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Por fortuna, las honras fúnebres que mandé celebrar en honor de Abner, las noticias de mi cólera contra Joab y mi recibimiento al hijo de Jonatán lograron el efecto deseado. Casi a diario recibía emisarios del norte urgiéndome a que reuniera mis fuerzas y destronara al desgraciado Isbaal. Pero yo seguía haciéndome de rogar, esperando a que cayera del árbol la fruta ya madura. Por la noche me quedaba largos ratos de pie bajo la bóveda celeste, en la azotea de mi pequeño palacio, y miraba hacia el norte, contemplando cómo la luna se elevaba sobre las montañas, en medio de un silencio sólo roto por el ladrido de los perros y el aullido de los chacales del desierto. Le pedía a Dios que me enviara una señal.

Pero no apareció ninguna, ninguna que yo pudiera reconocer; así que esperé.

Mientras tanto, todos los informes que recibía indicaban que Isbaal iba perdiendo apoyo, como pierde el cántaro lleno de agua en las arenas del desierto.

Su fin fue repentino y brutal. Dos hombres rebeldes, Recab y Bana, hijos de Rimón de Berot, entraron en el palacio del rey con no sé qué pretexto, dirigieron sus pasos al aposento del rey y se lo encontraron allí acostado, borracho a consecuencia de la orgía de la noche anterior, aunque era ya mediodía. Lo apuñalaron con sus dagas, después lo decapitaron y escaparon del palacio. Los guardias, al parecer, permanecieron indolentes o indiferentes al cumplimiento de su deber. Los asesinos viajaron hacia el sur y se presentaron ante mí en Hebrón, sacando la cabeza de Isbaal, cubierta de sangre reseca, de la bolsa en que la llevaban. Me la enseñaron y sonrieron.

Uno de ellos dijo:

—David, contempla la cabeza de tu enemigo, el hijo de Saúl, que te persiguió para darte muerte. Israel es tuyo, señor.

Y el otro añadió:

—Era la voluntad del Señor. Hemos hecho lo que hemos hecho por órdenes del Señor de los Ejércitos que, por mediación de Samuel, te ungió con el óleo sagrado.

Sonreían al postrarse ante mí, esperando que yo les diera muestras de mi satisfacción y los recompensara. Pero yo me aparté horrorizado de estos hombres ávidos de sangre.

Seamos ahora francos, no obstante. ¿Por qué no? Soy demasiado viejo para mentir.

Por supuesto que me agradó el que alguien se hubiera deshecho de Isbaal, porque sabía que esto aseguraría que los principales hombres de todas las tribus de Israel me llamaran para ser rey, y por lo tanto ocuparía el trono sin necesidad de una guerra que habría enfrentado a israelitas contra israelitas. Así que en lo más profundo de mi corazón, estaba contento; y de sobras sabía que esta era ciertamente la señal del Señor que había estado esperando.

Sin embargo me sentía también muy mal, al percibir la mirada sibilina en los rostros de los asesinos mientras colocaban la cabeza de Isbaal a mis pies. También sabía que recompensar un regicidio suponía arriesgar mi propia posición en el futuro. Un Estado en el que la vida del rey no se considera como sacrosanta, no puede estar nunca seguro.

Así que les dije, hablando en voz muy alta para que todos los que estaban a nuestro alrededor pudieran oírme:

—Cuando, después de la batalla de Gelboé, un necio me trajo la cabeza de Saúl creyendo que eso me agradaría, ¿cómo lo recompensé? Ahora vosotros me traéis la cabeza de su hijo, también rey de Israel, y esperáis que yo os recompense por haber asesinado a un hombre que estaba acostado en su lecho. Tendréis, pues, la misma recompensa que le di al amalecita que me trajo el regalo de la cabeza de Saúl.

Llamé a mi guardia y ordené que arrestaran a los hombres y los juzgaran como se merecían. Ante mis propios ojos los guardias los cogieron, les cortaron las manos y los pies y los colgaron sobre la charca que hay en Hebrón, para advertencia de todos los demás.

Enterré la cabeza de Isbaal en el sepulcro que había construido para Abner. Si Abner hubiera vivido, nos habríamos deshecho de Isbaal de una manera más apropiada. A estos hombres habría sido suficiente sacarles los ojos y obligarles a vivir el resto de su vida bajo la tutela de los sacerdotes del Altísimo.

Con el asesinato de Isbaal mi herencia estaba segura, porque el castigo que impuse a sus asesinos convenció a todos los que eran todavía leales a la casa de Saúl de que no había tomado parte en su muerte, como así era en verdad.

Pocos se atrevieron a observar que los hijos de Rimón habían prestado anteriormente sus servicios en las fuerzas especiales que Joab había reclutado y entrenado como guardia de frontera.

De esta manera se cumplió la promesa que me había hecho el Señor, por boca de Samuel, y llegué a ser rey de todo Israel a los treinta años de edad, entre el regocijo general.

Decidí entonces iniciar un plan que había tenido en la mente durante años, desde aquella primera tarde, cuando viajando con Joab al palacio de Saúl para curar al rey de su locura, vimos las luces de Israel centelleando a través del valle. Tal vez recordéis que, entonces, le pregunté a Joab por qué permitíamos que los jebuseos tuvieran el control de una ciudad que, a mi parecer, había sido designada por la naturaleza y el Señor para ser la capital de Israel. Ese pensamiento se me vino a la mente muchas veces durante los años de lucha y ahora, cuando yo mismo me preguntaba dónde debía fijar mi residencia principal, volví otra vez el rostro a Jerusalén.

Sentiría marcharme de Hebrón, donde había vivido felizmente y donde se me había honrado durante siete años; pero Hebrón era no solamente el bastión de mi propia tribu de Judá, lo cual ya de por sí lo hacía lugar inadecuado para establecer en él mi residencia principal, si quería conservar la lealtad tan recientemente ganada de las tribus del norte; pero al estar situada también en el extremo meridional de la tierra de Israel, estaba mal ubicada si quería ejercer un gobierno eficaz sobre todo el país, especialmente teniendo en cuenta que las comunicaciones entre el norte y el sur estaban interceptadas porque los jebuseos poseían Jerusalén y el territorio que la circundaba.

Saúl había residido principalmente en Gelboé, donde había sido asesinado Isbaal, pero Gelboé era la ciudad de la tribu de Benjamín, y yo temía que si elegía Gelboé le sentara mal a Judá.

Silo había sido durante mucho tiempo el lugar sagrado de Israel; fue allí donde los sacerdotes habían guardado el Arca de la Alianza hasta aquel momento desdichado en que se apoderaron de ella los filisteos y se la llevaron a Gat. Fue en Silo donde Samuel sirvió al sumo sacerdote Helí, y este lugar se consideraba aún como un lugar sagrado. Pero desde que la saquearon los filisteos sus murallas no habían sido reconstruidas por completo y, en cualquier caso, aunque he considerado siempre prudente mostrar respeto a los sacerdotes, no quena hacer nada que pudiera traer a la memoria de los hombres los días en que Israel estaba gobernada por los jueces y el sumo sacerdote, más que por un rey.

Además, Silo estaba en el territorio de Efraín y, hasta cierto punto, se podía objetar lo mismo que respecto a Hebrón o a Gelboé. Yo estaba decidido a ser rey de todo Israel, a fusionar las doce tribus en una nación poderosa y coherente, y me daba cuenta de que, cuanto más me relacionaran con cualquiera de las tribus, más difícil de llevar a cabo sería este proyecto.

Por todas estas razones Jerusalén me parecía la ciudad ideal en donde establecer mi residencia. Anuncié, por consiguiente, que era la voluntad del Señor que Jerusalén cayera en manos de Israel, que fuera la capital y la ciudad de David.

Me pareció también una buena idea llevar a cabo algún acto al principio de mi reinado que mostrara a todas las tribus mi grandeza y las impresionara. Los reyes viven y prosperan según su autoridad y su poder; la autoridad depende de la estima; el poder, de la habilidad en inspirar temor. Yo no tenía ninguna duda de mi poder, pero buscaba la autoridad que una acción brillante, algo que llamara la atención de todos, pudiera granjearme; por consiguiente, a las pocas semanas de ser reconocido como rey de Israel, le di instrucciones a Joab para que preparara los planes para asaltar Jerusalén.

Vaciló al principio, aunque comprendió mis argumentos.

—Hay buenas razones —dijo, rascándose su larga nariz—, razones convincentes, David. Pero si fracasáramos… y podemos fracasar, porque Jerusalén está tan bien fortificada que los jebuseos tienen un proverbio que reza que los ciegos y los cojos son suficientes para su defensa, si fracasáramos, el duro golpe a tu autoridad y poder seria de esos de los cuales resulta difícil recuperarse.

—Bueno, Joab, tu consejo es tan prudente como suele serlo. Y ojalá te lo hubiera pedido antes, porque si lo hubiera hecho, me habrías convencido, y tú bien lo sabes, porque eres capaz de convencerme. Pero desgraciadamente, en un momento que reconozco fue precipitado, he anunciado ya que es la voluntad del Señor que conquistemos Jerusalén y que se la conozca con el nombre de la ciudad de David. En tales circunstancias, tú mismo comprenderás que es imposible echarse atrás.

Joab se volvió a rascar la nariz y asintió de mala gana. Naturalmente yo había anunciado mi intención públicamente, anticipándome a sus objeciones.

—Joab —hablé ahora con un tono más suave—, sé que has pensado seriamente en cómo se podría llevar a cabo esto, y recuerdo, desde aquellos años en que la contemplábamos juntos en la distancia, cómo tú sugeriste que la ciudad podría ser conquistada si dividías tu ejército y fingías que el asalto principal se hacía por el lado sur, para alejar a los defensores de las murallas del norte, que están peor defendidas por la naturaleza, y cuando se hubieran debilitado más esas defensas, iniciarías un ataque encarnizado con el cuerpo principal de tu ejército por aquel lado.

—Recuerdo que ese era precisamente mi plan —contestó Joab.

—Era tu plan —dije yo— y por consiguiente yo te confío la dirección del ataque, para que tengas el honor de ser el autor y el ejecutor. Recuerda solamente esto: cuando la ciudad haya sido conquistada, no quiero deshacerme de los jebuseos. Será útil tener una ciudad poblada por aquellos que nos lo deberán todo, incluso sus vidas, y que no tienen amigos en Israel, excepto el rey y su noble general.

Joab comprendió mi punto de vista. A él no se le habría ocurrido y, si lo hubiera dejado totalmente libre, habría permitido que sus soldados se entregaran a una orgía de sangre; pero cuando se le aclaró el asunto, comprendió muy bien la sabiduría de mi sugerencia.

En realidad yo no recordaba con claridad cuál era el plan que Joab sugirió en el curso de aquella lejana conversación. Pudo muy bien parecerse al que yo le estaba exponiendo ahora.

—El Señor de los Ejércitos te proteja —le dije.

Todo resultó como yo había calculado. La ciudad que se vanagloriaba de poseer tan inexpugnables defensas cayó en nuestras manos con muy pocas pérdidas por nuestra parte. Cuando los jebuseos oyeron decir que les perdonaríamos las vidas y respetaríamos sus propiedades, se quedaron atónitos y me recibieron más como a su salvador que como a su conquistador.

Así que conseguí mi capital e inmediatamente me puse a reorganizar el Estado. Al mismo tiempo, decidí construirme un palacio digno de un gran rey y, para este fin, empecé negociaciones con Hiram, rey de Tiro. En mi juventud me había impresionado lo que me pareció la superior civilización de los filisteos y sus grandes logros en el arte de la construcción. Pero durante el tiempo que pasé en la corte de mi amigo Aquis, me di cuenta de que los filisteos eran inferiores en este aspecto a los fenicios de Tiro y Sidón; hasta el propio Aquis me confesó que, orgulloso y todo como estaba de su propio pueblo, sus mejores edificios eran imitaciones de lo que habían logrado los fenicios en este campo.

Envié, por lo tanto a Ajitofel, el hombre de inteligencia más sutil que tenía a mi servicio, a la ciudad de Tiro, a proponer una alianza con el rey Hiram. Bien es verdad que muy poco era lo que yo podía ofrecerle a cambio de lo que esperaba recibir de él. Pero en una conversación con Ajitofel acordamos la manera en que nos podíamos granjear su amistad.

Los fenicios son un pueblo más aficionado al comercio que a las artes bélicas; como todos los que han prosperado y disfrutado de los placeres del lujo, temen a los hombres que viven con austeridad y que, no habiendo disfrutado nunca de comodidades, desprecian a quienes llevan una vida de confort y lujo. Ajitofel iba a darle la impresión al rey Hiram de que nosotros, los israelitas, éramos de esa calaña. Hasta tenía la misión de difamar mi carácter y de retratarme como a un hombre que había llegado al trono a fuerza de sangre, que se regocijaba haciendo la guerra y a quien un monarca prudente y pacífico le convendría más bien tener como aliado que como enemigo. Además Ajitofel le iba a decir: «Al este del Jordán hay tribus todavía más salvajes que las doce tribus de Israel, que David ha unido, formando con ellas una poderosa nación armada. Estas tribus al otro lado del Jordán tienen puestos los ojos en los despojos de Tiro y Sidón, pero entre ellos y tú está David, que desea tu amistad. Si se la otorgas, te servirá como baluarte y defensa segura contra las fieras y codiciosas tribus del desierto. Pero si se la niegas, David es propenso a la ira y será difícil para un hombre de paz como yo el controlarlo. Se inclinará a prestar oídos a sus hombres de guerra como Joab y Abisal, hijos de Sarvia, a colocarse a sí mismo a la cabeza de las salvajes tribus del desierto y mandar contra ti un poderoso ejército».

Hiram, que era un hombre inteligente, prefería la paz y la amistad a los seguros peligros y los inciertos resultados de la guerra. Por lo tanto accedió enseguida a firmar un tratado conmigo y, a cambio de la seguridad que yo le ofrecía, a proporcionarme los hábiles artesanos y los materiales que yo requería para realizar mi sueño de construirme un palacio, porque también yo deseaba rodearme de belleza plástica y de un esplendor igual al que podía lograr en las artes de la música y la poesía.

Así que pasé todo el año siguiente vigilando la construcción de mi palacio, feliz de que al crearlo, no sólo estaba llevando un nuevo esplendor a Israel, sino causando la impresión de ser un rey superior en gloria y magnificencia al pobre Saúl, que había vivido de manera tan sencilla, como ahora me doy cuenta. Me divertía pensar, conforme contemplaba día tras día la realización de mi sueño, lo mucho que me había impresionado el palacio de Saúl en los días de mi ignorante e inocente juventud.

Era mi deseo vivir en paz con mis vecinos, pero mis éxitos despertaron su envidia y su temor. Yo no recordaba haber tenido ninguna pelea con los filisteos y conservaba un cálido recuerdo de la cordialidad que Aquis me había demostrado. Pero Aquis había muerto y los nuevos reyes filisteos estaban consternados al ver cómo crecían mi poder y mi fama. Espoleados por esta causa, reunieron un gran ejército e invadieron el territorio de Israel. Tanto es así que me vi forzado a reanudar la vida militar que yo había dado por sentado que estaba definitivamente olvidada, para honor y gloria del Señor.

Alineé mis tropas en el valle de Refaím, al sur de Jerusalén, y esperé el ataque. Conforme los vi aproximarse, inicié la retirada por delante de ellos, aparentemente en dirección a la ciudad como si, desanimado al ver el conjunto de sus tropas, hubiera decidido refugiarme dentro de las murallas y aguantar allí el asedio. Pero, usando la tierra de nadie del pequeño valle, cambié la dirección de nuestra marcha, haciendo una maniobra para situar mis fuerzas a lo largo del flanco del enemigo, donde permanecimos escondidos en un bosque de morales.

Experimenté, a pesar de mi renuncia, cierto placer al encontrarme una vez más en el campo de batalla, compitiendo con el enemigo. Durante mi larga experiencia de guerrillas había aprendido a evaluar el terreno y a observar los humores y caprichos del tiempo. Sabía que en aquel valle se levantaba una pequeña brisa antes de la puesta del sol detrás de las colinas y que el zumbido del viento, al atravesar los morales, se parecía al ruido de la marcha de un poderoso ejército. Les dije a mis soldados que, antes de que se pusiera el sol, el Señor enviaría una fuerza invisible en nuestra ayuda, y que la señal para empezar el ataque contra los filisteos sería el ruido de sus pies en marcha. Estuvimos acampados a la sombra de los árboles durante las horas de intenso calor de la tarde; mientras tanto, yo no dejaba de observar al ejército de los filisteos avanzar en columna sobre la colina para descender después al valle que los llevaría a Jerusalén. Marchaban como hombres decididos a terminar una misión. La trompeta sonó solamente tres veces, como para alentarlos. Todo estaba en silencio. Era la puesta del sol. La columna pasó delante de nosotros, levantando una nube de polvo. Entonces, como yo había previsto, surgió la brisa de que acabo de hablar. Agitó los árboles y las hojas levantaron un murmullo al rozarse unas con otras.

«El Señor de los Ejércitos ha venido en nuestra ayuda», grité, y caímos sobre el flanco de los filisteos. La sorpresa fue total. No tuvieron tiempo de alinearse en orden de batalla. Los dispersamos como a hojas que lleva el viento. Huían ante nuestros ojos presas de pánico y confusión. La persecución duró hasta la salida de la luna; este fue el final del ejército de Filistea.

Libré otras batallas contra Edom y Moab y siempre salí triunfador, pero esta victoria sobre los filisteos en el valle de Refaím fue la más gloriosa de mi carrera. Los filisteos habían oprimido a Israel durante muchas generaciones, desde los días de los jueces. El poderoso Sansón había luchado contra ellos. Habían sometido y asolado Israel en los días de Helí. Saúl había luchado valerosamente contra ellos hasta que fue derrotado en el monte Gelboé. Pero eso se acabó. Desbaraté el poder de los filisteos en el valle de Refaím mientras el viento sacudía los morales y lo rompí en mil pedazos como se rompe una vasija de barro, obligándoles a que suplicaran la paz en términos más humillantes de lo que se había hecho hasta entonces.

Impuse severas condiciones, obligando a los filisteos a que desmantelaran sus plazas fuertes y aceptaran mi autoridad. Recluté a algunos de sus soldados más valerosos y los hice miembros de mi guardia personal, por el doble motivo de honrarlos y mostrarme intrépido y magnánimo; también porque había llegado a la conclusión de que una guardia personal compuesta en su mayor parte de extranjeros, sería una protección más segura para mí que una formada por miembros de las celosas tribus de Israel. Y, lo más importante de todo, les exigí que devolvieran el Arca de la Alianza que habían sacado de Israel en los días de Helí. De esta manera volví a situar el lugar de residencia del Señor en Israel, la tierra del Señor.