12
De la época siguiente de mi vida no he querido hablar jamás. No obstante, la verdad es que no hubo nada de qué avergonzarme en aquella época, porque mis acciones se vieron forzadas por la necesidad. Creo que hay naciones que consideran a la necesidad como una diosa, y aunque por mi educación y experiencia no reconozco más dios que el Señor Dios de los Ejércitos, el Dios de Israel —bendito sea su nombre—, que me ha llevado de su mano por el valle oscuro del temor y del inminente peligro, hasta las soleadas alturas, sin embargo confieso que ha habido momentos en que he sentido la tentación de envidiar a esos pueblos que tienen una plétora de dioses y diosas, y cada uno les protege en una actividad determinada o una parte específica de sus vidas. Confío que el Señor de los Ejércitos no me deje caer en esa tentación, pero confieso que, si cayera en ella, la necesidad sería una diosa que estaría dispuesto a venerar.
Afortunadamente no es menester que así sea. Si la necesidad no es una diosa, sí es un concepto, un hecho, duro, severo y doloroso como la roca contra la cual puedes tropezar y darte en el dedo del pie en la oscuridad de la noche. Nadie, como he dicho a menudo, que no reconozca la existencia de la necesidad está capacitado para estar al mando de un ejército, lo mismo que la primera y más rara cualidad que necesita un general es el valor y la sabiduría para saber cuándo iniciar la retirada.
Esta era mi situación. La conversación que mantuve con aquel joven descontento, Adonías, me convenció de que el arrepentimiento de Saúl por perseguirme hasta la misma muerte no duraría mucho. La turbación de su espíritu le llevaría una vez más contra mí, porque yo tenía la impresión de que en lo más hondo de su mente atormentada se escondía la sospecha de que, si me mataba, demostraría, hasta para su propia satisfacción, que el Señor no había hablado por boca de Samuel. Si pudiera quitarme a mí de en medio, a mí a quien Samuel había ungido con óleo sagrado como sucesor del rey, Saúl creería que el Señor había manifestado la misma voluntad al permitir que Samuel lo rechazara a él que al consentir mi muerte. Por consiguiente, no lograba persuadirme a mí mismo de que Saúl no reanudaría pronto su persecución y, conforme pasaban las semanas y aumentaba la dificultad de mantener a mi reducido destacamento en las inhóspitas montañas de Judá yo temía que la próxima incursión de Saúl tuviera un final menos afortunado para mí.
La necesidad me obligó a trasladar nuestros cuarteles y me pareció que no tenía otra opción que ofrecer mis servicios a los filisteos. Había conocido a Aquis, rey de Gat, con ocasión de ciertas negociaciones cuando yo gozaba aún del favor de Saúl, y me había causado la impresión de que era un hombre honrado, como se lo dije a Joab, Abisaí y Asael, a quienes había pedido consejo en relación con la difícil situación en que nos encontrábamos: un hombre con quien yo podría negociar. Joab estaba en un mar de dudas y presentó alguna que otra objeción, como yo pensé que lo haría. Abisaí permaneció en silencio: asuntos de gran envergadura estaban siempre por encima de su capacidad y yo lo había incluido en esta reunión solamente porque se habría ofendido si no lo hubiera hecho y porque, a fin de cuentas, sabía que su fe en mí le llevaría a la conclusión de que yo tenía razón. El agudo y perspicaz Asael vio inmediatamente la fuerza de mi argumento. La rapidez con que lo comprendía todo era su mejor cualidad. Pero Joab se mantuvo firme y no se dejó convencer.
—He dicho siempre —arguyó— que el único filisteo bueno es el filisteo muerto.
Yo reprimí el aburrimiento que tal perogrullada me producía. Joab ha sido siempre muy aficionado a esta jerga facilona. Me imagino que es más fácil repetir cosas así que pensar por uno mismo.
—Joab —le dije—, sabes bien cuánto valoro tu opinión y especialmente cómo confío en ti en asuntos de estrategia y táctica. La calidad de nuestra fuerza bélica es por entero el resultado de tu pericia como preparador de nuestros soldados. Sé cuánto y durante cuántas largas horas has trabajado y sé que mi situación sería desesperada si no fuera por tus esfuerzos. Es totalmente comprensible que, ocupado como has estado, no hayas tenido el tiempo que tu diligencia me ha dado a mí para considerar el alcance y las repercusiones de nuestros asuntos. Pero la verdad es que estamos aquí atrapados entre las fuerzas de Saúl y las de Filistea y, conforme se va acercando el invierno, nuestros días aquí están forzosamente contados. Se nos echa encima el momento en que no vamos a poder atender a las necesidades básicas de nuestros soldados. Algunos de ellos comenzarán a desertar y la labor que tú has llevado a cabo no servirá de nada.
»No siento por los filisteos más afecto del que puedas sentir tú. Créeme que a duras penas podría afirmar que hay uno solo en quien confío y si voy a hacer una excepción con Aquis de Gat es solamente porque he visto y oído lo suficiente de él para dejarme persuadir de que no es el típico filisteo en quien tú estás pensando, sino un hombre honorable y decente. Aun así, no me atrevería a abordarle a no ser por una cosa: por el hecho de que tú hayas logrado hacer de nuestros hombres un ejército que inspira temor. Tenemos algo que ofrecerle que ningún rey rehusará y al mismo tiempo poseemos una fuerza bien entrenada y disciplinada como para que no se atreva a traicionarnos, aún en el caso de que yo me haya equivocado al valorarle. Pero nuestra elección, mi querido Joab, es bien sencilla: tenemos que poner nuestro bienestar y el de nuestras mujeres, hijos y demás seres amados, bien en manos de Aquis, bien en manos de Saúl. Conoces demasiado a Saúl para creer que cualquier hombre, y mucho menos los que le han ofendido tan gravemente como tú y yo, pueda confiar en él atormentado y perturbado como ahora se encuentra; por lo tanto, y muy a pesar mío, te insto a que estés de acuerdo conmigo en que, de los dos males a que estamos abocados, el acercamiento a Aquis es el menos peligroso.
Por supuesto, mi adulación surtió efecto; Joab, que ha creído siempre que no se le ha valorado todo lo que él se merece, pareció apaciguarse momentáneamente. Como era de esperar, continuó refunfuñando y protestando, pero lo hizo sólo porque sí, para poner de relieve su valentía y su independencia de criterio. Pero mis palabras habían subvertido ambas.
Las negociaciones con Aquis fueron tan fáciles y agradables como yo esperaba. Era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que la adhesión de mi pequeño pero bien adiestrado ejército fortalecería considerablemente su propia posición en la rivalidad que era endémica entre los reyes de Filistea, cuyas continuas disensiones fueron, junto con la protección del Señor, la salvación de los hijos de Israel. La fuerza y la continua superioridad militar de los filisteos eran suficientes —a pesar de las reformas que yo había introducido en el ejército de Saúl— para destruir por completo a los hijos de Israel y subyugar a nuestro pueblo, sobre todo ahora que Saúl ya no era lo que había sido; pero la incapacidad de los filisteos para mantener entre ellos la unidad y la armonía lo impidió; prueba, como he creído siempre, de la superioridad del Señor Dios de Israel sobre los ídolos que adoran los filisteos; porque, como he escrito: «Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas». En otros momentos he reconocido que la discordia entre nuestros enemigos, incluso los de nuestra misma raza, es una gran señal de la protección con que nos ampara el Señor de los Ejércitos.
Mi confianza estaba bien justificada. Se basaba, he de confesarlo, no sólo en la certeza de que la inteligencia de Aquis sería suficiente para permitirle darse cuenta del valor de las fuerzas que incorporé a su ejército, sino también de que yo era consciente de la admiración que me profesaba desde nuestro primer encuentro.
Me abrazó con verdadero afecto y declaró con sinceridad que estaba encantado de que me hubiera aliado con él. Es más, añadió que nada podía satisfacerle más que la confianza que yo había puesto en él.
—Hemos luchado encarnizadamente el uno contra el otro, David, y hemos aprendido en la batalla a apreciar el mutuo valor que nos anima. Que nosotros que fuimos los mayores enemigos seamos de ahora en adelante y para siempre los mejores amigos.
Naturalmente yo asentí y le dije que su generosidad me llenaba el corazón de gozo.
Dio una gran fiesta de bienvenida y él se embriagó sentimental y placenteramente; Joab estaba taciturno y borracho perdido, pero, aun en esas condiciones, siempre cauteloso y suspicaz. Yo bebí con moderación, como lo he hecho siempre, pero no permanecí tan sobrio como para permitir que mi superioridad resultara demasiado evidente para los demás. Por otro lado, lo mismo que Joab, aunque tal vez por razones más sutiles, permanecí en actitud vigilante. Sabía que había muchos cabecillas entre los filisteos que tenían razón para sentirse molestos por mi presencia, porque les había privado de hijos, hermanos o padres y, en algunas ocasiones, había raptado a sus hijas. Sabía también que había algunos que estaban celosos de Aquis y que no perderían la oportunidad de destronarle. Así pues, y hasta este punto, la hostilidad de Joab hacia los filisteos estaba justificada. Son traicioneros por naturaleza, no hay ninguno de sus dioses que les exija respeto a la verdad, como lo hace el Señor Dios de Israel; por esta razón no consideran vergonzoso faltar a su palabra y no comprenden el concepto de lealtad. Aquis era una rara excepción entre ellos y yo creo que su madre era una cautiva israelita procedente de mi propia tribu de Judá, que fue convertida en esclava y concubina del padre del rey.
No tardé mucho en darme cuenta de que se murmuraba contra nosotros. Me habían fallado mis cálculos en este aspecto, al no tener en cuenta el temperamento mezquino y egoísta de los filisteos. Pensé que no sería Aquis el único que reconocería el valor de mi presencia a la cabeza de un ejército de seiscientos hombres; pero el resentimiento les incapacitaba para reconocer algo así y pronto me di cuenta de que no sólo nosotros estábamos en cierto peligro, sino que la amistad que Aquis me profesaba podía volverse contra él. Los filisteos no le dan ninguna importancia al asesinato de un rey y es algo que cometen con frecuencia, por muy vil y abominable que nos parezca a nosotros los israelitas.
Por consiguiente hablé con Aquis y le sugerí que sería ventajoso para ambos si me asignaba un puesto independiente, preferiblemente en la frontera con los amalecitas (enemigos tanto de Israel como de Filistea), donde yo pudiera servirle de manera que molestara menos a su nobleza y capitanes.
Aquis, que era, como he dicho, tan inteligente como virtuoso, reaccionó inmediatamente a la fuerza de mi razonamiento. Me encomendó el mando de la pequeña ciudad de Siceleg, a una distancia de medio día de marcha de Gat, amenazada perpetuamente por los amalecitas y otras tribus enemigas que habitaban en la frontera meridional. Me propuse proteger a los habitantes de Siceleg organizando incursiones de castigo contra el enemigo que durante tantos años los había atormentado. Estas incursiones cumplían un doble propósito: mantener la supremacía bélica de mi pequeño ejército, y granjearme el afecto de los ciudadanos de Siceleg, a los que no sólo les quité el miedo, sino que también enriquecí gracias al botín de la guerra. Se entregaron pronto a mí incondicionalmente hasta tal punto que, cuando por fin me establecí como rey, primero de Judá y después de todo Israel, continuaron aceptándome como a su señor.
Como nunca fue mi intención que mi estancia entre los filisteos fuera larga y como siempre conservaba en la mente la convicción de ser el ungido del Señor, traté de limitar mis incursiones a los territorios de aquellas tribus que habían sido durante mucho tiempo enemigos tanto de los israelitas como de los filisteos. Si en alguna ocasión hice saber que organizaba también ataques contra las ciudades de Judá, fue simplemente porque consideré necesario hacerlo, para convencer a Aquis de mi absoluta lealtad y de que había cortado los vínculos que me ataban a mi propio pueblo.
Surgió una nueva crisis. Saúl, en uno de sus raros momentos de lucidez, había conseguido ciertos éxitos en las escaramuzas fronterizas con los filisteos, mientras que Jonatán había llevado a cabo una atrevida y lograda incursión contra algunas de sus ciudades del norte. Esto provocó a los filisteos y los incitó a dar de lado, temporalmente, a las peleas entre sus pequeños reinos y a unirse para formar un gran ejército que se comprometiera, según sus propias palabras, a «exterminar al viperino Saúl y a toda su descendencia».
Como es natural, Aquis me mandó llamar y me pidió que, como vasallo suyo que era, me uniera al ejército filisteo. Lo hizo sin vacilación alguna porque creía que mis conocidas incursiones contra Judá me habían separado totalmente de mi pueblo. Algunos de mis hombres, entre ellos el noble Asael, estaban consternados ante la perspectiva de tener que luchar contra sus compatriotas israelitas y en las filas de nuestros tradicionales enemigos. Pero Joab dio un puñetazo sobre la mesa y dijo:
—Esta es la oportunidad que hemos estado esperando. Extermina a Saúl y se cumplirá la promesa de Samuel. Bendito sea —añadió como por obligación— el nombre del Señor.
Yo comprendí a Joab. Cuando abandonó a Saúl para seguirme a mí, le desilusionó el lento crecimiento de nuestro ejército; había creído que entre los dos atraeríamos a muchos desertores; no contaba con que nuestra estancia en el desierto se prolongaría tanto y sería tan peligrosa. Se opuso a mi proposición de aliarnos con Aquis, en parte porque no le gustaban los filisteos y desconfiaba de ellos y, en parte, porque era una idea revolucionaria. Joab necesitaba siempre tiempo para adaptarse a nuevas ideas. Ahora, aunque no había superado la aversión que sentía por los filisteos, se había reconciliado con nuestra nueva situación. El odio a Saúl y a toda su familia —sin exceptuar a mi amado Jonatán— era tan cerval que yo pensé que habría aceptado de buen grado una alianza con Satanás si esta hubiera garantizado la destrucción de Saúl. Ahora veía que se aproximaba el momento que tanto había deseado; no se daba cuenta, en su entusiasmo, de las dificultades que eso entrañaba para mí. Naturalmente la derrota de Saúl y tal vez su muerte en el campo de batalla, dejaban vacante el trono de Israel. No obstante, yo no podía confiar en que todas las tribus me darían la bienvenida como al sucesor de Saúl, a pesar de que yo les había dicho que Samuel me había ungido con óleo, como al elegido del Señor, sabiendo como sabían que yo había luchado en el ejército filisteo contra Saúl e Israel. Era posible que Aquis me entronizara como un rey marioneta en Israel y que, una vez rey, podría liberarme gradualmente de los vínculos filisteos. Pero tampoco eso me parecía una solución afortunada y no era así como yo aspiraba a llegar a ser rey de Israel.
Le supliqué día y noche al Señor que guiara mis pasos por el sendero de la rectitud y que me permitiera cumplir la promesa que le había hecho a él por mediación de Samuel. Alivié los temores e incertidumbres de mis hombres aconsejándoles que pusieran su confianza en el Dios de los Ejércitos, cuyos pensamientos ningún hombre puede conocer, pero cuyo propósito estaba ya determinado. Él era quien guiaba nuestros pasos. Les recordé las tribulaciones de nuestros antepasados cuando estuvieron vagando cuarenta años por el desierto después de la huida de Egipto. Le dije también a Aquis que, como vasallo suyo y perfectamente consciente de la deuda de gratitud que con él tenía, llevaría a cabo de buen grado y con lealtad cualquier misión que se me encomendara, pero que, no obstante, no estaba tan seguro de que a todos sus compatriotas les gustara verme marchar con ellos en contra de mi propio pueblo. Añadí que él no tenía razón para dudar de mi lealtad, pero otros podían pensar de otra manera.
—Te menciono esto, mi querido Aquis, sólo a modo de advertencia y en beneficio tuyo. No querría que mi presencia en tu ejército perjudicara tus relaciones con los otros reyes de Filistea o que hasta les hiciera perder la absoluta confianza que tienen en ti.
—David —contestó, abrazándome—, como siempre, hablas como un hombre de honor. Pero mi confianza en ti es absoluta y convenceré a mis compañeros en el mando de mi ejército de que está bien fundada.
Naturalmente me manifesté encantado por la confianza que mostraba; pero, al mismo tiempo, esperaba haber sembrado alguna duda en su noble mente.
Las cosas ocurrieron como yo le había advertido. Cuando los otros reyes filisteos oyeron que yo iba en sus filas y que Aquis tenía incluso la intención de encomendarme el mando del ala derecha del ejército, montaron en cólera. «David ha engañado a Aquis —decían—. David ha hechizado a Aquis; David ha seducido a Aquis; David es el enemigo de Filistea; el enfado entre Saúl y David es pura simulación; David sigue al servicio de Saúl que lo envía a meterse en las filas filisteas para desertar cuando la batalla esté en su momento más álgido; a David se le debe dar muerte como a un espía; si Aquis no accede a ello, nos negaremos a iniciar la marcha mientras David y sus hombres continúen en el ejército».
Aquis me contó todo esto. Estaba tan furioso como avergonzado.
—No me podía imaginar cómo hasta el rey de Ascalón, que es tan detestable como estúpido, ha podido caer tan bajo como para acusarme de las abominaciones que me atribuye. Nunca se lo perdonaré, aunque es primo mío, y un día caerá mi venganza sobre su cabeza. Pero ahora, David, con gran vergüenza por mi parte, me veo forzado a pedirte que te retires y retires a tus soldados del ejército y que te vayas a Siceleg donde has tenido tanto éxito en proteger la frontera meridional, donde has convencido, creo yo, a cualquiera, por obcecado que sea, de tu valor y lealtad. Perdóname, David, por pedirte esto. Puedes estar seguro de que esta petición no indica duda alguna por mi parte en lo que concierne a tu absoluta lealtad hacia mí, y tu innato valor.
Fueron unas palabras nobles y yo no tuve dificultad en responder de una manera adecuada. Pestañeé varias veces para que brotaran lágrimas de mis ojos, aunque supongo que Aquis creyó que estaba tratando de contenerlas.
Lo abracé y le di las gracias con voz temblorosa por la confianza que había depositado en mí y le aseguré que recordaría su noble comportamiento hasta el día de mi muerte. Como ciertamente lo he hecho.
Es más, logré disimular una sonrisa hasta que llegó el momento de la separación.