22
No le di órdenes a Joab de matar a Urías, ¡qué va! No había necesidad de hacerlo. Podía confiar en que Joab leyera entre líneas: en ese menester disfrutaba como nadie. De este modo pude consolar a Betsabé asegurándole que todo saldría a pedir de boca. Me sentí confortado de que su marido no hubiera sido capaz de visitarla y, si consideraba que no haberlo hecho implicaba menospreciar sus encantos, pronto pude convencerla con mi ardor de que era simplemente prueba del mal gusto de Urías. De momento estaba satisfecha con que el futuro tuviera la última palabra, con que confiara en que yo la protegería y con que recogiera las rosas del amor mientras conservaran su lozanía.
Tres días más tarde —creo que fueron tres días, pero bien pudieron haber sido cuatro— vino a mi presencia un mensajero enviado por Joab desde el campamento de Raba. Era un muchacho joven, a quien no reconocí, pues estaba cubierto de lodo y parecía nervioso. Se arrodilló delante de mí.
—Mi rey y señor, grande en la batalla, me envía el señor Joab, el siervo más fiel de vuestra Alteza y me pide que os diga que hoy día es vuestro más desdichado servidor. Raba, la ciudad que estamos sitiando desde hace tanto tiempo, está aún en manos del enemigo y el último gran asalto contra las murallas de la ciudad ha fracasado.
Enseguida, me describió con la cabeza baja cómo Joab había lanzado un ataque frontal contra una parte de la muralla de la ciudad que creía menos protegida, comparada con las otras secciones de la fortaleza. Ahora bien, o le habían engañado, o los espías habían adivinado su intención, porque el ataque fue rechazado con gran pérdida de vidas. Suspiró y dejó escapar un profundo sollozo.
Le hice numerosas preguntas, pues me parecía que, al exponer una parte tan grande de sus fuerzas a una empresa tan dudosa, Joab había actuado con precipitación y se había arriesgado innecesariamente, cuando lo único que tenía que hacer era mantener el bloqueo de la ciudad para asegurarse la conquista final. Me mordí la lengua y no expresé mis dudas sobre si las habilidades bélicas de Joab iban disminuyendo y su capacidad de juicio deteriorándose con la edad, y no se lo expresé precisamente porque no era oportuno manifestar dudas de esta índole a un simple mensajero.
Entonces, como si se diera cuenta de que empezaba a encolerizarme, el muchacho levantó la cabeza y dijo:
—Mi señor Joab me pidió que te informara de que, con gran pesar suyo, tu siervo Urías, el jeteo, se cuenta entre los muertos.
Me volví, me froté los ojos con un trozo de tela, como para enjugar mis lágrimas y contemplé la ciudad a mis pies. El aire era sereno, reinaba el silencio en la canícula de la tarde, que hacía relucir las hojas de los olivos al otro lado del valle. Miré el tejado de la casa de Betsabé, y pensé cómo había estado esperando allí estremecida por el temor de oír las pisadas de Urías. Entonces descendió sobre mí una gran paz, y mi corazón cantó a la gloria del Señor.
El joven recitó ahora una lista de los caídos en la batalla y cuando oí el nombre de Lais, sollocé amargamente.
«Porque los lugares oscuros de la tierra están llenos de los aposentos de la crueldad», murmuré, y recordé cómo había venido a mí pleno de confianza y de ganas de amor; ahora su carne era manjar para los pájaros de la muerte. Cuando el mensajero continuó y repitió el nombre de Urías, me sequé los ojos y mandé traer vino para que el muchacho se refrescara. Le dije:
—Dile a mi señor Joab que no se desanime, que no se entristezca, así es la suerte de la guerra, y la espada devora lo mismo a un hombre que a otro. Así que úrgele, dile que soy yo quien le urjo a que reanude la batalla contra la ciudad hasta rendirla, que no se diga que nuestros soldados han caído en vano. Y dile también que, ahora como siempre, ha alcanzado favor a mis ojos, porque sé que no hay hombre más bravo en Israel y ninguno en el que pueda depositar mi absoluta confianza.
Llamé a Jonadab y le di órdenes de que informara a Betsabé de la muerte de su esposo, aguerrido en la batalla, que le transmitiera mis condolencias y le pidiera se vistiera de luto por un hombre que había muerto al servicio de Israel y de su rey.
Hice esto para que nadie la señalara con el dedo.
Cuando fui a verla secretamente aquella noche, no hablamos de Urías, quien ahora era para nosotros paja y broza arrastrada por el viento.
Estaba todavía de luto cuando se hizo patente que estaba encinta. Los soldados decían qué triste era que a Urías se lo hubiera llevado la muerte antes del nacimiento de su hijo. Sólo su abuelo Ajitofel, según me contó Betsabé, la miraba con curiosidad y parecía que iba a empezar a hablar pero guardó silencio.
—Yo pensaba que para reprocharme —dijo ella—. Cuando estemos casados —añadió—, quisiera que lo depusieras de su cargo y lo desterraras de Israel. O al menos de Jerusalén. Me intranquiliza el verlo, porque estoy segura de que alberga sospechas.
—¿Sospechas? ¿Y qué hay que sospechar, que el hijo es mío? Cuando estemos casados, ¿a quién le va a importar quién es el padre del hijo?
—Yo creo que sospecha más que eso.
La cogí en mis brazos.
—¿Es que hay algo más que sospechar? Urías vino aquí, yo le colmé de elogios. Le insté a que fuera a verte. ¿Quién se puede atrever a jurar que no lo hizo y que desobedeció las órdenes del rey? Ni siquiera Ajitofel. Urías murió valerosamente en el campo de batalla, la muerte de un soldado, en una batalla en que mi íntimo, mi bien amado y mi más fiel amigo, Lais, murió también. El mensajero que me trajo la noticia de sus muertes me vio derramar amargas lágrimas. Además, amor mío, Ajitofel no puede por menos de sentirse orgulloso y feliz de verte reina.
—Sin embargo —respondió Betsabé—, yo le temo.
La opinión de Betsabé resultó más juiciosa y acertada que la mía. Esto puede parecer extraño porque ella no era más que una muchacha joven que no conocía los entresijos del mundo. No sé cómo Ajitofel concibió la sospecha de que yo era responsable de la muerte de Urías; de lo que sí estoy seguro es que los rumores que Jonadab me comunicó, de que yo era cómplice, procedían de ese consejero a quien había honrado con mi confianza y que ahora estaba tratando de destruirme.
—¿Me acusan los hombres de asesinato? —le pregunté a Jonadab.
—No exactamente, mi rey y señor, pero dicen que la muerte de Urías ocurrió en un momento muy conveniente para ti; y hay algunos que murmuran, según se me cuenta, que Joab ordenó a los soldados que dejaran solo a Urías en la batalla.
—Eso es estúpido. ¿No saben que pereció también Lais? ¿Suponen que esto fue también «conveniente para mí»?
Pero Jonadab desvió la mirada y no contestó a esta pregunta; a mí me parecía que estaba oyendo la atiplada voz de Ajitofel insinuando que David sería capaz de sacrificar hasta a su más querido amigo para deshacerse de Urías, cuya mujer deseaba.
Y habría muchos, tal es la mezquindad humana, que lo creerían.
Le ordené a Jonadab que le pusiera espías a Ajitofel.
Evidentemente estaba sembrando animosidad contra mí y había, especialmente entre los soldados más jóvenes, quienes estaban dispuestos a creerlo. Había muchos de los que habían crecido teniéndome ya a mí por rey, que no conocían a ningún otro y estaban inquietos y deseosos de cambio. Pero aunque estaba seguro de que Ajitofel estaba fomentando el descontento, no tenía pruebas. Así que lo mantuve dentro de mi círculo y en su puesto, pensando que sería aún más peligroso si lo despedía, haciendo manifiestas ambas cosas, su ofensa y mi desconfianza.
Yo también me pregunté si Joab no habría hablado precipitadamente, tal vez bajo los efectos del vino, como lo hacía a veces, y albergaba también esta sospecha contra él.
Unas semanas después de haberme casado con Betsabé y del nacimiento de nuestro hijo, Natán, el profeta, un hombre a quien yo estimaba mucho, vino a verme.
—Bendito sea el Señor, Dios de Israel —dijo y se sentó en el suelo delante de mí, mesándose la barba—. David, mi rey y señor, tú sabes que siempre te he amado y servido con todo mi corazón, en el nombre del Señor.
—Lo sé —respondí, inquieto por algo que notaba en su actitud.
—Déjame que te cuente una historia —prosiguió—. En cierta ciudad había una vez dos hombres, el uno rico y el otro pobre. El rico tenía muchas ovejas y muchas vacas, y el pobre no poseía más que una ovejuela, que él había criado y atendido con gran esmero y amor, como si fuera su hija e incluso su esposa. En cierta ocasión llegó un viajero a la casa del rico y este se preparó a darle de comer. Pero en lugar de coger una oveja de su propio rebaño… —Natán hizo una pausa, levantó la cabeza y me miró a los ojos. Su mirada era profunda y melancólica, parecía estar llena de aflicción—. Pues bien, en lugar de hacer esto, cogió la oveja del pobre y se la aderezó al huésped.
Me miró inquisitivamente. La historia me había alterado y empecé a hablar casi sin reflexionar.
—Si hay justicia —dije—, el hombre rico de tu historia debe ser castigado. Vive el Señor que el que tal hizo es digno de muerte. Dime, Natán, quién es ese hombre.
Natán movió la cabeza.
—No es necesario, David. Tú eres ese hombre.
El profeta se puso en pie, mientras que yo permanecía silencioso, y dijo:
—Esta es la palabra del Señor de los Ejércitos, el Señor Dios de Israel: «Yo te ungí a ti rey de todo Israel, por la mano de Samuel mi profeta, y cuando Saúl se levantó contra ti yo te salvé de su cólera. Te hice rey, te di esposas y grandes riquezas. Pero tú te has vuelto contra mí y has pecado ante mis ojos, desdeñando mis mandamientos; has matado alevosamente a Urías el jeteo, y con vileza has tomado como esposa a su mujer. Por lo tanto, no saldrá nunca de tu casa la espada del Señor, por haberme menospreciado y por haber yacido con la mujer de Urías el jeteo. Escucha la palabra del Señor, rey; yo haré surgir el mal contra tu casa y tomaré ante tus mismos ojos a tus mujeres y se las entregaré a otro que yacerá con ellas a la luz del sol. Porque, David, tú has obrado todo esto ocultamente, pero el Señor obrará abiertamente para que el mundo conozca tu transgresión y sepa que ni siquiera el rey está por encima de la ley del Dios de los Ejércitos».
Habló con esa lengua arcaica que los sacerdotes y profetas emplean para impresionar con más facilidad; como en el caso de Samuel, me encontré preguntándome hasta qué punto eran sus palabras las palabras del Señor y hasta qué punto eran las de su profeta. Pero me inquietaron. Cuando Samuel habló contra Saúl y lo denunció en nombre del Señor, ningún oyente honesto pudo evitar el pensamiento de que la cólera divina sintonizaba singularmente con la envidia que Samuel tenía de Saúl, que lo había suplantado en el gobierno de Israel. Pero Natán nunca había sido partidario mío. Alegaba solamente autoridad moral y yo sabía que me amaba y me admiraba. Pregunté:
—Natán, ¿de qué me acusas?
—Tú has oído lo que he dicho —contestó.
—La lengua es la lengua de Natán, pero las palabras me suenan como si las pronunciara Ajitofel.
—Las palabras son las palabras del Señor, mi rey.
Me miró apenado y, al hacerlo, hizo que me sintiera avergonzado, porque sabía que estaba diciendo la verdad. No me arrepentía de la muerte de Urías, pero me habría gustado una muerte más noble, con mis propias manos. La manera en que tramé su muerte era cobarde y mezquina, no podía negarlo. No obstante, era imposible haberlo hecho de otra manera sin exponer a Betsabé al insulto o a algo peor.
—Natán —exclamé—, Betsabé no sabe lo que he hecho y es por lo tanto inocente. Pero tú tienes razón.
Le di la espalda y, mirando hacia las colinas, me encontré como un prisionero en mi propio palacio, de mis hazañas y mi amor.
—He pecado contra el Señor —reconocí— y he cometido el mal ante sus ojos. —Caí de rodillas y exclame—: Señor, reconozco mis culpas y mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, sólo contra ti he pecado, Señor. El sacrificio que te ofrezco es un corazón roto. Tú, oh, Dios, no desdeñes un corazón contrito y humillado.
Mientras rezaba de esta manera, Natán me tocó suavemente en la cabeza y, después de haber descansado allí su mano por unos breves instantes, se despidió y me dejó solo, con mi oscura ansiedad, mi vergüenza y el temor del Señor.
No le conté nada de esto a Betsabé.
Durante algún tiempo creí que el Señor me había perdonado y desterré el recuerdo de Urías.
Cuando Joab volvió victorioso de Raba y me informaron de que la ciudad había sido conquistada y muchos de los enemigos habían perecido, yo lo abracé en presencia de todo el pueblo y celebré una fiesta en su honor, pero ni siquiera cuando estaba borracho habló de Urías. Pero yo me encontraba incómodo con Joab, como si por primera vez tuviera ventaja sobre mí.
Poco después, el niño que le nació a Betsabé cayó enfermo. Tenía una fiebre muy alta. Betsabé permanecía sentada junto a su cuna, contemplando su agonía. Yo me volví al Señor y me humillé ante él, poniéndole como testigo de mi arrepentimiento por el pecado y pidiéndole con toda mi alma que salvara a mi hijo. Durante siete días ni comí ni bebí, sino que luché con el Señor en un intento desesperado por salvar al niño.
Pero mi pecado era demasiado grande. El Señor no quiso tener compasión de mí. El niño murió, y de pie delante de mí, con el cuerpecito en sus brazos, Betsabé supo lo que se había negado a saber antes: el precio que había pagado por su vida y nuestro amor.
—Habría preferido que me hubieran apedreado hasta morir, por mi adulterio, a que ocurriera lo que acaba de ocurrir —me dijo.
Se dio la vuelta y rehusó entregarse a mí.
Así pasaron las cosas…, las cosas y los días. Nubes negras y viento helado cayeron sobre nuestro amor. Yo había pecado por amor de Betsabé y fui castigado por este pecado. Durante largo tiempo ella no quiso ni oír hablar de mí, más bien diría que se negó a ser mía. Pero nos unimos de nuevo. Procreamos otro hijo, a quien llamamos Salomón, ese gazmoño hipócrita que está ahora esperando mi muerte. Pero nunca volvieron a ser las cosas como antes. Había un vacío en nuestro amor, porque Betsabé no podía perdonarme lo que le había hecho. Sabía que no tenía razón, pero no podía hacerlo. La sombra del hijo muerto nos perseguía hasta en nuestro lecho.