28
En Jerusalén recibieron a Absalón con todo el entusiasmo de que era capaz un populacho veleidoso y desagradecido. Fue Cusaí quien me dio esta noticia, a través de dos jóvenes, Jonatán y Ajimas, hijos de los sacerdotes Sadoc y Abiatar.
Tan pronto como agradeció los parabienes de bienvenida, Absalón hizo venir a una de las concubinas que yo había dejado en palacio y la poseyó por consejo de Ajitofel en presencia del pueblo, como demostración de que él era rey en mi lugar.
—Además —sugirió Cusaí—, Ajitofel cree que un insulto público de tal envergadura contra ti será imperdonable y por consiguiente hará imposible el que Absalón abandone la rebelión que, puedo asegurarte, es exclusivamente el producto de las maquinaciones de su maléfico consejero.
¡Qué poco conocimiento tenía Ajitofel de las profundidades del amor de un padre por su hijo extraviado!
A continuación hubo un debate sobre qué camino seguir. Según Cusaí, el consejo de Ajitofel estaba claro. El rey había abandonado la ciudad, decía, pero no le había entregado el trono a Absalón. El rey era un zorro astuto, bien versado en las artes de la guerra. El hecho de que hubiera salido de Jerusalén los había sorprendido y Absalón no debía suponer que el valor de su padre había flaqueado. No, esto era parte de un plan. David se había retirado meramente para movilizar sus fuerzas y reclutar otras, para así fortalecer su ejército. No se le debía dar tiempo a que lo hiciera. Si se le daba, Absalón y sus seguidores se verían obligados a dar la batalla cuando conviniera a David y en un lugar seleccionado por él.
—Ningún hombre —dijo Ajitofel— ha tenido jamás mejor conocimiento del terreno que David ni mayor pericia en la guerra defensiva. Tiene todavía a su lado a Joab, el hombre más experimentado en las artes bélicas que Israel ha conocido jamás, y el mejor entrenador de un ejército.
Por lo tanto Ajitofel instaba a no perder tiempo, sino a empezar la persecución con todas las fuerzas que pudieran reclutar, y de esta manera aplastar a nuestra pequeña tropa mientras estábamos aún descorazonados y desprevenidos.
Cusaí se dio cuenta inmediatamente de que el consejo de Ajitofel era acertado y de que, si lo seguían, terminarían con nosotros. (Su juicio era sabio y perspicaz). Sin embargo, Absalón, con gran alegría y alivio de Cusaí, vaciló, no sabría decir por qué. (A mí me gustaría creer que, aunque a Absalón le habían llevado a esta situación las maléficas y dolorosas artes de Ajitofel, le contenía también el amor que sentía por mí, y no se sentía capaz de embarcarse en una serie de acciones que terminarían definitivamente conmigo. Tal vez, además, tenía aún la esperanza de que yo me entregara. De una manera u otra, no parecía querer enfrentarse con la realidad, a la que consideraba muy cruda sin duda alguna).
Cusaí, viendo la vacilación de Absalón, carraspeó y preguntó humildemente (según él) si se le permitía exponer su opinión.
—A pesar de lo mucho que respeto a Ajitofel y de lo acostumbrado que he estado siempre a respetar su juicio —dijo—, esta vez no estoy de acuerdo. Su consejo no es bueno porque ha permitido que su natural deseo de llevar los acontecimientos a un feliz término dicte su manera de pensar.
»Consideremos —continuó Cusaí cuando se aseguró de que todos le estaban escuchando— los hechos de la cuestión. —Me puedo imaginar a Ajitofel frunciendo el ceño, irritado, al oír a Cusaí pronunciar estas sencillas pero engañosas palabras—. David y Joab fueron los dos grandes capitanes de nuestro tiempo. Las tropas de que disponen pueden no ser numerosas, pero están compuestas de veteranos que han compartido muchos triunfos y que están dispuestos a morir hasta el último hombre antes que rendirse al enemigo. Las batallas —insistió Cusaí— son terribles y su resultado siempre es incierto.
En su lugar aconsejó la consolidación de su posición.
Este informe hizo dibujar en mis labios una amarga sonrisa. «Consolidación» es una palabra que siempre atrae al tímido y apacigua su temor.
En lugar de arriesgarlo todo en un solo e incierto encuentro, sugirió Cusaí, Absalón debía asegurarse el apoyo de las tribus del norte, de manera que el rey fugitivo reconociera lo desesperado de su posición, y entonces su ejército se desanimaría.
Ajitofel protestó, pero la opinión del consejo estaba en favor de Cusaí, y Absalón aceptó la decisión de la mayoría.
Me gustaría pensar que le agradó hacerlo, porque me cuesta trabajo creer que realmente deseara entablar batalla conmigo.
Cuando nos llegaron todas estas noticias, Joab dio una palmada a la hoja de su sable y exclamó que el Señor estaba aún con nosotros.
—Grande es su nombre —gritó—, porque ha enloquecido a nuestros enemigos.
Así que cruzamos el Jordán sin oposición y nos establecimos en el bosque de Efraín.
Yo me retiré con el corazón afligido a la ciudad de Mahanaim desde donde mandé mensajes a todos los principales hombres de Israel, hasta a aquellos que habían reconocido a Absalón como rey, recordándoles su deber y su obediencia. Esperaba poder convencer a un número suficiente a que desertaran de Absalón, de modo y manera que él mismo reconociera la locura de su rebelión y se rindiera a mí. Entonces le mandé un mensaje a Cusaí por una ruta secreta, dándole instrucciones para que sembrara esta semilla en el corazón de mi hijo. Pero desgraciadamente descubrió que no podía hacerlo sin ponerse en peligro; este es el único reproche que puedo hacerle a Cusaí en relación con su conducta en esos días tan terribles.
Me apenó también enterarme de que mi sobrino Amasa me había abandonado para unirse a su primo Absalón y me afligió aún más el oír que le habían nombrado general en jefe del ejército rebelde. Amasa era un joven a quien yo había instruido en el arte de la guerra, y temía que resultara ser un buen alumno.
Mientras tanto Joab se dedicó a preparar a nuestro ejército para la guerra en el bosque con la que los israelitas en general no están muy familiarizados. Porque yo estaba decidido a que nos mantuviéramos en Efraín e incitáramos al enemigo a que viniera contra nosotros.
En lo que a mí concierne, me sentía demasiado afectado y triste para tomar parte en los preparativos. Aunque sabía que cualquier forma de actividad es un remedio para un corazón afligido y un espíritu agobiado, sin embargo me encontraba dominado por una extraña lasitud, que me obligaba a quedarme mucho tiempo en la cama después de la salida del sol y afectaba mi capacidad de concentración.
Muchas veces pensé que esta era una guerra que no me importaría perder.
Pensé también a menudo en abandonar la lucha y entregarme a Absalón. Me decía a mí mismo: él es tu hijo bien amado, el heredero al trono, el adorado de Israel. ¿Por qué no ceder ante él y pasar el atardecer de tu vida en una paz tranquila?
Pero luego me resignaba diciendo: es la voluntad del Señor. Una generación pasa y otra llega detrás, pero la tierra permanece. He realizado grandes hazañas y he buscado la sabiduría. Y es como el crujir de las ramas debajo de una olla: todo es vanidad y aflicción del espíritu.
Betsabé mandó a Salomón, su hijo, a entrevistarse conmigo, y a mí me pareció que su mirada me tomaba medidas para la mortaja.
—Bien —le dije—, ¿estás decidido a ir al ejército?
—No, padre —contestó—. Tienes soldados para que luchen por ti. ¿Tú crees, padre, que mi hermano Absalón debe morir?
—¿Qué dices?
—Digo lo que sabe cualquier hombre sabio y prudente. Digo lo que cree cualquier verdadero amigo nuestro.
—Esas son palabras de tu madre —repliqué, y le hice retirarse de mi presencia.
Cuando se fue me dirigí a gritos al Señor como a mi roca y salvación.
—¡Sácame de la red en que me han metido deliberadamente mis enemigos! —le supliqué; pero no podía discernir quiénes eran mis enemigos.
Por la noche, bajo las estrellas, miré desde los tejados la ciudad de Jerusalén, donde vivía el joven Absalón. ¿En qué estaría pensando?
Me negué a tener en mi lecho a Betsabé; tomé en su lugar a una concubina, la hija de un tabernero de la ciudad, y yací con ella para acallar mis pensamientos. Pero cuando ella se dormía, los pensamientos volvían; cuando me sumía, insensible, en los brazos del sueño que se me otorgaba, era el rostro de Absalón lo que veía, los ojos de Absalón fijos en mí con una mirada en la que leía sentencia, condena y piedad; entonces me despertaba otra vez, sollozando.
Llegó el día en que Cusaí mandó un mensaje para decir que Absalón y Amasa estaban reuniendo sus tropas, con la definitiva intención de marchar contra nosotros.
—No es ya posible contenerlo —dijo.
—Está bien —asintió Joab—. Nuestros hombres están listos para la batalla.
Me dio una idea general de su táctica.
—Sí —dije yo—, sí, estoy seguro de que lo has hecho todo, de que todo está a punto.
—David —replicó, y continuó explicándome sus planes.
—Sí —dije—, el fruto de esa higuera está ya maduro para arrancarlo, y estoy seguro de que lo harás.
—Esta noche cenaremos en Jerusalén —añadió.
—Joab —interpelé yo—, te encomiendo la misión de que no permitas que le ocurra nada al joven Absalón.
Es una sensación extraña la de permanecer en una ciudad a una distancia de una hora de marcha de un ejército, y no saber nada de lo que está ocurriendo. Miraba hacia el bosque y no se oía más que el silencio en medio del bochorno del día. Me apremiaban a que comiera y bebiera, pero yo los despedía con un gesto de la mano y mantenía mi mirada fija en el bosque, en la distante oscuridad. La sombra de las murallas de la ciudad se alzaba frente a mí, a la puesta del sol, y no llegaban noticias. Yo sentía detrás de mí, dentro de la ciudad, el temblor del miedo. Durante mucho tiempo nadie se acercó a mí y nadie me dirigió la palabra.
Entonces se oyó un grito desde la puerta de entrada y alguien vino a mi presencia para decirme que se podía ver a una persona que venía hacia nosotros.
—¿Un hombre? ¿Sólo un hombre? Entonces será un mensajero y no un fugitivo de la batalla.
Poco después vinieron otra vez a decirme que se había visto a otro hombre, a cierta distancia del primero.
—Si está también solo debe de ser también un mensajero, y la victoria es nuestra.
Oí un murmullo de alivio levantarse de las calles abarrotadas, al cundir el rumor de que había hablado el rey y de que todo había salido a pedir de boca. Estallaron los vítores y los que se habían abstenido de la rebelión, solamente por el temor ocasionado por mi presencia y la del ejército, tributaron a gritos alabanzas a mi nombre. Me habrían colgado de las verjas de entrada a la ciudad y dejado mi carne como pasto de las aves de rapiña si una nube de polvo hubiera revelado que nuestros soldados regresaban huyendo.
Así que sabiendo que mis soldados habían ganado una batalla que a mí no me habría importado perder —si la derrota me aseguraba el descanso—, me retiré a la casa que había tomado como mi residencia y ordené que se trajera al mensajero a mi presencia.
Pensé que ninguna victoria podía borrar de mi mente mi huida de Jerusalén, y lo que esta huida me había revelado acerca del odio que me profesaban los hombres. Y se me vino a la mente otra idea. ¿No sería posible borrar ese odio con la sangre derramada en dulce venganza? Fue entonces cuando otra voz resonó en mi cansado corazón: «La venganza es mía, dice el Señor».
Cuando llegó el mensajero lo reconocí enseguida. Era Ajimas, el hijo de Abiatar, el sacerdote, que había servido como mensajero de Cusaí desde Jerusalén. Se postró en tierra ante mí, con su linda cara, surcada de sudor, y exclamó:
—Bendito sea el Señor Dios de Israel, que ha puesto a los enemigos de mi rey en su propia mano y sacado a Israel de la oscuridad.
Yo le di las gracias, como correspondía, y lo envié a que comunicara las noticias a la ciudad.
—¿Está bien el joven Absalón? —pregunté.
Ajimas bajó la cabeza y habló en voz baja.
—Mi rey y señor, cuando Joab envió a este siervo del rey a traerte las noticias de esta gran victoria, había un gran tumulto a su alrededor, pero no sé cuál era la razón…
En aquel momento se hizo entrar en el aposento al segundo mensajero. Yo lo reconocí. Era el esclavo etíope que pertenecía a la propia casa de Joab.
—¿Está bien el joven Absalón?
—Que los enemigos del rey, mi señor, y todos los que declaran la guerra contra él, estén donde está ese joven.
Me retiré aún más lejos, a una habitación interior y di rienda suelta a mi desconsuelo:
—¡Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón! ¿Por qué no permitió Dios que el muerto fuera yo? De ahora en adelante no habrá más que oscuridad y desaparecerá la alegría hasta de las cimas de las montañas.
Pasado un buen rato mandé que hicieran venir al etíope y le ordené que me dijera cómo había muerto Absalón.
—Atrapado en una encina y apuñalado por Joab.
Le di unas monedas de oro, porque me había traído la amarga noticia que temía oír. Podía por la misma razón haberle hecho azotar, pero había mas desprecio en un puñado de oro. Entonces ordené que no hubiera celebraciones en la ciudad, sino respeto por el dolor del rey.
Cayó la noche y no pude dormir. Hice marchar a mi concubina, que creyó que su presencia me serviría de alivio, y me quedé sentado en la fría oscuridad. Llamé al Señor para que me mostrara el pecado por el que me había infligido un castigo así.
Y pensé: «Ningún hombre ha logrado más gloria en Israel que yo; ningún hombre ha llevado a cabo mayores hazañas; he creado una nación ante el Señor uniendo a tribus que se peleaban unas con otras; y ahora en mi vejez, estoy saboreando el fruto de la amargura».
Pensé también en Saúl y en cómo el Señor lo había abandonado y llevado hasta los límites de la razón, hasta más allá de ellos, de modo que se sintió forzado a tratar con aquellos que practicaban la adivinación, cuando lo que él buscaba era algún consuelo en su profunda desesperación.
Entonces la cortina, detrás de la cual yo me ocultaba a los ojos de los hombres, se corrió a un lado y Joab apareció ante mí, manchado con el lodo de la batalla, y sosteniendo en la mano derecha la espada desenvainada con la que había matado a mi hijo.
—¿Estás llorando por los bravos soldados que han dado hoy su vida por ti, David? Hemos ganado una gran victoria sobre tus enemigos, y yo he venido esperando verte alegre y para recibir tu agradecimiento. Y ¿qué me encuentro? Un rey sollozando como una mujer, y toda la ciudad diciéndome que es por tu hijo, el traidor que se alzó contra ti y que te habría despojado de tu vida y de tu trono, si yo, Joab, no se lo hubiera impedido. ¿Habría preferido el rey, indigno de ese nombre con sus femeninos sollozos, que su bravo y leal ejército hubiera perecido, para que su indigno hijo viviera? Si es así, David, yo no debería haber arriesgado mi vida en tu favor, ni tampoco la deberían haber arriesgado los bravos soldados que lucharon por ti. Nos debíamos haber quedado todos en nuestros lechos y dejar que apresaran al rey y lo hicieran objeto de escarnio y mofa. ¿Habrías preferido que ocurriera eso? Hay mujeres en esta ciudad, esta noche, que tienen motivo para llorar. Hay madres, esposas y novias de bravos soldados que perdieron la vida para que tú sigas siendo rey. ¿Los consuela el rey? No, el rey solloza por el maldito que ha sido la causa de sus muertes. David, durante toda tu vida, has probado mi paciencia hasta el límite; sin embargo ningún hombre te ha sido más leal que yo. Pero hay también un límite a la lealtad, y la mía ya ha llegado al suyo. ¿Qué dirán tus bravos soldados cuando se enteren de que habrías preferido que hubieran muerto ellos para salvar la vida de Absalón? ¿No crees que gritarán: «David nos ha rechazado, a nosotros que hemos luchado por él. Por consiguiente, por qué no rechazamos nosotros a David como rey»? No es demasiado tarde para impedir esto. Comprenderán, por supuesto, que llores la muerte de tu hijo, aunque no haya un solo hombre en el ejército que no se alegre de ella, ninguno que no esté agradecido a que el Señor luchara a nuestro lado y a que Absalón haya cesado de poner en peligro la paz de Israel. Pero sólo lo harán así si tú apareces ante ellos mañana, expresas tu gratitud al ejército y proclamas un día de fiesta en acción de gracias por nuestra liberación de la rebelión y la guerra civil.
Yo me sometí a su brutal manera de razonar, aunque su mera presencia me llenaba el corazón de amargura.
Pero Joab se había precipitado al creer que la rebelión estaba totalmente sofocada. Amasa, dando muestras de esa precoz pericia militar que me había hecho pensar en él como futuro general de Israel, hasta cuando entró por primera vez a mi servicio como edecán, logró agrupar y volver a organizar el ejército derrotado, de manera que pudiera retirarse en perfecto orden y entrar en Jerusalén.
Joab era de la opinión de que nos pusiéramos en marcha inmediatamente contra la ciudad. Pero yo dije que se había derramado demasiada sangre y además las fortificaciones de Jerusalén, que yo hice construir, estaban fuertemente cimentadas y el ejército dentro de ellas estaría desesperado y no se entregaría fácilmente. Así que se lo prohibí y me recreé al hacerlo.
En su lugar, mandé un mensaje por medio de Ajimas a su padre Abiatar y a Sadoc, que estaban todavía dentro de Jerusalén, guardando el Arca de la Alianza, como yo les ordené. Les dije también que hablaran con Amasa y ofrecieran el perdón a todos los que estaban implicados en la rebelión si entregaban las armas y capitulaban. Y añadí:
—Decidle también al joven Amasa que le atenderé de una manera especial, como amigo que fue de su primo, mi hijo Absalón, cuya muerte me ha afligido profundamente y por quien lloro todas las horas del día.
Amasa comprendió lo juicioso de mi propuesta y vinieron a mi presencia para entregarme sus espadas y pedirme perdón. Una vez que lo recibí en público, le dije que deseaba hablar con él en privado.
Al principio hablamos de Absalón, a quien ambos habíamos amado, y sollozamos, nos abrazamos y consolamos mutuamente en nuestro dolor.
—Hay solamente otra condición, amado joven —yo dije—. Me debes entregar a Ajitofel, para castigarlo por el daño que me ha hecho al influir sobre mi hijo y llevarlo a tan desastroso final.
Amasa se echó hacia atrás sus lustrosos rizos y meneó lentamente la cabeza.
—Ajitofel ha escapado. Cuando se enteró de nuestra derrota, cabalgó de Jerusalén hacia el sur, a sus propias tierras y residencia y, una vez allí, y después de poner sus asuntos en orden, pasó una soga por una de las vigas, hizo un lazo con ella y se ahorcó.
—Ojalá no se me hubiera escapado. Un hombre malvado a fin de cuentas. Sus palabras eran suaves cual bálsamo y sin embargo hacían salir las espadas de sus vainas.
»Ahora —continué—, lo que yo deseo es devolverle la paz a Israel. Tú seguirás al frente de los soldados de Judá y, después del informe de la retirada de Efraín y dada tu pericia en la guerra, he decidido que la mejor manera de efectuar la reconciliación necesaria sería ponerte al mando del ejército de todo Israel. ¿Qué dices a esto?
Estaba anonadado. A pesar de las garantías que Abiatar y Sadoc le habían dado, venía a mi presencia temeroso y compungido. Noté estos sentimientos cuando lo abracé al lamentar ambos la pérdida de Absalón; por esta razón me sentí más atraído hacia él, al admirar el valor con que había logrado ocultar su miedo.
Pero entonces me presentó una objeción que yo no podía por menos de esperar.
—Y Joab, ¿qué vamos a hacer con Joab?
Yo le contesté que Joab, como siempre, se sometería a mi voluntad. Para convencerle, le dije:
—Joab sabe que nunca olvidaré el asesinato de Abner y sabe que está en mi poder llevarle a juicio y condenarlo a muerte por aquel crimen. Sabe también que nada queda en mí que me lo impida, ya que asesinó a Absalón en contra de mis órdenes explícitas.
No sabía, cuando pronunciaba estas palabras, la lección que aprendí después, con indecible amargura: que un rey moribundo pierde la autoridad. Cuando se presentó la primera oportunidad, Joab, valiéndose de la misma crueldad que había mostrado siempre, asesinó a Amasa, y lo apuñaló, como había apuñalado a Abner y a Absalón con su propia espada.