Capítulo 15
AUNQUE en ocasiones parezca mentira, los meses pasan y con ello todo se hace más distante y en ocasiones llega el olvido, o esa suerte tienen algunos.
Si miro hacia atrás, me recuerdo a mí misma y me doy pena, aunque tal vez no merezca ni mi propia compasión. Rememoro las cientos de veces que le llamé al móvil, los mensajes de amor que le envié, cómo le supliqué un perdón que nunca me fue concedido. Intento ponerme en su lugar, pensar en lo que él sentía, pero siempre se produce la misma respuesta: la nada.
Nunca me cogió el móvil, no me dio un toque, no contestó a mis mensajes y mis emails, ni siquiera sé si llegó a leerlos o se limitó a darle al botón de borrar sin ningún tipo de contemplación. Supongo que esta opción es la más valida, pues aunque Leone me amó con toda su alma, lo destrocé; yo fui testigo de ese momento y me limité a quedarme quieta, a dejar que su corazón se partiese en mil pedazos.
Ahora le llamo Leone, me cuesta pensar que algún día le susurré Romeo al oído mientras hacíamos el amor. Él no me lo ha pedido pero yo me lo he prohibido. No tengo derecho, no me puedo considerar ni tan siquiera su amiga.
De todas maneras, nunca hablo de él. Puede que al principio lo hiciese a todas horas, puede que incluso de una manera preocupante y obsesiva. Pero mis amigas se cansaron. Normal. Nunca me lo dijeron. Sin embargo, a veces las palabras sobran. Al principio me escuchaban, me comprendían, me ayudaban, estaban conmigo a todas horas, me intentaban animar... pero un día notas que ponen los ojos en blanco, luego miran para otro lado y al final se limitan a escucharte y no contestar, intentando que la conversación termine pronto y poder hablar de temas más, ¿cómo lo diría?, actuales.
No las culpo; es más, me pregunto si yo habría sido capaz de soportar tantas conversaciones acerca de un amor de verano. Porque eso es lo mío con Leone para ellas, un chico que conocí en Nápoles, con el que pasé unos bonitos y peligrosos días de calor y del que luego me despedí de una manera melodramática en el aeropuerto. Nada más y, a decir verdad, eso es lo que debería ser.
Me intento convencer a mí misma de que mi estado se corresponde a una idiotez e incluso que me estoy volviendo loca. Puedo olvidarle, puedo no pensar en él, puedo seguir adelante, puedo incluso fingir que nunca ocurrió.
No puedo dejar de sentir un dolor en el estómago. No soy capaz dejar de verle en mi estado de inconsciencia en cuanto duermo. No tengo fuerzas para dejar de desear que sean sus labios los que siento cada vez que beso a otro hombre.
¿Que si he estado con otros chicos? Claro. Mi vida no se ha limitado a estar en casa llorando por su ausencia. De hecho, creo que no he vuelto a llorar desde el día del aeropuerto, como si mis ojos se hubieran secado de una manera triste e irremediable. He salido de fiesta como todo veinteañero, me he ido de vacaciones con mis amigas, he conocido a chicos, me he reído y me he besado.
He logrado llevar tan bien mi vida sin Leone, que para cualquier persona que me conozca soy una joven normal, no destaco por nada; es más, si les preguntas a mis padres, soy una chica totalmente feliz.
La verdad solo la sé yo. La certeza de que nunca podré amar a nadie es algo que llevo como una pesada losa encima de mis hombros. Que pase el tiempo y con ello llegue el olvido es mi mayor anhelo. ¿Por qué no se cumple? ¿Por qué no puedo parar de pensar en él? Solo Dios lo sabe.
En los días caldeados todo es más fácil, la calle se inunda de luz y de color y esa alegría se adhiere a mi cuerpo como una protección solar. Los días fríos y grises, en los que la lluvia o la nieve se apoderan del paisaje, el vacío se hace dueño de todo mi ser impidiéndome engañarme a mí misma, formando una losa que no sé cuánto tiempo seré capaz de llevar encima.
Soy una egoísta. Tengo todo lo que he podido desear y más. Trabajo en Antena 3 como periodista cultural. A mi jefa le encanto; a mí me encanta mi jefa. Hago lo que quiero y encima dicen que lo hago bien. La rutina del trabajo me permite ser feliz del único modo que ahora sé que lo experimentaré.
Como todas las mañanas, el móvil no para de sonar. Hoy, un poquito más, dado que es mi cumpleaños, un bonito y nevadísimo cuatro de diciembre. Desbloqueo la pantalla táctil y veo que me han llegado quince mensajes. Miro los destinatarios, no hace falta que diga qué nombre querría ver reflejado en la pantalla. Pero no, no hay suerte.
Me ducho, me aliso el pelo y me pongo unos leggins con un jersey negro que hace las funciones de vestido, y mis botas de cuero. Rímel, brillo de labios y ya estoy lista. Cojo una manzana de la nevera y doy pequeños mordiscos mientras acaricio a mi gata y veo el primer informativo.
Me encamino hacia la puerta y el móvil suena recordándome que lo olvidaba en aquella oscura casa. Miro la pantalla de nuevo, depende de quien sea lo cogeré o fingiré estar trabajando. No, no quiero hablar con todo el mundo aún.
Un nombre, y el corazón se me agita. No, no es quien vosotros os pensáis.
—¡Hola! —saludo nerviosa—, no esperaba una llamada tuya —añado mientras me muerdo las uñas y espero ansiosa su respuesta. Llevo mucho tiempo queriendo que me llame.
—Ciao —dice una voz masculina al otro lado—. ¿Qué tal estás?
—Bien —contesto deprisa, no quiero andar por las nubes. Necesito que me dé su información y rápido.
—Le he encontrado —añade leyendo mis pensamientos—, o eso creo —agrega con dudas.
—Cuenta —le animo a continuar sin dilación, mientras me apoyo en el sofá de mi casa.
—Primero, un poquito de protocolo —agrega—. No lo publicarás, ¿verdad?
—No —contesto inmediatamente. Necesito que confíe en mí—, te lo prometo.
—Está bien —decide confiar en mí—. Estaba haciendo un reportaje sobre la mafia napolitana —comienza a contar con suficiencia—. Las cosas están muy mal entre las dos familias y no para de haber altercados. Muchísimo trabajo, vamos —y ríe, porque lo único que le importa a mi colega es encontrar una buena historia que le dé prestigio—. El otro día me llegaron a mi hotel unos papeles de unos chicos de entre veinte y veinticinco años que fueron asesinados —dolor de estómago, mucho más que nunca—, no los han podido identificar: calcinados, sin huellas, sin dentadura... entiendes, ¿no?
—Sí —contesto mecánicamente. Me gustaría estar a su lado y pegarle un bofetón para que me contase la información más rápido—, ¿qué más? —añado un poco impertinente por mi parte.
—No me estaba llamando demasiado la atención. De hecho, creía que no iba a sacar nada de esto, pero al final se ha puesto bastante caliente...
—Dime lo que me interesa —le corto abruptamente mientras miro que me he mordido tanto la uña del dedo gordo que éste me sangra un poco. No me queda paciencia para cordialidades.
—Entre esos nombres —continúa—, hubo uno que me llamó la atención. Todo son conjeturas —explica—, ningún cadáver ha sido identificado; pero han mirado las desapariciones, que pertenecían a la misma banda...
—¿Sí? —me desespero.
—Bueno —continúa esta vez un poco molesto—, entre ellos figuraba un tal Romeo Leone. Al principio no sabía de qué me sonaba, era como si le tuviera que conocer; entonces recordé tu interés por este joven y supuse que te gustaría saber... —he dejado de escuchar, no oigo nada excepto la palabra que hace que caiga de rodillas: «muerto».
Muerto. Muerto. Muerto. Muerto. Nada más, no hay conjunciones en mis pensamientos, solo la palabra que acaba de pronunciar.
—¿Dónde está? —consigo preguntar con la boca reseca. Le he cortado pero ahora mismo nada me importa.
—Aquí —dice como si fuera obvio.
—¿Dónde? —pregunto con un hilo de voz.
—Los cadáveres están con un forense. Los cuerpos fueron encontrados en un basurero.
—Mándame la dirección del basurero por mensaje —le ordeno.
—¿Estás bien? —me pregunta preocupado.
—Sí —miento—, gracias —consigo decir con educación. Luego le cuelgo, me marcho corriendo a mi baño y vomito ante la mirada atenta de mi gata, que no sabe qué me ocurre.
Termino de tirar de la cadena y me levanto. Cojo el portátil y abro la página de vuelos de Ryanair. Con un click compro los billetes de ida y vuelta a Nápoles. Un día. No necesito más.
Preparo un bolso. No sé lo que he echado. Entonces me doy cuenta de que tal vez debería avisar a mi jefa. Nunca he faltado y es un favor que debo pedirle. Por mi mente cruza la idea de que en el caso de que no me lo dé, soy capaz de marcharme pese a que suponga un despido inminente. Es una locura, pero si me quedo en Madrid y no voy a Italia, sé que no me lo perdonaré.
Mi jefa me escucha asustada. No le cuento la verdad, le digo simplemente que me encuentro mal y que necesito ese día. Sé que ella se preocupa de verdad al escuchar mi voz y, igual que sé que a otros compañeros no les dejaría, a mí me da permiso sin dudar ni un momento. Soy una trabajadora modelo, prácticamente vivo en la redacción, siempre disponible y trabajando, me lo debe; yo lo sé y ella también.
Cuando intento cerrar con la llave la puerta de mi casa, me percato de que algo raro me tiene que estar sucediendo, las manos me tiemblan en intervalos muy cortos, como espasmos. Entro en mi parlanchín ascensor y cuando por el altavoz suena: «Piso cero», bajo y me pongo a correr. Sin sentido, golpeando a la gente que no se aparta de mi camino. Veo al taxi y prácticamente me tiro encima de él. El taxista me grita y probablemente me insulta. Yo le enseño el fajo de billetes y todo cambia. Me lleva al aeropuerto sin volver a hablar.
En la escala de Milán, decenas de recuerdos aparecen frente a mí. Nada ha evolucionado o al menos eso me parece. Por un lado, rememoro cómo esperábamos ansiosas el avión coqueteando con el chico de enfrente. Casi nos oigo reír. Por otro, vuelvo al momento en el que, agazapada, lloraba en los brazos de Tamara. Me desprecio.
La hora de Milán a Nápoles se me pasa volando, miro las nubes que envuelven al avión y deseo perderme entre ellas.
Al poner el primer pie sobre Nápoles, un aire frío cala mis huesos y vuelvo a tener ganas de vomitar. «¿Por qué no regresé antes?», me pregunto. «Porque él no quería verte, Berta», contesta algo en mi interior; «no te respondía, te había olvidado, ya no te quería».
El taxista me mira con cara de salido pero algo en mí le asusta y conduce sin dirigirme la palabra hasta las señas que le he dado. Cuando entro en el barrio y empiezo a recordar y reconocer lugares, me abstengo de mirar. Cada esquina me recuerda a un beso, a una caricia y a una sonrisa de la última noche. La última noche que fui feliz.
Llego al bloque, la puerta sigue rota, los alrededores siguen estando abarrotados de pobres, prostitutas y yonquis. Nadie me pregunta quién soy, nadie me impide entrar, y de la manera más fácil del mundo, llego a su puerta. A su casa. Antes de llamar me planteo qué pasará si él no ha muerto, si me abre la puerta y no le reconozco, si me insulta, si no me quiere ver, si me dice con suficiencia que no pinto nada ahí. Lo prefiero, cualquier cosa antes de imaginar que su esencia ha desaparecido de este mundo para marcharse a otro que no sé a ciencia cierta si existe o no.
Llamo. Una vez. Dos. Tres. Nada.
En mi percepción lo hago flojito, casi sin fuerzas, hasta que una mujer sale y me mira preocupada.
—Bonita, ¿estás bien? —dice mientras me sonríe con unos dientes negros consumidos por la droga.
—Sí —miento débilmente.
—No sigas llamando —me aconseja—, nadie te abrirá.
—¿Por qué? —pregunto mientras vuelvo a intentar morderme las uñas y veo que mis nudillos están sangrando.
—La señora se murió —dice contenta por tener a alguien a quien contar un cotilleo—, una tragedia, una sobredosis. El hijo fue quien la encontró —añade esperando a que empiece a preguntar para seguir charlando.
—¿Y el hijo? —pregunto con debilidad.
—No se supo más de él —me invita a entrar a su casa y lo hago sin saber si me va a robar—, nunca volvió —dice mientras me limpia los nudillos con una toalla que no parece nada higiénica. Me dejo—. Al principio decían que se había marchado con una chica, una española que le rompió el corazón. Pobre muchacho... —desvaría—, pero luego —vuelve al hilo de la conversación—, me dijeron que había vuelto con la gente mala —y cuando pronuncia «mala», se estremece sin querer—. Hace poco la vecina del sexto me contó la verdad.
—Y ésa, ¿cuál es?
—Murió —dice mientras se encoge de hombros—, o eso dicen. Fue un día muy feo, mataron a muchos y el muchacho se encontraba entre ellos —los ojos me escuecen y me los rasco—, una pena...
—Me tengo que ir —me levanto.
—Lo siento si era tu amigo —agrega la mujer mientras me da golpecitos en la espalda—; tenía muchas amigas. Muchas chicas que lloraron el día que se murió. Él no era bueno con ellas. No, señor. Solo lo fue con una, pero ella no le quiso, ¿sabes?
Me marcho de la casa sin despedirme. Sé que quiere contarme el cotilleo de la muchacha española que destrozó a Romeo Leone, pero no quiero escuchar, no quiero saber cómo se narra mi historia desde labios ajenos.
Lo más lógico es que me marchase al aeropuerto. Es la dirección que quiero dar, pero al montar en el taxi en mi voz resuenan palabras extrañas de recuerdos pasados. El taxista no me quiere llevar, así que le vuelvo a enseñar el fajo de billetes y sin ningún problema se deja comprar.
Una vez en el club descubro que ya no siento miedo como la última vez que lo pisé. Abro la puerta ante la mirada atónita de algunos viandantes. Por dentro ha cambiado bastante. Una barra americana precede a cada mesa, y chicas jóvenes y bellas se desnudan mientras viejos babosos y asquerosos las soban y las meten dinero por partes que no debería ser legal que se tocasen en una striper.
Me acerco a la barra del fondo y miro al nuevo camarero. Tiene una gran cicatriz en la cara, seguro que éste no es su único empleo.
—¿Quieres algo, preciosa? —me ojea de arriba abajo mientras se relame la boca—. Beber, fumar, trabajar... —asiente al ver mis curvas.
—Ver a Abramo —contesto con seguridad.
—Me temo que eso no va a poder ser —dice mientras sonríe con picardía.
—He venido desde España para verle y esperaré el tiempo necesario —digo mientras me siento en un taburete.
—Puede que sea toda una vida —contesta.
—Me parece bien —contesto desafiante.
—Y mientras tanto, ¿quieres tomar algo? —dice mientras me señala los zumos.
—Un whisky doble y un paquete de cigarrillos.
—¿Marca?
—Me da igual.
—¿No es muy pronto para beber, preciosa?
—No —contesto tajante.
Y me echa el whisky, me da un paquete y se marcha. Me muevo nerviosa por el bar intentando ver al padre de Leone en alguno de los sofás o trapicheando en un rincón, pero debe estar en su despacho.
Me siento en un sillón e inmediatamente después, una joven se sube a la barra americana y me baila. No le digo que pare. Fumo un cigarro tras otro a la espera.
—No me reconoces, ¿verdad? —pregunta la bailarina.
—No —niego mientras doy un largo trago a mi whisky e intento no vomitar en el instante.
—Lo suponía —dice mientras se ríe amargamente. Capta mi atención y la miro y veo que detrás de esa melena rubia recogida y ese cuerpo casi desnudo hay algunos rasgos que me suenan.
—Ángela —digo para mí misma aunque suena en voz alta.
—La misma —confirma que no me he equivocado mientras se quita el sujetador—. ¿Qué haces aquí? —me pregunta.
—He venido a buscarle —digo mientras me encojo de hombros.
—Le tenías y le dejaste. ¿Sabes lo mal que lo pasó? ¿Lo sabes? —me espeta.
—No —reconozco mientras me fumo otro cigarro.
—Y ahora lo quieres... como si pudieras tenerle cuando te diese la gana —dice mientras se balancea hacia un hombre que acaba de entrar y le mete treinta euros en el tanga.
—Sé que ya no puedo tenerle —me levanto agobiada—, sé que ya no está.
—¿Entonces? ¿Qué haces aquí si él ya no está entre nosotros? —pregunta Angela mientras una lágrima asoma por sus mejillas.
—Necesito hablar con su padre.
—Y podrás hablar con él —afirma una voz que aún reconozco detrás de mí—, nunca pensé que te podría volver a ver.
Me giro y ahí está Abramo, como siempre, con esa cara llena de maldad que te atraviesa el alma, con esa mirada negra, con esa boca con dientes afilados y ese cuerpo cargado de tatuajes de precaución y santos.
—Pero ven a mi despacho —señala mientras me indica con el brazo que le siga—, no voy a hablar con la ex novia de mi pequeño aquí —sus palabras tienen la cantidad exacta de ironía y de sorna.
Le sigo y atravesamos el local mientras las personas se hacen a un lado y miran a Abramo con la dosis justa de admiración y terror. En esta ocasión vamos a una sala con un gran sofá de terciopelo negro donde el capo se sienta nada más llegar.
—Siéntate —me indica.
—Estoy bien de pie —contesto mientras observo a la persona más temida de Nápoles y solo siento asco.
—Siéntate —ordena la voz de un hombre que no había visto y que aparece de la esquina derecha: Alessio.
—Déjala —dice Abramo, que parece muy divertido—, y dime, preciosa, a qué has venido, porque imagino que no será para trabajar conmigo ahora que mi hijo no está.
—¿Dónde está Leone? —digo.
—¿Ves, Alessio?, ya ni le llama Romeo. Le amariconó y ahora ya no le quiere —me guiña un ojo.
—¿Dónde está? —repito.
—Pregúntate a ti misma, seguro que sabes la respuesta.
—Dímelo tú.
—Adonde le llevó convertirse en un traidor —contesta mientras se pone de pie.
—¿Vas a decirme el lugar exacto? —pregunto intentando no perder la calma.
—No.
Sé que no solucionará nada hablar con él. Por algún extraño motivo había pensado que ahora que su hijo estaba muerto, me dejaría ir a despedirme de él, pero no lo hace.
—¿Dónde están los Giaccomo? —le pregunto, puesto que lo único que quiero es enfrentarme a sus asesinos.
—¿Para qué lo quieres saber? —muestra interés mientras se inclina hacia delante con una amplia sonrisa. Está disfrutando del momento.
—Quiero hacer justicia por lo que le hicieron.
—¿Tú? —y mientras lo pregunta, rompe en una sonora carcajada que casi hace que se vaya hacia atrás.
—Yo misma —no me amedrento, víctima de la locura.
—Te matarían en un minuto.
—Ése es mi problema.
—Además, para ser honesto, debo decirte una cosa —espero; no sé por qué, pero por su mirada veo que está disfrutando de este momento—. ¿Quién te ha dicho que hayan sido los Giaccomo?
—Yo lo había supuesto... —titubeo. Es verdad que nadie me lo había contado, pero durante todo el tiempo había dado por sentado que habían tenido que ser ellos.
—¿No eras periodista? Está muy mal suponer; y en este caso no han sido ellos —afirma.
—Entonces ¿quién...?
—Uno de los míos —está hablando del asesinato de su hijo con tanta tranquilidad que me asquea. Me levanto e intento golpearle la cara, pero Alessio se adelanta y me sujeta desde atrás haciéndome daño en los brazos.
—Era tu hijo —escupo tratando de zafarme de Alessio, que me tiene bien sujeta.
—No, era un espermatozoide que engendré en una prostituta.
—Aun así...
—Aun así —me interrumpe imitándome y Alessio me aprieta más para que no pueda hablar ni moverme. No siento miedo—, yo no di la orden de que le mataran.
—Tú eres el jefe —no me creo lo que está diciendo.
—Y Leone era un traidor. Nos vendió. Se unió a la policía y nos enteramos. Alguien le mató. Eso es todo —me expone como si se tratase de lo más normal.
—¿Quién? —solo necesito un nombre para poder vengar su muerte. En estos momentos no pienso en las consecuencias.
—No lo sé —se toca el mentón, pensativo, y agrega—: No lo he querido saber porque, aunque fuera un delator, llevaba mi sangre y por mi honor tendría que ajusticiar al que la hubiera derramado; y Leone no se lo merece —se queda pensativo un momento y noto cómo Alessio le está haciendo gestos detrás de mí. Aunque quiero ser valiente, mis piernas comienzan a temblar no solo porque sé que ese hombre me quiere matar, sino porque me acabo de enterar de que Leone murió por tratar de ir por el buen camino, traicionando a los suyos—. No, hoy no estoy para muertes —habla con mi captor y noto su enfado, aunque no dice nada—. Deja que se marche. El peor castigo para esta señorita es que tenga en mente que Leone murió por su culpa —y se dirige a mí para añadir—: Porque el maricón de mi hijo ha muerto por intentar merecerte.
En el mismo instante que me suelta, me giro sin despedirme y me dispongo a marcharme, en cuando noto que tengo que decir algo o explotaré:
—Él no era ningún maricón, si es que quieres usar esa expresión como un insulto.
—¿Y qué era? —me pregunta intrigado.
—Era mucho mejor de lo que llegarás a ser tú.
Y me marcho mientras oigo una conversación simultánea ideada para hacerme daño, si es que aún hay algo que me pueda afectar.
—¿Le doy un escarmiento, jefe? —pregunta de nuevo Alessio, y yo tiemblo aunque ya esté lejos de ellos, puesto que no sé si después de mis palabras Abramo estará tan dispuesto a dejarme marchar como antes.
—No —dice Abramo, y entonces eleva el tono y me pregunta—: Si tan bueno era, ¿por qué le dejaste?
Sus carcajadas me acompañan hasta que estoy fuera del local. El taxista no me ha esperado. Intento sacar el móvil para llamar a uno, pero veo que me lo he olvidado en España. Me dedico a andar y andar con el temor de que me roben, me peguen o algo peor. Pero nadie me toca; me miran y se apartan, es como si mi rostro destilara tanto dolor o tanta ira que temieran meterse con la persona equivocada.
Paro al primer taxista que me encuentro y le digo las señas del último mensaje que he leído en mi móvil, y me deja frente al basurero que me obsesiona.
Cientos de bolsas de basura, mugre y olor a mierda aparecen. Fue lo último que el cuerpo de Leone tocó. Me quedo quieta mientras lo observo desde la lejanía. Una mujer está hurgando en busca de comida, un hombre saca cartones y un niño pega una patada a unos restos de comida.
A diez metros me encuentro yo, con el corazón destrozado, queriendo gritar o llorar y sin hacer nada. Cruzo el paso de peatones pero me quedo parada en mitad de él esperando a que Leone llegue con su moto y me pite o me atropelle, da igual. No ocurre nada, como no ocurre desde que me marché.
¿Cómo te despides de alguien a quien has amado? ¿Cómo? Por favor, necesito que alguien me lo explique. No es la primera muerte en mi vida; he pisado los tanatorios en otras ocasiones, he llorado mientras veía que los seres queridos se encontraban detrás de una pared de cristal, sin poder tocarlos, cerca y lejos a la vez.
He visto a mujeres ataviadas de negro hablarle a un mármol que comunica con el cuerpo sin vida de su gran amor. He visto a esas ancianas descomponerse de dolor mientras veían que el compañero de su existencia se había marchado y que solo una mísera losa fría les permitía estar cerca.
Otras veces, alguien con una urna muy pequeña pero que contiene lo más importante, se ha subido a un peñón para expandir sus cenizas y que de alguna manera siempre estuviese a su lado, acompañándoles.
He oido hablar a gente de abuelos que los acompañan, que aunque se han marchado, sienten su presencia y creen que desde el más allá les ayudan y protegen.
Pero todas esas personas en algún momento han tenido algo de lo que despedirse. Yo tengo un basurero en el que tiraron su cadáver y lo peor de todo es que tal vez no merezca más.
Rozo el cubo de basura y me quema, me aparto y pego un pequeño grito mientras me agarro la tripa con todas mis fuerzas intentando darme las fuerzas que necesito. La mujer que está recogiendo la basura me mira extrañada y yo me caigo al suelo y me abrazo las rodillas, me quedo en la postura fetal mientras un olor asqueroso inunda mis entrañas.
La señora se acerca arrastrándose por el suelo y me coge acariciándome el pelo y entonces, aunque no la conozca de nada, aunque su ropa huela a alcohol, me engancho a ella con todas mis fuerzas y lloro desconsoladamente. Ella no me habla, se limita a apartarme el pelo de la cara y limpiar las lágrimas que no paran de brotar de mis ojos, que ahora mismo están inundados y me impiden ver.
En el avión de vuelta ya vuelvo a ser la mujer con la máscara de hierro que me he forjado. Sonrío a las azafatas, miro por la ventana, como un panino... pues sé que éste es mi secreto, algo que he de sufrir sola, algo que cuando llegue a España estará en un rincón de este corazón que ahora se encuentra tan débil. Nadie más lo sabrá, es mi carga, mi penitencia... mi vida, mi Romeo. Sí; le llamo Romeo y su cara morena con esos labios carnosos aparece como la más dura de las verdades, y le beso en sueños como tantas veces podría haberlo hecho si hubiera tomado otra decisión.
Mi gata chupa mi mano como si intentase curar mis heridas. Me abstengo de decirle que son tan profundas que ni su lengua áspera podrá llegar a sanarlas.
Mi móvil brilla indicando que hoy he estado muy solicitada: treinta mensajes, treinta llamadas perdidas, quince de Tamara. Mis manos deciden que no voy a estar en casa y con rapidez y soltura escriben un SMS a ella, mi mejor amiga, que cita: «Me voy al pueblo».
Lo leo extrañada, no recuerdo haber pensado irme allí pero ahora mismo no me parece tan mala opción, en ningún lugar voy a estar a salvo con mis pensamientos y conducir me despejará la cabeza.
Conduzco por encima del límite de velocidad. Cuando me doy cuenta, aflojo; pero no siempre lo veo. Necesito llegar a Villar del Maestre. Ese pequeño paraíso de la serranía conquense. Mi pueblo. Sin cobertura. Aislado por unas montañas verdes que coronan todas las vistas. Una comunidad de tres habitantes empadronados donde todos los veranos nos reuníamos amigos venidos de todas las puntas de España. Donde están mis amigos de verdad, donde me siento segura, donde siempre he sido feliz. Quiero que su aura me invada para poder así contener un poco el dolor desgarrador que amenaza con apoderarse de mí.
Llego a la plaza, a mi hogar. Dos de sus habitantes, una pareja de ochenta años que lleva toda su vida allí, me saludan extrañados, tal vez por las pintas que llevo, tal vez por aparecer en mitad de la noche rompiendo la rutina que suele acompañar a la zona.
La mujer, Paz, me pregunta por mis padres, por mis abuelos, por mis tíos, por mis primos, por mis estudios... por todo. Yo contesto con amabilidad. La mujer está siempre allí, me quiere y no tengo por qué pagar mis malos momentos con ella.
En cuanto puedo invento una excusa para marcharme y andar. Ando por los caminos serpenteados que dan a la linde del bosque, escuchando con tranquilidad las luciérnagas. Paseo por la chopera de árboles y me detengo a arrancar alguna hojita hasta que finalmente subo a la iglesia.
La cuesta empinada se me hace eterna, pero una vez he llegado arriba no me arrepiento, desde el mirador puedo observar el pueblo rodeado por las montañas y eso me calma unos instantes.
Me enciendo un cigarro y empieza a nevar. Permanezco sentada en el banco del observador mientras los copos caen a mi alrededor. Me siento en paz. Respiro profundamente. Entonces, en la lejanía, dos faros me llaman la atención. Vienen hacia mi pueblo y sigo su trayectoria.
Cuando veo al Ibiza amarillo todo me da vueltas. Tamara, mi Tamara, ha venido a ayudarme. No ha hecho falta que se lo diga. Ella lo sabe. Mi mitad, mi amiga, lee dentro de mí como yo leo dentro de ella. Era a quien necesitaba; y allí está.
Bajo corriendo por la cuesta de la iglesia sin temor a caerme por la pequeña capa de hielo que se ha empezado a formar. Necesito llegar hasta ella, solo eso. Me paro frente a su hermosa casa color amarillo, fruto de una historia de amor de las que tienen final feliz.
Espero en su puerta y ella sale. Su cabello recogido en una cola de caballo negro azabache, su flequillo negro recortando su cara y una amplia sonrisa me reciben.
—¡Felicidades, boba! —saluda alegre y le respondo con la misma sonrisa—. ¿Qué narices has hecho hoy?
—Si te lo contara, no me creerías —contesto mientras me acerco y la abrazo más fuerte de lo normal.
—¿Te pasa algo? —pregunta mientras enarca una ceja. Luego mueve la cabeza y continúa hablando muy rápido. Está nerviosa—. Con todo el tiempo que llevo planeando tu regalo y vas tú hoy y no me coges el móvil, no vas al trabajo, no estás en casa... ¡Desapareces de la faz de la Tierra!
—Lo siento —me atrevo a decir mientras Romeo vuelve a aparecer en mi mente y el corazón vuelve a dolerme.
—No te lo tendría que dar... pero ¡qué narices! Con lo que me ha costado, o te lo doy o me cabreo conmigo misma. Además —añade—, no sé dónde lo voy a meter... —y me guiña un ojo.
—Gracias —contesto cansada—, pero necesito hablar —quiero contárselo. Ser egoísta y que ella me ayude.
—Luego. Primero, el regalo —dice emocionada.
—Tamara, es importante —algo se cae dentro de la casa—. ¿Has venido con alguien? —pregunto mientras me enfado porque querría tenerla para mí sola.
—Sí —repone orgullosa.
—Entonces creo que es mejor que me vaya... —digo mientras comienzo a andar. No me apetece hablar con nadie, no puedo fingir, no esa noche.
—¡Espera! —me grita. Pero yo me doy la vuelta y comienzo a bajar el camino mientras las cortinas de su casa se abren.
Noto que viene hacia mí pero no me giro, es más, comienzo a andar deprisa, ya le contaré lo que me pasaba y seguramente me comprenda, pues aunque ella le odiase, a su manera me apoyará, estoy segura.
—¡Berta, espera! —oigo a Tamara y me giro.
En la puerta están todas mis amigas esperándome. Supongo que me ha organizado algún tipo de fiesta sorpresa y las ha trasladado hasta el Villar.
—¿Se puede saber qué te pasa? —está respirando agitadamente. Como yo, Tamara no suele hacer mucho deporte.
—Mañana te lo digo. Diles a las chicas que gracias, pero que no me encuentro bien.
—¿Es verdad?
—¿El qué?
—Que no te encuentras bien.
—Sí —confirmo derrotada.
—¿Qué ha pasado? —pregunta preocupada mientras me empieza a dar calor con las manos a ambos lados de mi cuerpo, y entonces me percato de que no llevaba chaqueta.
—Mañana te lo digo —repito—. Tú disfruta ahora de la fiesta —supongo que llevará meses planeándolo y no quiero que se lo pierda por mi culpa.
—No y no —niega en rotundo—. No te voy a dejar sola si algo te pasa, y no voy a disfrutar de la fiesta si tú no estás conmigo. Así que vamos a tu casa y me explicas —se gira y grita al resto de las chicas—: Nos vamos un momento, después venimos —noto que el resto se molesta con Tamara pero a ella no le importa, solo tiene ojos para mí.
Una vez en mi salón, Tamara me obliga a sentarme y trata de encender la chimenea aunque no lo consigue. Cabezona como es, ella no cesa en su empeño hasta que al girarse me ve tiritar. Sin decirme nada se marcha de la sala rumbo a mi habitación, en donde coge una manta que me echa por encima. No ha hecho falta que le acompañe, puesto que ella se conoce cada milímetro de mi casa al dedillo casi de la misma manera que yo conozco la suya.
Se sienta en una silla frente a mí y espera a que le cuente toda la historia. Yo lo hago sin ocultar nada y añadiendo algunos datos de nuestras vacaciones que hacen que a ella se le frunza el ceño. No me interrumpe y me deja terminar antes de hablar. Supongo que con su mala leche me va a regañar, pero en lugar de eso se acerca a mí y me abraza.
—Lo siento mucho —susurra a mi oído y sin darme cuenta, comienzo a llorar mientras en cierta manera soy acunada por ella—. ¿Sabes? —sigue hablando—, todo lo que hice fue por tu bien, porque no quería ni quiero que nada malo te pase —en este punto noto cómo su voz está temblando—. Espero que seas consciente de que yo estoy aquí para reír, llorar e incluso pegar —bromea—, y todo por ti.
—Gracias —logro decir entre el hipo.
—No hace falta decirlo, para eso están las hermanas —afirma.
—Dirás las amigas —le corrijo.
—No, las hermanas. ¿O es que acaso yo no soy eso para ti?
Lo pienso un instante y las imágenes a modo de recuerdo acuden solas: Tamara y yo yendo a misa con cuatro años siendo monaguillas; las dos aprendiendo a usar la bicicleta y haciendo excursiones y viajes reales e imaginarios por el pueblo; viendo «Titanic» tres veces seguidas en las noches de invierno; soplando las velas de los cumpleaños, ya sean de ella o míos; de fiesta y en casa las dos solas hablando; llorando y riendo hasta doblarnos en dos; discutiendo y arreglándolo; viajando por Benidorm y visitando el Palacio Real en Londres.
En todos y cada uno de los momentos de mi vida, tanto en los insignificantes como en los más importantes, allí había estado ella.
La oscuridad de la muerte de Romeo da paso a un rayo de luz, y ése es Tamara. Sé que el sufrimiento será compartido, pues ella nunca podrá ser del todo feliz mientras yo esté mal, y eso me ayuda a dividir la carga. Entonces recuerdo la frase que siempre me aconseja cada vez que estoy mal: «No llores por no poder ver el sol, porque las lágrimas te impedirán ver las estrellas». Eso es ella en mi vida, mi estrella, el astro que me dará luz incluso cuando las farolas se nieguen a hacerlo.
—Por supuesto que eres mi hermana —afirmo.
—¿Qué te parece si como buena hermana que soy, subo y les digo a las demás que te encuentras mal, cojo un paquete de palomitas y otro de pañuelos y pasamos la noche viendo películas?
—No concibo ningún plan más perfecto.
Se marcha y en el umbral de la puerta se gira solo para dirigirme una sonrisa de ánimo. Ahora sé que los finales felices solo existen en los cuentos de hadas, que la realidad es cruda tal y como dicen, y que siempre hay baches a lo largo del camino; pero también estoy segura de que al lado de Tamara todos los impedimentos y las desilusiones serán mas fáciles de llevar, porque cuando yo me caiga, la tendré a ella para levantarme y darme la mano.