26

Durante dos años cumplí mi promesa. Absalón me dirigía recriminaciones y ruegos, pero yo le había dado mi palabra a Betsabé y no quería faltar a ella. Pero me sentía inquieto constantemente. Mis placeres me dejaban mal sabor y no hallaba felicidad en ellos. No había quien me levantara de la cama por la mañana y estaba deseando meterme en ella por la noche, aunque por primera vez desde mi juventud pasaba acostado la mayor parte del tiempo sin compañía.

Cuando miraba a Betsabé, sorprendía a menudo en sus ojos una expresión que parecía que me devoraba con la mirada, como si estuviera calculando cuánto tiempo duraría y cuándo pasaría la corona a Salomón. Tiempo atrás, me hubiera entristecido ver que su amor por su hijo era más profundo que el que sentía por mí. Ahora esa cuestión me dejaba indiferente.

Con gran sorpresa por mi parte, Ajitofel estaba de acuerdo con la decisión que yo había tomado: la de mantener a Absalón apartado de mí.

—Tú bien sabes —me decía— que yo siento un gran afecto por el muchacho. ¿Quién puede resistirse a sus encantos? Sin embargo, David, soy un viejo que ha pasado toda su vida al servicio de Israel y creo que has encontrado algo meritorio en mi consejo. Siento tener que decirte que, a pesar de todas sus cualidades, Absalón es un joven demasiado irreflexivo, demasiado impetuoso para ser rey. Sería mejor que dejaras que Salomón te sucediera.

A pesar de todo esto, Cusaí me informaba de que Ajitofel visitaba con frecuencia a Absalón y a todos los jóvenes que se reunían con él. «El viejo zorro está tramando algo», me decía.

Y yo pensaba que tampoco esto me importaba lo más mínimo.

Una noche de invierno negra como boca de lobo, con un viento procedente de las montañas que bramaba en los tejados de Jerusalén, me encontré tan triste y tan negro como el cielo sin estrellas. Bebí un poco de vino, sin disfrutar de él y envidié a Joab que encontraba refugio de sus preocupaciones y decepciones en el alcohol. Pensé que había servido al Señor toda mi vida, que había hecho grandes cosas por Israel y que ahora mis cabellos grises descendían, miserablemente, a la tumba. Se habían venido encima de mí días tenebrosos y todas mis grandes hazañas eran pura vanidad.

—¡Dios mío, Dios mío! —grité—, ¿por qué me has abandonado? ¡Dios mío, clamo a ti durante el día, pero tú no me oyes, y por la noche tampoco permanezco mudo!

Entonces se me vino a la mente que Absalón y todos sus jóvenes amigos se estarían riendo de mí porque me veían dominado por una mujer.

Así que mandé buscar a Jonadab y, cuando llegó, le di una copa de vino y le pregunté qué decían los hombres de mí.

Fijó su mirada en el suelo y no quiso responder.

—Dime —le pregunté—, ¿sabes dónde se halla la casa donde poder encontrar a Absalón? ¿Me guiarás hasta allí en secreto?

Me puse una capa, me cubrí el rostro con el embozo, y salí con Jonadab del palacio, y me llevó por la ciudad. Anduvimos por estrechos callejones, como ladrones, sin poder evitar que los perros nos ladraran. Pasamos por tabernas de las que salían ruidos de jolgorio, en los que yo no advertía alegría alguna. Pero, conforme avanzábamos, sentí que mis negros humores se iban disipando. Era como si me hubiera zafado de las cadenas de la realeza y mi juventud se renovara.

—Si alguien nos saluda —le susurré a mi compañero—, no olvides que no soy el rey, sino un viajante que viene de países lejanos.

De hecho, así es como me sentía, y eso me llenaba de júbilo.

A la puerta de la casa de Absalón nos pararon. Yo me eché hacia atrás y dejé que Jonadab negociara el permiso para entrar. Durante un instante dudé. No quería llegar sin previo aviso a una reunión de los amigos de mi hijo.

—Tengo que ver al muchacho a solas —susurré.

Esperé en la antecámara a que Jonadab fuera en busca de Absalón. Esperé como un pobre solicitante de audiencia, y me sentí tan temeroso como puede sentirse uno de esos clientes en parecidas circunstancias, porque no sabía cómo recibiría Absalón la noticia de mi presencia.

De pronto se corrió a un lado la cortina, y al instante apareció él junto a mí. Tenía el rostro arrebolado. Cayó de rodillas ante mí y me cogió las mías. Yo le levanté, lo besé y lo sostuve en mis brazos. Durante largo tiempo no nos dijimos nada, pero conocimos la paz.

Nos pasamos la noche charlando. Mucho de lo que hablamos era irrelevante. Mucho lo ha olvidado mi pobre memoria. Estoy seguro de que se dijeron cosas que es mejor olvidar. Entonces él me reiteró su profundo amor y su carencia de resentimiento. Yo le supliqué su perdón, él el mío.

—He estado a punto de caer en la desesperación —me dijo—. Creí que me habías abandonado, que me habías relegado al más absoluto y total olvido.

—Querido mío —contesté yo—, también yo he estado morando en el valle de la desesperación. Pero la desesperación nos está prohibida. La desesperación es un pecado contra Dios, que nos ama.

—Yo he visto pocas señales de ese amor de Dios —replicó Absalón; me pareció que, al pronunciar esas palabras, me estaba acusando con una amargura sin limites—. Hay algo…, algo… que te debo mostrar.

Lo seguí por largos y tortuosos pasadizos. Sólo la lámpara que Absalón llevaba en la mano iluminaba nuestro camino. Descendimos un tramo de escaleras hasta llegar a las frías profundidades de su casa. Cogió una llave de su cinturón y abrió una puerta tachonada de herrajes. Pasamos por ella y entramos en un largo y fétido pasillo. Por un instante tuve miedo, pensando que Absalón, mi hijo, me iba a hacer algo. El lugar se parecía mucho a una prisión…

Dándose cuenta de mi vacilación, me cogió del brazo, pero no dijo nada.

Pasamos por otra puerta que no estaba cerrada con llave y llegamos a una habitación pequeña, iluminada sólo por una lámpara de aceite. Una vieja, sentada en un taburete, cosía junto a una puerta de barras de hierro, que daba a una habitación interior. La vieja levantó los ojos y la carne fofa de sus carrillos tembló al reconocerme. Absalón le puso la mano en la muñeca.

—He traído a mi padre a ver a mi hermana. ¿Cómo está hoy?

—Estaba inquieta, señor, de la manera que tú bien conoces, no hacía más que gemir y llorar durante la primera parte de la noche y se habría desgarrado la cara con las uñas si no le hubiera atado las manos. Pero ahora se ha quedado dormida, no duerme profundamente, porque su sueño, como bien sabes, señor, es siempre intranquilo, pero ha disfrutado del poco sueño que se le ha concedido.

Miré a través de la reja de hierro. Una forma humana descansaba en un camastro, pero yo no podía distinguir si era hombre, mujer o bestia.

—Tamar —dije—. Pero tú me enviaste desde Guesur la noticia de que había muerto…

—Habría sido mejor que así sucediera —contestó—. Eso es también lo que ella querría. Ha atentado varias veces contra su vida y yo se lo he impedido. Tal vez no debí, pero la verdad es que nunca pierdo la esperanza de que se recupere. Tamar, cariño —la llamó con la voz más suave que uno se puede imaginar.

La llamó otra vez y hasta una tercera vez. La muchacha se levantó de la cama, se dirigió hacia nosotros con un movimiento extraño, como si se deslizara, como si fuera espíritu y no carne. Llevaba solamente una túnica sucia y andrajosa, de un color amarillo azafrán. Su rostro estaba lleno de moraduras, heridas como de cuchilladas y manchado de sucias lágrimas. Había en sus ojos una expresión enloquecida y distante. Su largo cabello estaba mal peinado, tenía la boca abierta y, cuando vio a Absalón, balbuceó unos extraños sonidos que yo no pude interpretar, pues parecía el lenguaje de una bestia más que el de una mujer.

Agarró las manos de Absalón, a través de las barras de la puerta, y apretó sus labios contra ellas.

Yo no pude hablar. Me di la vuelta abrumado por el sufrimiento.

—Ya lo ves, padre —dijo Absalón cuando abandonamos el lugar de aquella escena de horror y regresábamos a través de nuestra vía dolorosa al aposento donde me había recibido al llegar—, ya lo ves, padre, parece un monstruo. Hay que tenerla recluida, por su propio bien.

—Habría sido mejor que hubiera muerto.

—Sin duda alguna —contestó—. Tiene momentos de lucidez y esos son los peores, porque recuerda quién era y se da cuenta de quién es ahora.

—No me ha reconocido —dije yo.

—Sólo me reconoce a mí y a Ana, la vieja que la cuida.

Yo pensé: «¿Qué pecado ha podido echarme esta carga sobre los hombros?».

—Absalón —dije—, he sido injusto contigo. He sido débil y he prestado oídos a los que no te aman. Betsabé me persuadió de que obrara así, y ahora comprendo que he sido injusto contigo. El Señor me ha revelado el mal que he cometido y lo siento con toda mi alma, me siento profundamente contrito.

Nos abrazamos y, acompañado por Absalón que parloteaba alegremente acerca de cómo había resultado todo, regresé al palacio, a la luz gris rosada de la madrugada.

Por la mañana anuncié que Absalón había recuperado mi favor y que ocuparía ahora el puesto que le correspondía en el gobierno de Israel.

Un dirigente no puede tener iguales ni amigos, y no debe confiarse a nadie, ni permitir intrusiones en la intimidad de su existencia. Me di cuenta de que me había equivocado al permitir a Betsabé que tuviera demasiada influencia sobre mí y decidí que de ahora en adelante la mantendría a distancia. Privadamente le pedí a Jonadab que le comunicara mi deseo de que se le negara que accediera a mi presencia.

El retorno de Absalón devolvió a mi gobierno una popularidad que había estado a punto de perder. Jonadab tuvo ahora suficiente atrevimiento como para hacerme saber cuán profundamente detestaban mis consejeros a Betsabé y lo impopular que era con el pueblo. La opinión pública es, por supuesto, una ramera, que se contonea fácilmente y no tiene principios; a pesar de ello, un sabio dirigente desea cultivarla y dirigirla. Me enteré ahora por los espías de Cusaí de hasta qué extremos había llegado el descontento. Me hablaron de conspiraciones tramadas por las tribus del norte, por lo que me vi obligado a actuar con rapidez para sofocarlas y castigar a los culpables.

Absalón deseaba que yo lo nombrara mi heredero. Todos mis instintos naturales, principalmente mi amor de padre, me instaban a que le complaciera; no obstante, no me decidí a hacerlo. Para apaciguarle, le dije que deseaba protegerle contra la envidia que un anuncio así provocaría y que no quería tampoco hacerle a él en particular el objeto del odio de Betsabé.

—Betsabé está decidida —dije— a que Salomón me suceda como rey…, dejémosla entregarse a sus desvaríos, así todos estaremos más tranquilos. Salomón es sólo un joven estudioso sin ninguna experiencia de la guerra. No creo que, cuando yo muera, tengas la menor dificultad con él. Mientras tanto, amado hijo, déjame que disfrute de paz en mi vejez. Amo aún a Betsabé, aunque por ti, le he ordenado que no se presente ante mí de momento. Tú sabrás cómo tratar a Salomón cuando llegue la ocasión.

La verdad era más complicada. Yo era consciente de que con el paso de los años tiene lugar un deterioro del vigor corporal y mental y temía que el nombrar a un sucesor haría pensar a algunos que había llegado el momento de que se me relevara. No dudaba del amor y la lealtad de Absalón, pero no estaba tan seguro de la de algunos de los que lo rodeaban. Así que prefería mantener esta decisión en reserva, para no dar ocasión a que hubiera dos partidos rivales en el Estado, cada uno de ellos desconfiando del otro y ambos buscando la seguridad en mí.

Mas para apaciguar a Absalón y demostrarle la confianza que tenía puesta en él, le nombré gobernador de Judá, mi tierra natal, donde la lealtad a mi persona era, según creía —desgraciadamente con exagerada confianza—, absoluta.

Cuando partió para establecer su residencia en Hebrón, con muchas demostraciones de amor y gratitud, yo confiaba en haber obrado sabiamente.

Mientras tanto hice traer a Tamar al palacio, y la alojé en él como le correspondía a la hija del rey. Pero desdichadamente empezó a desmejorarse y poco después de la marcha de Absalón para Hebrón, se negó a tomar alimento y murió. Daba pena verla.

Su funeral se celebró con gran magnificencia y una sentida manifestación de duelo nacional.

Betsabé continuó enviándome cartas de reproche, reprendiéndome por mi crueldad y, según su opinión, también por mi deshonestidad. Yo le repliqué que ella había tratado de enemistarme con mi amado hijo Absalón, que me había impulsado a un acto de gran mezquindad y que si continuaba acosándome de esa manera, la acusaría de brujería. Sin más ordené que ella y Salomón salieran de Jerusalén y establecieran su residencia en Silo, porque ya estaba cansado de los dos.

Y así me preparé para una cómoda vejez, en la que la dirección del gobierno descansara ligeramente sobre mis hombros y al mismo tiempo me dedicaría al cultivo de las artes y a preparar mi alma para encontrarme con mi Hacedor.