8

Pitt fue despertando poco a poco, a medida que los golpes que resonaban en su cabeza se hacían más persistentes y le devolvían al límite de la conciencia. Abrió los ojos. Por las cortinas se colaba una franja de la primera luz diurna. Charlotte estaba dormida acurrucada a su lado, cálida y con el pelo recogido en trenzas sueltas que empezaban a deshacérsele.

Los golpes no cesaban. Del exterior no llegaba ruido alguno, no pasaban calesas, ni carros, no se oía ruido de pasos ni de voces.

Pitt se dio la vuelta y miró el reloj junto a la cama. Eran las cinco menos diez.

Los golpes se hacían más insistentes. Procedían del piso de abajo, de la puerta principal.

Hizo un esfuerzo por incorporarse y se pasó los dedos por el cabello, se puso la chaqueta por encima del camisón de dormir y fue descalzo hasta la ventana. Charlotte se agitó en la cama sin llegar a despertarse del todo. Él levantó el marco corredizo de la ventana y se asomó a la calle.

Los golpes cesaron y una figura robusta retrocedió unos pasos de la puerta y miró hacia arriba. Era Tellman. Su cara aparecía muy blanca a la luz primeriza de la mañana, sin su habitual bombín. Tenía el cabello enmarañado y un aspecto alterado.

Pitt le indicó que bajaba enseguida y, tras cerrar la ventana, caminó haciendo el menor ruido posible hacia la puerta del descansillo y bajó la escalera hasta el vestíbulo. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

De cerca Tellman ofrecía aún peor aspecto. Tenía el rostro macilento y la escasa carne que lo recubría estaba como hundida entre los huesos. No esperó a que Pitt le preguntara.

—Ha sucedido algo terrible —dijo nada más verle—. Será mejor que venga y lo vea usted mismo. Aún no se lo he dicho a nadie, pero el señor Farnsworth se va a alterar de verdad cuando se entere.

—Entre —le ordenó Pitt dejándole pasar—. ¿De qué se trata? —En su mente se dispararon todo tipo de temores. Supuso que se habría producido alguna terrible noticia procedente de la embajada alemana. Aunque, ¿cómo habría llegado a oídos de Tellman? ¿Algún prófugo que había sustraído documentos?—. ¿De qué se trata? —insistió con apremio.

Tellman permanecía en el escalón de la entrada. Estaba tan pálido que parecía que fuera a desmayarse, lo cual por sí solo bastaba para alarmar a Pitt. Él creía a Tellman hecho a todo.

—La señora Chancellor —dijo Tellman, que tosió lastimosamente y tragó saliva—. Acabamos de hallar su cadáver, señor.

Pitt se quedó estupefacto. Se le hizo un nudo en la garganta y apenas pudo musitar:

—¿Su cadáver?

—Sí, señor. Arrojado a la orilla del río, a la altura de la Torre. —Miraba a Pitt con ojos vacíos.

—¿Suicidio? —pronunció Pitt con lentitud, incapaz de creer en tal posibilidad.

—No. —Tellman permanecía inmóvil, salvo por un ligero temblor a pesar de que la mañana era templada—. Asesinato. La han estrangulado y luego la han arrojado al agua. Ha tenido que suceder esta misma noche, a juzgar por su aspecto. Pero tendrá que esperar al examen forense para saberlo con seguridad.

Pitt sintió un dolor tan intenso que acabó por transformarse en una rabia incontenible. Era una mujer tan hermosa y vulnerable, tan llena de vida, con un espíritu tan elevado e independiente… Su recuerdo en la recepción de la duquesa de Marlborough se le manifestó con toda viveza. Reprodujo mentalmente los rasgos de su rostro mientras Tellman hablaba. Sucedía tan raras veces que hubiera conocido a la víctima en vida, que el sentimiento de pérdida era ahora algo personal, diferente de la pena que solía sentir.

—¿Por qué? —exclamó con virulencia—. ¿Por qué iba nadie a querer destruir a una mujer así? No tiene sentido. —Sin darse cuenta había apretado los puños y tensado por la rabia los músculos del cuerpo bajo la chaqueta. Ni siquiera era consciente de que estaba descalzo sobre el escalón de la puerta y que no se había puesto los pantalones.

—Está el asunto de la traición en el Ministerio de Colonias… —dijo Tellman con voz apesadumbrada—. Quizá supiera algo…

Pitt golpeó el dintel de la puerta con el puño y dejó escapar un juramento.

—Debería vestirse, señor, y venir conmigo —dijo Tellman con tranquilidad—. No lo sabe nadie, salvo el barquero que la encontró y el agente que me informó a mí, pero no podremos mantener la confidencialidad mucho tiempo. Por mucho que se les diga que sean discretos y demás, al final no puede evitarse que alguien hable.

—¿Es que saben quién era la víctima? —preguntó Pitt sorprendido.

—Sí, señor. Por eso me avisaron a mí.

Pitt se enojó consigo mismo. Debería haberlo supuesto.

—¿Cómo es posible? —preguntó—. ¿Cómo puede ser que los barqueros del río la conocieran?

—Ellos no, sino los agentes —explicó Tellman con tono paciente—. Son los agentes los que sabían quién era ella. Enseguida vieron que se trataba de una persona distinguida, era obvio, cualquier tonto lo habría visto, pero además llevaba un pequeño colgante de oro alrededor del cuello. Estaba cerrado y al abrirlo descubrieron un retrato. —Suspiró y en sus ojos se apreció por un momento una sombra de tristeza—. Era de Linus Chancellor, tan claro como la luz del día. Por eso nos avisaron a nosotros. Quienquiera que fuera aquella mujer, sabían que aquel retrato sólo podía significar problemas.

—Ya veo. ¿Dónde está el cuerpo? —Pitt lo miró.

—Sigue en la Torre, señor. Les ordené que la taparan y la dejaran más o menos como estaba para que usted pudiera verla.

—Ahora mismo bajo —dijo Pitt, dejando a Tellman en la entrada. Subió al piso de arriba, despojándose de la chaqueta al llegar al descansillo, y se quitó el camisón de dormir nada más cruzar la puerta de la habitación.

Charlotte había vuelto a dormirse y le parecía cruel despertarla, pero tenía que decirle adónde iba. Optó por vestirse primero. No tenía tiempo de afeitarse. Bastaría con un brioso remojón de agua fría de la jofaina y un buen restregón con la toalla.

Se inclinó sobre Charlotte y la tocó con suavidad.

Debía de estar algo tenso, o tal vez fueran sus manos frías después de haberse lavado con el agua, el caso es que ella se despertó al instante.

—¿Qué? ¿Pasa algo? —Abrió los ojos y vio que Pitt estaba vestido. Se incorporó, medio dormida—. ¿Qué ha sucedido?

Pitt no tenía tiempo para decírselo con suavidad.

—Tellman ha venido para decirme que han encontrado el cadáver de Susannah Chancellor en la orilla del río.

Charlotte le miraba sin acabar de comprender lo que le decía.

—Tengo que irme. —Se inclinó para darle un beso.

—¿Se ha suicidado? —preguntó Charlotte sin apartar los ojos de él—. Pobrecilla… yo… —Su rostro se retorció en una mueca de dolor.

—No… no. La han asesinado.

En el rostro de Charlotte se dibujó una expresión de sobresalto y alivio a un tiempo.

—¿Por qué has pensado que se había suicidado? —le preguntó Pitt.

—Pues… no lo sé. Parecía tan trastornada.

—En cualquier caso, por lo que dice Tellman no existen dudas.

—¿Cómo ha muerto?

—Primero tengo que verlo —dijo él, eludiendo una respuesta. Le dio un ligero beso en la mejilla y se volvió para marcharse.

—¡Thomas!

Se detuvo.

—Has dicho «por lo que dice Tellman». ¿Qué te ha dicho?

Pitt suspiró despacio.

—La han estrangulado. Lo siento. Está abajo esperándome.

Permaneció sentada en silencio, con expresión abatida. No había nada que él pudiera hacer. Salió de la habitación con un sentimiento de tristeza e impotencia.

Tellman le esperaba en el vestíbulo. En cuanto apareció Pitt, se volvió y marchó delante hasta la calle. Pitt cerró la puerta y se apresuró para alcanzarle. Al llegar a la esquina cruzaron la calle principal y en cuestión de unos minutos pararon una calesa y Tellman ordenó al cochero que les llevara a la Torre de Londres.

Era un largo trayecto desde Bloomsbury. Se dirigieron primero hacia el sur, a Oxford Street, y luego hacia el este, hasta girar por High Holborn y seguir durante kilómetro y medio antes de girar más a la derecha en dirección al río, por St. Andrews Street, Shoe Lane y St. Bride Street hasta Ludgate Circus.

Tellman iba sentado en silencio. No era un hombre sociable. No era dado a compartir sus pensamientos y permanecía quieto en una actitud incómoda, mirando al frente.

En varias ocasiones Pitt estuvo a punto de preguntarle algo, pero no se le ocurría nada que pudiera ser de utilidad. Tellman ya le había dicho todo lo que sabía con certeza. El resto sólo podían ser especulaciones. Además, Pitt no estaba del todo seguro de querer escuchar las ideas que Tellman pudiera tener acerca de Susannah Chancellor. Su encantador e inteligente rostro con su capacidad para inspirar dolor se le aparecía ya en la mente con el realismo suficiente como para saber lo que iba a encontrarse cuando llegaran a la Torre.

Giraron por Ludgate Hill y continuaron por St. Paul’s Churchyard, con el gigantesco cuerpo de la catedral por encima de sus cabezas. Su cúpula se recortaba oscura contra el pálido cielo de la mañana, surcado por unas pocas franjas de nubes que interrumpían apenas un color azul uniformemente límpido. Había muy pocas personas por la calle. Durante todo el recorrido por Canon Street pasaron sólo media docena de calesas, dos carros grandes y una carreta recogedora de estiércol. Por Canon Street dieron a East Cheap y finalmente a Great Tower Street.

Tellman se inclinó y dio un seco e inesperado golpe en el techo para avisar al cochero.

—¡Gire a la derecha! —ordenó—. Siga por Water Street hasta Lower Thames Street.

—Por ahí no se va a ninguna parte, sólo están las Escaleras de la Reina y el Puente de los Traidores —replicó el cochero—. Si quieren ir a la Torre, como decían, es mejor coger por Trinity Square, que está a la izquierda.

—Usted déjenos en las Escaleras de la Reina y luego siga su camino —dijo Tellman con tono tajante.

El cochero masculló unas palabras inaudibles, pero obedeció.

Avistaron las oficinas de las aduanas, hacia el oeste, que comenzaban a bullir ya con el ajetreo de los ciudadanos que iban y venían. Luego giraron a la derecha y se encontraron de frente con la gran fortificación medieval de la Torre de Londres, auténtica memoria de piedra de una conquista que se retrotraía hasta las profundidades de la Edad Media y de una historia que sólo se recordaba por los breves arrebatos de iluminación de los escritores, por las pintorescas obras de arte y las narraciones de sangrientas batallas y por los exquisitos remansos de una cristiandad apasionada.

La calesa se detuvo en las Escaleras de la Reina. Pitt pagó al cochero y éste giró a la izquierda, haciendo que sus caballos partieran en un brioso trote.

Faltaban dos minutos para las seis. El gran manto plateado del río aparecía en calma en su totalidad. Incluso las barcazas de carga, oscuras contra la brillante superficie, apenas si levantaban una pequeña ola. El aire era fresco y ligeramente húmedo, y traía un olor a sal de la marea.

Tellman abrió el paso a lo largo de la ribera del río hasta llegar a las escaleras, donde les esperaba un barquero. Levantó la vista sin mudar la expresión y maniobró con destreza el pequeño bote hasta orientarlo de forma que pudieran abordarlo.

Pitt miró a Tellman, en espera de su iniciativa.

—A la Puerta de los Traidores[*] —dijo éste escuetamente, mientras subía al bote delante de Pitt y tomaba asiento. No le gustaba ir en barca, lo que se traslucía en su rostro.

Pitt le siguió con un movimiento ágil y le dijo gracias al barquero mientras éste hacía partir el bote.

—¿La encontraron en la Puerta de los Traidores? —preguntó con voz entrecortada.

—La marea la arrastró hasta allí —repuso Tellman. La puerta estaba sólo algunos metros río abajo. Era la entrada a la Torre por la que en otro tiempo se llevaba a los condenados a su ejecución, y se abría directamente sobre las aguas.

Pitt vio el pequeño grupo de personas que se había formado ya: un agente de uniforme con aspecto aterido a pesar de lo atemperado de la mañana, la túnica escarlata de un caballero de la Guardia Real, los tradicionales alabarderos que custodiaban la torre y el otro barquero de los dos que habían hallado el cadáver.

Pitt saltó a tierra, tratando de evitar mojarse los pies en la rampa que emergía del agua. Susannah yacía en el lugar en que la había dejado la marea alta, con los pies solamente por debajo de la superficie. Formaba una silueta alargada y esbelta, apenas descompuesta, vuelta a medias boca arriba. Una blanca mano sobresalía visiblemente de entre las empapadas ropas de su vestido. El cabello se le había desprendido de las agujas que lo sujetaban y se le había adherido alrededor del cuello y sobre la piedra del suelo como una madeja de algas.

El agente se volvió hacia Pitt y, al reconocerle, se apartó del cuerpo.

—Buenos días, señor. —Tenía un semblante muy pálido.

—Buenos días, agente —contestó Pitt. No recordaba su nombre, si es que alguna vez lo había sabido. Miró a Susannah—. ¿Qué hora era cuando la encontraron?

—Sobre las tres y media, señor. La pleamar había sido un poco antes de las tres, según dice ese barquero. Supongo que ellos fueron los primeros que pasaron por esta parte del río después de que el agua la arrojara a la orilla, pobre mujer. No es un suicidio, señor. A la pobre la estrangularon, de eso no hay duda. —Hablaba con aspecto triste y muy solemne para sus veintipocos años. Tenía asignada la ronda en las orillas del río y aquél no era el primer cadáver que veía, ni la primera mujer, pero sí era tal vez la primera que veía vestida con ropa tan elegante y que tenía, como había podido comprobar cuando le apartaron el cabello, un rostro tan apasionado y vulnerable. Pitt se arrodilló para mirarla con mayor atención. Vio en su cuello las inconfundibles marcas amoratadas de unos dedos, pero, a juzgar por la falta de magulladuras y de hinchazón en el rostro, pensó que tal vez hubiera muerto por la ruptura del cuello y no por asfixia. No es que fuera un consuelo, en absoluto, pero el hecho de no verla desfigurada aliviaba el dolor. Posiblemente había sufrido breves segundos. Se aferraría a aquella convicción mientras pudiera.

—No la hemos tocado, señor —dijo uno de los barqueros con nerviosismo—. Sólo para asegurarnos de que estaba muerta y de que no podíamos ayudarla, pobre criatura. —Tenía un conocimiento suficiente de las circunstancias que impulsan a las personas al suicidio como para no juzgarlas. Por él las enterraría en el camposanto y dejaría la decisión en manos de Dios. Pero no era hombre que frecuentara la iglesia por convicción. Lo hacía sólo por complacer a su esposa.

—Gracias —dijo Pitt con expresión ausente, sin dejar de mirar a Susannah—. ¿En qué punto del río pueden haberla arrojado para que haya venido a parar aquí?

—Eso depende, señor. La corriente es muy caprichosa. Sobre todo en un río como éste, lleno de revueltas y remolinos. La mayoría de veces el cuerpo primero se hunde, luego vuelve a la superficie más o menos donde se sumergió. Pero si lo tiraron durante el cambio de la marea, al agua quiero decir, se desplazaría desde más arriba del río. Eso si la tiraron desde una barca. Pero si la tiraron desde la orilla, lo más probable es que fuera durante la subida de la marea, y entonces habría remontado el río, desde más abajo. Entonces dependería de cuándo la tiraron, más que de dónde, ¿me sigue?

—O sea que lo único que sabemos con seguridad es que estaba aquí cuando la marea cambió, ¿no?

—Puede que tenga razón —convino el barquero—. Cuando se arroja un cuerpo al agua, varía mucho el tiempo que puede permanecer en ella. Depende de si pasa algo que produzca oleaje, o de si topa con algo. A veces se quedan encallados, o son arrastrados. Hay corrientes y remolinos con los que no siempre cuentas. A lo mejor el doctor podrá decir cuánto hace que está muerta, la pobre. Entonces podremos decirle más o menos dónde la tiraron.

—Gracias. —Pitt levantó los ojos hacia Tellman—. ¿Ha mandado llamar al furgón fúnebre?

—Sí, señor. Está esperando en Trinity Square. No quería despertar más habladurías —contestó Tellman sin mirar a los barqueros. Si no sabían quién era la víctima, mucho mejor. La noticia ya se difundiría lo bastante aprisa. Y para Chancellor sería una forma terrible de conocerla, o para quienquiera que le hubiera tenido afecto.

Pitt se incorporó dejando escapar un suspiro. Se lo diría a Chancellor personalmente. Él le conocía y Tellman no. Aparte de que no era un deber que pudiera delegarse.

—Haga que venga hasta aquí y que se la lleven para que le hagan el examen forense. Tengo que informar de esto lo antes posible.

—Sí, señor, por supuesto. —Tellman miró una vez más a Susannah y se volvió hacia la barca, con una mueca de disgusto.

Al cabo de unos minutos Pitt se marchó también. Subió las Escaleras de la Reina y caminó despacio por Great Tower Hill. Se vio obligado a llegar hasta East Cheap para poder encontrar un coche de alquiler. La mañana comenzaba a encapotarse por el norte y ahora había más gente por la calle. Un muchacho vendedor de periódicos proclamaba a los cuatro vientos ciertos problemas del gobierno. Un vocero tomaba su desayuno matutino en un puesto ambulante mientras estudiaba las noticias del día y se preparaba para componer sus versos. Dos hombres salieron de una cafetería enzarzados en una animada discusión. Iban buscando una calesa, pero Pitt se les adelantó ante su consternación.

—A Berkeley Square, por favor —ordenó al conductor antes de subirse al carruaje. El cochero hizo un gesto de asentimiento y partió. Pitt se arrellanó en el asiento y trató de formarse una composición mental de lo que iba a decir. Era inútil, como esperaba. No había forma razonable de irrumpir con una noticia como aquélla, ni de suprimir el dolor que iba a producir, ni siquiera de mitigarlo. Sólo podía ser sencilla e inequívocamente una noticia terrible.

Intentó pensar al menos qué preguntas le haría a Chancellor, pero eso tampoco le sirvió de mucho. Fuera lo que fuera lo que decidiera en aquellos momentos, tendría que volver a replanteárselo una vez comprobara cuál era el estado de ánimo de Chancellor, hasta qué punto era capaz de mantener la serenidad suficiente para contestar a ningún tipo de pregunta. El dolor afectaba a las personas de forma muy diferente. En algunos casos la conmoción era tan profunda que no se manifestaba en un principio. Eran personas que podían aparecer calmadas durante días, hasta que el dolor podía con ellas. Otras eran presa de la histeria, se sentían desgarradas por una rabia impotente, o eran incapaces de hacer otra cosa que llorar sin poder pensar en nada coherente salvo en la pérdida que acababan de sufrir.

—¿Qué número, señor? —el cochero interrumpió sus pensamientos.

—El diecisiete, creo.

—¿La casa del señor Chancellor?

—Eso es.

El cochero parecía querer añadir algo más, pero cambió de idea y cerró la trampilla del techo.

Al cabo de un momento Pitt se apeó, le pagó y permaneció inmóvil en el escalón de la entrada, estremeciéndose a pesar del sol de la mañana. Eran ya más de las siete. Por toda la plaza se veían doncellas ocupadas sacando las alfombras para sacudirlas y barrerlas, y mozos y lacayos que iban de un lado a otro en cumplimiento de sus encargos. También había algunos repartidores más madrugadores con sus carros y vendedores callejeros que les entregaban los periódicos a las muchachas para que los plancharan y pudieran presentárselos a los señores de la casa durante el desayuno antes de salir a atender sus ocupaciones diarias en el centro de la ciudad.

Pitt llamó a la campanilla de la entrada.

Casi al instante le abrió un lacayo que pareció muy sorprendido de ver a alguien que llamaba a la puerta principal a una hora tan temprana.

—¿Sí, señor? —dijo con educación.

—Buenos días. Mi nombre es Pitt. —Sacó una tarjeta de visita—. Necesito ver imperiosamente al señor Chancellor ahora mismo. Es por un asunto inaplazable. Dígaselo así, por favor.

El lacayo había trabajado durante un tiempo para un ministro del gabinete, razón por la cual no estaba deshabituado a asuntos de extrema emergencia.

—Sí, señor. Si tiene la amabilidad de esperar en la salita, informaré al señor Chancellor de que está usted aquí.

Pitt dudó unos instantes.

—¿Sí, señor? —se interesó el lacayo con educación.

—Siento ser portador de una noticia terriblemente grave. Tal vez quisiera usted avisar primero al mayordomo.

El lacayo palideció.

—Cómo no, señor, si así lo cree necesario.

—¿Lleva el mayordomo del señor Chancellor mucho tiempo con él?

—Sí, señor, unos quince años.

—Entonces, por favor, llámele a él primero.

—Sí, señor.

Al cabo de unos momentos llegó el mayordomo, con aspecto alterado. Cerró la puerta de la salita tras él y miró a Pitt con el ceño fruncido.

—Soy Richards, señor, el mayordomo del señor Chancellor. Entiendo por lo que dice Albert que ha sucedido algo grave. ¿Se trata de alguno de los caballeros del Ministerio de Colonias? ¿Ha ocurrido algún… accidente?

—No, Richards. Me temo que es algo mucho peor —dijo Pitt con calma y con un tono de aspereza en la voz—. Lamento tener que decir que la señora Chancellor ha… fallecido de forma violenta. —No añadió nada más. El mayordomo se tambaleó como si fuera a desmayarse. Su piel perdió todo rastro de color.

Pitt se apresuró a sostenerle y le hizo retroceder hasta una silla.

—Lo… siento, señor —jadeó Richards—. No sé qué me ha pasado. Yo… —Miró a Pitt con ojos suplicantes—. ¿Está seguro, señor? ¿No habrá habido alguna confusión… un error de identificación? —A pesar de sus palabras, su rostro reflejaba que sabía que no era así. ¿Cuántas mujeres había en Londres que pudieran parecerse a Susannah Chancellor?

Pitt no contestó a la pregunta. No había necesidad.

—Pensé que sería prudente tenerle a usted convenientemente cerca cuando le dé la noticia al señor Chancellor —dijo Pitt con amabilidad—. Tal vez pudiera tener preparada una botella de brandy. Y podría ocuparse de que no reciba visitas y comunicados hasta que no se sienta capaz de hacerles frente.

—Sí. Sí, por supuesto. Gracias, señor. —Y con paso todavía tambaleante e inseguro, Richards salió de la habitación.

Linus Chancellor llegó al cabo de unos minutos, con paso impaciente y una decisión en la mirada que sobresaltó a Pitt. Se dio cuenta de que Chancellor esperaba que le traería noticias relacionadas con la información que estaba siendo sustraída de África. Al ver el intenso interés que expresaban sus ojos se dio cuenta también, si es que había albergado alguna duda, de que Chancellor era inocente de toda complicidad.

—Lo siento, señor. Traigo noticias muy graves —dijo antes casi de que Chancellor hubiera cerrado la puerta. No podía soportar que se prolongara el equívoco.

—¿Se trata de alguno de mis superiores? —preguntó Chancellor—. Le agradezco que haya venido a decírmelo en persona. ¿De quién se trata? ¿De Aylmer?

Pitt seguía teniendo frío a pesar del calor de la habitación y del sol que brillaba ya en el exterior.

—No, señor. Lamento tener que decirle que estoy aquí por la señora Chancellor. —Vio la sorpresa reflejarse en el rostro de Chancellor y no esperó más—. Lo lamento profundamente, señor, pero tengo que comunicarle que ha fallecido.

—¿Que ha… fallecido? —Chancellor repitió la palabra como si no conociera su significado—. Pero si estaba perfectamente anoche. Salió a… —Se volvió y se dirigió hacia la puerta—. ¿Richards?

El mayordomo apareció de inmediato, con una bandeja con una botella de brandy, una copa y el rostro blanco como el papel.

Chancellor se volvió hacia Pitt, y luego de nuevo hacia el mayordomo.

—¿Ha visto usted a la señora Chancellor esta mañana, Richards?

Richards miró a Pitt sin saber qué decir.

—Señor Chancellor, no hay posibilidad de duda —dijo Pitt con suavidad—. La han encontrado en la Torre de Londres.

—¿En la Torre de Londres? —repitió Chancellor con incredulidad. Abría los ojos con desmesurado escepticismo y una mirada que parecía próxima a la hilaridad, como si aquella idea fuera demasiado absurda para ser cierta.

Pitt se había enfrentado a comportamientos histéricos en otras ocasiones. Era algo que cabía dentro de lo posible.

—Por favor, siéntese, señor —le rogó—. Va a ser duro para usted.

Richards depositó la bandeja y le ofreció una copa de brandy.

Chancellor la cogió y se la bebió de un trago, tras lo cual le sobrevino un fuerte acceso de tos que duró unos segundos, hasta que consiguió recuperarse.

—¿Qué fue lo que sucedió? —preguntó pronunciando lentamente y con voz titubeante—. ¿Qué podía estar haciendo en la Torre de Londres? Salió para ir a visitar a Christabel Thorne. Sé que Christabel es excéntrica… pero ¿la Torre de Londres? Por el amor de Dios, ¿es que se puede entrar a esas horas de la noche?

—¿Es posible que ella y la señora Thorne fueran a dar un paseo por el río? —preguntó Pitt, aunque resultaba algo extraño que dos mujeres solas decidieran hacer algo así. ¿Acabarían encontrando también el cuerpo de Christabel en algún otro lugar de la ribera del río?

—¿A qué se refiere…? ¿Un accidente en barca? —preguntó Chancellor dubitativo—. ¿Lo ha sugerido la señora Thorne, acaso?

—Aún no hemos hablado con ella. No sabíamos que la señora Chancellor hubiera estado con ella. Pero no se trata de un accidente, señor. Lo siento de veras, mucho me temo que ha sido asesinada. El único consuelo que puedo ofrecerle es que tuvo que ser muy rápido. Es improbable que sufriera.

Chancellor se quedó mirándole, inmóvil, primero lívido, luego rojo por la congestión. Parecía a punto de ahogarse por falta de aire.

Richards le ofreció otra copa de brandy y se la bebió. El rostro fue perdiendo la violenta coloración hasta adoptar un aspecto enfermizo.

—¿Y Christabel? —susurró sin dejar de mirar fijamente a Pitt.

—Hasta el momento no sabemos nada de ella, pero haremos indagaciones, claro.

—¿Dónde… dónde encontraron… a… mi mujer? —Chancellor tenía dificultad en encontrar las palabras.

—En la Puerta de los Traidores. En una rampa que desciende hasta el agua…

—¡Ya sé, ya sé! Conozco el lugar, superintendente. Lo he visto muchas veces. Ya sé lo que es. —Tragó saliva una vez más—. Gracias por venir usted mismo a decírmelo. Debe de ser una de sus tareas más desagradables. Aprecio que haya venido en persona. ¿Supongo que estará encargado del caso? Y ahora, si no le importa, preferiría estar solo. Richards, informe por favor al Ministerio de Colonias de que no iré esta mañana.

De la casa de Linus Chancellor, Pitt se dirigió caminando a la de Jeremiah Thorne. Cruzó la plaza y recorrió Mount Street hasta el final, para luego caminar hacia el norte por Upper Brook Street. Tardó menos de veinte minutos en llegar a la puerta principal y llamar a la campanilla. El corazón le latía con fuerza como si hubiera recorrido dos veces la misma distancia. Se notó la lengua seca.

Contestó a la llamada un lacayo que le preguntó por lo que le traía hasta allí. Al presentarle su tarjeta, el criado le condujo a la biblioteca y le pidió que esperara. Iría a preguntar si la señora Thorne estaba en casa. A aquellas horas de la mañana parecía una excusa ridícula. Difícilmente podía no saber si ella estaba en casa, pero había sido instruido para que usara siempre las mismas ficticias fórmulas de cortesía antes de dejar entrar a cualquier visita. Si ésta era inconveniente, o si sus señores no deseaban ver a nadie, de ningún modo podía volver y decírselo con tal franqueza.

Pitt esperaba en tal estado de tensión que le fue imposible sentarse ni quedarse siquiera de pie en el mismo sitio. Se puso a caminar de un lado para otro. Una de las veces, sin reparar en los objetos que le rodeaban, se golpeó los nudillos al volverse en el borde de una mesa repujada. Se dio cuenta de que se había hecho daño, pero sólo vagamente. Aguzaba el oído a la espera de escuchar un sonido de pasos. Al pasar una de las doncellas se dirigió a la puerta y estuvo a punto de abrirla de golpe, cuando advirtió lo absurdo de su comportamiento. Luego oyó una risa sofocada y la respuesta de una voz masculina. Era una simple escena de coqueteo doméstico.

Estaba todavía cerca de la puerta cuando entró Christabel. Llevaba un vestido gris claro y tenía un aspecto muy saludable, aunque su humor no era tan bueno. Pero la curiosidad lo mantenía a raya, al menos en tanto no hubiera dilucidado la razón de una visita a aquellas horas.

—Buenos días, superintendente —dijo con frialdad—. Ha alarmado a mi lacayo con tanta insistencia por hablar conmigo. Espero que tenga una razón que la justifique. Es una hora realmente intempestiva para hacer una visita.

Pitt estaba demasiado afectado como para responder con rudeza. Había sucedido una tragedia auténtica. En la mente retenía todavía la imagen del rostro de Susannah mientras ésta yacía en medio del silencio de la Puerta de los Traidores, con el agua del río cubriéndole los pies.

—Siento un enorme alivio de ver que está usted bien, señora Thorne.

Hubo algo en la gravedad de su rostro que la asustó. Su actitud cambió de pronto por completo y su enojo desapareció.

—¿De qué se trata, señor Pitt? ¿Ha sucedido algo?

—Sí, señora. Lamento profundamente tener que comunicarle la muerte de la señora Chancellor, esta misma noche. El señor Chancellor creía que estaba con usted, por lo que como es natural he venido de inmediato para comprobar que no estuviera usted…

—¿Susannah? —Pareció alterarse sumamente, mientras le miraba con sus enormes ojos, perdida toda arrogancia—. ¿Susannah está muerta? —Dio un paso atrás, y luego otro hasta que tocó la silla que tenía detrás y se dejó caer en ella—. ¿Cómo? Si… si temía usted también por mí es que ha sido… una muerte… ¿violenta?

—Sí, señora Thorne. Me temo que la han asesinado.

—¡Oh, santo Dios! —Se tapó el rostro con las manos y permaneció sentada sin moverse unos instantes.

—¿Puedo ir a avisar a alguien? —se ofreció Pitt.

Ella alzó la vista.

—¿Qué? Oh… no, no, gracias. Mi pobre Susannah. ¿Cómo ha sucedido? Por el amor de Dios, ¿dónde estaba para que hayan podido…? ¿La agredieron? ¿La atracaron?

—Aún no lo sabemos. La han encontrado en el río, el agua la había arrojado a la orilla.

—¿Estaba ahogada?

—No. La estrangularon, con tanta violencia que puede que le rompieran el cuello. Probablemente fue muy rápido. Lo siento, señora Thorne, pero como el señor Chancellor creía que había venido a visitarla, debo preguntarle si la vio usted anoche.

—No. Cené en casa, pero Susannah no vino aquí. Debieron de agredirla antes de que pudiera… —Dejó escapar un suspiro y una ligera sonrisa, como una sombra triste, se dibujó en sus labios—. Es decir, si es que tenía intención de venir, claro. Quizá fuera a algún otro lugar. No creo que sea lógico suponer que fuera aquí adonde pensara venir. Aunque tampoco creo que tuviera una cita. Estaba demasiado enamorada de Linus como para considerar tal cosa… probable.

—No ha dicho usted «posible», señora Thorne… —se apresuró a observar Pitt.

Se levantó de la silla y se volvió para mirar por la ventana, dándole la espalda a Pitt.

—No. No hay muchas cosas que sean imposibles, superintendente. Eso es algo que uno aprende cuando va haciéndose mayor. La unión entre personas no siempre es lo que se supone que debería ser, y aun cuando amas a una persona, eso no quiere decir necesariamente que tengas que comportarte de una manera que todo el mundo vaya a entender.

—¿Lo dice en general, o tiene a la señora Chancellor en mente? —preguntó Pitt con tranquilidad.

—La verdad es que no lo sé. Pero Linus no es un hombre fácil. Es ingenioso, encantador, guapo, ambicioso y tiene sin duda un enorme talento. Pero me he preguntado siempre si era capaz de amarla a ella tanto como ella le amaba a él. Ya sé que no hay muchos matrimonios cuyos dos miembros se amen el uno al otro en la misma medida, eso sólo pasa en los cuentos de hadas. —Seguía dándole la espalda a Pitt y por el tono de voz dejaba entender que le resultaba indiferente si éste la comprendía o no—. No todo el mundo es capaz de dar lo mismo. Por lo general una de las partes tiene que transigir y aceptar lo que hay, y además no dejarse llevar por el resentimiento o la soledad. Eso pasa sobre todo con mujeres casadas con hombres poderosos y ambiciosos. Susannah era lo bastante inteligente para saber esta realidad, y creo que también era lo bastante prudente como para no luchar contra ello y perder lo que tenía… que creo que era mucho.

—Pero a usted no le parece imposible que hubiera encontrado un amigo o un admirador…

—Imposible no, superintendente, pero sí improbable. —Se volvió hacia él—. Apreciaba mucho a Susannah, señor Pitt. Era una mujer inteligente, valiente y muy íntegra. Amaba a su esposo, pero no por ello dejaba de ser capaz de hablar y actuar por sí misma. No estaba… dominada. Tenía carácter, desprendía pasión, sabía reír… —De pronto los ojos se le llenaron de lágrimas, que comenzaron a caer por sus mejillas. Se quedó inmóvil, llorando sin levantar la vista, sumida en un dolor profundo y desgarrador.

—Lo lamento mucho —dijo Pitt antes de dirigirse hacia la puerta. En el vestíbulo se encontró con Jeremiah Thorne, con aspecto sorprendido y algo nervioso.

—¿Qué demonios está haciendo aquí? —le preguntó.

—La señora Chancellor ha sido asesinada —replicó Pitt sin preámbulos—. Tenía razones para temer que su esposa había sufrido también algún daño. Me congratula que no sea así, pero está muy apenada y necesita afecto. El señor Chancellor no irá hoy al Ministerio de Colonias.

Thorne se quedó unos segundos mirándole, comprendiendo apenas lo que acababa de escuchar.

—Lo siento —repitió Pitt.

—¿Susannah? —Thorne parecía ahora sorprendido. No cabía error en la realidad de su emoción—. ¿Está seguro? Lo siento, qué pregunta tan absurda. Desde luego que lo está, de lo contrario no habría venido aquí. Pero ¿cómo? ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué, en el nombre de Dios, pensó usted que Christabel estaba relacionada? —Escrutó el rostro de Pitt como si hubiera podido ver en él alguna respuesta más inmediata que las palabras.

—El señor Chancellor creía que su esposa tenía intención de visitar anoche a la señora Thorne —repuso Pitt—. Pero al parecer no llegó a venir.

—¡No…! No la esperábamos.

—Eso me ha dicho la señora Thorne.

—¡Santo cielo, es espantoso! Pobre Susannah. Era una de las mujeres más adorables que he conocido… adorable en el verdadero sentido de la palabra, Pitt. No estoy pensando en su rostro, sino en el espíritu que iluminaba su interior, la pasión, el valor… el corazón. Discúlpeme, vuelva más tarde y pregunte todo lo que quiera, pero ahora debo ir con mi mujer. Sentía un gran afecto por Susannah… —Y sin añadir nada más se volvió hacia la biblioteca, dejando que Pitt encontrara él solo la salida.

Era todavía demasiado pronto para esperar que hubiera alguna información del forense. Apenas acabaría de recibir el cadáver. Las pruebas materiales eran escasas. Tal como había dicho el barquero, era posible que la hubieran arrojado al agua corriente arriba, después de que la marea cambiara hacia las dos y media, y luego se hubiera visto arrastrada aguas abajo; pero también era posible que la hubieran tirado más abajo, de donde la encontraron y que la crecida de la marea la hubiera llevado aguas arriba, hasta que al cambiar el reflujo de la marea el cuerpo habría quedado donde lo hallaron. Pero igual de verosímil que cualquiera de estas dos posibilidades era que la hubieran tirado prácticamente donde la encontraron. Más abajo de la Torre sólo estaban Wapping, Rotherhithe, Limehouse, los Surrey Docks y la isla de los Perros. Deptford y Greenwich estaban demasiado lejos para que hubiera podido remontar el cuerpo en el breve lapso de tiempo antes del paso del flujo al reflujo. ¿Qué demonios podía estar haciendo Susannah Chancellor en cualesquiera de aquellos lugares?

Río arriba había sitios más verosímiles: el Puente de Londres, Blackfriars, Waterloo; incluso Westminster no estaba demasiado lejos. Estaba hablando de varios kilómetros. Claro que lo más probable es que la tiraran desde algún puente o desde la orilla norte, por cuanto era en ese lado donde la había arrojado el agua.

Le parecía imposible por otro lado que el hecho hubiera sucedido donde la encontraron, en la Torre de Londres. ¿Qué podía estar haciendo ella allí? Ni tampoco le parecía probable que hubiera sido en los aledaños. Allí sólo estaba el muelle de las aduanas en una orilla y St. Catherine’s Docks en la otra.

Lo mejor sería averiguar primero a qué hora salió de su casa en Berkeley Square, y en qué medio de transporte. Nadie había mencionado si había utilizado algún carruaje propio; debían de tener uno, como mínimo. ¿Dónde la había dejado el cochero? ¿Era concebible que la hubiera matado alguno de sus propios sirvientes? Era incapaz de imaginárselo, pero era una posibilidad que habría que eliminar igual que las demás.

Llevaba ya un buen trecho de camino desandado hacia Berkeley Square y al cabo de unos pocos minutos más llegó de nuevo al número diecisiete. Esta vez prefirió ir por las escaleras de servicio en lugar de molestarles llamando a la puerta principal.

Le abrió un mandadero, un muchacho con la cara muy blanca y asustada.

—Hoy no queremos comprar nada —dijo de sopetón—. Vuelva otro día. —E hizo ademán de cerrar la puerta.

—Soy policía —le dijo Pitt con tranquilidad—. Necesito que me dejes entrar. Ya sabes lo que ha pasado. Mi deber es descubrir quién lo hizo, así que tienes que decirme todo lo que sepas.

—¡Yo no sé nada!

—¿No sabes a qué hora salió la señora Chancellor de casa?

—¿Quién es, Tommy? —se oyó una voz masculina a espaldas del muchacho.

—Es un poli, George.

La puerta se abrió de par en par y apareció un sirviente con el brazo derecho en cabestrillo que miró a Pitt con suspicacia.

Pitt le entregó su tarjeta de visita.

—Será mejor que pase —dijo el hombre con reservas—. Aunque no sé qué podemos decirle nosotros.

El chico se hizo a un lado para dejar pasar a Pitt. La trascocina estaba repleta de verduras, tarros y cestas. Una criada jovencita, con los ojos enrojecidos, llevaba el delantal en la mano.

—El señor Richards está ocupado —continuó el hombre, mientras conducía a Pitt a través de la cocina hasta la despensa del mayordomo—. Y los lacayos están en el vestíbulo principal. Las doncellas están demasiado alteradas para atender a la puerta.

Pitt había dado por sentado que aquel criado era un lacayo, pero por lo visto se había equivocado.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—George Bragg, el cochero.

Pitt le miró el brazo.

—¿Cuándo se hizo eso?

—Anoche. —Sonrió con amargura—. No tiene importancia, me escaldé. Se curará pronto.

—Entonces, ¿no llevó usted a la señora Chancellor cuando ella salió anoche?

—No, señor. Cogió una calesa. El señor Chancellor la acompañó a buscarla. Ella iba a tardar en volver y el señor Chancellor tenía idea de salir también más tarde, con el carruaje.

—¿Sólo tienen un carruaje? —se sorprendió Pitt. Coches, caballos y libreas y arreos en general eran señal de estatus social. La mayoría de la gente procuraba mantener cuantos más mejor, y de la mayor calidad posible, aunque muchas veces fuera a costa de endeudarse.

—Oh no, señor —se apresuró a decir Bragg—. Pero la señora Chancellor no había planeado salir, así que no teníamos preparado el carruaje grande, y el señor Chancellor quería llevarse el landó más tarde. La señora iba a desplazarse poco más de un kilómetro, yo creo que si hubiera sido de día habría ido a pie.

—¿Así que salió ya de noche?

—Oh sí, señor. Hacia las nueve y media, diría yo. Y parecía que fuera a ponerse a llover. Pero Lily la vio cuando se marchó, ella se lo podrá decir con más exactitud. Si puede dominarse, claro está. Le tenía mucho cariño a la señora Chancellor, está en un estado lamentable.

—Si pudiera ir a buscarla, por favor —pidió Pitt.

George dejó a Pitt solo para ir a hacer lo que le pedían y estuvo ausente casi un cuarto de hora, hasta que volvió en compañía de una joven con el rostro congestionado y los ojos hinchados, que tendría unos dieciocho años y que estaba visiblemente trastornada.

—Buenos días, Lily —saludó Pitt—. Siéntese, por favor.

Lily estaba tan poco habituada a que le pidieran que se sentase en presencia de superiores, que no comprendió la orden.

—Siéntate, Lily. —George la empujó con suavidad a que se sentara en una silla.

—Lily, George dice que vio usted a la señora Chancellor anoche cuando salió de casa —comenzó Pitt—. ¿Es así?

—Sí, señor —gimió ella.

—¿Puede decirme qué hora era?

—Sobre las nueve y media, señor. No lo sé con exactitud.

—Cuénteme cómo fue.

—Yo estaba en el descansillo del primer piso, acababa de abrir las camas, y vi a la señora cruzar el vestíbulo y dirigirse a la puerta principal. —Tragó saliva—. Llevaba la capa azul que tanto le gustaba. La vi salir por la puerta de la calle. Ésa es toda la verdad. Lo juro. —Se puso a llorar otra vez, en silencio y con una actitud sorprendentemente digna.

—¿Es la hora habitual en que abre las camas, a las nueve y media?

—Sí, sí… señor…

—Gracias. No necesito molestarla más. Oh… sólo otra cosa. Usted vio a la señora Chancellor. ¿Y al señor Chancellor? ¿Le vio también?

—No, señor. Debía de haberse ido ya.

—Ya. Gracias.

La joven se puso de pie con una pequeña ayuda por parte de George y salió de la habitación, cerrando la puerta tras ella.

—¿Necesita ver a alguien más, señor? —preguntó el cochero.

—Usted ha dicho que el señor Chancellor salió más tarde.

—Sí, señor.

—¿Pero no le llevó usted? —Pitt miró el brazo en cabestrillo.

—No, señor. Me lastimé el brazo antes de que él se marchara, en realidad acababa de lastimármelo. El señor Chancellor condujo él mismo. Sabe dirigir muy bien un vehículo ligero. Maneja el landó sin ningún problema, y como había pedido que dispusiéramos los arreos, el coche estaba ya preparado.

—Comprendo. Gracias. ¿Sabe a qué hora regresó?

—No, señor. Pero vuelve tarde muchas veces. Las reuniones del gabinete y demás pueden prolongarse a veces hasta altas horas de la noche, sobre todo cuando hay problemas en el gobierno… ¿Y cuándo no los hay?

—Ciertamente. Gracias, creo que no necesito preguntarles nada más, al menos por el momento. A no ser que tenga usted algo que decirme que piense que pueda ser de utilidad…

—No, señor. Es la cosa más terrible que he oído jamás. No sé qué pudo suceder. —Tenía una expresión apenada y confusa.

Pitt se marchó con la mente llena de dudas y de especulaciones desagradables. Caminaba por Bruton Street sumido en sus pensamientos. Susannah le había dicho a su marido que se iba a ver a Christabel Thorne, pero al parecer no era cierto; a no ser que alguien le saliera al paso en el recorrido por Mount Street, en el intervalo de los diez minutos siguientes después de salir de su casa…

Pero ¿por qué mentir, a menos que fuera a hacer algo que no quería que él supiera? ¿Adónde se proponía ir, y con quién, para sentirse inclinada a mantenerlo en secreto? ¿Era posible que supiera quién era el traidor en el Ministerio de Colonias? ¿O que lo sospechara al menos? ¿Era concebible que fuera ella misma la traidora y que le sustrajera información a Chancellor sin su conocimiento? ¿Se traía éste documentos a casa y había encontrado ella la forma de verlos? ¿O quizá tuviera él por costumbre discutir tales asuntos con ella, cuya familia era tan importante en el sector de la banca? ¿Saldría pues ella con intención de dirigirse a la embajada alemana? Y en ese caso, ¿quién la había abordado? ¿Quién la había interceptado entre Berkeley Square y Upper Brook Street y la había llevado hasta la orilla del río para matarla? Tenía que ser alguien que estuviera esperándola, de ser ello cierto.

¿O había que buscar una explicación más sencilla y corriente, como una cita con un amante? Christabel Thorne había manifestado sus dudas al respecto, pero no lo había considerado imposible. ¿Era eso lo que había entre Susannah y Kreisler, y todas las discusiones acerca de África no tenían sino una importancia secundaria, por no decir ninguna? ¿Era el sentimiento de culpa la emoción que la atormentaba?

Pero ¿por qué el conductor de la calesa alquilada no había ido a la policía? Sin duda lo haría una vez salieran los periódicos a la calle y difundieran por todo Londres la noticia del descubrimiento del cadáver. Sería sólo cuestión de unas horas. Las primeras ediciones ya la tendrían y a la hora del almuerzo los chicos vendedores de periódicos la proclamarían a voz en grito.

Hacía un día claro, la gente sonreía a la luz del sol, se veían mujeres paseando con sus vestidos de muselina y encaje y los parasoles abiertos, y los arreos de los carruajes relucían, pero Pitt no se apercibía de nada de todo aquello mientras caminaba, con la cabeza gacha, hacia Oxford Street.

¿Era imaginable incluso que todo aquello tuviera algo que ver con el Círculo Interior? Ella conocía a sir Arthur, por quien parecía haber sentido una gran admiración. ¿Era posible que supiera algo relacionado con la muerte de éste? ¿Era ése el secreto que la turbaba, alguna espantosa sospecha finalmente confirmada?

De ser así, ¿de quién se trataba? De Chancellor no. Pitt hubiera estado dispuesto a jurar que Chancellor no era miembro. ¿Y Thorne? Susannah era amiga íntima de Christabel. Habría sentido que estaba traicionando una relación muy querida para ella, pero al mismo tiempo se habría sentido igualmente incapaz de guardar silencio ante un asesinato. No resultaría extraño en tal caso que Charlotte hubiera dicho que Susannah tenía una expresión atormentada.

Dos mujeres jóvenes pasaron junto a él, riendo y rozándole los pies con sus faldas. Parecían salir de otro mundo.

¿Estaba Christabel enterada de algo? ¿O había dicho la verdad al asegurar que Susannah no había estado en su casa? Tal vez no tuviera la menor idea de que el esposo que tan apegado parecía a ella era capaz de matar a su amiga para evitar que pudiera poner en peligro al Círculo. ¿Cómo podría soportarlo cuando se viera obligada a enfrentarse a la verdad?

¿Era Jeremiah Thorne, a su manera, otra víctima más del Círculo Interior, destruido por un pacto acordado en la ignorancia, si no en la inocencia, un hombre que no se atrevía a ser sincero consigo mismo por miedo a perder… el qué, la posición, el estatus social, el crédito financiero, la vida?

En Oxford Street alquiló una calesa y le dio al cochero la dirección de la comisaría de Bow Street. El forense habría hecho al menos un informe preliminar, con el momento estimado de la muerte. Aparte de esto, tenía que ver a Farnsworth.

Empleó el trayecto en considerar cuáles eran los siguientes pasos que debía dar. Iba a ser una investigación difícil. No es tan fácil indagar acerca de la esposa de un ministro del gabinete, y uno de los más populares, por cierto. La gente haría elucubraciones sobre lo que había pasado, a partir de creencias básicas que no querrían ver cuestionadas. Las emociones estarían a flor de piel. Iba a convertirse en un blanco fácil, alguien sobre quien cargar el dolor y la ira, y el miedo subsiguiente. Si era posible asesinar a la esposa de un ministro del gabinete, en una calesa en pleno Mayfair, ¿quién estaba a salvo?

Cuando se apeó en Bow Street habían salido ya a la venta las últimas ediciones de los periódicos y un muchacho gritaba con voz clara y penetrante:

—¡Extra! ¡Extra! ¡Crimen horrendo! ¡Esposa de ministro! ¡La esposa de Linus Chancellor asesinada en la Torre de Londres! ¡Extra! ¡Extra! —Bajó el tono de voz—. Eh, señor Pitt. ¿Quiere uno? ¡Está todo aquí!

—No, gracias —rehusó Pitt—. Si sale algo que yo no sé, entonces es que es mentira. —Y mientras el muchacho se reía con una risita infantil, subió las escaleras y entró en la comisaría.

Farnsworth estaba ya dentro, con rostro tenso y un aspecto menos inmaculado que de costumbre. Bajaba las escaleras interiores en el momento en que Pitt llegaba al pie de las mismas.

—Ah, Pitt —dijo Farnsworth al verle—. Estaba esperándole. ¡Santo Dios, qué espanto! —Se mordió el labio—. Pobre Chancellor. El secretario para las colonias más brillante que hemos tenido en muchos años, quién sabe si posible primer ministro, y tenía que sucederle a él. ¿Qué ha averiguado? —Dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras hacia el despacho de Pitt.

Pitt le siguió y cerró la puerta antes de contestar.

—Salió de su casa hacia las nueve y media de la noche acompañada por Chancellor, pero él sólo estuvo con ella hasta que alquiló la calesa en que ella subió. Ella le dijo que iba a visitar a Christabel Thorne, en Upper Brook Street, a quince minutos de la casa, a lo sumo. Pero la señora Thorne dice que no llegó hasta allí y que además no la esperaban.

—¿Eso es todo? —dijo Farnsworth con semblante sombrío. Permanecía de pie, de espaldas a la ventana, pero aun así podía verse que su expresión era una inconfundible mezcla de conmoción y desesperación angustiada.

—De momento, sí —repuso Pitt—. Oh, según la criada que la vio marcharse, al salir de casa llevaba puesta una capa de color azul que no se halló cuando encontramos el cuerpo. Es probable que la perdiera en el río. Si las aguas la arrojan a la orilla en un lugar diferente y la encontramos, puede que nos dé alguna pista acerca del lugar en que la tiraron.

Farnsworth se quedó unos momentos pensativo. Abrió la boca para decir algo, pero seguramente adivinó la respuesta y se limitó a gruñir entre dientes.

—Supongo que pudo ser en cualquier sitio, según la marea…

—Sí, aunque según los barqueros del río, la mayoría de las veces el cuerpo sale a la superficie más o menos en el lugar en que se sumergió.

Farnsworth hizo una mueca de desagrado.

—El momento de la muerte puede que nos diga algo —prosiguió Pitt—. Si fue a una hora suficientemente temprana, tuvo que ser bastante antes de que cambiara la marea.

—¿A qué hora cambia?

—Hacia las dos y media.

—¡Qué asunto tan espantoso! Supongo que no tendrá ninguna idea acerca del móvil. La robaron… o… —Hizo un gesto de repulsa y renunció a decir con palabras la segunda posibilidad.

Pitt ni siquiera había considerado la idea. Tenía la mente demasiado ocupada por los asuntos de traición, y por el recuerdo del asesinato de Arthur Desmond.

—No lo sé, señor —confesó—. El forense nos lo dirá. Aún no tengo su informe. Es un poco pronto.

—¿Un atraco? —dijo Farnsworth con un atisbo de esperanza.

—Tampoco lo sé. Cuando la encontraron llevaba un colgante con un pequeño estuche alrededor del cuello. Gracias a él la reconocieron. No le pregunté a Chancellor si llevaba algún otro objeto de valor.

Farnsworth frunció el entrecejo.

—No, quizá no. Pobre hombre. Debe de estar desolado. ¡Es terrible, Pitt! Por todo tipo de razones debemos aclarar este asunto lo antes posible. —Avanzó unos pasos apartándose de la ventana—. Será mejor que deje el asunto del Ministerio de Colonias en manos de Tellman. Céntrese en éste. Es espantoso… sencillamente espantoso. No recuerdo un caso tan… tan horripilante desde… —Guardó silencio.

Pitt estuvo a punto de apuntar: el otoño del ochenta y ocho y los crímenes de Whitechapel, pero no había lugar. No es posible comparar el horror.

—A menos que estén relacionados —optó por decir.

Farnsworth hizo un gesto brusco con la cabeza.

—¿Cómo dice?

—A menos que la muerte de la señora Chancellor tenga alguna relación con el asunto de traición en el Ministerio de Colonias —se explicó.

Farnsworth le miró como si acabara de proferir una blasfemia.

—No es algo imposible —dijo Pitt con tranquilidad, mirándole a los ojos—. La señora Chancellor podría haber descubierto algo de forma accidental, sin tener ninguna culpa.

Farnsworth se relajó.

—O también sería muy posible que estuviera involucrada —añadió Pitt.

—Espero que tenga la suficiente inteligencia como para no decir nada semejante fuera de aquí —dijo Farnsworth con parsimonia—. Ni la menor señal de haberlo pensado siquiera.

—Desde luego que la tengo.

—Confío en usted para este asunto, Pitt. —Era casi una pregunta y Farnsworth se quedó mirándole fijamente con expresión suplicante—. No siempre apruebo sus métodos, ni sus juicios de valor, pero ha resuelto usted algunos de los casos más difíciles de Londres, en diferentes momentos. Haga todo lo que esté en su mano. No piense en otra cosa hasta que todo esto haya concluido… ¿ha comprendido?

—Sí, por supuesto. —No habría pensado en otra cosa, dijera lo que dijera Farnsworth, cosa que seguramente éste sabía.

La discusión se vio interrumpida por una perentoria llamada a la puerta. Un agente asomó la cabeza en el momento en que Farnsworth contestaba.

—¿Sí? —dijo Farnsworth con brusquedad.

El agente se quedó algo confuso.

—Hay una dama que desea ver al señor Pitt, señor.

—¡Pues dígale que espere! —espetó Farnsworth—. Pitt está ocupado.

—No, señor. Quiero… quiero decir que se trata de una dama de verdad. —El agente no se movía—. No me atrevería a decirle eso, señor. No la ha visto usted.

—Pero ¡por el amor de Dios! ¿Le tiene miedo a una mujer sólo porque le ha dicho que es alguien importante? —aulló Farnsworth—. ¡Váyase y haga lo que le he dicho!

—Pero señor, yo… —No pudo acabar la frase. Una imperiosa voz a sus espaldas le liberó de su azoramiento.

—Gracias, agente. Si éste es el despacho del señor Pitt, yo misma le diré que estoy aquí. —Al cabo de un segundo la puerta se abría de par en par y Vespasia miraba fijamente a Farnsworth con ojos centelleantes. Tenía un aspecto espléndido con sus sedas y encajes de color crudo, y con las fabulosas perlas que caían sobre su busto—. No recuerdo tener el honor de conocerle, señor —dijo con frialdad—. Soy lady Vespasia Cumming-Gould.

Farnsworth respiró hondo y tragó saliva con la desgracia de atragantarse, lo que le provocó un inoportuno acceso de tos.

Vespasia esperaba.

—El subcomisionado Farnsworth —dijo Pitt por él, con cierta dificultad por disimular tanto su asombro como su regocijo.

—Mucho gusto, señor Farnsworth. —Vespasia entró en el despacho pasando junto a él y se sentó en la silla que había frente al escritorio de Pitt. Dejó su parasol, con la punta hacia abajo, sobre la alfombra y esperó a que Farnsworth se recobrara o se marchara, o, preferentemente, ambas cosas.

—¿Has venido para verme a mí, tía Vespasia? —le preguntó Pitt.

Le miró con frialdad.

—Desde luego. ¿Por qué otro motivo iba a venir yo a un lugar tan infausto como éste? No tengo por costumbre frecuentar las comisarías de policía para divertirme, Thomas.

Farnsworth seguía con sus sufrimientos, jadeando en busca de resuello y saltándosele las lágrimas de los ojos.

—¿En qué puedo servirte? —le preguntó Pitt a Vespasia mientras tomaba asiento detrás de su escritorio, que no era otro que el precioso escritorio de madera de roble con incrustaciones de cuero verde de Micah Drummond. Pitt estaba muy orgulloso de haberlo heredado.

—En nada —repuso ella, con un atisbo de ternura en sus plateados ojos—. He venido con el fin de ayudarte, o por lo menos de darte algo más de información, sirva o no de ayuda.

Farnsworth parecía incapaz de dejar de toser. Seguía de pie en medio del despacho, tapándose su desencajado rostro con un pañuelo.

—¿En relación con qué? —preguntó Pitt.

—¡Por el amor de Dios, haz algo por este hombre antes de que se ahogue! —ordenó Vespasia—. ¿No tienes brandy, o un poco de agua al menos?

—Hay una botella de sidra en el armario del rincón —propuso Pitt.

Farnsworth hizo una mueca de disgusto. Micah Drummond habría tenido brandy. Para Pitt era demasiado fuerte, al margen de que no le gustara en absoluto.

—Si… quisiera… excusarme… —Farnsworth, entre jadeos, consiguió por fin salir del despacho.

—Sí, quiero. —Vespasia inclinó la cabeza benévola y tan pronto salió Farnsworth se volvió de nuevo hacia Pitt—. Es en relación con el asesinato de Susannah Chancellor, claro está. ¿Hay alguna otra cosa que pueda ocupar tu atención esta mañana?

—No. No había caído en que tú, naturalmente, habrías oído ya hablar de ello.

Vespasia no se molestó en contestar a la observación.

—La vi anteanoche —dijo con tono grave—. No logré escuchar lo que decía, pero estuve observándola y no pude evitar percibir que sus palabras despertaban las más vivas emociones.

—¿Con quién habló?

Miró a Pitt como si supiera exactamente de qué tenía él miedo. El rostro de Vespasia expresaba una profunda lástima.

—Con Peter Kreisler —repuso.

—¿Dónde tuvo lugar esa conversación?

—En casa de lady Rattray, en Eaton Square, durante una velada musical. Había cincuenta o sesenta personas, no más.

—¿Y viste a Kreisler y a la señora Chancellor? —insistió Pitt con un sentimiento de desazón en su interior—. ¿Podrías describirme ese encuentro, con toda la precisión posible?

Pasó por el rostro de Vespasia una sombra de desaprobación, que desapareció al instante.

—Comprendo muy bien la importancia de la cuestión, Thomas. No tengo intención de andarme por las ramas. Yo estaba a unos tres o cuatro metros de ellos, escuchando sólo a medias a una insoportable y tediosa conocida que me hablaba de su salud. Qué poco gusto. A nadie le interesa saber los detalles de los achaques de los demás. Primero vi a la señora Chancellor. Estaba hablando muy seria con alguien cuyo rostro me tapaba casi por entero una palmera exuberante plantada en un tiesto. Aquel sitio parecía una jungla, qué horror. Estaba todo el rato esperando que me cayera un insecto de algún árbol y se me colara por el cuello. ¡No envidio para nada a esas jovencitas con sus enormes escotes! —Se encogió ligerísimamente de hombros.

Pitt se lo imaginaba perfectamente, pero no era el momento para esos comentarios.

—El rostro de Susannah expresaba una profunda preocupación, casi angustia —continuó Vespasia—. Comprendí que estaba al borde de una pelea. Cambié de lugar para poder ver con quién hablaba. Él parecía suplicarle algo, pero al mismo tiempo se mostraba inflexible en su postura. El curso de la discusión se alteró y entonces parecía que era ella la que adoptaba una actitud suplicante. Había algo en sus gestos que denotaba desesperación. Pero a juzgar por su expresión, no parecía capaz de ablandarle a él. Al cabo de unos quince minutos se marcharon. Él parecía complacido con el resultado de la discusión. Ella estaba desolada.

—¿Pero no tienes alguna idea de cuál podía ser el objeto de la conversación? —preguntó Pitt, aunque ya sabía cuál iba a ser la respuesta.

—Ni la más remota, y me niego a hacer especulaciones.

—¿Ésa fue la última vez que viste a la señora Chancellor?

—Sí. Y también la última que vi al señor Kreisler —dijo con desazón. Su tristeza turbó a Pitt.

—¿Hay algo que te da miedo? ¿Qué es? —le preguntó con franqueza. Las sutilezas o las evasivas no eran buenas tácticas para tener éxito con Vespasia. Ella era capaz de leer su pensamiento con notable exactitud.

—Me da miedo la pasión del señor Kreisler por África. En él, lo que le parece bueno para su amado continente pesa mucho más que cualquier otra consideración y está por encima de cualquier otra cosa por la que pudiera sentir fidelidad. No es una cualidad que a Nobby Gunne dejara indemne. He conocido a varios hombres en mi vida cuya devoción a una causa podía justificar cualquier tipo de trato a otros hombres, pues tenían la firme convicción de que su ideal era más noble que cualquier individuo y estaba por encima de éstos. —Dejó escapar un suspiro y apoyó el parasol en su falda—. Todos esos hombres tenían una intensa vitalidad, un encanto que emanaba de la fogosidad y el arrojo de su naturaleza. Y tenían también una gran habilidad para el trato con los demás, al menos durante breve tiempo, como si todo el ardor de su espíritu estuviera al alcance de los otros, del amor de los otros, si quieres. Fui descubriendo invariablemente que en su corazón había una gran frialdad, una obsesión que se alimentaba a sí misma y que exigía sacrificios sin devolución. Eso es lo que me da miedo, Thomas… no por mí, sino por Nobby. Es una gran persona, por la que siento un gran afecto.

No había nada que decir, honestamente no se podía hacer ningún reproche.

—Espero que te equivoques. —Le sonrió con afabilidad—. Pero te agradezco mucho que hayas venido a contármelo. —Le ofreció la mano, pero ella se levantó sin aceptarla. Marchó con la espalda recta y la cabeza erguida hacia la puerta, que él le abrió, y la acompañó por la escalera hasta la calle, donde la ayudó a subir al carruaje que la esperaba.

—Antes de caer al agua, sin ninguna duda —dijo el forense sacando el labio inferior hacia fuera y respirando profundamente. Alzó los ojos hacia Pitt a la espera de alguna objeción. Era un hombre de rasgos alargados y severos que se tomaba muy en serio las tragedias de su profesión—. En favor del canalla que la asesinó hay que decir que lo hizo rápido. Hay señales de dos golpes muy fuertes.

—¡Yo no las veo! —le interrumpió Pitt.

—Porque las tiene en la parte lateral de la cabeza, tapadas por el pelo. Luego la estranguló con tal violencia que le rompió el hueso. —Se tocó su propio cuello—. Murió casi en el acto. Dudo que sintiera nada más que el primero de los golpes, y quizá un instante de asfixia antes de que todo hubiera acabado. Aunque siguieran estrangulándola, ella ya estaba muerta.

Pitt le miró con una sensación de escalofrío.

—¿Se emplearon con mucha violencia, entonces?

—En efecto. El asesino, o bien tenía intención de matarla, o bien estaba en tal estado de furor que no midió su propia fuerza. El hombre al que busca es muy peligroso, Pitt. O está completamente desesperado y mata para robar, aun sin necesidad, ya que podría haber evitado que gritara sin hacerle lo que le hizo, o es alguien que encierra tanto odio que éste se manifiesta de súbito en una forma cercana a la locura, por no decir en locura pura.

—¿Sufrió algún tipo de… abuso?

—¡Cielo santo, pues claro que sufrió un abuso! ¿Cómo llama usted a eso? —Señaló con la cabeza el cuerpo tendido sobre la mesa y cubierto con una sábana—. Si lo que quiere decir es que si la violaron, no sea tan condenadamente timorato. ¡Por Dios, no soporto los eufemismos! Sea honesto con la víctima y llame al crimen por su verdadero y horrendo nombre. No, no la violaron.

Pitt dejó escapar un suspiro de alivio. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de que eso le importara tanto. Sintió cómo se le relajaban un poco los músculos de los hombros y cómo disminuía parte de su aflicción interna.

—¿Hacia qué hora murió? ¿Puede precisarlo?

—No tanto como para que pueda servirle de mucha ayuda —repuso el forense resoplando por la nariz—. Entre las ocho y las doce de la noche, diría yo. El hecho de que la arrojaran al río supone una dificultad añadida. El agua está muy fría, aun en esta época del año. El frío se confunde con el rigor mortis. ¡Por si fuera poco! Porque hay otra cosa más… —Frunció el ceño y miró a Pitt con expresión de perplejidad—. He encontrado unas extrañas marcas en su cuerpo, muy tenues, alrededor de los hombros. O para ser más exactos, las marcas están por debajo de los brazos y le llegan hasta la parte posterior del cuello. La arrastraron un buen trecho una vez en el agua. Podría ser que se le enganchara la ropa con algo. ¿A qué hora la encontraron?

—Hacia las tres y media.

—¿Y cuándo la vieron con vida por última vez?

—A las nueve y media.

—Pues ya lo tiene entonces. Usted mismo puede sacar conclusiones, con casi tanto acierto como yo. Anda detrás de un hombre muy peligroso, le deseo buena suerte. La necesitará. Una mujer muy bonita, qué triste. —Y sin esperar respuesta se volvió hacia el cuerpo que estaba examinando.

—¿Podría calcular cuánto tiempo estuvo en el agua? —preguntó Pitt.

—No mucho mejor de lo que puede usted conjeturar por sí mismo. Yo diría que más de media hora y menos de tres. Lo siento.

—¿La mataron con las manos?

—¿Cómo? Oh, sí. El asesino la mató con sus manos desnudas, no utilizó cuerda alguna, sólo sus dedos alrededor del cuello. Como ya le he dicho, se trata de un hombre muy fuerte, o movido por una pasión que yo no quisiera tener que ver jamás. No le envidio su trabajo, Pitt.

—Ni yo el suyo —dijo Pitt con sinceridad.

El forense soltó una risa perruna.

—Cuando yo intervengo, todo ha acabado ya. Ya no hay dolor, ni violencia, ni odio, sólo paz y silencio. El resto depende de Dios… si algo le importa.

—A mí sí me importa —dijo Pitt entre dientes—. Y Dios tiene que ser mejor que yo.

El forense rio de nuevo, esta vez con un tono más suave. Pero no dijo nada.

El tiempo transcurrido entre las nueve y media y las doce de la noche resultó sorprendentemente largo. No había muchas personas dispuestas a explicar sus movimientos durante aquellas dos horas y media salvo a expensas de una posible discusión. Pitt tomó dos hombres destinados a otros casos, mientras que dejó que Tellman se ocupara del asunto del Ministerio de Colonias. Dividió su tiempo entre interrogatorios y averiguaciones, pero no encontró pruebas concluyentes sobre nada.

Linus Chancellor le dijo que había salido y que, debido al percance del cochero, había conducido él mismo su carruaje. Le había ido a entregar un paquete de vital importancia a Garston Aylmer, quien al parecer se hallaba ausente cuando él llegó. Se sintió muy contrariado, pero le dejó el paquete al lacayo de Aylmer, quien, al ser interrogado, confirmó que Chancellor se había personado en la casa poco antes de las once.

Los sirvientes de Chancellor no le oyeron cuando éste regresó a casa, pero él les había dado instrucciones para que no le esperaran.

La doncella de Susannah, naturalmente, había estado esperando a su señora, como era su deber, para ayudarla a desvestirse cuando volviera y colgarle la ropa. Se había quedado dormida en la silla hacia las tres y media y sólo advirtió que Susannah no había vuelto cuando se despertó por la mañana. No quiso decir nada al respecto, ni explicar por qué no había dado antes la voz de alarma.

Pitt interpretó que la doncella había dado por sentado que su señora había acudido a una cita y que, aunque lo desaprobara totalmente, era demasiado fiel como para traicionarla. Ninguna presión por parte de Pitt, o del mayordomo, habrían hecho cambiar su relación de los hechos.

Pitt fue a ver a Peter Kreisler para pedirle que le explicara sus movimientos, pero cuando se presentó en los aposentos de Kreisler le informaron de que éste había salido y que no esperaban que volviera durante varias horas. Se vería obligado a esperar para obtener una respuesta por su parte.

Aylmer le dijo que había salido a observar las estrellas. Era una entusiasta de la astronomía. Nadie pudo confirmarlo. No era una afición multitudinaria, así que podía uno entregarse a ella en magnífica soledad. Se había llevado consigo un pequeño telescopio con trípode hasta Herne Hill, un lugar apartado de las luces de la ciudad. Se había desplazado hasta allí, solo, en un calesín de su propiedad que reservaba a tales fines y no había visto a ningún conocido. Si aquella historia era cierta, resultaba en verdad inesperada para un hombre como él. No debía de haber muchos caballeros del Ministerio de Colonias o del Foreign Office que se dedicaran a pasearse por Herne Hill a altas horas de la madrugada.

Jeremiah y Christabel Thorne habían pasado la velada en casa. Ella se había retirado pronto. Él se había quedado levantado hasta pasada la medianoche leyendo documentos oficiales. Los sirvientes confirmaron aquella versión. También confirmaron que en caso de que el señor o la señora Thorne hubieran salido de casa por la puerta del comedor que daba al jardín, no se habrían enterado, una vez ellos se habían retirado después de recoger la cena al ala de servicio que estaba al otro lado de la puerta tapizada. No había ninguna chimenea encendida que mantener, ni visitas a las que acompañar, y el señor Thorne les había dicho que él mismo correría las cortinas y cerraría las puertas.

Ian Hathaway había cenado en su club y se había marchado a las once y media. Dijo que se había ido directo a casa, pero puesto que vivía solo y que no les había pedido a los sirvientes que le esperaran, no había nadie que pudiera corroborar su palabra. Fácilmente habría podido volver a salir, de haber optado por ello.

Como parte del curso de las diligencias, Francis Standish, cuñado de Susannah, fue también informado de su muerte. Al pedírsele si podía explicar dónde había pasado la noche, contestó que había vuelto pronto a casa, se había cambiado y se había ido al teatro solo. No, no había nadie que pudiera confirmarlo.

¿Qué había ido a ver?

Esther Sandraz. Podía describir la obra en términos muy generales, pero eso no significaba nada. Una reseña en un periódico podía haberle facilitado la información.

Como es natural todos los esfuerzos se centraron en encontrar al conductor de la calesa que había recogido a Susannah Chancellor en Berkeley Square. Era la única persona que sabía lo que le había pasado antes del encuentro con su asesino.

El agente asignado por Pitt empleó toda la tarde y las primeras horas de la noche en buscarle, pero no tuvo éxito. Al día siguiente Pitt apartó a Tellman del caso del Ministerio de Colonias y le encomendó la misión. Sus esfuerzos fueron igualmente en vano.

—¿No sería una calesa camuflada? —dijo Tellman con amargura—. ¿Tal vez fuera el asesino vestido de cochero?

La idea ya se le había ocurrido a Pitt.

—Entonces averigüe de dónde sacó la calesa —le encargó—. Si tal fuera el caso, las posibilidades quedarían reducidas por la cuestión tiempo. Sabemos que la mayoría de las personas de las que hemos sospechado en relación con el asunto del Ministerio de Colonias pueden explicar dónde estaban a las nueve y media.

Tellman resopló.

—¿De verdad cree que ha sido uno de ellos? —dijo rechazando la idea—. ¿Por qué? ¿Por qué iba ninguno de ellos a querer matar a la señora Chancellor?

—¿Por qué iba nadie a querer matarla? —replicó Pitt.

—Para robarla. Dice Bailey que se han echado en falta dos anillos. Lo comprobó con la doncella.

—¿Y el colgante? ¿Por qué no se lo llevaron entonces? —insistió Pitt—. ¿Y la doncella asegura que llevaba los anillos puestos esa noche?

—¿Cómo?

—¿Que si la doncella asegura que salió esa noche con los anillos puestos? —repitió Pitt con paciencia—. Las señoras pierden las joyas a veces, aun cuando se trate de piezas de valor, o las empeñan, o las venden, o las regalan.

—No creo que él se lo preguntara. —Tellman se mostró contrariado por no habérsele ocurrido—. Le diré que vuelva para preguntárselo.

—Vaya mejor usted. Pero no deje de buscar al conductor de la calesa.

La última persona a la que Pitt encontró fue Peter Kreisler. El día anterior había intentado verle tres veces, pero en todas ellas estaba ausente y su criado no sabía si volvería en toda la jornada. En su segunda visita el lacayo de Kreisler había dicho que su señor había quedado muy afectado por la noticia de la muerte de la señora Chancellor y que se había marchado casi de inmediato, sin dejar indicación de qué le requería ni de cuándo pensaba regresar.

Cuando Pitt volvió una vez más aquella tarde, después de la infructuosa búsqueda de Tellman en pos del cochero de la calesa, Kreisler estaba en casa y recibió a Pitt enseguida y con cierta ansiedad. Su rostro denotaba cansancio, como si hubiera dormido poco, y desprendía una intensa energía nerviosa, aunque mantenía un perfecto control de su aflicción, fuera cual fuera la profundidad o el alcance de la misma. Pero Pitt imaginó que Kreisler era un hombre que sabía disimular sus emociones en todo momento y que estaba habituado tanto al triunfo como a la tragedia.

—Pase, superintendente —dijo mientras le acompañaba a una habitación que sorprendió a Pitt por su encanto, con el suelo de madera encerada y delicados relieves africanos en la repisa de la chimenea. No había pieles ni cuernos de animales, sólo una hermosa pintura de un leopardo. Le señaló una de las sillas—. Dobson, traiga de beber al superintendente. ¿Qué le apetece, cerveza, té, algo más fuerte?

—¿Tiene sidra?

—Cómo no. Dobson, sidra para el superintendente Pitt. Yo también tomaré un poco. —Le señaló de nuevo la silla y él se sentó enfrente, con el cuerpo inclinado hacia Pitt y el semblante serio—. ¿Ha averiguado algo importante? Yo he estado estudiando las mareas del río para ver dónde pudieron tirarla. Podría servir para descubrir dónde la mataron, y por tanto adónde fue después de partir de Berkeley Square, de donde salió sola, según tengo entendido, a primeras horas de la noche. —Hablaba con las manos entrelazadas delante de él—. Es decir, sola a partir de que Chancellor le alquiló una calesa y la vio subirse a ella. Si tomó rumbo a Upper Brook Street, debieron de abordarla casi enseguida. ¿Piensa usted que podría tratarse de un secuestro que salió mal?

Era en verdad una idea que a Pitt no se le había ocurrido y que desde luego tenía visos de verosimilitud.

—¿A cambio de un rescate? —preguntó, consciente del matiz de sorpresa que había en su voz.

—¿Por qué no? —observó Kreisler—. A mí me parece que tiene más sentido eso que no que quisieran matarla, pobre mujer. Chancellor tiene ambas cosas, dinero y poder. Como también su cuñado, Standish. Es muy posible que tuvieran intención de buscar algún modo de coaccionarle. Una idea horrible en grado sumo, pero no imposible.

—No… ciertamente —convino Pitt a su pesar—. Aunque las cosas tuvieron que tomar un giro muy inesperado para acabar como acabaron. Es seguro que no la mataron de forma accidental.

—¿Por qué? —Kreisler le miraba intensamente, con el rostro tenso por la emoción—. ¿Por qué dice eso, superintendente?

—Así lo da a entender el modo en que murió —repuso Pitt. No deseaba seguir discutiendo aquel punto con Kreisler, que era en muchos sentidos un sospechoso a tener en cuenta.

—¿Está seguro? —insistió Kreisler—. ¿A qué fin podía servir su muerte? Seguro que sería… —Su voz se extinguió.

—Si supiera a qué fin podía servir, señor Kreisler, habría avanzado mucho hacia el descubrimiento de su asesino —contestó Pitt—. Parece usted profundamente afectado por el asunto. ¿La conocía mejor de lo que yo suponía? —Observaba a Kreisler con atención, la palidez de su piel, el brillo de sus ojos, los diminutos músculos que le temblaban en la mandíbula.

—La había visto varias veces y me parecía una mujer encantadora e inteligente, con una gran sensibilidad y un gran sentido del honor —repuso él con un tono de voz elevado por la tensión—. ¿No es ésa una razón suficiente para estar horrorizado por su muerte y para desear con fervor que se encuentre a su asesino?

—Desde luego que lo es —dijo Pitt con mucha calma—. Pero la mayoría de la gente, por hondos que sean sus sentimientos, se conforman con dejar que la policía se encargue de ello.

—Bien, pues yo no —declaró Kreisler con vehemencia—. Pienso hacer todo lo que esté en mi poder por descubrir quién ha sido y por asegurarme de que el mundo también lo sepa. Y, con franqueza, superintendente, no me importa si a usted le gusta o no.