9
Pitt llegó a casa después de un día que, tanto física como emocionalmente, había sido agotador. Tenía ganas de dejar todo aquel asunto a un lado por un rato y sentarse en la sala de estar con los pies apoyados y las puertas del jardín abiertas para que entrara el aire primaveral de las últimas horas de la tarde. Era suave y fragante, como el de esos días en que los olores de la tierra parecen demorarse entre las calles y llegar, más allá de las paredes de los jardines, hasta la conciencia de una ciudad poderosa. Quien lo siente sólo desea pensar en flores, bancales de césped recién cortado, árboles umbrosos y mariposas vespertinas revoloteando ociosamente en la quietud.
Tan pronto entró en el vestíbulo comprendió que todo aquello no iba a ser posible. Charlotte salió de la sala de estar a su encuentro con semblante grave y un atisbo de alarma en la mirada.
—¿Qué ha pasado? —dijo Pitt con aprensión.
—Matthew ha venido a verte —respondió ella con suavidad, pues la puerta de la salita estaba abierta—. Parece muy preocupado, pero no me ha dicho de qué se trata.
—¿Se lo has preguntado?
—No, claro que no. Pero le he lanzado algunas… indirectas.
Pitt no pudo por menos de sonreír, aun a su pesar, y al pasar junto a ella hacia la salita la tocó con dulzura.
Matthew estaba sentado en la butaca preferida de Pitt, frente a la puerta acristalada, con la mirada fija en el manzano que había al fondo del césped. En cuanto percibió la presencia de Pitt en la sala, a pesar de que éste no había hecho el menor ruido, se volvió hacia él y se puso en pie. Estaba pálido y se le apreciaban marcados círculos de sombra alrededor de los ojos. Tenía un aspecto como si hubiera sufrido una larga enfermedad de la cual estuviera recuperado sólo lo suficiente como para levantarse de la cama.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Pitt, cerrando la puerta.
Matthew pareció algo confuso, como sorprendido de que le hicieran la pregunta de forma tan directa.
—Nada, nada nuevo, por lo menos. Yo… me preguntaba si habrías podido averiguar alguna cosa más acerca de la muerte de mi padre. —Arqueó las cejas y miró a Pitt con expresión interrogativa.
Pitt se sintió culpable, aun cuando hubiera tenido todas las razones del mundo para haber sido incapaz de pensar siquiera en el asunto.
—No, yo… me temo que no. El subcomisionado me ha asignado el caso del asesinato de Susannah Chancellor, y me ha tenido ocupado…
—Comprendo, comprendo, no faltaba más —le interrumpió Matthew—. No tienes por qué darme explicaciones, Thomas. No soy ningún chiquillo. —Caminó hacia la puerta acristalada como si tuviera intención de salir afuera, a tomar el aire vespertino—. Es sólo que… me lo había preguntado.
—¿Ése es el motivo de tu visita? —preguntó Pitt con suspicacia. Fue hasta la puerta acristalada, junto a Matthew.
—Sí, naturalmente. —Matthew cruzó el umbral y salió a la terraza empedrada.
Pitt le siguió y juntos caminaron muy despacio sobre la hierba en dirección al manzano y a la zona sombreada de la pared. Las piedras estaban cubiertas por una espesa capa de musgo verde como terciopelo. Al pie de la pared, casi tocando el suelo, crecía una planta trepadora que daba unas florecillas amarillas en forma de estrella.
—¿Ha pasado algo más? —insistió Pitt—. Pareces abatido.
—Me golpeé en la cabeza. —Matthew hizo una mueca de dolor y entrecerró los ojos—. Tú estabas conmigo.
—¿Te ha ido a peor? ¿Has tenido que volver a llamar al médico?
—No, no, está mejor. Sólo que es lento. Es horrible lo de la mujer de Chancellor. —Frunció el ceño y avanzó un paso más sobre la suave hierba. Era muy tupida en la zona que quedaba bajo la sombra del árbol y esponjosa al pisar. La blanca eclosión de la floración del manzano impregnaba el aire de un tenue dulzor, un aroma limpio pero no empalagoso—. ¿Tienes alguna idea de lo que pudo suceder?
—Aún no. ¿Por qué? ¿Sabes algo?
—¿Yo? —Esta vez Matthew parecía sorprendido de verdad—. Nada de nada. Lo único es que pienso que habrá sido un golpe de la fortuna espantoso para un hombre tan brillante y cuya vida personal era tan inusualmente feliz. Hay muchos políticos que si perdieran a sus esposas sufrirían una aflicción mínima, pero ése no es el caso de Chancellor.
Pitt le miraba fijamente. Aquella observación le pareció curiosa en Matthew, poco característica de él, como si hablara un poco a la ligera o distraído por otras preocupaciones. Pitt se convencía cada vez más de que había algo que le turbaba el espíritu.
—¿Conocías bien a Chancellor? —le preguntó elevando el tono de voz.
—Más o menos —repuso Matthew reemprendiendo la marcha y sin mirar a Pitt—. De los hombres de alto rango que conozco es uno de los más accesibles. Tiene una conversación agradable. Procede de una familia de lo más corriente, galesa, creo, al menos de origen. Debieron de establecerse hace algún tiempo en los condados de los alrededores. No ha sido un crimen político, ¿verdad? —Se volvió hacia Pitt con expresión de curiosidad y confusión—. Quiero decir que cómo encajaría.
—No lo sé —repuso Pitt con sencillez—. Por el momento no tengo ninguna idea fiable.
—¿Ninguna?
—¿En qué pensabas al preguntarlo?
—No juegues conmigo, Thomas —dijo Matthew con cierta irritación—. ¡Yo no soy ninguno de tus malditos sospechosos! —Al cabo de un segundo se mostró arrepentido por lo que había dicho—. Lo siento. No sé muy bien lo que quiero decir. Aún sigo bajo la conmoción de la muerte de mi padre. Hay algo dentro de mí que me dice que murió asesinado, y estoy convencido que lo hizo el Círculo Interior, tanto para evitar que siguiera hablando de ellos, como para advertir a cualquier otro posible traidor a los juramentos. La lealtad es algo diabólico, Thomas. ¿Hasta dónde puedes exigirle lealtad a otra persona? Por mi parte, ni siquiera estoy seguro de saber qué es la lealtad. Si me lo hubieran preguntado hace un año, o hace seis meses, me habría parecido una pregunta sencillamente estúpida, a la que no valía la pena contestar por su obviedad. Ahora no podría contestarla. —Permanecía inmóvil sobre la hierba, con una expresión de total confusión. Buscó a Pitt con la mirada—. ¿Y tú? ¿Podrías?
Pitt reflexionó antes de contestar, pero aun cuando lo hizo, fue sin convicción.
—Supongo que la lealtad es hacer honor a las promesas hechas —dijo pausadamente—. Pero también a las obligaciones, aun en el caso de no mediar promesas concretas.
—Exacto —convino Matthew—. Pero ¿quién determina cuáles son esas obligaciones, y a quién se le deben? ¿A quién procede reclamar primero? ¿Qué sucede cuando los demás presuponen que tú tienes determinada obligación hacia ellos y tú no la asumes? Eso pasa a veces, tú lo sabes.
—¿Te refieres a sir Arthur y al Círculo Interior?
Matthew se encogió de hombros en un gesto de vago asentimiento.
—Me refiero a cualquier tipo de situación similar. A veces damos cosas por supuestas e imaginamos que los demás también… y a lo mejor no es así. Lo que quiero decir es que… ¿hasta qué punto nos conocemos unos a otros? ¿Hasta dónde nos conocemos a nosotros mismos, en tanto no nos ponen a prueba? Uno se imagina que si tuviera que enfrentarse a una opción determinada reaccionaría de cierta forma, y luego resulta que la oportunidad se presenta y descubre que no obra como pensaba.
Pitt se convenció aún más de que Matthew decía todo aquello por algo concreto. Hablaba con voz demasiado apasionada como para estar filosofando. Pero no era menos obvio que todavía no se veía a sí mismo preparado para hablar abiertamente del asunto que le atosigaba. Pitt no sabía tampoco si tenía algo que ver con sir Arthur o si sólo lo había mencionado por empezar a hablar de algo que ambos conocieran.
—¿Te refieres a alguna situación de doble lealtad?
Matthew se apartó un paso de él. Pitt comprendió que había tocado una fibra sensible y que lo había hecho demasiado pronto.
Matthew esperó un momento antes de responder. El jardín estaba en silencio. Un perro ladró al otro lado del seto. Un gato con la piel irisada caminó por encima del muro y se dejó caer sin ruido en el huerto.
—Algunos de los hombres que llevan la investigación tienen el sincero sentimiento de haber traicionado la confianza de alguien —dijo por fin Matthew—. O la lealtad a su sociedad secreta, o quizá como si hubieran faltado a un cierto deber de fidelidad de clase. Hay alguien en el Ministerio de Colonias que está traicionando a su país, pero tal vez ellos no lo ven así. —Aspiró profundamente mientras miraba cómo la brisa agitaba las hojas del manzano—. A mi padre le parecía que guardar silencio sobre el Círculo Interior era traicionar lo que para él era lo más importante en la vida, aunque jamás hubiera sido capaz de llamarlo con un nombre. Yo mismo no estoy seguro de que me guste dar nombres a ciertas cosas. ¿Te parece que eso es esconder la cabeza bajo el ala? Una vez le das un nombre a las cosas y prometes fidelidad, renuncias a una parte de ti mismo. Yo no estoy preparado para eso. —Miró a Pitt con ceño—. ¿Puedes entender lo que estoy diciendo, Thomas?
—La mayoría de las cosas de la vida no exigen una fidelidad sin límites —observó Pitt—. Ése es el error del Círculo Interior. Exige de sus hombres una promesa de lealtad por anticipado, antes de saber lo que se les va a pedir.
—Mi padre llamaba a eso sacrificio de conciencia.
—Entonces ya has contestado a tu propia pregunta —señaló Pitt—. No necesitabas preguntármelo a mí, ni debería preocuparte tanto cuál podría ser mi respuesta.
Matthew le miró con una sonrisa tan espléndida como inesperada.
—No, no me preocupa —confesó, metiéndose las manos en los bolsillos.
—Entonces, ¿qué te atosiga? —preguntó Pitt, pues veía aún sombras y tensión en su rostro, después de que su sonrisa se desvaneciera tan rápidamente como había surgido.
Matthew dejó escapar un suspiro, mientras giraba al llegar a la pared del huerto y se ponía a caminar lentamente a lo largo de la misma.
—Sí, tú y yo podemos decir eso sin reparos porque vemos las cosas de un modo similar, sin nada que nos separe. Pero ¿cómo te sentirías si el curso de la vida me llevara a hacer algo por lo cual tú te sintieras traicionado? ¿Me odiarías por ello?
—¿Me hablas en términos teóricos, Matthew, o es que hay algo concreto que quieres decirme y no sabes cómo? —Pitt caminó junto a él.
Matthew apartó la mirada, dirigiéndola hacia la casa.
—No se me ocurre nada en que pudiera pensar de una forma diferente a ti. Estaba pensando en mi padre y en sus amigos del Círculo Interior. —Miró de soslayo a Pitt—. Porque algunos de ellos eran amigos suyos, ¿sabes? Por eso le resultaba tan difícil.
Nada de lo que decía Matthew era falso, pero Pitt seguía teniendo la sensación de que, de una forma u otra, no decía la verdad. Desandaron el camino sobre la hierba en dirección a la casa sin volver a tocar el tema. Charlotte invitó a Matthew a que se quedara a cenar con ellos, pero él declinó el ofrecimiento y optó por marcharse, con el rostro siempre sombrío y tenso. Al verle irse, a Pitt le invadió una tristeza de la que no se pudo liberar en toda la velada.
Charlotte miró a Pitt con ojos inquisitivos una vez Matthew se hubo marchado.
—¿Está bien? Parecía… —Trató de encontrar una palabra.
—Oprimido —se la facilitó Pitt, mientras se sentaba en su butaca y se recostaba en ella estirándose comedidamente—. Sí, estoy casi seguro de que quería decir algo, pero que no ha sido capaz.
—¿Algo como qué? —Le miraba nerviosa. Pitt no estaba seguro de si ella estaba inquieta por Matthew o por los dos. Veía en sus ojos que ella sabía que su pesar se superponía al sentimiento de pérdida de Matthew.
Pitt apartó la mirada.
—No lo sé, algo relacionado con la lealtad…
Charlotte tomó aire como si fuera a decir algo, pero calló por prudencia, algo que a Pitt le pareció tan extraordinario que casi le entraron ganas de reír. Una risa sin alegría que fácilmente podía trocarse en llanto.
—Supongo que debe de ser algo relacionado con el Círculo —dijo por fin, aunque no estaba seguro de que fuera eso lo que acuciara tan penosamente a Matthew. En cualquier caso, aquella noche no quería seguir pensando más sobre el tema—. ¿Qué hay para cenar?
—No es mucho —dijo Farnsworth con severidad cuando Pitt le comunicó el siguiente informe—. Al tipo ése no puede habérselo tragado la tierra. —Se refería al conductor de la calesa que había recogido a Susannah Chancellor en Berkeley Square—. ¿A quién me dijo que había asignado la tarea?
Estaban en el despacho de Farnsworth, en lugar de en el de Pitt en Bow Street. El subcomisionado permanecía de pie junto a la ventana, mirando hacia el malecón del río, mientras Pitt estaba sentado en una silla frente a él. Farnsworth le había ofrecido asiento nada más entrar, pero al cabo de unos segundos él había preferido ponerse de pie. Parecía sentirse más cómodo con aquella pequeña ventaja física.
—A Tellman —contestó Pitt, recostándose un poco más en la silla. No le importaba lo más mínimo tener que levantar la mirada—. Pero yo también lo he intentado por mi cuenta. Sé muy bien que ese hombre puede darnos una pista vital, pero hasta el momento no hemos encontrado ni rastro de él, lo que me hace pensar que…
—Si va a decirme que Chancellor miente, está usted loco —le interrumpió Farnsworth con visible irritación—. Quiero creer que no es usted capaz del desatino de imaginar que Chancellor podría haber…
—Eso está totalmente fuera de lugar —le interrumpió Pitt a su vez—. Chancellor se volvió a casa de inmediato, le vieron apenas diez minutos después de haber acompañado a su esposa a buscar la calesa. Eso lo sé porque lo pregunté al servicio. De ningún modo sospecho de él. Sólo es una mera cuestión de formulismo el comprobar dónde estaba cada cual en el momento crítico.
Farnsworth no objetó nada al respecto.
—Lo que me hace pensar, decía —concluyó Pitt la frase que Farnsworth había interrumpido—, que el conductor debe de estar implicado de alguna forma. Es probable que no fuera un cochero auténtico, sino alguien disfrazado.
—Entonces ¿de dónde sacó la calesa? —preguntó Farnsworth—. Chancellor dijo que alquiló una calesa. No es posible que no conozca la diferencia entre un coche de alquiler y un carruaje particular.
—Eso es lo que está investigando Tellman ahora. Aún no sabemos nada, pero su procedencia puede ser muy aleatoria, puede que la alquilaran a su vez, o que la robaran. Tellman está preguntando en todas las compañías de coches de alquiler.
—Bien, bien. Ésa puede ser la clave que necesitamos.
—Kreisler piensa que pudo tratarse de un intento de secuestro, cuyo resultado se torció —sugirió Pitt.
Farnsworth se quedó perplejo, al tiempo que un atisbo de irritación se dibujaba en su semblante.
—¿Cómo dice? ¿Quién demonios es ese Kreisler?
—Peter Kreisler. Algo así como un experto en temas africanos. —Pitt hablaba con tono meditabundo—. Parece muy afectado por el caso. Incluso ha empleado un montón de tiempo en hacer sus propias averiguaciones.
—¿Por qué? —preguntó Farnsworth, mientras volvía hacia su escritorio y se sentaba enfrente de Pitt—. ¿Conocía a Susannah Chancellor?
—Sí.
—¡Pues entonces es un sospechoso, maldita sea! —Apretó los puños con fuerza—. ¡Doy por sentado que estará investigándole de cerca!
—Sí, desde luego que sí. —Pitt había elevado el tono de voz a pesar de sus esfuerzos por mantenerla inalterable—. Dice que la noche del crimen la pasó en casa, pero no puede probarlo. Su criado tenía la noche libre.
Farnsworth relajó la tensión.
—¡Vaya! ¡Puede que todo sea eso! Algo tan simple y sencillo como un hombre celoso. Nada de secuestros ni crímenes políticos. Un hombre encaprichado de una mujer y rechazado por ésta. —Su voz denotaba satisfacción. Ésa podía ser una solución ideal.
—Es posible —admitió Pitt—. Lady Vespasia Cumming-Gould les vio a ambos la noche anterior a la del crimen, enzarzados en una acalorada discusión. Pero de ahí a probar que Kreisler es un hombre tan violento e inestable como para haberla matado sólo porque ella le rechazó hay una gran diferencia.
—¡Pues eso es lo que tendrá que probar! —dijo Farnsworth tajante—. Investigue su pasado. Escriba a quienes se relacionaron con él en África, si es necesario. Seguro que ha habido otras mujeres por las que se sintió atraído. Compruebe cuál fue entonces su conducta. Averígüelo todo sobre él, qué es lo que despierta su pasión, o su odio, si ha tenido disputas importantes, o deudas, cuáles son sus ambiciones, ¡todo lo que haya que saber de él! No estoy dispuesto a permitir que el asesinato de la esposa de un ministro del gabinete se convierta en un caso sin resolver… ¡ni usted tampoco!
Aquellas palabras sonaban a despedida. Pitt se puso en pie.
—¿Y el asunto del Ministerio de Colonias? —añadió Farnsworth—. ¿Qué progresos ha hecho? Lord Salisbury me preguntaba ayer mismo si hemos averiguado algo. —Su rostro se tensó de nuevo—. No le informé de sus maquinaciones para introducir las diferentes versiones de cifras falsas. Sabe Dios qué habría dicho a eso. ¿Supongo que si no me ha notificado usted nada es que no ha resuelto nada en relación con la trama?
—Aún es pronto —repuso Pitt—. Y sin Chancellor allí, el Ministerio de Colonias debe de estar viviendo poco menos que un terremoto.
—¿Cuándo espera que su pequeño engaño dé frutos? —preguntó Farnsworth, no sin sarcasmo.
—En los próximos tres o cuatro días a lo sumo —repuso Pitt.
Farnsworth frunció el ceño.
—Bien, espero que esté en lo cierto. Personalmente, me parece usted un poco optimista. ¿Qué piensa hacer si fracasa su estratagema?
Pitt no se lo había planteado todavía. Tenía la mente puesta en el asesinato de Susannah Chancellor y, en un segundo plano, siempre a punto de irrumpir en sus pensamientos, estaba la muerte de Arthur Desmond, sobre la cual, desde que había visto al doctor Murray, tenía prácticamente la certeza de que se trataba de un crimen cometido por el Círculo Interior. Crimen que se proponía demostrar, tan pronto como la urgencia del caso Chancellor se lo permitiera.
—No se me ha ocurrido nada todavía —admitió—. Aparte de proseguir con la rutina policial habitual, averiguar todo lo posible sobre cualquier probable sospechoso, con la esperanza de que haya algún hecho, o alguna mentira, que delate al culpable, tanto en el Ministerio de Colonias como en el Tesoro. Si se revelara alguna conexión desconocida hasta el momento podría ser un indicio.
—Eso no es muy satisfactorio, Pitt. ¿Qué me dice de esa mujer, Pennecuick? —Volvió a levantarse de la silla y caminó inquieto hacia la ventana—. Yo sigo pensando que Aylmer podría ser su hombre.
—Es posible.
Farnsworth se metió las manos en los bolsillos con aire pensativo.
—Dijo usted que Aylmer no pudo probar dónde había estado aquella noche. ¿No podría ser que la señora Chancellor hubiera descubierto de alguna forma que él era el culpable y que éste lo supiera y la matara para salvaguardarse? ¿Y que tuviera además, por ejemplo, alguna relación con Kreisler?
—No lo sé… —empezó Pitt.
—¡Pues averígüelo, hombre! Seguro que no es algo que esté por encima de su talento. —Miró a Pitt con frialdad, y con cierta pesadumbre.
Pitt estaba seguro de que Farnsworth pensaba en el Círculo Interior, y en lo mucho más fácil que resultarían las investigaciones con la ayuda de una red encubierta introducida en el mismo. Pero ¿quién podía saber, en medio de todas aquellas alianzas y obligaciones mutuas, de toda aquella jerarquía de fidelidades debidas, quién estaba ligado a quién, qué mentiras o silencios se habían prometido unos a otros? O qué oficiales del cuerpo de policía estaban involucrados, un pensamiento particularmente aterrador. Miró a Farnsworth con expresión de suave negativa.
Farnsworth rezongó y apartó la mirada.
—Entonces será mejor que esté sobre ello —dijo, antes de volverse de nuevo hacia el río y a la brillante luz que se reflejaba en sus aguas.
—Hay otra posibilidad —dijo Pitt con calma.
Farnsworth permaneció inmóvil, dándole la espalda a él y a la habitación.
—¿Cuál?
—Que Susannah Chancellor sí visitara la casa de los Thorne —repuso Pitt—. Aún no hemos encontrado su capa. La llevaba al salir de casa, pero no cuando hallaron su cuerpo. Si la encontramos, puede que nos diga algo.
—Depende de dónde la encuentren, supongo —admitió Farnsworth—. De acuerdo, siga. ¿Qué conclusión saca si de verdad visitó a los Thorne?
Farnsworth tensó los hombros.
—Que o bien Thorne la mató —contestó Pitt—, o lo hicieron él y su mujer juntos, aunque esto último me parece más difícil de creer. Cuando hablé con ella, la señora Thorne me pareció sinceramente afectada y sorprendida.
—¿Y por qué diablos iba Thorne a querer matar a la señora Chancellor? ¿No pretenderá sugerir que había algo entre ellos, verdad? —Esta vez se notaba un claro tono de burla en la voz de Farnsworth.
—No. —Pitt no se molestó en añadir lo inverosímil que ello le parecía.
Farnsworth se volvió para mirarle.
—¿Entonces? —Arqueó las cejas—. ¿Insinúa que él podría ser el traidor del Ministerio de Colonias? ¿Thorne?
—Podría ser. Pero aún hay otra explicación posible, que podría tener relación…
—¿Qué quiere decir que podría tener relación? —Farnsworth frunció el entrecejo—. Explíquese, Pitt. Le está dando muchas vueltas. ¿Cree que ambos casos están relacionados, o no?
Pitt hizo rechinar los dientes.
—Creo que la muerte de Arthur Desmond podría estar relacionada con sus creencias…
No continuó. El rostro de Farnsworth se ensombreció y sus ojos se entornaron.
—Yo creía que eso ya lo habíamos descartado. Arthur Desmond era un buen hombre que, por desgracia, de una forma trágica si usted quiere, al llegar al final de su vida se había vuelto senil y sufría de una gran desorientación. Lo más amable que podemos suponer es que, por accidente, se tomó una sobredosis de somnífero. —Apretó los labios—. Y siendo menos bondadosos, podemos llegar a la conclusión de que se había dado cuenta de que estaba perdiendo la razón y de que había comprometido seriamente su reputación y había difamado a muchos de sus antiguos amigos, y que en un momento de lucidez acerca de lo que estaba sucediéndole optó por acabar con su vida. —Tragó saliva—. Y quizá yo incluso no diría que sea una solución poco noble. Pensándolo mejor, fue un acto de honor, muy propio de él. —Su mirada se cruzó con la de Pitt por un momento—. Sí, estoy seguro de que eso encaja con el sir Arthur que usted conocía también. Hacer eso requiere un valor considerable. Si tanta es la consideración que le profesa, deje las cosas como están y permita que descanse en paz. Si continúa hurgando en la herida lo único que conseguirá será alargar el dolor de su familia y hacerles un flaco favor. No se me ocurre otra forma más seria de advertirle del grave error que comete. ¿Me he expresado con claridad?
—Desde luego —admitió Pitt, devolviéndole la mirada. Percibía el poder de su determinación, pero estaba dispuesto a ignorarla—. Sin embargo, nada de eso tiene que ver con lo que la señora Chancellor podía pensar, que es lo que a nosotros nos preocupa en realidad.
—¡No me dirá que habló de todos estos embrollos con la señora Chancellor, por el amor de Dios! —Farnsworth estaba anonadado. Seguía de pie, de espaldas a la ventana, con las líneas y planos del rostro fuertemente marcados por las sombras que él mismo se proyectaba al obstaculizar la luz solar.
—No, no lo hice —replicó Pitt—. Pero sé a ciencia cierta que la señora Chancellor conocía a sir Arthur y que le tenía en alto concepto. Y que él solía hablar con ella de sus opiniones sobre África. Me lo ha dicho lady Vespasia Cumming-Gould.
Farnsworth hizo una mueca ante la nueva mención del nombre de Vespasia. Comenzaba a sentir una viva aversión hacia ella.
—Y, ¿cómo sabe ella todo eso, pregunto? Supongo que está al corriente de todo lo relacionado con la señora Chancellor. A mí me parece que es una simple entrometida y que no hay por qué tomarla en serio. —Se arrepintió al instante de haberlo dicho. Sabía que era un error, no sólo por la expresión de Pitt, sino por su propio conocimiento de la vida social, suficiente como para haber oído aquel nombre antes y para ser capaz de reconocer a un verdadero aristócrata cuando se lo presentaban. Su carácter se había antepuesto a su intelecto.
Pitt se limitó a sonreír, lo que bastaba para demostrar condescendencia. Dejarse llevar él también por su temperamento habría sido ponerse a su misma altura. De este modo se mostraba superior.
—¿Y bien? —espetó Farnsworth—. ¿Está dispuesto a llevar su suposición hasta el final, a mantener que la señora Chancellor creía que Thorne asesinó a Desmond, y que así fue, y que Thorne se vio impulsado a matarla a ella para que no hablara? ¿No habría sido más efectivo por parte de Thorne, y sobre todo menos problemático, negarlo simplemente? —Su voz se había vuelto sarcástica.
Expresado en términos tan llanos sonaba en verdad absurdo. Pitt sintió ruborizarse y vio reflejarse la satisfacción en el rostro de Farnsworth. Los hombros de éste se relajaron y se volvió una vez más hacia la ventana.
—Está perdiendo pie, Pitt. Esa idea no es digna de usted.
—La ha sugerido usted, no yo —objetó Pitt—. Lo que yo digo es que es probable que sir Arthur supiera algo acerca de la información sustraída del Ministerio de Colonias. Al fin y al cabo frecuentaba con asiduidad el Foreign Office, con el que seguía manteniendo estrechos contactos en el momento de su muerte. Es posible que él no comprendiera toda la importancia que tenía lo que sabía, pero si se lo mencionó a Susannah Chancellor, y ésta sí lo comprendió, por Standish y por el pasado de su familia en asuntos financieros en África, y por lo que sabía su marido por su puesto en el Ministerio de Colonias, y por su amistad con la señora Thorne, entonces…
—¿Ató cabos y se encaró con Thorne? —Farnsworth le miraba con interés creciente—. Y si Thorne acabara resultando el traidor… sí, ¡es una posibilidad! —Elevó un poco la voz—. Insista por ahí, Pitt, pero hágalo con mucho tiento. Sea discreto, por lo que más quiera, tanto para no ofender a Thorne si es inocente, como lo que es más importante, para no ponerle sobre aviso si es culpable.
Hizo un esfuerzo de voluntad.
—Le expreso mis disculpas, Pitt. No debería haber sacado conclusiones tan precipitadas acerca de lo que me decía. La verdad es que tiene sentido. Será mejor que se ponga sobre ello de inmediato. Vaya a hablar con el personal de servicio de los Thorne. Pero siga buscando al cochero. Si la dejó allí, el pobre diablo no tiene nada que temer, no será más que un testigo de la ruina de Thorne.
—Sí, señor. —Y Pitt se levantó de la silla para ir a hacer lo que le decían. Que era lo que de todas formas tenía intención de hacer.
Los sirvientes de los Thorne no pudieron decirle nada interesante. Interrogó a todos ellos, pero ninguno había visto ni oído a Susannah Chancellor la noche de su muerte. Pitt insistió sobre la posibilidad de que ella hubiera estado allí sin que ellos se enteraran. Pero suponía un alarde de imaginación pensar que ello hubiera podido suceder así, de no ser que ella se hubiera apeado expresamente a breve distancia de la casa y no hubiera entrado por la puerta principal, sino que hubiera dado un rodeo por el jardín y entrado por la puerta de atrás, para cruzar el terreno de césped hasta la puerta acristalada del estudio e introducirse por allí. En tal caso alguien debía de saberlo y habría estado esperándola.
Desde luego todo ello era perfectamente posible, pero la pregunta era: ¿por qué? Si alguien le había pedido que fuera en secreto y sin que la viera ninguno de los sirvientes, ¿qué explicación podía tener una proposición tan extraordinaria? ¿Se lo había pedido Thorne, o Christabel, o ambos?
Si de verdad tenían algo que ver con el crimen, parecía mucho más lógico que uno de ellos hubiera salido a la calle a su encuentro y se la hubiera llevado hasta el lugar de los hechos, y luego hubiera regresado a casa por la puerta lateral.
Pero viendo los claros y grandes ojos de Christabel Thorne, llenos de inteligencia, rabia y dolor, no podía imaginar que hubiera formado parte de una farsa tan enorme.
Claro que, si ella amaba a su marido, tal vez él la hubiera persuadido de la necesidad del crimen, ya fuera en aras de un bien político o moralmente mayor, o sencillamente para evitar que le descubrieran y cayera en la ruina.
—Lamento mucho no poder servir de más ayuda, superintendente —dijo ella con seriedad. Estaban en el estudio, a través de cuyas puertas al jardín podía ver, desde donde estaba sentado, los arbustos en flor por detrás de ella—. Créame —continuó Christabel—, me he devanado el cerebro tratando de encontrar algo que pudiera ser importante. Estuvo aquí el señor Kreisler, ¿sabe?, y me hizo las mismas preguntas que me hace usted ahora, pero tampoco pude decirle nada.
—¿Kreisler ha estado aquí? —dijo Pitt enseguida.
Ella arqueó las cejas.
—¿No lo sabía? Parece muy preocupado por descubrir la verdad. Debo confesarle que no sabía que se interesara tanto por Susannah. —Su expresión era difícil de definir: se apreciaba en ella confusión, sorpresa, tristeza, incluso un leve matiz de comedia irónica y doliente.
Pitt no pensaba exactamente lo mismo. Empezaba a preguntarse qué motivos se escondían tras las pesquisas de Kreisler. ¿Le movía un deseo vehemente de vengar a Susannah, ya fuera colaborando con la policía o a título privado? ¿O lo hacía con el fin de comprobar qué sabían los Thorne y poder así protegerse a él o a alguna otra persona? ¿O pretendía difundir información falsa para desviar la atención y crear mayor confusión? Cuanto más sabía de Kreisler, menos seguro estaba de él.
—No —dijo Pitt—. Creo que aún faltan muchas cosas por saber sobre este asunto.
Ella le miró como si algo acabara de despertarle un repentino interés.
—¿Sospecha de él, superintendente?
—Por supuesto, señora Thorne.
Esta vez su rostro mostró sin disimulo una expresión divertida.
—Oh, no —repuso ella—. No quiero que mis palabras puedan dar lugar a ningún tipo de especulación. Puede usted imaginar cuanto quiera. A mí me encanta la conversación frívola, pero no cuando puede afectar a cosas importantes, eso es algo que aborrezco.
—¿Son cosas importantes para usted las relacionadas con el señor Kreisler?
Ella arqueó las cejas.
—En lo más mínimo, superintendente. Pero sí lo es una acusación de complicidad en un asesinato. —Su rostro se ensombreció—. Y a mí Susannah sí que me importaba mucho. Le tenía un profundo afecto. La amistad es una cosa importante, casi tanto como el honor.
Hablaba con una gran seriedad. Con la misma le contestó él.
—¿Y cuando ambas cosas entran en conflicto, señora Thorne?
—Entonces nos encontramos ante una de las tragedias de la vida —replicó ella sin titubear—. Pero por fortuna yo no me veo ante una situación similar. No conozco nada de Susannah que pudiera deshonrarla. Ni de Linus tampoco, por cierto. Es un hombre de profundas convicciones que siempre ha proclamado abierta y sinceramente poseer tanto la voluntad de cumplirlas como los medios necesarios para ello.
»Y créame, superintendente, jamás mostró la menor intención inapropiada hacia otra mujer. —Era una declaración sencilla y bastante obvia, una afirmación que cualquier amiga podría hacer en circunstancias similares, y que muchas veces se hacía. Era algo que podía sonar vulgar, un mero ejercicio de lealtad, pero al ver el rostro de Christabel, con su feroz inteligencia y su orgullo casi desdeñoso, fue incapaz de pasarla por alto tan a la ligera. No había en sus palabras el menor sentimentalismo, no era una respuesta emocional, sino una manifestación nacida de la observación y el convencimiento.
Ninguno de los dos reparaba en la quietud de la habitación, ni en el jardín bañado por la luz del sol, ni siquiera en el viento que movía las hojas y arrojaba pasajeras sombras sobre los cristales.
—¿Y el señor Kreisler? —preguntó Pitt.
—No tengo una idea formada sobre él. Un hombre controvertido —dijo tras unos segundos de reflexión—. Yo creía que se sentía atraído por la señorita Gunne, lo cual habría sido más comprensible. Pero sin duda pretendía también a Susannah, y a pesar de su indudable arrogancia, me cuesta creerle incapaz de engañarse a sí mismo hasta el punto de pensar que podía llegar a algo de naturaleza romántica con ella.
Pitt no estaba tan seguro. Por mucho que Susannah hubiera seguido estando enamorada de su esposo, las personas son capaces de todo tipo de actos insospechados cuando entran en juego la pasión, la soledad y la necesidad física. Y Susannah había llegado sin duda a una situación de la que había preferido no dar cuenta a nadie.
—¿Qué me dice entonces? —preguntó Pitt, escrutando su semblante mientras ella buscaba una respuesta.
Sus pensamientos parecieron cubrirse de nuevo con un velo. Sus ojos eran brillantes y directos, pero no revelaban ya nada de ella misma que pudiera no ser prudente.
—Que su trabajo es descubrirlo, superintendente. No sé nada que pueda servirle de ayuda, de lo contrario ya se lo habría dicho.
Y Pitt tampoco obtuvo nada de Thorne cuando fue a verle al Ministerio de Colonias. Garston Aylmer se mostró más comunicativo.
—Absolutamente espantoso —exclamó con profunda emoción cuando Pitt le dijo que estaba allí en relación con el asesinato de Susannah—. Para mí es la cosa más horrenda de cuantas he oído en mi vida.
Y parecía en verdad horrorizado. Al ver su pálido semblante y sus ojos ligeramente hundidos, aunque de mirada firme ante la de Pitt, parecía difícil imaginar que estuviera fingiendo, o que fuera en realidad resultado de un sentimiento de culpa.
—La conocía bastante bien, desde luego —continuó Aylmer, mientras jugueteaba ausente con una pluma del escritorio entre sus gordezuelos dedos—. Una de las mujeres más encantadoras que existían, y con una integridad fuera de lo común. —Levantó la vista con semblante grave, quedando la pluma inmovilizada en el aire—. Estaba dotada con una honestidad interior que aún la hacía más hermosa y que a veces desconcertaba. Estoy profundamente apenado por su muerte, superintendente.
Pitt le creyó sin reparos, aunque al mismo tiempo se sintió ingenuo.
—¿Qué puede decirme de la relación entre ella y la señora Thorne? —preguntó Pitt.
Aylmer sonrió.
—Ah… Christabel. Un tipo de mujer muy raro para una dama… ¡por suerte! Una veintena de mujeres como ella y revolucionarían y reformarían de arriba abajo todos los aspectos de la vida londinense, hasta el rincón más escondido. —Se encogió de hombros con toda la robustez de sus espaldas—. Bueno, superintendente, tal vez no haya para tanto, no es muy amable por mi parte. Christabel puede ser una mujer encantadora a veces, e interesante siempre. Pero las mujeres con tanta fuerza y tanto empeño por mejorar las cosas me aterrorizan. Me siento un poco como si me encontrara en mitad del paso de un tornado.
—Los tornados son fuerzas destructivas —puntualizó Pitt, escrutando el rostro de Aylmer para ver si la analogía era premeditada.
—Sólo para la propia paz espiritual. —Aylmer esbozó una dolorosa sonrisa—. Al menos por lo que respecta a Christabel. Siente una pasión por educar a las mujeres que resulta de lo más perturbadora. Es algo que asusta de verdad a muchísimas personas. Y si la conoce usted mínimamente, sabrá que es incapaz de hacer nada de forma comedida.
—¿Qué cosas son esas que tanto desea reformar?
Aylmer abrió las manos en un gesto de rendición.
—Todo. Actitudes, creencias, el papel de la mujer en el mundo, lo que por supuesto afecta también al del hombre. —Sonrió—. ¿Quiere que concrete? Mejorar radicalmente el papel de las mujeres independientes…
—¿Las mujeres independientes? —Pitt no entendía nada—. ¿A qué mujeres independientes se refiere?
La sonrisa de Aylmer se hizo más amplia.
—A todas las que son independientes. Mi querido amigo, las mujeres independientes son todas aquellas que no son «dependientes», es decir, que no están casadas. Las mujeres, de las que cada vez hay mayor número, que no dependen de ningún hombre que las sostenga económicamente, que no tienen a ningún hombre que las haga socialmente respetables y les facilite una ocupación, esto es, cuidar de él y de los hijos que puedan tener.
—¿Y qué demonios se propone hacer con ellas?
—Pero ¿cómo? ¡Educarlas! Lograr que se integren en las profesiones, el arte, la ciencia, lo que quieran, según donde las conduzcan sus capacidades o sus deseos. Si Christabel tiene éxito, la próxima vez que necesite usted un dentista, un fontanero, un banquero o un arquitecto, puede que se encuentre con que es una mujer. ¡Dios nos proteja cuando sea el caso del médico o del sacerdote!
Pitt estaba mudo de asombro.
—Ni más ni menos —convino Aylmer—. Por no hablar de la total incapacidad de las mujeres, tanto emocional como intelectualmente, no digamos ya físicamente, para tales tareas, que dejarían además a miles de hombres sin trabajo. Se lo digo, es una revolucionaria.
—Y… ¿la gente lo permite? —Pitt estaba atónito.
—No, por supuesto que no. Pero ¿ha tratado usted alguna vez de impedirle algo a una mujer que ha tomado una determinación de verdad? Y no hablo de Christabel Thorne, sino de cualquier mujer.
Pitt se imaginó tratando de impedirle algo a Vespasia y comprendió exactamente lo que Aylmer quería decir.
—Ya veo —dijo en voz alta.
—Lo dudo. —Aylmer movió la cabeza con gesto de negación—. Para comprender la enormidad del asunto debería conocer a Christabel. Tiene un arrojo increíble, ¿sabe? No le importa lo más mínimo el escándalo.
—¿La señora Chancellor estaba también involucrada en todo eso? —preguntó Pitt.
—¡Santo cielo, qué idea tan espantosa! No lo sé. No creo. No… A Susannah le interesaban las cosas que tenían que ver con su familia, la banca, las inversiones, las finanzas, etc. Si albergaba algún tipo de idea radical, sería en torno a este tipo de cosas. Pero era mucho más convencional, gracias a Dios. —Frunció de pronto el ceño—. Eso era por lo que se peleaba con Kreisler, por lo que yo recuerdo. Qué hombre tan curioso. Estuvo aquí, ¿lo sabía?, preguntándome cosas sobre ella. De hecho, superintendente, ¡fue bastante más insistente que usted!
Pitt se irguió un poco en su asiento.
—¿En torno a la muerte de la señora Chancellor?
—Sí, sí, parecía de lo más interesado. No pude decirle más de lo que le he dicho a usted… que es prácticamente nada. Me preguntó también cosas acerca de los Thorne —rio con cierta timidez—. Y acerca de mí. No estoy seguro de si sospechaba que yo podía tener alguna relación con el crimen, o si lo hacía por mera desesperación por no dejar de lado cualquier posibilidad.
Pitt se preguntaba lo mismo, tanto de Aylmer como de Kreisler. El que este hubiera ido a ver a Aylmer le resultaba de lo más inquietante.
Y aún se inquietó más cuando fue a ver a Ian Hathaway, con la evidente intención de preguntar si había habido algún progreso con el asunto de las cifras falsificadas, pero también para ver si podía enterarse de algo más sobre los Thorne y su posible relación con Susannah o con Arthur Desmond.
Hathaway parecía muy sorprendido. Lo encontró sentado en su tranquilo y discreto despacho, amueblado con muebles sólidos y de un buen gusto un tanto anticuado.
—No, superintendente. Eso es lo que me resulta tan curioso y, debo admitirlo, tan incomprensible a mi entender. Yo mismo le habría llamado esta misma tarde, de no haber venido usted aquí. Hemos recibido noticias de la embajada alemana…
Pitt contuvo la respiración de forma involuntaria, mientras sentía cómo el corazón le latía más deprisa, a pesar de sus esfuerzos por mantener una compostura perfecta.
Hathaway se dio cuenta y sonrió, sin apartar sus pequeños y claros ojos azules de él.
—El comunicado habla de unas cifras con toda claridad, pero eso es lo que resulta tan incomprensible. No son ninguna de las que yo distribuí, ni son las auténticas que retuve y que le pasé a lord Salisbury.
—¿Cómo? —Pitt apenas podía creer lo que acababa de escuchar. No tenía el menor sentido—. Perdón, ¿cómo ha dicho?
—En efecto —convino Hathaway—. Yo tampoco le veo ningún sentido. Por eso dejaba pasar un poco de tiempo antes de comunicarle nada. —Permanecía inmóvil en su silla. Incluso sus manos descansaban completamente quietas sobre el escritorio—. Me aseguré por dos veces de haber recibido correctamente el comunicado. Lo primero que pensé fue que habían confundido unas cifras por otras, o que yo no lo había entendido, pero no era así. El comunicado era claro y correcto, las cifras son diferentes, susceptibles de llevar a grave confusión. No tengo el menor deseo de sacar a la embajada alemana de su error. Por mi parte, tampoco yo comprendo en este momento lo que ha sucedido. Me tomé la libertad de informar a lord Salisbury del asunto, para cerciorarme de que él tenía las cifras auténticas. Creo que no es necesario decir que así era.
Pitt permanecía sentado en silencio, asimilando lo que Hathaway le decía y tratando de encontrar alguna explicación. No se le ocurrió ninguna posible.
—Hemos fracasado, superintendente, y le confieso además mi total confusión —dijo Hathaway con pesar, mientras se recostaba de nuevo en su silla y miraba a Pitt con fijeza—. Estoy dispuesto a intentarlo una vez más, si usted considera que tiene algún sentido.
Pitt estaba más decepcionado de lo que se atrevía a admitir. Había contado con que todo aquello daría algún resultado, por pequeño o difícil de seguir que fuera. No tenía la menor idea de por dónde continuar, y temía confesarle a Farnsworth que lo que parecía un plan excelente había fracasado de forma tan estrepitosa. Podía imaginar ya su respuesta y el desdén con que la pronunciaría.
—En cuanto a la muerte de la señora Chancellor —dijo Hathaway con tranquilidad—, me temo que tampoco puedo serle de gran ayuda. Desearía saber algo que pudiera servirle, pero parece una tragedia absurda. —Parecía hablar con total sinceridad, como un hombre respetable que expresa un profundo sentimiento de pesar. A Pitt le pareció percibir además un esfuerzo racionalizador en la mente de Hathaway que suplía a la emoción. ¿Pretendía distinguir las tragedias absurdas de otras supuestamente necesarias, que pudieran tener algún sentido?
—¿La escuchó mencionar alguna vez el nombre de sir Arthur Desmond, señor Hathaway? —preguntó Pitt.
Ni la menor duda asomó al rostro de Hathaway.
—¿Sir Arthur Desmond? —repitió.
—Sí. Frecuentaba el Foreign Office. Murió hace poco en su club.
—Sí, sí, sé de quién me habla. —Se relajó tan ligeramente que apenas fue perceptible, a no ser por un leve movimiento en los músculos de los hombros—. Una verdadera desgracia. Supongo que son cosas que pasan de vez en cuando, cuando la vejez alcanza a los miembros de un club. No, no recuerdo que ella mencionara su nombre alguna vez. ¿Por qué? No me parece posible que ese hombre tuviera nada que ver con el asunto que nos ocupa. Tuvo una muerte infortunada, pero por desgracia, común. Yo estaba precisamente en el club aquella misma tarde, en el salón escritorio, con un socio de negocios.
Dejó escapar el aire en forma de ligerísimo suspiro.
—Por lo que he leído en los periódicos, la señora Chancellor fue asaltada de forma muy violenta, presumiblemente cuando viajaba en una calesa de alquiler, y luego la arrojaron al río. ¿Fue así?
—Sí, así fue —admitió Pitt—. Es sólo que sir Arthur se mostraba resueltamente contrario al desarrollo de África Central tal como ha sido planeado por Rhodes, al igual que Kreisler, quien… —Guardó silencio. El rostro de Hathaway había mudado de expresión.
—¿Kreisler? —dijo Hathaway de forma pausada, sin dejar de observar a Pitt con detenimiento—. ¿Sabe que vino a verme? También quería hablar de la muerte de la señora Chancellor, aunque no fue ésa la razón que adujo. Urdió no sé qué historia de derechos y arrendamientos de minas, pero era la señora Chancellor y sus opiniones lo que parecía preocuparle. Un hombre de lo más singular. Un hombre de pasiones y convicciones poderosas.
Tenía una curiosa costumbre de permanecer inmóvil que transmitía una intensa concentración.
—Supongo que, naturalmente, le considerará entre los posibles sospechosos, ¿verdad, superintendente? No pretendo enseñarle su trabajo, pero cualquiera que hace tantas preguntas y con tanto detalle como Kreisler es que tiene algún interés en el resultado del asunto algo más que pasajero.
—Sí, señor Hathaway, ya he pensado en él —repuso Pitt con emoción—. Y en modo alguno he descartado la posibilidad de que discutieran, ya fuera acerca de África y el apoyo de Chancellor a Rhodes, o acerca de cualquier otro asunto, posiblemente más personal, y que la discusión se convirtiera en algo mucho más violento de lo que ninguno de los dos había pretendido. Imagino a Kreisler perfectamente capaz tanto de atacar como de defenderse si la situación lo requiere. Es posible que lo haga además de forma instintiva, sobre todo si se despierta en él una furia incontrolada, y que, arrastrado por ésta, sólo demasiado tarde se dé cuenta de que ha cometido un asesinato.
El rostro de Hathaway se deformó en una mueca de aflicción y disgusto.
—Qué forma de comportarse tan grave y poco civilizada. Un temperamento tan violento y falto de control apenas parece el de un ser humano, mucho menos el de un hombre honorable o inteligente. Qué triste despojo. Espero que sus conjeturas no sean acertadas, superintendente. Kreisler tiene reales posibilidades de alcanzar metas más altas que ésas.
Siguieron hablando un poco más, pero al cabo de diez minutos Pitt se levantó para marcharse, sin haber conseguido saber nada nuevo acerca de Susannah Chancellor y con un estado de confusión añadido por la información procedente de la embajada alemana.
—Y ¿qué tiene eso que ver con nada?
Charlotte estaba de visita de cumplido en casa de su abuela, quien, ahora que la madre de Charlotte acababa de volver a casarse (cosa que la abuela desaprobaba con un arrebato próximo a la apoplejía), se veía obligada a vivir con la hermana de Charlotte y su esposo. Para Emily y Jack no era un arreglo agradable, la vieja dama tenía un carácter extremadamente difícil. Pero tampoco podía seguir por más tiempo en Cater Street con Caroline y Joshua… De hecho se había negado terminantemente a ello, y no es que nadie le hubiera ofrecido tal oportunidad. Y desde luego en casa de Charlotte no había ninguna habitación disponible, aunque también se había negado a considerar siquiera aquella posibilidad. No podía imaginar siquiera vivir en la misma casa que un miembro de la policía, aun cuando hubiera sido recientemente ascendido y estuviera ahora a las puertas de la respetabilidad. A fin de cuentas y bajo todos los puntos de vista, ser policía, ¡sólo en parte era mejor que ser un miembro de la farándula! Nunca jamás en toda la historia de la familia Ellison ninguno de sus miembros se había unido en matrimonio con un actor hasta que Caroline había perdido el juicio y se había casado con uno. Claro está que Caroline era una Ellison sólo por matrimonio. Sobre lo que habría dicho al respecto el pobre Edward, el padre de Charlotte, sólo cabían suposiciones. Era una gracia de Dios que estuviera en su tumba.
Charlotte había objetado que de no estarlo, la cuestión de si Caroline volvía a casarse con quien quisiera no se habría suscitado siquiera. Su abuela le dijo que no fuera impertinente.
Y ahora que Emily y Jack estaban de vacaciones en Italia y que la abuela estaba pues sola, al margen de los sirvientes, Charlotte se sentía obligada por el deber de visitarla al menos una vez cada quince días. Pero una vez cumpliera con aquel deber, pensaba permitirse un pequeño lujo: había quedado con Harriet Soames para ir a visitar la feria de flores.
La abuela estaba ansiosa por escuchar todas las habladurías que Charlotte pudiera contarle. De hecho, con Caroline viviendo en Cater Street y las escasas visitas que recibía de su parte (pues como recién casada estaba muy ocupada con su esposo) y con Emily y Jack en el extranjero, se moría por tener algo de que hablar.
Charlotte había sacado distraídamente el tema de Amanda Pennecuick y el interés de Garston Aylmer por ella, y le había comentado el hecho inusual de que Aylmer se hubiera vuelto un hombre tan sencillo.
—Es un hecho muy revelador, para una mujer que pensara casarse con él —dijo Charlotte con franqueza. Estaban acomodadas en la salita de visitas de Emily, grande, espaciosa y bastante ornamentada. Había retratos de antepasados de los Ashworth en todas las paredes y una alfombra Aubusson confeccionada expresamente para aquella estancia.
—¡Pamplinas! —espetó la vieja dama—. ¡Una muestra más de lo ligera que eres! La apariencia de un hombre es lo que menos importa. —Miró fijamente a Charlotte—. Además, si tanto te importara, ¿por qué te casaste con Thomas? No es un hombre precisamente guapo, ni especialmente agraciado. ¡En mi vida he visto a un hombre vestir peor! Si llegara a ponérselo alguna vez, sería capaz de lograr que el mejor traje de Saville Row pareciera los harapos de un mendigo. Lleva el pelo demasiado largo, y los bolsillos tan llenos de cosas que parece una tienda de curiosidades ambulante. Y no le he visto con la corbata bien puesta desde el primer día en que le vi.
—¡Eso no es lo mismo que yo entiendo por ser sencillo! —arguyó Charlotte.
—Pues me gustaría saber cuál es la diferencia —replicó la abuela—. Al margen, claro está, de que un hombre no puede hacer nada por mejorar sus rasgos físicos, pero sí ciertamente su indumentaria. Vestir de forma desaseada es síntoma de una mente desidiosa, como yo digo siempre.
—Pues yo nunca te había oído decirlo antes.
—En todo caso sería por no herir tus sentimientos, pero ya que has sacado el tema, tú misma me lo has puesto en bandeja. ¿Quién es esa Amanda Chelines, o Seispeniques, o como quiera que se llame?
—Pennecuick[2].
—No me seas graciosa. Eso no es una respuesta. ¿Quién es esa mujer? —preguntó la vieja dama.
—No lo sé, pero es realmente preciosa.
—Eso también es una cualidad inmaterial. ¿Quién es su familia? ¿Procede de buena cuna? ¿Tiene modales, dinero? ¿Sabe comportarse? ¿Está bien relacionada, tiene amigos que la respalden?
—No lo sé, no creo que al señor Aylmer le importe todo eso. Él está enamorado de ella, no de sus parientes —puntualizó Charlotte—. Ya se encargará él de ganar el dinero suficiente. Ocupa un alto cargo en el Ministerio de Colonias, y ha despertado grandes expectativas.
—Pues entonces tú misma acabas de contestar a tu propia pregunta, niñita tonta. ¿Qué diantre importa su aspecto exterior? Tiene buena educación y excelentes perspectivas de futuro, así que es una buena presa para la muchacha esa de los peniques, a la cual no le ha faltado desde luego sentido común para darse cuenta. ¿Es un hombre de carácter agradable? —Sus negros y pequeños ojos brillaban al hacer la pregunta—. ¿Bebe en exceso? ¿Frecuenta malas compañías?
—Parece muy agradable, y no tengo ni idea si bebe o no.
—Pues desde el momento en que tiene superadas estas dos pruebas, es digno de consideración —dijo a modo de conclusión—. No sé por qué has sacado el tema. No tiene nada de particular.
Charlotte lo intentó de nuevo.
—A ella le interesa la astronomía.
—¿El qué? ¿Por qué no hablas claro? Dices unas cosas muy raras últimamente. Hablas mucho peor desde que te casaste y te marchaste de casa. Debe de ser que te relacionas con pobres diablos. La forma de hablar siempre delata la educación de una persona.
—Lo que acabas de decir es una contradicción —observó Charlotte, en referencia al hecho de que la vieja dama era su antepasado directo.
—¡No seas insolente! —dijo la anciana, expeditiva, aunque por el rubor de incomodidad en su rostro Charlotte se dio cuenta de que había captado la pulla—. Todas las familias tienen su oveja negra —añadió con perversa mirada—. Hasta nuestra pobre y querida reina tiene sus problemas. Mira ese duque de Clarence, por ejemplo. No es capaz de elegir una mujer de buena cuna ni siquiera cuando se busca sus amantes, según he oído decir. Y ahora vienes tú y te pones a murmurar de no sé qué desgraciada, una jovencita que no es nadie y que se quiere casar con un hombre bien nacido, que disfruta de una excelente posición y hasta de las mejores perspectivas de futuro. Y sólo porque es lo bastante desdichado como para ser más bien sencillo. ¿Qué pretendes con todo esto?
—Ella no va a casarse con él.
La vieja dama resopló con fiereza.
—¡Pues entonces es que es una idiota, es lo único que se puede decir de ella! Y ahora, ¿por qué no me hablas de algo sensato? Casi ni me has preguntado cómo estoy. ¿Sabías que esa condenada cocinera de Emily me dio anoche para cenar gallina hervida? ¿Y la noche anterior caballa al horno? Y sin acompañamiento ninguno, y sin apenas vino. Sabía a pescado y poco más. Con lo que a mí me gustaría una langosta al horno, como cuando Emily está en casa.
—A lo mejor las que había en el mercado no le parecieron de buena calidad —sugirió Charlotte.
—No me digas ni siquiera que lo intentó, porque no pienso creerte. Habría preferido un poco de liebre estofada. Soy muy partidaria del estofado de liebre cuando está bien hecho.
—No es época —señaló Charlotte—. La veda de la liebre no se abre hasta septiembre.
La vieja dama la miró con marcada displicencia y cambió de tema, volviendo al de Amanda Pennecuick.
—¿Qué te hace suponer que esa tal Dinero Rápido es una idiota?
—Fuiste tú quien dijo que es una idiota, no yo.
—Tú has dicho que no quería casarse con ese hombre porque lo encontraba demasiado sencillo, a pesar de ser, en todo y por todo, una buena presa. Eso quiere decir que es una idiota, según tu propia descripción. ¿Cómo sabes que no quiere casarse con él? Si ella ha dicho sí o no, eso no viene al caso. ¡Lo que yo te pregunto es qué otras cosas dice! Cómo va a decir que quiere casarse, eso sería prematuro y vulgar. Y la vulgaridad es algo imperdonable por encima de todo. Y en extremo imprudente.
—¿Imprudente? —objetó Charlotte.
La vieja dama la miró con franco disgusto.
—Pues claro que sería imprudente, niñita tonta. Ella no querrá que él la tome a la ligera. —Dejó escapar un sonoro suspiro de impaciencia—. Si permite que él la minusvalore desde buen principio, habrá establecido el modelo de conducta para el resto de sus vidas. Dale a entender que te lo piensas. Haz que te corteje con tal diligencia que cuando al final te obtenga sienta que ha conseguido una gran victoria, y no que se ha llevado algo que nadie más querría ni ver.
»De verdad, Charlotte, hay veces que me desesperas. Eres muy inteligente para leer libros, pero ¿de qué le sirve eso a una mujer? Tu carrera está en tu hogar, casada con el mejor hombre que hayas podido encontrar dispuesto a quedarse contigo. Tienes que hacerle feliz y procurar que suba tan alto en la profesión que haya elegido como sus capacidades, y las tuyas, le permitan. O si eres lo bastante inteligente como para casarte con un aristócrata, entonces procura que ascienda en la sociedad y no contraiga deudas.
Gruñó y cambió de postura con un frufrú de la falda y un crujido del corsé.
—No me extraña que tuvieras que conformarte con un policía. Una muchacha tan poco inteligente por naturaleza como tú ya ha tenido bastante suerte con encontrar a alguien. Tu hermana Emily, en cambio, tiene cerebro por las dos. Ha salido a su padre, pobre hombre. Y tú a la loca de tu madre.
—Ya que eres tan inteligente, abuela, es una auténtica desgracia que no tengamos un título, una finca en el campo y una fortuna, como correspondería —dijo Charlotte mordaz.
La vieja dama la miró con malicioso deleite.
—Yo no tengo la ventaja de tu buena apariencia.
Era el primer cumplido que Charlotte recordara haber recibido jamás de la vieja dama, sobre todo por lo que hacía a ese tema. La dejó sin réplica, a pesar de que, como se dio cuenta al cabo de un segundo, su intención era habérsela dado.
No obstante, tras dejarla y mientras viajaba en una calesa en dirección a casa de Harriet Soames para ir juntas a la feria de flores, se preguntó si en verdad Amanda Pennecuick no estaría haciendo en realidad lo que sugería la vieja dama, y su auténtica intención no sería la de aceptar, a su debido tiempo, las atenciones del señor Aylmer.
Así se lo comentó a Harriet, mientras ambas admiraban unas espléndidas flores primerizas dispuestas en un jarro de cristal.
Harriet pareció sorprendida en un principio, pero, luego, a medida que aquel pensamiento cobraba firmeza en su mente, su actitud cambió.
—¿Sabes…? —dijo con voz pausada—. ¿Sabes que no es tan absurdo como parece? He advertido en Amanda una cierta inconsistencia en su rechazo a las atenciones de Aylmer. Ella dice que no tiene nada en común con él salvo su interés por las estrellas. Pero jamás hubiera sospechado que ese interés era tan poderoso como para llevarla a aceptar la compañía de una persona que de verdad le desagradara. —Soltó una risita—. Qué idea tan deliciosa. La Bella y la Bestia. Sí, creo que puede que tengas razón. De hecho, así lo espero. —Estaba exultante de placer mientras pasaban a admirar una vasija con llamativos tulipanes, cuyos pétalos se abrían como lirios de brillantes colores escarlata, naranja y amarillo fuego.
Pitt llegó a casa tarde y cansado, para encontrarse con que Matthew Desmond estaba esperándole, pálido, con el cabello, marcado con raya, cayéndole sobre la frente como si hubiera estado pasándose los dedos por él con gesto nervioso y distraído. En lugar de aceptar el ofrecimiento de Charlotte de sentarse con ella en el salón, le había rogado que le dejara caminar solo por el jardín. Ella, al ver la turbación tan claramente reflejada en su rostro, no había tratado de convencerle. Era evidente que no era momento para el usual rigor de la cortesía.
—Lleva aquí casi una hora —dijo ella con tranquilidad mientras Pitt miraba desde el salón a través de la puerta acristalada la encorvada figura de Matthew deambular bajo el manzano. Era obvio que no había advertido la llegada de Pitt.
—¿Te ha dicho si le ha pasado algo? —preguntó Pitt. Veía palpablemente que había algo que causaba a Matthew una intensa tortura mental. De tratarse de una aflicción normal habría esperado sentado en el salón, compartiéndola probablemente con Charlotte, pues sabía que Pitt se lo contaría a ella más tarde de todas formas. Conocía a Matthew lo suficiente como para estar seguro de que no podía tratarse ya de la indecisión que había mostrado afectarle en su última visita, sino de algo más grave, y hasta el momento no resuelto.
—No —contestó Charlotte con semblante preocupado, probablemente por Matthew, pero también por Pitt. Con ojos llenos de ternura, pareció a punto de decir algo, pero se dio cuenta de que no serviría de ayuda. Fuera cual fuera el problema, era algo que no podía eludirse por más tiempo, y cualquier suposición que se dijera en voz alta no haría sino hacerlo más difícil, no más fácil.
Él la tocó con gesto de silencioso reconocimiento y luego salió por la puerta al jardín. La suave hierba camuflaba sus pasos, de modo que Matthew no se apercibió de su presencia hasta que estuvo apenas a tres metros de él.
Matthew se volvió con gesto brusco. Por un instante en su rostro se dibujó una expresión muy próxima al terror, pero enseguida disimuló sus sentimientos y trató de adoptar una compostura más acorde con su habitual cortesía.
—No, Matthew —dijo Pitt con tranquilidad.
—¿Qué?
—No trates de seguir fingiendo. Hay un grave problema que te atosiga. Dime qué es.
—Oh… Yo… —Matthew hizo un esfuerzo por sonreír y luego cerró los ojos. Su rostro se sumió en el dolor.
Pitt se quedó impotente, lleno de aprensión y de un sentimiento de ansias de protección, como el que alguien sólo experimenta ante una persona más joven y vulnerable a la que ha visto y conocido durante una larga serie de años. Juntos allí debajo del manzano, le parecía como si todo el tiempo transcurrido se hubiera evaporado y les hubiera retrotraído un cuarto de siglo atrás, a una época en que el año de más que tenía era tan importante. Ansiaba hacer algo, aunque sólo fuera un acto tan elemental como sostenerle entre sus brazos como si aún fueran niños. Pero habían demasiados años de por medio y comprendía que eso era algo inaceptable. Sólo podía esperar.
—El Ministerio de Colonias —dijo por fin Matthew—. Aún no sabes quién es, ¿verdad?
—No.
—Pero parte de la información procede de… —Volvió a guardar silencio como si aún vacilara ante el borde de aquello que se veía impulsado a decir, pero que no podía soportar.
Pitt esperaba. Un pájaro gorjeaba en el manzano. Al otro lado de la pared del jardín relinchó un caballo.
—Procede del Tesoro —concluyó Matthew.
—Sí —admitió Pitt. Estuvo a punto de añadir los nombres de las personas a las que Ransley Soames había reducido las posibilidades, pero se dio cuenta de que ello habría supuesto una intrusión y que tampoco habría servido de ayuda. Optó por dejar que Matthew dijera lo que fuera sin más interrupciones.
Matthew contemplaba una ramita con flores del manzano que había caído sobre la hierba, medio de espaldas a Pitt.
—Hace dos días, Harriet me dijo que había escuchado sin pretenderlo una conversación privada de su padre, Ransley Soames. Se dirigía a su estudio para hablar con él, sin saber que él estaba hablando por teléfono. —Matthew calló de nuevo.
Pitt no dijo nada.
Matthew respiró hondo y prosiguió con voz pausada y ronca, como si tuviera la garganta tan tensa que le costara emitir las palabras a través de ella.
—Hablaba con alguien acerca de la financiación del gobierno destinada a la exploración y colonización de Zambezia. Tal como Harriet me lo contó, había varios aspectos implicados. Se refirió a Cecil Rhodes, a MacKinnon, a Emin Pasha, a las posibilidades que se ofrecían desde El Cabo hasta El Cairo, y a la importancia de una base naval en Simonstown. A lo que costaría a los británicos si perdiéramos todo eso.
Hasta ahí, lo referido por Matthew no era más que lo que podía esperarse que Soames estuviera diciendo a un colega. Nada destacable en sí mismo, por lo demás.
Matthew seguía observando la ramita de manzano sobre la hierba.
—Y luego dijo: «A partir de ahora no podré volver a hablar contigo de todo esto. Ha estado aquí ese Pitt, el policía, así que no me atrevo a seguir adelante. Tendrás que arreglártelas con lo que tienes para hacer todo lo que puedas. Lo siento». Y entonces, según parece, colgó el aparato. Ella no comprendía lo que estaba diciéndome… pero yo sí. —Matthew se volvió por fin hacia Pitt, con ojos angustiados, como si esperara que algo lo aplastara de un momento a otro.
Ahora la razón estaba más que clara. Ransley Soames era el traidor en el Departamento del Tesoro. Su hija, inconscientemente, le había traicionado contándoselo a Matthew. Y éste, después de atormentarse con la indecisión, había acudido a Pitt. Sólo que él no lo había hecho desde la ignorancia. Él sabía todo lo que eso significaba y veía cuáles serían las consecuencias de su acción, pero aun así, no había sido capaz de actuar de otro modo.
Pitt no decía nada. No era necesario decir en voz alta que su deber era hacer uso de la información que acababa de conocer. Matthew ya lo sabía desde el momento en que había ido a su casa. Como tampoco podía decirle que mantendría el nombre de Matthew, o el de Harriet, al margen del asunto, pues Matthew sabía que eso era imposible. Ni siquiera cabía un sonido amistoso que dejara entender que había comprendido. Sabía lo que todo aquello significaba. Lo que Matthew sintiera, o lo que fuera a costarle, nadie podía saberlo más allá de meras conjeturas.
Se limitó a ofrecerle la mano con camaradería de hermano, y en señal de admiración hacia un hombre cuya integridad estaba por encima de cualquier otra consideración más acomodaticia para su corazón.