15

Abner había demostrado su sinceridad. Me devolvió a Micol, que regresó a mi lecho y a mi casa, y naturalmente asumió el lugar de preferencia entre mis otras esposas. Por consiguiente, yo, a mi vez, fijé la fecha y el lugar donde encontrarme con Abner para deliberar sobre cómo él podría poner todo Israel bajo mi autoridad y mi gobierno. Para facilitar las cosas y por la hostilidad que Joab sentía por Abner, envié a Joab a sofocar unos disturbios que habían surgido en la frontera con los filisteos, misión para la cual estaba óptimamente preparado. La enemistad de Joab, cada día más agudizada, sospechaba yo, se debía al temor a que Abner, por sus muchas cualidades, su carácter y los servicios que estaba a punto de prestarme, le suplantara rápidamente y ocupara el segundo lugar en mi ejército y en mi administración.

Mis negociaciones con Abner no pudieron resultar mejor de lo que resultaron. Confesó que había cometido un error después de la batalla de Gelboé, al promover la causa de Isbaal. Pero, añadió:

—Le había prometido a Saúl, en el colmo de su desesperación, que no traicionaría a su casa y por ello me pareció que no tenía otra opción. Si me hubiera sentido libre para volverme hacia ti, David, lo habría hecho, porque como tú bien sabes, he admirado siempre tus cualidades y tu carácter. No dejé nunca de lamentar el odio que Saúl concibió contra ti, un odio que ocupaba un lugar preponderante en mis consideraciones. Además he de admitir que a muchos de los grandes hombres de Israel que perdieron sus padres, sus hijos y otros parientes en el monte Gelboé, se les precavió en tu contra debido a tu asociación con los filisteos. Decían: «Si David no se hubiera aliado con Aquis, aunque él no tomara parte en aquella terrible batalla, el ejército de los filisteos no habría sido tan poderoso. Porque habrían tenido que sacar de él soldados para las tareas que los hombres de David estaban llevando a cabo en su favor y, por consiguiente, podríamos haber ganado la batalla». Me temo, David —continuó Abner—, que quizá no te dieras cuenta del daño que tu asociación con los filisteos podía hacerte y te ha hecho.

—¿Y qué otra alternativa tenía? —repliqué yo—. ¿No fue Saúl quien me obligó a refugiarme en el desierto donde hubiera muerto de hambre como una bestia salvaje de no haberme dirigido a Aquis?

Abner me puso la mano en la rodilla.

—No pongo en duda tu capacidad de juzgar lo que en aquellos momentos era necesario. No sé lo que yo hubiera hecho de estar en tu lugar. Créeme, te compadezco de todo corazón y si supieras cuántas veces he intentado convencer a Saúl de que cejara en su hostilidad hacia ti… —dijo y levantó las manos en un gesto desesperado—. Sería más fácil contar las hojas de un árbol o los granos de arena del desierto que precisar el número de ocasiones en que Jonatán y yo hablamos de ti. Pero fue esa maldita visita de Samuel a la casa de tu padre en Belén, el tema al que, por razones que tú no puedes por menos de comprender, Saúl se refería una y otra vez. Era como una espina de pescado que se le hubiera atravesado en la garganta. Por lo tanto no podíamos conseguir nada. Porque nada prevalecía al odio y al temor que sentía Saúl por Samuel, y, por supuesto, a tu relación con el profeta.

Bebió un sorbo de vino.

—David —dijo—, estoy simplemente tratando de explicarte por qué, aunque no le hubiera jurado a Saúl que defendería su casa, y en esa promesa Saúl leyó un compromiso, por mi parte, de desafiar el recuerdo y la herencia de Samuel, aunque no lo hubiera hecho, repito, no podría haber hablado en tu favor en Israel, después del desastre del monte Gelboé. Los sentimientos contra ti eran intensos y apasionados, no porque los soldados recordaran la forma en que Saúl te perseguía y les pareciera bien esa persecución, sino porque te aliaste con Aquis. Si yo lo hubiera hecho, habría debilitado e incluso destruido mi propia posición y la influencia que pudiera poseer.

—Pero ahora las cosas son diferentes, ¿o no?

—Ciertamente. He discutido todo esto detenidamente con Ajitofel, que siente gran afecto por ti, como tú sabes, y a quien he alentado en su correspondencia contigo, de la que me tuvieron informado mis agentes desde hace mucho. En primer lugar, ha transcurrido ya tiempo y el recuerdo de tu alianza con Aquis se ha desvanecido. Los soldados están más dispuestos a perdonarte. «Tal vez David no tuviera otra opción», dicen. En todo caso, la manera en que se ha comportado desde entonces demuestra que no es amigo de los filisteos. En segundo lugar, la brutal estupidez de Isbaal ha indignado a todos, y ha empañado la memoria de Saúl. Los soldados dicen que no cabe duda de que Saúl fue grande y valeroso en su juventud, pero que su carácter se ha destrozado con el paso de los años y el disfrute prolongado del poder. Isbaal no se puede comparar a Saúl en los años de su gloriosa juventud, pero también él da ya señales de enajenación mental. El hecho es que cada día que pasa irrita más al pueblo. Mientras tanto llegan noticias de que en Hebrón David gobierna con paciencia y equidad. Después hablan de Samuel…

—Sí —dije— y ¿qué dicen de Samuel?

—Que salió de su boca la palabra del Señor. Que la conducta de Isbaal es manifestación de la sabiduría de Samuel al interpretar el rechazo de la casa de Saúl por parte del Señor. Que tal vez los hombres digan la verdad cuando alegan que Saúl reconoció a David como el hombre que fue en verdad el elegido del Señor, y como tal lo ungió con óleo sagrado.

—Así que al fin —dije yo— ha llegado el momento…

—Así es. Déjalo en mis manos, David.

—De buen grado —repliqué yo y lo abracé.

Así es como se arregló todo. Abner volvería al norte y pondría en práctica sus poderes de persuasión con los principales dignatarios del reino y con las tribus, para que accedieran a rechazar a Isbaal, como el Señor había ordenado a Samuel que rechazara a Saúl, y volvieran sus ojos hacia mí, como el verdadero ungido del verdadero Señor. Siete años de paciencia, diplomacia y circunspección tendrían así su recompensa. Yo colmaría mi ambición y se manifestaría y glorificaría la palabra del Señor.

Pero ¡ay!, aunque siempre he tenido fe en el Señor, he aprendido también que el azar puede desbaratar el más sabio y virtuoso de los planes. El azar, que puedo también llamar contingencia, desempeña un papel en los asuntos de los hombres tan dramático como inexplicable. Vean si no.

Ocurrió que Joab despachó sus asuntos en la frontera con la eficiencia que yo esperaba, pero con un entusiasmo que yo no había previsto. Regresó a Hebrón cuando salía Abner. No llegó a mis oídos la noticia de su vuelta, porque yo estaba ocupado con Maaca, a la que había hecho volver secretamente y alojado en un palacete construido dentro de la muralla oriental de Hebrón. Hice esto porque me había dado cuenta de que Micol, a pesar del amor que yo le profesaba y de la pasión que ella despertaba en mí, no era capaz de ofrecerme o no deseaba ofrecerme, no sé por qué esas reservas suyas acrecentadas por los malos tratos de Saúl, la excitación sexual y el gozo absoluto del amor que Maaca me proporcionaba con la pasión ardiente y animal, por llamarla así, que sentía por mi persona.

Estaba yo en el lecho con Maaca cuando un deseo apasionado e irresistible se apoderó de mí, de modo que ella me tenía entre sus brazos. En ese momento Joab regresó y se encontró con Abner en la puerta septentrional de la ciudad.

Cada uno de ellos, según se me informó más tarde, manifestó sorpresa al ver al otro. La sorpresa fue sincera por parte de Abner, pero se ha sabido que era muy probable que Joab, que tenía espías (como yo sospechaba) hasta entre los sirvientes más leales de mi casa, se hubiera enterado de la misión de Abner y por ello se hubiera apresurado a interceptarla. Sin embargo ambos fingieron alegría al verse. Se acercaron los rostros y se abrazaron. Joab sugirió que para sellar su reconciliación y hablar tal vez de otros asuntos, se retiraran a una taberna vecina y bebieran un trago de vino como prueba de la antigua amistad y de las buenas relaciones futuras. Abner, noble y generoso como siempre, accedió.

Nunca se sabrá con certeza lo que pasó al principio, ni de qué hablaron en la pequeña habitación de aquella oscura taberna. Es posible que tampoco hubiera ninguna pelea; pero antes de que el sol tiñera de rojo sangre el horizonte y proyectara la sombra de Joab, apareció este con una daga en la mano y le gritó a Abisaí que al fin había podido vengar la muerte de su hermano Asael. Los soldados de Joab, como si estuvieran preparados, cayeron sobre el reducido destacamento de Abner, a unos los mataron, se apoderaron de otros, y a estos les ataron las muñecas y los llevaron prisioneros a un puesto militar custodiado por la guardia de Joab.

Cuando se me comunicó la noticia, prorrumpí en sollozos, me rasgué las vestiduras y llamé a Joab a mi presencia.

Permaneció de pie, impasible, hosco y en actitud de reproche.

—David —me dijo—, ¿qué tipo de hombre eres? Has sabido durante muchos años que Abner era tu enemigo, a pesar de sus declaraciones de amistad. Sabías que sin su ayuda Isbaal no habría sido nunca coronado rey de Israel y que tú serías rey y yo el segundo en tu reino, como lo soy en Hebrón. Sabías que fue el asesino de mi hermano Asael, tu sobrino, al que tú también amabas. Y sin embargo, me mandas a la frontera con un pretexto cualquiera, para que lleve a cabo una misión que podría hacer un mero sargento y, de esa manera, bien organizada mi ausencia, invitas aquí a nuestro enemigo, haces tratos con él y le otorgas una gran importancia. David, ningún hombre te ha servido más lealmente que yo y mis hermanos, los hijos de Sarvia. Desertamos del servicio de Saúl en el que habíamos ganado honores, y lo hicimos por ti; corrimos riesgo de muerte y deshonra también por ti; nos lo jugamos todo por ti; ¿y con qué has recompensado nuestra lealtad? Has escogido a Abner, el enemigo de nuestra casa, y tu propio enemigo, el preferido de Saúl, el que después puso a Isbaal en el trono en tu lugar, y tú lo has elegido y no a nosotros, tus más leales servidores. David, hay en ti cierta perversión que te hace amar a tus enemigos y despreciar a tus amigos. Me di cuenta de ello desde el principio cuando te puse en el camino de la gloria al facilitarte el acceso a Saúl y, sin embargo, nunca me lo agradeciste, en todo momento me diste la espalda y te arrimaste a Jonatán, el hijo del rey, con quien compartiste el lecho mientras yo me quedaba fuera, en la oscuridad, reconcomiéndome. Y para colmo, ahora que he asesinado a Abner, el enemigo de nuestra casa y el asesino de mi amado hermano, ahora que lo he matado en lucha justa que surgió de repente, como las tempestades que rompen sobre las montañas de Judá, me llenas de reproches y lloras su pérdida. David, todo esto es impropio de un hombre e indigno de ti. Reflexiona sobre esto, sólo esto: ¿qué ha hecho Abner por ti y que ha hecho Joab? Pon en la balanza estas dos preguntas y mira cuál de los dos platillos se inclina por debajo del fiel…

La sinceridad y pureza de su rabia contenida me conmovieron, como Joab no me había conmovido jamás. Lo cogí del brazo, lo saqué del aposento y lo llevé a la terraza. Caía la noche… las primeras estrellas y una luna incipiente aparecían sobre las cumbres de las montañas de Judá, de las que él había hablado. A nuestros pies, en la ciudad, rebuznaban los burros y las muchachas sacaban agua de los pozos.

Joab —le contesté y puse en mi voz toda la tierna dulzura con la que solía encandilar a las jóvenes de Belén cuando les cantaba, en aquellos días de mi juventud—, Joab, si he sido injusto contigo, perdóname. Aunque no lo haya sido, pero si tú crees que lo he sido, perdóname. Conozco y valoro tu lealtad hacia mí y conozco y valoro tus servicios más de lo que las palabras pueden expresar. Yo también amaba a Asael. Yo también lo lloro y lamento aún su muerte. Pero un rey no es solamente un hombre. Un rey no puede permitirse el lujo de sentir solamente como un hombre siente. Me llegaron rumores de que había desafección en el norte. Tú mismo censuraste en una ocasión anterior mi decisión de esperar, tu voluntad era que me pusiera en marcha, que me apoderara del trono, que mandara al exilio al desdichado Isbaal. Sin embargo, cuando defendí mi punto de vista, tuviste la elegancia de aceptarlo. —Hice una pausa y le puse mi brazo alrededor de los hombros—. Pero cuando llegó a mí el mencionado rumor, me vino directamente de Abner. Sí, tienes razón, pensé que era un acto políticamente acertado mandarte a lo que tú describes como una misión de sargento. Ahora lo lamento. Habría sido mejor que te hubiera contado lo que te estoy contando ahora. Si mi entrevista con Abner no hubiera ido bien, me temo que en tu justificado deseo de vengar la muerte de Asael, lo que ha ocurrido habría pasado igualmente. De haber sucedido todo como yo esperaba, era yo quien pensaba contártelo tan pronto como hubieras vuelto. Bien, he tratado de ser demasiado listo, demasiado cauteloso, y la culpa es mía. Lo siento Joab, lo siento de verdad.

Y lo cogí en mis brazos y sentí su húmeda mejilla contra la mía.

Tal vez os asombre, como les asombró a muchos, el que no castigara a Joab por el asesinato de Abner. Habría habido ventajas en hacerlo. Nada me hubiera exonerado más plenamente de la sospecha de complicidad a los ojos de las tribus del norte y el propio y extenso reino de Abner. Además la ley exige que se condene a muerte a un asesino, aunque acepto que haya diferentes interpretaciones cuando se trata de un asesinato por venganza.

Sin embargo, lo único que hice fue sugerir que se retirara por unos meses al tranquilo refugio de la casa de su padre en Belén.

Ciertamente el espontáneo desahogo de Joab me conmovió profundamente. Me di cuenta de que sus sentimientos eran más complicados y admirables de lo que yo hubiera creído, y su carácter más profundo, más complejo y más atractivo. Yo he sido siempre un hombre propenso al sentimentalismo, pero también a veces soy frío y calculador, capaz de proceder en contradicción con mi condición de hombre compasivo y humanitario. Es, supongo, lo que he oído llamar «el temperamento artístico».

Había otra razón que me desagrada confesar. Ocupado como estaba con la diplomacia y los asuntos de Estado, había llegado a descuidar la dirección cotidiana del ejército. Este menester se lo había dejado a Joab, al igual que el reclutamiento de las tropas. No podía por consiguiente estar seguro de si, en un momento de crisis, mis tropas me obedecerían a mí o a su jefe inmediato, Joab.

Honré la memoria de Abner con un magnífico funeral. La banda de mi guardia real tocó una marcha fúnebre que yo mismo había compuesto. Encabecé la comitiva vestido de saco, con los pies desnudos y ceniza en la cabeza. Junto a la tumba, alcé la voz y canté:

¿Ha muerto, Abner, la muerte del criminal?

No estaban atadas tus manos.

Ni encadenados tus pies.

Caíste como caen los malvados.

Entonces decreté un día de ayuno para toda la ciudad y cuando vino mi heraldo para incitarme a que tomara alimento (como se le había ordenado hacer, donde yo estaba sentado, en la plaza pública), hablé en voz alta y dije:

—¿No sabéis que ha caído hoy en Israel un gran capitán y un gran hombre, y queréis que el rey tome alimento? Preferiría que los buitres dejaran limpios, de puro roerlos, los huesos de Abner, que el que entrara alimento por mi boca en un día tan terrible como este. Bendito sea el Señor que ordena se haga duelo a un príncipe como Abner, un hombre de tal valor, tan sabio en el consejo, tan político en la acción. Vino aquí a hacer la paz, hablamos amistosamente y ahora nos ha sido arrebatado. Bendito sea el Señor Dios de los Ejércitos.

Así manifesté mi dolor y esas fueron las palabras que llegaron a todas las tribus del norte y a la familia de Abner en particular. Me llegaron rumores de que sus corazones rebosaban agradecimiento hacia mí por el duelo que había mostrado y el respeto que manifesté por el difunto capitán.

Pero no mencioné el nombre de su asesino, porque no vi razón para exacerbar más los sentimientos de animosidad. Si en cualquier ocasión los sacerdotes que anotan y registran estas ceremonias me atribuyen palabras pronunciadas o maldiciones dirigidas contra Joab y los hijos de Sarvia, es que los escribas mienten.

Pero conservé vivo en mi corazón el recuerdo de la acción de Joab.

Mi correspondencia con el sabio Ajitofel me aseguró que la opinión entre los hombres de más categoría del norte se iba inclinando, día tras día, en mi dirección, mientras que el desdichado Isbaal, consciente de que iba perdiendo estima y asaltado por temores indignos de un rey, se hundía progresivamente en el despreciable hábito de la bebida.

En nuestra última reunión yo le había preguntado a Abner si quedaba algún superviviente de la familia de Jonatán. Había solamente uno: el muchacho lisiado, Mefibaal, a quien había dejado caer su niñera en un momento de terror, y que ahora permanecía en la corte de su tío el rey como objeto de burla y escarnio.

Envié un recado por medio de Ajitofel de que el muchacho sería bien recibido en Hebrón. Hice esto, no sólo porque me agradaba poder pagar de esta manera, por inadecuada que fuera, la deuda que le debía a mi amado Jonatán, sino porque sabía que la noticia de un favor así mostrado al desdichado hijo del heroico hijo de Saúl me acarrearía respeto y honra entre los miembros de la tribu de Benjamín. Así que Ajitofel se encargó de encubrir la huida del muchacho de la casa de Isbaal y lo trajo a Hebrón, viajando de noche bajo la protección de una guardia de confianza.

Era un muchacho tímido, muy pálido, de rostro afilado y pequeña estatura para su edad; consciente evidentemente de su brazo paralítico y de su cojera, pero cuando sonreía, se transparentaba en su rostro la sombra de la sonrisa de Jonatán; también su cara recordaba a la de Jonatán en momentos de perplejidad. Le pedí que se acercara a mí y lo senté en mi regazo.

—Tu padre —le dije— fue mi mejor amigo, no tuve jamás otro que le hiciera sombra y por eso, en todos los días que me queden de vida, serás bienvenido aquí, como huésped de honor de la casa de David.

Le acaricié el pelo, le besé en los labios y lo bajé de mi regazo. Él me cogió la mano y me la cubrió de besos. Todos los que estaban alrededor aplaudieron y el muchacho se ruborizó.

—No tengas miedo —le dije—. Pronto perderás tu timidez.

Hubo sólo una persona a quien no le agradó que trajera a mi casa al muchacho: Micol, su tía.

—¿Por qué te complaces en humillarme así, David? Dices sin cesar que me amas más que a ninguna otra mujer, que soy la perla, el rubí de tus esposas; sin embargo me expones a este insulto público. Sabes que no puedo concebir, pero no por culpa mía sino por la voluntad del Señor o por la manera en que me trató mi padre. Como es natural, las demás mujeres de tu casa, algunas vulgares y ordinarias, hacen comentarios al respecto, aunque, naturalmente, no en mi presencia. Ahora has traído aquí a este tullido que todas saben es el hijo de mi hermano, y lo señalarán con el dedo para decir: «Si ella hubiera tenido un hijo, habría sido un monstruo como ese». ¿Sabes lo que estás haciendo, David? ¿Es el deseo de popularidad el que te anima? ¿Tienes en cuenta mis sentimientos?

—Pero el muchacho no es un tullido de nacimiento. Su niñera lo dejó caer al suelo cuando era un bebé. Esta es la razón por la que es como es. Y es el hijo de Jonatán.

—No me hables de Jonatán. Tú me lo robaste.

—¿Qué quieres decir?

—¡Vamos, David! Algunas veces pienso que eres el mismo pastorcillo que vi por primera vez cuando apestabas a ovejas y a cabras.