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Pitt se acomodó en el banco de madera y se dispuso a contemplar con profundo placer cómo desaparecía el sol tras el viejo manzano que había en mitad del jardín y cómo doraba por unos momentos el follaje del árbol. Apenas llevaban en la nueva casa unas semanas, pero con la sensación de familiaridad que les proporcionaba, más parecía que estaban regresando a ella en lugar de instalarse por primera vez. Eran pequeños detalles: el reflejo de la luz sobre el muro de piedra que delimitaba el jardín, las hojas de los árboles y el olor de la hierba húmeda bajo las ramas.

Empezaba a anochecer y había muchas polillas revoloteando sin rumbo en aquel atardecer de comienzos de mayo, con un aire cada vez más fresco a medida que el sol iba cayendo. Charlotte andaba por algún lugar de la casa, seguramente acostando a los niños en el piso de arriba. Confiaba en que ella hubiese pensado ya en la cena. Estaba hambriento, lo cual no dejó de producirle cierto asombro, sobre todo teniendo en cuenta que en todo el día no había hecho más que disfrutar del sábado en casa. Pero una de las ventajas de haber sido ascendido a superintendente tras la jubilación de Micah Drummond era precisamente ésa, la de tener más tiempo. Claro que por otro lado también tenía más responsabilidades, además de que, por poco que le gustara, ahora se veía con demasiada frecuencia tras una mesa en Bow Street en lugar de andar por ahí fuera investigando.

Se acomodó un poco mejor en el banco y cruzó las piernas, sin darse realmente cuenta de que estaba sonriendo. Llevaba ropa vieja, más adecuada para las labores del jardín con las que andaba ocupado todo el día, aunque de forma muy relajada.

A su espalda, la puerta acristalada que daba al jardín se abrió y se cerró con un chasquido.

—Señor…

Era Gracie, la joven doncella que habían traído con ellos y que ahora se sentía importante y pletórica de satisfacción por tener a sus órdenes a una mujer para fregar y hacer la colada durante cinco días a la semana y a un chico para trabajar en el jardín durante tres. No estaba mal tener a tanta gente bajo su mando. Su ascenso coincidía con el de Pitt, y se sentía muy orgullosa de ello.

—¿Sí, Gracie? —preguntó Pitt sin levantarse.

—Hay un caballero que quiere verle, señor; un tal Matthew Desmond…

Por un momento, Pitt se quedó aturdido, sin mover un solo músculo. Luego se levantó y se volvió para mirarla.

—¿Has dicho Matthew Desmond? —repitió como si no acabara de creérselo.

—Sí, señor —contestó ella sorprendida—. ¿He hecho mal dejándole entrar?

—No, por supuesto que no. ¿Dónde está?

—En el recibidor, señor. Le he ofrecido una taza de té, pero ha rehusado. Parece muy preocupado por algo, señor.

—Bien —dijo distraídamente, mientras la rozaba camino de la puerta acristalada, que luego abrió para acceder a la sala de estar. Allí todo había adquirido un curioso tono dorado por los últimos rayos de sol, a pesar de que los muebles eran de color verde y blanco—. Gracias —añadió dirigiéndose a Gracie por encima del hombro. Fue a recibir la visita con el corazón acelerado y la boca sorprendentemente seca por la ansiedad y un sentimiento no exento de cierta culpa.

Por un momento se sintió lleno de dudas, con una mezcla confusa de recuerdos que emergían desde lo más profundo de la memoria. Pitt había crecido en el campo, en la propiedad de los Desmond, donde su padre era el guardabosque. Entonces sólo era un niño, lo mismo que el hijo de sir Arthur, un año menor que él. Ante la necesidad de que Matthew Desmond tuviese a alguien con quien jugar en aquella enorme y hermosa finca, a sir Arthur le pareció lo más natural del mundo recurrir al hijo del guardabosque. Y así fue cómo los dos forjaron una buena amistad desde el principio, que con el tiempo se prolongó incluso a la época de estudios. Sir Arthur decidió ocuparse también de la educación de aquel otro niño para tener con quien comparar las mejoras de su propio hijo, compartiendo las mismas clases y compitiendo con él.

Incluso cuando el padre de Pitt cayó en desgracia acusado injustamente de caza furtiva (no en las propiedades de sir Arthur, sino en las de su vecino), la familia pudo seguir viviendo en la finca, ocupando varias habitaciones en las dependencias de la servidumbre y hasta permitieron que Pitt continuara su educación mientras su madre trabajaba en la cocina.

Pero hacía ya quince años que Pitt se había marchado y por lo menos diez desde que había visto por última vez a sir Arthur o a Matthew. Se quedó por un momento ante la puerta del vestíbulo con la mano en el pomo; ya no era sólo la culpa lo que alimentaba su inquietud, sino un mal presentimiento.

Finalmente abrió la puerta y entró.

Matthew se volvió desde la repisa de la chimenea, junto a la que se había quedado esperando. Había cambiado poco: seguía igual de alto y flaco, casi enjuto, con un rostro alargado, de facciones irregulares y propensas a la risa, aunque ahora no parecía muy dispuesto a ella y más bien presentaba un semblante ojeroso y bastante preocupado.

—Hola, Thomas —dijo disimulando su impaciencia, acercándose a Pitt y tendiéndole la mano.

Pitt le estrechó la mano con fuerza, mirándole a los ojos en busca de respuestas. Las huellas del dolor eran tan evidentes que habría resultado tan ofensivo como ridículo fingir no haberlas visto.

—¿Qué pasa? —preguntó Pitt presintiendo cuál iba a ser la respuesta por mucho que ésta no le gustara.

—Es mi padre —sentenció Matthew lacónicamente—. Murió ayer.

Pitt no estaba preparado para sentir aquel dolor que ahora le desbordaba. No había visto a Arthur Desmond desde que se había casado y había tenido niños. Sólo le había escrito para comunicarle todas aquellas cosas y ahora se sentía solo, como si le hubieran arrancado las raíces de cuajo. Su pasado, aquel que parecía que nunca iba a cambiar, de repente había desaparecido. Y eso que nunca dejó de soñar con su regreso a él. Al principio, había preferido mantenerse alejado de todo por orgullo. Sólo volvería cuando pudiera demostrar que el hijo del guardabosque había prosperado en la vida con éxito y con honor. Por supuesto, eso le llevó mucho más tiempo de lo que en su ingenuidad había imaginado. Los años fueron pasando y cada vez se le hizo más difícil acortar esa distancia que se había impuesto. Y ahora, sin previo aviso, todo le parecía más imposible que nunca.

—Lo… lo siento —respondió.

Matthew intentó una sonrisa, como queriendo agradecerle esas palabras, pero apenas pudo esbozarla. Seguía con la angustia dibujada en el rostro.

—Gracias por venir a decírmelo —continuó Pitt—. Ha sido… todo un detalle por tu parte. —También era más de lo que merecía, por lo que se ruborizó avergonzado.

Matthew hizo un aspaviento de rechazo ante aquella reacción.

—Ha muerto… —empezó a decir, y luego tragó saliva y respiró hondo mirando fijamente a Pitt—, ha muerto en el club, aquí en Londres.

Pitt estaba a punto de volver a decir que lo sentía mucho, pero se dio cuenta de que era inútil y prefirió callar.

—De una sobredosis de láudano —continuó Matthew, buscando los ojos de Pitt en busca de comprensión, de alguna respuesta que pudiera mitigar aquel dolor.

—¿Láudano? —repitió Pitt para asegurarse de que había oído bien—. ¿Por qué? ¿Estaba enfermo? ¿Padecía tal vez de…?

—¡No! —le interrumpió Matthew—. No estaba enfermo. Tenía setenta años, pero gozaba de buena salud y era muy optimista. A él no le pasaba nada —exclamó como enfadado y poniéndose a la defensiva.

—Entonces ¿por qué tomaba láudano? —Como buen policía, Pitt no se resignó a dejar de encontrarle la lógica a aquel asunto a pesar de sus sentimientos y los del propio Matthew.

—¡Es que no lo tomaba! —dijo Matthew en tono desesperado—. ¡Ése es el problema! Ahora todos dicen que ya era viejo, que estaba perdiendo sus facultades y que tomó una sobredosis porque ya no sabía lo que se hacía. —Echaba chispas por los ojos y parecía dispuesto a saltar sobre Pitt en el caso de que no le creyera.

Pitt visualizó la figura de Arthur Desmond tal y como lo recordaba: alto y siempre elegante, pero de esa manera tan informal propia de quien está seguro de sí mismo y de la naturalidad que posee, aunque dé la sensación de aparente descuido. La ropa que llevaba no siempre combinaba como debía; por mucho que contara con un ayuda de cámara, siempre se las apañaba para escoger cualquier cosa con tal de que no fuera lo que le aconsejaban. Pero ahí radicaba su gran dignidad, lo mismo que en el buen humor de su rostro alargado y despierto, algo que nadie advertía ya que bajo ningún aspecto hubiese querido llamar la atención. Había sido un hombre muy individualista, a veces incluso excéntrico, pero siempre con un sentido común tan fuera de lo normal, y tan comprensivo con las debilidades humanas, que habría sido la última persona en el mundo en recurrir al láudano. Claro que, de haberlo hecho, habría sido perfectamente capaz de tomar una dosis doble por distracción.

Pero ¿no habría sido suficiente con una para enviarlo directamente a dormir?

Pitt recordaba vagamente los largos períodos de insomnio que sir Arthur padecía hacía ya treinta años, cuando Pitt se quedaba en el salón por la noche siendo niño. Sir Arthur se levantaba de la cama y empezaba a dar vueltas en la biblioteca hasta que encontraba un libro interesante, luego se sentaba en uno de los viejos sillones de cuero hasta que se quedaba dormido con el libro abierto en el regazo.

Matthew esperaba una reacción de Pitt y permaneció mirándolo fijamente con una rabia cada vez mayor.

—Pero ¿quién dice eso? —preguntó Pitt.

Matthew se quedó desconcertado. No era precisamente la pregunta que esperaba.

—Pues… el médico, los socios del club…

—¿Qué club?

—Oh, me temo que no estoy siendo muy claro, ¿verdad? Padre murió en el Morton Club, a última hora de la tarde.

—¿Por la tarde? ¿Y no por la noche? —Pitt estaba sorprendido de verdad y no tenía por qué fingir.

—¡No! ¡Ése es el problema, Thomas! —exclamó Matthew con impaciencia—. Ahora todos dicen que estaba loco y que sufría una especie de demencia senil. Y no es verdad. ¡Es falso! Padre era el hombre más juicioso del mundo. Además, que yo sepa tampoco bebía coñac. Sólo muy de vez en cuando.

—Y ¿qué tiene que ver el coñac con todo esto?

Matthew hundió los hombros y puso cara de estar agotado y completamente aturdido.

—Siéntate —le indicó Pitt—. Ya veo que hay más cosas que aún no me has contado. ¿Quieres comer algo? No tienes buen aspecto.

Matthew esbozó una pálida sonrisa.

—No quiero comer nada. Y ahora, deja de preocuparte por mí y escúchame.

Pitt obedeció y se sentó frente a él.

Matthew se sentó ocupando sólo el borde de la silla, inclinado hacia adelante e incapaz de relajarse.

—Como ya te he dicho, padre murió ayer. Se encontraba en el club, llevaba casi toda la tarde allí. Cuando el camarero fue a decirle la hora para saber si quería cenar algo, lo encontraron en su sillón —dijo Matthew con una mueca de dolor—. Dicen que había bebido mucho brandy, tal vez demasiado, y creyeron que se había quedado dormido. Por eso nadie lo había molestado antes.

Pitt no se atrevió a interrumpirle, pero empezó a sentir una gran tristeza por lo que ya se imaginaba que iba a seguir.

—Naturalmente, cuando quisieron hablar con él ya estaba muerto —sentenció Matthew con tono desolador. El esfuerzo que hacía para que no le temblara la voz era tan evidente, que, de haberse tratado de otra persona, Pitt se habría sentido muy violento. Y lo que ahora escuchaba era el eco de sus propios sentimientos. No había nada que preguntar. No era un asesinato; ni siquiera era un suceso que resultara tan difícil de comprender. Se trataba simplemente de una muerte repentina, quizá más de lo que acostumbra a ser habitual, y por eso la impresión era más fuerte. Mirándolo con un poco más de frialdad, no era más que una pérdida de esas que tarde o temprano sufre todo el mundo.

—Lo siento —dijo Pitt casi en un susurro.

—¡No lo entiendes! —exclamó Matthew con una expresión que volvía a ser de rabia, y le lanzó una mirada acusadora. Luego aspiró profundamente y soltó el aire con un suspiro—. Verás: padre pertenecía a una especie de sociedad benéfica, o por lo menos eso decía él, que lleva a cabo muchas obras de caridad… —empezó a decir Matthew, pero enseguida agitó la mano en el aire como apartando aquella idea—. Si te soy franco, la verdad es que no sé de qué se trata. Nunca me lo dijo.

Pitt sintió un escalofrío, como si le hubieran delatado por algo.

—El Círculo Interior —dijo con las palabras rechinándole entre los dientes.

Matthew se quedó helado.

—¡Lo sabías! ¿Y por qué tú lo sabías y yo no? —preguntó ofendido, como sí Pitt hubiese traicionado su confianza. Procedente del piso de arriba, se oyó un estrépito seguido de unos pasos corriendo, pero ninguno de los dos prestó atención.

—Sólo es una suposición —contestó Pitt con una sonrisa que acabó en mueca—. Es una organización que conozco un poco.

Matthew endureció la expresión del rostro, como si una puerta acabara de cerrarse de golpe ante su propia ingenuidad, volviéndole desconfiado y dejando de ser el amigo, casi el hermano, que hasta ahora había sido.

—¿Tú también perteneces a ella? No, perdona. Es una pregunta estúpida. Aunque así fuera, no me lo dirías. Por eso sabes lo de padre. ¿Y llevabais todos estos años siendo miembros de esa organización? ¿Por qué nunca me dijo nada?

—No, yo no pertenezco a ella —repuso Pitt ásperamente—. La conozco desde hace poco y por motivos de trabajo. He llevado a juicio a algunos de sus miembros y he detenido a otros por estar implicados en asuntos de estafa, soborno y asesinato. Probablemente sé mucho más que tú sobre ellos, sobre todo lo peligrosos que son.

Charlotte hablaba en el pasillo con uno de los niños y dejó de oírse el ruido de pasos.

Matthew permaneció en silencio, con una agitación interior que se reflejaba en la expresión de los ojos y en las facciones cansadas y vulnerables de la cara. Aún no se había repuesto del golpe; seguía sin acostumbrarse a la idea de que su padre había muerto. Apenas podía contener el dolor, como la sensación de repentina soledad, de remordimiento y también de cierta culpabilidad, aunque ni él mismo fuera consciente de ello. Ahora pensaba en todo lo que no había hecho con él y en lo que nunca llegó a decirle. Estaba agotado y retorcido además por la rabia que le consumía. Primero se había sentido decepcionado con respecto a Pitt, tal vez incluso traicionado, para luego pasar a un inmenso alivio y otra vez a la misma sensación de culpa por haber dudado de él.

No era el momento de pedir disculpas. Matthew estaba a punto de derrumbarse.

Pitt le tendió la mano.

Matthew la estrechó con tal fuerza que los nudillos perdieron por un instante su color.

Pitt dejó que se desahogara y luego quiso volver al asunto principal.

—¿Por qué has mencionado el Círculo Interior?

Matthew hizo un esfuerzo y empezó a hablar con más tranquilidad, aunque seguía inclinado hacia adelante, con los codos en las rodillas y las manos sujetando la barbilla.

—Padre colaboraba únicamente para las obras de caridad hasta hace poco, un año o dos, cuando le ascendieron de cargo en la organización. Más por casualidad que por voluntad, supongo. Y empezó a saber muchas cosas de ellos, a qué otras actividades se dedicaban y quiénes eran algunos de sus miembros —dijo frunciendo el entrecejo—. Sobre todo en lo concerniente a África…

—¿África? —preguntó Pitt desconcertado.

—Sí, especialmente Zambezia. Es una zona en la que ahora se está explorando mucho. Es una historia muy larga. ¿Sabes algo?

—No tengo ni la menor idea.

—Bien, ya te imaginarás que hay mucho dinero de por medio y sobre todo la posibilidad de hacerse inmensamente rico. Oro, diamantes y tierras, claro. Pero también hay otras cuestiones como la obra misionera, el comercio y la política exterior.

—¿Y qué tiene que ver el Círculo Interior con todo esto?

Matthew puso cara triste.

—Con el poder. Siempre tiene que ver con el poder y con el reparto de las riquezas. En cualquier caso, padre empezó a darse cuenta de cómo influían los miembros del Círculo Interior en la política del gobierno, y en la Compañía Sudafricana, siempre en beneficio propio y sin tener en cuenta el bienestar de los africanos, ni el respeto por los intereses británicos. Se preocupó tanto que empezó a hablar del tema.

—¿A los demás miembros de su entorno? —preguntó Pitt temiéndose lo que Matthew estaba a punto de responder.

—No… A cualquiera que estuviese dispuesto a escucharle —respondió alzando los ojos como queriendo preguntar algo, y vio la respuesta dibujada en el rostro de Pitt—. Creo que lo han asesinado —sentenció en voz baja.

Se hizo un silencio tan intenso que hasta podía oírse el reloj que había sobre la repisa de la chimenea. Afuera, en la calle, más allá de las ventanas cerradas, alguien gritó y la respuesta le llegó desde muy lejos, en algún jardín medio iluminado por la luz azulada del crepúsculo.

Pitt no rechazó la idea. El Círculo Interior era perfectamente capaz de hacer algo así en caso necesario. Podía dudarse de cualquier cosa menos de su capacidad y determinación por pura necesidad.

—¿Qué decía exactamente sobre ellos?

—Entonces ¿crees lo que estoy diciendo? —preguntó Matthew—. No parece que te sorprenda el hecho de que algunos miembros destacados de la aristocracia británica, los mismos que constituyen la clase gobernante, los caballeros más honorables del país, estén dispuestos a cometer un asesinato sólo porque alguien les critica en público.

—Creo que ya supere la primera impresión de sorpresa y estupor cuando empecé a conocer el Círculo Interior y sus propósitos y códigos de conducta —contestó Pitt—. Estoy seguro de que no tardaré en volver a sentir la rabia y el insulto que ya conozco, pero de momento prefiero limitarme a comprender los hechos tal como son. ¿Qué es lo que decía sir Arthur como para que el Círculo Interior decidiera arriesgarse a asesinarlo?

Por primera vez Matthew se arrellanó en el sillón cruzando las piernas, aunque sin apartar los ojos de Pitt.

—Criticaba su moral en general —dijo con más serenidad—. El modo en que se juran ayudarse unos a otros en secreto por encima de aquellos que no pertenezcan al Círculo, lo cual nos incluye a casi todos nosotros. Y lo hacen en los negocios, la banca, la política y la sociedad, aunque esto último es lo que más difícil les resulta. —Y añadió torciendo una sonrisa—: Además tienen unas leyes no escritas por las que deciden a quién aceptan y a quién no. Y nada puede impedirlo. Uno puede obligarle a un caballero a ser amable porque te debe dinero, pero no conseguirás que te considere de los suyos por muy elevada que sea esa deuda y aunque en ello le vaya la vida.

Ni siquiera lo veía como algo curioso, ni tampoco quiso buscar las palabras que definen esa cualidad tan intangible que hace que un caballero se sienta tan seguro de sí mismo. Nada tenía que ver con la inteligencia, ni con el éxito, ni con el dinero o con un título nobiliario. Uno podía tener todas estas cosas y sin embargo no encajar con esos criterios tan invisibles. Matthew había nacido precisamente para eso y lo sabía, pero se lo tomaba como quien sabe montar a caballo o canta sin desafinar: unos pueden, y otros no.

—Lo cual incluye a demasiados caballeros —comentó Pitt en tono áspero, recordando otros casos en los que se había relacionado muy a su disgusto con el Círculo.

—Eso es más o menos lo que decía padre —dijo Matthew mostrándose de acuerdo y mirando a Pitt con mayor intensidad—. Y se refería sobre todo a África y al modo en que están controlando la banca, cuyos intereses controlan las inversiones dedicadas a la exploración y a la colonización. Ahora van de la mano con los políticos que deciden si se emprende una campaña para dominar el territorio desde Ciudad del Cabo hasta El Cairo o si se hacen concesiones a los alemanes para concentrarse únicamente en el sur. —Matthew se encogió de hombros en un gesto de enfado—. Como siempre, el ministro de Exteriores anda revoloteando por todas partes diciendo una cosa y ocultando sus verdaderas intenciones. Yo mismo trabajo en el Ministerio de Asuntos Exteriores y te aseguro que sigo sin saber qué es lo que quiere exactamente. Tenemos el ministerio lleno de misioneros, médicos, exploradores, aventureros, buscavidas y alemanes —dijo mordiéndose el labio en un gesto de tristeza—. Por no hablar de los reyes y príncipes guerreros nativos a quienes al fin y al cabo pertenece la tierra, hasta que se la arrebatamos con cualquier tratado, claro. Y si no lo hacemos nosotros, lo harán los alemanes.

—¿Y el Círculo Interior? —preguntó Pitt impaciente.

—Moviendo los hilos sin que nadie lo vea —replicó Matthew—. Recurriendo a viejas lealtades en secreto, invirtiendo con sigilo y llevándose todos los beneficios. Eso es lo que decía padre. —Matthew se arrellanó un poco más en el sillón y empezó a dar muestras de serenarse un poco. Aunque tal vez ya estaba tan cansado que no podía mantenerse erguido por más tiempo—. Lo que más le molestaba era el secretismo que lo envolvía todo. Hacer una obra de caridad de forma anónima está bien y es algo perfectamente honorable.

Los dos seguían ajenos a los ruidos que venían del pasillo del piso superior.

—Al principio él creyó que la misión de la sociedad era ésa y no otra —continuó Matthew—. Un puñado de gente se juntaba para saber en qué lugar se necesitaba ayuda sin buscar ningún beneficio en ello, pero con medios suficientes como para que su intervención resultara más que significativa. Orfelinatos, hospitales para indigentes, subvenciones para investigar según qué enfermedades, hospicios para viejos soldados… ya sabes, cosas así. Y el problema vino cuando hace poco descubrió qué había detrás de todo eso —dijo mordiéndose otra vez el labio como si pidiera disculpas por ello—. Creo que padre era un ingenuo. Tú y yo nos habríamos dado cuenta de todo mucho antes, pero está claro que por el bien de mucha gente juzgó oportuno no decirme nada.

Pitt hizo memoria de lo que ya sabía sobre el Círculo Interior.

—¿Quieres decir que en ningún momento le advirtieron que aquellos comentarios no eran convenientes o, dicho de otra manera, que no les gustaban en absoluto?

—¡Naturalmente! ¡Claro que sí! Lo hicieron de la forma más caballerosa y discreta del mundo, pero no creo que lo acabara de entender del todo. Jamás se le había pasado por la cabeza que en el fondo fueran en serio —dijo Matthew levantando las cejas y dejando que sus ojos castaños parecieran divertidos ante la idea y al mismo tiempo dolidos amargamente por ella. Pitt sintió de repente un gran respeto por él y se dio cuenta del alcance de su determinación, no sólo para limpiar el nombre de su padre de cualquier sospecha de corrupción, sino quizá también para vengarlo.

—Matthew… —empezó inclinándose hacia adelante.

—Si vas a decirme que lo deje correr, será mejor que ahorres saliva —le interrumpió Matthew con decisión.

—Yo… —Eso era precisamente lo que Pitt iba a pedirle. Le desconcertó que adivinara con tanta facilidad sus intenciones—. Ni siquiera sabes quiénes son —señaló—. Por lo menos, antes de hacer nada piénsatelo muy bien —le aconsejó en un tono que le pareció poco convincente y más que predecible.

Matthew sonrió.

—Pobre Thomas, siempre haciendo de hermano mayor. Ya no somos niños, ¿sabes? Que seas un año mayor que yo no te da ninguna autoridad sobre mí. Nunca la has tenido, ni entonces ni ahora. ¡Claro que tendré cuidado! Sé muy bien que nada puedo hacer contra el Círculo y que es como una hidra: le cortas una cabeza, y le crecen dos más —dijo endureciendo la expresión del rostro—. Pero voy a demostrar que padre sí estaba en su sano juicio, aunque me cueste la vida —sentenció mirando fijamente a Pitt sin pestañear—. Si permitimos que digan esas cosas sobre un hombre como padre, si no nos importa que lo maten para hacerlo callar ni que luego lo desacrediten diciendo que estaba loco, ¿qué nos queda? ¿En qué nos hemos convertido? ¿Qué derecho tendremos a reivindicar nuestro honor?

—Ninguno —contestó Pitt con tristeza—. Pero hará falta algo más que honor para ganar esta batalla; necesitamos una buena estrategia y armas bien afiladas —y añadió con una mueca—: aunque tal vez en este caso sería más apropiada una cuchara larga.

Matthew alzó las cejas.

—¿Para cenar con el diablo? Sí, bien dicho. ¿Tienes tú alguna, Thomas? ¿Quieres unirte a mí en la batalla?

—Por supuesto que sí —dijo casi sin pensarlo; un instante después le vinieron a la mente los peligros y las responsabilidades que aquello implicaba, pero ya era demasiado tarde. Y aunque hubiese pensado bien en ello sopesando cada riesgo, habría tomado la misma decisión. Aunque tal vez se habría ahorrado aquella sensación de angustia, o habría comprendido mejor el alcance del riesgo que podían correr y habría calculado con más objetividad el margen de éxito que podían esperar de su actuación. En cualquier caso, no habría hecho más que perder el tiempo.

Matthew por fin se relajó un poco, apoyó la cabeza en el antimacasar del respaldo del sillón y sonrió. La expresión de cansancio y derrota ya no era tan abrumadora. Ahora casi recordaba al joven que Pitt había conocido tiempo atrás, el mismo con el que había compartido sueños y aventuras. Los dos habían compartido un espíritu rebelde y pletórico de vitalidad, soñando con viajes imposibles al Amazonas y descubrimientos en las tumbas de los faraones, pero siempre con esa mansedumbre infantil basada en una distinción elemental y casera sobre el bien y el mal; siendo niños, la peor maldad que podían concebir era el robo o la simple violencia. Todavía no conocían la corrupción, la frustración, la manipulación y la traición. Qué inocentes les parecían ahora aquellos niños de entonces.

—Hubo algunas advertencias —dijo Matthew de repente—. Entonces no supe distinguirlas, pero ahora me doy cuenta. Siempre que ocurrieron yo me encontraba en Londres y padre me las contaba.

—Pero ¿qué clase de advertencias? —quiso saber Pitt.

—Bueno, no estoy muy seguro de la primera —dijo Matthew arrugando la cara—. Tal como padre me lo contó, todo pasó cuando quiso hacer un viaje en el ferrocarril subterráneo. Bajó las escaleras que conducían al andén y se dispuso a esperar la llegada del tren… —Y aquí Matthew se detuvo de golpe y preguntó a Pitt—: ¿Has estado alguna vez en alguno de esos sitios?

—Claro, voy muy a menudo. —Pitt reconstruyó en su mente los pasillos cavernosos, las largas estaciones donde el túnel se ensanchaba para dar cabida al andén donde el tren se detenía, el ruido infernal que hacía la máquina saliendo de la oscuridad del túnel con un rugido hasta que se detenía en la estación. Luego las puertas que se abrían y la muchedumbre saliendo como a presión. Y otra gente que esperaba para subir al tren antes de que se cerraran las puertas y de que aquel artilugio con forma de gusano volviera a introducirse en la oscuridad.

—Entonces ya conoces el estruendo que hay y los empujones y codazos que se da la gente —continuó Matthew—. Pues bien, padre se encontraba cerca del borde del andén y justo cuando ya se oía la llegada del tren, sintió un empujón muy fuerte en la espalda que lo impulsó hacia adelante hasta casi caerse a las vías, lo cual hubiera supuesto su muerte. —La voz de Matthew se había vuelto más grave, con un tono de agresividad contenida—. Pero alguien lo agarró a tiempo y tiró de él hacia atrás cuando el tren ya estaba entrando en el andén. Padre me dijo que se volvió para dar las gracias a quien le hubiese ayudado, pero no pudo identificar a la persona en cuestión, a su salvador, o quién sabe si su atacante. Todo el mundo andaba muy ocupado en subir al tren y nadie le prestó atención.

—¿Estaba él seguro de que alguien le había empujado?

—Absolutamente —dijo Matthew y esperó a que Pitt diera alguna muestra de escepticismo.

Pitt asintió con la cabeza de una forma casi imperceptible. De haberse tratado de otra persona, alguien a quien él conociera menos, tal vez habría dudado de todo aquello, pero, a no ser que Arthur Desmond hubiese cambiado hasta el extremo de volverse irreconocible, era desde luego la última persona del mundo en llegar a creer que alguien le estaba persiguiendo. Para él todo el mundo era bueno hasta que algo le obligase a pensar lo contrario, y entonces se sentía sorprendido y triste, siempre dispuesto a dudar de su propio prejuicio sobre aquella persona y feliz de descubrir que efectivamente se equivocaba.

—¿Y la segunda advertencia? —preguntó Pitt.

—La segunda tiene que ver con un caballo —contestó Matthew—. Nunca me contó los detalles —empezó a decir inclinándose otra vez hacia adelante y arrugando el ceño—. Todo lo que sé me lo dijo después el mozo de cuadra cuando volví a casa. Al parecer, padre se encontraba montando a caballo por el pueblo cuando un idiota se le cruzó inesperadamente a galope tendido con la montura desbocada, agitando los brazos y con la fusta en la mano. Al cruzarse los dos caballos, padre se vio empujado contra el muro que rodea la vicaría y vio cómo el otro jinete le propinaba un terrible golpe con la fusta a su caballo. Con el pobre animal aterrorizado, por supuesto padre cayó al suelo. —Matthew suspiró muy despacio sin apartar la mirada de Pitt—. Es posible que fuera un accidente, que aquel hombre estuviese borracho o que fuese un completo imbécil, pero padre no lo creyó así, ni yo tampoco.

—No —corroboró Pitt con una mueca—. Ni yo. Era un jinete excelente y desde luego no era capaz de imaginar algo parecido de nadie.

De repente, Matthew le mostró una sonrisa franca y generosa con la que pareció rejuvenecer.

—Es lo mejor que he oído decir de él en varias semanas. Por Dios bendito, ojalá te oyeran sus amigos. Ahora nadie se atreve a hablar bien de él, ni siquiera a reconocer que estaba en su sano juicio, sin importarles el hecho de que a lo mejor tenía razón en lo que decía, Thomas —preguntó con una voz quebrada por el dolor—, padre no estaba loco, ¿verdad que no? Era el hombre más cuerdo, honrado y bueno que ha habido en el mundo.

—Claro que sí —afirmó Pitt lentamente y con total sinceridad—. Te aseguro que la locura nada tiene que ver con esto. Sé muy bien que el Círculo Interior castiga a todo aquel que lo traicione. Ya lo he visto antes. A veces recurren al descrédito social o a la ruina económica y no siempre al asesinato, aunque esto último tampoco es algo extraño para ellos. Si no pudieron intimidarlo, y queda claro que no lo consiguieron, no les quedó otra salida que el asesinato. No podían arruinarlo económicamente porque a tu padre no le gustaban las apuestas ni tampoco especulaba con el dinero. Tampoco podían desacreditarlo en sociedad porque no debía ningún favor a nadie, jamás buscó un cargo oficial ni se confabuló con otras personas y si había algo que le importara en esta vida, desde luego no era entrar en el Tribunal Supremo o hacer vida social en Londres. La posición de que gozaba en el lugar donde vivía era inatacable, incluso para el Círculo Interior. De modo que no tenían otra alternativa que matarlo; era la única forma de tenerlo callado para siempre.

—Y luego deshonran su memoria quitando crédito a todo lo que dijo —afirmó Matthew con rabia y dolor ensombreciéndole el rostro—. ¡No lo permitiré, Thomas! ¡No lo permitiré!

Alguien llamó a la puerta del salón recibidor donde se encontraban. Pitt volvió a darse cuenta de dónde estaba y de que afuera ya casi había anochecido. Aún no había cenado y Charlotte debía de estar preguntándose quién había venido a visitarlos y por qué se habían metido en el salón recibidor con la puerta cerrada y sin previa presentación, o por qué no invitaba a cenar a la visita.

Matthew lo miró expectante y Pitt se sorprendió al ver una mueca de nerviosismo cruzándole el rostro, como si no estuviera seguro de lo que hacer.

—Ven —dijo Pitt levantándose y disponiéndose a abrir la puerta. Se encontró a Charlotte con cara de curiosidad y cierta inquietud. Había terminado de leerles un cuento a los niños y por el ligero rubor de las mejillas y el desorden del cabello, recogido distraídamente con un alfiler, Pitt adivinó que venía de la cocina. Ya había olvidado que tenía hambre—. Charlotte, te presento a Matthew Desmond. —Era absurdo que no se conocieran. Con nadie más había tenido una relación tan próxima como con Matthew, exceptuando a su madre, y a veces incluso más que con su madre. Ahora era Charlotte quien más le importaba en el mundo y nadie podía sustituirla. Jamás la llevó a Brackley para que conociera su antiguo hogar ni para presentarle a aquellos que habían sido más que una familia para él. Su madre había muerto cuando él tenía dieciocho años, pero eso no justificaba una ruptura tan radical.

—Encantada de conocerle, señor Desmond —dijo Charlotte con una calma y una seguridad que Pitt atribuyó a su educación más que a cualquier sentimiento interior. Luego adivinó cierta inseguridad en su mirada y comprendió por qué daba un paso y se acercaba a su marido.

—Es un placer, señora Pitt —contestó Matthew sin poder disimular su sorpresa al ver que ella respondía con desafío a su mirada. En ese breve instante, después de haber intercambiado simplemente una frase y una mirada, los dos supieron exactamente ante quién estaban, quiénes eran y qué lugar ocupaba cada uno en la sociedad—. Lamento muchísimo esta intrusión, señora Pitt —continuó Matthew—. Ha sido una desconsideración por mi parte. He venido a ver a Thomas para comunicarle la muerte de mi padre y me temo que he olvidado las más elementales normas de educación. Acepte mis disculpas, por favor.

Charlotte miró de reojo a su marido entre la sorpresa y la comprensión, y luego se dirigió a Matthew:

—Discúlpeme usted a mí, señor Desmond. Debe de estar muy afectado. ¿Hay algo que podamos hacer por usted? ¿Quiere que Thomas le acompañe hasta Brackley?

Matthew sonrió.

—Bueno, señora, en realidad he venido a pedirle a Thomas que averigüe lo que ha pasado con mi padre, y me ha prometido que hará lo que pueda.

Charlotte tomó aliento para decir algo más, pero luego se dio cuenta de que tal vez no iba a ser muy oportuna y prefirió callar.

—¿Le apetece cenar algo, señor Desmond? Ya supongo que no tendrá mucha hambre, pero le conviene comer algo o se sentirá peor.

—Sí —contestó Matthew, dándole la razón—. Es verdad.

Ella se fijó en el dolor y el cansancio que reflejaban el rostro de Matthew y dudó antes de tomar una decisión, pero no era propio de ella andarse con remilgos.

—¿Y por qué no se queda esta noche, señor Desmond? Créame si le digo que estaremos encantados. Además, sería usted el primero en pasar la noche en esta casa después de la mudanza. Si hay algo que necesite y que no lleve consigo, Thomas podrá prestárselo sin problemas.

Matthew no tuvo que pensárselo dos veces.

—Gracias —contestó de inmediato—. Lo prefiero antes que volver ahora a casa.

—Thomas le enseñará su cuarto y hará que Gracie se lo prepare todo. La cena estará lista en diez minutos —dijo ella, dando media vuelta y retirándose hacia la cocina no sin antes dirigir una rápida mirada a su marido.

Matthew permaneció un instante en el vestíbulo mirando también a Pitt. En su expresión podía leerse la mezcla de sentimientos que le pasaban por la cabeza: sorpresa, comprensión, recuerdos del pasado, las largas conversaciones, todos los sueños compartidos siendo niños y la brecha que el tiempo había abierto entre aquella época y el tiempo presente. No hacía falta ninguna explicación.

La cena fue ligera: pollo frío, verdura y de postre un sorbete de fruta. No es que tuviera mucha importancia, pero Pitt agradeció que la visita de Matthew se hubiese producido después de su ascenso y no antes, cuando sólo habrían podido ofrecerle el consabido guiso de cordero con patatas, o pescadilla, y pan con mantequilla.

Hablaron poco y sólo de temas intrascendentes, como lo que habían pensado hacer en el jardín, qué iban a plantar, si todos los árboles frutales rendían igual o qué problemas traían si no se podaban. Fue una charla para llenar el silencio, lejos de cualquier intento para fingir que todo iba bien. Charlotte sabía tan bien como Pitt que el dolor requiere su propio tiempo, que, a fuerza de querer evitarlo recurriendo a otros temas, lo único que se consigue es aumentarlo, porque parece que se le quita importancia, como si la pérdida que se sufre no importara.

Matthew se retiró pronto a su cuarto, dejando a Charlotte y a Pitt en la salita decorada en tonos verdes y blancos. Llamarla salón habría resultado demasiado pretencioso, pero lo cierto es que tenía un encanto tan especial y se respiraba tanta tranquilidad que servía perfectamente para tal propósito.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Charlotte después de esperar a que Matthew hubiese subido las escaleras para que no escuchara nada—. ¿Qué hay de raro en la muerte de sir Arthur?

Poco a poco, con más dificultad de la que había imaginado, empezó a contarle todo lo que Matthew le había dicho sobre sir Arthur y el Círculo Interior, las advertencias que según él había recibido su padre y por último su muerte por sobredosis de láudano en el Morton Club.

Ella escuchaba sin interrumpirle y sin dejar tampoco de mirarle a los ojos. Pitt se preguntó si el dolor y la sensación de culpa que sentía por dentro se estaban haciendo evidentes a los ojos de su mujer. Ni siquiera estaba seguro de querer que ella lo supiera. No era fácil sufrir todo aquello en silencio, pero por nada del mundo quería que Charlotte le viera como él se estaba viendo a sí mismo, como alguien desconsiderado e insensible, después de tantos años de ausencia, al cariño que había recibido en el pasado. Lo único que ahora podía hacer era devolver una pequeñísima parte de esa deuda tratando de restituir el buen nombre de sir Arthur por culpa de una deshonra que desde luego no merecía.

Puede que ella notara algo, pero, en cualquier caso, prefirió no decir nada. Charlotte podía ser la persona con menos tacto del mundo, pero cuando se trataba de alguien a quien de verdad quería, entonces, por amor era capaz de guardar como nadie cualquier secreto y abstenerse de emitir juicios.

—Lo del láudano es absurdo, créeme —dijo él en tono grave—. Pero aunque así fuera, sea cual sea el motivo en estos momentos lo desconocemos y lo que no voy a permitir es que se diga que perdió el juicio. Es… es algo indigno.

—Lo sé —dijo ella tomándole la mano—. No hablas de él muy a menudo, pero sé muy bien que le tenías mucho afecto. Sería injusto que ahora no le defendieras —dijo con una mirada llena de preocupación, y de repente no se sintió muy segura de cómo debía reaccionar—, pero, Thomas…

—¿Qué?

—No dejes que la emoción… —empezó a decir eligiendo las palabras y omitiendo cualquier referencia a aquel sentimiento de culpa, aunque él sabía muy bien que ella ya se había dado cuenta de que así era como efectivamente se sentía—. No dejes que la emoción te ciegue para meterte en este asunto sin la debida prudencia y preparación. No son enemigos que puedas tomarte a la ligera ni sus métodos de lucha son limpios. No te darán una segunda oportunidad por muy afligido que estés ni por mucho que la lealtad te dé valor ni te motive. En cuanto sepan que estás dispuesto a luchar contra ellos, harán todo lo posible para que caigas en esos mismos errores. Sé que nunca olvidarás la muerte de sir Arthur y que por esta razón, sólo pensarás en derrotarlos, pero tampoco olvides el modo en que acabaron matándolo, cómo consiguieron lo que se habían propuesto y con qué crueldad.

Charlotte se estremeció y empezó a sentirse cada vez más preocupada, como si se hubiese asustado ante sus propias palabras.

—Si son capaces de hacer eso con uno de los suyos, piensa en lo que harán con un enemigo como tú —dijo ella, y por un momento pareció que iba a añadir algo más, tal vez una súplica para que se lo pensara dos veces, para que sopesara las posibilidades de conseguir algún triunfo, pero prefirió callar, quizá porque pensó que en aquellos momentos no iba a servir de nada. Thomas sabía que ella era incapaz de engañarle en algo, no tenía carácter ni temperamento para ello, y lo más seguro es que estuviese aprendiendo a tener un poco de tacto.

—Tengo que hacerlo —dijo él pausadamente, respondiendo a la pregunta que ella no se había atrevido a formular—. La alternativa es inaceptable.

Ella siguió sin decir nada, pero ahora le cogía la mano con más fuerza y permaneció un buen rato sentada junto a él.

Por la mañana Matthew se levantó tarde, de modo que Charlotte y Thomas ya estaban desayunando cuando bajó al comedor. Jemima y Daniel ya estaban vestidos y Gracie se los había llevado al colegio. Era ésta una nueva tarea que la llenaba de satisfacción, y caminaba radiante toda ella, con apenas un metro y medio de altura, sonriendo con amabilidad a la gente que ya conocía o a la que tenía deseos de llegar a conocer. Charlotte sospechaba que en el camino de vuelta se entretenía un rato con el ayudante del carnicero, pero no le daba ninguna importancia. Parecía un buen chico. Charlotte incluso había llegado a pasar por la carnicería en un par de ocasiones para echarle un vistazo y averiguar cómo era.

Matthew parecía más descansado, pero aún se le notaban las ojeras, grandes y oscuras; llevaba la espesa mata de cabello castaño con la raya en medio, pero parecía poco arreglado y mal cortado, probablemente como consecuencia de haberse peinado con prisa y despreocupación.

Hubo el acostumbrado intercambio de saludos y Charlotte le ofreció beicon, huevos, riñones y pan tostado con mermelada. Luego le llenó la taza de té y Matthew comprobó cómo le quemaba en la boca al beberlo, puesto que aún estaba demasiado caliente.

Al cabo de un rato de amistoso silencio, Charlotte se excusó y se retiró a la cocina a sus quehaceres domésticos. Matthew aprovechó el momento y alzó la mirada hacia Pitt.

—Hay algo más que debería contarte —dijo con la boca llena.

—¿El qué?

—Te atañe como funcionario del gobierno —afirmó, y tomó otro sorbo de té, esta vez con más cuidado—. Y a mí también.

—¿Te refieres al Foreign Office? —preguntó Pitt sorprendido.

—Sí, se trata de África —dijo frunciendo el entrecejo en un esfuerzo de concentración—. No sé si estás enterado de los tratados que hemos firmado… ¿No? Bueno, tampoco importa demasiado para lo que te voy a decir. Lo cierto es que llegamos a un acuerdo con Alemania hace cuatro años, en 1886, y esperamos firmar otro este mismo verano. Claro que la situación ha cambiado desde que Bismarck ha perdido poder y desde que el joven káiser ha empezado a dominarlo todo. Tiene a su lado a ese miserable de Carl Peters, que es astuto como un zorro. Entre tanto, Salisbury sigue sin tomar una decisión sobre lo que quiere hacer, y eso no facilita las cosas. La mitad de nosotros creemos que aún aspira a la dominación británica de un pasillo que una Ciudad del Cabo con El Cairo. La otra mitad cree que se olvidará del asunto por resultar demasiado caro y complicado.

—¿Complicado? —preguntó Pitt desconcertado.

—Sí —contestó Matthew cogiendo otra tostada—. Para empezar, te recuerdo que entre la colonia de Sudáfrica y el Egipto bajo la dominación británica hay casi cinco mil kilómetros de distancia. Eso implica tomar Sudán, Equatoria (ahora en manos de un escurridizo cliente llamado Emin Bajá) y abrir un corredor al oeste del África Oriental alemana: algo nada sencillo teniendo en cuenta cómo están las cosas. —Matthew lanzó a Pitt una severa mirada para comprobar que le estaba siguiendo. Para ilustrar mejor lo que le estaba contando, empezó a trazar líneas con el dedo sobre la mesa de la cocina—. Toda la zona que hay al norte de Transvaal, y eso incluye Zambezia y los territorios que hay entre Angola y Mozambique, aún están en poder de los jefes nativos.

—Me doy cuenta —dijo Pitt vagamente—. Y ¿qué otra alternativa hay?

—Una ruta desde El Cairo hasta el Calabar —replicó Matthew, mordiendo la tostada—, o bien desde el Níger hasta el Nilo, como prefieras. Eso implica atravesar el lago Chad y subir hacia el oeste tocando casi el Senegal, y luego tomar a los franceses Dahomey y Costa de Marfil…

—¿Una guerra? —exclamó Pitt entre incrédulo y aterrado.

—No, no; por supuesto que no —se apresuró a aclarar Matthew—. Sería a cambio de Gambia.

—Ah, ya veo.

—No, no ves nada. Aún no. Todavía queda la cuestión del África Oriental alemana, donde ahora hay muchos problemas con levantamientos y varias matanzas, y también Heligoland…

—¿Cómo has dicho? —Ahora Pitt estaba sumido en la confusión total.

—Heligoland —repitió Matthew con la boca llena.

—Yo creía que Heligoland estaba en el mar del Norte. Aún recuerdo cuando nos lo enseñó Tarbet. Ahora me entero de que está en alguna parte de África.

—Y efectivamente está en el mar del Norte, como nos dijo Tarbet. —Tarbet había sido el tutor de Matthew cuando era niño, y por tanto también el de Pitt—. Se trata de un lugar estratégico, ideal para que una base naval bloquee los principales puertos alemanes del Rin —explicó Matthew—. Podríamos ceder Heligoland a los alemanes a cambio de alguna de sus posesiones en África. Créeme si te digo que estarían encantados de hacerlo siempre y cuando lo negociemos bien.

—Pero ¿cómo se pueden tener tantos problemas y tan complicados? —dijo Pitt sonriendo con ironía—. Y además, ¿para qué quieres que la policía intervenga en esto? No tenemos ninguna autoridad en África, ni siquiera en Heligoland.

—Pero sí la tenéis en Londres. Y en Londres está el Ministerio de Colonias, y también la embajada alemana…

—¡Vaya! —A pesar de sí mismo, ahora sí veía más claro y empezó a temerse lo peor.

—Y también la Compañía Sudafricana del Imperio Británico —continuó Matthew—, y todos los bancos que financian a exploradores y misioneros, por no hablar de los aventureros, los que buscan aventuras y los que quieren dinero.

—De acuerdo —concedió Pitt—. Pero ¿qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?

El brillo de la mirada risueña de Matthew desapareció por completo y se puso muy serio.

—Porque hay muchas informaciones del Ministerio de Colonias que se están filtrando a la embajada alemana, Thomas. Lo sabemos porque los alemanes están al corriente de todas nuestras intenciones, y eso es algo que no debería estar pasando. A veces se enteran de cosas incluso antes de que las sepamos en el Foreign Office. De momento, no parece que esto haya provocado ningún daño, pero podría condicionar muy gravemente nuestras posibilidades de éxito de cara a cualquier tratado con ellos.

—¿Me estás diciendo que alguien del Ministerio de Colonias está pasando información a la embajada alemana?

—No veo otra explicación posible.

—Pero ¿qué clase de información? ¿No es posible que se enteren por otra fuente? Estoy seguro de que tendrán agentes en el África Oriental, ¿no?

—Si supieras algo más sobre cómo funcionan los asuntos relacionados con África no me harías esta pregunta —dijo Matthew encogiéndose de hombros—. Cualquier informe que se recibe es completamente distinto del anterior, y muchas de las informaciones que contienen son susceptibles de una docena de interpretaciones, sobre todo en lo que concierne a jefes y príncipes nativos. Lo que los alemanes saben es precisamente la versión del Ministerio de Colonias.

—¿Información sobre qué, por ejemplo?

Matthew se bebió el té que le quedaba en la taza.

—Por lo que sabemos, de momento se trata básicamente de informes sobre depósitos minerales y sobre tratados de intercambio entre diferentes facciones y los jefes nativos. Sobre todo uno de Zambezia llamado Lobengula. Hemos hecho todo lo posible para que los alemanes no estén al corriente de las negociaciones que ya hemos iniciado en este asunto.

—¿Lo están?

—Es difícil saberlo, pero me temo que sí.

Pitt apuró su té, se sirvió un poco más y cogió otra tostada. Le encantaba la mermelada hecha en casa; Charlotte la preparaba con una intensidad tal de sabor que al tomarla parecía que la cabeza se llenaba toda de ella. Ya se había dado cuenta de que a Matthew también le gustaba.

—Entonces es que tenéis a un traidor en el Ministerio de Colonias —dijo muy despacio—. ¿Quién más está al corriente de lo que me has contado?

—Mi inmediato superior y el ministro, lord Salisbury.

—¿Nadie más?

Matthew abrió los ojos como platos.

—¡Por el amor de Dios! Por supuesto que no. No nos parece conveniente que todo el mundo se entere de que en el Ministerio de Colonias hay un espía. Ni tampoco queremos que el espía en cuestión sepa que ya conocemos su existencia. Tenemos que solucionar el asunto antes de que cause un problema grave, y aún entonces habrá que mantenerlo en secreto.

—Yo no puedo intervenir sin la debida autorización —argumentó Pitt.

Matthew frunció el ceño.

—Yo mismo te daré la autorización por escrito, si así lo quieres. Creía que te habían ascendido a superintendente. ¿Para qué quieres más autoridad de la que ya tienes?

—Es para el subcomisionado, sobre todo si voy a interrogar al personal del Ministerio de Colonias —respondió Pitt.

—Ah, claro; él la necesitará.

—¿Crees que todo esto tiene algo que ver con el otro asunto?

Matthew arrugó las cejas por un momento y luego pareció comprender a qué se estaba refiriendo.

—¡Dios mío, espero que no! El Círculo Interior siempre cae muy bajo, pero ni se me había ocurrido que pudiera estar involucrado en un asunto de traición como es el caso que nos ocupa. No. Por lo que sé y por lo que padre me dijo, los intereses del Círculo Interior dependen de que Gran Bretaña mantenga toda su riqueza y poder en la medida de lo posible. Cualquier pérdida británica en África conlleva también la suya. Una cosa es que nos roben ellos, y otra muy distinta que lo hagan los alemanes —dijo sonriendo amargamente ante aquella ironía—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Crees que hay miembros del Círculo Interior dentro del Ministerio de Colonias?

—Probablemente; lo que sí te aseguro es que están dentro de la policía, aunque no sé en qué nivel.

—¿Quizá al nivel de un subcomisionado? —preguntó Matthew.

Pitt terminó de comer la última tostada con mermelada.

—Es posible. Pero yo me refiero al rango que puedan ocupar dentro del Círculo Interior. No hay ninguna relación entre los dos y eso es lo que hace que sea tan peligroso.

—No te comprendo.

—Imagina que esa persona ostenta un gran poder político o económico —empezó a explicar Pitt—; que es un recién llegado al Círculo y que debe cierto grado de obediencia a otro miembro del Círculo que aparentemente no es nada importante en el mundo. Nunca sabes desde dónde se ejerce el verdadero poder.

—Pero entonces… —empezó a decir Matthew y luego bajó el tono de la voz hasta que se hizo inaudible y lanzó a su amigo una mirada de perplejidad—. Eso explicaría muchos de los extraños descubrimientos que hemos hecho… —dijo retomando la frase—. Una red de lealtades soterradas que funciona al contrario de lo que parece, con una dependencia y una fuerza que va más allá de los miembros conocidos del Círculo. —Matthew palideció y tensó los músculos de la cara—. Dios mío, es terrible. Jamás lo habría imaginado. No me extraña que padre estuviera tan angustiado. Sé muy bien por qué estaba enfadado, pero nunca entendí por qué se sentía tan impotente, o por lo menos hasta este extremo. —Aquí se detuvo y guardó silencio, hasta que de repente decidió proseguir—: Pero por muy difícil que sea, tengo que intentarlo. No puedo permitir que… todo quede así.

Pitt no dijo nada.

—Lo siento —dijo Matthew mordiéndose el labio—. No estabas intentando disuadirme, ¿verdad? Estoy un poco asustado de mí mismo. En cualquier caso, te ocuparás del asunto de las filtraciones del Ministerio de Colonias, ¿no?

—Por supuesto. En cuanto llegue a Bow Street. Supongo que te encargarás de que el Foreign Office solicite oficialmente la investigación, ¿verdad? ¿Puedo usar tu nombre?

—Sí, claro —dijo Matthew y luego metió la mano en un bolsillo y extrajo un sobre que entregó a Pitt—. Aquí tienes la autorización por escrito. Y, Thomas… gracias.

Pitt no supo qué decir. Quitarle importancia al gesto podía interpretarse como que tampoco le importaba su amistad de forma que todo quedara en una simple muestra de educación.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Pitt cambiando de tema.

Matthew parecía realmente agotado; la noche anterior, si es que algo había dormido, seguramente le había proporcionado un descanso muy superficial. Matthew dejó la servilleta a un lado y se levantó.

—Tengo muchos asuntos pendientes. Me han citado —empezó a decir tomando aliento— pasado mañana para la investigación judicial.

—Estaré allí.

—Gracias.

—Y… ¿el entierro?

—Dos días después. El 6. Vendrás, ¿verdad? Será en Brackley, claro. Lo enterraremos en el panteón familiar.

—Naturalmente que iré —dijo Pitt, y también se levantó—. ¿Adónde vas ahora? ¿Vuelves a casa?

—No, no; la citación es aquí en Londres. Aún tengo cosas que hacer.

—¿Tienes a alguien que…? Ya sabes que puedes volver aquí cuando quieras.

Matthew sonrió.

—Gracias, pero lo mejor es que vaya a ver a Harriet. Yo… —empezó a decir con cierto embarazo.

Pitt esperó.

—Acabo de prometerme en matrimonio —prosiguió Matthew con un ligero rubor en las mejillas.

—¡Enhorabuena! —dijo Pitt sintiéndolo de verdad. Se habría alegrado igualmente en cualquier otro momento, pero ahora tenía la suerte de contar con alguien que pudiera apoyarlo y con quien compartir aquellos momentos tan difíciles—. Claro que tienes que ir a verla y contarle lo que ha pasado antes de que se entere por los periódicos o de que alguien se lo diga.

Matthew lo miró con cara de reproche.

—¡Thomas! ¡Ella no lee los periódicos!

Con un aspaviento, Pitt se dio cuenta de que acababa de meter la pata con respecto a una convención social. Las mujeres no leían los periódicos, exceptuando las circulares de la familia real y las páginas de moda. Él se había acostumbrado a Charlotte y a su hermana, Emily, quien, desde que abandonó el hogar paterno jamás aceptó restricción alguna sobre lo que debía leer o no. Hasta el mismo lord Ashworth, el primer marido de Emily, no tuvo más remedio que ceder ante aquel insólito capricho.

—Por supuesto. Lo que en realidad quería decir es que alguien que lea el periódico puede llegar a comentárselo —dijo disculpándose—. No creo que sea la manera más apropiada de enterarse de todo. Estoy seguro de que hará todo lo posible para ayudarte en lo que pueda.

—Sí… Yo… —empezó Matthew encogiéndose de hombros—. Es una crueldad que me sienta tan feliz en estos momentos…

—¡Tonterías! —le cortó Pitt—. Sir Arthur sería el primero en desearte todo el consuelo que puedas encontrar, y toda la felicidad también. No creo que sea necesario que yo te lo recuerde. Debes saberlo por ti mismo, a no ser que hayas olvidado por completo la clase de hombre que era. —Resultaba extraño y doloroso hablar de él en pasado, y de repente, sin esperarlo, volvió a sentirse lleno de dolor.

Matthew debía de estar sintiendo algo parecido porque estaba completamente pálido.

—Lo sé. Pero yo… todavía… no puedo. En cualquier caso, iré a verla. Es una mujer maravillosa, Thomas. Te gustará. Es la hija de Ransley Soames, del Tesoro.

—¡Otra vez enhorabuena! —exclamó Pitt tendiéndole la mano en un gesto automático.

Matthew la estrechó y esbozó una sonrisa.

—Y ahora será mejor que nos vayamos —sugirió Pitt—. Yo a Bow Street y tú al Ministerio de Colonias.

—De acuerdo, pero antes quisiera despedirme de la señora Pitt y darle las gracias por su hospitalidad. Ojalá… Ojalá se la hubieses presentado a padre, Thomas. Le habría gustado mucho… —dijo tragando saliva y apartándose ligeramente para disimular aquella repentina pérdida de autocontrol.

—Lo sé —concedió Pitt emocionado—. Es una de las muchas cosas de las que me arrepiento. —Abandonó la sala con discreción para dejar que Matthew se sobrepusiera a solas y subió a buscar a Charlotte.

Al llegar a la comisaría de Bow Street tuvo la suerte de encontrar allí al subcomisionado Giles Farnsworth. Acudía sólo de vez en cuando por estar al mando de una zona considerablemente amplia; en cualquier caso, nunca solía llegar a aquellas horas. Pitt sabía que sólo podía llegar a verse con él después de un considerable esfuerzo.

—Ah, buenos días, Pitt —le saludó Farnsworth enérgicamente. Era un hombre apuesto y de una educación impecable, con el cabello liso y brillante, la cara perfectamente afeitada y unos ojos de un gris azulado por los que se adivinaba una gran ecuanimidad—. Ha llegado usted en el mejor momento. Mal asunto el robo de anoche en Great Wild Street. Se llevaron los diamantes de lady Warburton. Aún no tenemos la relación completa de las joyas robadas, pero sir Robert la tendrá lista antes del mediodía. Es un caso muy feo. Ocúpese usted personalmente, ¿quiere? Le prometí a sir Robert que lo pondría en manos de mi mejor hombre —dijo sin molestarse siquiera en esperar la respuesta de Pitt. Se trataba de una orden, no de una sugerencia.

Cuando Micah Drummond tuvo que jubilarse, recomendó que su puesto lo ocupara Pitt y lo hizo con tal fervor que Farnsworth no tuvo más remedio que aceptarlo, aunque con muchas reservas. A diferencia de Drummond, Pitt no era un caballero, ni tenía experiencia alguna en un puesto de mando, ni siquiera como oficial en el ejército, algo que Drummond, por cierto, también había hecho. Farnsworth estaba acostumbrado a trabajar con subordinados del mismo rango social de Drummond en el cargo de superintendente. Se entendían a la perfección, conocían las reglas que los hombres de categoría inferior desconocen por completo, y se sentían muy cómodos en su afinidad.

Pitt jamás podría equipararse socialmente con Farnsworth y nunca existiría algo parecido a la amistad entre los dos. El hecho de que Drummond considerara a Pitt como un amigo no dejaba de ser uno de esos errores inexplicables que incluso los caballeros suelen cometer de vez en cuando. Pero siempre que ocurría esto, era porque se trataba de alguien con experiencia y conocimientos en algo sobre lo que poder asesorarles, como la cría de caballos de raza, o el diseño de un enorme jardín con toda clase de plantas y parterres para cultivar boj o espliego, o quizá algún brillante mecanismo para construir fuentes y cascadas. Pitt jamás había conocido a alguien con semejante falta de juicio con respecto a un subordinado más joven.

—Señor Farnsworth —dijo Pitt cuando el otro ya estaba saliendo por la puerta.

—¿Sí? —Farnsworth estaba sorprendido.

—Naturalmente me ocuparé de los diamantes de lady Warburton si así lo quiere, pero preferiría que pusiera a Tellman en mi lugar para que así pueda ocuparme de un asunto en el Ministerio de Colonias, en donde se me ha informado que alguien está filtrando información muy importante relacionada con nuestros intereses en África.

—¿Cómo? —Farnsworth estaba consternado. Giró sobre los talones y miró fijamente a Pitt—. ¡No sé nada de eso! ¿Por qué no me ha informado inmediatamente? Ayer estuve localizable todo el día, y anteayer también. Me hubiese encontrado fácilmente de haberlo intentado. Aquí dispone de un teléfono. Ya va siendo hora de que instale uno en su propia casa. Hay que ponerse al día, Pitt. Estos inventos modernos sirven para que los usemos todos, y no sólo para que se entretengan un rato quienes tienen más dinero e imaginación que sentido común. Pero ¿qué es lo que le pasa? Es usted demasiado anticuado. ¡Demasiado obstinado!

—Hace sólo una hora y media que lo he sabido —replicó Pitt con satisfacción—. Justo antes de salir de mi casa. Tampoco me parece un asunto muy adecuado para tratar por teléfono; en cualquier caso, conviene saber que sí tengo teléfono.

—Y si no es un asunto muy adecuado para tratar por teléfono, dígame entonces ¿cómo se ha enterado? —quiso saber Farnsworth en un tono igualmente satisfecho e irónico—. Si lo que quería era la mayor discreción posible, tal vez debería haber ido primero al Ministerio de Colonias para estar más seguro antes de venir aquí. ¿Tan convencido está de que esa información que se filtra es tan importante? Tal vez, llevado por un exceso de celo ha olvidado que no tiene los suficientes elementos de juicio para discernir la gravedad de esa información tal como sugiere. Quizá se trate de un equívoco.

Pitt sonrió y metió las manos en los bolsillos.

—Un funcionario del Foreign Office vino a verme —contestó— siguiendo instrucciones de lord Salisbury, y me pidió oficialmente que investigara el asunto. La información de la que estamos hablando se ha filtrado a la embajada alemana, razón por la cual ya están al corriente de casi todo. Como ve, no se trata de que unos simples papeles hayan pasado de un lado al otro.

Farnsworth estaba boquiabierto, pero Pitt no le permitió hablar.

—Los alemanes conocen perfectamente muchas de nuestras intenciones con respecto a las posesiones del África Oriental, a Zambezia y al posible corredor británico que una El Cairo con Ciudad del Cabo. Claro que si los diamantes de lady Warburton son tan importantes…

—¡Al diablo con lady Warburton y sus diamantes! —estalló Farnsworth—. Tellman se ocupará de eso. —Y añadió con una expresión de rencor desencajando las impecables facciones de su cara—: Antes he dicho que enviaría a mi mejor hombre, pero no he dicho quién. No vaya a pensar ahora que eso depende del cargo que se tiene. Vaya inmediatamente al Ministerio de Colonias. Dedíquese a eso en cuerpo y alma, Pitt. No quiero que se dedique a ningún otro asunto hasta que esto esté resuelto. ¿Me ha comprendido? Y por el amor de Dios, hombre, ¡sea discreto!

Pitt sonrió.

—Sí, señor Farnsworth. De hecho eso es lo que iba a hacer hasta que ha surgido el asunto de lady Warburton.

Farnsworth le lanzó una mirada feroz, pero no contestó nada.

Pitt abrió la puerta. Farnsworth salió. Pitt lo siguió y llamó al sargento de guardia ordenando que fueran a buscar al inspector Tellman.