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¿Es que sabía yo desde el principio que Betsabé sería la última mujer a la que entregaría mi ser, la última que se apoderaría plenamente de mí, y por eso le hacía el amor con una intensidad que no había experimentado hasta entonces? Los amores de la juventud tienen su propio ardor porque son viajes de exploración; pero en los amores de madurez hay también un elemento de recuerdo y una conciencia de que la carroza del tiempo corre hacia el negro abrazo de la noche. He hablado de entrega, pero hubo también conquista, dado que su deseo, tan imperioso que la dejaba sin aliento, le imponía una absoluta sumisión a mis exigencias. Además conocía, no sé si por naturaleza, todas las artes, todos los refinamientos, todos los recursos por los cuales el placer se intensifica y se prolonga. Indudablemente tenía que haber sido por naturaleza, porque era categórica en afirmar, cuando yo le preguntaba por su esposo, que Urías carecía de habilidad en el arte del amor, y la acostumbraba, según dijo, a cubrirla con la violenta acometida del toro, no importándole si le proporcionaba placer o no. ¡Placer!: una palabra débil e inexpresiva para describir lo que juntos experimentábamos. Betsabé poseía el ardor de mi desenfrenada y apenas domesticada Maaca, y una imaginación y destreza que yo sólo había tenido ocasión de conocer con una cortesana filistea.

Una mañana se despertó en mis brazos y yo noté la impaciente pasión de una carne aún medio dormida, apretada contra la mía. Pensé en cómo Micol había mantenido siempre una parte, tal vez la parte más esencial de sí misma, apartada de mí, negándome esa apasionada sumisión que, al incitar la propia entrega del amante, hace del hombre y de la mujer una sola carne, un solo ser, cada uno de ellos, al mismo tiempo, conquistador y conquistado.

En aquel momento me pregunté cómo había podido creer que amaba verdaderamente a Micol; un verdadero amor indica un conocimiento perfecto, y ella no me lo había permitido.

Betsabé se despertó con una mirada extraña, por un momento distante y hasta peligrosa en sus ojos brillantes; pero aquella mirada desapareció como si hubiera estado dirigida a otro que compartiera su lecho, pero a otro del que no iba a recibir satisfacción, con el que nunca conocería el arrobamiento, pero cuyas insinuaciones amorosas recibiría como un deber y, por tanto, con indiferencia. Entonces sonrió, con esa media sonrisa suya en la comisura de los labios reflejándose en sus ojos; una sonrisa que era incitante, lasciva, sensual, voluptuosa, una sonrisa que me arrastraba hacia ella y dentro de ella, desbaratando totalmente la distinción entre sexo y ser, pero al mismo tiempo poniendo de relieve mi percepción de ambos conceptos. Tomó lo que yo le ofrecía, lo que yo le hacía a ella, lo que yo hacía con ella, como si todos los actos que creamos juntos fueran un solo acto, una perenne celebración de la unión de hombre y mujer, cuerpo y alma, tiempo pasado y tiempo presente.

Hicimos el amor cuando alboreaba en la ciudad. El sol bañó nuestro lecho con sus rayos de vida.

Había peligro en sus frecuentes visitas a palacio, porque la ley de Moisés es dura y el adulterio se castiga con la muerte.

Cuando pensaba en Urías, sollozaba, pero sollozaba con enojo, no con piedad; maldecía a Ajitofel que la había obligado a casarse con él y hacer de su amor por mí un pecado contra la ley; de sobras sabíamos que ni siquiera el rey puede infringir la ley y que, si Urías decidía denunciarla, ni mi protección, ni mi autoridad podrían salvarle la vida. Ella lo reconocía, porque era tan inteligente como hermosa, y sabía que los sacerdotes tienen más poder que los reyes. La conciencia de nuestro pecado y del peligro que ella corría era como una nube de tormenta que se levantaba detrás de adustas montañas en la brillante mañana de nuestro amor.

Así que inicié la costumbre de salir del palacio al anochecer y encaminarme, disfrazado, a casa de Betsabé. Su antigua nodriza, en cuya fidelidad confiaba, era la única persona que compartía el secreto y lo suficientemente discreta para respetar mi anonimato y no dar la impresión de que reconocía al rey, aunque, naturalmente, yo sabía que mi disfraz no la engañaba.

A Betsabé le encantaba oírme hablar de mis hazañas, de las guerras y batallas en las que había tomado parte, de la cólera de Saúl y del amor de Jonatán. Sólo a ella le confesé la antipatía que sentía por Joab y ella me correspondió precaviéndome contra su abuelo, Ajitofel.

—Créeme, amor mío, la envidia lo corroe. Aunque tú has hecho de él un gran hombre en Israel, él se cree que debe ser aún más grande, y como es reservado y falso por naturaleza, tu valor y virtud son para él como una reprimenda. Me obligó a casarme para granjearse la lealtad de Urías, consiguiendo que Urías le informe de todo lo que pasa en el ejército, de todos los rumores que oye, de todas las malquerencias que surgen; Ajitofel usa a Urías para atraerse a los jóvenes oficiales, y para que crean que le deben lealtad a él y no a ti, el rey.

Una noche todo se le iba en sollozos y cuando la apreté contra mí, me dijo:

—Urías es un hombre cruel y violento, tengo miedo de que, cuando descubra nuestro amor…

Su voz se fue apagando lentamente.

—¿Es que crees que yo no te voy a proteger?

—¿Contra la Ley?

—Contra la Ley.

Pero yo sabía que no me creía ni confiaba en mi poder. La cogí en mis brazos para demostrar una vez más la fuerza de mi amor y reposó en ellos durante unos instantes, temblando como si fuera a privarme de poseerla. Cuando exploré detalladamente todo su cuerpo, cesó el temblor y se me entregó con un abandono tan total que conocí las profundidades de su temor y su ansiedad.

—Urías nunca ha hecho uso de mí como se hace uso de verdad de una mujer —murmuró—. Nunca experimenté placer hasta… de nuevo, una vez más, llévame a la montaña de la mirra, a la colina del incienso, ¡oh, amado mío!, pon tu mano en el agujero de la puerta y yo la abriré para que entres…

—Amor mío, Betsabé, mi secreto jardín de deleites… ¡cuánto más dulce es tu amor que el vino y el aroma de tu cuerpo que todas las especias!

(¿Por qué me atormento ahora con estos recuerdos, entregando al papel pensamientos en forma de palabras entrecortadas, versos sueltos de cantares, cuya música celestial ningún instrumento terreno puede tocar? Pensando en Betsabé, la transformo en Micol, que nunca me hizo sentir libre en la posesión de su ser, y entonces mando venir a Abisag para que me alivie con sus labios de cereza, me saque de mi angustia, y me permita deleitarme con el conocimiento de su avergonzada sumisión…)

Fue entonces cuando me dijo que estaba encinta.

En la mezcla de su alegría y su terror, su belleza temblaba al reflejarse en mis ojos. En sus sienes relucían las gotas de rocío, sus labios se movían estremecidos como hojas agitadas por el viento.

—Urías me llevará a la fuerza a juicio —sollozó— y el rey no puede confesar su pecado ante todo el pueblo. Mi nodriza Sara me quitará el hijo —dijo.

Yo no la entendí al principio. Pensé: «Eso no servirá de nada, Betsabé no podrá disimular su estado a los ojos del mundo, ni ocultar su conocimiento a Urías o Ajitofel». Yo temía —sí, lo temía— que Ajitofel encontrara en mi amor la manera de destruirme.

Y de repente me di cuenta de lo que quería decir, y exclamé:

—No. La vida de la criatura es un don del Señor.

Al día siguiente le dije:

—Haré venir a Urías del frente de batalla. Algún pretexto encontraré para no infundir sospecha a nadie. Mandaré que vaya a verte. Déjale que te haga el amor. Él creerá por tanto que el niño es suyo y esto lo solucionará todo.

Me dirigió una mirada de reproche.

—Si me amaras, no me pedirías que dejara a otro hombre yacer conmigo en mi lecho.

—Ese hombre es tu marido.

—Quiero decir precisamente mi marido. Si me amaras, no me pedirías que yaciera en el mismo lecho con mi marido, que nunca ha sido un verdadero marido para mí.

—Precisamente porque te amo y me preocupo por ti es por lo que te pido hacer esto.

Durante un largo tiempo se resistió, reacia a enfrentarse con la realidad, como les ocurre a las mujeres.

—Si me amaras —dijo una vez más—, lo abandonarías todo por mí, le dejarías el trono a tu hijo Amnón y me llevarías contigo. Yo viviría feliz contigo en el desierto.

Sabía que estaba mintiendo. Sabía también que ella no sabía que estaba mintiendo, en todo caso se estaba engañando a sí misma.

—No te enfades conmigo, amado mío. Soy débil y tengo miedo, pero no puedo hacer lo que me pides. No puedo entregarme a ese hombre. Prefiero morir.

Yo apreté su cabeza contra mi pecho y le puse la lengua en la oreja y le susurré dulces y tiernas palabras de amor. Ella exclamó:

—Estoy harta de amor. El amor me ha hecho y el amor también me deshace. ¿Por qué, amado mío, me contemplaste en la azotea? ¿Por qué viniste a mí como un joven venado, para hacerme danzar sobre las montañas una danza que terminaría destruyéndome? Yo no vivía hasta que tú me acariciaste.

Yo la engatusé, traté de persuadirla, pero todo fue en vano. La tomé en mis brazos y ella gimió: «¡Oh, Dios, déjame morir de amor!», y yo pasé mi lengua por sus mejillas y gusté el sabor salino de sus lágrimas.

Pero al rayar el alba, se compuso el rostro, miró al sol naciente y dijo que haría lo que yo quisiera.

—Pero lo hago —añadió— por ti, para que no tengas que arrastrar la vergüenza en presencia de todo tu pueblo, porque si fuera por mí, preferiría la muerte.

Me atrajo hacia sí, exigiendo amor, como si no hubiera un mañana, como si yaciéramos en un jardín que abarcara el mundo entero.