5

—Lo más importante son los tratados —dijo Matthew frunciendo el ceño y mirando a Pitt desde la mesa de su despacho en el Ministerio de Colonias. Parecía menos angustiado que el día del entierro en Brackley, pero seguía igual de pálido y con la misma sombra de tristeza en la mirada. Pitt conocía demasiado bien a Matthew como para no darse cuenta ni identificar perfectamente la tensión con la que se le veía. El pasado aún les mantenía muy unidos a pesar del tiempo que había transcurrido y de los distintos caminos que habían seguido en la vida.

Si alguien le hubiese preguntado por alguna fecha, lo cierto es que no habría sabido qué contestar, ni siquiera la de algún momento importante de la vida de su amigo. Pero los recuerdos de su infancia compartida eran tan fuertes que parecían recientes: la sorpresa, la mutua comprensión, la necesidad de proteger al otro, la perplejidad ante el descubrimiento del dolor. Pitt recordaba perfectamente la muerte de algún animal querido, la emoción y la sorpresa ante el primer amor, después del primer desengaño, y el temor a que las personas y los lugares que daban forma a sus vidas llegaran a cambiar de forma irremediable. Juntos habían vivido aquellas cosas, aun a pesar de la diferencia de edad, puesto que Matthew era un año menor que él, pero entonces, cuando le llegaba el momento de experimentar algo, ya lo había vivido y sentido con toda la intensidad del mundo.

Sabía que Matthew seguía sumido en la más profunda tristeza por la muerte de su padre; sólo que ahora, a medida que la primera impresión se iba atenuando, procuraba dominarse un poco más exteriormente. Ahora estaban sentados los dos en su amplio despacho con muebles de madera de roble, alfombra de color verde claro y unos grandes ventanales con vistas a St. James Park.

—Te refieres a los tratados con los alemanes —dijo Pitt—, pero lo que necesito saber es de qué clase de información estamos hablando, siempre que puedas decírmelo, claro. Es la única manera de poder averiguar su procedencia y de saber luego por qué manos ha pasado.

Matthew arrugó el ceño.

—No es tan sencillo como parece, pero haré lo que pueda.

Pitt esperó. Fuera, en la calle, se oyó el relincho de un caballo y los gritos de un hombre. El sol atravesaba los cristales y dibujaba toda clase de reflejos en el suelo.

—Tal vez una de las cosas más importantes sea el tratado que firmamos hace un par de años con el rey Lobengula —dijo Matthew, pensativo—. En septiembre del ochenta y ocho, la delegación de Rhodes, encabezada por un tal Charles Rudd, llegó al campamento del rey en Bulowayo; eso está en Zambezia y son de la tribu ndebele —explicó tabaleando suavemente los dedos sobre el escritorio a medida que hablaba—. Rudd era un experto en la explotación de recursos mineros, pero era un ignorante con respecto a los jefes nativos y sus costumbres. Por ello se hizo acompañar de un tipo llamado Thompson, quien hablaba varias lenguas que también comprendía el rey. Había un tercer hombre llamado Rochfort Maguire, un abogado procedente del All Souls’College de Oxford.

Pitt escuchaba pacientemente. De momento, nada de todo aquello era de ayuda alguna. Intentó imaginar el calor que hacía en las llanuras africanas, así como el valor de aquellos hombres y la codicia que les guiaba.

—Lo cierto es que también había otros grupos buscando la concesión de más explotaciones mineras —prosiguió Matthew—, pero estuvimos a punto de perderlas.

—¿«Estuvimos»? ¿Por qué te incluyes? —le interrumpió Pitt.

—Porque todo lo que haga Cecil Rhodes nos implica de una forma u otra —replicó con una mueca—. Tanto entonces como ahora, Rhodes tiene la bendición del gobierno de su majestad. En aquellos días, aún estaba vigente el Tratado de Moffat, que firmamos con Lobengula en febrero de aquel mismo año y en el que se decía que no cedería ninguno de sus territorios, y cito textualmente, «sin el previo consentimiento» del gobierno británico.

—Pero has dicho que estuvimos a punto de perderlas —dijo, y añadió volviendo al tema que le interesaba—: ¿Quizá porque la información se filtró a los alemanes?

Matthew abrió los ojos aún más.

—Es curioso. Desde luego fue la embajada alemana, pero llegamos a pensar que los belgas también estaban informados de todo. Todo África Central es un hervidero de aventureros, cazadores, buscadores de minas y gente con la esperanza de convertirse en intermediarios de cualquier negocio —dijo inclinándose un poco más sobre la mesa—. Rudd tuvo éxito porque contó con la ayuda de sir Sydney Shippard, vicecomisionado del gobierno para Bechuanaland. Él mismo es un gran entusiasta de Cecil Rhodes y cree firmemente en lo que intenta hacer allí, lo mismo que sir Hercules Robinson en Ciudad del Cabo.

—¿Qué información se sabe que se ha filtrado con seguridad a la embajada alemana desde el Ministerio de Colonias? —insistió Pitt—. Pero descarta las sospechas. Quiero la información y averiguaré cómo entró, bien sea por comunicado verbal, por carta o telegrama, quién la recibió y adónde fue después.

Matthew alargó el brazo y posó la mano sobre un montón de papeles que había a su lado.

—Aquí tengo algo para ti. Pero hay algunas cosas que poco tienen que ver con el Foreign Office; son cuestiones de dinero. Casi todo lo que tengo aquí trata sobre dinero —dijo mirando a Pitt para ver si comprendía de qué estaba hablando.

—¿Dinero? —preguntó sin saber a qué se refería—. Seguramente el dinero no sirve para comprar tierras a los jefes nativos, ¿no? ¿O es el gobierno quien equipa convenientemente a exploradores y enviados especiales para que reclamen las tierras en nombre de Gran Bretaña?

—¡No! Ésa es la cuestión —dijo Matthew con vehemencia—. Cecil Rhodes corre con todos los gastos de su expedición. En estos momentos está en marcha y todo se lo paga él mismo.

—¿Él solo? —preguntó Pitt sin acabar de creérselo. No era posible que aquel hombre fuese tan rico.

Matthew sonrió.

—No entiendes nada de África, Thomas. No, él no pone todo el dinero, pero sí una gran parte. Hay más de un banco invirtiendo en esto, y alguno en Escocia, sobre todo el de Francis Standish. Y ahora tal vez empezarás a darte cuenta de qué clase de tesoros estoy hablando: diamantes, más que en cualquier otro lugar del mundo, mucho oro y un continente de tierra cuyos habitantes aún viven en la edad de piedra a juzgar por las armas que tienen.

Pitt lo miró fijamente sin saber muy bien qué pensar, tenía imágenes borrosas en la cabeza y no podía olvidar las palabras de sir Arthur sobre la explotación y el Círculo Interior.

—Cuando hombres como Livingstone empezaron a ir a África, todo era diferente —prosiguió Matthew con cara de decepción—. Ellos querían llevar la medicina y el cristianismo, y librar a esa gente de la ignorancia, la enfermedad y la esclavitud. Es posible que gracias a eso merezcan pasar a la posteridad, pero en ningún momento quisieron enriquecerse. El mismo Stanley prefería la gloria a cualquier recompensa material.

—Pero Cecil Rhodes quiere tierras, dinero, poder y más poder. Necesitamos hombres como él en esta etapa del desarrollo de África, ¿no eso?

La cara de Matthew se iba ensombreciendo por momentos.

—De momento, creo que sí. Padre y yo discutíamos mucho sobre este tema. Según él, el gobierno debía tener una mayor iniciativa en todo esto y enviar a sus propios hombres sin ocultarlo, y al diablo con lo que pudieran pensar el káiser y el rey Leopoldo. Claro que lord Salisbury se negó a hacerlo desde el principio. Él hubiese preferido olvidarse de África, pero la historia y las circunstancias no se lo permitían.

—Quieres decir que Cecil Rhodes actúa en nombre de Gran Bretaña, ¿no? —preguntó Pitt sin acabar de creer lo que Matthew le estaba diciendo.

—Más o menos —contestó Matthew—. Pero, además, hay mucho dinero de por medio, dinero que viene de Londres y Edimburgo. Y ésa es la información que se ha filtrado a la embajada alemana, por lo menos en parte.

Oyeron pasos al otro lado de la puerta, pero fuese quien fuese, no se detuvo.

—Ya veo.

—No, Thomas, aún no te das cuenta. Hay otros muchos factores actuando: alianzas, disputas, y muchas guerras, tanto nuevas como ya pasadas. Y no olvides los bóeres. Paul Kruger no es alguien que se pueda tomar a la ligera. Tenemos las consecuencias de la guerra con los zulúes. En Equatoria está Emin Pasha, en el Congo están los belgas y en casi todas partes está Cari Peters y la Compañía Alemana de África Oriental —dijo, y añadió tocando el montón de papeles que tenía al lado—: Léelos, Thomas. No puedo dejar que te los lleves, pero encontrarás lo que estás buscando.

—Gracias —contestó Pitt alargando el brazo para cogerlos, pero Matthew aún no quiso dárselos.

—Thomas…

—¿Sí?

—¿Y qué hay de lo de padre? Dijiste que investigarías lo del accidente —dijo avergonzado, como si hubiese algo de reproche en la pregunta, pero, por poco que le gustara, la necesidad le empujaba a ello—. Cuanto más tiempo lo dejes, más difícil será después averiguarlo. La gente se olvida de las cosas, o al cabo de un tiempo empieza a tener miedo cuando se dan cuenta de que hay gente capaz de… —dijo suspirando y buscando la mirada de Pitt. Tenía los ojos castaños muy brillantes, llenos de dolor y confusión.

—Ya he empezado —contestó Pitt con tranquilidad—. Hablé con Sturges en Brackley. Asegura que lo de los cachorros fue culpa de Danforth. Éste envió una carta diciendo que ya no los quería, que había cambiado de opinión. Por lo menos parece que la carta la escribió Danforth, pero tanto si lo hizo como si no, Sturges la leyó porque iba dirigida a él. Sir Arthur tenía razón.

—No está mal para empezar —dijo Matthew como agarrándose a ello, pero seguía con la misma expresión de ansiedad—. Pero ¿y el accidente? ¿Fue premeditado? Fue una advertencia, ¿verdad?

—No lo sé. Sturges asegura que nadie lo vio, aunque tanto el carretero como el herrero vieron al jinete galopando calle arriba como un loco, parece que con el caballo fuera de control. Pero todo el mundo sabe que hasta el más desbocado de los caballos nunca cargará contra otro siempre que pueda verlo, ni tampoco se acercará tanto como para que el jinete pueda atacar con su fusta. Creo que fue premeditado, pero no veo la manera de demostrarlo. Ese hombre era un forastero. Nadie sabe quién es.

Las facciones de Matthew se tensaron.

—Y supongo que lo mismo puede decirse del incidente del metro. Nunca podremos probarlo. Que sepamos, nadie conocido fue testigo de lo que pasó —dijo bajando la mirada—. Son muy listos. Lo preparan todo de manera que no puedas decir nada, y si lo haces, suena tan absurdo que uno mismo se descalifica, como si fuese un consumidor de opio o estuviera siempre borracho. —De repente alzó los ojos como presa del pánico—. Empiezo a sentirme impotente. Ya no es odio lo que siento. Es algo más parecido al miedo y a un cansancio terrible, como si todo fuera inútil. Si no se tratara de padre, ni siquiera lo intentaría.

Pitt comprendía aquel temor. Él mismo lo había sentido en el pasado, sólo que ahora la causa era real. También comprendía aquel agotamiento abrumador, una vez pasado el primer golpe. La rabia es un sentimiento que puede con todo y destruye la fuerza del cuerpo y el espíritu. Matthew estaba cansado y en poco tiempo estaría renovado, y entonces volvería a sentirse con rabia, ultrajado, con la necesidad imperiosa de proteger, de hacer justicia y de demostrar la mentira. Esperaba que Harriet Soames fuese lo bastante inteligente y generosa para cuidar bien de él, para esperar con paciencia a que Matthew superara el cansancio y la confusión y no pedirle nada a cambio de momento, más allá de la confianza y la seguridad de que él le daría todo lo que pudiese.

—No intentes nada solo —le aconsejó Pitt muy serio.

Matthew arqueó las cejas en un gesto de sorpresa y duda, al que luego siguió una sombra de ironía.

—No pensarás de mí que soy un incompetente, ¿verdad, Thomas? Llevo quince años en el Foreign Office. Sé muy bien cómo hacer las cosas con diplomacia.

Había sido una torpeza por su parte no haber pensado un poco antes de hablar, pero se había dejado llevar por el instinto de protección que siempre habían compartido.

—Perdóname —se disculpó Pitt—. Quería decir que podríamos unir nuestras fuerzas y no perder el tiempo levantando sospechas.

La cara de Matthew se relajó con una sonrisa.

—Lo siento, Thomas. Estoy muy susceptible. Esto es más duro de lo que pensaba —dijo, y por fin entregó los papeles a Pitt—. Échales un vistazo en la habitación contigua, y devuélvemelos cuando hayas terminado.

Pitt se levantó y los cogió.

—Gracias.

El despacho que le había indicado era de techo muy alto y tenía un largo ventanal que también daba al parque y por donde entraba la luz del sol con toda su intensidad. Se sentó en una de las tres sillas que había y empezó a leer. En lugar de tomar notas, prefirió memorizar lo más importante. Necesitó hasta el mediodía para estar seguro de saber con exactitud de qué manera podía rastrear la información que ya sabía en manos de la embajada alemana. Luego se levantó y devolvió los papeles a Matthew.

—¿Necesitas algo más? —preguntó Matthew mirándolo desde su escritorio.

—De momento no.

Matthew sonrió.

—¿Qué te parece si vamos a comer? Hay una taberna muy buena a la vuelta de la esquina, y a unos doscientos metros de aquí hay otra incluso mejor.

—Me quedo con la mejor —dijo Pitt haciendo un esfuerzo por parecer entusiasmado.

Matthew lo siguió hasta la puerta y desde allí recorrieron el pasillo y bajaron la amplia escalinata de la entrada principal para mezclarse luego con el bullicio de la calle.

Mientras caminaba se iban dando algún que otro empujón con los demás paseantes, hombres con frac y sombrero de copa y alguna que otra mujer vestida a la última moda, llevando una sombrilla y saludando con una sonrisa a los conocidos con los que se cruzaba. En la calzada el tránsito también era abundante. Coches, carruajes, simones, calesas y landós descubiertos que iban y venían con el trote enérgico de los caballos, con los golpes secos y elegantes de sus pezuñas en el suelo y el tintineo de los arreos.

—Me encanta esta ciudad cuando hace buen tiempo —dijo Matthew como si se estuviera excusando de algo—. Mira qué vitalidad, qué vértigo y qué agitación. —Y añadió mirando a Pitt de reojo—: Necesito la paz de Brackley, la sensación de permanencia que me da. Cierro los ojos y me siento como si estuviera allí, oliendo el aire frío del invierno, con la nieve sobre los campos y el crujido de la escarcha bajo los pies. Puedo oler perfectamente el aroma a heno que trae el aire en verano, la luz que deslumbra, el sol que escuece en la piel y el sabor de una buena sidra.

Una dama muy elegante con un vestido rosa y gris pasó junto a él y le brindó una sonrisa llena de interés, a pesar de que no se conocían de nada, pero Matthew apenas le prestó atención.

—Y la primavera, con su cálida luz y las lluvias repentinas —siguió diciendo Matthew—. En la ciudad o bien llueve o hace sol, pero nada más. No se ve el estallido de la naturaleza, el verde que cubre los campos, los surcos de la tierra; en la ciudad no sabes nunca cuándo cambia la estación, ni eres consciente de ese eterno ciclo que existe desde la creación del mundo y que siempre existirá.

Un coche pasó a toda velocidad demasiado pegado a la acera y Matthew tuvo que dar un salto hacia atrás para no recibir el golpe de los faros que sobresalían.

—¡Está loco! —exclamó por lo bajo.

Estaban a unos pocos metros del cruce.

—Mi estación favorita ha sido siempre el otoño —dijo Pitt con una sonrisa evocadora—. Los días que se van haciendo más cortos, la luz dorada del atardecer derramándose sobre los campos de rastrojos, los montones de tresnales, las noches de cielos claros y las nubes alejándose hacia el oeste, las bayas rojas creciendo entre los setos, las rosas silvestres, el olor de la madera quemada y de las hojas húmedas, los tonos rojizos de los árboles. —Llegaron al cruce y ambos se detuvieron—. Siempre me ha gustado la primavera, la vida que renace, las flores… pero hay algo muy especial en otoño, cuando todo adquiere un color dorado y hay una sensación de plenitud…

Matthew lo miró con un intenso y repentino afecto. Era como si tuvieran veinte años menos y estuvieran en Brackley, mirando los campos o los bosques, en lugar de Parliament Street, esperando a que el tránsito les dejara cruzar la calle.

Por fin vieron que tenían vía libre y los dos empezaron a cruzar. De repente, como salido de la nada y doblando la esquina, apareció un coche tirado por cuatro caballos corriendo a toda velocidad junto al bordillo, con los animales desbocados, asustados y relinchando. Antes de dar un salto y tirarse al suelo, Pitt empujó con todas sus fuerzas a Matthew, a pesar de lo cual, una de las ruedas delanteras le dio un fuerte golpe y cayó con la cabeza a pocos centímetros de la alcantarilla y el bordillo. Pitt salió corriendo para ver mejor el coche, pero lo único que pudo ver fue la parte trasera del mismo mientras se desvanecía en la esquina de St. Margaret Street en dirección a Old Palace Yard.

Matthew estaba tendido en el suelo y no se movía.

Pitt acudió a su lado. Le dolía la pierna y tenía contusionado todo el costado izquierdo, pero apenas se dio cuenta de ello.

—¡Matthew! —exclamó oyendo su propia voz asustada y sintiendo un nudo en el estómago—. ¡Matthew! —No había sangre. Matthew tenía el cuello recto, sin torceduras sospechosas, pero seguía con los ojos cerrados y la cara blanca.

En la acera había una mujer sollozando y tapándose la boca con ambas manos, como queriendo amortiguar el sonido.

Otra mujer, mayor, se acercó y se arrodilló junto a Matthew.

—¿Puedo ayudarle? Mi marido es médico y le he ayudado en muchas ocasiones —dijo con tranquilidad mirando a Matthew y no a Pitt. Y sin esperar a que este último accediera, la mujer se quitó los guantes, tocó la mejilla de Matthew y luego le puso un dedo en el cuello.

Pitt esperó angustiado.

Al cabo de un momento, ella alzó la vista y lo miró con expresión serena.

—El pulso es firme —dijo sonriendo—. Cuando despierte, tendrá un buen dolor de cabeza y alguna que otra magulladura un poco molesta, pero está bien, se lo aseguro.

Pitt sintió un gran alivio. Era como si la sangre volviese a correr por sus venas y el corazón y la cabeza hubiesen vuelto a la vida.

—Creo que necesita usted una buena copa de coñac —le aconsejó la mujer amablemente—. Le recomiendo un baño caliente y un poco de árnica para las contusiones. Se sentirá mejor, créame.

—Muchas gracias —dijo Pitt como si les hubiese salvado la vida.

—Supongo que no sabrá usted quién era el cochero —continuó ella, aún de rodillas junto a Matthew—. Deberían denunciarlo a la policía; eso es algo digno de un criminal. Ya puede darle usted gracias a Dios de que su amigo no se haya golpeado contra el bordillo; se habría roto la cabeza y seguramente habría muerto.

—Lo sé —contestó Pitt tragando saliva y dándose cuenta de lo que había de verdad en esas palabras. Ahora que sabía que Matthew estaba vivo, lo veía con más claridad y empezó a comprender qué significaba todo aquello.

La mujer lo miró con curiosidad, arrugando el ceño e intuyendo que había algo más detrás del accidente que acababa de presenciar.

Otras personas se fueron concentrando alrededor, entre ellas un hombre corpulento con unas enormes patillas, que se abrió paso a codazos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Necesitan un médico? ¿Quieren que llame a la policía? ¿Ha llamado alguien a la policía?

—Yo soy la policía —contestó Pitt mirándolo desde el suelo—. Y sí, necesitamos a un médico. Estaría muy agradecido si alguien llamara a uno.

El hombre lo miró con cara de incredulidad.

—¿De verdad es policía?

Pitt metió la mano en el bolsillo para buscar su tarjeta y comprobó con desagrado que le temblaban las manos. Sacó la tarjeta con dificultad y se la entregó al hombre sin molestarse siquiera en esperar su reacción.

Matthew empezó a moverse, emitió un gemido de dolor y abrió los ojos.

—¡Matthew! —exclamó Pitt muy tenso, inclinándose hacia él y mirándolo fijamente.

—¡Estúpido loco! —dijo Matthew enfurecido, y volvió a cerrar los ojos de dolor.

—No debería moverse, joven —le advirtió enérgicamente la mujer mayor—. Pronto vendrá el médico. Espere a escuchar lo que dice antes de intentar levantarse.

—¿Thomas?

—Sí… estoy aquí.

Matthew volvió a abrir los ojos e intentó aclarar la imagen borrosa que tenía del rostro de Pitt. Luego pareció que quería decir algo, pero por algún motivo decidió no hacerlo.

—Sí, Matthew, es exactamente lo que estás pensando —dijo Pitt con calma.

Matthew suspiró profundamente con un escalofrío.

—No debería haberme molestado cuando me dijiste que me andará con cuidado. Me he portado como un niño; está claro que me equivocaba.

Pitt prefirió no contestar.

La mujer mayor miró al hombre de las patillas.

—¿Sabe usted si alguien ha ido a buscar a un médico? —le preguntó en el mismo tono que hubiese empleado una buena institutriz con un criado indiferente.

—No se preocupe, señora —replicó él, muy serio, y se alejó, seguramente, para encargarse él mismo de esa tarea, pensó Pitt.

—Creo que con un poco de ayuda podré ponerme en pie. Aquí estoy obstruyendo el paso y soy el espectáculo de toda la calle —dijo Matthew haciendo un esfuerzo por incorporarse y sin que Pitt pudiera hacer nada por impedirlo, se limitó a darle el brazo y a sujetarlo mientras Matthew se balanceaba y perdía el equilibrio. Pasaron algunos segundos hasta que Matthew pudo recomponerse y mantenerse erguido con un esfuerzo de concentración, aunque Pitt seguía sujetándolo.

—Tal vez será mejor que pidamos un coche y te lleve a casa, y que desde allí llamemos a tu médico lo antes posible —sugirió Pitt con decisión.

—Bah, no creo que haga falta —replicó Matthew, balanceándose aún un poco.

—Sería una imprudencia de su parte que no hiciera caso de ese consejo —dijo la mujer mayor en tono de reproche. Ahora que Pitt y Matthew estaban de pie, la diferencia de altura con respecto a ella era más que considerable, por lo que se veía obligada a mirar hacia arriba para dirigirse a ellos; sin embargo, hablaba con tal seguridad que esa diferencia de estatura quedaba perfectamente compensada. Pitt tuvo incluso la sensación de estar hablando con la maestra del colegio.

Matthew debió de sentir lo mismo, porque prefirió no discutir con ella. Pitt detuvo un coche de alquiler, pidió al cochero que se acercara y se despidió de la dama en cuestión dándole las gracias muy efusivamente, luego subieron al vehículo y se marcharon de allí.

Pitt acompañó a Matthew a sus habitaciones, se aseguró de que iban a buscar al médico y se sentó en la pequeña sala de estar para meditar sobre los papeles que había leído en el Foreign Office, mientras esperaba a que llegara el médico y diera su opinión sobre el estado de salud de Matthew. Éste estaba más tranquilo ahora que descansaba en su propia cama.

—Podría haber sido muy grave —dijo el médico unos cincuenta minutos más tarde—. Pero afortunadamente, creo que sólo ha sufrido un golpe sin importancia y alguna que otra molesta magulladura. ¿Ha informado a la policía sobre lo sucedido?

El médico se encontraba en el dormitorio de Matthew mientras éste seguía en la cama muy pálido y aún impresionado. Pitt esperaba junto a la puerta.

—El señor Pitt es policía —le contó Matthew—. Estaba conmigo cuando ha pasado el accidente. Él también ha caído al suelo.

—¿Ah, sí? No me lo había dicho —dijo el médico mirándolo con cara de sorpresa—. ¿Necesita usted de mis servicios, señor Pitt?

—No, gracias. Sólo tengo unos cardenales —contestó Pitt—. Pero muchas gracias, es usted muy amable.

—En ese caso, supongo que ya informará usted a sus superiores. Conducir de esa manera, herir a dos hombres y luego escapar sólo puede considerarse un comportamiento criminal —dijo el médico muy serio.

—No sabemos quién lo hizo, ni nosotros ni la gente que se encontraba en la calle. No creo que podamos hacer nada —dijo Pitt.

Matthew esbozó una pálida sonrisa.

—Además, el superintendente Pitt no tiene superiores, sólo el subcomisionado. ¿Verdad, Thomas?

El médico se sorprendió y empezó a negar con la cabeza.

—Es una pena. A esa gente hay que encerrarla. Cómo me gustaría ver a ese tipo entre rejas, claro que hay tantas cosas que me gustaría ver y que nunca veré. En fin —dijo, volviéndose hacia Matthew—, descanse un par de días y llámeme si el dolor de cabeza empeora, si se marea o si no puede ver bien.

—Gracias.

—Buenos días, sir Matthew.

Pitt le acompañó hasta la salida y luego regresó al dormitorio de Matthew.

—Gracias, Thomas —dijo Matthew con preocupación—. Si no me hubieses empujado, esos caballos me habrían hecho pedazos. ¿Ha sido el Círculo Interior, verdad? Me están amenazando.

—Tal vez se trate de una amenaza para los dos —contestó Pitt—. O quizá sea alguien que ha invertido mucho dinero en África, aunque me parece muy poco probable. ¿Y si fuera sólo un accidente, sin culpable alguno detrás?

—¿Tú lo crees?

—No.

—Yo tampoco —afirmó Matthew esbozando una sonrisa, con sus ojos castaños mirándolo desde una cara totalmente pálida, sin ganas de disimular el miedo que sentía.

—Déjalo estar un par de días —le aconsejó Pitt con tranquilidad—. No creo que consigamos nada dejándonos herir o matar. Quédate en casa. Tenemos que pensar muy bien cuál será nuestro próximo movimiento. Hay que tener cuidado. En esta batalla no podemos permitirnos el lujo de atacar sin hacer daño.

—No puedo hacer mucho… de momento —dijo Matthew con una mueca de dolor—, pero te aseguro que no voy a pensar en otra cosa.

Pitt sonrió y se despidió de él. Ahora no podía hacerse nada más y Matthew necesitaba dormir un poco. Se marchó con la cabeza dándole vueltas y llena de temores y oscuros presentimientos.

Eran casi las cuatro cuando llegó a Downing Street y subió las escaleras del Ministerio de Colonias. Una vez allí, preguntó por Linus Chancellor y le dijeron que si podía esperar un poco, no tardaría en recibirle.

Tal como le habían anunciado, al cabo de media hora de espera pudo entrar en el despacho de Chancellor. Lo encontró sentado frente a su escritorio, con la mirada clavada en él y la frente arrugada como muestra visible de interés y ansiedad.

—Buenas tardes, Pitt —dijo sin levantarse, y con un movimiento de la mano le indicó dónde sentarse—. Supongo que habrá venido a informar de lo que ha averiguado, ¿verdad? Aunque tal vez es aún demasiado pronto para tener algún sospechoso, ¿no? Sí, por la cara que pone, deduzco que así es. ¿Qué ha descubierto? —preguntó aguzando la mirada—. Parece usted un poco incómodo. Quizá algo rígido. ¿Le duele algo?

Pitt sonrió con tristeza. Lo cierto es que le dolía todo el cuerpo, y mucho. De tan pendiente que había estado de Matthew, prácticamente ni se había acordado de sus propias lesiones, y ahora dolían demasiado como para no hacerles caso.

—Hace unas horas, casi me atropella un coche, pero no creo que tenga nada que ver con esto.

Chancellor puso cara de preocupación y cierto estupor.

—¡Por Dios bendito! No me estará usted diciendo que alguien ha intentado matarlo, ¿verdad? —preguntó, y luego tensó los músculos de la cara y le dirigió una mirada fría y casi amenazadora—. Claro que no sé por qué me sorprendo. Si hay alguien capaz de traicionar a su propio país, ¿por qué va a dudar en matar a quien intenta desenmascararlo? Creo que debo poner un poco al día mi escala de valores.

Se reclinó en el sillón visiblemente conmovido.

—Tal vez la violencia ofende de tal modo nuestra sensibilidad que siempre acabamos considerándola mucho peor que un acto encubierto de traición, cuando en realidad éste es infinitamente más grave. El asesinato se oculta tras una cara que sonríe, y cuando menos se espera, llega la puñalada por la espalda —dijo cerrando el puño como preparado para asestar él mismo el golpe—, y de repente uno se da cuenta de que ha puesto toda su confianza en quien no debía y se ve despojado de lo más importante que hay en la vida: la fe en Dios, el valor de la amistad y el honor. Siendo así, ¿por qué iba ese hombre a dudar en dar un simple empujón a alguien entre la multitud? A nadie le extraña que una persona acabe bajo las ruedas de un coche en plena calle —dijo con una cara de preocupación que no disimulaba la rabia que sentía por dentro—. ¿Le ha visto un médico? ¿Ya le conviene andar por ahí en lugar de guardar cama? ¿Seguro que no está malherido?

Pitt sonrió no sin cierto esfuerzo.

—Sí, ya me ha visto el médico, gracias —contestó sin decir exactamente la verdad—. Un amigo que me acompañaba sí resultó mucho más herido, pero en unos pocos días estaremos los dos perfectamente. Esta mañana he hablado con sir Matthew Desmond y me ha dado algunos detalles sobre el tipo de información que ha pasado a manos de los alemanes. He tenido ocasión de leer esa información en el Ministerio de Exteriores, y aunque no he podido llevarme los papeles, ya estoy al corriente de su contenido, por lo que le quedaría muy agradecido si pudiera proporcionarme alguna pista; quizá podríamos empezar por excluir de toda sospecha a quienes no tuvieran acceso a esa información.

—Por supuesto. Dígame usted qué sabe —dijo Chancellor reclinándose en el sillón y cruzando los brazos en señal de espera.

Pitt puso sus cinco sentidos en recordar toda la información que había leído en los papeles de Matthew, y, uno a uno, fue exponiendo cada punto por orden de importancia.

En cuanto hubo terminado, Chancellor se lo quedó mirando con desconcierto y más inquietud que antes.

—¿Y bien? —preguntó Pitt.

—Hay una parte de esa información que yo mismo ignoraba —repuso Chancellor con calma—. No pasa por el Ministerio de Colonias —añadió abriendo después un largo silencio y mirando fijamente a Pitt para averiguar si entendía bien el sentido de lo que acababa de decir.

—En ese caso, tanto si es intencionada como si no, está claro que nuestro traidor tiene ayuda —sentenció Pitt, y entonces se le ocurrió otra idea—. Aunque tal vez ése es precisamente su punto débil…

Chancellor enseguida se dio cuenta de lo que quería decir. Tensó el cuerpo con un brillo de esperanza en los ojos.

—¡Naturalmente! Puede usted empezar por ahí en busca de pruebas, comunicados o quizá incluso sobornos o chantajes. Cualquier cosa es posible.

—¿Y por dónde empiezo?

—¿Cómo dice? —dijo Chancellor desconcertado.

—¿De qué otro lugar puede haber salido esa información? —se explicó Pitt—. ¿Qué es exactamente lo que no pasa por este despacho?

—Ah, ya veo. Asuntos económicos. Se ha referido usted a los diferentes préstamos y avales dados a MacKinnon y a Rhodes, entre muchos otros, con el apoyo del centro financiero de Londres y de algunos banqueros escoceses. Cualquiera con un poco de paciencia y unas nociones básicas en economía puede averiguar por sí mismo el marco general de estos préstamos; ahora bien, los plazos, las condiciones y las cantidades exactas únicamente pueden salir del Tesoro —dijo tensando los labios—. Esto pinta muy mal, Pitt. Ahora resultará que también hay un traidor en el Tesoro. Le estaremos muy agradecidos si consigue desenmascararlos, pero le ruego la máxima discreción —le rogó buscando los ojos de Pitt—. ¿Es necesario que le advierta del grave perjuicio que supondría para el gobierno, no sólo para los intereses británicos en África, si llegara a saberse públicamente que esto es un hervidero de espías?

—No —se limitó a decir Pitt mientras se ponía en pie—. Haré todo lo posible por llevar el asunto con discreción, y hasta en secreto si hace falta.

—Bien, bien —repuso Chancellor buscando una posición más cómoda y comprobando que los rasgos elegantes y cambiables de la cara de Pitt se relajaban por fin un poco—. Téngame informado de todo. Siempre puedo hacerle un hueco durante el día para vernos, y también por la noche, si es necesario. Supongo que, al igual que yo, tampoco usted tiene un horario fijo.

—No, señor. Me aseguraré de que esté al corriente de todo. Buenos días, señor Chancellor.

Pitt se dirigió inmediatamente al Tesoro, pero ya eran casi las cinco, y Ransley Soames, la persona con quien debía entrevistarse, ya se había marchado y no volvería hasta el día siguiente. Pitt se sentía cansado y le dolía todo el cuerpo. Ni siquiera se sintió culpable frustrando su celo investigador cuando detuvo un coche en Whitehall para volver a casa.

Dudaba si contarle a Charlotte los detalles del incidente con el coche. La verdad es que iba a resultar del todo inútil evitar el tema. Bastaba mirarlo para darse cuenta enseguida de que estaba herido, aunque tal vez lo mejor era no darle demasiada importancia y no mencionar que Matthew aún estaba peor que él, de otro modo sólo conseguiría preocuparla inútilmente.

—¿Qué ha pasado? —insistió ella en cuanto Pitt terminó de darle una explicación lo más vaga posible.

Se encontraban en la sala de estar tomando un té bien caliente. Los niños, ya cenados, habían subido al piso de arriba. Jemima estaba haciendo los deberes. Faltaban cuatro años para que llegaran los exámenes que debían decidir su futuro educativo. Daniel, dos años menor que ella, aún estaba exento de las exigencias del estudio diario. Con cinco años y medio ya sabía leer razonablemente bien, estaba aprendiendo de memoria las tablas de multiplicar y le obligaban a aplicarse en ortografía mucho más de lo que a él le hubiese gustado. Pero a última hora de la tarde se le permitía que jugase. Jemima ponía todo su empeño en aprenderse la lista completa de todos los reyes de Inglaterra desde 1066, con Eduardo «el Confesor», hasta 1890, con la actual reina, lo cual no era poco. Pero cuando tuviese que examinarse, no sólo tendría que saber sus nombres y el orden de sucesión, sino las fechas de cada uno y los acontecimientos más destacados de sus respectivos reinados.

—¿Qué ha pasado? —repitió Charlotte, mirándolo detenidamente.

—Un coche con los caballos desbocados y casi al galope me ha rozado en una esquina. Me he caído al suelo, pero sólo tengo unos cardenales —dijo con una sonrisa—. No es nada, de verdad. Estaba a punto de no decírtelo, pero no quiero que pienses que me estoy convirtiendo en un tullido por cosas de la edad.

Charlotte ni siquiera le ofreció una sonrisa por respuesta.

—Thomas, no tienes buen aspecto. Debería verte un médico, aunque sólo sea para…

—No es necesario.

—¡Claro que sí! —exclamó ella haciendo ademán de levantarse.

—¡No, no lo es! —replicó él, oyendo el tono de su propia voz, pero sin poder impedirlo. Sonaba cortante y asustado.

Charlotte calló y se lo quedó mirando con una arruga entre las cejas.

—Perdóname. Ya me ha visto un médico —se disculpó él, y a continuación empezó a contarle lo sucedido con la misma vaguedad que ya había empleado con Chancellor—. No es nada. Sólo unas cuantas contusiones, un poco de susto y bastante enfado.

—Sí, sí lo es. Y si no, dime por qué has ido a ver a un médico —preguntó ella clavándole la mirada.

La verdad es que no iba a ser fácil contarle la verdad, y además estaba muy cansado. Lo hacía sólo por protegerla, pero decidió por fin contárselo todo.

—Matthew estaba conmigo. Él ha salido mucho peor parado. Por eso ha venido el médico, pero pronto se pondrá bien —se apresuró a añadir—. Lo que pasa es que ha quedado inconsciente unos instantes.

Charlotte aguzó aún más la mirada de preocupación.

—¿De verdad ha sido un accidente, Thomas? Tú no crees que el Círculo Interior ha ido a por Matthew, ¿verdad?

—No lo sé. Lo dudo. A mí también me gustaría pensar que Matthew supone un peligro para ellos, pero no lo creo.

Ella lo miró sin acabar de creérselo, pero no insistió más. Se apresuró a prepararle un baño caliente y a buscarle un poco de árnica.

—Buenos días, superintendente —saludó Ransley Soames en un tono que delataba su desinterés por la visita. Era un hombre bien parecido, de rasgos comunes y un cabello claro, espeso y ondulado peinado hacia atrás. Tenía la nariz muy recta y una boca que revelaba cierta debilidad de carácter. Seguramente, era gracias a la fuerza de voluntad con lo que corregía su inclinación al abandono. Pese a todo, imponía bastante respeto y miró a Pitt con cierta condescendencia—. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?

—Buenos días, señor Soames —contestó Pitt cerrando la puerta a su espalda y aceptando el sillón que se le ofrecía. Soames estaba sentado tras una mesa muy alta y finamente tallada, en uno de cuyos extremos podía verse una caja roja aún por abrir y con las cintas entrelazadas—. Siento tener que molestarle, señor, pero el Foreign Office me ha encargado que investigue sobre el gravísimo desvío de cierta información. Es necesario que sepamos la fuente de esa información, así como el personal que ha tenido acceso reservado a ella, con el fin de subsanar cuanto antes el error.

Soames se lo quedó mirando con el ceño fruncido.

—Usa usted un lenguaje muy diplomático, superintendente, por no decir bastante oscuro. ¿De qué información está usted hablando y adónde ha ido a parar de forma tan indebida?

—Es información financiera sobre África y de momento preferiría no decir en manos de quién ha caído. El señor Linus Chancellor me ha pedido que sea lo más discreto posible. Espero que lo comprenda.

—Claro, claro —dijo Soames, aunque por su expresión estaba claro que no le gustaba sentirse excluido—. En cualquier caso, espero, superintendente, que a usted tampoco le molestará si solicito la confirmación de lo que está usted diciendo. Sólo es una formalidad.

—Naturalmente —dijo Pitt sonriendo y le mostró la autorización que Matthew le había dado con la firma del ministro de Exteriores.

Soames le echó un vistazo, reconoció enseguida la firma de lord Salisbury y se enderezó en el asiento. Pitt advirtió cierta tensión en él. Tal vez ahora empezaba a darse cuenta de la gravedad del caso.

—Sí, superintendente. ¿Qué es con exactitud lo que desea saber de mí? Como puede ver, por esta mesa pasa una gran cantidad de información de carácter económico y la referida a asuntos africanos no es precisamente poca.

—Entre otras cosas, me interesa sobre todo la financiación de la campaña de Cecil Rhodes en Matabeleland, que está en pleno desarrollo.

—Ah, ¿sí? Pero ¿no sabe ya, superintendente, que la mayor parte de esa expedición se la ha financiado el mismo Rhodes con su Compañía de Sudáfrica?

—Sí, lo sé. Pero no siempre ha sido así. Me ayudaría mucho si usted me contara los antecedentes de la financiación de esa campaña.

—¡Por el amor de Dios! ¿Hasta dónde quiere usted remontarse? —exclamó Soames con los ojos como platos.

Había una ventana abierta, y entre el rumor del tránsito se oyó de repente el sonido de un organillo, que enseguida desapareció.

—Digamos unos diez años atrás —contestó Pitt.

—¿Y qué quiere saber? No sé si me acordaré de todo, pero voy a estar aquí todo el día —dijo Soames visiblemente sorprendido e irritado, como juzgando la petición nada razonable.

—Sólo quiero saber por manos de quién pasaba la información.

Soames suspiró.

—Aún así, está pidiendo lo imposible. Rhodes quiso asegurarse primero Bechuanaland desde El Cabo. En agosto del ochenta y tres hizo una petición formal al Parlamento de El Cabo sobre este tema —empezó Soames apoyando la espalda en el sillón y cruzando las manos a la altura del pecho—. Era la puerta de acceso a las extensas llanuras fértiles del norte, en Matabeleland y Mashonaland. Pero no parece que al primer ministro Scanlen le interesara demasiado el asunto. El gobierno de El Cabo estaba muy endeudado con un plan de ferrocarriles que ascendía a unos catorce millones de libras, y además acababa de sufrir una guerra con Basutoland, lo que supuso un gasto adicional realmente abrumador. Fue entonces cuando Rhodes empezó a buscar financiación en Londres, y muy a su pesar. Claro que todo eso coincidió con el gobierno liberal de Gladstone. El ministro de Exteriores era entonces lord Derby, pero al igual que Scanlen, su interés por el asunto era nulo. —Soames clavó la mirada en Pitt, y añadió—: Estará usted al corriente de todo esto, ¿verdad, superintendente?

—Pues no. ¿Es importante que lo esté?

—Sí, si quiere comprender la historia de la financiación de esa campaña —dijo Soames, esbozó una sonrisa y continuó—. Después de las graves pérdidas que sufrimos en Majuba, lord Derby no quiso saber nada del tema. Sin embargo, al año siguiente las cosas cambiaron radicalmente, sobre todo por miedo a que el Transvaal empezara a empujar hacia el norte anulando nuestros esfuerzos, tan necesarios, por la seguridad del Imperio, con las rutas marítimas de El Cabo y todo lo demás. No podíamos permitirnos el lujo de dejar que los puertos de El Cabo cayeran en manos de los afrikáners. ¿Me sigue?

—Sí.

—Kruger y otros delegados de la provincia del Transvaal acudieron a Londres al año siguiente, el ochenta y cuatro, para renegociar el Tratado de Pretoria. No quisiera aburrirle con los detalles, pero una parte de este acuerdo incluía la renuncia de Kruger a Bechuanaland. Y ahora, los filibusteros bóeres avanzaban hacia el norte —dijo, mirando fijamente a Pitt para comprobar que lo entendía todo—. Kruger traicionó a Rhodes y anexionó Goshen a la provincia de Transvaal, por lo que Alemania entró en escena. El asunto se fue complicando por momentos. ¿Comprende ahora que la información es abundante y que es muy difícil saber quién estaba al corriente de qué?

—Me doy cuenta —concedió Pitt—, pero estoy seguro de que habrá más de un canal oficial a través del cual pasa toda la información concerniente a Zambezia y Equatoria.

—Naturalmente. Pero ¿y qué hay de El Cabo, Bechuanaland, el Congo y Zanzíbar?

Los ruidos que llegaban por la ventana abierta parecían muy lejanos, como si vinieran de otro mundo.

—De momento podemos prescindir de todo eso —sentenció Pitt.

—Muy bien. Eso facilita las cosas —dijo Soames con la misma cara de preocupación y enfado. Seguía con las cejas arrugadas y el cuerpo en tensión—. Solamente Thompson, Chetwynd, MacGregor, Cranbourne, Alderley y yo mismo estamos al corriente de esas zonas que ha mencionado. Me cuesta creer que alguno de ellos haya podido cometer algún descuido o que haya pasado información a alguien no autorizado, pero supongo que es posible.

—Gracias.

—¿Y ahora qué va a hacer? —quiso saber Soames con el ceño fruncido.

—Investigar el asunto —contestó Pitt con una sonrisa evasiva. Lo primero era encargar a Tellman que comprobara si existía alguna relación entre alguno de estos caballeros y Amanda Pennecuick, entre otras cosas.

Soames seguía mirando fijamente a Pitt.

—Superintendente, deduzco que el uso indebido de esa información obedece a algún motivo de beneficio personal, de especulación o algo parecido, ¿no? Confío en que no comprometerá gravemente nuestra posición en África. Me doy cuenta de la importancia que tiene todo esto —dijo, y añadió inclinándose hacia adelante—: Es absolutamente necesario para nosotros conseguir Zambezia y la ruta desde El Cabo hasta El Cairo. Si ambas caen en manos de las potencias equivocadas, sólo Dios sabe el daño que podrían causarnos. Todo el trabajo y la profunda influencia de personas como Livingstone y Moffat desaparecerán desbordados por la violencia y el fanatismo religioso. África sufrirá un baño de sangre y la civilización cristiana podría desaparecer del continente —sentenció con cara de tristeza y desolación. Estaba claro que creía profundamente y sin ningún género de dudas en lo que decía.

De repente, Pitt sintió cierta simpatía por aquel hombre. Nada tenía que ver con el oportunismo y la explotación que tanto temía sir Arthur. Por lo menos, Ransley Soames quedaba al margen del Círculo Interior y de todas sus maquinaciones. Sólo por eso ya podía caerle bien, y sintió un gran alivio. Al fin y al cabo, aquel hombre iba a ser el suegro de Matthew.

—Lo siento. Ojalá lo que usted ha dicho fuese cierto —contestó Pitt con gravedad—, pero esa información se ha filtrado a la embajada alemana.

Soames palideció y miró horrorizado a Pitt.

—¿Esa información…? ¿Toda…? ¿Está seguro de lo que dice?

—Tal vez aún estamos a tiempo de evitar un daño irreparable —contestó Pitt procurando calmarlo.

—Pero… ¿quién iba a ser capaz de algo… así? —preguntó Soames al borde de la desesperación—. ¿Cree que los alemanes presionarán desde Zanzíbar con su ejército? Tienen tropas, armas y hasta lanchas cañoneras, ¿lo sabía? ¡Allí ya conocen lo que es una revuelta, la represión y el derramamiento de sangre!

—Tal vez eso impedirá de momento que avancen hacia el interior —dijo Pitt en tono esperanzador—. Entretanto, quiero darle las gracias por esta información. —Pitt se levantó y justo cuando se dirigía hacia la puerta se le ocurrió una idea que no quiso desaprovechar. Al fin y al cabo, Harriet Soames era una joven que se movía entre la sociedad—. Discúlpeme, ¿por casualidad no le será familiar el nombre de Amanda Pennecuick?

—Sí —contestó Soames perplejo—. No sé por qué me lo pregunta, pero le aseguro que nada tiene que ver con todo esto. Es una amiga de mi hija. ¿Por qué lo pregunta, superintendente?

—¿Sabe si conoce a alguno de los caballeros que ha enumerado antes?

—Sí, creo que sí. Alderley la ha conocido en mi casa en una reunión de sociedad, de eso estoy seguro. Creo que siente cierta atracción por ella, pero es lógico. Es una joven extraordinariamente encantadora. ¿Qué tendría eso que ver con la información económica sobre África, superintendente?

—Tal vez nada. —Pitt sonrió y abrió la puerta—. Muchas gracias, señor. Buenos días.

El día siguiente era domingo y Nobby Gunne no recordaba un día tan feliz como aquél. Peter Kreisler la había invitado a un paseo por el río, por lo que había alquilado una barca para aquella misma tarde. Luego iban a volver en coche después de cenar y disfrutando del largo atardecer primaveral.

Y allí estaba, sentada en la pequeña embarcación que flotaba entre los reflejos del agua, con el sol dándole en la cara, una brisa agradable y el sonido de risas y voces animadas oyéndose por todo el río; mujeres con vestidos de muselina, hombres en mangas de camisa y niños llenos de entusiasmo apoyados sobre la borda de sus barcas de paseo, o asomándose a los puentes o jugando desde cualquiera de las dos orillas.

—Parece que todo Londres ha venido aquí de excursión —dijo ella muy contenta mientras el barquero viraba con destreza entre una barcaza amarrada y un barco de pesca. Había empezado el paseo junto al puente de Westminster, a la sombra del Parlamento, y ahora seguían corriente abajo, más allá de Blackfriars, casi en el puente de Southwark y con el puente de Londres ante sus ojos.

—Qué día de mayo tan bonito, ¿verdad? Supongo que la gente buena y virtuosa seguirá en la iglesia —dijo Kreisler sonriendo. Habían oído el tañido de unas campanas como deslizándose por el agua y una o dos agujas de Wren a lo lejos.

—Yo puedo ser igual de buena y virtuosa aquí, —contestó ella con una sinceridad más que dudosa—. Y seguro que estaré mucho más contenta.

Esta vez Kreisler no pudo aguantarse la risa.

—Si va a intentar convencerme de que es una mujer de lo más convencional, me parece que llega demasiado tarde. Las mujeres convencionales no remontan el Congo a remo en canoa.

—¡Claro que no! —replicó ella muy contenta—. Ellas se sientan en una barca para pasear por el Támesis y se dejan llevar a Richmond o a Kew, o incluso a Greenwich por algún amable caballero que se preste a ello…

—A lo mejor hubiese preferido ir a Kew. Creo que su jardín botánico es una de las maravillas del mundo.

—¡Ni mucho menos! Soy muy feliz de ir a Greenwich. Además, en un día como éste, me temo que todo hijo de vecino no hará otra cosa que ir a Kew con su correspondiente tía.

Kreisler buscó un poco más de comodidad en su asiento y se relajó a la luz del sol contemplando la enorme cantidad de embarcaciones abriéndose paso sobre el agua, así como los coches de caballos corriendo a lo largo de las orillas, y los puestos ambulantes en los que se vendían refrescos de menta, tartas, bocadillos, berberechos, globos, aros, flautas, silbatos y toda clase de juguetes. Una niña con un vestido de volantes perseguía a un niño con un traje a rayas. Un perro de color blanco y negro ladraba y hacía cabriolas lleno de entusiasmo. También se oía un organillo tocando una melodía muy familiar. Un barco de recreo pasó junto a ellos con la cubierta llena de gente y dirigiendo saludos hacia la orilla. Había allí un hombre con un pañuelo rojo atado en la cabeza, como una mancha de color entre un mar de caras.

Nobby y Kreisler se miraron. No era necesario decirse nada. Los dos estaban disfrutando por igual con el mismo sentimiento de ironía con respecto a los demás reflejándose en la cara.

Habían pasado ya bajo el puente de Southward. A la izquierda quedaba el antiguo embarcadero de Swan, con el puente de Londres justo enfrente, y más allá el muelle de las aduanas.

—¿Cree usted que el río Congo se convertirá con el tiempo en una de las vías de comunicación más importantes del mundo? —preguntó ella pensativamente—. Por mucho que quiera, sólo puedo imaginármelo como una enorme corriente de color marrón bordeada por una jungla tan inmensa que son varias las naciones que la recorren, y sólo veo unas cuantas canoas yendo de poblado en poblado —dijo introduciendo la mano suavemente en el agua mientras la brisa le acariciaba la cara—. Qué pequeño es el hombre, qué inútil nuestra lucha contra la fuerza primordial de África. Desde aquí nos parece que lo hemos conquistado todo y que todo lo sometemos a nuestra voluntad.

—Jamás conquistaremos el Congo —dijo él sin vacilar—. El clima nos lo impedirá. Ésa es una de las pocas cosas que no sabemos dominar ni someter. Pero no dude que acabarán construyéndose ciudades, llegarán los barcos y se exportará la madera, el cobre y cualquier cosa que podamos vender. Ya existe un ferrocarril. Con el tiempo, estoy seguro de que construirán otro que vaya de Zambezia hasta El Cabo, para transportar oro, marfil y lo que sea, con la mayor rapidez posible.

—Y a usted eso no le gusta —dijo ella con tristeza, borrando de su rostro cualquier rastro de sonrisa.

Kreisler la miró fijamente.

—Detesto la codicia y la explotación. Detesto la ambigüedad con la que engañamos a los africanos. Han engañado y timado a Lobengula, el rey de los ndebele de Mashonaland. Claro que es un analfabeto, pero no es tonto. Creo que intuye muy bien la tragedia que se le avecina.

La marea bajaba y con ella la barca en la que navegaban cuando pasaron bajo el puente de Londres. Una niña con un sombrero de ala ancha se los quedó mirando mientras sonreía. Nobby le saludó con la mano y la niña le respondió con el mismo gesto.

El muelle de las aduanas quedaba ahora a su izquierda, y más allá se veía Tower Hill y la gran torre de Londres con sus almenas y las banderas ondeando al viento. Allí mismo y junto a la orilla se podía ver la grada de la Puerta de los Traidores, donde en otros tiempos llegaban por barca los condenados a muerte para su ejecución.

—Me gustaría saber cómo era —dijo Kreisler casi en voz baja, como hablando consigo mismo.

—¿Quién? —quiso saber Nobby, sin saber por primera vez a qué se refería.

—Guillermo de Normandía —contestó él—. El último conquistador que supo someter este país y su gente, levantar fortalezas en todas las colinas y mantener el orden y sacar provecho de la tierra con sus soldados. Suya era la Torre —dijo al pasar ante ella deslizándose por el agua mientras hablaba. El barquero apenas tenía que esforzarse para mantener la velocidad.

Ella sabía muy bien en qué estaba pensando Kreisler. Nada tenía que ver con Guillermo de Normandía, ni con la invasión que sucedió hacía casi ocho siglos. Era de nuevo África, y los fusiles y cañones europeos contra las lanzas de los guerreros zulúes, o de los ndebele, con formaciones británicas llenando las llanuras africanas; hombres negros dominados por los blancos, igual que los sajones en manos de los normandos. Sólo que los normandos eran primos de sangre, unidos por la raza y la religión, únicamente distintos por la lengua que hablaban.

Ambos se miraron fijamente a los ojos. Estaban cruzando ahora St. Catherine’s Dock en dirección al Pool de Londres. A ambos lados del río podían verse los muelles, embarcaderos y las escalinatas que llegaban hasta el borde del agua. Había barcazas amarradas, otras avanzaban despacio corriente arriba hacia otros muelles, o corriente abajo hacia la desembocadura del río y el mar. Ahora se veían pocos barcos de recreo; aquélla era la zona comercial. Desde allí se negociaba con el mundo entero.

Kreisler sonrió, como adivinando los pensamientos de ella.

—Barcos cargados de seda procedentes de China, especias de Burma y la India, teca, marfil y jade —dijo, echándose un poco hacia atrás. El sol brillaba en su rostro curtido e iluminaba sus cabellos de color claro, casi blanqueados por otra luz mucho más intensa que la de aquella tarde inglesa adornada con los reflejos multicolores del agua—. Supongo que también habrá cedros del Líbano y oro de Ofir. Y no creo que tarde en llegar oro de Zimbabue, caoba y pieles de Equatoria, marfil de Zanzíbar y minerales del Congo. Y cambiaremos todo eso por algodón de Manchester, y también por armas y hombres de media Europa. Habrá quien vuelva a casa, pero muchos no lo conseguirán.

—¿Ha visto alguna vez a Lobengula en persona? —preguntó ella con curiosidad.

Kreisler soltó una carcajada y apartó la vista hacia el cielo.

—Sí… Una vez. Es un hombre gigantesco, debe de, pesar unos ciento cuarenta kilos y medirá más de un metro ochenta de estatura. No lleva nada puesto, salvo un aro zulú sobre la cabeza y un pequeño taparrabos.

—¡Cielos! ¿Tan grande es? —preguntó ella mirándolo fijamente para saber si le estaba tomando el pelo, aunque sabía casi con certeza que no.

Kreisler esbozó apenas una sonrisa, pero se le veía por la mirada que aquello le hacía mucha gracia.

—Los ndebele no son un pueblo constructor como los shona, que construyeron la ciudad de Zimbabue. Los primeros viven de criar y robar ganado, y levantan poblados con chozas cubiertas de estiércol…

—Los conozco… —respondió ella rápidamente, y el recuerdo se le hizo tan vívido que casi podía oler el seco calor africano, en lugar del vaivén del agua que ahora le rodeaba con sus reflejos multicolores.

—Por supuesto —se disculpó él—. Perdóneme. Me resulta tan extraño poder hablar con alguien que no necesita explicación alguna para imaginar lo que siempre intento describir. Lobengula está rodeado de una corte muy rigurosa. Para tener audiencia con él, hay que acercarse con las manos y las rodillas en el suelo, y permanecer así todo el rato —dijo con una mueca de disgusto—. Le aseguro que puede ser una experiencia agotadora, sobre todo si al final uno no consigue lo que quería de él. No sabe leer ni escribir, pero tiene una memoria prodigiosa… para todo lo bueno que cree que conseguirá negociando con los europeos. Pobre diablo.

Ella esperó en silencio. Kreisler quedó sumido en sus propios pensamientos y Nobby prefirió no molestarlo, pero no por ello se sintió excluida; al contrario, era la compañía perfecta. La luz, el sonido del agua, los muelles y tinglados del Pool de Londres seguían pasando junto a ellos, con los sueños que compartían sobre un pasado en otra tierra, pero también los temores sobre su futuro mientras otra clase de oscuridad se cernía sobre ellos.

—Lo engañaron, claro —dijo él al fin—. Prometieron que no llevarían más que a diez hombres blancos para trabajar en su país.

Ella se incorporó casi de un salto con expresión de incredulidad.

—Sí —dijo él mirándola—. Resulta increíble para usted y para mí, pero él aceptó. También le dijeron que no cavarían cerca de ninguna ciudad, que todos ellos se someterían a las leyes de los ndebele y que actuarían como súbditos de Lobengula —añadió con un tono amargo.

—¿Y el precio? —preguntó ella.

—Cien libras al mes, un millar de fusiles de repetición Martini-Henry, cien mil cartuchos de munición y una barca cañonera en el río Zambezi.

Nobby no dijo nada. A su izquierda estaban pasando junto a Wapping Old Stairs mientras seguían río abajo. El Pool de Londres era un hervidero de botes, barcazas, vapores, remolcadores y barcos de arrastre y, aquí y allá, los curiosos barcos de recreo. ¿Es posible que el Congo, aquel río de aguas turbias asediadas por la jungla, llegase algún día a ser como aquel paisaje rebosante de civilización y mercancías procedentes de todo el mundo, que luego compraban, vendían y consumían unos hombres y mujeres que jamás habían salido de su país ni de su propio condado?

—Rudd partió a toda velocidad para comunicarle la noticia a Rhodes en Kimberley —continuó Kreisler—, antes de que el rey se diese cuenta del engaño. El muy idiota casi muere de sed de tan ansioso que estaba por transmitirle el mensaje —dijo con visible desagrado, pero sin poder disimular en la expresión un dolor profundo y personal. Mantenía los labios apretados, como si la intensidad de aquel sentimiento le hubiese acompañado desde siempre, y a pesar de la delgadez de su cuerpo y de la fuerza que ella sabía habitaba dentro, de repente le pareció vulnerable.

Pero se trataba de un dolor muy íntimo. Tal vez ella era la única persona con la que podía compartirlo esperando a cambio un cierto grado de comprensión, aunque no tanta como para entrometerse en su intimidad. Una parte del buen entendimiento que había entre los dos se debía a la delicadeza con que ambos quedaban a veces en silencio.

Habían pasado ya el Pool y los Docks y estaban dejando atrás el barrio de Limehouse. A ambos lados del río seguían las rampas, las escalinatas y los enormes almacenes con nombres pintados. Por delante tenían los West India Docks, luego Limehouse Reach y la isla de Dogs. También pasaron junto a las estacas del viejo muelle, que asomaban por la marea baja y donde antiguamente ataban a los piratas, que morían ahogados cuando el agua volvía a subir. Los dos las habían visto, se miraron el uno al otro y prefirieron no decir nada.

Lo cierto es que era muy cómodo no tener que recurrir al lenguaje para entenderse. Era un lujo al que no estaba acostumbrada. Casi todas las personas que conocía habrían considerado el silencio como una carencia y se habrían sentido en la obligación de decir algo para romperlo. Kreisler se sentía absolutamente feliz con sólo mirarla a los ojos de vez en cuando para saber que también ella estaba muy ocupada con el viento, el olor de la sal, y el bullicio que les rodeaba, aunque al mismo tiempo se sentían ajenos a todo ello por el pequeño margen de agua que les separaba de todo el mundo. Era como atravesarlo con impunidad, para contemplarlo sin involucrarse en él.

Greenwich era hermoso, con el largo promontorio verde emergiendo del río, los árboles en flor y, más allá, el parque, con la elegancia clásica de la arquitectura de Vanburgh reflejándose en el hospital y en las Reales Academias Navales.

Bajaron en la orilla, subieron a un coche descubierto camino del parque y una vez allí pasearon despacio entre la hierba y las flores hasta detenerse bajo unos grandes árboles a escuchar el suave rumor de las ramas movidas por el viento. Había un enorme magnolio en flor, con sus tulipanes como manchas de espuma blanca contra el azul del cielo. Había niños persiguiéndose y jugando con aros, peonzas y cometas. Niñeras con rígidos uniformes caminando con la cabeza erguida y empujando cochecitos. Soldados con guerreras rojas pululando aquí y allí sin apartar la vista de las niñeras. Parejas de novios, unas jóvenes y otras no tanto, paseando cogidos del brazo. Jovencitas risueñas coqueteando con sus sombrillas. Un perro haciendo cabriolas con un palo entre los dientes. Y en algún lugar, un organillo tocando una bonita melodía.

Tomaron el té y hablaron de naderías, sabiendo que los temas más graves seguían allí, sólo que ya los comprendían y nada había que añadir sobre ellos. Habían compartido toda la tristeza y el miedo que sentían, de modo que aquella cálida y apacible tarde pidió paso para dejarlos relegados a un segundo plano.

Al atardecer, con el aire más fresco y lleno de mariposas nocturnas y el olor de la tierra y las hojas despegándose del camino, consiguieron el coche que había de llevarles en dirección oeste para el largo camino de vuelta. Kreisler le ofreció la mano para ayudarla a subir y una vez dentro, emprendieron el regreso casi sin hablar mientras cada vez se hacía más oscuro. La luz lanzaba destellos de color albaricoque, ámbar y turquesa sobre las aguas del río, y por un momento todo adquirió un tinte mágico, como si se tratara de las lagunas de Venecia, o del estrecho del Bósforo, allí donde Europa se encuentra con Asia, en lugar de encontrarse en Londres, el corazón del mayor imperio que ha existido desde la Roma de César.

Luego el color se hizo plateado, las estrellas empezaron a salir por el sur, lejos de la agitación y las luces artificiales de la ciudad, y empezaron a juntarse un poco mientras el frío de la oscuridad lo llenaba todo. Nobby no recordaba un día tan dulce como aquél.