6
El día siguiente, lunes, Nobby lo dedicó en gran parte a cuidar su propio jardín. De todas las cosas que le gustaban de Inglaterra —y si lo pensaba un poco, la verdad es que no había muchas—, con los jardines era con lo que más disfrutaba. No eran raras las ocasiones en las que abominaba del clima, cuando los interminables y sombríos días de enero y febrero la deprimían y sentía entonces una dolorosa nostalgia por el sol africano. El aguanieve se introducía por las costuras de cualquier prenda diseñada para combatirla. El agua helada se abría paso por el cuello y las muñecas, entre los guantes y las mangas, no había bota capaz de mantener los pies secos y los dobladillos de las faldas quedaban empapados y sucios. ¿Es que los fabricantes de ropa no tenían la menor idea de lo que suponía andar por ahí con varios kilos de peso de tela mojada envolviendo el cuerpo?
Y había días, a veces incluso semanas, en que la niebla borraba el mundo por completo, una niebla pegajosa y espesa que se introducía por la garganta, distorsionando cualquier sonido parecido a la voz, y que se mezclaba con el humo y los vapores de cien mil chimeneas para formar una especie de sudario, como una tela fría y húmeda que cubría la cara.
Y qué decir de los desesperantes días de verano, cuando en lugar de luz y sol, caía una lluvia pertinaz y había que hacer frente al viento helado del este que venía del mar poniendo la carne de gallina.
Pero también había días de gloria en los que el sol lucía en un cielo perfecto, con árboles gigantescos de treinta y hasta sesenta metros de altura elevándose hacia lo alto entre el rumor de millones de hojas; los que más le gustaban eran los olmos, los susurrantes chopos, los abedules, con sus troncos plateados, y las enormes hayas.
Y la tierra siempre verde, sin secarse por el calor del verano ni congelarse por el frío del invierno. La abundancia de flores seguramente también era única. Nobby era capaz de nombrar un centenar de variedades sin necesidad de consultar un libro. Así, mientras contemplaba a la luz de la tarde su largo y pulido parterre de césped que acababa en un cedro y varios olmos, podía ver el rosal de Albertinas derramándose con profusión sobre el viejo muro de piedra, con innumerables capullos a punto de abrirse en un estallido de color rosa y coral. Y frente a él, las espuelas de caballero en espirales, listas para mostrar sus flores de color añil y azul marino, y las peonías de rojo intenso, engordando sus tallos para florecer. El aire se llenaba del perfume del espino y de las lilas de color rosa y púrpura.
En un día como aquél, quién no iba a dar la bienvenida a los constructores de imperios en África, la India, el Pacífico, las islas de las Especias o incluso las Indias.
—Discúlpeme, señora.
Nobby se volvió saliendo bruscamente de su ensimismamiento. Su criada estaba ante ella mirándola con cara de sorpresa.
—¿Sí, Martha?
—Discúlpeme. Hay una tal señora Chancellor que pregunta por usted. Es la esposa de Linus Chancellor. Es muy…
—¿Sí?
—Oh, será mejor que venga, señora. ¿Le digo que enseguida la recibirá?
Nobby se aguantó la risa y trató de disimular su sorpresa. ¿Qué diablos hacía Susannah Chancellor de visita en su casa? Nobby no era precisamente de su círculo social ni político.
—Sí, sí; dígale que pase y acompáñela hasta aquí —contestó ella.
Martha reaccionó con una torpe reverencia y echó a correr por la hierba con muy poca dignidad para despachar el recado.
En un momento Susannah emergió de la puerta que daba al jardín; entretanto, Nobby ya estaba subiendo los pequeños escalones que separaban el jardín de la casa, y al pasar la falda rozaba unas urnas que desbordaban de radiantes capuchinas.
Susannah llevaba un elegante vestido blanco con detalles de color rosa y un lazo en tono carmín, encajes también blancos en cuello y muñecas y una sombrilla adornada con un lazo y una rosa. Estaba impecable, pero no parecía muy contenta.
—Buenas tardes, señora Chancellor —saludó Nobby con cierta ceremonia. Una visita a aquella hora de la tarde exigía todos los cumplidos del mundo—. Qué amable que haya venido a verme.
—Buenas tardes, señorita Gunne —contestó Susannah con menos seguridad de la que siempre hacía gala, y alzó la vista como tratando de averiguar si detrás de Nobby había alguien más—. Espero no haberla interrumpido con otra visita —dijo forzando una sonrisa.
—No, estoy sola —contestó Nobby preguntándose qué preocupaba tanto a aquella mujer—. Sólo estaba disfrutando de este tiempo tan bueno y pensando que tener un jardín es una delicia.
—Sí, sí lo es —dijo Susannah acercándose al jardín y bajando los escalones que daban al césped—. El suyo es especialmente bonito. ¿Sería una descortesía por mi parte pedirle que demos una vuelta por él? Desde aquí no puede verse todo y parece que continúa más allá de aquel muro de piedra y de aquella arcada, ¿no es así?
—Sí, para mí es una suerte que sea tan grande. Y por supuesto, será un placer enseñárselo —dijo Nobby. Aún era demasiado pronto para ofrecerle un refrigerio, y en cualquier caso, no era costumbre hacerlo antes de la primera hora de una visita. Claro que éstas no debían durar más de quince minutos; tampoco resultaba muy elegante dar una vuelta por el jardín, lo cual, por otro lado, les llevaría por lo menos media hora.
Nobby empezó a preocuparse por el motivo que había llevado a Susannah hasta su casa. Estaba absolutamente claro que no se trataba de una simple visita de cortesía. En realidad, lo normal, por no decir lo más adecuado, es que hubiera entregado su tarjeta de visita, ya que propiamente no podía considerarse que tuviesen relación de tipo alguno.
Empezaron a pasear despacio y Susannah se iba parando de vez en cuando para admirar algo, a veces sin saber cómo se llamaba, sólo porque le gustaba el color, la forma o la posición con que complementaba otra cosa. Pasaron la escarda sobre los antirrinos y arrancaron unos cuantos brotes largos de hierba que habían crecido entre un montón de salvias azules.
—Claro que viviendo en Westminster —continuó Susannah—, la verdad es que no tenemos sitio para un jardín como éste. Siempre salimos al campo cuando mi marido puede, aunque eso no ocurre muy a menudo. Tiene un trabajo muy absorbente.
—Ya lo imagino —murmuró Nobby.
Susannah esbozó una tímida sonrisa que enseguida se desvaneció. Y entonces adoptó una expresión curiosa, una mirada dulce que era a la vez de dicha y dolor, aunque la crispación de los labios delataba una ansiedad que no la dejaba tranquila. Había pronunciado las palabras «mi marido» con el orgullo de una mujer enamorada, pero sus manos no dejaban de juguetear con los lazos de la sombrilla, con los dedos rígidos, como si no le preocupara que se rompieran los hilos.
Nobby no podía hacer otra cosa que esperar.
Susannah se volvió entonces y empezó a caminar hacia el gran cedro y el banco de color blanco que se cobijaba bajo su sombra. La hierba había crecido poco allí donde las ramas tocaban el suelo y luego estaba el cerco de tierra rodeando el tronco, ya que las raíces habían absorbido todo el alimento del suelo.
—Debe usted de haber visto cosas maravillosas, señorita Gunne —dijo Susannah sin mirarla y dirigiendo la vista hacia la arcada de piedra cubierta de rosas—. A veces la envidio por sus viajes, aunque generalmente, por no decir casi siempre, reconozco que me costaría mucho renunciar a las comodidades de Inglaterra. —Y añadió mirándola—: ¿Le aburriría demasiado contarme alguna de sus aventuras?
—En absoluto, si es lo que realmente desea. Pero, créame, no tiene por qué escucharlas si sólo quiere ser amable conmigo.
—¿Amable? —exclamó Susannah sorprendida, dejando de caminar y mirando a Nobby a la cara—. ¿Eso es lo que cree?
—No es la primera vez que me ocurre —replicó Nobby con cierta condescendencia mientras le venían a la cabeza algunos recuerdos, no todos buenos, aunque sí absurdos en aquel momento.
—Oh, no; no es eso —le aseguró Susannah. Ambas seguían bajo la sombra del cedro y el aire se enfriaba por momentos—. África me parece fascinante. Es un tema del que mi marido se ocupa mucho, ¿sabe?
—Claro, sé perfectamente quién es su marido —contestó Nobby, sin saber muy bien qué añadir. Cuanto más detalles conocía sobre el apoyo de Linus Chancellor a la campaña de Cecil Rhodes, menos le gustaba el asunto. La colonización de Zambezia le preocupaba desde que había conocido a Peter Kreisler. El recuerdo de aquel hombre la hizo sonreír a pesar de la situación y de los problemas.
El tono de aquella respuesta no pasó inadvertido para Susannah, o por lo menos eso parecía. Miró rápidamente a su alrededor como si estuviese a punto de decir algo, pero luego pareció cambiar de idea, como si no quisiera abandonar aquel jardín. Llevaba diez minutos de visita y según las normas, había llegado el momento de empezar a despedirse.
—Estoy segura de que usted conoce África muy bien, ¿no? Me refiero a su gente —dijo.
—Sólo de algunas zonas en concreto, sí —contestó Nobby con franqueza—. Pero no se puede usted imaginar lo grande que es aquello; de hecho es muy difícil para un europeo hacerse una idea de las enormes distancias que hay en ese continente. Sería ridículo por mi parte decir que conozco más que una pequeña parte. Claro que si tanto le interesa hay más de una persona en Londres que sabe mucho más que yo y que además acaba de regresar de allí. Estoy segura de que ya habrá conocido al señor Kreisler, por decir alguien —afirmó con una extraña sensación de encogimiento al pronunciar su nombre. Pero qué tontería. Mencionarlo en aquellos momentos era lo más normal del mundo; ella no era como esas mujeres que se enamoran y aprovechan cualquier ocasión para hablar de su hombre aunque no venga a cuento. Lo lógico era hablar de él. Lo absurdo hubiese sido no citarlo en aquella conversación.
—Sí —contestó Susannah desviando la vista desde la arcada y el rosal hacia la hierba y la casa—. Sí, ya me lo han presentado. Es un hombre curioso, y muy enérgico en sus opiniones. ¿Qué opina usted de él, señorita Gunne? —dijo volviéndose hacia ella otra vez con la expresión muy seria—. No le importa que se lo pregunte, ¿verdad? Seguramente, de todas las opiniones posibles, la suya es la más autorizada.
—Me temo que me sobrevalora —contestó Nobby, ruborizándose, lo cual empeoraba aún más las cosas—. Pero, por supuesto, estaré encantada de contarle lo poco que sé.
Susannah se mostró visiblemente aliviada, como si aquél fuese el verdadero propósito de su visita.
—Gracias. Por un momento he pensado que iba a decir que no.
—¿Qué le preocupa? —preguntó Nobby. La conversación se estaba haciendo cada vez más incómoda.
Susannah seguía muy nerviosa y cada minuto que pasaba aumentaba en Nobby su sensación de inseguridad. Gracias a la protección de los muros, la tranquilidad del jardín era tal que podía oírse el viento agitando las copas de los árboles en un sonido parecido al del mar junto a la orilla, con la misma suavidad de las olas en la playa. Una abeja volaba perezosamente de flor en flor. El calor de la tarde era considerable y se notaba incluso a la sombra del cedro; en el aire flotaba un intenso olor a hierba pisada, a tierra húmeda bajo los setos y al perfume dulzón y penetrante de las lilas y las flores de espino.
—El señor Kreisler no tiene demasiada consideración hacia el señor Rhodes —dijo por fin Susannah—. Pero no acabo de entender la razón. ¿Cree usted que se trata de algo personal?
Nobby creyó advertir cierto tono de esperanza en su voz, claro que era lógico que así fuera, dada la confianza que Linus Chancellor había puesto en él. Pero ¿qué había podido decirle Kreisler a Susannah para provocarle aquellas dudas y preferir la opinión de Nobby a la de su propio marido? Solamente eso ya era algo extraordinario. Las mujeres compartían la posición social de sus maridos, sus creencias religiosas, y si tenían ideas políticas, también éstas eran las de sus maridos.
—Ni siquiera sé si se conocen personalmente —contestó Nobby despacio, disimulando su sorpresa y midiendo las palabras para no dejarse llevar por su propia desconfianza sobre los motivos de la colonización africana, así como por su temor por la explotación de sus gentes—. Claro que él, al igual que yo, siente cierta debilidad por el misterio de África tal cual es —añadió con una sonrisa que tenía algo de disculpa—. Nos dan miedo los cambios, sobre todo si con ellos se pierde para siempre una parte de ese misterio. Cuando una sabe que es la primera persona en ver algo y se siente emocionada, desbordada y conmovida por ello, sabe también que nadie más lo tratará con el mismo respeto. Y eso hace que una sienta miedo, tal vez injustamente. Pero está claro que el señor Kreisler no comparte en absoluto los sueños de colonización y asentamiento del señor Rhodes.
El rostro de Susannah brilló de repente con una sonrisa.
—Dicho así, señorita Gunne, suena demasiado comedido. Si lo que Kreisler dice es cierto, su temor es que todo esto suponga la ruina de Zambezia. He oído alguno de sus argumentos y lo que a mí me gustaría es conocer su opinión al respecto.
—Oh… —empezó Nobby. Aquello la cogió de improviso. Era una pregunta demasiado directa para contestarla sin pensar antes un poco y sin tratar de dominar sus propios sentimientos para no delatarse ante nadie, y mucho menos ante Susannah Chancellor. Había que sopesar la cuestión. Bajo ningún concepto, ni siquiera por error, debía traicionar la confianza que Kreisler había depositado en ella confiándole inquietudes y temores que tal vez no deseaba comunicar a nadie más. En el paseo en barco por el Támesis se habían hecho confidencias que excluían a todos los demás. Ella se sentiría muy mal si llegara a enterarse de que Kreisler había contado a sus amigos, por la razón que fuera, cualquiera de las cosas que ella le había dicho aquella tarde.
Ni por un momento se le ocurrió pensar que Kreisler tal vez se avergonzaba de sus propias ideas. Al contrario. Pero nadie tiene derecho a repetir lo que un amigo le cuenta en una situación de amistad y confianza.
Pese a todo, Nobby seguía dándose perfecta cuenta de la vulnerabilidad que demostraba aquella mujer que ahora miraba las flores de altramuces de color rosa, melocotón, violeta, azul y crema. Su perfume era casi irresistible. Susannah tenía tantas dudas que había sido incapaz de soportarlas en silencio. Pero ¿por qué tanto miedo? ¿Por el marido que tanto amaba? ¿Por el dinero invertido por su suegra? ¿Tal vez por una cuestión de conciencia?
Además, para Nobby, y por encima de cualquiera de aquellas consideraciones, lo importante era ser sincera, fiel a su propia visión de África, de modo que lo que ya conocía tan bien de ella formaba parte de su propio carácter y condicionaba necesariamente la comprensión que tenía del mundo y de todas las cosas. Traicionar eso, aunque fuese movida por la compasión, habría significado la destrucción total.
Susannah seguía esperando mientras la miraba a la cara.
—Tal vez prefiere no contestar —dijo lentamente—. ¿Significa eso que para usted es el señor Kreisler quien tiene razón y que mi marido se equivoca apoyando a Cecil Rhodes? ¿O es que tal vez sabe usted algo sobre el señor Kreisler que puede desacreditarle y no quiere contárselo a nadie?
—No —replicó Nobby con rotundidad—. En absoluto. Significa sólo que es una pregunta demasiado importante para contestarla sin pensar un poco. No me gustaría precipitarme. Creo que el señor Kreisler cree firmemente en lo que dice y que conoce muy bien el tema. El teme que hayan engañado a los reyes nativos…
—Ya sé que lo han hecho —la interrumpió Susannah—. Hasta Linus lo reconoce, pero él dice que es por conseguir un bien mucho mayor en el futuro; diez años, según él. África será colonizada, ¿sabe? Ya no es posible volver atrás en el tiempo y hacer como si no se hubiese descubierto. Europa sabe que allí hay oro, diamantes y marfil. Sólo se trata de saber quién será el primero en hacerlo. ¿Gran Bretaña? ¿Bélgica? ¿Alemania? O tal vez peor, ¿prefiere usted a uno de esos países árabes que aún practican la esclavitud?
—Entonces ¿qué es lo que realmente le molesta de las ideas del señor Kreisler? —preguntó Nobby en tono cortante—. También nosotros quisiéramos que fuese Gran Bretaña, pero pensando no sólo en nuestro beneficio, que resulta bastante egoísta, sino de una forma más altruista, porque estamos convencidos de que lo haremos mejor, con un sistema más honrado de gobierno que el que hay ahora y por supuesto más humano que la esclavitud que ha mencionado.
Susannah la miró con cara de inquietud.
—El señor Kreisler sostiene que acabaremos esclavizando a los africanos en su propia tierra. Hemos apoyado al señor Rhodes y le hemos dejado poner casi todo el dinero, además del esfuerzo y el riesgo. Si tiene éxito en la empresa, cosa que muy probablemente conseguirá, no habrá forma de controlarlo. Le habremos convertido en un emperador en medio de África con todas nuestras bendiciones. Pero ¿y si tuviese razón? ¿De verdad sabe tanto y ve tan claramente las cosas como parece?
—Yo creo que sí —contestó Nobby sonriendo con tristeza—. Creo que usted misma acaba de explicarlo muy bien.
—Y cree que esas ideas tal vez deberían asustar a alguien —dijo Susannah girando una y otra vez el mango de la sombrilla—. En realidad, quien mejor se dio cuenta de todo fue sir Arthur Desmond. ¿Lo conocía? Murió hace dos semanas. Era una de las personas más encantadoras que jamás he conocido. Trabajaba en el Foreign Office.
—No, no llegué a conocerlo. Cuánto lo lamento.
Susannah se quedó contemplando el colorido de las flores de altramuces, sobre las que volaba un abejorro yendo de un racimo a otro. Vieron al jardinero en uno de los extremos del jardín con una carretilla llena de hierbajos y enseguida desapareció camino del huerto.
—Parece absurdo sentir pena por la muerte de alguien a quien apenas veía media docena de veces al año —continuó Susannah, suspirando—, pero así es. Siento una tristeza terrible cada vez que pienso que no volveré a verle. Era una de esas personas que consiguen que nos sintamos mejor —dijo mirando a Nobby para asegurarse de que lo entendía—. Y no porque desbordara alegría y entusiasmo, sino porque era una persona fundamentalmente sensata, y eso vale mucho en un mundo con unos valores a menudo tan pobres y con unos argumentos tan superficiales y cambiantes que apenas se pueden rebatir; un mundo que se ríe de los errores y ha renunciado al optimismo.
—Desde luego, era un gran hombre —dijo Nobby en tono afectuoso—. No me sorprende que le duela tanto su ausencia, por muy poco que lo viera. A veces lo importante no es el tiempo que una pasa en compañía de alguien, sino lo que sucede en ese espacio de tiempo. Hay gente a la que conozco desde hace muchos años y, aunque parezca mentira, sigo sin conocer su interior. En cambio, hay otros con los que sólo he podido hablar una hora o dos, y todo lo que nos hemos dicho tenía un significado y una verdad que durará para siempre —dijo sin que al principio estuviera pensando conscientemente en alguien en particular, pero lo que tenía en la cabeza era el rostro de Kreisler a la luz del sol y navegando río abajo.
—Fue… fue todo muy de repente —dijo Susannah acariciando con la punta de los dedos una de las rosas tempranas—. A veces, las cosas cambian tan deprisa, ¿verdad?…
—Verdaderamente —contestó Nobby, que estaba pensando en lo mismo; no son sólo las circunstancias las que cambian, también las emociones. El día anterior lo había tenido todo muy claro, pero ahora se veía incapaz de impedir el acoso de ciertas dudas. Era evidente que Susannah estaba angustiada y tal vez se debatía entre la fidelidad a las ideas de su marido y las cuestiones que Kreisler había suscitado en ella. No estaba dispuesta a admitir que Kreisler tenía razón, pero seguía con la misma expresión de temor, y por la postura de su cuerpo y el modo de sujetar la sombrilla, más parecía que tuviese un arma en las manos en lugar de un objeto de adorno.
Pero ¿qué era lo que Kreisler le había dicho exactamente? Y tal vez más importante que eso, ¿por qué razón? Él no era un inconsciente capaz de hablar sólo porque sí. Kreisler sabía muy bien con quién hablaba y conocía perfectamente el apoyo de Linus Chancellor a la causa de Cecil Rhodes consiguiéndole más recursos económicos y el respaldo del gobierno. También conocía la relación entre Susannah y Francis Standish, así como la herencia de ella en el negocio de la banca, por lo que debía de estar al corriente de bastantes detalles de la operación. ¿Trató Kreisler de obtener información de ella? ¿O tal vez pretendía sembrar la duda en ella con medias verdades para que las transmitiera a Linus Chancellor, al Ministerio de Colonias y finalmente al mismísimo primer ministro? Kreisler era un apellido alemán. ¿Y si, a pesar de su apariencia totalmente inglesa, en lugar de defender los intereses británicos en África sólo pensara en los de Alemania?
¿Y si estuviera utilizando a las dos, a Susannah y a Nobby?
Aquel pensamiento le dolía en lo más profundo, como una herida abierta en su interior.
Susannah la miraba con los ojos llenos de incertidumbre y por donde asomaba el comienzo de un gran dolor. Había entre las dos un espíritu de mutua comprensión. A Nobby le bastó un instante para darse cuenta de que Susannah también se enfrentaba a una decepción tan amarga que el solo hecho de pensar en ella la llenaba de angustia. Pero una vez pasado ese instante, otra idea empezó a llenarle la cabeza. ¿Y si Susannah estuviese también enamorada de Peter Kreisler? ¿Era posible?
¿Y qué significaba eso de «también»? ¿En qué diablos estaba pensando? Ella sólo se sentía atraída por él… Nada más. Apenas lo conocía… Tenían, sí, algunas cosas en común; el mismo sueño adolescente que les había llevado por separado a la misma gran aventura en aquel oscuro continente en el que habían de encontrar la luz y la maravilla, un lugar al que amar profundamente, y ambos habían regresado a casa con su magia y su emoción para siempre dentro de ellos. Y ahora también los dos temían por su desaparición.
Una tarde en el río, por mucho entendimiento que hubiese entre los dos, tanto que ni las palabras hacían falta, son sólo unas horas en medio de toda una vida y no bastan para considerarlo amor, sólo atracción. El amor era mucho menos efímero, sin tanta magia.
—¿Señorita Gunne?
—¿Sí? —contestó Nobby saliendo de sus reflexiones y volviendo al jardín y a la compañía de Susannah.
—¿Cree usted que el señor Rhodes nos está utilizando? ¿Que levantará su propio imperio en África Central convirtiendo Zambezia en la tierra de Cecil Rhodes para luego burlarse de todos nosotros? Le sobraría el dinero para conseguirlo. Es increíble la cantidad de oro y diamantes que hay allí, aparte de tierras, marfil, madera y otras muchas cosas. Dicen que está lleno de fieras salvajes y de animales de todas las especies imaginables.
—No lo sé —contestó Nobby tiritando sin querer, como si el frío hubiese invadido de repente el jardín—. Desde luego, imposible no es —dijo. Era la única respuesta que podía darle. Susannah no se merecía una mentira y además, probablemente no se la habría creído.
—Diría que está midiendo usted sus palabras —dijo Susannah esbozando algo parecido a una sonrisa.
—Es algo demasiado complicado y también arriesgado como para tomárselo a la ligera. Basta mirar un poco hacia atrás en nuestra historia para ver que muchas de nuestras mayores y más logradas conquistas han estado en manos casi siempre de un solo hombre —contestó Nobby—. Vea si no el caso de Clive y la India.
—Sí, eso es verdad —dijo Susannah dándose la vuelta y mirando la larga extensión de césped que llevaba a la casa—. Pero ya llevo aquí casi una hora. Gracias por ser tan… generosa —dijo sin aclarar si se sentía mejor o si había despejado alguna de sus dudas, aunque Nobby sabía muy bien que no.
La acompañó hasta la casa, y no porque esperara más visitas, gracias a Dios —tampoco tenía muchas ganas de ellas—, sino por cierto sentimiento de solidaridad en un impulso casi inútil de proteger a alguien terriblemente vulnerable.
Para aquellos que disfrutaban de la temporada social de Londres, asistir por la noche al teatro o a la ópera suponía todo un descanso después de una frenética jornada montando a caballo antes del desayuno; comprando, escribiendo cartas y yendo a la modista o a la sombrerera por la mañana; y luego almorzando y dedicando la tarde a hacer o a recibir visitas, o visitando exhibiciones caninas o exposiciones de arte, fiestas, meriendas, cenas, conversaciones, bailes y veladas sociales de cualquier tipo. El hecho de poder sentarse en un lugar sin tener que trabar conversación con alguien y con la posibilidad de echar incluso una ligera siesta, pero al mismo tiempo estando presente y a la vista de todo el mundo, era un lujo que no podía pasarse por alto. Sin él, más de uno podía llegar a derrumbarse después de la agitación del día.
Sin embargo, como hacía tiempo que Vespasia había renunciado al frenesí de la vida social, lo cierto es que sólo acudía al teatro por el simple placer de contemplar cualquier función. En aquel mes de mayo, entre las ofertas se incluía una nueva obra titulada Esther Sandraz representada por Lillie Langtry, pero no le apetecía ver a la señora Langtry en ningún sitio. En el Savoy, claro, daban la opereta de Gilbert y Sullivan Los gondoleros, pero tampoco tenía muchas ganas de verla. Antes prefería ver a Henry Irving en una obra llamada Las campanas, o tal vez la comedia de Pinero titulada El gabinete del ministro. La verdad es que su opinión sobre los ministros le invitaba a ello y, además, parecía más prometedor que la temporada de teatro francés, en francés, claro, que se estaba representando en el Teatro de Su Majestad; aunque Sarah Bernhardt hacía de Juana de Arco y eso resultaba tentador.
Las óperas eran Carmen, Lohengrin o Fausto. Ella era una amante de la ópera italiana; Wagner, en cambio, no le gustaba a pesar del inexplicable éxito que tenía en aquellos momentos y que nadie se había esperado. De haberse tratado de Simón Boccanegra o Nabucco, habría ido a la ópera aunque hubiese tenido que estar de pie.
Al final se había decidido por El peso del triunfo, de Goldsmith, y allí se encontró con una considerable cantidad de caras conocidas que habían tomado la misma decisión. A pesar del descanso que en muchos sentidos proporcionaba el teatro, la ocasión exigía vestir de etiqueta, al menos durante los tres meses que duraba la temporada, de mayo a julio. El resto del año se permitía un atuendo más informal.
Las salidas al teatro se organizaban a menudo en grupos. La gente de sociedad raramente hacía nada individualmente o en parejas, y parecía que las docenas o las veintenas se adecuaban más a sus gustos.
En aquella ocasión Vespasia había invitado a Charlotte y Eustace; a la primera por el placer de invitarla y al segundo porque no había tenido más remedio que hacerlo. Eustace estaba presente cuando Vespasia se había decidido a ir al teatro; dejó ver un interés tan obvio por acompañarla que habría resultado inoportuno no incluirlo al final. Al fin y al cabo, a pesar de lo que llegaba a irritarla de vez en cuando, seguía siendo de la familia.
También había invitado a Thomas, claro, pero sus obligaciones se lo impedían. Habría salido demasiado tarde de Bow Street y no era de buena educación entrar en el palco en mitad de la función.
Por eso, mucho antes de abrirse el telón, Vespasia, Charlotte y Eustace se entretuvieron contemplando desde su palco la llegada del resto del público.
—¡Ah! —exclamó Eustace inclinándose ligeramente hacia adelante y señalando a un caballero de cabellos blancos y de aire distinguido que entraba en un palco a su izquierda—. Sir Henry Rattray. Un hombre excelente. Un dechado de cortesía y honor.
—¿Un dechado has dicho? —preguntó Vespasia algo perpleja.
—Absolutamente —contestó Eustace, volviendo a acomodarse en la silla y mirándola a la cara mientras sonreía con toda la satisfacción del mundo. De hecho, parecía tan contento consigo mismo que no cabía en sí de gozo, con la cara radiante de felicidad—. Es la personificación de todas las virtudes caballerescas: la del valor ante el enemigo, la clemencia en la victoria, la honestidad, la castidad, la delicadeza con las mujeres, la protección del débil… Todo lo que más apreciamos en un hombre. Así era un caballero en otros tiempos, y así es un caballero inglés ahora: ¡El mejor de todos, por supuesto! —exclamó convencido de lo que decía, como si de una declaración de principios se tratara.
—Debe de conocerlo muy bien para defenderlo de esta manera —dijo Charlotte con más dudas de las que podía expresar.
—Bueno, está claro que sabes de él muchas más cosas que yo —comentó Vespasia de un modo bastante ambiguo.
—Ah, mi querida suegra —empezó Eustace como advirtiendo de algo con el dedo índice—, de eso se trata precisamente. Sé muchas cosas de él que nadie sabe. Como buen caballero cristiano, hace todo el bien que puede con la mayor discreción del mundo.
Charlotte abrió la boca para decir algo sobre el robo[*], pero la cerró a tiempo. Miró el rostro sereno de Eustace y sintió un escalofrío. Se le veía absolutamente seguro de sí mismo y convencido de comprender exactamente lo que decía, como si fueran especiales; ellos, los que compartían aquellos brumosos ideales. Todo digno del rey Arturo. Tal vez incluso se reunían alrededor de mesas redondas con una vacante para el «asiento peligroso» por si se presentaba algún errante Galahad para una nueva búsqueda del Grial. Era tan perfecto que daba miedo.
—El mejor caballero —dijo Charlotte en voz alta.
—¡Exacto! —exclamó Eustace con entusiasmo—. Mi querida amiga, no podía haberlo dicho mejor.
—Es lo mismo que se decía de Lanzarote —señaló Charlotte.
—Claro —dijo Eustace asintiendo con la cabeza y sonriendo—. El mejor amigo de Arturo, su mano derecha.
—También el hombre que lo traicionó —añadió Charlotte.
—¿Qué? —Eustace giró la cabeza hacia ella con consternación.
—Con Ginebra —explicó Charlotte—. ¿O es que ya lo ha olvidado? Ése fue el principio del fin.
Era obvio que Eustace no lo recordaba y se sonrojó con cierto embarazo ante lo poco decoroso del tema y el aturdimiento que le producía verse implicado en aquella comparación tan inadecuada.
Para su propia sorpresa, Charlotte sintió lástima de él, pero no estaba dispuesta a decir nada que pudiera interpretarse como un elogio del Círculo Interior, que era de lo que trataba en el fondo aquella conversación. Eustace era tan ingenuo que a veces parecía un niño inocente.
—Pese a todo, los ideales de la Mesa Redonda eran los mejores —dijo ella amablemente—. Y Galahad estaba limpio de todo pecado, de otro modo no habría podido contemplar el Santo Grial. Aquí, lo importante es que a veces encontramos juntos al que es bueno y al que es malo, ambos profesando las mismas creencias. Todos tenemos alguna debilidad y a veces tendemos a ver en los demás aquello que nos falta, sobre todo si se trata de alguien a quien admiramos.
Eustace dudó.
Charlotte lo miró a la cara, a los ojos, y vio por un momento los esfuerzos que hacía Eustace para comprender lo que realmente había querido decir ella, hasta que se dio por vencido y zanjó el tema con la respuesta más fácil que podía encontrar.
—Naturalmente, mi querida amiga, está usted en lo cierto —y volviéndose hacia Vespasia, que había estado escuchando sin decir nada, añadió—: ¿Quién es aquella mujer tan singular del palco que hay junto al de lord Riverdale? Jamás había visto unos ojos como ésos. Podrían ser bonitos de tan grandes que son, pero desde luego no lo son.
Vespasia siguió su mirada y vio a Christabel Thorne sentada junto a Jeremiah y hablando animadamente con él. Éste escuchaba sin apartar los ojos de su rostro, y no sólo con amabilidad, sino con un interés más que evidente.
Vespasia contó a Eustace quiénes eran y luego señaló a Harriet Soames en compañía de su padre, mostrando también el mayor afecto y orgullo del mundo.
Unos segundos después se produjo un pequeño revuelo entre la audiencia. Varias cabezas se giraron y de repente cesó el murmullo general de la sala al tiempo que se comentaban algo unos a otros.
—¿El príncipe de Gales? —se preguntó Eustace con cierta emoción en la voz. Con lo estricto que era en cuestiones de moral se suponía que debía reprochar al príncipe de Gales el mismo comportamiento que reprobaba en los demás. Pero los príncipes eran diferentes y no había que juzgarlos según los criterios por los que se regía la gente normal. Por lo menos, no para Eustace.
—No —dijo Vespasia ásperamente. Según ella, los criterios morales servían para todos por igual; los príncipes no eran una excepción y además sentía un cariño especial por la princesa—. Es el secretario de estado para Asuntos Coloniales, Linus Chancellor, y su esposa, y creo que les acompaña el cuñado de ella, Francis Standish.
—Oh —dijo Eustace sin saber muy bien si le interesaba o no.
Para Charlotte no había ninguna duda. Desde que ella y Pitt habían visto a Susannah Chancellor en la recepción de la duquesa de Marlborough, su interés por ella había ido en aumento, sobre todo después de la conversación que había oído entre Kreisler y ella en el bazar dedicado a Shakespeare. Observó cómo tomaban asiento; él atento y cortés, pero con la naturalidad de quien se siente totalmente cómodo en su matrimonio en la medida en que aún le proporcionaba felicidad. Charlotte sonreía mientras les observaba, sabiendo muy bien lo que sentía Susannah al ofrecerse su marido a colocar bien el chal frente al asiento, o al mirarla con una sonrisa en los labios o en el momento en que se cruzaron las dos miradas.
Las luces se apagaron y empezó a sonar el himno nacional, por lo que ya no había tiempo de distraerse.
Tuvieron que esperar a que cesaran los aplausos y empezara el primer descanso de la obra.
Eustace se volvió hacia Charlotte.
—¿Cómo está su familia? —preguntó por educación y para impedir que volviera a salir el tema del rey Arturo o de cualquier otra sociedad pasada o presente.
—Todos están bien, gracias —contestó ella.
—¿Y Emily? —quiso saber Eustace.
—En el extranjero. Se han suspendido las sesiones del Parlamento.
—Claro. ¿Y su madre?
—También de viaje —contestó sin querer decirle que estaba de luna de miel. Habría sido demasiado para él. Charlotte vio cómo Vespasia se contenía la risa y desvió la mirada—. La abuela se ha trasladado a Ashworth House con Emily —se apresuró a añadir—, claro que de momento sólo está con el servicio, pero a ella no le importa.
—Claro —dijo Eustace con la sensación de que se le había pasado algo por alto, pero prefirió no investigarlo—. ¿Os apetece tomar algo? —se ofreció amablemente.
Vespasia aceptó, por lo que Charlotte se sintió libre para hacerlo también. Eustace se levantó obedientemente y salió a buscar lo que habían pedido.
Charlotte y Vespasia se miraron y luego dirigieron sus miradas con la mayor discreción posible hacia Linus y Susannah Chancellor. Francis Standish se había marchado, pero en el palco había otra persona; aunque no la veían bien, era desde luego un hombre, delgado y esbelto, que se erguía con porte militar.
—Kreisler —murmuró Charlotte.
—Creo que sí —contestó Vespasia.
En cuanto el hombre se volvió para hablar con Susannah, las dos comprobaron que no se habían equivocado.
Era imposible escuchar la conversación, pero por la expresión de sus caras podían sacarse varias conclusiones.
Kreisler se mostraba correcto con Chancellor, pero había una evidente frialdad de trato entre los dos, sin duda debido a sus diferencias políticas. Chancellor permanecía junto a su esposa, como dando así por sentado que también ella compartía las ideas que él defendía. Y no es que Kreisler estuviera de espaldas a ellos, pero sí con el ángulo suficiente para que ni Charlotte ni Vespasia pudiesen verle bien la cara. Kreisler hablaba con Susannah con más atención de la que exigían los buenos modales y parecía que era a ella a quien dirigía sus argumentos más que a Chancellor, aunque casi siempre era este último el que respondía.
En una o dos ocasiones, Charlotte advirtió cómo Susannah empezaba a hablar y cómo Chancellor se apresuraba a responder por ella, cortándola con una rápida mirada o con un gesto de la mano.
Y entonces Kreisler volvía a la carga, y siempre dirigiéndose a ella, no a él.
Charlotte y Vespasia no se dijeron nada, pero para cuando volvió Eustace, la primera ya tenía la cabeza llena de suposiciones. Le dio las gracias casi distraídamente y se sentó con la bebida sumida en sus pensamientos, hasta que las luces se apagaron de nuevo y la función continuó.
Durante el segundo intermedio, abandonaron todos el palco y salieron al vestíbulo, y allí se encontró Vespasia con varias amistades, sobre todo una vetusta marquesa ataviada con un llamativo vestido de color verde con la que estuvo hablando un rato.
Charlotte se limitó a seguir disfrutando de sus observaciones y volvió a la más apasionante de todas, la de Linus y Susannah Chancellor y Francis Standish. Fue muy interesante ver cómo Chancellor se distraía unos minutos dejando a Susannah a solas con Standish y cómo los dos parecían estar discutiendo sobre algo. Por la expresión de la cara de ella, era claro que no estaba dispuesta a ceder, por lo que Standish dirigió varias miradas airadas hacia el otro lado del vestíbulo, justo donde se encontraba Peter Kreisler.
En un momento dado, tomó a Susannah del brazo y ella se despegó de él con un gesto nervioso. Sin embargo, cuando Chancellor volvió junto a ellos, Standish estaba radiante de satisfacción por haber ganado la batalla y encabezó el regreso de los tres hacia su palco. Chancellor sonrió a Susannah con un gesto cariñoso e indulgente y le ofreció el brazo. Susannah se acercó más a él y lo tomó, pero parecía preocupada por algo; Charlotte se quedó tan impresionada ante aquella cara de angustia que ya no pudo olvidarla durante el resto de la función.
El día siguiente fue borrascoso, aunque agradable, y un poco después de media mañana Vespasia ordenó que dispusieran el carruaje para ir a Hyde Park. No era necesario convenir que debía llevársele cerca de la esquina del Albert Memorial. Sólo cabía escoger entre ese lugar y Marble Arch si uno iba a encontrarse con los miembros de la alta sociedad que habitualmente daban —a caballo o a pie— sus paseos matutinos por el parque. En el recorrido que iba de Albert a Grosvenor Gate uno podía encontrarse a quienes habían decidido salir a tomar el aire.
Vespasia hubiese sido perfectamente feliz en cualquier lugar, pero había venido expresamente a encontrarse con Bertie Canning, su admirador. La tarde anterior, en el teatro, su amiga la marquesa había mencionado que Bertie conocía ampliamente a todo el mundo, especialmente a aquellos que cimentaban su fama y notoriedad en hazañas llevadas a cabo en el vasto Imperio y no dentro de los confines de Inglaterra. Si alguien podía decirle lo que en ese momento con tanta urgencia anhelaba saber de Peter Kreisler, ése era él.
No deseaba pasear. Pero entonces sería fácil que no viera a Canning y no habría oportunidad de conversar. Vespasia bajó del carruaje y caminó despacio y con suma elegancia hacia uno de los muchos bancos que había en el lado norte de Row. Naturalmente, era la parte de moda; desde ahí, con una comodidad relativa, le sería dado ver cómo el mundo entero pasaba por delante de ella. Era un entretenimiento que en cualquier otra circunstancia la hubiera divertido —incluso cuando no era ése su propósito—, pero ahora deseaba calmar cuanto antes la ansiedad que le había provocado lo que la noche pasada había visto, y lo que había oído por casualidad en el bazar.
Iba vestida en tono gris plateado —su favorito— con toques de azul pizarra, y portaba un sombrero de ultimísima moda no muy distinto a los de equitación. Era de copa alta y ala delgada y abarquillada, y llevaba una cinta de seda fajada. Le favorecía extraordinariamente y ella se daba cuenta con complacencia de que llamaba la atención de los que a esa hora solían pasar en sus carruajes ligeros; muchos no estaban seguros de saber quién era, o se hubieran inclinado para saludarla.
El embajador español y su mujer venían caminando en dirección opuesta. Con la certeza de que tenía que conocerla, el embajador se llevó la mano al sombrero; y si no la conocía, debería hacerlo.
Divertida, Vespasia sonrió cuando hubo pasado.
Otros vehículos transitaban ante ella —tílburis, sillas arrastradas por ponis, tiros de cuatro animales—, pequeños, ligeros y elegantes. Cada uno de ellos exquisitamente presentado: el cuero limpio y pulido, los adornos de latón brillantes, los caballos almohazados hasta la perfección. Y desde luego los pasajeros y los conductores inmaculados; y los sirvientes, en el caso de haberlos presentes, de librea. Muchos señores se ocupaban ellos mismos de conducir, y manifestaban gran orgullo de manejar las riendas. De una manera u otra, Vespasia sabía quiénes eran la mayoría. Ahora bien, en aquella época la alta sociedad era tan reducida que casi todo el mundo, en mayor o menor grado, se trataba.
Vio a un príncipe europeo que había conocido algo mejor unos treinta años atrás y, al pasar, se intercambiaron una mirada. Él vaciló. Un destello de memoria en sus ojos, una sonrisa momentánea, y cordialidad. Pero iba con la princesa, y la mano de ella —autoritaria— se impuso sobre el brazo del príncipe. Y quizá era mejor dejar el pasado a resguardo de su propia envoltura de felicidad, y no enturbiarlo con la realidad más presente. Siguió su camino, y dejó a Vespasia sonriendo para sus adentros con la luz del sol, amable, que le iluminaba el rostro.
Habían pasado cerca de tres cuartos de hora —consumidos de manera agradable, aunque no útil— antes de que, por fin, viera a Bertie Canning. Venía solo, lo que no era inusual desde que su mujer había perdido el interés por salir de casa si no era en carruaje, y Canning todavía prefería andar. O al menos eso era lo que pretendía. Decía que era necesario para su salud. Vespasia sabía perfectamente bien que él apreciaba la libertad que ello le proporcionaba, y lo habría seguido haciendo aunque hubiese necesitado dos muletas para sostenerse.
Vespasia pensó que debería acercarse, y lo hubiera hecho con elegancia, pero afortunadamente no fue necesario. Cuando Canning la vio ella sonrió más de lo que requerían las buenas maneras, y él aprovechó la oportunidad y se acercó adonde estaba sentada. Era un hombre guapo, de modales cordiales y melifluos, y ella, en el pasado, había sentido cariño hacia él. No era difícil mostrarse complacida al verlo.
—Buenos días, Bertie. Se te ve muy bien.
De hecho, era casi diez años más joven que ella, aunque el paso del tiempo había sido menos bondadoso con Canning. Innegablemente, había aumentado de peso, y tenía la cara más rojiza de lo que la había tenido de joven.
—Mi querida Vespasia. ¡Qué delicioso resulta verte! No has cambiado en lo más mínimo. Cuánto tienen que odiarte tus coetáneas. Si hay algo que una mujer hermosa no puede tolerar, es a otra mujer hermosa que lleva mucho mejor el paso de los años.
—Como siempre, sabes cómo arropar con cumplidos curiosos —dijo Vespasia con una sonrisa, al tiempo que hacía el gesto, casi imperceptible, de invitarle a que se sentara a su lado.
Aceptó de inmediato, y muy probablemente no tanto por la compañía cuanto por descansar los pies. Durante un corto lapso de tiempo, hablaron de conocidos mutuos y de trivialidades. Vespasia se divertía verdaderamente. En esos minutos breves, el paso de los años no tenía sentido. Podría haber sido treinta años atrás. Los vestidos eran inapropiados (la falda demasiado estrecha, sin crinolina ni aros, y había demasiados medioburgueses que habían adoptado las costumbres de la alta sociedad y, en total, demasiadas mujeres), pero la predisposición era la misma, el bullicio, la belleza de los caballos, la emoción, el sol de mayo, el olor de la tierra y las copas de los grandes árboles que se elevaban sobre sus cabezas. La sociedad de Londres era exhibicionista y se autocomplacía con un deleite ensimismado.
Pero Nobby Gunne ni tenía veinticinco años ni remontaba el río Congo en canoa. Tenía cincuenta y cinco y aquí en Londres era en exceso vulnerable; se había enamorado de un hombre de quien Vespasia sabía muy poco, y a quien temía demasiado.
—Bertie.
—¿Sí, querida?
—¿Conoces a todo el que tiene asuntos en África?
—Solía, pero ahora hay tantísima gente… —Encogió los hombros—. Aparecen de debajo de las piedras todo tipo de individuos. A muchos preferiría no conocerlos. Aventureros sin el más mínimo atractivo. ¿Por qué? ¿Tienes en mente a alguien?
No dio rodeos. Ni había tiempo ni Bertie tenía por qué imaginar de quién se trataba.
—Peter Kreisler.
Un magnate de las finanzas de mediana edad pasó conduciendo un tiro de cuatro caballos. Su mujer y su hija a su lado. Ni Vespasia ni Bertie Canning se dieron cuenta. Un joven ambicioso, a lomos de un caballo bayo, se quitó el sombrero y le devolvieron una sonrisa de aliento. Otro hombre joven y una mujer montaban juntos a caballo. La chica no hubiera disimulado que iba en compañía del joven si ellos no hubiesen estado.
—Al fin comprometido —murmuró Bertie.
Vespasia supo a qué se refería.
—¿Y qué me dices de Peter Kreisler? —estimuló Vespasia la memoria de Bertie.
—Ah, sí. Su madre fue una de las Aberdeenshire Calders, creo. Una mujer rara, muy rara. Si no recuerdo mal, se casó con un teutón y durante un tiempo vivieron en Alemania. Puntualmente, volvía, creo. Murió repentinamente, pobre mujer.
De súbito, Vespasia se sintió como si le hubiese tirado un jarro de agua fría. En otras circunstancias, ser medio alemán hubiera sido irrelevante. La familia real era más que medio alemana. Pero con la situación actual en el este de África, profundamente relacionada con el asunto, y que Vespasia tenía tan presente, la cuestión era distinta.
—Entiendo. ¿Y a qué se dedicaba su padre?
Pasó por allí montado a caballo un popular actor de perfil bellísimo. Vespasia pensó un instante en Caroline, la madre de Charlotte, que se había casado recientemente con un actor diecisiete años más joven que ella. Era menos guapo que ese hombre, pero bastante más atractivo. La boda había sido un escándalo y Vespasia deseaba con franqueza que Caroline fuera feliz.
—Ni idea —confesó Bertie—. Pero era amigo personal del antiguo canciller. Eso sí que lo sé.
—¿Bismarck? —dijo Vespasia con sorpresa y desasosiego creciente.
Bertie miró a Vespasia de reojo.
—¡Naturalmente, Bismarck! Vespasia, ¿qué tiene que ver contigo? Tú no puedes conocer a ese individuo. Pasa todo su tiempo en África. Aunque supongo que podría haber vuelto. Está peleado con Cecil Rhodes, lo que no es difícil, y con los misioneros que intentan convertir al cristianismo a los indígenas, y que lleven pantalones… verdaderamente difícil.
—¿Cristianizar o que lleven pantalones?
—Que se haya peleado con los misioneros.
—Me resultaría muy fácil pelearme con alguien que pretenda imponer los pantalones —repuso Vespasia—; o que ambicione cristianizar a todas las almas, tanto si quieren como si no.
—Entonces, sin duda que te gustará Kreisler.
Bertie mudó el rostro.
Un miembro del Parlamento —de los radicales— pasó junto a ellos. Mantenía una conversación muy profunda con un escritor de éxito.
—Imbéciles —dijo Bertie con desdén—. El prójimo debería mantenerse fiel a su pasado.
—¿Cómo dices?
—Políticos que quieren escribir libros y autores que quieren sentarse en el Parlamento —repuso Bertie.
—¿Has leído su libro? —preguntó Vespasia.
Bertie alzó las cejas.
—No. ¿Por qué?
—Horrible. Y John Dacre nos perjudicaría menos si dejara su escaño para escribir novelas. Pensándolo bien, creo que sería una idea excelente. No les desanimemos.
Bertie la miró fijamente con afecto durante un momento y después empezó a reír.
—Además se peleó con MacKinnon —dijo después de un instante.
—¿Dacre? —dijo ella.
—No, no; tu amigo K. MacKinnon era su socio capitalista. Por supuesto la pelea fue motivada por el asunto del este de África y por lo que debería haberse hecho allí. Todavía no se ha peleado con Standish, pero ello probablemente se debe a su relación con Chancellor. —Bertie, pensativo, frunció el ceño—. ¡Caramba, no es que no se haya hecho nada como él dijo! Harto cuestionable el amigo Rhodes. Zalamero, pero con ojos de tramposo. Mucha hambre de poder, para mi gusto. Todo se ha hecho con prisas. Demasiado rápido. Todo demasiado rápido. ¿Conoces a Arthur Desmond? Pobre infeliz. Un hombre sensato. Decente. Siento que se haya ido.
—¿Y Kreisler? —Vespasia se puso en pie al tiempo que lo decía. Estaba empezando a hacer un poco de frío y prefería caminar un trecho.
Bertie se levantó y le ofreció el brazo.
—No estoy seguro, lo siento. Ahora no sabría qué decirte. No tengo claros sus motivos. No sé si me entiendes.
Ella lo entendía muy bien.
Un famoso artista de retratos pasó por su lado y se quitó el sombrero. Vespasia sonrió en reconocimiento. Alguien había dejado ir la noticia de que el príncipe de Gales y el duque de Clarence iban a venir y se había generado un murmullo que denotaba interés. Pero Vespasia y Bertie habían venido bastante a menudo a Hyde Park y la noticia nunca había sido más que un rumor.
Un hombre mayor, de rostro cetrino, se acercó y se puso a hablar con Bertie. Fue presentado y, cuando se hizo evidente que pretendía quedarse, Vespasia le dio las gracias a Canning y se excusó. Deseaba estar a solas con sus pensamientos. Lo poco que había aprendido de Peter Kreisler no la confortaba en absoluto.
¿Cuáles eran los motivos por los que perseguía a Susannah Chancellor? ¿Por qué defendía su postura con tanta vehemencia? No sería tan ingenuo como para pensar que podía influenciar a Chancellor. Públicamente se había comprometido ya con Cecil Rhodes.
¿Y dónde estaba el compromiso de Kreisler? ¿En África y la autodeterminación de la que hablaba, o con los intereses alemanes? ¿Intentaba Kreisler provocar alguna indiscreción que le llevara a hacer averiguaciones, o dejaba que se deslizara su propia versión de los hechos para crear desinformación?
¿Y por qué le hacía la corte a Nobby Gunne?
Vespasia habría sido mucho más desdichada si hubiese estado en el cabaret y hubiera visto, juntos en un reservado, a Nobby y Kreisler reír de los comediantes, mirar, con la respiración contenida, cómo el prestidigitador lanzaba platos al aire uno tras otro, alborozarse ante las extraordinarias figuras que conseguía el contorsionista vestido de amarillo, y taconear con los pies al son de la música que bailaban las bailarinas.
Definitivamente aquello era propio de gente inferior, y se estaban divirtiendo de lo lindo. Intercambiaban miradas a cada momento, cuando un chiste les había complacido o espantado. Los chistes de políticos eran a la vez picantes y escabrosos.
El último número —momento álgido del programa— fue una soprano irlandesa de voz rica y potente que se metió al auditorio en el bolsillo. Cantó Hebras de plata entre el oro, Canción de amor del beduino, El acorde perdido de Sullivan y, finalmente —con sonrisas y lágrimas—, Adiós de Tosti.
El auditorio aplaudió en demanda de un bis, y, entonces, cuando finalmente cayó el telón, abandonaron sus asientos y salieron a la calle —concurrida y entusiasta— donde flameaban las lámparas de gas, las pezuñas de los animales repiqueteaban contra el adoquinado, la gente llamaba a los coches de punto que pasaban, y el aire húmedo de la noche azotaba suavemente en los rostros con la promesa de lluvia.
Ni Nobby ni Kreisler hablaron. Ya todo se había entendido.