsa y malvada de nacimiento. El mundo se reducía entonces a una simple división entre lo blanco y lo negro. No iba a esperar que Harriet Soames comprendiera la infinidad de tonos grises que sólo la experiencia podía enseñar, ni que conociera todo aquello que quedaba excluido de su vida y sus confines. No era justo.

—¡Pero usted no sabe las cosas que sir Arthur decía! —continuó Harriet—. ¡Y a quién acusaba!

—Si al final resulta que no es verdad —dijo Charlotte con tacto y procurando elegir las palabras—, entonces Thomas tendrá que decírselo a Matthew, por mucho que a éste le duela. Y sólo así Matthew acabará aceptándolo, porque no habrá alternativa alguna. Además, él sabe que Thomas defiende la cordura de sir Arthur tanto como él. Creo que lo mejor es que no digamos nada, ¿no le parece?

—Sí, sí; tiene usted razón —dijo Harriet con alivio. Ya se acercaban al último tramo del paseo que conducía a la casa. Habían dejado atrás la sombra de los olmos y ahora caminaban a pleno sol. Frente a la entrada de la casa se veían varios coches y los caballeros que habían llegado en ellos estaban entrando para el convite de costumbre. Era el momento de unirse a ellos.

Justo cuando Pitt ya estaba a punto de marcharse tuvo la oportunidad de hablar con Danforth y de hacerle algunas preguntas sobre lo sucedido con los perros. Sir Arthur siempre había querido mucho a sus animales. Si el hecho de encontrar dueño para los cachorros de su perra era algo que hubiese tomado demasiado a la ligera, entonces tendría que reconocer que no era la misma persona que había conocido. Pero el problema no estaba en que hubiese olvidado por completo lo pactado; según Danforth, se los había vendido a otra persona.

Tropezó con Danforth en el vestíbulo, y también a punto de marcharse. Aún parecía algo incómodo, como si no supiera con certeza si su presencia era adecuada o no. Seguramente sentía algún remordimiento de conciencia por lo que había declarado ante el juez. Siempre había sido un buen vecino y un buen amigo. Nunca hubo malas relaciones entre las dos propiedades, aunque la de Danforth era mucho más pequeña.

—Buenas tardes, señor Danforth —dijo Pitt dirigiéndose hacia él como por casualidad—. Me alegra verle tan bien.

—Eh… buenas tardes —contestó Danforth forzando la vista un poco para identificar a su interlocutor. Por su aspecto, tal vez pensó que Pitt venía de Londres, y sin embargo supo reconocer en él un aire que le resultaba familiar.

—Thomas Pitt —le ayudó Pitt.

—¿Pitt? Pitt… ¡Ah, claro! El hijo del guardabosque, ya me acuerdo —dijo con una sombra en la expresión del rostro, y de repente, Pitt regresó al pasado y recordó como si fuera ayer la desgracia, el miedo y la vergüenza que sintió al ver cómo acusaban a su padre de cazar furtivamente. No había sido en las propiedades de Danforth, pero aquello ahora era lo de menos. La persona que había denunciado a su padre para que lo encerraran en la cárcel, donde finalmente murió, pertenecía a la misma clase social de Danforth, otro terrateniente como él, y los cazadores furtivos eran un enemigo común.

Pitt sintió cómo le ardía la cara ante el recuerdo de toda aquella antigua humillación, el resentimiento por sentirse inferior, necio e ignorante de las normas. Era absurdo, ahora era policía, y de los más importantes. Él mismo había detenido a hombres mejores que Danforth, más inteligentes, más ricos y más poderosos, hombres de mejor sangre y linaje.

—Superintendente Pitt, de Bow Street —dijo Pitt con frialdad aunque se le trababa la lengua.

Danforth se quedó sorprendido.

—¡Por Dios bendito! Espero que no haya venido por trabajo. Ya sabrá que el pobre hombre murió por… —dijo sin acabar la frase y soltando un suspiro—. Supongo que los superintendentes no investigan los casos de… suicidio. Será muy difícil demostrarlo, ¡y desde luego no seré yo quien le ayude! —exclamó con la cara imperturbable, aunque ligeramente ofendido.

—He venido a honrar la memoria de un hombre al que quería mucho —sentenció Pitt apretando los dientes—, y a quien debo, además, casi todo lo que tengo. Al igual que usted, mi presencia en esta casa nada tiene que ver con el trabajo.

—Entonces nada, hombre. ¿Pero por qué ha tenido que decir usted que es de la policía? —quiso saber Danforth. Había quedado en ridículo y estaba molesto por ello.

Pitt lo había hecho para dejarle bien claro que ya no era el hijo del guardabosque, pero no podía decírselo.

—Estuve en la vista con el juez —dijo desviando el tema—. Oí lo que dijo sobre los cachorros. Sir Arthur siempre cuidó muy bien de sus perros.

—Y de sus caballos —dijo Danforth arrugando el ceño—. Pero fue por eso que me di cuenta de que el pobre viejo estaba perdiendo facultades. No sólo me prometió que podría llevarme los que yo quisiera de la camada, incluso me acompañó para que los escogiera. Y luego, maldita sea, va y se los vende a Bridges —dijo sacudiendo la cabeza—. Puedo comprender un simple olvido, todos acabamos olvidándonos de alguna cosa a medida que nos hacemos viejos, pero él estaba convencido de que yo le había dicho que no los quería. Estaba seguro de ello. Por eso me pareció tan raro. Es muy triste, es terrible morirse así. Pero me alegro de verle por aquí, señor eh… superintendente.

—Buenos días —respondió Pitt despidiéndose de él, y movido por un impulso dio media vuelta y se dirigió hacia la cocina de la casa.

Sabía perfectamente adónde iba. Conocía tan bien el artesonado de las paredes que podía reconocer hasta la más mínima variación de la madera, qué partes eran más lisas y oscuras por la infinidad de manos que las habían tocado, o por el roce que hacían al pasar los hombros de mayordomos y lacayos, o las faldas de las doncellas, amas de llaves y cocineras desde hacía generaciones. Él mismo había dejado su huella en la época en que su madre había trabajado allí, pero en la larga historia de la casa, era como si todo aquello hubiese pasado ayer. Él y Matthew solían colarse en la cocina para pedir leche, galletas y restos de pastelillos. Matthew solía gastar muchas bromas a las doncellas y en una ocasión metió una rana en la sala de estar del ama de llaves. La señora Thayer odiaba las ranas. Matthew y Pitt se retorcieron de risa al oír el chillido de la mujer. Luego les castigaron a comer pudín de tapioca durante toda una semana, pero no les pareció un precio demasiado alto teniendo en cuenta lo mucho que habían disfrutado.

El olor de la madera encerada, de las grandes cortinas y los suelos sin alfombras era indefinible, pero tan penetrante que no se habría sorprendido si al mirarse al espejo hubiese visto al niño de doce años, de piernas largas, la mirada firme de sus ojos grises y la mata de pelo despeinada.

Al entrar en la cocina, la cocinera, con su vestido de bombasí negro cubierto por un delantal, le lanzó una mirada de reproche. No era de la época de Pitt, de modo que para ella, él era un extraño. Se la veía aturdida por la muerte del dueño de la casa; le habían permitido asistir a la ceremonia, pero también era la responsable de preparar el convite.

—¿Se ha perdido, señor? Si da media vuelta, volverá a los salones —dijo señalando la misma puerta por la que había entrado.

—Lizzie, ven y muéstrale al caballero…

—Gracias, Cook, pero estoy buscando al guardabosque. ¿Anda el señor Sturges por aquí? Tengo que hablar con él sobre los perros de sir Arthur.

—No sé nada, señor, pero hoy es un mal día para hablar de eso…

—Me llamo Thomas Pitt. Yo también viví aquí.

—¡Oh, el joven Tom! Yo no quería… —empezó ruborizándose—. Yo no quería…

—No se preocupe —dijo él con un gesto complaciente—. Sólo quiero hablar con el señor Sturges. Sir Matthew me pidió que aclarara cierto asunto y necesito la ayuda de Sturges.

—Oh, bueno. Estaba aquí hace una media hora y creo que ha ido a las cuadras. Con entierro o sin entierro, hay que seguir cuidando de todo. Seguramente lo encontrará allí.

—Gracias —dijo él pasando junto a ella y mirando de reojo las hileras de sartenes y teteras y la enorme cocina de hierro forjado que aún despedía calor, incluso con el horno y los fogones tapados. Los armarios se veían repletos de piezas de loza, y la despensa estaba cerrada, al igual que los recipientes de madera en donde guardaban la harina, el azúcar, la avena y las lentejas. Las verduras estarían seguramente en la antecocina y las carnes estarían colgadas en el cuarto frío. Siguiendo por el pasillo y a mano derecha se encontraba el lavadero.

Pitt salió por la puerta de atrás de la cocina, bajó los escalones y giró hacia la izquierda de manera inconsciente. Habría conocido el camino incluso con los ojos cerrados.

Encontró a Sturges frente a la puerta del cuarto de las manzanas, un lugar ventilado con muchos estantes de madera en donde se guardaban las manzanas en otoño, y, cuidando de que no se tocaran unas con otras, generalmente se tenían allí todo el invierno y hasta bien entrada la primavera.

—¡Hola, joven Tom! —dijo sin mostrar sorpresa alguna—. Me alegra que hayas venido para el entierro —añadió mirándole a los ojos.

Era una relación difícil que había necesitado muchos años para llegar al punto en el que se encontraba. Sturges había sustituido a su padre, algo por lo que Pitt aún no le había perdonado. Él y su madre tuvieron que abandonar la casa del guardabosque y todas sus pertenencias quedaron dentro, todo aquello con lo que se habían acostumbrado a vivir, cosas como la mesa y la despensa de la cocina, el hogar, un sillón muy cómodo y la bañera de hojalata. Pitt tenía allí su cuarto propio con una pequeña buhardilla que daba a un manzano. Tuvieron que mudarse a las dependencias de la servidumbre dentro de la casa solariega, pero no era lo mismo. ¿Qué era un cuarto comparado con una casa propia, con su puerta de entrada y su cocina?

Por supuesto era plenamente consciente de la suerte que habían tenido de que sir Arthur hubiese dado refugio a la mujer del guardabosque y a su hijo y de que les hubiese acogido tanto si creía en la inocencia de su padre como si no. Otros no habrían hecho lo mismo; en realidad, muchos dijeron que estaba loco por hacer algo así. Pero eso no impidió que Pitt sintiera verdadero odio hacia Sturges y su mujer por haber ocupado la casa del guardabosque y que vivieran allí cómodamente al calor del hogar.

A partir de entonces, Sturges empezó a recorrer los campos y los bosques que habían sido el trabajo y también la felicidad de su padre. El nuevo guardabosque había cambiado muy pocas cosas, y eso era tal vez lo peor de todo, especialmente si tal cambio había servido para empeorar algo. Pero cuando lo mejoraba, entonces la ofensa era mucho peor.

Pero el tiempo había suavizado bastante las cosas y, además, Sturges era un hombre tranquilo y paciente. Conocía muy bien las costumbres y las normas del lugar. Tampoco él se había librado de ejercer de cazador furtivo siendo muy joven, y sabía muy bien que había sido por la misericordia de Dios o por la buena fe del propietario que no le hubieran cogido. No emitía ningún juicio sobre la inocencia o la culpabilidad de su padre, sólo decía que en el caso de que fuera culpable, era el hombre más tonto del mundo.

Y además amaba los animales. Al principio de forma provisional, y luego como algo que ya se daba por sentado, Sturges dejó que el joven Thomas lo ayudara en su trabajo. La relación empezó en medio de un silencio lleno de recelos, pero a medida que la cooperación se fue haciendo más necesaria entre los dos, el hielo acabó por romperse. Fue sobre todo a partir de lo que sucedió un día a primera hora de la mañana, hacia las seis y media, cuando el sol empezaba a asomar por entre los campos todavía húmedos por el rocío. Era primavera y las flores silvestres crecían en abundancia entre los setos y los árboles, los castaños lucían ya sus nuevas hojas, mientras que las hayas y los olmos mostraban unos brotes que florecerían un poco más tarde. Encontraron un búho herido y Sturges se lo llevó a casa. Juntos lo estuvieron cuidando hasta que se recuperó y pudieron soltarlo en el bosque. Luego volvieron a verlo más de una vez, en verano, sobrevolando la cuadra con sus alas abiertas y majestuosas, cazando ratones y atravesando la luz del farol lo mismo que un fantasma, hasta que desaparecía de nuevo. A partir de aquel año, los dos se mostraron más comprensivos el uno con el otro y en ningún momento se reprocharon nada.

—Claro que he venido —contestó Pitt, respirando con dificultad. El cuarto de las manzanas despedía un olor dulce y seco, un poco rancio, pero lleno de recuerdos—. Sé muy bien que tenía que haber venido antes. No hace falta que me lo recuerdes.

—Sí, bueno, pero eso ya lo sabes —dijo Sturges sin apartar los ojos del rostro de Pitt—. Pero te veo muy bien. Un poco raro con ese traje de ciudad. Ahora eres superintendente, ¿verdad? Y te dedicas a detener a la gente, ¿no?

—Sólo por asesinato y traición —replicó Pitt—. Es mejor que esa gente esté encerrada, ¿no?

—Oh, sí. La verdad es que yo no podría asesinar a nadie, no tengo tiempo. Pero veo que te ha ido muy bien, ¿eh?

—Sí.

Sturges se mordió el labio.

—¿Tienes mujer? ¿O estás tan ocupado mejorando tu posición que aún no tienes novia?

—Sí, tengo mujer y dos hijos; un niño y una niña —dijo sin poder evitar un cierto tono de orgullo en sus palabras.

—¿De verdad? —preguntó Sturges mirándolo fijamente. Hacía lo posible por seguir con la misma expresión de severidad, pero enseguida le delató un brillo de satisfacción en los ojos—. ¿Y dónde están ahora? ¿En Londres?

—No, Charlotte está aquí conmigo. Te la traeré para que la conozcas.

—Sólo si quieres —dijo Sturges, procurando dar la impresión de que no le importaba en absoluto. Le dio la espalda y empezó a ordenar distraídamente un montón de paja.

—Pero antes, quiero que me cuentes qué pasó con el señor Danforth y los perros —dijo Pitt.

—No puedo hacerlo, Tom, lo siento. Danforth nunca me ha caído muy simpático, pero que yo sepa siempre ha sido un buen hombre. Y muy listo.

—¿Es cierto que vino a escoger dos cachorros?

—Sí, lo es —contestó mientras reunía un montón de paja—. Y al cabo de dos semanas envió a uno de sus criados con una nota diciendo que ya no los quería. Y dos semanas después vino a llevarse los perros y se enfadó mucho por no poder llevárselos. Dijo algunas cosas muy poco agradables sobre sir Arthur. A mí me habría gustado decirle un par de cosas bien dichas, pero sir Arthur no me hubiese dejado.

—¿Viste tú mismo esa nota o fue sir Arthur quien te habló de ella?

Sturges dejó el montón de paja y miró fijamente a Pitt.

—¡Claro que la vi! Estaba dirigida a mí, puesto que yo soy el encargado de cuidar los perros; además, en ese momento sir Arthur se encontraba en Londres.

—Qué extraño —dijo Pitt con la cabeza llena de ideas que se atropellaban—. Pero tienes razón. Creo que alguien no está jugando limpio.

—¿Jugando? Para mí, lo que pasa es que Danforth ya está chocheando.

—No necesariamente, aunque lo parezca. ¿Tienes esa nota?

—¿Por qué? ¿Para qué iba a guardarla? Ya no sirve de nada.

—Sirve para demostrar que es Danforth quien no ha dicho la verdad, y no sir Arthur —contestó Pitt.

—¿Y por qué hay que demostrar eso? —exclamó Sturges con una mueca—. ¿Cómo puede haber alguien capaz de pensar que sir Arthur no tenía razón?

De repente, Pitt sintió que el corazón se le llenaba de felicidad, y se vio a sí mismo sonriendo a pesar de las circunstancias. Sturges era un hombre leal, aunque muy celoso de las cosas que sólo él sabía.

—Sturges, ¿sabes algo del accidente que tuvo sir Arthur cuando se cruzó con otro caballo y el jinete le azotó con la fusta?

—Algo sé —dijo Sturges con tristeza y arrugando la cara como desconcertado. Se apoyó sobre uno de los estantes llenos de manzanas—. Pero ¿por qué haces tantas preguntas, Tom? Y además, ¿a ti quién te ha contado eso? ¿Matthew? —preguntó como si aún no se hubiese acostumbrado a la idea de que Matthew fuese su amo, el heredero del título.

Afuera se oyó el relincho de un caballo y Pitt reconoció el sonido de los cascos sobre el pavimento de la cuadra.

—Sí. Según él, es muy probable que no fuese un accidente —dijo Pitt procurando no responder por él insinuando que tal vez se había tratado de una amenaza por parte de alguien.

—¿Que no fue un accidente? —preguntó Sturges con cara de desconcierto pero sin que la idea le resultara tan extraña—. Bueno, según cómo se mire, a lo mejor no lo fue. Vino un loco como si nunca hubiese subido a un caballo. Para mí un accidente es algo que nadie puede evitar, salvo Dios nuestro Señor. Con un poco más de cuidado, nada habría pasado. Llegó galopando calle abajo como un novato, dando golpes a diestro y siniestro con la fusta. Fue una suerte que nadie más resultara herido, aparte de sir Arthur y del caballo que montaba ese día. El pobre animal recibió muchos golpes en la cabeza y en el lomo. Pasaron varias semanas hasta que se recuperó. Aún tiene miedo de la fusta y seguramente lo tendrá siempre.

—¿Quién era el jinete?

—No lo sé —contestó Sturges visiblemente contrariado—. Supongo que algún forastero idiota. Nadie de por aquí lo conocía.

—¿Llegó alguien a saber quién era? ¿Se sabe ahora? —siguió preguntando Pitt.

La cálida luz del sol entraba por la puerta del cuarto de manzanas. Un perro perdiguero de color paja asomó la cabeza dentro y empezó a mover la cola como esperando algo.

—Yo no lo sé —contestó Sturges algo enfadado—. Si llego a saber quién fue, le habría dado lo suyo —afirmó desafiante, aunque hubiese más intención que otra cosa, pero Pitt sabía que sentía lo que decía.

—¿Quién más vio lo que pasó? —le preguntó Pitt.

El perro entró en el cuarto y Sturges lo acarició automáticamente.

—Nadie, que yo sepa. El carretero lo vio pasar al galope, y el herrero también, pero no vieron cómo pegaba a sir Arthur. ¿Por qué? ¿Qué intentas decirme? ¿Que fue culpa de sir Arthur? ¿Que él se metió en medio?

—No —dijo Pitt sin sentirse molesto ante su rabia ni porque se pusiera a la defensiva—. No, lo que digo es que tal vez no fue un accidente. Es posible que aquel hombre espoleara el caballo con la única intención de acometer a sir Arthur al galope y de azotarlo con la fusta…

Sturges puso cara de sorpresa e incredulidad.

—¿Y por qué iba nadie a hacer eso? No lo entiendo. Sir Arthur no tenía enemigos.

Pitt no sabía hasta qué punto podía contarle la verdad a Sturges. Es posible que se mostrara aún más incrédulo si le hablaba del Círculo Interior.

—¿Y quién si no?

Sir Arthur no tenía enemigos. Por lo menos aquí no —replicó Sturges mirándolo detenidamente.

—¿Decía también él lo mismo?

—¿Qué es lo que sabes, Tom? ¿Qué intentas decirme?

—Que sir Arthur suponía un peligro para cierto grupo al que pertenecía, y sobre el que estaba a punto de descubrir algunos asuntos muy feos. Sir Arthur se propuso desenmascarar a esa gente y lo del accidente no fue más que una advertencia para que no rompiera el pacto de silencio que habían hecho —contestó Pitt.

—Oh, sí, ese Círculo del que a veces hablaba —dijo Sturges parpadeando—. Pero eso es arriesgarse demasiado. ¡Podrían haberlo matado!

—¿Has oído hablar del Círculo? —quiso saber Pitt sorprendido.

—Oh, sí. Ya te he dicho que a veces hablaba de él. Mala gente, decía; pero están en Londres, ¿no? —dijo, y añadió como dudando de algo y mirando a Pitt—. ¿Estás pensando lo mismo que yo, Tom?

—¿Dirías que sir Arthur no estaba bien de la cabeza y que imaginaba cosas extrañas?

—¡Claro que no! Preocupado tal vez, y bastante enfadado por lo que decía que iba a pasar en el extranjero, pero estaba tan cuerdo como tú y como yo —dijo sin afectación alguna, sin tratar de convencerse a sí mismo de algo que le hiciese dudar en su interior.

Tanto por el convencimiento con el que hablaba, como por las palabras que había empleado, Pitt quedó convencido de su sinceridad. De repente, se sintió muy aliviado y casi feliz y se sorprendió a sí mismo brindándole a Sturges una sonrisa.

—Entonces te diré que sí —contestó con firmeza—. Creo que estamos pensando lo mismo. Lo del caballo fue una advertencia que aún despertó más la ira de sir Arthur, pero su integridad estaba por encima de todo y no quiso hacer caso. Por eso lo asesinaron. Aún no sé cómo lo hicieron ni si hay algún modo de poder demostrarlo, pero te aseguro que no descansaré hasta que lo consiga.

—Me alegra oír eso, Tom. De verdad que me alegra —dijo Sturges con tranquilidad inclinándose un poco para rascar la cabeza del perro—. No me gusta que haya gente pensando de él esas cosas sin haberlo conocido. No soy un hombre violento. Muchas personas mueren injustamente, pero quisiera ver colgado a quien le hizo eso. El pueblo entero te dará las gracias si lo consigues, y hablo en nombre de todos —dijo, y no añadió que también todos le perdonarían el hecho de no haber vuelto antes a Brackley, pero lo dijo con la expresión de la cara. Tal vez era algo demasiado delicado para decirlo con palabras.

—Haré todo lo que pueda —contestó. Pitt sabía que hacer una promesa sin estar seguro de cumplirla podía significar una segunda traición. Sturges no era un niño al que hubiese que dar unas palabras de consuelo en lugar de la verdad.

—Sí. Bueno, si hay algo que yo o alguien del pueblo podamos hacer, ya sabes dónde estamos. Y ahora será mejor que vuelvas al convite o empezarán a echarte de menos.

—Voy a traerte a Charlotte para que la conozcas.

—Eso ya lo has dicho antes y aún no la he visto.

A la mañana siguiente, Pitt regresó a su despacho de Bow Street. Apenas había cruzado el umbral de la puerta cuando vio entrar al inspector Tellman, con la misma cara larga y resentida de siempre. Tellman no tenía más remedio que mostrarle respeto, tanto en la manera de dirigirse a él como interiormente, por su probada capacidad en el trabajo. Sin embargo, sentía como una ofensa personal que Pitt, a su juicio muy poco por encima de él desde el punto de vista social y desde luego al mismo nivel profesional, hubiese ascendido a un puesto de mayor responsabilidad para sustituir a Drummond. Éste sí era un caballero y ahí radicaba la diferencia. Lo normal es que los cargos más importantes los ocuparan los caballeros, al margen de su capacidad para el trabajo, de ahí que se tomara como algo personal el hecho de que hubiesen ascendido a Pitt.

—Buenos días, señor Pitt —dijo en tono áspero—. Ayer le echamos de menos, señor. Hay algunos temas pendientes —dijo como si hubiese estado toda la noche esperando.

—Buenos días, Tellman. Estuve en Hampshire, en un entierro familiar. ¿Qué es lo que tenemos?

Tellman hizo una mueca con los labios y ni siquiera se molestó en darle el pésame, pero aquello era algo que le pasaba con todo el mundo. Era un hombre que se emocionaba fácilmente, pero por nada del mundo hubiese compartido un solo sentimiento con Pitt.

—Es sobre aquellos hombres que usted ordenó que vigiláramos —contestó Tellman—. Resulta un poco difícil cuando ni siquiera sabemos qué es lo que estamos buscando ni por qué razón. Son todos unos caballeros muy respetables. ¿Qué han hecho?

—Eso es precisamente lo que quiero averiguar —respondió Pitt con brusquedad. No le gustaba el hecho de no poder decirle todo lo que sabía. Su instinto le decía que podía confiar en Tellman, pero era un riesgo demasiado grande. El Círculo podía estar en cualquier parte.

—Chantaje —dijo Tellman misteriosamente—. No es fácil, pero uno puede chantajear a un hombre por una docena de razones, sobre todo por fraude, robo o por estar fornicando con quien no debe —prosiguió diciendo sin cambiar de expresión, aunque hablaba con un desprecio que parecía llenar todo el despacho—. Claro que tratándose de caballeros tan respetables, no resulta nada sencillo averiguar quién es esa mujer con la que no debe estar y a quién le importa. Hay más de un caballero que cambia de mujer y de amante como si de un libro se tratara, y todo va bien mientras nadie lo sorprenda leyéndolo. Tampoco pasa nada por mucho que se sepa. Todo el mundo sabe lo que hace el príncipe de Gales y a nadie le importa.

—Podrían empezar investigando la situación económica de cada uno —propuso Pitt, haciendo caso omiso de lo que el otro le había dicho. Ya conocía sobradamente las opiniones de Tellman—. Tal vez descubramos que alguien vive muy por encima de lo que podría permitirse según sus ingresos.

—¿Malversación de fondos? —preguntó Tellman sorprendido—. ¿Y qué fondos hay en el Ministerio de Colonias que se puedan malversar? —dijo en un tono demasiado sarcástico—. «Mire usted, señor sastre, lo siento mucho pero este mes no le puedo pagar como siempre, aquí tiene un par de telegramas procedentes de África y dese usted por pagado» —dijo, y de repente cambió la expresión del rostro y le brillaron los ojos como si acabara de descubrir algo—. ¡Un momento! ¡Es eso! ¿Verdad? ¡Alguien está vendiendo información! ¡Lo que usted busca es un traidor! Por eso no dice nada…

—Y sigo sin decir nada —dijo Pitt, disimulando su sorpresa ante la intuición de Tellman y mirándolo fijamente—. Puede imaginar lo que quiera, pero guárdeselo para usted. El subcomisionado se enfadará mucho si llega a saber que hemos mencionado siquiera tal posibilidad, y me atrevo a decir que el primer ministro tendrá razón en enfadarse todavía más.

—¿Le ha mandado llamar el primer ministro? —dijo Tellman, impresionado ante la idea y a pesar de su opinión sobre Pitt.

—No. No he hablado con el primer ministro y el único sitio de Downing Street en el que sí he estado es en el Ministerio de Colonias. Pero aún no me ha contado qué han descubierto.

Tellman lo miró receloso.

—Nada que parezca importante. Jeremiah Thorne es la virtud en persona. Parece muy enamorado de su mujer, que por cierto es extraordinariamente fea, y gasta mucho dinero en una fundación destinada a la formación de mujeres. Eso es algo que todo el mundo rechaza, excepto los más modernos, claro, pero en el peor de los casos podría hacerse un escándalo si alguien se lo propusiera. En cualquier caso, no es algo ilegal y su mujer no lo hace en secreto. De hecho incluso lo defiende públicamente a toda costa. Si a alguien se le ocurre hacerle chantaje por ello, estoy seguro de que ella no desperdiciaría la ocasión de ganar notoriedad.

Pitt también sabía lo que había de cierto en aquellas palabras.

—¿Qué más?

—Hathaway es un caballero de lo más normal que vive solo y muy tranquilo, y que se toma en serio sus pequeños placeres. Lee mucho, de vez en cuando va al teatro y si hay buen tiempo da largos paseos —recitó Tellman sin entusiasmo, como si el sujeto en cuestión fuese tan aburrido como los detalles que de él estaba dando—. Conoce a muchas personas, pero su relación con ellas no deja de ser de simple cordialidad. Cena en su club una vez por semana. Es viudo y tiene dos hijos ya mayores y tan respetables como él, uno de ellos trabaja en el Servicio de Colonias y el otro pertenece a la Iglesia. —Tellman dibujó un arco con los labios—. Es un hombre de buen gusto y le gustan las cosas de calidad, pero no demasiado caras. Parece que vive en consonancia con lo que cobra. Además, nadie dice nada malo de él.

Pitt suspiró.

—¿Y Aylmer? ¿También es un modelo de virtud?

—No demasiado —dijo Tellman con una sombra de ironía en su expresión—. Tiene una cara muy poco agraciada, pero eso no impide que le gusten las mujeres. Es un seductor completamente inofensivo —dijo encogiéndose de hombros—. Por lo menos eso me ha parecido por lo que he podido descubrir hasta ahora. Pero sigo investigando a Aylmer. Gasta mucho dinero… creo que más del que se puede permitir por lo que gana.

—¿Más de lo que cobra en el Ministerio de Colonias? —preguntó Pitt con repentino interés y con una punzada de remordimiento.

—Eso parece —contestó Tellman—. Claro que podría haber ahorrado, o tal vez tiene algún negocio privado. Aún no lo sabemos.

—¿Alguna mujer en particular?

—Una tal Amanda Pennecuick. Una señorita muy guapa, por cierto, y de buena cuna.

—¿Y muestra ella algún interés por él?

—No demasiado, pero aún no lo ha rechazado —dijo como si aquello le hiciera gracia—. Si está pensando usted en la posibilidad de que ella vaya detrás de Aylmer con el único fin de obtener información de él, entonces es que la señorita Pennecuick es muy lista. Por lo que he podido ver, ella hace todo lo posible por evitar a Aylmer, pero a la vista está que de momento no lo ha conseguido.

—Tal vez eso es lo que quiere: no conseguirlo, pero que todo el mundo vea que lo intenta —señaló Pitt—, si lo que usted dice es cierto. Investigue también a la señorita Pennecuick. Sepa quiénes son sus amigas, sus otros admiradores, de dónde viene y qué relación puede tener con… —dijo Pitt sin terminar la frase. ¿Debía mencionar a los alemanes?

Tellman esperaba. Era demasiado listo para dejarse engañar. Sabía muy bien a qué obedecía la vacilación de Pitt y eso le molestaba.

—Con Alemania, Bélgica o África —concluyó Pitt—. O con cualquier otra cosa que llame la atención.

Tellman metió las manos en los bolsillos. No quería ser insolente; era una reacción instintiva de falta de respeto.

—Se ha olvidado de Peter Arundell y de Robert Leicester —le recordó Pitt.

—Nada interesante —contestó Tellman—. Arundell es un joven muy apuesto de buena familia. El más pequeño. El mayor ha heredado el título, el segundo ha comprado un empleo de oficial en el ejército y el tercero trabaja en el Ministerio de Colonias; éste es el nuestro. Creo que ha heredado una prebenda que la familia tiene en alguna parte de Wiltshire.

—¿Una prebenda? —preguntó Pitt algo confundido.

—La Iglesia —dijo Tellman sintiéndose satisfecho de haber desconcertado a Pitt—. Las familias con dinero a menudo gozan del beneficio de una prebenda eclesiástica, que pueden ceder a quien quieran. Hay parroquias que dan mucho dinero. Por los diezmos. Donde yo nací, el sacerdote tenía tres, de modo que alquilaba los servicios de un vicario o de otro cura para cada una de ellas. El titular vivía en Italia de los beneficios. Ahora ya no se estila, pero antes sí.

Pitt estuvo a punto de decir que ya sabía todo aquello, pero se contuvo. En cualquier caso, Tellman no le hubiese creído.

—¿Y qué hay de Arundell? ¿Qué clase de hombre es? —preguntó sabiendo que poco importaba. Él no tenía acceso a la información sobre Zambezia.

—Justo lo que usted esperaba —respondió Tellman—. Vive en un piso de alquiler en Belgravia, asiste a muchas reuniones sociales, viste ropa cara y le gusta comer bien, aunque suele ser a costa de otros. Es soltero y desde luego un buen partido. Todas las madres con hijas en edad de casarse andan tras él, exceptuando, claro, a las que aspiran a algo más. Pero seguro que no tardará en casarse —concluyó Tellman con una ligera mueca de desagrado. Detestaba aquel mundo de la alta sociedad y nunca desaprovechaba la ocasión de manifestarlo.

—¿Y Leicester?

Tellman gruñó.

—Más o menos lo mismo.

—En ese caso, será mejor que se ocupe de Amanda Pennecuick —ordenó Pitt—. Y, Tellman, por favor…

—¿Sí, señor? —preguntó sin abandonar un cierto tono de sarcasmo y con una mirada demasiado desafiante.

—Sea discreto —dijo Pitt aceptando el desafío y mirando a Tellman a los ojos.

No hizo falta decir nada más. Eran dos personas completamente diferentes en cuanto a su procedencia y su escala de valores. Pitt venía del campo, y tenía un respeto innato, por no decir un cariño, hacia la aristocracia terrateniente que había construido su propia vida y a la que tanto debía. Tellman era de la ciudad y había nacido entre la pobreza, y detestaba a todo aquel que hubiese nacido con dinero, al que además consideraba un holgazán. Era gente que no había creado nada, y que sólo consumía sin dar nada a cambio. Lo único que él y Pitt tenían en común era su dedicación a la policía, pero sólo eso ya bastaba para que pudieran comprenderse, por lo menos a ese nivel.

—Sí, señor Pitt —dijo esbozando una sonrisa, y dando media vuelta se marchó.

Media hora después, el subcomisionado Farnsworth mandó llamar a Pitt a su despacho. La nota estaba escrita en tales términos que no dejaba lugar a la menor demora, de modo que Pitt salió de Bow Street y cogió un coche hacia Scotland Yard para presentarse a su superior.

—Ah —dijo Farnsworth levantando la vista de su escritorio en cuanto oyó entrar a Pitt. Esperó a que el recién llegado cerrara la puerta y continuó—. Sobre ese asunto del Ministerio de Colonias, ¿qué ha descubierto?

Pitt no sabía cómo decirle que en realidad era muy poco lo que sabía.

—De momento no parece que nadie haya hecho nada malo —contestó—, excepto tal vez Garston Aylmer —dijo, y vio cómo Farnsworth ponía cara de interés, aunque prefirió no hacerle demasiado caso—. Parece que siente cierta debilidad por una tal miss Amanda Pennecuick, pero por lo visto el interés no es mutuo. Él es bastante feo y ella extremadamente guapa.

—Pero eso es frecuente —dijo Farnsworth visiblemente decepcionado—. No me parece algo sospechoso, Pitt, es uno de los muchos desengaños que nos da la vida. No ser muy agraciado o declaradamente feo no es algo que haya impedido a nadie enamorarse de lo bello. Puede llegar a ser muy doloroso, incluso trágico, pero nunca será un delito.

—Muchos delitos se cometen por culpa de una tragedia como ésa —le replicó Pitt—. Todos reaccionamos de maneras distintas frente al dolor, sobre todo si el dolor lo produce algo que está fuera de nuestro alcance.

Farnsworth lo miró con una mezcla de impaciencia y desprecio.

—Puede usted robar desde una tarta de carne hasta un collar de diamantes, pero nunca conseguirá robar el afecto de una mujer, Pitt. Además, no estamos hablando de un hombre capaz de caer tan bajo como para cometer un robo.

—Es evidente que algo así no se puede robar —replicó Pitt en tono igualmente irónico—. Pero a veces se puede comprar, o por lo menos se puede comprar algo que se le parezca bastante. No sería el primer hombre feo en conseguirlo.

Farnsworth se mostraba reacio a darle la razón, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Había vivido mucho como para discutir un tema como aquél.

—¿Cree usted que vende información a los alemanes a cambio de dinero para comprar regalos o lo que sea que ella quiera? —preguntó con desgana—. De acuerdo. Investíguelo. Pero, por el amor de Dios, sea discreto, Pitt. A lo mejor se trata de un hombre perfectamente honrado que sólo se ha enamorado de quien no debía.

—De hecho, también he pensado en la posibilidad de que esa tal señorita Pennecuick esté relacionada de algún modo con los alemanes; es posible que Aylmer no esté vendiendo información por dinero, sino que sea ella quien esté sonsacando esa información a cambio de su favor personal. Ya sé que es poco probable, pero de momento no tenemos nada más.

Farnsworth se mordisqueó el labio inferior.

—Intente descubrir todo lo que pueda sobre ella —le ordenó—. Quién es, de dónde viene y con quién se relaciona.

—Tellman ya lo está investigando.

—Olvídese de Tellman. Quiero que lo haga usted mismo —dijo Farnsworth frunciendo el ceño—. Por cierto, ¿dónde estuvo usted ayer, Pitt? Nadie le vio en todo el día.

—Estuve en Hampshire, en un entierro familiar.

—¿Pero no habían muerto sus padres hace tiempo? —preguntó Farnsworth en tono inquisitivo.

—Así es. El entierro era de un hombre que me trató como a su propio hijo.

Farnsworth se lo quedó mirando fijamente con sus ojos azul claro.

—Ah, ¿sí? —dijo sin preguntar de quién se trataba y sin que Pitt pudiera adivinar por la expresión de su rostro si ya lo sabía—. Creo que asistió usted a la vista con el juez sobre la muerte de sir Arthur Desmond —prosiguió—. ¿Es cierto eso?

—Sí.

—Y ¿por qué? —quiso saber arqueando las cejas—. No hay ningún caso que investigar ahí. Es una tragedia que un hombre de su talla acabara de esa manera, pero los años y la enfermedad no perdonan a nadie. Déjelo, Pitt, o no hará más que empeorar las cosas.

Pitt lo miró fijamente con una cara de rabia y sorpresa que Farnsworth interpretó como de incomprensión.

—Cuanto menos se sepa de este asunto, menos cosas tendrán que airearse —dijo algo irritado ante la lentitud de reflejos de Pitt—. No debe permitir que este lamentable suceso acabe afectando a sus socios y amigos. No haga caso de la gente. Olvidemos todo esto y recordémoslo como el hombre que siempre fue antes de que empezaran sus obsesiones.

—¿Obsesiones? —preguntó Pitt como sorprendido. Sabía muy bien que nada iba a conseguir discutiendo el tema con Farnsworth, pero tampoco podía evitarlo.

—Sobre África —explicó Farnsworth con impaciencia—. Sobre conspiraciones, tramas secretas y cosas así. Sir Arthur estaba convencido de que lo perseguían. Ya conocemos todos este tipo de ilusiones, pero no por ello deja de ser algo triste y doloroso. Por el amor del cielo, Pitt, si tanto respeto le tiene a su memoria, procure que nada de todo esto se haga público. Y si no, hágalo por el buen nombre de su familia, deje que todo esto siga enterrado con él.

Pitt lo miró a los ojos.

Sir Matthew sostiene que su padre no estaba loco, ni era tampoco tan distraído ni imprudente como para haber tomado láudano en mitad de la tarde, y mucho menos en una cantidad suficiente para matarse.

—Es lógico que lo piense —dijo Farnsworth rechazando la idea con un ligero gesto de la mano que sirvió además para mostrar una esmerada manicura—. No resulta fácil reconocer que la persona a la que amamos padece un trastorno mental. Yo habría pensado lo mismo de haberse tratado de mi padre. Créame si le digo que lo entiendo perfectamente, pero eso nada tiene que ver con los hechos.

—Pero a lo mejor tiene razón —dijo Pitt con terquedad.

Farnsworth esbozó una mueca de disgusto.

—No la tiene, Pitt. Conozco mejor el caso que usted.

Pitt estuvo a punto de rebatirlo, pero enseguida se dio cuenta de que su relación con sir Arthur había sido más que esporádica en los últimos diez años, claro que Farnsworth no tenía por qué saberlo. Pese a todo, no le ponía en la mejor situación para discutir con él.

Procuró que su cara no reflejara lo que estaba pensando, pero tal vez sus sentimientos eran demasiado evidentes. Farnsworth lo miraba cada vez más convencido y con una especie de amarga complacencia.

—¿Hasta qué punto sabe usted cómo se encontraba sir Arthur, Pitt?

—En los últimos años… muy poco.

—En ese caso, créame usted. Yo le veía con frecuencia y le aseguro que estaba mentalmente trastornado. Veía conspiraciones y persecuciones por todas partes, incluso entre sus propios amigos. Es un hombre por el que siento el mayor de los respetos, pero los sentimientos, por muy profundos y verdaderos que sean, no pueden cambiar la verdad. En nombre de su amistad con él, Pitt, déjelo descansar en paz y procuremos perjudicar su buen nombre lo menos posible. Tiene usted la obligación moral de hacerlo.

Pese a todo, Pitt aún quería seguir discutiendo. De repente, recordó el rostro curtido de Sturges y se preguntó si tal vez su opinión estaba condicionada por la fidelidad y era realmente incapaz de creer que su amo y señor hubiese podido perder el juicio.

—Bien —dijo Farnsworth con firmeza—. Y ahora ocúpese de lo que tiene entre manos y averigüe quién está pasando información del Ministerio de Colonias. Ponga toda su atención, Pitt, hasta que lo resuelva. ¿Me ha comprendido?

—Sí, le he comprendido muy bien —contestó Pitt sin darse por vencido ni resignarse a dejar la muerte de sir Arthur como estaba, como un asunto cerrado.