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Pasaron dos años sin que tuviéramos noticias de Samuel, pero yo sabía que Sama tenía razón en su interpretación de lo ocurrido. Durante esa época atravesé por muchos momentos de impaciencia, pero en general no me desagradaba la espera. Tenía esa edad en que el momento presente parece eterno. Disfrutaba a placer mi vida de cada día. Hubo guerras y rumores de guerras, pero esto no nos preocupaba. Cuando crecieron los pastos llevé los rebaños a las colinas. Día a día se iban fortaleciendo mi cuerpo y mi espíritu. Al atardecer cantaba, acompañado del arpa, la gloria del Señor y las maravillas del mundo que me rodeaba. Mis hermanos iban a la guerra y regresaban de ella, con historias de la grandeza de Saúl y de las hazañas de su hijo Jonatán y de Abner, primo de Saúl y comandante supremo, todos pertenecientes a la tribu de Benjamín. Mis hermanos parecían haber olvidado ya la visita de Samuel, aunque Eliab me llamaba en sus momentos de enfado «el niño del sacerdote». Como sabía que esto era ridículo, yo guardaba silencio. Sólo Sama me miraba de una manera distinta.
Y después llegaron otras noticias: que a Saúl le había atacado una extraña enfermedad que afectaba su mente que le tenía sumido en una profunda melancolía rayana en la desesperación. Cuando las gentes hablaban del estado del rey, recordaban que Samuel lo había maldecido, y decían que el Señor había privado a Saúl de su protección y que esta era la causa de su locura. En momentos así, Sama solía ponerme la mano sobre la cabeza para exhortarme a que guardara silencio. Pero yo no tenía ganas de hablar. Si teníamos razón y, efectivamente, el Señor me había elegido por mediación de Samuel, el propio Señor decidiría la manera en que manifestaría su elección a Israel.
En aquellos días yo tenía en gran estima mi castidad. Tenía la impresión de que me abandonaría cierto poder si sucumbía a las tentaciones que ahora considero normales. A menudo, me debatía con mis instintos en la oscuridad de la noche, imaginándome el placer que me proporcionarían; pero ni Raquel, la hija del jefe de nuestra tribu, una muchacha que contaba un año más que yo y que seguía todos mis movimientos por el patio con sus grandes ojos de gacela, en los que se reflejaba cierta admiración, podía tentarme a que rompiera la promesa que había hecho bajo la luz de las estrellas. En cambio, desahogaba los sentimientos de mi corazón en la poesía. La belleza y la melodía de mis canciones me ganaron fama y nuevos admiradores.
Al fin llegó el día en que me hicieron bajar otra vez de las colinas. Encontré a mi padre en compañía de un joven de tez morena, siete años mayor que yo. Era alto, delgado, con una barba negra y perfumada y una nariz larga y afilada.
—Apesta a oveja y a macho cabrío —dijo.
Su ojo izquierdo parecía extraviado y me miraba fijamente por encima de su larga nariz.
—Pero eso se puede remediar cuando lleguemos a Gueba.
—David —dijo mi padre—, este es Joab, hijo de tu hermana; ha venido para llevarte a presencia del rey porque Saúl está enfermo, turbado por un mal espíritu, y sus médicos opinan que en la música hallará consuelo. Ve a coger tu arpa, ponte en camino lo antes posible y no dejes de cabalgar incluso durante la noche.
Yo había oído hablar de Joab a mis hermanos. Su madre era hija de la primera esposa de mi padre y Joab era más o menos de la misma edad que ellos, más joven desde luego que el mayor, pero los había sobrepasado en fama a todos. Hablaban de él con envidia, pero sin lograr disimular su admiración.
—Es un gran honor el que te hayan escogido —dijo mi padre; pero yo notaba que estaba preocupado e inquieto.
—Yo soy el responsable de esta elección —dijo Joab—. Mi madre habla con frecuencia de las dotes musicales del muchacho. —Hizo un nudo con la nariz—. Este asunto es algo que ni conozco ni me importa. No obstante, cuando estaban buscando un músico, me acordé de lo que ella decía y mencioné su nombre. Estaré muy agradecido si el muchacho no me deja en mal lugar.
Mi padre había ordenado ya a los sirvientes que prepararan regalos para llevárselos al rey. Eran cosas del hogar: las mejores hogazas, un par de cabritos y un odre de vino de la cosecha del año anterior. Joab mostró su impaciencia por la tardanza, así que me apresuré a recoger mi arpa, envolviéndola primero en hojas de lirios salvajes para protegerla del frío de la noche y el calor del sol de la mañana. Tenía sentimientos encontrados. Por una parte me alegraba de que el mundo empezara a abrirse ante mí. Por otra, no creí nunca que entrara en él como un arpista.
Nos pusimos en camino sin abrir la boca, y nuestro silencio se mantuvo durante la primera fase del viaje. Yo era consciente de que el asno en que iba montado resultaba ridículo comparado con la mula de Joab. La larga nariz, cuya silueta se destacaba en el fondo oscuro de la noche, parecía acentuar todavía más mi inferioridad con respecto a él, que montaba una mula lozana. Pero a lo que me negué fue a sentirme sometido a él. Había una sensación de júbilo en el paso trotón de los cascos de las caballerías y en el tintineo de las armas de la escolta de Joab. La luna se elevaba redonda sobre las montañas, el aire se volvía frío a medida que caía la noche mientras nos abríamos camino a lo largo del escabroso sendero que bordeaba las colinas.
Al rayar el alba vimos la ciudad de Jerusalén al otro lado del valle. La ciudad, tal vez sea necesario decirlo, era todavía por aquel entonces el bastión de los jebuseos, una tribu que no había reconocido nunca la supremacía de Israel.
—¿Por qué toleramos que los enemigos del Señor ocupen un lugar tan prominente? —le pregunté a Joab.
—La ciudad está bien fortificada —me contestó—. ¿Cómo sugerirías tú, jovencito, que la conquistáramos?
Me molestó aquel tono despectivo, pero no estaba dispuesto a revelar mis sentimientos. Así que, simplemente, sonreí y dije, en el tono más afable de que fui capaz, que, por supuesto, vacilaría en expresar sugerencia alguna al no tener experiencia en asuntos como aquel, sabiendo perfectamente que nada de lo que dijera interesaría lo más mínimo a una persona que había logrado tantos éxitos como lo había hecho mi primo. (Era, de hecho, mi sobrino, pero me pareció más diplomático llamarlo primo). Eso sí: me interesaría enterarme de cómo pensaba él afrontar este problema, porque tenía deseos de aprender y no quería desperdiciar la oportunidad que este viaje tan imprevisto me ofrecía. Mientras hablaba, veía que Joab se iba relajando; siempre he notado que la adulación desmorona las defensas levantadas por el orgullo. Sabía esto por instinto y la experiencia estaba ahora confirmando ese instinto mío, porque Joab se lanzó a exponer un detallado análisis de los problemas militares que suscitaba mi pregunta y, para cuando terminó de hablar, estuve convencido de que yo había subido en la escala particular de su estimación. A la gente le gusta más, por lo general, expresar su opinión que escuchar la de los demás, y Joab no era una excepción. No hay nada que dé a los hombres una idea más elevada de la inteligencia de los demás que el que estos les hagan preguntas y muestren admiración aunque sea fingida. Cuando Joab terminó su exposición, que fue, he de reconocerlo, lúcida e interesante, había cambiado hasta tal punto la opinión que tenía de mí que hasta llegó a decirme que yo sería un buen soldado. Y la verdad es que yo no había dicho nada para convencerlo de tal cosa: lo único que hice fue dejarle hablar.