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Desde Guesur Absalón me envió cartas donde justificaba su conducta. Una y otra vez reiteró el profundo amor que me profesaba. Sus palabras me apenaban porque no podía leerlas sin ver su bello rostro, oír su voz suave, acariciadora y sonriente, y sentir su encantadora presencia. Lo echaba de menos, como un amante solloza por la ausencia de su amado que se ha ido de viaje y no sabe si volverá. Mi corazón me pedía que llamara a Absalón y lo trajera del destierro. Pero no lo hice. Era culpable del pecado de Caín y, hasta cuando leía sus cartas, la pálida sombra de la triste cara de Amnón parecía temblar ante mis ojos. Yo le pedí al Señor que me guiara por el buen camino.

Creo que Betsabé era de la opinión de que Absalón permaneciera en el destierro.

—El país —decía— parece más tranquilo sin él. Sé que lo amas con todo tu corazón, David, como es natural. Es posible que lo ames aún más porque es rebelde y díscolo, y hasta peligroso como un potro sin domar. Pero si tienes en cuenta la tranquilidad que ahora reina en Israel, estoy segura de que no se te escapará que la ausencia de Absalón contribuye a esa tranquilidad. La verdad es que estamos todos mejor sin él y sólo tu amor por el muchacho, ese amor que no es razonable, sino que tiene mucho de excesiva parcialidad, te ciega para no ver la verdad de los hechos.

Yo no tenía argumentos contra Betsabé, porque tenía una capacidad de convencimiento y una habilidad para llevarme a su terreno que eran demasiado fuertes para mí. No es bueno para un hombre depender de una mujer hasta el punto que yo dependía de Betsabé en aquellos años. Tomaba también una parte cada vez más activa en los asuntos del gobierno, con gran indignación de Joab, lo cual no me desagradaba del todo.

Israel estaba en paz. Los reyes vecinos se mostraban satisfechos de pagar tributo a mi grandeza y los tesoros que me enviaban los ponía yo aparte para llevar un día a cabo el propósito de construir una casa digna del Señor. Recluté arquitectos, escultores y artesanos en el arte de trabajar la madera y las piedras preciosas, de manera que la obra se realizara de la forma más espléndida y apropiada.

En aquellos años de paz yo me entregué con nuevo entusiasmo a la poesía y a la música. Inauguré una biblioteca donde se guardaban colecciones de versos, para que la posteridad se asombrara del trabajo que yo había realizado. Les encomendé a Josafat y a Senaja, escribas, el trabajo de recopilar una historia de los hijos de Israel, tarea que no se había intentado hasta entonces. Examiné el trabajo que habían hecho y tuve ocasión de reprenderlos por la manera en que hablaban de Samuel y de Saúl, y la rivalidad surgida entre ambos.

—Es natural que vosotros —les dije—, como sacerdotes, asumáis que Samuel tenía razón, pero, aunque yo le debo mucho, y aunque el rey Saúl me declaró enemigo de Israel y le habría gustado verme muerto, las cosas no fueron así. Saúl hizo todo lo que estaba en su mano conforme a su capacidad, y el odio que Samuel le tenía a Saúl se debía a la envidia por sus hazañas y no en ningún hecho censurable por parte de Saúl. Creedme, Saúl fue un gran hombre en Israel e hizo muchas cosas buenas hasta que perdió la razón. Os ruego que reviséis esos pasajes y hagáis justicia a estos dos hombres tan famosos.

Tengo la seguridad de que la posteridad opinará que mi consejo fue sabio.

Durante todo este tiempo eché muchísimo de menos a Absalón, y el placer que experimentaba en mi trabajo se veía nublado y empañado por su ausencia.

Para compensarlo, pasaba mucho tiempo con el hijo que le seguía en edad, Adonías, hijo de Agit, joven de fina belleza que murió al darle a luz. Adonías tenía mucho de la gracia y el encanto de Absalón, aunque las viejas decían que se parecía a mí cuando yo era joven. Pensé que si Absalón, con gran pesar mío, se había excluido de la sucesión por razón de la iniquidad que cometió, se podía preparar a Adonías en su lugar. (Pero no le dije nada de mi intención a Betsabé). Había otra razón para cultivar al muchacho: Jonadab me había informado de que Ajitofel estaba haciendo lo mismo. Es cierto que Adonías tendía a hablar impulsiva y a veces imprudentemente. En una ocasión, contó en mi presencia que Salomón era un asqueroso e hipócrita montoncito de inmundicia. Pero me hacía reír y eso hacía que me sintiera joven. Además, y tal vez sea esto lo más relevante, mostró gran aptitud para los asuntos bélicos, lo cual le granjeó hasta la admiración de Joab.

Sin embargo, no lo nombré mi sucesor porque seguía esperando el retorno de Absalón y porque no me sentí lo bastante fuerte como para soportar la furia con que yo sabía que Betsabé recibiría tal noticia.

Por añadidura, Betsabé podía todavía deleitarme más que cualquier otra mujer, cuando le apetecía hacerlo, y me sentía encadenado a ella por las cadenas de la piedad, el amor, el deseo y la culpabilidad.

Un día llegó una mujer solicitando con gran vehemencia que le concediera audiencia. Iba vestida de luto y se postró en tierra delante de mí.

—Soy una pobre mujer —gimió—, una pobre viuda. He tenido dos hijos, los dos eran muchachos buenos y apuestos. Aunque yo los amaba a ambos, ellos no se amaban mutuamente y se pelearon. El menor mató al mayor y, temiendo perder la vida, huyó. Yo le hice a su hermano solemnes honras fúnebres y guardé luto por él. Ahora el resto de mi familia, la familia de mi marido y la familia de la esposa de mi hijo muerto, me instan a que le suplique al rey que busque a mi hijo menor y ordene que se le dé muerte por asesinar a su hermano. ¡Oh, rey y señor!, mi hijo reconoce su delito y yo se lo confieso al rey, pero si lo matan no me quedará ningún hijo. Su hermano está muerto y no puede volver a mí; yo me siento desdichada sólo con pensar que puedo perder a mi otro hijo y no dejar así una huella de mi marido y mía sobre la faz de la tierra. Por lo tanto le suplico al rey que intervenga, que salve la vida de mi hijo y me lo devuelva.

No puedo garantizar el haber repetido con exactitud todas sus palabras, porque era locuaz y su dolor y su nerviosismo la hacían hablar atropelladamente; pero el sentido de las palabras estaba muy claro. Sentí el amor que tenía por su hijo y le prometí que haría todo lo que estuviera en mi mano para protegerlo.

Entonces, se echó hacia atrás el velo y exclamó:

—¡Oh, rey y señor!, os he engañado, no tengo hijos, pero tú sí los tienes y el más amado de ellos languidece en el destierro, exactamente como el hijo de mi historia. Al oírla, tú has juzgado bien y con sabiduría: ¿vas a hacerlo peor en el caso de tu amado hijo Absalón?

—¿No anda en todo esto la mano de Joab?, ¿no ha tenido él parte en la comedia que acabas de representar? —pregunté.

Porque sabía que Joab estaba celoso de la influencia de Betsabé y suponía que pensaba que el regreso de Absalón repercutiría ventajosamente sobre él. Sin embargo, como la mujer me había abierto mi propio corazón, no me enfadé con Joab. En cambio, sí mandé a buscarle y, dándole a saber que había descubierto su estratagema, sonreí y le pedí que hiciera venir a Absalón del destierro.

«El Señor conoce mis iniquidades —era el comienzo de un salmo que yo había cantado muy a menudo—. El Señor ve las profundidades de mi corazón…» Y así hasta el final. Es verdad y yo lo creo. Pero una cosa es caminar desnudo delante del Señor y otra es despojarse de las vestiduras a los ojos de los hombres. Y, sin embargo, si en estos últimos días de mi vida voy a contar toda la verdad acerca de mí, es precisamente lo que debo hacer ahora. Debo desnudarme y mostrar mi vergüenza.

(¡Oh, Abisag, ven desnuda como el alba y besa mis labios marchitos. Revíveme con tu dulce boca y tus hábiles manos para que, en esta antesala de la muerte, piense que soy…, no, sienta que soy, de nuevo, un hombre!)

Todo ser humano prefiere reconocer que ha hecho algo mal, que ha sido débil, y en este aspecto, al menos, no soy diferente de la mayoría. En obrar mal puede haber cierta grandeza: es al menos un acto, una expresión de la voluntad y, a menudo, el deseo de poder, ese manjar que devuelve la vitalidad y estimula el apetito de quien se alimenta de él. Pero la debilidad es una renuncia de la voluntad y es algo que se debe despreciar siempre. De eso es de lo que me tengo que acusar.

Betsabé vino a verme y parecía que llevaba la sonrisa grabada en sus labios, una sonrisa tan fría como la noche en el desierto.

—Así que Absalón va a regresar. Tu querido hijo, el asesino, va a ser recibido con júbilo. Pero a mí ni siquiera me has consultado esta decisión. ¿Está ahora en libertad de asesinar a Salomón o sólo a Adonías?

—Betsabé —repliqué—, te ruego…

Continuó ella en la misma tesitura, despedazándome como uno de esos perrillos que los granjeros tienen para matar ratas.

—Creí que me amabas —exclamó—. Has alardeado a menudo de tu amor por mí. Ahora veo cuál es su valor: meras palabras. Hacer lo que has hecho sin consultármelo, eso es lo que me duele —añadió—. Todo el mundo en la corte sabe que me he opuesto a la vuelta de Absalón. Cuando se me ha preguntado, no he dudado en manifestar mi opinión. Ahora me avergüenzas delante de todo el pueblo y me haces objeto de mofa.

Otras veces, cambiando la dirección de su ataque, decía:

—¿Crees que Absalón realmente te ama? ¿Cómo puede amarte cuando mató a Amnón, tu primogénito? ¿Es esa la manera en que un muchacho demuestra el amor que siente por su padre?

Cuando le acariciaba las mejillas y le tocaba los labios, como acostumbraba, o le ponía la mano sobre los pechos, ella se daba la vuelta y se apartaba de mí.

—No —exclamaba—, me conquistaste en otro tiempo con palabras dulces y ademanes amorosos, pero ahora me doy cuenta de que todo era falso. ¿Fue por esto por lo que me aparté de mi legítimo esposo, Urías, y por tu amor fomenté la censura y ofendí gravemente a mi abuelo Ajitofel? ¿Es por eso por lo que me recompensas ahora, avergonzándome? David —dijo entre sollozos—, David —hablaba con un gemido suave y prolongado—, David, si me amaras no me tratarías así. He sido una estúpida. Valoré en alto grado tu amor, era como la luz del sol en el verano de mi vida, y ahora veo que no era más que una forma de conseguirme, de demostrar tu poder o de someterme a tu monstruosa voluntad. Por ti he sufrido el desprecio de las mujeres, aguantando que me llamen puta, y lo he soportado porque creía que tú me amabas.

Y yo, a mi vez, pensé: «Pequé por ti. Asesiné a Urías por ti. Sufrí la enajenación del amor del Todopoderoso, también por ti. Y ahora…».

Pero no podía decirle eso. Betsabé era demasiado fuerte para mí. Yo me había enfrentado a Goliat y a Saúl, había machacado a los ejércitos de los filisteos, pero cuando Betsabé volvía su rostro hacia la pared y me rechazaba, mi voluntad desaparecía.

—Muy bien —contesté—. No cambiaré mi decisión de dejar a Absalón que vuelva. Es demasiado tarde para ello y originaría muchos descontentos. Pero no me verá el rostro. No le permitiré que entre en palacio y estará recluido en su propia casa en las afueras de la ciudad. ¿Estás ahora satisfecha?

Entonces se pegó a mis labios y se entregó a mí con las más dulces palabras; yo conocí de nuevo el placer, pero hasta en el momento culminante de mi pasión me desprecié a mí mismo, porque había dejado que mi esposa me dominara.