24
Tamar no se recuperó. Estaba más hermosa que nunca, pero su belleza había cambiado. Era una belleza de invierno; se habían caído las hojas de su árbol de la vida y el viento había arrastrado los pétalos de sus rosas. Tenía la belleza de todas las cosas buenas que sabemos que hemos dejado atrás. Sus ojos miraban como perdidos de un lado a otro y sus mejillas estaban más blancas que la nieve de la montaña. Descuidaba su manera de vestir y su recato; la vergüenza asentada en su corazón, destruida por el mundo y por la carne, forzaba al mundo a confesar su crueldad. Balbuceaba de una manera extraña. Un día la encontraron abordando a los transeúntes, como una prostituta con la mente trastornada y, a partir de entonces, me vi obligado a ordenar que se la recluyera en casa.
La única persona en quien confiaba era en Absalón. Apenas le hablaba yo, se echaba a llorar o se cubría el rostro con el velo o, aún más terrible, me exhibía su cuerpo, como si al ser el padre de Amnón, yo fuera también su seductor, a quien estaba dispuesta a enfrentarse mostrándole la gravedad de su acción. Pero se asía a Absalón como un niño pequeño se agarra a aquellos en quienes confía. Yo temía que su desvalimiento y su dolor atizaran el fuego de la cólera de Absalón contra Amnón, renovando su odio y sentí la tentación de prohibirle que estuviera con su hermana. Pero no me atreví a sucumbir a esa tentación, por miedo de que él rehusara y de las consecuencias que esto traería.
Logré, sin embargo, convencer a Absalón de que hiciera las paces con Amnón cuando lo saqué del secreto arresto domiciliario en que lo había puesto. Se abrazaron delante de mí y Amnón, aconsejado por Cusaí, que tenía pena de él, como la tenía yo, confesó su pecado y suplicó el perdón de su hermano.
—Por el amor de nuestro padre —replicó Absalón.
Resultó imposible mantener en secreto lo que había ocurrido, como yo deseaba.
Joab vino a mi presencia y me dijo:
—David, hasta el ejército está dividido. Algunos apoyan a Amnón, otros a Absalón. Si tú no resuelves el asunto, las cosas irán de mal en peor. La herida abierta se enconará. Si Amnón llega a ser rey, Absalón tendrá que ser desterrado, porque el reino no puede contener a los dos.
Betsabé estaba de acuerdo con él. Sentía ternura hacia Amnón, o al menos eso me pareció entonces. Comprendía su difícil carácter.
—Sí —dijo—, Amnón se ha comportado mal. Lo que ha hecho es horrible. Pero se le provocó. Tú adoras a Absalón y no ves sus faltas. Tal vez ni siquiera sepas que Absalón alentaba a los jóvenes con quienes se juntaba a burlarse de su hermano, que hacía circular rumores —o al menos los avivaba— de que Amnón era un pervertido; y que incitaba, al mismo tiempo, a Tamar a que desplegara ante él sus encantos.
No me fue fácil darle crédito a cuanto decía, porque, como era natural, no quería hacerlo. Y sabía además que estaba celosa de Absalón. Tal vez incluso entonces, creo ahora que hasta entonces, aunque Salomón era sólo un niño, estaba decidida a que fuera él quien reinara después de mí; y veía a Absalón, y no a mi pobre Amnón, como su principal rival. No sabía si estaba diciendo la verdad, aunque estas sospechas se me han venido a la mente en la creciente oscuridad de estos postreros años.
Ajitofel también se presentó ante mí. Aunque había aprendido a desconfiar de él, todavía me fascinaba el encanto de sus modales y de su inteligencia.
—David —dijo—, hemos pasado mucho tiempo juntos y no siempre hemos estado de acuerdo el uno con el otro; pero, no obstante, ambos trabajamos por el bien de Israel. Y sabes bien que siempre te he manifestado mi opinión, sin temor y sin ocultar la verdad. Es natural que hagas ahora lo que estás haciendo porque Amnón es tu hijo y tú lo amas, como amas a su hermano Absalón. Créeme, viejo amigo, te compadezco, porque te encuentras ante un gran dilema. Pero recuerdo también al muchacho que llegó al campamento de Saúl y se enfrentó con Goliat cuando todo el ejército lo temía, y recuerdo cómo lo mataste aunque tus únicas armas eran una honda, unas piedras del arroyo y tu sublime confianza y valor. Pues bien, viejo amigo, necesitas ahora esa misma confianza y ese mismo valor. Y te digo más, que Amnón, después de haber llevado a cabo esta acción mezquina, no es adecuado para ser rey de Israel, porque lo que hizo es peor que un crimen, después del cual no hay hombre en Israel que ponga su confianza en él. Tú debes de recordar cómo, cuando aquellos negros humores se apoderaron de Saúl, el ejército tembló y su espíritu se paralizó. Pasará lo mismo en el caso de Amnón. Por consiguiente, te aconsejo que lo destierres cuanto antes y que nombres a Absalón, a quien el ejército y los jóvenes adoran, como tu único heredero.
Así fue como me vi abrumado por consejos opuestos y contradictorios, atormentado por los aguijones de la razón y del sentimiento.
Jonadab era mi chambelán ahora, junto con Cusaí, de toda confianza y yo le agradecía que no me bombardeara con consejos que yo no deseaba oír.
Como no podía mantener las palabras encerradas en mi corazón, hablaba con él, a sabiendas de que era un bocazas. Bien es verdad que su indiscreción tenía ciertas ventajas: me permitía divulgar mis intenciones sin proclamarlas abiertamente. «El rey —podía decir Jonadab—, está decidido a restablecer la concordia en la casa real y la nación. Sus propósitos son inquebrantables, no va a cambiar sus planes en relación con la sucesión» y cosas por el estilo. Mientras tanto, yo ponía mi fe en el tiempo y en la paciencia, mis viejos aliados.
—Las cosas deben ser como han de ser —le decía a Jonadab—, que es como el Señor las desea y para las que él proveerá.
Durante bastante tiempo Amnón no quería quedarse solo conmigo. Temía mi amor más que mi censura.
—En su alma hay una mezcla de culpabilidad y odio de sí mismo —comentó Jonadab.
Amnón se entregó a prácticas religiosas y a la penitencia. Su acto inicuo intensificó su natural melancolía. No sonreía nunca y, cuando se le pedía su opinión acerca de cualquier asunto, solía suspirar, bajar los ojos e indicar que sentía que un hombre como él era indigno de ofrecer una opinión. Su humildad le ganó el respeto de los sacerdotes y había un peligro en ello, porque me pareció que en la casa de Israel había divisiones intestinas: los sacerdotes eran partidarios de Amnón, y el ejército, de Absalón. Sin embargo, mientras Joab fuera general en jefe bajo mis órdenes, el ejército no podía estar totalmente de parte de mi hijo más joven, Me irritaba darme cuenta de que dependía de Joab, pero no podía evitarlo.
Con el paso del tiempo mi paciencia se vio recompensada. Amnón recuperó un cierto grado de confianza en sí mismo. Absalón se comportaba con su hermano como yo deseaba que lo hiciera. Aunque nunca se encontraban en privado, era cortés y respetuoso con él en público, hasta dispuesto a mostrar ciertas deferencias hacia él como heredero del trono.
Conmigo, era Absalón tan cariñoso como lo había sido antes de que el pecado de Amnón proyectara una sombra sobre su espíritu. Su presencia me infundía vigor y el encanto de su manera de ser era un continuo deleite. Por eso, cuando vino un día a decirme que quería celebrar una fiesta en su nueva finca de Baljasor, en la época del esquileo, y que esperaba que yo fuera uno de sus huéspedes, me costó mucho trabajo rehusar; pero lo hice, pensando que la presencia del rey impondría una cierta solemnidad a la ocasión que no sería deseable. Es este uno de los castigos de la realeza: en la celebración de festejos, la gente está deseando que se vaya el rey. Así que decidí no asistir.
Absalón manifestó su decepción y después me dijo:
—No obstante, espero que mi hermano Amnón acepte mi invitación.
—¿Por qué tienes tanto interés en invitarlo? Sé que, aunque te comportas bien con él en público, realmente no lo amas.
—No —dijo Absalón—, no soy capaz de amarlo. Estamos hechos de materias muy distintas. Y sin embargo es el hijo de mi padre y el heredero del trono. Nuestro distanciamiento ha durado demasiado tiempo. Por añadidura sus consecuencias son peligrosas. Hay ahora dos partidos entre los jóvenes, uno está de mi parte y el otro de parte de mi hermano. Yo creo que esto no es bueno; sé que no es lo que tú deseas, padre. Por eso, espero que Amnón venga como invitado a mi casa para que yo pueda mostrarle a todo el mundo que hemos hecho las paces y que no haya motivo para ninguna división. Así que, como Amnón no confía en mí, te agradecería, padre, que le instaras tú a que viniera.
Me agradó la nobleza de sus sentimientos y accedí a hacer lo que me pedía. Sonrisas como una mañana de verano iluminaron su rostro. Se acercó a mí y me besó en la mejilla. Después se dio la vuelta y empezó a caminar, radiante, con el grácil movimiento de sus piernas vigorosas y con un aire que me hizo palpitar de placer en el corazón, hasta que desapareció de mi presencia. ¡Oh, Absalón, hijo mío!, ¿cómo y dónde te defraudé?
Me despertó el llanto de las mujeres y el ruido de los pies en rápida carrera. Echando a un lado a mi concubina, me vestí apresuradamente y salí de mi aposento. Al hacerlo, un joven, con ojos aterrorizados, se postró en el suelo de mármol y me agarró los tobillos. Levantó la cabeza y gritó:
—¡Traición y asesinato! ¡Traición y asesinato! ¡Todos los hijos del rey han sido asesinados, no queda uno vivo!
No recuerdo lo que pasó después. Los cantores de baladas cuentan que yo me eché al suelo, que me rasgué las vestiduras y aullé como un perro. Tal vez lo hiciera, pero no lo recuerdo. Oír noticias de un desastre así obnubila la memoria.
Pero sí recuerdo un momento de terror: ¿por qué estaba yo aún vivo?
Después me encontré en mi aposento. Los ojos de la concubina eran profundamente negros, temblaba de terror y tenía la boca abierta en un gemido sordo. Estaba desnuda y tiritaba al mirarme. Procedente de la antecámara se volvieron a oír de nuevo los gemidos de duelo.
Despedí a la muchacha y mandé a buscar a Jonadab. Me vestí. Eso sí lo recuerdo. Permanecí sentado al pie de la cama con una espada entre mis manos, apoyada en el suelo y descansando entre mis piernas.
Llamé a una mujer.
—¿Está Betsabé bien? Manda a alguien al cuarto de los niños y que se entere de cómo está Salomón.
Al fin llegó Jonadab. Se arrodilló a mis pies y puso sus manos en las mías, agarrando la hoja de la espada.
—No es lo que dicen —dijo—. No es verdad que todos los hijos del rey hayan muerto. El único que ha muerto es Amnón.
—¿Y Absalón?
—Absalón —contestó—, Absalón, mi rey y señor, se ha vengado en su nombre y en el de su hermana Tamar por la violación de que esta fue objeto. Me temo que llevaba tiempo planeándolo. Sólo Amnón ha muerto. Lo mataron cuando estaba borracho, pero Absalón habló antes con él.
Pensé, incluso en un momento como este: «¿Cómo sabe Jonadab todo esto si él no estaba allí? ¿Cómo lo sabe?».
Pero decidí no preguntar, temiendo la respuesta. Si Jonadab era desleal, ¿adónde me dirigiría en busca de lealtad?
—¿Absalón? —pregunté.
—Absalón ha huido en dirección al norte, al reino de Guesur, el país de su madre.
—Vete —dije; pero él no se movió hasta conseguir quitarme la espada que sostenía en mis manos.
Cuando la vi en las suyas, la miré asombrado.
Así que perdí a dos hijos y los lloré a los dos. Me volví hacia el Señor y exclamé:
—Ya está vengado Urías, el jeteo. ¡Ten piedad de tu siervo, oh, Señor, y no le aflijas ya con más dolor!