Capítulo 2
Rez tenía que verla, tenía que saber exactamente qué estaba haciendo en este preciso momento.
Incluso si estaba follando con otro perdedor.
La superficie pulida del espejo nuevo que había fijado a la pared brilló cuando convocó una imagen de las profundidades cristalinas.
—Leisa. —El nombre en sus labios resonó como el de una sirena a través de la habitación, lamiéndole con necesidad. La anticipación aumentó, zumbando por sus venas. Su cuerpo se tensó cuando el rostro de ella apareció a la vista.
Ya había extendido la mano como si fuera a acariciarle la mejilla cuando Leisa se levantó de su tocador y se acercó a contemplar el contenido de su guardarropa. Rez dejó caer la mano, despojado, todo su ser anhelaba lo que no podía tener. La miró y se quejó.
¡Maldita sea! Se estaba preparando para otra noche en la ciudad. El sujetador de encaje de color rosa pálido y el tanga a juego que llevaba se aferraban a su cuerpo, realzaban sus curvas de modos que mataban a golpes su famoso auto-control. Apretó los dientes, saboreó la sangre cuando sus colmillos se alargaron y le atravesaron el labio inferior.
Leisa se meneó de un modo que no dejó nada a su extensa imaginación. ¡Lucifer, ten piedad! No había visto ese vestido antes. Era casi peor que la ropa interior sexy. Él no podía ser responsable de sus actos si ella salía a buscar un hombre vestida de manera tan seductora.
Ella se inclinó para recoger sus sandalias de tacón alto. El dobladillo del vestido se deslizó hasta sus muslos bien formados. Y hacia arriba.
La polla de Rez se alzó ante la ocasión. Su control se deslizó más lejos. El sudor le goteó por la frente. Luchó contra ello, sacudiéndose en la silla y apretando los dientes con tanta fuerza que la mandíbula le dolió.
Maldición… las garras brotaron de sus dedos mientras su cuerpo reaccionaba instintivamente a la encarnizada batalla de su interior. Batalla que estaba perdiendo.
Leisa contempló su reflejo, lanzó un gemido quejumbroso de asco y se arrancó el vestido, lo arrojó al suelo.
Si él hubiera sido capaz de rezar en ese momento, seguramente lo habría hecho. La visión de ella vestida solo con los tacones fóllame y la ropa interior tenue era suficiente para corromper incluso a un ángel.
Ella se quitó los tacones de una patada, caminó al armario y sacó pantalones vaqueros y una blusa.
Mejor. Podía manejar unos pantalones vaqueros y una blusa.
Tal vez.
Leisa se vistió y metió los pies en un calzado más sobrio, pero en lugar de salir de la habitación se sentó en el borde de la cama. Se quedó inmóvil, mirando a ciegas la pared, su rostro un estudio de vacuidad. Hasta que su auto-control se rompió finalmente. Se cubrió el rostro con las manos. Grandes sollozos estremecieron todo su cuerpo. Lloró como si su corazón estuviera roto.
Y Rez la vio desmoronarse, una tortura de un tipo diferente. Su impía lujuria disminuyó, siendo sustituida por algo más suave, algo a lo que no podía poner nombre.
Cuando ella derramó la última lágrima se puso de pie y caminó hacia el espejo de su tocador. Como un robot reparó la cara devastada por las lágrimas y se aplicó brillo de labios. Enderezó los hombros y sonrió a su reflejo. Era una sonrisa de pura valentía mezclada con la crudeza de la desesperación.
Rez se concentró en captar sus pensamientos superficiales. Unas cuantas lágrimas no lavarían su dolor, pero ella sabía que lo haría. Se perdería esta noche. Se perdería en la satisfacción de necesidades básicas y deseos. Se perdería en el cuerpo de un desconocido. Se sometería a su voluntad y a sus caprichos.
Y todo lo que Rez podía hacer era mirarla salir de la habitación, cerrar la puerta delantera y desaparecer en la noche.
Luchó contra otro impulso de clavarse las garras directamente en el corazón. El impulso de ofrecerse a sí mismo en lugar de cualquier hombre al que ella pudiera elegir esta noche. El impulso de apretar sus labios sobre los de ella y saborearla, lamerla y morderla por todo el cuerpo, marcarla y hacerla suya. El deseo de poseerla en todas las múltiples formas en que un hombre puede poseer a una mujer y luego…
Movió una mano y el espejo quedó en blanco al instante. Le llevó mucho más tiempo del que debería encerrar sus deseos y alcanzar el nivel de control que necesitaba.
Pero se las arregló.
**
Un sonoro ronquido despertó a Leisa de la felicidad del olvido alcohólico. Un dolor de cabeza asesino se disparó por su cráneo. Reprimió un gemido, entreabrió los párpados y se obligó a recostar la cabeza a un lado.
El hombre tendido a su lado en la cama había sido digno de que se le cayera la baba cuando lo vio a través de los ojos nublados por el tequila, pero a la luz fría y dura del día era un desastre. La boca le colgaba floja, revelando los dientes manchados de tabaco. Su aliento era lo suficientemente rancio para matarla. Su cabello largo y oscuro, que anoche parecía tan malditamente sexy, estaba extendido en mechones lacios y grasientos alrededor de su cara.
El condón que se encontraba entre Leisa y el hombre al que en su insensatez había follado, se frotaba contra su nariz. Y lo único que babeaba ahora era el hilito de saliva que le caía por la barbilla sin afeitar hasta mojar la almohada.
¡Joder! En el estupor de la borrachera había follado con el gran puerco. Otra vez. No podía recordar su nombre, si es que se había tomado la molestia de preguntar.
Tenía la boca como un cenicero usado y los ojos le ardían. Sin duda, ella tampoco era un premio para la vista. Avanzó hacia el lado del colchón y rodó al suelo para aterrizar sobre manos y rodillas. La habitación dio vueltas. Luchó contra las náuseas, que venció por el temor de que si vomitaba despertaría al durmiente. Cuando su estómago se asentó, recogió sus ropas y entró de puntillas en el cuarto de baño, cerrando la puerta detrás de ella en silencio.
Los moretones en los brazos y los muslos la pusieron sobria de golpe. Los mordiscos en sus pechos empezaron a picar y latir. Obviamente, había sido una mala noche. Abrió el grifo y se echó agua sobre rostro y cuello, luego sacó una gota del tubo de pasta de dientes destrozado y la frotó sobre sus dientes.
Mientras se peinaba con los dedos el pelo enredado, miró a través del espejo, no en él, ignorando deliberadamente la ruina de su propio reflejo. Lágrimas llenas de compasión brotaron de sus ojos mientras las enjugaba.
¿Por qué seguía haciéndose esto? Se estaba precipitando a un camino que en última instancia era destructivo. La evidencia estaba frente a ella, tendido en la cama en la habitación de al lado. Pero no podía detenerse. El alcohol adormecía su dolor y el sexo llenaba el vacío de su alma. Por un tiempo.
Cuando se limpió lo mejor que pudo, se arrastró en su ropa y se asomó desde el cuarto de baño.
La bella durmiente seguía roncando, gracias a Dios. Aliviada por no tener que enfrentarse a él, Leisa salió del apartamento y de su vida.
En el instante que salió, la luz del sol le quemó los ojos enrojecidos. Suprimiendo una mueca se puso las gafas de sol y rebuscó en su bolso en busca de alguna aspirina.
A pesar de su lamentable estado, sufrió silbidos y sonrisas apreciativas de los numerosos transeúntes masculinos.
Hombres. Tenía que admirar su pensamiento único.
Llamó a un taxi y se metió en el interior, cayendo sobre el asiento trasero y cerrando los ojos. ¿Valía el sexo de anoche el precio que le costaba a su cuerpo o a su autoestima?
El taxista tomó una curva demasiado rápido y los músculos maltratados de Leisa protestaron por el esfuerzo de mantenerla sobre el asiento, se le ocurrió que debería estar agradecida de no recordar mucho sobre el sórdido encuentro.
**
Rezón apartó la mirada del espejo. Estaba a punto de romper la maldita cosa en pedazos, de pisar los fragmentos bajo sus talones y borrarlos de la existencia. Desafortunadamente sus recuerdos de lo que Leisa había hecho y con quién no podrían ser borrados tan fácilmente. Jugaban una y otra vez en su mente, incitándole, burlándose de él. Sus uñas se convirtieron en garras. Arañó unos surcos profundos en el reposabrazos de su silla. Se puso en pie de un salto para pasearse por la habitación. La rabia le calentaba la sangre, infectando sus pensamientos y contaminando su auto-control.
¡Perra estúpida!
Tan perdida, tan consumida por el auto-odio que había abierto sus piernas para la excusa más patética de macho humano que pudo encontrar. Esta vez se había entregado a poco más que un animal, un hombre capaz de nada más que montarla y empujar y gruñir hasta llegar al clímax. Para un hombre así, cualquier mujer habría valido. Joder, si hubiera pegado su polla a un agujero en la puta almohada, probablemente la habría follado.
Leisa no le importaba. Ella se había ido con él de buena gana, caído sobre su cama en un estupor alcohólico y dejado que la follara.
Los últimos vestigios de restricción huyeron. Rez se manifestó en el apartamento del hombre, a los pies de la arrugada cama con aroma a sexo.
—Despierta, escoria. Es tu día de suerte. —Agarró a la parte inferior de la cama y la inclinó a un lado, lanzando a su ocupante al suelo.
—¿Qué…? —El hombre se puso a cuatro patas, sacudiendo la cabeza y parpadeando para eliminar la niebla de su mente—. ¿Qué coño?
—Y sobre eso. —Rez le enseñó los dientes en una mueca horrible—. ¿Recuerdas siquiera a quién follaste anoche, mierda de cerebro? —Avanzó hacia el humano, le agarró por la parte superior del brazo y lo puso vertical. Lo sacudió hasta que los dientes castañetearon y colgó flojo de las garras de Rez—. ¿Recuerdas?
—N-no —logró decir el hombre entre el castañeteo de dientes.
—Su nombre es Leisa.
—¡L-L-Liza! Correcto. Ahora lo recuerdo.
—Leisa, jodida excusa patética de hombre. —Gruñó Rez. Sus colmillos se alargaron. Sus ojos de color ámbar brillaron, las pupilas se alargaron. Su piel se llenó de escamas iridiscentes, brilló cuando perdió el control de su forma humana y comenzó a revertirse.
Los ojos del humano casi se salieron de sus órbitas.
—¡Lo s-siento! —exclamó, lloriqueando y balbuceando como un niño—. S-seré una mejor persona de ahora en adelante. ¡Voy a r-renunciar a la bebida, a las drogas y a l-las mujeres! Yo... yo... conseguiré un trabajo decente y empezaré a pagar impuestos, ¡lo juro! Pero, ¡no me mates, por favor! ¡Dame otra oportunidad, te lo ruego!
Rez hizo una mueca cuando olió el hedor acre de la orina. Miró hacia abajo, vio la orina del hombre sobre las piernas que pateaban débilmente y dejó caer al ser humano sobre su culo huesudo. Alejándose de él, cerró las manos en puños a los costados y trató de recuperar el control.
¿A esto era a lo que había sido reducido? ¿A aterrar a seres humanos? Era un Seductor. Se suponía que seducía a los seres humanos y los subvertía sutilmente, no los asustaba hasta casi matarlos y que renunciaran a su mal camino. Ese tipo de equipaje de mano era de la provincia de los Ángeles de la Guarda. Si esto se sabía, Asmodeus le patearía el culo en el más allá. Mierda.
Cerró los ojos, buscando el gusano insidioso de furia que le roía las entrañas. Lo encerró en el capullo de la lógica disciplinada y lo dejó incapacitado. Ya había roto las reglas revelándose a sí mismo a este cabrón, y por mucho que le gustara desmembrar al hijo de puta sin valor, tendría que pagar un infierno si lo hacía.
Retractó sus colmillos. Las escamas retrocedieron y sus ojos perdieron su aspecto alien.
—No voy a matarte —dijo—. Te lo aseguro, aparte de la mujer que follaste ayer por la noche no me importa un culo de rata lo que haces. Así que adelante, aliento de mierda, folla, bebe y esnifa hasta el olvido y más allá. No voy a detenerte. De hecho, aplaudo tu dedicación inquebrantable. Eso sí, no le pongas jamás otra mano encima a Leisa o tendrás que vértelas conmigo.
El hombre lo miró boquiabierto. Rez sondeó su cerebro, o lo que quedaba de él después de años de abuso de drogas, empezando por fin a hacer balance de la situación.
Obviamente, hora de un pequeño control de daños. Rez se estiró hacia el humano con la intención de borrar su memoria, pero en el momento que hizo contacto mental con el hombre se perdió. El mierdecilla se preguntaba por qué una puta como la mujer que había follado anoche era tan importante para Rez.
Imágenes de Leisa ardieron a través del cerebro de Rez. La volvió a ver montada por este animal rastrero ahora a sus pies. Compartió la alegría salvaje del hombre mientras empujaba dentro de ella, marcaba sus suaves pechos con sus dientes. Experimentó la satisfacción, la emoción de sostenerla abajo, sin importarle si le dolía o si sus dedos provocarían moratones en su delicada piel.
Los ojos color ámbar de Rez se volvieron negros, las pupilas y los iris se fundieron en oscuras piscinas de tinta. El caótico torbellino de su rabia le hizo señas. Y lo abrazó.
**
Cuando el frenesí lo abandonó, Rez se enfrentó a los resultados de su rabieta. La destrucción era inmensa, por decir algo. El techo de la vivienda estaba picado. Se abrían agujeros en las paredes. La alfombra había sido arrancada del suelo y estaba destrozada. Fibras de material de la ropa de cama y el colchón flotaban en el aire. Incluso el papel de la pared había sido arrancado y destrozado. Y la cama, el lugar de los hechos en lo que se refería a Rez, había sido reducida a trozos del tamaño de cerillas.
El único aspecto positivo de toda la situación era que el humano todavía vivía y respiraba. Con un gesto de la mano Rez enderezó la sala, recreando mobiliario y enseres, tapando agujeros en las paredes y techo. La cama también la recreó, aunque le irritó tener que hacerlo. Cuando todo estuvo como había estado, incluso con el moho en una esquina del techo y la humedad mohosa alzándose de la alfombra al lado del armario, volvió su atención al humano.
El hombre yacía acurrucado en posición fetal en la esquina más lejana de la habitación. Se retorció y gimió, con los párpados apretados y las manos agarrándose la cabeza. No tenía daño físico, pero había sufrido un trauma mental. En los confines de su mente un torrente de tonterías farfullaba sin parar. Si le dejaba como estaba, sería un vegetal.
Rez había sobrepasado sus límites de Seductor esta vez. Si algo de eso llegaba a oídos de su rey, la piel de Rez pronto adornaría el trono real. A pesar de su amistad, una vez que el Consejo se involucrara, Asmodeus se vería obligado a dar ejemplo con él. Y esos viejos idiotas gilipollas del Consejo sabrían lo que había hecho. Un demonio de morro marrón en busca de ventaja iría corriendo al Consejo con la noticia de la transgresión de Rez. Dado su odio hacia Rez, los miembros del Consejo estarían dispuestos a extirparse sus propios hígados antes de dejar pasar la oportunidad de eliminarlo.
Rez entró en la mente del humano, sanó las lesiones y borró todo recuerdo de Leisa y su propia visita.
Se vio tentado de joder la parte del cerebro responsable de su ansia por drogas y alcohol, acelerar su viaje hacia la tumba temprana que tan ávidamente cortejaba. Aún más divertido podría ser implantar una sugerencia subliminal de que se le marchitaría la polla en el momento que pensara meterse en las bragas de una mujer.
Anuló esos impulsos. Joder una mente así dejaría testimonio de la manipulación, y a pesar del placer impuro que le daría, la venganza mezquina no valía la pena si era atrapado.
Antes de desaparecer, infectó al hombre con un virus de gripe estomacal desagradable y a su colchón con un nido de pulgas. La generosidad de un demonio sólo se extendía hasta ahí.