18

Así las cosas, repudié a Micol y ordené que se la apartara de mi lado, pero sentí caer sobre mí como el frío de una helada invernal. Le había ofrecido a Micol todo lo que estaba en mi mano; las más gloriosas hazañas las llevé a cabo por ella. En el destierro, en las largas noches del desierto su hermosura se me aparecía en sueños y quienes compartían mi lecho sollozaron más de una vez al oírme despertar con el nombre de Micol en los labios.

Ahora empiezo a pensar que era una mujer corriente y vulgar. La Micol de mis sueños era una invención mía. Este pensamiento me atormentaba. Creí que mi casa estaba construida sobre una roca y ahora me daba cuenta de que sus cimientos eran tan movedizos como las arenas del desierto.

Algo se había hecho pedazos dentro de mí y nunca lo pude reparar. Durante meses dejaron de proporcionarme placer las mujeres, y mis otras esposas y concubinas con los ojos bajos y arrasados en lágrimas me reprochaban mi falta de interés.

Para tratar de consolarme me entregué en cuerpo y alma a la misión para la que me había escogido el Todopoderoso: unir las tribus de Israel y sacar de esta unificación una nación poderosa y un estado fuerte. Trabajé durante muchas horas; con frecuencia la luz del amanecer teñía de rosa el firmamento y encontraba encendida la lámpara, con cuya luz había trabajado toda la noche.

En los días de Saúl, las responsabilidades de la administración y el gobierno del pueblo se repartían de una manera casual y caprichosa: el pobre Saúl no tenía una clara idea del concepto del método. Durante su reinado las consecuencias no fueron desastrosas, porque la casa del rey constaba de un número reducido de personas, su autoridad era incuestionable y la esfera de gobierno limitada. De hecho, y si he de decir la verdad, llegué a darme cuenta de que Saúl, a quien había temido y servido con respeto en mi juventud, no era más que el cabecilla de una banda de guerrilleros tribales. Estaba al frente del ejército; pero, para el pueblo, eran los jefes de las tribus y los hombres principales de los pueblos quienes organizaban los asuntos. Y en lo que a la ley se refiere, prevalecía aún el mandato judicial de los sacerdotes, a veces en precaria asociación con las tradiciones.

Yo me daba cuenta de que esta situación no era satisfactoria. Para empezar, yo, como rey, tenía autoridad y poder sobre los hijos de Israel; y otros muchos súbditos más, pues había que incluir a muchos ciudadanos de otras tribus, y por lo tanto era necesario regular las relaciones entre ellos e imponer cierta uniformidad. La sagacidad de Ajitofel me sirvió de gran ayuda en la consecución de este fin, porque era realmente el hombre que comprendía mejor mis intenciones que cualquier otro, dejando de lado si tuve razón o no para reprocharle su conducta en cierta ocasión, nunca oculté mi admiración por su inteligencia. También me ayudó Cusaí, el arquita que, por ser de baja estatura y algo cojo de la pierna izquierda, nada tenía que ver con la milicia y por esta razón Joab lo despreciaba; pero, al pensar en él, me hice la siguiente reflexión: lo que estoy tratando de crear requiere un hombre de talento y aunque a ese hombre le faltan las virtudes militares, también puede ser útil. Mi juicio resultó acertado porque los consejos de Cusaí eran acertados y, como por edad estaba más cerca de mis hijos que de mí, podía mantenerme informado de lo que pensaban los hombres más jóvenes. He observado a menudo cómo los reinos decaen cuando el rey envejece.

Una de mis preocupaciones principales era fortalecer el ejército, dado que Israel estaba rodeado de vecinos desconfiados y hostiles. Recluté una brigada de guardias de primera, un cuerpo de elite, como dicen los sirios. Siempre había un batallón al servicio exclusivo de mi persona, eran estos como una especie de guardaespaldas reales, mientras que los otros servían con el cuerpo principal del ejército, en el lugar de mayor peligro. Los dos batallones intercambiaban sus papeles cada seis meses, de esta manera yo me aseguraba de que todos estuvieran personalmente vinculados a mi persona. De hecho, a cada uno de los miembros de la guardia se le exigía prestar juramento de lealtad al rey y no a Israel. Se reclutaba a muchos pertenecientes a las tribus de más allá de nuestras fronteras, especialmente entre los filisteos y yo estaba siempre dispuesto a admitir en el ejército a extranjeros de los más distantes países. Permanecí plenamente consciente de las envidias y rivalidades que dividían a Israel y por lo tanto valoraba a mis guardias que estaban libres de lealtades tribales y que sólo me servían a mí. Los alistaba por un periodo de veinte años, mientras que el cuerpo principal del ejército estaba formado por reclutas a corto plazo.

Mantener una fuerza como esta era costoso, por lo que dediqué una detenida atención a la reforma del sistema administrativo necesaria para asegurar el pago de impuestos de manera regular y satisfactoria. Sabía que esto no iba a gustar pero, creyéndolo necesario, no me eché atrás, confié en que mi reputación y autoridad natural serían suficientes para granjearme la obediencia de mis súbditos, que me prestaron de bastante buena gana. Por añadidura estaba deseoso de acumular dinero con el fin de construir, más tarde, un templo digno de la grandeza del Señor de los Ejércitos.

El comandante de la guardia era Banayas, de mi propia tribu de Judá, un hombre de absoluta integridad. No me desagradó del todo descubrir que a Joab no le gustaba y que Banayas tampoco albergaba sentimientos muy afectivos hacia el segundo de mi ejército. Joab hubiera querido que el mando de la guardia se le encomendara a su hermano Abisaí, pero yo prefería a Banayas. Muchos de los miembros de la guardia, como he dicho, eran filisteos y Abisaí conservaba aún el viejo prejuicio contra los de esa nación, lo cual de por sí era suficiente para considerarse un comandante inadecuado, aunque no hubiera otras razones.

Desde que mencioné mi intención de acumular tesoros para construir una casa digna del Señor, me pareció conveniente desmentir ciertas historias que respecto a esto circulaban.

Se dice que cuando le comuniqué mi intención a Natán, el profeta, este me lo censuró en nombre del Señor y me dijo que mi intención era ofensiva para el Todopoderoso. Este es, por supuesto, el tipo de historia que a los hombres les gusta creer. Según me dijo Natán —por el que, dicho sea de paso, he tenido siempre la mayor estima—, en primer lugar, al Señor, por lo visto, le gustaba más morar en una tienda de campaña que en una casa hecha de madera de cedro; después, que el Señor me rechazaba como constructor de su templo porque yo era un hombre de guerra, con las manos manchadas de sangre. El hecho es que estas dos historias contradictorias se relatan como si concordaran la una con la otra, lo cual es motivo suficiente para ponerlas en duda.

Indudablemente es cierto que a Natán, como profeta itinerante que era, no le gustaba el plan; por otra parte, la casta sacerdotal de los levitas, de quienes mi viejo amigo Abiatar era ahora el jefe, apoyaba con entusiasmo mi ambición, y no tenía la menor duda de que al Señor le agradaría la construcción de un templo que fuera testigo de su gloria. En cuanto a la acusación de que yo fuera un sanguinario, eso era absurdo; todas mis guerras fueron libradas en el nombre del Altísimo.

La construcción de un templo es una empresa monumental y de elevado coste. Yo no quería dejar a mi heredero con una gran deuda. Por lo tanto decidí no empezar a edificar hasta haber acumulado los suficientes fondos para subvencionar el proyecto. Ahora que los he acumulado, soy ya demasiado viejo y me faltan energías para embarcarme en una empresa cuya conclusión estoy seguro de no poder ver, dados los años que tengo. Por consiguiente le he encomendado esta tarea a Salomón. La cumplirá admirablemente, porque ha heredado un gusto exquisito, tanto de su madre como de mí. Me debe estar agradecido por la larga y paciente acumulación de riqueza que ha hecho posible para él llevar a cabo la tarea sin tener que desangrar al pueblo y sacrificar su popularidad. Pero su alma fría es incapaz de una emoción tan generosa como la gratitud; de ninguna manera querrá reconocer la deuda que tiene conmigo. Pero un rey no debe buscar la popularidad, aunque le agrade tenerla. Si la consigue, que esté en guardia. Nuestro pueblo es inconstante y la popularidad voluble. Yo mismo he sufrido vicisitudes de fortuna y conspiraciones contra mi vida. Afortunadamente, gracias a la eficiencia de mi servicio secreto, cuya dirección le encomendé a Ajitofel, he sobrevivido a todas ellas.

He sobrevivido también a más de cien batallas, gracias a la protección del Altísimo. Destruí el poder de los filisteos, sometí el reino de Moab, triunfé sobre Edom y Siria, hice que la mera mención de mi nombre infundiera temor al mundo entero, fortifiqué las fronteras de Israel e hice huir a mis enemigos delante de mí, como mueve el viento las arenas del desierto. Antes que yo, nadie hizo del nombre de Israel un nombre que inspirara temor a las naciones de la tierra.

Soporté y superé la traición. Cuando murió Najas, rey amonita, le envié emisarios a su hijo Janú para asegurarle que mi amistad con él seguiría siendo tan inquebrantable como la que había tenido con su padre. El joven tenía un carácter impulsivo y le molestaba mi grandeza, que había impresionado tanto a su padre, que por ello se había sometido a mí como a su supremo señor. Su hijo recibió a mis embajadores con insultos y desafíos; les cortó las barbas y les arrancó las vestiduras para mostrar sus órganos genitales. Entonces formó una alianza con las tribus salvajes de los sirios del otro lado del Éufrates, y declaró la guerra a Israel. Por consejo mío, Joab dividió nuestras fuerzas, hizo que Janón se tuviera que retirar a su ciudad de Raba, dispersó las tribus sirias y sitió la ciudad. Estaba sólidamente fortificada y el asedio fue largo y difícil, pero yo estaba tranquilo porque no tenía la menor duda de que lograríamos conquistarla.

No tomé parte personalmente en esta guerra, contentándome con dirigir su curso desde Jerusalén. Estaba cansado de guerras y buscaba placer en otras cosas. Pero, desde que rechacé a Micol; no conocí el placer. Mi vida estaba envuelta en una nube otoñal y sólo la constante atención que dedicaba a los asuntos del gobierno servía para paliar el dolor que sentía y me protegía de la desesperación. Hasta mi inspiración poética se había secado y yo me había convertido en un cascarón vacío. Miraba a las estrellas y las veía oscurecidas por espesos nubarrones.