Capítulo 5

Rez confundió los sentidos de Leisa, los emborronó a ambos a la vista humana, y la transportó de inmediato a su apartamento. Sólo entonces suavizó el beso y se retiró, trayéndola suavemente de vuelta a la realidad al reducir sus feromonas inductoras de deseo. Mientras veía como la conciencia se filtraba en sus ojos vidriosos por la lujuria, se preguntó cómo se había enamorado de esta mujer en particular. Leisa. Tal vez era la oscuridad que acechaba su alma lo que le atraía y realzaba su atractivo. Dios los cría y ellos se juntan.

Ella parpadeó, miró hacia abajo, obviamente sorprendida al darse cuenta de que estaba acurrucada contra él en el sofá de su apartamento.

—¿Cómo hemos llegado aquí? No recuerdo ningún ascensor o...

—Estabas… eh… ocupada en ese momento.

—Oh. —Soltó la camisa, alisando con aire ausente las arrugas mientras lo hacía, acariciando la seda con sus palmas. Inmovilizó las manos, como si de pronto se hubiera dado cuenta de las libertades que se estaba tomando. Se mordió el labio y las escondió a los lados.

Una vergüenza. Rez disfrutaba de la sensación de sus manos sobre su cuerpo. Ella era una deliciosa criatura a la que le gustaba tocar y él tenía la firme intención de asegurarse de que la tendencia se trasladara al juego del sexo.

Ella se sentó, inclinándose para mirar furtivamente la habitación.

—Bonito.

—¿Sólo bonito? —Rez no pudo dejar de sentirse ligeramente ofendido. Su apartamento era digno de un artículo en Hogares de los ricos y famosos. Se había asegurado de ello.

—Es um... —Se mordió el labio.

Para su sorpresa, leyó en su mente que ella estaba buscando un adjetivo adecuado que no le ofendiera sin que fuera exactamente mentira.

—Estéril —fue su pensamiento predominante cuando contempló su esfuerzo de decoración.

—¿Crees que es estéril? —preguntó, más divertido por el golpe a sus destrezas decorativas que molesto.

—Siento si te he ofendido. Está hermosamente decorado y los muebles son realmente exquisitos. Pero es tan monocromático, tan frío. Necesita color para darle algo de calidez y vitalidad.

Rez inspeccionó su casa con nuevos ojos. Ella estaba en lo cierto. Se aseguraría de poner remedio a esta carencia.

Más tarde. Después de haberla follado.

—No te disculpes. Eres una mujer perspicaz, Leisa, y valoro tu opinión.

Ella se ruborizó y agachó la cabeza.

—Gracias.

Su timidez y vergüenza ante su cumplido no se ajustaba a la mujer que había visto emborracharse hasta la inconsciencia y elegir un hombre diferente con quien follar todos los sábados durante el pasado año.

O tal vez esas cualidades iban con ella. Tal vez el alcohol era un accesorio para darse el valor de coger lo que quería, lo que ella pensaba que quería.

Rez tenía la intención de asegurarse de arruinarla para esos encuentros sórdidos. Después de que terminara con ella, si quería sexo saldría y lo tomaría de cualquier hombre que la atrajera, no emborrachándose tanto que se iba con cualquiera. En el futuro la vería exigir un amante hábil y no se conformaría con el primer canalla con la inteligencia suficiente para darse cuenta de que estaba demasiado borracha para decir que no.

Esa era su razón de ser, su razonamiento detrás de su decisión. Se negaba a mirar profundamente dentro de sí mismo y tal vez descubrir una verdad difícil de aceptar acechando como una trampa colocada para los incautos, que realmente podría desear arruinarla para cualquier otro amante excepto para sí mismo.

—¿Has decidido qué quieres que te haga?

Su rubor se hizo más pronunciado, bajando por el cuello y el pecho.

—No.

—Mentirosa. Has estado pensando en ello, ¿no? Has estado imaginando mi boca en tu cuerpo, imaginando mi lengua lamiendo en círculos cálidos y húmedos tus pechos, preguntándote cómo se sentirá cuando tome el pezón en la boca y…

—¡S-sed! —chilló ella, llevándose las palmas de las manos a las mejillas encendidas. Se levantó de un salto del sofá y se dirigió a la cocina—. Estoy muy sedienta. ¿Hay…? ¿Hay algo de beber por aquí? —Se deslizó hacia el refrigerador y abrió la puerta para mirar en el interior, abanicándose la cara para aprovechar mejor la oleada de aire frío.

Rez se quitó los zapatos y calcetines. Se disolvió y tomó forma detrás de ella.

—Siempre he sido un fan de los cubitos de hielo —dijo, disfrutando de su chillido asustado ante su repentina aparición—. Es muy divertido verlos… —hizo una pausa, acariciando su cuerpo con su mirada ardiente—, derretirse.

Leisa tragó, abriendo los ojos como platos. Él se inclinó hacia ella, observando cómo sus pupilas se dilataron cuando le rozó el pecho al extender una mano, casi sin querer, por supuesto. Cogió una botella de champán con una mano y el brazo de Leisa con la otra.

—Vamos a beber algo, ¿de acuerdo?

Sonrió para sus adentros cuando ella se relajó visiblemente y dejó que la condujera a la encimera de granito negro. Si pensaba que iba pasar la noche emborrachándose, mejor que pensara otra cosa rápidamente. De hecho, se iba a correr esta noche. Muchas veces. Y se aseguraría de que estuviera sobria como una piedra y que recordara con gran detalle cada vez que gritara su nombre.

Rez destapó expertamente la botella de champagne y lo sirvió en las flautas de cristal. Le entregó una y entrechocó la copa.

—Salud.

—Salud. —Leisa tomó un sorbo. Y otro. Cerró los párpados mientras lo saboreaba—. Esto es verdaderamente divino.

—Soy un hedonista —dijo—. Sólo lo mejor.

—Recuerdo al marido de mi hermana diciéndome que la vida es demasiado corta para beber vino malo. —Apretó los labios, los tensó brevemente antes de intentar una sonrisa.

—Suena como un hombre que me caería bien.

—Lo dudo. Y de todos modos, está muerto.

—Lo siento.

—No lo hagas. —Leisa vació la copa y se la tendió para que se la rellenara con una brillante sonrisa falsa pegada a los labios—. Mmmmm. —Tragó ella la mitad del vaso y la elegante columna blanca de su cuello y garganta le sacudió de su curiosidad por el cuñado que había mencionado.

Tomando su champán y centrándose exclusivamente en el objeto de su obsesión, Rez consideró sus opciones. ¿Una lenta seducción sensual? Tal vez un acoplamiento rápido y furioso la primera vez que la tuviera, seguido por una exploración pausada de su cuerpo.

Leisa apretó la copa contra su escote, jadeando cuando la copa helada enfrió su carne caliente. La mirada de Rez siguió el lento balanceo de la copa entre sus pechos. Su vista realzada notó la condensación del cristal frío formar perlas sobre su piel pálida y se imaginó lamiéndolas. Su polla se endureció. Sus pelotas se volvieron más pesadas con la necesidad y maldita sea si no rompió a sudar.

Debió haber hecho algún ruido porque su mirada saltó a la suya. Ella le sonrió, más genuinamente esta vez. Una luz traviesa y burlona brilló en sus ojos cuando se llevó la copa a los labios y bebió el resto de su champán. Estaba disfrutando el efecto que tenía sobre él. Es asombroso lo que un par de vasos de alcohol podían hacer con la timidez.

Rez apuró su copa y lo dejó a un lado. Podría disfrutar del champán francés en cualquier momento, pero de una mujer como Leisa...

Ella agitó la copa ante él.

—Más.

Él le hizo un favor, entró en su mente mientras bebía su copa para manipular ciertas funciones dentro de su cerebro y cuerpo. Esta noche podía beber champán por litros y no tendría efecto alguno. Ella simplemente metabolizaría el alcohol como si fuera agua.

Le puso las manos en la cintura, levantándola para sentarla en el mostrador.

—¿Cuál es tu elección, Leisa?

—¿Qué quieres decir? —Ella frunció el ceño, su copa a medio camino de sus labios.

—¿Aquí, en el mostrador? —Le separó las piernas, situándose entre ellas. Le pasó las palmas por los muslos, llevando consigo la fina tela de su vestido para mostrar sus bragas de encaje de color rosa tenue.

La mano de ella tembló cuando levantó la copa a los labios y bebió.

—O en la alfombra junto a la chimenea. Puedo imaginarte desnuda sobre esa alfombra. —Le acarició las caderas, las manos descansaron sobre la cintura. Atrapó su mirada, la sostuvo hasta que dejó la copa a un lado, con toda su atención en él y sólo en él. Como debería ser.

—El sofá es cómodo y versátil. Podría ser divertido cubrirte artísticamente ahí y tomarte. —Sus dedos bajaron para insinuarse por debajo de la cintura de sus bragas.

Ella empezó a respirar con jadeos. Saltó cuando él se las arrancó.

Las tiró descuidadamente por encima del hombro.

—Por supuesto, todavía no has visto mi habitación. Tengo la cama más enorme. —Rez se puso sus muslos por encima de los hombros y le acunó el culo, atrayéndola hacia adelante e inclinando su pelvis a su gusto.

—Aunque esto —él inclinó la cabeza, aspirando su aroma y soplando suavemente sobre los rizos suaves en la unión de sus muslos—, esto es, sin duda de mi agrado. —Le separó los labios con los dedos, le lamió el sexo brillante con una pasada lenta de la lengua.

Ella tembló, apretó los muslos alrededor de su cuello como mordazas.

—Oh, ¿te gusta lo que te hago? —Le lamió su pequeño sexo caliente, la lengua rodeó el clítoris, excitándolo. Se retiró un poco, lo suficiente para ver como el pequeño brote se hinchaba y enrojecía con la evidencia de su excitación. Aprobó lo que veía, la capacidad de respuesta a sus demandas. Como recompensa succionó, atrayendo el clítoris a la caverna caliente de su boca.

Su entrada estrecha se convulsionó y se abrió, invitando su invasión. Introdujo dos dedos, apretó, follándola, imitando el movimiento de una polla empujando.

Las respiraciones de Leisa eran poco más que jadeos, instándolo a llenarla, anhelando lo que sólo él podía darle. Su coño se apretó alrededor de sus dedos. Empujó el sexo contra su boca, exigiendo más.

Con una última lamida, él apartó los dedos de su cuerpo y se enderezó, empujándola hacia atrás hasta que la tumbó sobre el mostrador. Sus pequeños sollozos latían con desesperación y pérdida.

Él sonrió, una sonrisa salvaje, de triunfo. La tenía justo donde quería. Podía hacerle cualquier cosa. Lo que fuera.

—Dime lo que quieres, cariño.

Ella miró a esos ojos color ámbar, buscando su rostro. Los suyos estaban abiertos de par en par, vidriosos con un anhelo que le destrozaba el corazón.

—Te quiero a ti. Dentro de mí. Quiero que me folles, Rez. Quiero sentirte corriéndote en mi interior. Sólo por esta noche quiero que me ayudes a olvidar. ¿Puedes hacer eso por mí? ¿Por favor?

Sin palabras, por una vez en su larga y solitaria existencia estaba completamente sin palabras. Rez sólo pudo asentir. Le daría lo que quería. Era, después de todo, lo que secretamente deseaba.

—¿Aquí? —Su voz fue aguda como la de un adolescente y carraspeó—. ¿Aquí, Leisa? ¿En el sofá? ¿En el suelo? ¿En mi dormitorio? Tus deseos son mis órdenes.

Ella se separó de su mirada. Su cabeza colgaba a un lado y miró a través de la extensión de granito negro pulido, la delicadeza de su pálida mejilla era un marcado e impactante contraste.

—Aquí está bien —susurró. No merezco estar en tu cama. Si fuera tú no me gustaría que una vagabunda como yo manchara las sábanas.

Sus palabras no dichas, su profunda vergüenza, enjugó cualquier satisfacción que él aún pudiera tener por su conquista. Con una ternura que nunca había mostrado a un ser vivo, la levantó en sus brazos y salió de la cocina.

—¿A dónde me llevas? —susurró ella, acurrucándose en sus brazos.

—A mi dormitorio. A mi cama.

—¿Por qué?

—Porque te quiero allí. Porque perteneces allí. —Se inclinó para besarle la mejilla y se sorprendió cuando saboreó lágrimas. Cuando las lamió, la esencia salada hormigueó en la lengua.

—Gracias —susurró ella.

Su gratitud le cayó encima como un golpe físico. Lo que había ocurrido en su pasado le había robado su autoestima y la había dañado, le había hecho menos de lo que podía ser. Menos de lo que merecía.

Se dolió por ella. Sabía que haría cualquier cosa, lo daría todo, para no tener que escuchar en su voz esa vergüenza que le destruía el alma. Pero por mucho que quisiera hacerlo, no podía tomarlo en sí mismo porque ella lo había enterrado en lo más profundo, entre esas paredes lejanas, en una fortaleza mental impenetrable que ni siquiera él podía romper.

Y debería haberle preocupado mucho que ni siquiera quisiera intentarlo. Ella era humana y él, demonio. Ella era un juguete, algo con lo que se jugaba y luego se desechaba, si era posible, se corrompía para cumplir las cuotas, para preservar el equilibrio del bien y del mal.

Leisa no le necesitaba a él para señalar la dirección del Infierno. Ya había encontrado el camino por ella misma. Así que ¿por qué desearía arreglarla? ¿Por qué querría verla feliz?

Ella había lanzado un hechizo sobre él. Era peligrosa. Sabía que debería marcharse antes de que le atrapara más. Si no lo hacía, si se quedaba, podría haber un Infierno que pagar.

Ella podría ser su muerte. Y le importaba una mierda.

La quería e iba a tenerla.