11

Nobby Gunne estaba muy afectada por la muerte de Susannah Chancellor, no ya porque la hubiera encontrado una persona única y encantadora, sino también porque sentía un intenso sentimiento de culpa, aterrada ante la perspectiva de que Peter Kreisler hubiera tenido que ver con el crimen. En los peores momentos incluso se tomaba por directamente responsable de lo sucedido.

Nobby no supo de Kreisler durante más de tres días, cosa que no hizo sino aumentar su inquietud y las tenebrosas ideas que danzaban en su mente. Su presencia acaso la hubiera tranquilizado un poco. Nobby hubiera podido mirarle a la cara y ver la lucidez que se escondía en ella para saber que sus miedos eran tan feos como injustos. Nobby hubiera podido hablar con él y saber del dolor que le producía la muerte de Susannah. Quizá Kreisler hasta hubiera podido decirle dónde había estado esa noche, demostrando así su inocencia.

Pero todo cuanto recibió de él fue una breve nota en la que expresaba su dolor, y que ciertos asuntos relacionados con el caso le mantenían tremendamente ocupado, con exclusión de todo lo demás. Nobby no imaginaba qué asuntos podían tener relación con la muerte de Susannah; quizá tuvieran que ver con el dinero de África y las operaciones bancarias a que se entregaba su familia.

Cuando le vio, fue después que Kreisler le llamara por la tarde. Era algo muy poco convencional, pero ni él ni ella se ajustaban demasiado a las convenciones. Kreisler la encontró en el jardín, ocupada en cortar unas rosas tempranas. La mayoría estaban aún en su capullo, pero había una o dos abiertas. Nobby también había seleccionado las hojas de un haya broncínea que exhibían un intenso tono rojizo que acompañaba a los pétalos de rosa como ninguna hoja verde corriente lo haría.

Kreisler se presentó en el jardín sin llamar, cosa sobre la que después Nobby tuvo algunas palabras con su doncella. Pero en ese momento sólo pudo pensar en el placer que le proporcionaba su presencia, y en la ansiedad soterrada que aceleraba los latidos de su corazón y le hacía un nudo en la garganta.

Kreisler no se preocupó de saludar con formalidad, interesarse por su salud o comentar las bondades del tiempo. Deteniéndose frente a ella, su mirada franca aparecía algo inquieta, pero la alegría que sentía al ver a Nobby resultaba evidente.

Por un segundo, los temores de Nobby se vieron engullidos por el torbellino de felicidad que le producía ver su rostro y confiar otra vez en él, cosa que ya casi había olvidado.

—Siento presentarme así, sin ser llamado —dijo él, alzando las palmas de las manos.

Nobby puso sus palmas contra las de él y sintió la calidez de sus dedos contra los suyos. Por un instante se olvidó de sus temores. Éstos eran absurdos. Kreisler nunca hubiera hecho algo tan aberrante. Si tenía alguna relación con lo sucedido, sin duda existía una explicación inocente al respecto, se la confesara él o no.

Nobby prefirió obviar la gastada respuesta que habría esgrimido ante otro interlocutor.

—¿Cómo estás? —Nobby escrutó su rostro—. Tienes aspecto de cansado.

Kreisler soltó sus manos y se puso a caminar a su lado por la hierba.

—Supongo que estoy cansado —admitió—. Creo que he dormido muy poco en los últimos días, desde la muerte de la señora Chancellor.

Aunque la cuestión seguía presidiendo su mente, Nobby se sobresaltó al oírla sacada a la luz tan de improviso, antes que ella pudiera pensar qué decirle, y eso que, desde lo sucedido, se había pasado todas y cada una de las horas del día dándole vueltas a la cuestión.

Nobby desvió la mirada, como si repasara el extremo del jardín, si bien allí no había más que un pajarillo que saltaba de una rama a otra.

—Nunca pensé que le tuvieras tanto aprecio. —Nobby se detuvo, temerosa de que Kreisler la tuviera por petulante y la malentendiera. ¿De veras se trataba de un malentendido? ¿No serían simples celos? Qué absurdo; qué feo, a la vez—. Ciertamente, era una mujer encantadora. —El elogio le sonó soso y forzado—. Y tan llena de vida. Me cuesta acostumbrarme a la idea de su desaparición. Ahora me gustaría haberla conocido mucho mejor.

—A mí me gustaba —respondió él, fijando la mirada en las agujas de los delfinios, todavía en flor, pero lo bastante crecidos para saber cuáles eran azul oscuro, cuáles azul claro y cuáles blancos o rosados—. Había una honestidad en ella que es muy poco frecuente. Pero ésa no es la razón que me impide dormir cuando pienso en su muerte. —Kreisler frunció el ceño y volvió el rostro hacia ella—. Cosa que creía que ya sabías. Nobby, eres menos directa de lo que diría tu inteligencia. Es algo que deberé tener en cuenta. Se trata de algo muy femenino. Creo que me gusta.

Nobby se sintió enteramente confundida, sintiendo que el rubor afloraba a sus mejillas. Sus ojos evitaron cruzarse con los de él.

—No estoy segura de lo que quieres decir. ¿Por qué te preocupa su muerte, si no es indiscreción? No me parece que sufras por Linus Chancellor. Siempre tuve la impresión de que ese hombre no te gustaba demasiado.

—Cierto —acordó él—. Con todo, no tengo nada contra él, personalmente. De hecho, le admiro por muchas razones. Chancellor tiene energía, talento y la voluntad para centrar estas cualidades en un objetivo, cosa que es clave. Muchos hombres tienen las cualidades necesarias para triunfar, a excepción de ésa, precisamente. —Kreisler caminó unos pasos más antes de añadir, con las manos en los bolsillos—: Sin embargo, estoy en completo desacuerdo con sus planes y propósitos en relación con África. Pero eso ya lo sabes.

—Entonces ¿por qué estás tan inquieto? —preguntó ella.

—Porque tuve una discusión con la señora Chancellor la noche antes de su muerte.

Nobby se quedó de una pieza. Nunca había pensado que Kreisler fuera hombre con tan sensible conciencia, sensibilidad que parecía llegar a la superstición. La cosa no encajaba con cuanto sabía de él. Por supuesto, las incongruencias abundaban en toda personalidad, repentinos rasgos de carácter que pillaban por sorpresa, pero ahora Kreisler le había dejado completamente sorprendida.

—Tonterías —dijo ella con una sonrisa—. Dudo que te mostraras tan desagradable para sentir remordimientos. Teníais vuestras diferencias sobre la colonización de Zambezia, eso es todo. Estoy segura de que ella no…

—¡Por todos los santos! —la interrumpió él con una risa desdeñosa—. ¡Yo sólo tengo una palabra! ¡Y me acuerdo perfectamente de lo que dije a Susannah Chancellor! Hablamos en un lugar público, y estoy bien seguro de que fui observado y que la información ha pasado a manos de la policía. Tu diligente amigo Pitt ya debe de andar sobre el asunto. De hecho, ya ha venido a verme. El hombre se mostró cortés, por supuesto, pero bajo sus buenos modales se veía que sospechaba de mí. Hay muchos a quienes les convendría que yo fuera acusado de asesinato. Es algo que… —Kreisler se detuvo, al advertir la alarma reflejada en el rostro de Nobby.

Kreisler esbozó una sonrisa torcida.

—Por favor, Nobby. No finjas que no lo sabes. Cuanto antes se resuelva el caso, mejor para la policía. Así la prensa les dejará en paz y no habrá necesidad de investigar a fondo en la vida de la pobre Susannah. Aunque estoy seguro de que su vida no fue menos pura que la de la mayoría de las personas, siempre es incómodo escudriñar bajo la alfombra. Incómodo para la policía, e incómodo para quienes trataron con Susannah, cuyas vidas acaso no sean tan honorables.

—¿Que no sean honorables? —Nobby estaba sorprendida y no demasiado segura de lo que Kreisler quería decir.

Una sonrisa traviesa se pintó en el rostro de Kreisler.

—Mi propia vida, para empezar —confesó—. Nuestra discusión fue bastante inocente en el fondo. Sin entrar en personalismos, discutimos por cuestiones de principio. Sin embargo, quienes nos vieron no tenían por qué saberlo; es posible que ellos se formasen otra opinión. No dudo de que no soy el único a quien molestan las opiniones ajenas cuando éstas son malintencionadas. ¿A ti no te ha sucedido? ¿Cometer una tontería que preferirías que no fuera conocida por los demás? ¿Decir una palabra o tener un gesto apresurado, más feo de lo que habrías deseado?

—Sí, por supuesto. —Nobby no necesitó añadir más. La comprensión entre ambos era completa sin necesidad de más palabras.

Caminaron unos pasos más antes de dar media vuelta y enfilar el senderillo que bordeaba el muro de piedra y las rosas tempranas que se derramaban sobre éste. El arco de la entrada aparecía veteado por la luz de la tarde, que realzaba la llana superficie de cada piedra, así como los brotes diminutos encajados entre los intersticios, allí donde había humedad; musgos y helechos cuyas flores semejaban estrellas en miniatura. Sobre sus cabezas se escuchaba el leve ondular de las hojas de los olmos movidas por la brisa cargada de olor a hierba y hojas.

Nobby le miró a la cara y supo que estaba pensando en el placer de verse otra vez en Inglaterra, en el encanto intemporal de los viejos jardines. África, con su salvajismo, su vegetación chillona y mancillada por el sol implacable y su exuberante vida animal, parecía una irrealidad en comparación con la venerable certeza que les envolvía, donde las estaciones se habían sucedido brindando su fruto durante cien generaciones.

Pero no cabía obviar la muerte de Susannah. La ley también era una certeza en el lugar donde se encontraban, y Nobby conocía a Pitt lo bastante bien para saber que no dudaría en buscar al criminal hasta el final, fueran cuales fueran las consecuencias. Pitt no se doblegaba ante la coacción, la conveniencia o el daño emocional.

Nobby no sabía decir si Pitt se atrevería a hacer pública toda la evidencia si la verdad resultase intolerablemente fea. Si la respuesta resultaba trágica y desesperada, si era capaz de arruinar las vidas de otros sin causa que lo justificase, si el motivo del crimen tocaba una fibra especialmente sensible en su interior, era posible que entonces Pitt cediera un tanto. Aunque Nobby no podía imaginar razón alguna que pudiera mitigar la muerte de una persona como Susannah.

Pero el argumento no tenía sentido. No era a Pitt a quien temía, ni a la justicia, era a la verdad. Existiera acusación formal o no, para ella sería igualmente terrible descubrir que Kreisler era culpable.

Pero ¿qué le llevaba a pensar cosas así? ¡Era terrible, abrumador! Nobby se avergonzaba hasta de pensarlo, por mucho que la idea insistiera en fijarse a su mente.

Como si leyera sus pensamientos o viera la confusión reflejada en su faz, Kreisler se detuvo junto al arco del pequeño jardín a la sombra con sus lunarias y prímulas, con su sello de Salomón.

—¿Qué sucede, Nobby?

Nobby luchó por dar con una respuesta que ni fuera mentira ni demasiado dolorosa para los dos.

—¿Has sabido algo? —Finalmente decidió buscar una pregunta útil para romper el silencio.

—¿Sobre la muerte de Susannah? No demasiadas. Parece que el crimen tuvo lugar por la noche, cuando ella estaba a solas en un coche de punto, nadie sabe en qué lugar. Susannah dijo que iba a visitar a los Thorne, pero, por lo que se sabe, nunca llegó a presentarse allí. A no ser, claro está, que los Thorne mientan.

—¿Qué podrían tener los Thorne contra ella?

—La cosa podría tener relación con la muerte de sir Arthur Desmond; eso sugiere Pitt, cuando menos. A mí no me parece que tenga mucho sentido.

La inmovilidad de ambos era tal que un pajarillo marrón voló de su árbol y se plantó en el sendero, observándoles con los ojos brillantes y curiosos a menos de un metro de distancia.

—¿Por qué, entonces? —preguntó ella, con el miedo todavía anidando en su interior. Sabía lo bastante de los hombres que se trasladaban a las regiones más remotas del globo para comprender que precisaban de cierta fuerza interior para sobrevivir, la capacidad de atacar cuando era preciso defenderse, la resolución de acabar con una vida ajena si la propia estaba en juego, una firmeza de carácter para la que no existía obstáculo. Los temperamentos más amables y circunspectos, más civilizados en el fondo, con frecuencia se veían aplastados por la ferocidad de una naturaleza despiadada.

Kreisler la observaba con atención, casi tratando de leer sus pensamientos. Lentamente, la felicidad y el consuelo que sentía en su interior se vieron reemplazados por el dolor.

—No acabas de convencerte de que yo no sea culpable, ¿cierto, Nobby? —apuntó con un temblor en la voz—. Piensas que yo he podido haber asesinado a esa magnífica mujer. Que la pude haber asesinado porque…

Kreisler se detuvo. El sentimiento de culpa empalidecía sus facciones.

—No —respondió ella en tono neutro; las palabras no le salían—. No la habrías matado porque tuvierais distinta opinión sobre la colonización en África, por supuesto que no. Ambos sabemos que eso sería absurdo. Si la hubieras matado, sería por las acciones que tenía en uno de los principales bancos, por la influencia que pudiera ejercer sobre Francis Standish, y, por supuesto, por ser su marido quien es. Ella siempre le apoyó, lo que equivale a decir que era enemiga tuya.

Kreisler estaba muy pálido, con las facciones torcidas por el dolor.

—¡Por Dios santo, Nobby! ¿De qué me hubiera servido matarla?

—Así tendrías un adversario menos… —Nobby no acabó la frase, apartando la mirada de él—. No estoy suponiendo que tú la mataras, sólo digo lo que puede pensar la policía. Tengo miedo de lo que te pueda suceder. —Era verdad, pero no toda la verdad—. Y es cierto que tú estabas furioso con ella.

—Si hubiera matado a todos con quienes he estado furioso, mi carrera estaría sembrada de cadáveres —repuso él con calma. Por su tono, Nobby comprendió que había sabido extraer la verdad de sus palabras, dejando aparte mentiras y omisiones.

El pajarillo seguía en el sendero, a pocos pasos de ellos, con la cabeza ladeada.

Kreisler cogió a Nobby de los brazos. Nobby sintió la calidez de sus manos a través de las finas mangas del vestido.

—Nobby, quiero que sepas cómo es África, tal como yo la conozco. En África, los hombres se vuelven violentos para sobrevivir en una tierra tan violenta como imprevisible, donde muchos peligros siguen siendo desconocidos y donde no hay otra ley que la de la supervivencia. Sin embargo, no por ello he dejado de entender la diferencia que existe entre África e Inglaterra. Lo que llamamos moral, el conocimiento asumido de lo que está bien y está mal, es la misma en todas partes. Uno no mata a las personas porque se interpongan en su camino o tengan distinta opinión de un asunto, por importante que sea éste. Aunque discutí con Susannah, nunca le hice daño alguno ni le busqué ningún mal. Eres injusta conmigo si no me crees… y me causas mucho dolor. Supongo que no tengo que explicártelo. ¿O es que ya no nos entendemos sin necesidad de discursos y declaraciones?

—Sí. —Nobby respondió de corazón, ignorando lo que le decía la mente, silenciada ésta por una certeza más profunda e insistente—. Sí, claro que sí. —¿Debería disculparse por tan siquiera haberlo pensado? ¿Era necesario que lo hiciera?

Como si leyera en sus ojos, Kreisler añadió, con una leve sonrisa:

—Bien. Y dejemos la cuestión de una vez. No es preciso que volvamos a ella. Entiendo que querías estar segura acerca de una idea que pasó por tu mente. No permitamos que exista deshonestidad entre nosotros, que ocultemos nuestro miedo a la verdad tras el engaño y la formalidad.

—No —coincidió ella con una ridícula sonrisa a pesar de lo que pudiera decirle el sentido común—. No, por supuesto que no.

Kreisler se inclinó y la besó con una delicadeza que sorprendió a Nobby como un apunte de dicha absoluta.

Pitt estaba sentado a la mesa del desayuno, concentrado en su tostada con mermelada. La tostada estaba crujiente y la mantequilla un punto salada. El bocado merecía ser saboreado hasta la última miga.

Además, la noche anterior Pitt había estado fuera de casa hasta casi la medianoche, de modo que el posible retraso al llegar a Bow Street estaba más que justificado. Los niños se habían ido a la escuela y Gracie estaba ocupada trabajando en el piso de arriba. La mujer de las faenas estaba fregando los escalones de la parte trasera antes de limpiar la cocina económica a fondo, tarea a la que Gracie escapaba con regocijo.

Charlotte estaba ocupada en elaborar la lista de la compra.

—¿Hoy también llegarás tarde? —preguntó, fijando la mirada en él.

—Lo dudo —respondió él, con la boca llena—. Aunque todavía no hemos encontrado al cochero del cabriolé…

—Entonces es que él también está implicado —afirmó ella con seguridad—. Si fuera inocente, ya se habría presentado a la policía. Pero si no quiere ser encontrado, ¿cómo piensas dar con él?

Pitt acabó lo que quedaba de su té.

—Mediante el largo y complicado método de interrogar a todos los cocheros que hay en Londres —le aseguró—. Y mediante la investigación de si ese día realmente estaban donde digan estar. Con un poco de suerte, acaso recibamos alguna confidencia. Pero todavía no sabemos dónde fue arrojada al agua. Pudo haber sido en la parte alta del río, o en la baja. Todo cuanto sabemos es que parece que sus ropas se engancharon a algo que arrastró su cuerpo durante cierta distancia. —El rostro de Charlotte se sobresaltó—. Lo siento —se disculpó él.

—¿Habéis encontrado su capa? —preguntó ella.

—No, todavía no.

Pitt comió el resto de su tostada con gusto.

—Thomas…

Pitt empujó la silla hacia atrás y se levantó.

—¿Sí?

—¿Es normal que un cuerpo humano aparezca flotando en la Puerta de los Traidores?

—No. ¿Por qué?

Charlotte tomó aire y lo soltó:

—¿Te parece posible que el asesino tuviera la intención de que apareciera allí?

La idea resultaba intrigante; Pitt no había pensado en ella.

—¿Precisamente en la Puerta de los Traidores? Me parece dudoso. ¿Para qué? Me parece más lógico que se ocupara de escoger bien el lugar donde soltó su cuerpo, cerca de donde cometió el crimen y donde no pudiera ser visto. Supongo que si el cuerpo apareció en la grada de la Torre fue por casualidad, de acuerdo con las corrientes y la marea. Y, por supuesto, con lo que arrastrara el cuerpo hacia esa zona.

—Pero ¿y si no fuera casualidad? —insistió ella—. ¿Y si hubiera sido intencionado?

—La verdad, no creo que existiera gran diferencia, excepto que el asesino tendría que haber dado con el lugar oportuno para soltar su cuerpo, lo que acaso implicase un traslado del cadáver. Pero ¿por qué querría alguien asumir tales riesgos?

—No lo sé —confesó su mujer—. Quizá porque Susannah traicionó a alguien.

—¿A quién? No a su marido. Ella siempre le fue fiel, no por convención, sino porque realmente le amaba. Tú misma me lo dijiste.

—Sí, sí —convino ella—. No me refería a esa clase de traición. Más bien pensaba en una posible relación con el Círculo Interior.

—El Círculo no admite mujeres entre sus miembros, y estoy convencido de que Chancellor no pertenece al Círculo.

—Pero ¿qué hay de su cuñado, Francis Standish? —insistió ella—. ¿Es posible que él estuviera implicado de algún modo en la muerte de sir Arthur, y que ella lo hubiese averiguado? Susannah quería mucho a sir Arthur. En un caso así, no se habría quedado callada, ni para protegerse a sí misma. Quizá fuera eso lo que la tenía tan preocupada.

—Lealtad familiar… y traición en la familia —musitó Pitt con lentitud, dándole vueltas a la idea. Su mirada interior se centró en Harriet Soames y la apasionada defensa que hizo de su padre, a sabiendas incluso de la culpabilidad de éste—. Todo es posible…

—¿Te sirve de algo la idea?

Pitt miró a su mujer.

—No demasiado. De forma intencional o no, lo más lógico es que el cuerpo fuera arrojado en el mismo lugar. —Pitt retiró su silla y besó a Charlotte antes de salir hacia la puerta. Su sombrero pendía de la percha en el recibidor—. Es algo en lo que hoy voy a concentrarme. Creo que es buena idea olvidarse del cochero y concentrarse en la búsqueda de un testigo que viera cómo la arrojaban al agua.

—Nada que no se supiera ya —declaró Tellman con disgusto cuando Pitt le pidió información sobre la marcha de su investigación. Los dos hombres se encontraban en el despacho de Pitt, a primera hora de la mañana, donde el ruido de la calle ascendía a través de la ventana entreabierta.

Tellman se mostraba tan fatigado como frustrado.

—Nadie ha visto ese maldito cabriolé, ni en Berkeley Square, ni en Mount Street, ni en ningún otro sitio —continuó—. Por lo menos, nadie que quiera informarnos. Por supuesto, Londres entero está lleno de cabriolés, y la señora Chancellor pudo haber subido a cualquiera de ellos. —Tellman se apoyó en la biblioteca que había a sus espaldas—. Dos cabriolés fueron vistos en Mount Street a la hora aproximada, pero ambos han sido investigados ya. En uno de ellos iba un tal Garney, que se dirigía a cenar con su madre. La historia ha sido corroborada sin ninguna duda por sus sirvientes y los de ella. En el otro iba un cierto teniente Salsby y una cierta señorita Latten, de camino a cenar al West End. Eso han dicho, cuando menos.

—¿No les cree? —Pitt se sentó tras su escritorio.

—¡Claro que no les creo! —Tellman sonrió—. Si le hubiera visto la cara a ese tipo, usted tampoco le habría creído. ¡Y si hubiera visto la de ella, ya supondría adónde iban! Aunque esa mujer es una cualquiera, no me parece cómplice en el rapto de la mujer de un ministro.

—¿La conoce?

El rostro de Tellman respondió con elocuencia.

—¿Algo más? —preguntó Pitt.

—Yo ya no sé qué más buscar. —Tellman se encogió de hombros—. Llevamos días intentando averiguar dónde fue arrojada al agua. Lo más probable es que fuese en Limehouse. La zona es más discreta que la parte alta del río. El asesino debió de arrojarla al agua hacia las once, más o menos. Unas cuatro horas antes que el cadáver fuera descubierto. Realmente, da igual si la marea arrastró el cuerpo hasta la grada o si la corriente lo empujó hasta más allá. Lo que está claro es que el cadáver llegó del sur. —Tellman respiró con pesadez e hizo una mueca—. Estamos hablando de un tramo muy largo del río, con más de una docena de embarcaderos y escalones, y casi tantas calles que desembocan allí. Y no se puede confiar en lo que dice la gente de la zona. Quienes rondan por allí no son demasiado amigos de hablar con la policía. Antes le cortarán el cuello a uno, para no perder la práctica.

—Ya lo sé, Tellman. ¿Tiene usted una idea mejor?

—No. Ya lo he intentado todo y no hay nada que funcione, pero el problema es que soy bien conocido por allí. Antes trabajé en la comisaría del barrio. Quizá usted tenga más suerte. —Su tono y su expresión desmentían que lo creyera así.

Pitt distaba de estar satisfecho. De acuerdo con la policía fluvial, si el cuerpo había sido dejado en el agua en la hora siguiente, más o menos, de haberse cometido el crimen, momento que el forense había dictaminado como anterior a las once u once y media como mucho, en ese caso la marea sólo podría haberla arrastrado de la zona de Limehouse, como muy lejos. Lo más probable es que hubiese sido desde un punto más cercano, que sólo podía ser Wapping, en el Pool londinense.

Tellman ya había hablado con la policía del Támesis, cuya comisaría se encontraba justo en la ribera del río. La policía fluvial se había mostrado muy dispuesta a cooperar, con resultados paradójicamente negativos. El sistema de patrullas de la policía fluvial era excelente. Era un cuerpo que conocía los muelles de Londres como la palma de su mano. Como dijeron, estaban seguros de que ninguna mujer coincidente con la descripción de Susannah Chancellor había sido arrojada al agua esa noche. Se trataba de una asunción un tanto extravagante, pero Pitt se inclinaba a creerles. El puerto de Londres siempre estaba en plena actividad, incluso a medianoche. ¿Quién querría correr semejante riesgo?

Cosa que le llevaba otra vez a la misma pregunta de siempre: ¿qué sentido tenía el asesinato de una persona como Susannah Chancellor? ¿Se trataba acaso de un rapto que había salido mal, con trágicas consecuencias?

¿Se trataba de una simple cuestión de codicia, basada en la suposición de que Chancellor pagaría el rescate que le fuera exigido? ¿O el motivo era político… lo que volvía a apuntar a Peter Kreisler?

Tellman ya había rastreado Limehouse en vano, sin dar con la menor pista. Si alguien había visto cómo arrojaban un cuerpo al agua, nadie quería decirlo. Si alguien había visto un cabriolé con una mujer en su interior, nadie quería comprometerse. En sus pesquisas, Tellman había llegado mucho más al sur, hasta Rotherhithe, sin más conclusión, excepto que no era imposible que alguien se hubiera hecho con un pequeño bote, en alguno de los cientos de embarcaderos y escalones, para transportar el cuerpo en él. Pitt había llegado a preguntarse si Tellman podría formar parte de la conspiración como miembro astuto y aventajado del Círculo Interior. Sin embargo, la irritación que expresaba el rostro de Tellman y el matiz exasperado de su voz le impedían asumir que las cosas hubieran llegado a semejante punto.

—Y ahora ¿qué? —dijo Tellman con sarcasmo, interrumpiendo los pensamientos de Pitt—. ¿Quiere que me acerque por los muelles de Surrey?

—No. No vale la pena. —En la mente de Pitt, una idea comenzaba a formarse en relación con lo que Charlotte dijera sobre las traiciones y la Puerta de los Traidores—. Vaya a ver qué puede averiguar sobre el cuñado de la señora Chancellor.

Tellman enarcó las cejas.

—¿El cuñado de ella? ¿Francis Standish? ¿Cómo es eso? ¿Qué demonio de interés podía tener él en asesinarla? Yo sigo pensando que Kreisler es culpable.

—Es posible. Pero investigue a Standish.

—Sí, señor. ¿Y qué va a hacer usted, entretanto?

—Investigaré por la parte alta del río, quizá entre Westminster y Southwark.

—Pero eso significaría que, después de acabar con ella, el asesino se tomó su tiempo antes de arrojarla al río… —apuntó Tellman con incredulidad—. ¿Qué sentido tendría obrar así? ¿Para qué asumir semejante riesgo?

—Si esperaba hasta la medianoche para deshacerse del cuerpo, menos gente habría por los alrededores —sugirió Pitt.

Tellman le miró con absoluto desdén.

—En el río, hay gente a todas horas. Incluso varias horas después de la medianoche. Mucho mejor sería librarse de ella cuanto antes. Además, es más fácil moverse en cabriolé cuando las calles están llenas de ellos —añadió en tono razonable—. ¿Quién se iba a fijar? Más probable resulta que alguien se fije a la una de la noche. A esa hora, ya es demasiado tarde para ir o venir del teatro. Y quienes van a fiestas y recepciones tardías ya disponen de su propio coche de caballos.

Pitt no sabía si confiarle lo sugerido por Charlotte. Si al principio la cosa le había parecido absurda, cuanto más pensaba en ella, más posible le parecía.

—¿Y si el asesino tuviera previsto que el cuerpo apareciera en la Puerta de los Traidores?

Tellman clavó su mirada en él.

—¿Como advertencia dirigida a quien pudiera pensar en traicionar al Círculo? —apuntó con un destello de fuego en la mirada—. Quizá. Pero me parece demasiado trabajoso. El asesino no podía estar seguro de que el cuerpo apareciera allí. Lo más frecuente es que un cuerpo no aparezca en ninguna parte. Asumiendo que el asesino conociera las mareas, lo que habría hecho sería arrastrar el cadáver. ¡Claro! Luego esperaría al reflujo de la marea, para asegurarse de que el cuerpo quedase en la orilla. —La voz de Tellman iba cobrando entusiasmo—. Entonces esperaría a dejar el cuerpo en la marea alta, para cerciorarse de que no era devuelto al río.

Su rostro se ensombreció de repente.

—Pero no hay forma posible, aun si dejó el cuerpo justo encima de la torre, de que éste tocara tierra justamente allí. El cuerpo muy bien podría ser arrastrado hasta el siguiente gran recodo del río y acabar en Wapping o, incluso, en los muelles de Surrey. —Tellman denegó con la cabeza—. El mismo asesino se vería obligado a depositar el cuerpo en la misma orilla, seguramente tras haberlo transportado en bote. Pero sólo un loco se atrevería a dejar el cuerpo en los mismísimos Queen’s Steps, siguiendo la misma ruta que seguimos nosotros para recuperarlo.

—No creo que el asesino viniera de la orilla norte del río —pensó Pitt en voz alta—. Ahí está el muelle de Aduanas, y la lonja de pescado de Billingsgate. Alguien le hubiera visto por allí.

—Al otro lado del río —dijo Tellman al momento, poniéndose en pie con el delgado cuerpo en tensión—. ¡Horsley Down! ¡Allí nunca hay nadie! El asesino pudo meter el cuerpo en un bote y transportarlo a la otra orilla. Sin duda lo dejó más o menos donde lo encontramos. La resaca del río no lo arrastraría de ahí.

—Salgo para la orilla sur —anunció Pitt con decisión, poniéndose en pie y apartándose del escritorio.

Tellman le miró con indecisión.

—Todavía me parece demasiado complicado, por no decir peligroso, simplemente para que el cuerpo apareciera junto a la Torre. No termino de verlo claro.

—Vale la pena intentarlo —dijo Pitt, impertérrito.

—El forense dijo que el cuerpo había sido arrastrado —indicó Tellman, todavía sin dejarse convencer del todo—. ¡Las ropas estaban desgarradas! El asesino no pudo dejar el cuerpo allí, sin más.

—Si lo transportó desde la otra orilla, quizá lo hizo arrastrándolo —contestó Pitt—. Desde la popa del bote, para que el cadáver apareciera con señales de haber permanecido un tiempo en el agua.

—¡Dios mío! —Tellman aspiró entre dientes—. ¡En ese caso estamos tratando con un loco! —Al ver la expresión de Pitt, matizó—: De acuerdo, alguien más loco todavía de lo que pensábamos.

Pitt tomó un cabriolé. El trayecto era largo. El coche se dirigió al sureste, siguiendo el curso del río, cruzó el Puente de Londres y al momento volvió a girar al este para desembocar en Tooley Street.

—¿Qué es lo que busca usted exactamente? —le preguntó el cochero, no sin cierta vacilación. No es que pusiera objeciones a una carrera de varias horas, cuyo precio incluía el tiempo que estuviese parado; lo que pasaba era que tenía curiosidad por saber qué era lo que se quería de él, y éste resultaba un viaje más bien peculiar.

—Estoy buscando un lugar en el que alguien pudiera esperar en coche hasta una hora tranquila, después que la marea cambiase, para luego transportar un cadáver en bote hasta la grada que hay al pie de la Puerta de los Traidores —respondió Pitt.

El cochero masculló un juramento de incredulidad.

—Perdóneme, jefe —se disculpó al punto—. Pero convendrá en que la cosa tiene su busilis. —El cochero echó una nerviosa mirada en derredor, a la orilla tranquila y el desierto tramo de río iluminado por el sol.

Pitt sonrió con tristeza.

—Se trata del asesinato de la esposa del señor Chancellor —explicó, mostrando sus credenciales al cochero.

—¡Ah! ¡Ah, vaya! ¡Esa pobre mujer! ¡Es terrible! —El hombre abrió mucho los ojos—. ¿Y piensa usted que fue asesinada por aquí, y que la llevaron al otro lado?

—No. Creo que la trajeron aquí en coche de caballos, que alguien esperó a que cambiara la marea, y que luego la llevó en bote a la grada que hay bajo la Torre.

—¿Y para qué? ¡Eso no tiene pies ni cabeza! ¡Mejor echarla al agua y salir por piernas antes que alguien te fiche! ¿Qué más da dónde salga luego el cuerpo?

—Yo creo que al asesino no le daba igual.

—¿Y para qué esperar a que cambie la marea? Yo en su lugar, me la quitaba de encima lo antes posible y salía volando antes que me pillaran. —El cochero se estremeció—. ¿Es que busca usted a un loco?

—Quizá a un hombre poseído por un odio insano, pero no a un loco en el sentido corriente de la palabra.

—Entonces, lo que haría ese pájaro sería ir a los escalones de Horsley y remar aprovechando la marea alta para dejarla donde él quería —dijo el cochero con decisión—. Entonces remaría hasta Little Bridge, más arriba, para seguir yendo con la marea, en vez de remar en su contra. —Parecía satisfecho con su respuesta.

—Pero si el asesino hubiera dejado el cuerpo mientras subía la marea —razonó Pitt—, ésta habría podido devolver el cuerpo al agua y hacerlo embarrancar en cualquier otro punto.

—Es posible —admitió el cochero—. Pero yo en su lugar lo hubiera intentado.

—Quizá. Pero ahora quiero averiguar si alguien vio un cabriolé parado esa noche. ¿Entre los escalones de Horsley Down y los de Little Bridge, me dijo usted?

—Eso mismo, jefe. ¿Quiere que vayamos para allá?

—Exacto.

—¡Pero eso queda muy lejos!

—No lo dudo —repuso Pitt con una media sonrisa—. No se preocupe, que ya pago yo el almuerzo. ¿Conoce algún buen pub por aquí cerca?

Al cochero se le iluminó el rostro.

—¡Y cómo! Ya he estado antes por acá. A ver. Está el Black Bull, por el puente de Londres, un poco al otro lado. O el Triple Plea, bajando Queen Elizabeth Street por allá. —El cochero señaló con una mano retorcida—. O podemos seguir las vías del tren —el hombre señaló en una dirección más lejana—, y meternos en Bermondsey, por si encontramos un lugar de su gusto.

—Comeremos en el Triple Plea —prometió Pitt—. Pero primero visitaremos los escalones de Horsley Down.

—A sus órdenes, jefe. ¡Arreando! —El cochero fustigó a su caballo con algo parecido al entusiasmo.

Bajaron por Tooley Street a paso rápido hasta que la arteria se convirtió en Queen Elizabeth Street, punto en que el cabriolé giró hacia el río. En el lado derecho de la calle había un gran edificio con aspecto de escuela. La calle tenía el extravagante nombre de Potter’s Field. Pitt se preguntó si éste no estaría en consonancia con el macabro sentido del humor del cochero[3]. Siguieron unos cien metros por esa calle hasta llegar a su fin, donde se convertía en un camino, poco más que un sendero, paralelo a la orilla del río. Tan sólo un pequeño terraplén se interponía entre ellos y el agua. El lugar estaba desierto, incluso a esa hora del día. Tras cruzar dos caminos más que daban a Queen Elizabeth Street, llegaron a los escalones de Horsley, lugar donde hubiera resultado sencillo embarcarse en un bote de remos.

Al final de Freeman’s Lane llegaron a un pequeño solar despejado, poco menos que una plaza, donde un par de hombres mataban el rato contemplando cuanto pasaba por las cercanías, el tráfico fluvial principalmente.

Pitt bajó del cabriolé y se acercó a ellos. Se le ocurrieron varias posibles maniobras de aproximación; la revelación de su identidad era seguramente la menos adecuada. Era uno de esos momentos en los que su reputado desaliño en el vestir constituía una ventaja.

—¿Dónde podría encontrar un bote por aquí cerca? —preguntó de forma abrupta.

—¿Qué clase de bote? —preguntó uno de los dos hombres, quitándose la pipa de arcilla de los dientes.

—Uno pequeño, para cruzar el río nada más —respondió Pitt.

—Pero si el Puente de Londres está ahí mismo. —El hombre señaló con su pipa—. ¿Por qué no va a pata?

Su compañero se echó a reír.

—Porque igual me encuentro con alguien a quien no quiero ver —contestó Pitt sin la menor traza de ironía—. Es posible que también lleve alguna cosa conmigo —añadió, por si acaso.

—Ya veo. —El primero de los dos hombres se mostraba interesado—. Bueno, si es así, a lo mejor yo mismo podría alquilarle un bote.

—Seguro que ya lo habrá hecho antes —observó Pitt en tono casual.

—¿Y a usted qué le importa?

—Nada, la verdad. —Fingiendo indiferencia, Pitt hizo esbozo de girarse para marchar.

—¡Si quiere un bote, yo se lo consigo! —exclamó el hombre antes que se alejase.

Pitt se detuvo.

—Conocerá usted las mareas, supongo —apuntó.

—¡Que si conozco las mareas! Pues claro. ¡Por algo vivo aquí!

—¿Cuál es la mejor marea para llegar a la Torre?

—¡Dios! ¿Pero es que quiere robar la Torre? ¿No andará usted tras las joyas de la corona?

De nuevo, su compañero volvió a reír a carcajadas.

—Quiero transportar algo allí, no traerlo hasta aquí —respondió Pitt, confiando en no llevar la cosa demasiado lejos.

—Mejor hacerlo cuando el agua está mansa —respondió el primer hombre, escrutándole con atención—. Mejor así. No hay corriente que nos empuje.

—¿Es muy fuerte la corriente?

—¡Pues claro! ¡Es un río con marea, demonio! ¿De dónde sale usted? ¿Es que no rige, o qué?

—Si viniera por aquí antes de la travesía, ¿dónde podría esperar? —Pitt ignoró el insulto.

—Aquí no, si no quiere que le vean, eso está claro —respondió el hombre con sequedad, encajando de nuevo la pipa entre sus dientes.

—¿Y quién podría verme?

—¡Yo mismo, para empezar!

—Pero las aguas no se amansan hasta la noche —arguyó Pitt.

—¡Yo sé bien cuándo el agua está mansa! He estado demasiadas noches por aquí para no saberlo.

—¿Cómo es eso?

—Por aquí la cosa está tranquila, pero si tira usted cien metros para allá —el hombre señaló un punto en la orilla—, encontrará docenas de embarcaderos: Baker’s Wharf, Sufferance, Bovel and Son, Landells, West Wharf, Coal Wharf, y un montón de escalones. Y eso antes de llegar al muelle de Saint Saviour. Ahí siempre encontrará algo de movimiento.

—¿En mitad de la noche?

—Pues claro. Mire, jefe, si lo que quiere es pasar algo de matute al otro lado del río, aquí no lo tiene muy bien. Si lo que quiere es ir a la Torre, suba río arriba y busque los escalones de Little Bridge. Aquello es más tranquilo y seguramente encontrará algún bote amarrado que puede coger libremente, siempre que lo devuelva a su amarre. No hay cosa más fácil. Me extraña que no lo viera usted desde el Puente de Londres, si es que ha venido de por allí. A cosa de medio kilómetro está. Luego fíjese, a ver si hay algún bote.

—Gracias —dijo Pitt, apenas reprimiendo un temblor en la voz—. Un consejo excelente. —Pitt rebuscó en el bolsillo hasta dar con un chelín—. Bébanse una pinta a mi salud. Les doy las gracias.

—Agradecido, jefe. —El hombre tomó el chelín, que desapareció en su bolsillo. Cuando Pitt se volvió, el hombre meneó la cabeza—. Como un cencerro —dijo para sí—. Como un cencerro.

—Vamos hacia los escalones de Little Bridge —dijo Pitt al cochero.

—¡Arreando!

Tras volver a Tooley Street, tomaron por Mill Lane en dirección al río. Aquí no había sendero alguno junto al agua. Mill Lane moría de forma abrupta en la orilla, junto a los escalones de Little Bridge. Unos metros río arriba había un pequeño embarcadero, y nada más, aparte del agua y la orilla. Pitt bajó del coche.

El cochero se pasó la mano por la nariz y fijó una mirada expectante en él.

Pitt miró alrededor suyo antes de fijar los ojos en el suelo. Nadie pasaría por aquí si no tenía intención de bajar los escalones que daban al agua. Un carricoche podía aguardar durante horas en este lugar sin llamar la atención.

—¿Quién utiliza estos escalones?

El cochero le miró como si le hubiera hecho una ofensa.

—¿Me lo pregunta a mí? ¿Cómo demonio voy a saberlo? No me venga con ésas, jefe. Aquí menda no tiene nada que pelar.

—Perdóneme —se disculpó Pitt—. Mejor vamos a almorzar en el pub más cercano; igual allí nos pueden decir.

—Eso me parece mejor idea —repuso el cochero con presteza—. Justo acabo de ver uno en la esquina, el Three Ferrets por nombre, y la verdad, no tenía mala pinta.

El pub resultó mejor de lo esperado y, tras un almuerzo de callos con cebolla, seguido de budín de frutos secos cocido al vapor y regado con un vaso de sidra, volvieron a los escalones provistos de más información de la que Pitt se hubiera atrevido a suponer. Al parecer, eran muy pocos quienes se valían de los escalones, si bien cierto Frederick Lee había pasado por el local la noche en cuestión, comentando haber visto allí plantado un coche de caballos poco antes de la medianoche, con las puertas cerradas y el cochero fumando un cigarro en el pescante. De regreso a casa, más de una hora después, el tal Lee había vuelto a fijarse en el carricoche. Aunque le había parecido extraño, no era asunto suyo, y el cochero era un tipo grande y robusto. Lee no se metía donde no le llamaban y creía en las virtudes de la discreción. Si había algo que no soportaba, era meterse en los asuntos de los demás, cosa incivil y antihigiénica donde las hubiera.

Pitt le había dado las gracias de corazón, invitándole a un vaso de sidra antes de abandonar el establecimiento.

Al llegar al delgado extremo de Mill Lane, justo encima del agua y los escalones, Pitt recorrió el terreno con meticulosidad, fijando los ojos en el suelo en busca de alguna señal que delatara la presencia de un carruaje allí mientras la marea llegaba a su punto álgido para amansarse y principiar su resaca. No se veía huella alguna en el camino de piedra con pequeños surcos en sus lados.

Sin embargo era verano. En la última semana apenas había llovido un poco uno o dos días, no lo bastante para arrastrar cualquier resto dejado allí. Pitt caminó lentamente a lo largo de un lado del camino; a medio camino por el otro lado, cuando estaba a unos veinte metros del agua, su mirada se fijó en una colilla de cigarro puro, luego en otra. Pitt se agachó y las recogió, sosteniéndolas en la palma de su mano. Ambas aparecían medio sueltas en el extremo chamuscado, allí donde la hoja estaba medio suelta y fibrosa. Con cuidado, Pitt se acercó el puro a la nariz. Éste resultó aromático, de un olor peculiar; ciertamente no era el tipo de cigarro que fumaría un cochero o trabajador de los muelles. Pitt dio la vuelta al puro con cuidado, para examinar su otro extremo. La punta aparecía cortada de forma curiosa, no a cuchillo sino con un cortapuros cuyas hojas se encontraban de forma simétrica. Se veía un ligero desgarro en la punta, así como la marca de un diente frontal irregular que parecía haber mordido en un momento de tensión emocional.

Pitt sacó su pañuelo y envolvió ambas colillas con cuidado antes de llevárselas al bolsillo y seguir con su exploración.

Sin embargo, no encontró nada más de interés, así que volvió al cabriolé, donde el cochero no había dejado de observarle desde su pescante.

—¿Ha visto algo, jefe? —preguntó expectante, deseoso de saber qué había descubierto, y qué significado tenía.

—Creo que sí —respondió Pitt.

—¿Y bien…? —El hombre no quería dar su brazo a torcer.

—Una colilla de cigarro puro —contestó Pitt con una sonrisa—. De cigarro puro de los caros.

—Dios… —El cochero exhaló un suspiro—. Así que al asesino le dio por fumarse su purito al lado del cadáver, para matar el rato antes de cruzar el río. Ese hijo de mala madre estaba tan tranquilo…

—Lo dudo. —Pitt subió al cabriolé—. Más bien pienso que en ese momento se veía atrapado por una pasión superior a cuanto hubiera conocido en la vida. Lléveme a Belgravia, por favor, a Ebury Street.

—¡A Belgravia! ¿No pensará usted que ese pájaro vive en Belgravia?

—Sí que lo pienso. Y ahora, ¡en marcha!

El trayecto de regreso les llevó bastante tiempo. Tras cruzar el río y dirigirse al oeste, el tráfico resultó espeso en varios puntos. Pitt tuvo mucho tiempo para pensar. Si el asesino de Susannah la había tenido por una traidora, asunción que le había cegado hasta el punto de provocar su muerte, sólo podía tratarse de alguien a quien ella en principio debiera firme lealtad. Eso significaba alguien de su familia, fuera Francis Standish o fuera su marido.

¿Qué clase de traición? ¿Era posible que Susannah hubiera terminado creyendo en las palabras de Arthur Desmond y Peter Kreisler, después de todo? ¿Habría puesto en cuestión la inversión que Standish había efectuado junto a Cecil Rhodes, el modo en que el Círculo Interior se había involucrado en el asunto? Si Standish era miembro del Círculo, miembro prominente quizá, ¿era posible que él mismo hubiera ejercido de verdugo? ¿Se habría enterado Susannah? ¿Lo habría adivinado? ¿Era ésa la razón por la que había sido sentenciada, en razón de lo que sabía y en razón de que estaba decidida a airearlo, antes que a permanecer fiel a su familia, a su clase y a sus intereses?

La cosa tenía sentido. Un sentido horrible. Standish pudo haberse encontrado con ella en Mount Street. Es posible que Susannah hubiera esperado una discusión, súplicas quizá, pero nunca la violencia. Seguramente no temía otra cosa que alguna palabra más alta que la otra cuando subió al coche de Standish sin que éste tuviera que insistir demasiado. La explicación respondía a todo cuanto Pitt había averiguado.

Excepto que no explicaba la desaparición de su capa. Ahora que estaba seguro de que Susannah no había sido arrojada al río, sino que su cuerpo había sido dispuesto de modo que pareciera casualmente abandonado por la marea alta, ya no era razonable asumir que la capa se había perdido por efecto de los giros que la corriente hubiera podido imprimir sobre el cuerpo.

¿Acaso el asesino había tirado la capa al río con dicho fin? ¿Para qué? La cosa no demostraba nada en absoluto. Y si la había tirado, ¿cómo es que no había aparecido en alguna orilla o se había enganchado a algún remo o timón? La capa no podía haberse hundido sola, sin un cuerpo que la arrastrara al fondo. En todo caso, se trataba de un gesto estúpido por parte del asesino; simplemente, la policía tenía una cosa más que buscar, sin que ello tuviera el menor significado en ningún sentido.

¡A no ser, por supuesto, que la capa tuviera algún significado! ¿Acaso habría en ella alguna marca o señal que pudiera incriminar a Standish?

Pitt no tenía respuesta. Nadie había fingido que se tratara de suicidio o accidente. El método y los medios empleados estaban claros, como incluso lo estaba el móvil del crimen. ¡El asesino mismo se había encargado de señalarlo, en un desafío innecesario!

Cuanto más pensaba en ello, más sentido tenía. Sentado en el cabriolé, a pesar de la agradable temperatura, se estremeció al sentir que el poder del Círculo Interior le envolvía por doquier, no ya con amenazas de ruina financiera y política, sino asesinando a sangre fría a quien se atreviese a traicionarles, una mujer incluso.

—¡Ebury Street, jefe! —avisó el cochero—. ¿A qué número vamos?

—Al doce —respondió Pitt, algo sobresaltado.

—¡Arreando al doce! ¿Quiere que le espere en la puerta?

—No, gracias —contestó Pitt, bajando del carricoche y cerrando la puerta—. Puede que el asunto me ocupe algún tiempo. —Rebuscó en su bolsillo hasta dar con la muy elevada suma a abonar tras haber dispuesto del cabriolé la mayor parte del día.

El cochero tomó el dinero y lo contó.

—Espero que no se moleste, jefe —se disculpó antes de llevarlo al bolsillo—. Ya sé la hora que es, pero no importa. La verdad, me gustaría quedarme para ver cómo acaba la cosa. Si a usted no le importa, claro está.

—Haga como guste. —Pitt le dedicó una leve sonrisa antes de volverse y subir los escalones de la casa.

Vestido de librea, un lacayo de gran estatura le abrió la puerta.

—¿Sí, señor?

—Soy el superintendente Pitt, de la comisaría de Bow Street. ¿Está el señor Standish en casa?

—Sí, señor, pero está con un caballero. Si prefiere esperar, le avisaré de su llegada. —El lacayo se hizo a un lado en deferencia a Pitt, a quien a continuación mostró el estudio. Por lo que parecía, Standish y su visitante se encontraban en la biblioteca.

El estudio era pequeño para lo acostumbrado en Belgravia, si bien de proporciones hermosas y amueblado en nogal, con una alfombra turca del mismo color rojo que las cortinas, cuya tonalidad aportaba calidez al conjunto. Era obvio que se trataba de una habitación de trabajo. El escritorio era funcional, amén de bonito; sobre él se alineaban tinteros, plumas, cortaplumas, polvos secantes y sellos, todos dispuestos con orden, prestos para el uso. También se veían unas cuartillas de papel desalineadas, como si alguien hubiera estado ocupado en escribir recientemente. Quizá Standish se había visto interrumpido por la llegada de su visitante. Un gran cenicero de jaspe rojo presidía una esquina del escritorio; en su centro se levantaba un montoncito de ceniza, flanqueado por una punta de cigarro puro, consumida hasta poco más de un centímetro de su extremo.

Sin vacilar, Pitt cogió la colilla y la llevó a su nariz.

El tabaco era muy distinto al hallado en los escalones de Little Bridge, tanto en aroma como en textura. Incluso la punta era distinta —había sido cercenada a cuchillo—, mientras que las débiles marcas de dientes eran regulares en extremo.

Pitt tiró del cordón del timbre.

El lacayo apareció en el estudio, con expresión de cierto asombro al verse llamado por un invitado que sabía no era más que un simple policía.

—¿Sí, señor?

—¿Sabe si el señor Standish tiene otros cigarros que no sean de esta clase? —preguntó Pitt, alzando la colilla para que el otro la viera.

El lacayo se esforzó por ocultar su desagrado ante semejantes modales; con todo, en sus ojos se leía una sombra de reproche.

—Sí, señor, creo que tiene otros cigarros, que reserva a los invitados. Si desea fumar uno, miraré de encontrárselos.

—Sí, gracias.

Con las cejas enarcadas, el lacayo se acercó a un cajón del escritorio, lo abrió y sacó una caja de cigarros, que ofreció a Pitt.

Pitt escogió uno de los puros, aunque antes incluso de olerlo supo que no pertenecía a la misma clase que la colilla que tenía en el bolsillo. Este cigarro era más oscuro y delgado, de aroma poco distinguido.

—Gracias. —Pitt devolvió el puro a su caja—. ¿Podría decirme si el señor Standish conduce su propio coche de caballos?

El sirviente enarcaba las cejas de tal forma que el ceño se le arrugaba.

—No, señor. El señor Standish sufre de un leve reumatismo en las manos, por lo que el tiro de los caballos le resulta muy incómodo, amén de peligroso.

—Ya. ¿Cuáles son los síntomas de ese reumatismo?

—Creo que él mismo se lo podría decir mejor que yo, señor. Y no creo que su visita le lleve mucho más de una hora.

—¿Cuáles son esos síntomas? —insistió Pitt, con tal urgencia en la voz que el lacayo se quedó atónito—. Si me los puede decir, quizá no tenga que molestar al señor Standish.

—Señor, creo que sería mejor que consultara usted a un médico…

—No quiero una respuesta en términos generales —cortó Pitt—. Lo que quiero saber es cómo afecta el reumatismo al señor Standish. ¿Me lo puede decir o no?

—Sí, señor. —El sirviente dio un paso atrás. Su mirada escrutó a Pitt con visible aprensión—. El reumatismo se muestra con un dolor agudo y repentino en los pulgares, así como en una súbita pérdida de la fuerza de la mano…

—¿Suficiente para que no pueda sujetar según qué cosas, por ejemplo las riendas de su carricoche?

—Precisamente. Por eso el señor Standish nunca conduce. Pensé que se lo había explicado ya, señor.

—Y lo ha hecho, ciertamente que lo ha hecho. —Pitt volvió su mirada a la puerta—. Ya no hace falta que moleste al señor Standish. Si considera necesario informarle de mi visita, dígale que usted mismo se encargó de responder a mis preguntas. Y que no hay motivo de alarma.

—¿Alarma?

—Eso mismo. No hay motivo ninguno —respondió Pitt, pasando frente a él de camino al recibidor y la puerta de la casa.

Standish no había sido. Tampoco creía que se tratara de Kreisler —éste no tenía razón para ofuscarse de esa manera—, pero lo mejor sería asegurarse de una vez. En la puerta se encontró con el cochero, quien se sorprendió de verle salir tan pronto. Pitt no le ofreció explicación alguna. En vez de ello, le dio la dirección de Kreisler y le urgió a darse prisa.

—El señor Kreisler ha salido —informó el criado.

—¿El señor Kreisler tiene cigarros? —preguntó Pitt.

—¿Perdón, señor?

—Que si tiene cigarros —repitió Pitt en tono cortante—. La pregunta me parece clara.

Su interlocutor adoptó una expresión de rigidez.

—No, señor. El señor Kreisler no fuma. Al señor Kreisler le disgusta el humo del tabaco.

—¿Está bien seguro de lo que dice?

—Por supuesto que estoy seguro. Llevo muchos años trabajando para el señor Kreisler, aquí y en África.

—Gracias, eso será todo. Que tenga un buen día.

El criado musitó una vaga despedida entre dientes, no tan cortés como hubiera sido previsible.

Comenzaba a atardecer. Pitt subió al cabriolé.

—A Berkeley Square —ordenó.

—¡Arreando, jefe!

El trayecto no era largo. Pitt lo pasó sumido en sus pensamientos. Había una cosa más que quería saber, y si ésta resultaba como suponía, ya sólo podía darse una conclusión que encajara con cuanto sabía, con todas las pruebas materiales. Una conclusión que constituía una tragedia de proporciones abrumadoras en relación con todo cuanto hubiera podido imaginar. El pensamiento le entristeció, llevándole incluso a un oscuro miedo de la mente, a una confusión de ideas y creencias, así como a una inmediata aprensión acerca de sus propios actos y el curso que cabía seguir a continuación.

El cochero asomó su rostro por el interior del cabriolé.

—¿Qué número, jefe?

—A ningún número. Mejor párese en la primera boca de alcantarilla que vea.

—¿Cómo dice? No le oigo bien. Para mí que ha dicho no sé qué de una alcantarilla…

—Eso mismo. Párese en la primera boca de alcantarilla —dijo Pitt.

El cochero avanzó treinta o cuarenta metros más antes de detenerse.

—Gracias. —Pitt bajó del cabriolé y miró al cochero—. Esta vez sí le pediré que me espere. Puede que la cosa me ocupe cierto tiempo.

—A estas alturas, no me iría ni aunque me pagara por ello —repuso el cochero con vehemencia—. ¡En la vida había tenido un día así! Cuando lo cuente, me van a estar invitando a comidas el año entero. ¿Quiere una luz, jefe? —El cochero se agachó y desajustó una de las lámparas de su carruaje, que entregó a Pitt.

Pitt la cogió, dándole las gracias, abrió la tapa de la alcantarilla y, con mucho cuidado, bajó los peldaños hasta llegar a las tripas de la cloaca. La luz del día se había convertido en un diminuto agujero redondo sobre su cabeza. Pitt dio gracias por contar con el resplandor de la lámpara y enfiló el curvo túnel de ladrillo. La humedad goteaba por el camino, con un sonido inquietante al caer sobre el rancio canal de agua. El túnel le llevó a más túneles, a escalones, cascadas y represas. El sonido del agua era tan ubicuo como el agrio olor a porquería.

—¡Compadre! —gritó, y su voz se difundió en todas direcciones. Pitt guardó silencio; no se oía más que el gotear del agua, acompañado por el ocasional chirrido de las ratas.

Pitt caminó una docena de metros más antes de gritar otra vez. «Compadre» era el nombre en jerga que se dedicaban quienes trabajaban en las cloacas. Pitt se encontró cerca de una gran represa de unos tres metros y medio de altura. Sin dejar de avanzar, llamó por tercera vez:

—¿Sí?

La voz sonó tan próxima y áspera que Pitt se sobresaltó, deteniéndose en seco y casi cayendo en el canal. Casi al lado de su codo, un hombre ataviado con botas de goma que le cubrían el muslo apareció por un túnel lateral. El hombre tenía el rostro sucio; el pelo le caía de cualquier manera sobre la frente.

—¿Es éste el tramo donde trabaja? —Pitt señaló con el brazo al camino por donde había venido.

—¡Y cómo! ¿Qué piensa que hago aquí? ¿Buscar las fuentes del Nilo? —dijo el hombre con desdén—. Si busca un tramo de su agrado, olvídese de éste. No está en venta.

—Policía —anunció Pitt en tono escueto—. Bow Street.

—Sorpresas que tiene la vida —observó el hombre con sequedad—. ¿Y qué anda buscando por aquí?

—Una capa azul de mujer, posiblemente arrojada a una alcantarilla hará poco menos de una semana.

En la oscuridad, el rostro del pocero exhibió una expresión alerta, carente de sorpresa. Pitt comprendió que había encontrado la capa; de pronto se sintió sin aliento al confirmar su sospecha.

—Es posible —apuntó el hombre con precaución—. ¿Por qué la busca? ¿A qué tanto interés?

—No se haga el distraído, si no quiere ser acusado de complicidad en un asesinato —advirtió Pitt—. ¿Dónde la tiene?

El hombre contuvo el aliento, silbando ligeramente entre dientes, observando el rostro de Pitt por un instante antes de decidirse a olvidar las evasivas.

—La capa estaba como nueva. Ni siquiera estaba mojada —aclaró en tono arrepentido—. Se la regalé a mi mujer.

—Llévela a la comisaría de Bow Street. Si tiene suerte, se la devolverán después del juicio. Ahora su testimonio es fundamental. ¿Dónde la encontró, y cuándo?

—El martes. A primera hora de la mañana. Estaba colgando de los escalones que hay bajo Berkeley Square. Alguien la debió arrojar por la alcantarilla sin molestarse en comprobar que caía al fondo de la cloaca. Aunque a saber por qué harían algo así.

—A la comisaría de Bow Street —repitió Pitt, volviéndose por donde había venido. Una rata pasó entre sus piernas y se sumergió en el canal—. Y no lo olvide —añadió—. La complicidad en asesinato se castiga con varios años a la sombra. En cambio, la cooperación con la justicia le valdrá una vida próspera y tranquila durante mucho tiempo.

El hombre suspiró y escupió al piso, mascullando algo entre dientes.

Pitt volvió sobre sus pasos hasta llegar a los peldaños y la luz del día. El cochero le esperaba con una ardiente curiosidad en la mirada.

—¿Y bien? —demandó.

Pitt devolvió la lámpara a su corchete.

—Espéreme en la puerta del número catorce —respondió, respirando con fatiga y buscando su pañuelo para sonarse la nariz. Pitt echó a caminar con decisión a través de la plaza, hasta llegar a la casa de Chancellor, subió las escaleras y llamó a la puerta. El farolero se afanaba en su labor en el extremo de la calle. Un carruaje pasó con rapidez, entre el musical tintineo de sus arneses.

El lacayo le recibió con la sorpresa y el desagrado pintados en la expresión, no ya por su apariencia sino por el penetrante olor que le envolvía.

—Buenas tardes, superintendente. —El sirviente terminó de abrir la puerta, y Pitt pasó al interior—. El señor Chancellor justo acaba de volver del Ministerio de Colonias. Ahora mismo le anunciaré su llegada. Permítame añadir que ojalá tengamos ya una buena noticia. —El lacayo parecía no haber leído el sombrío ceño de Pitt.

—Hay bastantes novedades —reconoció Pitt—. Es preciso que hable con el señor Chancellor. Pero, quizá, antes de molestarle, me gustaría hablar con esa doncella, Lily creo recordar, la misma que vio marchar a la señora Chancellor.

—Sí, señor, como usted diga. —El sirviente vaciló por un segundo—. Superintendente, ¿le parece… le parece que el señor Richards esté presente en esta ocasión? —Después de todo, era posible que el lacayo hubiera advertido la emoción que embargaba a Pitt con tal intensidad, la tristeza, la comprensión de hallarse ante una violenta tragedia marcada por las pasiones desbocadas.

—Creo que no. Pero gracias por la sugerencia.

El hombre llevaba quince años al servicio de Chancellor. Era inevitable que la confusión le llevara a sentirse horrorizado y atrapado en un conflicto de lealtades. No había razón para someterle a lo que se preparaba. Su presencia, además, tampoco sería de especial utilidad.

—Muy bien, señor. Ahora mismo voy por Lily. ¿Quiere usted verla en el salón del servicio?

—No, gracias, prefiero hablar con ella en el recibidor.

El lacayo se volvió para marchar y se detuvo un momento, vacilante, quizá preguntándose si debería ofrecer a Pitt ocasión de lavarse e incluso de cambiarse de ropa. Por fin, su expresión dio a entender que el momento le parecía demasiado grave para semejantes zarandajas.

—Oh… —apuntó Pitt de repente.

—¿Sí, señor?

—¿Me podría decir qué le sucedió a Bragg en el brazo?

—¿A nuestro cochero, señor?

—Sí.

—Le cayó líquido hirviendo. Un accidente, por supuesto.

—¿Cómo sucedió exactamente? ¿Estaba usted allí?

—No, señor, pero llegué un momento después. De hecho, todos corrimos a atenderle. La cosa fue bastante desagradable.

—¿Desagradable? ¿Se le cayó algo encima?

—No exactamente. La cosa se le cayó al señor Chancellor. Parece que le resbaló de las manos, según dijo Cook.

—¿Qué cosa era?

—Una taza de cacao caliente. La leche hirviendo produce unas quemaduras terribles. El pobre George lo pasó muy mal.

—¿Dónde ocurrió el accidente?

—En la biblioteca. El señor Chancellor había ordenado a George que pusiese el arnés el cupé y fuera a avisarle a la biblioteca cuando estuviera listo. El señor Chancellor quería preguntarle algo sobre uno de los caballos, y por eso quería hablar con él personalmente. En ese momento se disponía a beber una taza de cacao y…

—Hace un poco de calor para tomar cacao, ¿no le parece?

—Sí, la verdad. Lo que es yo, preferiría beber una limonada —convino el lacayo. Aunque su cara expresaba cierta sorpresa, se esforzaba en responder a cada pregunta.

—¿Le gusta mucho el cacao al señor Chancellor?

—Nunca me lo pareció. Y después de esa tarde, no creo que le queden muchas ganas de volver a probarlo, estoy seguro. Yo mismo vi cómo estaba el pobre George. Según parece, el señor Chancellor tropezó, o algo así, George se acercó para ayudarle, y en ese momento se produjo la quemadura. El señor Chancellor llamó al timbre de inmediato. El señor Richards fue el primero en presentarse y ver lo sucedido. Después, antes que nadie pudiera darse cuenta, nos encontramos todos en la cocina, tratando de ayudar al pobre George, quitándole la chaqueta, rasgándole las mangas de la camisa, poniéndole esto y aquello en el brazo. Cook y el ama de llaves no hacían sino discutir si era mejor aplicar harina o mantequilla, las chicas de la cocina no paraban de gritar y el señor Richards insistía en que llamáramos a un médico. A las criadas, que están en el piso de arriba, nadie les dijo nada, ni que bajaran a limpiar el estropicio. A todo esto, el señor Chancellor tenía que salir.

—Así que tendría que conducir el coche él mismo…

—Exacto.

—¿A qué hora volvió a casa?

—No lo sé, señor. Tarde, porque nos acostamos poco antes de la medianoche. El pobre George estaba hecho una pena, y la señora todavía no había vuelto a casa… —Su rostro se desplomó al recordar cuanto aprendiera a partir de esa noche de pánico.

—¿Dónde estaba Lily mientras atendían al cochero?

—En la cocina, con el resto de nosotros, hasta que el señor Chancellor le ordenó subir al descansillo de la escalera, a buscar sábanas viejas que pudieran ser rasgadas para hacerle una venda a George.

—Ya veo. Gracias.

—¿Quiere que vaya a buscar a Lily, señor?

—Sí, por favor.

Pitt aguardó de pie en el magnífico recibidor, mirando en torno suyo, aunque no a los cuadros de las paredes ni al parquet reluciente, sino a la escalera y el rellano que había en mitad de ella, al candelabro de una docena de luces que pendía del techo.

Lily apareció por la puerta de paño verde[*]. Su expresión era de ansiedad; era evidente que todavía estaba muy alterada.

—¿Qui… quiere usted verme, señor? Ya se lo he dicho todo, se lo prometo. No sé adónde fue la señora: no me lo dijo. ¡Ni siquiera sabía que pensaba salir…!

—Lo sé, Lily —dijo Pitt en el tono más amable que pudo encontrar—. Sólo la he llamado para que haga un poco de memoria. ¿Se acuerda de dónde estaba usted cuando la vio marchar? Dígame exactamente lo que vio… Todo lo que vio, exactamente.

Lily fijó su mirada en él.

—Justo salí al rellano de los dormitorios y miré hacia abajo, al recibidor…

—¿Por qué?

—¿Perdón, señor?

—¿Por qué miró hacia abajo?

—No sé… Supongo que porque vi que alguien se movía hacia la puerta.

—¿Y qué vio exactamente?

—A la señora Chancellor, que marchaba hacia la puerta, como ya dije.

—¿Habló ella con usted?

—Oh, no señor. La señorita se marchaba.

—¿No le dio las buenas noches, ni le dijo a qué hora pensaba volver? Eso hubiera sido lo más lógico, pues usted tenía que esperar a su regreso.

—No, señor, es que ella no me vio, porque no se dio la vuelta. Yo sólo la vi de espaldas mientras salía.

—¿Pero estaba segura de que era ella?

—Claro que sí, señor. Llevaba puesta su mejor capa, de color azul oscuro y forro de seda. Una capa preciosa… —Lily se detuvo, con los ojos anegados en lágrimas. Respirando con fuerza, apuntó—: Esa capa ni siquiera ha aparecido, ¿verdad?

—Sí. Sí que ha aparecido —respondió Pitt, casi en un murmullo. Nunca en su vida había sentido tan completa mezcla de dolor e indignación, en ninguno de los casos en que había tomado parte.

Lily fijó su mirada en él.

—¿Dónde la encontraron?

—Por el momento, no hace falta que se lo diga, Lily. —¿Por qué herirla sin necesidad? Lily había amado a su señora, había cuidado de ella día a día, había compartido su intimidad con ella. ¿Por qué decirle entonces que la capa había sido arrojada a las cloacas soterradas bajo la ciudad?

Lily parecía entender sus razones; por lo menos, aceptó la respuesta.

—Así que vio usted la espalda de la señora Chancellor, envuelta en su capa, mientras cruzaba el recibidor hacia la puerta. ¿Se fijó en si llevaba su vestido de noche bajo la capa?

—No, señor, y lo hubiera visto. Ese vestido llega hasta el suelo.

—¿Sólo habría podido ver la cara de la señora Chancellor?

—Sí.

—Sin embargo, ella le daba la espalda.

—Si está pensando que no era ella, me temo que está equivocado, señor. ¡No hay muchas mujeres de su altura! Y en casa no había ninguna otra señora, nunca. El señor Chancellor no es de ésos. Siempre fue un esposo ejemplar, el pobre.

—No, no estaba pensando en eso, Lily.

—Mejor…

Lily parecía incómoda. Seguramente estaba pensando en Peter Kreisler, y en la fea sospecha que habían albergado en relación con Susannah.

—Gracias, Lily. Eso es todo.

—Sí, señor.

Nada más irse Lily, el lacayo apareció junto a las escaleras. Sin duda había estado esperando a que Pitt terminara, para acompañarle ante su señor.

—El señor Chancellor me ha pedido que le acompañe al estudio, superintendente —indicó a Pitt, precediéndole a través de una gran puerta de roble, por un pasillo que daba a otra ala de la casa, donde llamó a una segunda puerta. Cuando respondieron desde el interior, se hizo a un lado para que Pitt pudiera entrar.

La estancia era muy distinta a los formales recibidores donde Chancellor se había visto con Pitt anteriormente. Las cortinas estaban corridas en las ventanas. La sala estaba decorada en tonos crema y amarillo, con toques de madera oscura, y exhibía un aire entre elegante y funcional. Tres de las paredes estaban cubiertas de libros; en el centro había un escritorio de caoba con una gran silla detrás. Al instante, los ojos de Pitt se fijaron en la purera que había sobre el escritorio.

Chancellor parecía tenso y fatigado. Tenía bolsas bajo los ojos y su cabello no mostraba el aspecto inmaculado que lucía cuando Pitt le conociera por primera vez. Con todo, su compostura seguía siendo perfecta.

—¿Alguna novedad, señor Pitt? —preguntó, alzando las cejas. Sus ojos se posaron brevemente en las mugrientas ropas de Pitt, sin que hiciera el menor comentario sobre el olor que emanaba de ellas—. Tengo entendido que la cosa está más o menos resuelta. Thorne ha escapado del país, lo que quizá no sea tan mala cosa como parece. Al menos, ahora el gobierno se ahorra decidir qué hacer con él. —Chancellor esbozó una sonrisa levemente torcida—. Imagino que no habrá otros implicados. Aparte de Soames, claro está.

—No, nadie más —respondió Pitt. Detestaba lo que tenía que hacer. Iba a ser el juego del gato con el ratón, pero no le quedaba otra alternativa. Con todo, no lo disfrutaba, no sentía la menor sensación de triunfo.

—¿De qué se trata entonces, amigo mío? —Chancellor frunció el ceño—. Si le he de ser sincero, no estoy de humor para embarcarme en largas conversaciones. Por eso, le rogaría que fuera diligente. Entonces, ¿hay algo más?

—Sí, señor Chancellor, sí que lo hay. Dispongo de nuevos datos sobre la muerte de su esposa…

Chancellor no pestañeó. Sus ojos parecían más azules de lo que Pitt recordaba.

—¿De veras? —Su voz mostraba una ligera inseguridad, pero ello era natural.

Pitt respiró con fuerza. Su propia voz le sonó extraña al hablar, casi irreal. El tictac del reloj que había sobre la mesita Pembroke, junto a la pared, resonaba con tal fuerza que la habitación parecía devolver su sonido. Las cortinas echadas apagaban todo sonido proveniente del jardín o la calle adyacente.

—Su esposa no fue arrojada al río. Tampoco fue arrastrada por la marea hasta la Puerta de los Traidores.

Chancellor no dijo nada, pero sus ojos seguían fijos en Pitt.

—Su mujer fue asesinada antes, a primera hora de la noche —prosiguió Pitt, midiendo sus palabras y el orden de exposición de los hechos—. Después, su cuerpo fue llevado en coche de caballos al otro lado del río, a unos escalones que hay junto a Little Bridge, no lejos del Puente de Londres.

La mano de Chancellor se cerró con fuerza sobre el borde del escritorio ante el que se sentaba. Pitt seguía de pie frente a él.

—El asesino permaneció en ese lugar con el cuerpo —continuó Pitt—, durante bastante rato, de hecho hasta las dos y media de la madrugada, a la espera de que cambiase la marea. A continuación metió el cuerpo en el pequeño bote que suele haber junto a los escalones, bote que ya había visto al cruzar el Puente de Londres, a unos cientos de metros del lugar.

Chancellor le observaba con el rostro curiosamente desprovisto de expresión, como si su mente se hallara en el mismísimo borde de un abismo tenebroso.

—Después de remar unas brazadas —prosiguió Pitt—, el asesino puso el cuerpo tras la popa, atado con una cuerda por la espalda y bajo los brazos, arrastrándolo durante el resto de la travesía para que más tarde pareciera haber estado mucho tiempo en el agua. Cuando el asesino por fin llegó a la otra orilla, dejó el cadáver en la grada de la Puerta de los Traidores, lugar preciso en el que quería que fuera hallado.

Chancellor abrió los ojos de modo apenas perceptible; podría haber sido un mero reflejo de la iluminación.

—¿Cómo es que sabe todo eso? ¿Tiene ya al asesino?

—Sí, lo tengo —repuso Pitt con calma—. Pero sé todo esto porque alguien vio el coche de caballos.

Chancellor ni se movió.

—Durante su larga espera, el asesino tuvo tiempo de fumar al menos dos cigarros puros —continuó Pitt, desviando la vista por un instante a la purera situada a pocos centímetros de la mano de Chancellor—. Unos puros poco comunes, de aroma peculiar.

Chancellor tosió y recuperó el aliento.

—Todo esto… ¿lo ha adivinado usted por su cuenta?

—Con cierta dificultad.

—Ella… —Chancellor observaba a Pitt con extrema atención, tomándole la medida— ¿fue asesinada en la cabina del coche de punto? ¿De veras marchó a ver a Christabel Thorne?

—No, nunca fue a ver a Christabel Thorne —contestó Pitt—. En cuanto al coche de punto, éste nunca existió. Su mujer fue asesinada en esta casa.

El rostro de Chancellor se crispó. Inmóvil en su asiento, Chancellor abría y cerraba la mano sobre el escritorio, aunque sin tocar la caja de puros.

—La doncella la vio salir —arguyó, respirando con dificultad.

—No, señor Chancellor, a quien vio fue a usted, vestido con la capa de la señora Chancellor —corrigió Pitt—. Su esposa era una mujer muy alta, tanto como usted. Lo que hizo usted entonces fue caminar hasta la boca de alcantarilla que hay en una esquina de la plaza, cuya tapa abrió y a cuyo fondo arrojó la capa. Entonces volvió aquí y subió al piso de arriba, donde comentó que acababa de dejar a su mujer en un coche de punto. Después llamó al timbre y ordenó que dispusieran su propio coche de caballos. Poco después se las arregló para provocar un accidente en el que su cochero sufrió quemaduras en el brazo. Mientras el servicio en pleno atendía al pobre cochero, aprovechó para bajar el cuerpo de la señora Chancellor, que puso en su propio coche de caballos. Luego condujo el coche en dirección sureste hasta cruzar el río, como ya he descrito, y esperó al cambio de la marea, a fin de dejar el cadáver en la la Puerta de los Traidores con la seguridad de que la marea no lo devolvería al río.

Pitt se inclinó y abrió la purera, de la que sacó uno de los lustrosos cigarros. Su aroma le resultó familiar de un modo nauseabundo. Pitt lo sostuvo contra la nariz mientras su mirada seguía fija en Chancellor.

De repente, el fingimiento terminó. El rostro de Chancellor se vio inundado por una pasión salvaje y violenta que alteró por completo su carácter. La urbanidad, la seguridad en sí mismo, se evaporaron por completo. Los labios fruncidos revelaban sus dientes, sus mejillas estaban blancas, sus ojos exhibían un incendiario destello de rabia.

—Susannah me traicionó —declaró en tono áspero, con una nota aguda en la que todavía sonaba la incredulidad—. Yo la amaba de un modo absoluto. Lo éramos todo el uno para el otro. Susannah era más que mi esposa; ella era mi compañera, la amiga con quien compartía mis sueños. Ella era parte de todo cuanto yo hacía, todo cuanto yo admiraba. Siempre pensaba exactamente lo mismo que yo… ella sabía comprender… ¡y entonces me traicionó! Ése es el peor pecado de todos, Pitt… ¡Traicionar el amor, traicionar la confianza! Susannah se apartó de mi lado, dejó de confiar en mi criterio. Unas pocas conversaciones, plagadas de vaguedades e inexactitudes, histéricas, con Arthur Desmond, y comenzó a dudar de mí. ¡Dudar de mí! ¡Como si yo no supiera más de África que ella, que todos ellos! —Su voz se alzaba con la furia que le consumía, hasta casi convertirse en un chillido.

Pitt dio un paso hacia él, pero Chancellor le ignoró. La herida en su interior era tal que, para él, Pitt era poco más que una audiencia inanimada.

—Después de todo lo que le había dicho, después de todo lo que le había explicado… —continuó, poniéndose en pie tras el escritorio, con la mirada clavada en Pitt—. Dejó de confiar en mí. Se dedicó a escuchar a Kreisler. ¡Peter Kreisler! ¡Un mero aventurero! ¡Bastó que Kreisler sembrara en ella la semilla de la duda para que Susannah perdiera su fe en mí! Según me dijo, pensaba hablar con Standish para que dejara de financiar la empresa de Rhodes. En sí, ello no tenía tanta importancia…

Chancellor soltó una risa salvaje, permeada por una creciente nota de histeria.

—Pero cuando la gente se enterase… ¡de que mi propia esposa había dejado de confiar en mí! Serían docenas los que se retirarían, ¡cientos! En un santiamén, a todos les entrarían dudas. Salisbury sólo necesita una excusa. ¡Me hubiera convertido en el hazmerreír de la ciudad, traicionado por mi propia esposa!

Chancellor se apoyó en el respaldo de su silla y abrió el cajón del escritorio, sin dejar de mirar a Pitt.

—¡Nunca pensé que lo descubriría! A usted le gustaba Susannah. ¡Usted la admiraba! Nunca pensé que la imaginase traicionando a su propio marido, a cuanto ambos creíamos en común. Por eso la dejé en la Puerta de los Traidores… ¡Era lo que merecía!

Pitt estuvo a punto de decir que ése había sido el detalle que le había llevado a descubrir la verdad, pero se contuvo a tiempo. No tenía sentido revelarlo.

—Linus Chancellor…

Chancellor sacó la mano del cajón. El puño se cerraba en torno a una pistola negra y pequeña. Chancellor volvió el cañón contra sí mismo y apretó el gatillo. El disparo resonó como un latigazo en la habitación y estalló en su cabeza, sembrándolo todo de sangre y fragmentos de hueso.

Pitt estaba paralizado por el horror. La estancia se estremeció ante sus ojos como un barco en alta mar; la luz del candelabro pareció quebrarse. Un olor terrible impregnaba el aire. Pitt se sintió enfermo.

En ese momento escuchó rápidas pisadas en el exterior. Un sirviente abrió la puerta de golpe y alguien gritó, aunque Pitt no supo si se trataba de un hombre o una mujer. Pitt se tambaleó sobre la otra silla, lastimándose con violencia mientras salía a toda prisa de la habitación. Al pedir ayuda, su voz le sonó como la de un extraño.