Capítulo 6
Leisa casi podía creer que esto era un sueño, una hermosa fantasía, muy lejos de la realidad. Si parpadeaba temía despertar y encontrarse sola. O peor aún, tumbada junto a algún desconocido al que apenas podía recordar.
Parpadeó. Rez todavía estaba allí. Estaba acunada con fuerza en sus brazos. No era una fantasía. Era increíblemente real. Y durante esta noche era de ella.
Él se inclinó y la sentó en el borde de su enorme cama como si fuera una joya preciosa en vez de un pedazo de mierda que había recogido en un bar hacía más de una hora. Se arrodilló a sus pies como un caballero antiguo para desabrochar las delicadas hebillas de sus sandalias y quitárselas. ¿Quién podría haber imaginado que un acto tan mundano podría ser tan condenadamente sexy? Leisa se estremeció. Apretó los muslos contra la creciente sensación punzante en la ingle. Casi se corrió allí mismo.
Rez la puso de pie y con un movimiento practicado, tiró de la cremallera de su vestido hacia abajo y se lo bajó por los hombros. Luego la despojó de su sujetador.
Leisa no trató de cubrirse. El tiempo para la timidez había pasado. Él la había elegido y era justo que viera lo que había elegido. Esperaba que no se decepcionara con ella. El rubor de su piel pálida bajo su mirada penetrante era la única prueba de su inquietud.
—Eres hermosa —dijo, extendiendo la mano para acariciar el montículo de su pecho desnudo.
Aparentemente, sí. Aparentemente era una belleza clásica con curvas en los lugares correctos. Su estilista casi se desmaya de placer con su pelo castaño rizado y había sido bendecida con piel limpia y pálida. Le habían dicho que era hermosa en muchas ocasiones. Pero la belleza es lo que la belleza te hace sentir interiormente, donde cuenta y Leisa sabía que era fea como el pecado. Le sorprendía cada vez que se examinaba en un espejo que su aspecto no diera muestras de su verdadero yo. Corrupción. Suciedad. Debería ser una marca en su rostro para que todos la vieran.
Ella se encogió de hombros para deshacerse del asco y sumergirse en el presente, en la anticipación embriagadora del sexo.
—Tú también eres hermoso —le dijo a Rez, diciéndolo de manera implícita. Era hermoso de una manera totalmente masculina. Su altura, su fuerza, su físico, su bello rostro, todo mezclado en un conjunto impresionante, magnífico que le robaba el aliento.
No podía esperar para verlo desnudo.
Se acercó a él, llevando los dedos a los botones de la camisa, dejando al descubierto su pecho. Su musculatura sólo podía describirse con una palabra: superlativa. Trazó los pectorales, los abdominales, curvó los dedos en la cinturilla de los pantalones y tiró para acercarlo, anhelando la intimidad de piel sobre piel. Cuando Rez la tomó en sus brazos se acomodó contra él, su cuerpo moldeándose contra el suyo como si hubiera estado allí antes. Como si perteneciera allí, con él.
Si creyera en la reencarnación habría pensado que se habían conocido en una vida anterior, que habían sido amantes que habían vivido y amado juntos, disfrutando de una intimidad que Leisa sólo podía imaginar en sus sueños más salvajes. Un pequeño suspiro melancólico escapó de sus labios.
—Lo sé, mi amor —murmuró él—. Yo siento lo mismo. Tú perteneces aquí, a mis brazos.
Qué extraño, pensó ella, que él se hiciera eco de sus pensamientos con exactitud. ¡Tal vez realmente podía leerle la mente! ¿Qué clase de hombre era? No sabía nada de él excepto su nombre. Y que quería que la follara.
Entonces todas esas preguntas huyeron, sustituidas por la sorpresa cuando la cogió en brazos y la tiró en medio de la cama. Leisa chilló cuando botó, agitando piernas y brazos. Cuando recuperó el control de sus miembros, retrocedió hasta que golpeó las almohadas y las colocó de un modo cómodo, su pulso latía con anticipación por lo que podría hacer a continuación. Le miró con avidez por debajo de las pestañas, esperando que se quitara la ropa, necesitando ver si su pene era tan magnífico como prometía, dado el enorme bulto en los pantalones.
Él se paseó a los pies de la cama con movimientos depredadores e inherentemente gráciles atrayendo su mirada. Se quitó la camisa y la tiró a un lado. Se desabrochó el cinturón y se lo sacó dejándose los pantalones, enrollando el cuero en la mano, contempló primero la banda y luego a ella. Luego otra vez el cinturón. Golpeó al final contra la mano y la miró a los ojos.
Leisa se quedó sin respiración. Empujó contra la cabecera de cuero de la cama.
—Eh, no lo creo.
Él arqueó una ceja.
—Nena, no haré nada que no te guste. Te lo prometo. —Dejó caer el cinturón, con una sonrisa secreta en los labios—. Tal vez más tarde.
Leisa exhaló un suspiro de alivio que atrajo la mirada masculina a sus senos. Sus pezones se pusieron de punta. Su cuerpo se estremeció cuando esa mirada vagó sobre ella, bajó por su cuerpo hasta la punta de los dedos del pie y subió. Su piel se ruborizó y ardió en la estela de su caricia visual. Clavó los ojos en ella, exigiendo toda su atención mientras llevaba la mano a la cremallera de sus pantalones.
Ella tomó aire, conteniendo la respiración mientras se quitó los pantalones y los pateaba a un lado, quedando desnudo ante ella. Y muy, muy excitado. Llamarle bien dotado era quedarse corta. La gruesa polla sobresalía con audacia entre la poderosa musculatura de su muslos y superaba cualquier cosa conjurada por su fértil imaginación.
Se lamió los labios, sintiendo la sacudida de anticipación en lo profundo de su sexo. La cremosidad llenó su vagina, lubricando sus pliegues, preparándola para tomar toda esa dura polla masculina en su cuerpo.
Su corazón dio un vuelco en el pecho, el pulso se le aceleró cuando él se arrodilló en el borde de la cama y comenzó a arrastrarse hacia ella. Volvió a lamerse los labios, moviendo las piernas sin descanso.
Cuando él llegó la agarró de los tobillos, tiró para separarla las piernas y le dobló las rodillas, se las levantó y la abrió por completo a su mirada.
—¿Qué quieres que te haga, nena? Dime lo que quieres.
Ella se estremeció mientras su aliento caliente la excitaba.
—Chúpame, Rez. Haz que me corra.
—Será un placer. —Envolvió los brazos en torno a sus muslos, para mantenerla quieta mientras le lamía los pliegues, le excitaba el clítoris con lengua y dientes, hasta que ella comenzó a moverse impotente debajo de él.
—Dime, Leisa.
—¡Dios! —jadeó, abriendo los labios en busca de aire.
Rez se quedó quieto, arrugando la frente, luego susurró contra su carne:
—Dime.
—¡Bastardo! —gimió—. Fóllame con los dedos mientras me chupas.
Leisa estaba a punto de morir, tan inmersa en la sensación y el deseo que ni siquiera sintió vergüenza por lo que pedía o cómo se lo pedía. Él la había roto, reducido a una criatura sin mente sumergida en su propia satisfacción, exigiéndola.
Él hundió dos dedos en su vagina, los bombeó dentro y fuera, amamantándose de su clítoris, dándole exactamente el ritmo que anhelaba.
—Dime lo que te estoy haciendo, Leisa.
Jugó con su cuerpo. Como un maestro que conocía y entendía su instrumento íntimamente, Rez sabía exactamente cómo lograr lo que quería de ella. La sensación se convirtió rápidamente en casi demasiado, demasiado intenso para soportarla. Ella se retorció bajo su control implacable, tratando de liberarse de la dulce tortura de sus exigencias.
—Dime.
Su insistencia en que le dijera lo que estaba experimentando sintonizó íntimamente con su propio cuerpo y la excitó aún más.
—Me estás estirando, me acaricias con tus dedos. Me excitas cada vez más, me haces arder… ¡ahhhhh!
Empujó con los dedos con más fuerza, añadió un tercero, mordisqueó el clítoris y le acarició la carne hinchada con la lengua.
—Dime.
—Estás… ¡oh Dios! Rez! Haces que me corra. —Apretó los dedos, tensando muslos y torso luchando por alcanzar la liberación. Él curvó los dedos profundamente en su interior, acariciando su punto G, aplicando la cantidad justa de presión. Mientras su lengua perversamente inteligente acariciaba el clítoris, ella apretó los músculos cada vez más. Leisa sintió aumentar el pulso, sus nervios zumbaban parecido a una carga eléctrica, su cerebro ardía con necesidad, anhelo, deseo.
Él le lamió el sexo, succionó con más fuerza, empujó los dedos en el interior de ella y luego....
Mordió el clítoris.
Leisa se convulsionó, alargó las manos para agarrarle del pelo, para mantenerle allí, sujetándolo, donde necesitaba que estuviera. Gritó su nombre cuando el orgasmo la atravesó, llamaradas al rojo vivo de sensaciones ardientes que la atraparon en su fuego salvaje, la consumió y la rehicieron de nuevo.
Rez la sujetó mientras ella gritaba y corcoveaba, forcejeando con las piernas y los brazos extendidos. La bajó de los efectos del orgasmo con la suave calidez de su mano sobre su sexo.
Cuando pudo volver a respirar la soltó para trepar por su cuerpo y agarrarla de las caderas. Se sentó sobre los talones, colocándose en su entrada que todavía latía. La penetró lentamente, la punta de su polla dura y ancha separó los pliegues mientras empujaba dentro de ella y la atraía hacia él. La estiró, la llenó con su anchura, empalándola en su longitud. Su piel resbaladiza se abrió para él y le rodeó. La penetración pareció seguir y seguir. Y seguir.
Entonces se detuvo.
—Míranos, Leisa.
De alguna manera logró controlar sus miembros lo suficiente para apoyarse sobre los codos. Miró hacia abajo, al lugar donde se unían. Aunque pareciera increíble aún no había entrado por completo en ella. Su escroto colgaba pesado entre sus cuerpos. Junto con cinco centímetros más que todavía tenía que tomar.
Se estremeció. Ya la había llenado por completo. Su carne le apretaba como si fuera una virgen. Estaba abierta de manera vulnerable y muy mojada, pero incluso después de sus juegos preliminares, no lo bastante para él, era incapaz de tomarlo por entero. Incapaz de satisfacerle.
Se dejó caer sobre la cama, deseando haber bebido más, anhelando estar borracha y medio inconsciente para no tener que ver la decepción en su rostro.
—Tú nunca podrías defraudarme, cariño —dijo—. Siénteme. Siente lo que te estoy haciendo. —Salió de ella, frotando la punta de su polla por encima de su vagina, estimulando el clítoris de modo casi insoportable. Más crema escapó de su cuerpo, recubriendo sus labios vaginales y la punta de su polla.
Se inclinó para tocarla con los dedos, pasándolos por la humedad, la maravillosa sensación le hizo gemir:
—Mírame saborearte.
Ella no podía apartar la mirada mientras él se lamía los jugos de sus dedos.
—Mmmmm, tan delicioso.
Le dolía porque la llenara de nuevo. Necesitaba que estuviera en su interior, ardiendo a través de su sangre, pulsando a través de sus terminaciones nerviosas, hormigueando por todos los centros de placer de su cuerpo. Las sensaciones eran muy intensas, exigentes, aterradoras, más allá de cualquier cosa que hubiera experimentado antes.
—Rez. ¡Por favor!
—Lo sé, cariño, lo sé. —La agarró por los muslos, se los puso por encima de los hombros, anclándola a él con su polla mientras entraba en ella. Mientras se introducía en la apretada vagina, sus ojos color ámbar se oscurecieron con propósito implacable—. No voy a detenerme esta vez, nena. Vas a tomarme por entero. Y te va a encantar, te lo prometo.
Leisa sintió el estiramiento ardiente de su cuerpo al acomodarle, la intensidad de la sensación, el placer combinado con dolor le hizo gemir. Él tenía razón. Adoraba cada minuto.
—¿Cuánto más? —jadeó ella, preguntándose cómo podría soportar tomar más de él pero deseando justo eso.
Él le sonrió, arqueando las cejas dándole un aire melancólico.
—Has tomado veintidós centímetros, cariño. Sólo quedan tres.
—¿Veinticinco centímetros? —gritó Leisa. La enormidad de este conocimiento hizo que su cerebro le diera vueltas. Ya se sentía como si estuviera siendo partida en dos—. ¡No puedo... no es posible que quepa!
—Oh, sí puedes. Y lo harás. —Metió la mano entre sus cuerpos para estimular el clítoris mientras se conducía más profundamente dentro de ella. Hasta el fondo.
¿Placer o dolor?
Placer.
Se meció en su interior. Le dio placer.
—¿Cómo es, Leisa? ¿Cómo me siento?
El calor palpitante de su rígida longitud creció en su interior. Ella gimió.
—¡Increíble. Dios! Nunca he sentido nada igual. —Apretó los músculos alrededor de su polla, excitándose cuando él gimió.
—Estás tan apretada, nena, tan apretada. —Se retiró casi hasta la punta y ella gritó su pérdida—. No te preocupes. No he terminado contigo.
Empezó a empujar dentro de ella, estableciendo un ritmo lento y sensual que le provocó gemidos necesitados. Leisa impulsó las caderas hacia arriba, encontrándose con cada golpe de él, sus propios empujes más rápidos, exigente para establecer el ritmo.
—Más rápido. Fóllame más rápido.
Rez se rindió a sus exigencias, sujetándola, empujando en ella. Sus pelotas golpeaban contra su ultra sensibilizada carne hasta que ella se alzó, luchando contra su agarre, empujando contra él.
—¡Ah! Dios, Rez —Arqueó la espalda, se agarró a sus hombros y gritó su liberación, sus músculos interiores se contrajeron con fuerza alrededor de su polla, apretando sin piedad.
Con un grito ronco él la siguió hasta el orgasmo, cayendo en los abismos del puro placer físico. Se desplomó sobre su cuerpo inerte, saciado y respirando con dificultad, extrañamente agotado. Y sorprendido por la profundidad de su reacción a esta alma humana dañada que yacía debajo de él.
Le tomó la cara entre las manos y le apartó el pelo de la cara húmeda y enrojecida. Ella le sonrió, el placer brillaba en sus ojos esmeraldas. Nunca había visto a un ser humano tan hermoso. Incluso las mujeres Seductoras increíblemente hermosas que conocía palidecían en comparación.
Rez la besó larga y profundamente, insertando el deseo de dormir en su mente. Apenas podía recordar cuánto tiempo había pasado desde que había tenido una mujer humana por el mero placer de hacerlo, y a la mierda las cuotas. Su último encuentro podría haber sido con Casandra, cuya mente había follado a cuerpo de rey en el instante que había eyaculado dentro de ella. La pobre había terminado con el don de la profecía y como nadie creía una palabra de las que pronunciaba, se había vuelto loca.
Los regalos de los demonios, intencionados o no, siempre terminaban deformando y pervirtiendo. Y Lucifer sabía que la vida de Leisa ya estaba lo suficientemente llena de mierda. Le había costado hasta la última gota de voluntad que poseía protegerla de él en el momento que había lanzado su esencia en su interior, y ahora se sentía curiosamente drenado, como si ella le hubiera succionado toda la energía vital del cuerpo.
Necesitaba descansar. Necesitaba tiempo para examinar esta experiencia en detalle. Pero de alguna manera ella se resistió a su compulsión y le devolvió el beso, envolviendo su cuerpo en torno a él. Y su mente.
Sintió su esencia filtrándose en él, fundiéndose en sus venas con todo lo que era. Antes de poder tomar medidas para protegerse, la había absorbido, sus esperanzas, sus deseos más profundos. Su dolor.
La conocía.
E inconscientemente, por instinto, sin saber qué era lo que ella estaba haciendo, Leisa comenzó a extraer conocimientos de él. Desesperado, luchó contra ella, ejerciendo su voluntad y batallando contra su deseo incesante de saberlo todo sobre él, de unirse a él como ninguna criatura se había atrevido a intentar antes. Por fin, su compulsión se impuso y el sueño la atrapó.
Pero ya era demasiado tarde. Ella tenía el conocimiento de él.
Amediel. Mi Amediel.
Todavía íntimamente ligado a su mente y cuerpo, escuchó su verdadero nombre resonando en la mente de Leisa tan claramente como si lo hubiera pronunciado en voz alta.
El pánico le invadió. Innumerables fragmentos helados le atravesaron el cuerpo, cristalizándose en torno a su corazón. Salió de ella y se arrojó fuera de la cama, retrocediendo hasta chocar contra la pared. Todos sus sentidos intensificados en alerta sobrenatural. Sus pupilas se dilataron, se alargaron. Sus manos se convirtieron en garras puntiagudas. Su cuerpo se hinchó, incrementando la masa muscular preparándose para la batalla, aumentando la fuerza por diez. Su piel se cubrió de una armadura con escamas iridiscentes, impenetrable a todas las armas humanas salvo a las de acero bendecido. Se agachó, preparado, tenso y listo para la batalla.
Rez tembló al borde de la completa transformación a su forma primaria y convertirse en Drakon, una forma que no había encontrado necesaria tomar desde que se convirtió en un Seductor. Pero Leisa le amenazaba. No físicamente, los meramente humanos nunca podrían causarle daño físico, pero en lo profundo, sus reacciones eran instintivas. Parte de él veía a la vulnerable y débil humana que acababa de follar como si de repente se hubiera transformado en el último depredador demoníaco, un depredador cuyo único deseo fuera consumirle como presa.
Por primera vez desde que había sido joven, solo y luchando por sobrevivir, Rez sintió esa desagradable presión en el estómago, ese sudor frío rezumando por los poros, ese signo delatador que le secó la boca. Miedo. Miedo verdadero y paralizante.
Le llevó mucho tiempo sofocarlo. Aún más empujar su mente hacia pensamientos lógicos y, finalmente, dejar de lado la forma seudo-Drakon que había asumido.
Se enorgullecía de ser una criatura que inspiraba terror, no una que sucumbía a ello y estaba consternado por su repentina vulnerabilidad.
Leisa lo había llamado Amediel, el nombre que le otorgó al nacer alguna presencia elemental sin nombre. El nombre que había florecido en su mente en el instante exacto que erupcionó del huevo. El nombre por el que había luchado ser digno y por fin ganado a sangre, dolor y sacrificio. El nombre que ninguna otra criatura en la Tierra, el Cielo o el Infierno conocían. Ni siquiera su rey.
Él era Amediel, Rompehuesos, el último de los Drakon.
Y esta frágil mujer humana, inherentemente defectuosa, de alguna manera había arrancado el regalo de su verdadero nombre de lo más recóndito de su poderosa mente.
Amediel. Ella le gritó en el sueño, se dirigió hacia él con las manos buscando a ciegas, se estiró a él de nuevo con su mente. Él se escudó de la llamada, se protegió de ella. Y cuando Leisa no le pudo encontrar, se hizo un ovillo y gimió lastimeramente.
Que Lucifer le salvara. No podía negárselo.
Los escudos de Rezon se desintegraron. Su esencia, su alma se rompió en un billón de diminutos trozos, cada uno chillando el nombre de Leisa antes de fusionarse en un todo nuevo y más fuerte.
Leisa. La compañera que había anhelado. La mujer humana que había capturado su corazón y lo había convertido en suyo.
Estaba condenado. Diablos, ambos lo estaban.
Asmodeus no iba a estar complacido en lo más mínimo.