Capítulo 4
TAMARA comía a grandes bocados su panetone de jamón york y queso, llena de migas por toda la ropa. Estábamos esperando a que la visita guiada por Nápoles comenzase y nos habíamos sentado debajo de un pequeño árbol para burlar a los rayos del sol sin ninguna efectividad. No sabía cómo lo haría, pero tenía el reto personal de acabar mis vacaciones en ese lugar pasando tan solo un día sin sentir que era un animal dentro del horno asándome para ser comido después.
El puesto donde Tamara había comprado el dulce típico de la ciudad tenía también zumo de naranja granizado, por lo que preferí hacerme con esta segunda opción con la esperanza de que me quitase un poco el calor. Cuando el cítrico tomó contacto con mis manos, se derritió transformándose en líquido en menos de treinta segundos. Me llegaba a plantear si tener una temperatura corporal tan elevada era buena señal.
La actividad que habíamos pagado ese día era muy sencilla: pagamos cinco euros a una guía para que nos enseñara los puntos más importantes de Nápoles. La visita duraba hasta las cinco de la tarde con un descanso para comer; no sería hasta la noche cuando iríamos a la playa para reunirnos con nuestros inseparables amigos para hacer unas hogueras típicas de esa zona. No me enteré muy bien de cuál era la historia, pero me quedó claro el procedimiento. Se hacían las hogueras, se comía un poco, se llevaba bebida a mansalva y luego cada uno disfrutaba a su manera.
La chica que nos debía enseñar la ciudad vino tras un retraso de unos veinte minutos. Tenía el pelo rubio sedoso y unos ojos azules que parecían cristales. Lucía un cuerpo esbelto que resaltaba con unos mini pantalones blancos y una camiseta de tirantes azul celeste. Los shorts hacían contraste con su bonito cuerpo moreno. Francamente, era muy atractiva.
No suelo prejuzgar a la gente, es un comportamiento que nunca he soportado. Aunque a esta chica la juzgué nada más llegar. Estaba allí para seducir a los visitantes. Era un trabajo de verano en el cual ella sacaba su particular beneficio intimando con los turistas.
No creo que mi opinión fuera precipitada. Cuando llegó, obviamente causó impresión entre todos los chicos que formaban mi grupo, a uno de ellos creo que hasta le tuvieron que cerrar la boca, pues parecía que iba a empezar a babear como un nene. Los más valientes y seguros de sí mismos se acercaron a plantearle absurdas preguntas para que ella se fijara en ellos. La joven respondía dándose aires, coqueteando sin disimulo. Además, no paraba de sonreírles, atusarse el pelo y tocarles. Daba igual que fuera el brazo, la mano u otra zona del cuerpo, lo importante era el contacto. A los más afortunados les llegó a hacer una caricia en la mejilla a la que respondieron como perros mansos. Me pareció una situación surrealista pero cómica.
Con las mujeres era harina de otro costal, sonreía pero se notaba que le costaba esfuerzo y lo hacía forzada, contestaba con un mero y escueto «Sí» o «No» y se giraba. Si alguna atrevida osaba volver a hacerle una cuestión, ella se daba la vuelta irritada dando incluso un poco de miedo. Finalmente, volvía a su plan inicial y seguía al acecho de algún hombre. Los que lucían trajes o relojes de alguna conocida firma eran los que más atenciones recibían. Me caía francamente mal, y eso que aún no había distinguido de quién se trataba.
En la discoteca no la había visto mucho, más que nada por el temor de que se me echara encima como un tigre. Creo que si ella no me hubiera reconocido y me lo hubiera hecho saber, yo habría sido tan ingenua de no identificarla.
—Hola —me saludó con un tono cortante y desagradable.
—¡Hola! —respondí yo sin comprender muy bien por qué me miraba como si fuera un insecto.
—No te acuerdas de mí, ¿verdad? —continuó poniendo un dedo en mi barbilla y obligándome a mirarla directamente a los ojos. Me sentí muy incómoda.
—No soy de aquí. Creo que te has confundido —insegura, intentaba buscar con la mirada a Tamara y Pilar, para ver si ellas podían explicarme qué estaba sucediendo.
—Creo que sí nos conocemos, o al menos nos hemos visto —su voz de pito sonaba dulce y por raro que pareciera, también escalofriante mientras apretaba más su dedo en mi mentón—. ¿No eres tú la chica del Arenile?
—Sí. He ido allí, pero de verdad no recuerdo haberte visto... —respondí mientras intentaba reflexionar sobre dónde podía haberla visto en la discoteca.
—Soy la novia de Leone, y esa noche me enfadaste un poco —clavó su uña en mi cara mientras decía el dato. Lo hizo con tanta sutileza que nadie más de nuestro grupo se dio cuenta.
—No sabía que tenía novia —respondí avergonzada. La chica podía haberse marchado, pero se rio con suficiencia. Fue esa soberbia la que me devolvió el poco orgullo que me quedaba—. De todas maneras, no es conmigo con quien tienes que hablar. No fui yo la que se marchó para hablar con él, así que si tienes algún problema, creo que es con Leone, soluciónalo con él.
—No vayas detrás de Leone —ahora sus palabras se habían convertido en una amenaza.
—No pretendo ir detrás de nadie que tenga pareja —era cierto. No me atraía la idea de destrozar a una persona—. La próxima vez que venga le diré que he hablado con su novia. Pero a mí no me intimides —había surtido efecto, ya que la chica había soltado mi rostro y parecía nerviosa.
—No es... no es... —titubeaba—, no es mi novio... —finalizó mirando cómo se retorcían su manos—. Pero es mío —repuso posesiva, levantando la cabeza y mirando con una ferocidad que creía no era posible en un ser humano—. Así que no te acerques a él —ahora era una amenaza en toda regla. Normalmente me habría ido llorando a mi casa o me habría asustado tanto que le habría dicho: «Sí, no me acercaré, pero no me pegues». La reacción no tuvo lógica, ya que con mi mejor sonrisa añadí:
—No me digas lo que puedo o no puedo hacer —hice una pausa mientras la miraba fijamente—, haré lo que quiera con Leone.
La rubia escupió entonces a un centímetro de mi pie y se marchó. Cuando pasó por mi lado, me propinó un sutil y doloroso codazo en las costillas al que yo no respondí. Sabía que era la excusa para una pelea de «gatas» y no quería verme envuelta en esa situación. De hecho, nunca me había pegado en mi vida y dudaba que supiera. Creo que le habría tirado del pelo y ya no habría sabido cómo seguir.
Tamara y Pilar, que lo habían escuchado todo, tuvieron que poner su pequeño granito de arena y, nada más ver que estaban a salvo, empezamos a cotillear.
—Menuda cerda —fue la primera impresión de Tamara, ante la que no pude evitar reír—. ¿De verdad no te acordabas de ella? —dudó.
—No, ¿tú sí?
—Era una de las joyitas del edén de Leone. Cuando estabas bailando con él hizo el baile más porno que nunca he visto para llamar la atención del malote ése —explicó mientras ponía los ojos en blanco.
—Supongo que me debería acordar, porque me fijé que me miraban francamente mal...
—Pero estabas tan emocionada bailando... —añadió Pilar con un tono cursi.
—La pequeña Cenicienta en su baile de medianoche —ironizó Tamara—, solo que en esta ocasión el príncipe tenía veinte plebeyas con las que acostarse después...
—Yo no estaba emocionada —espeté—, solo quería quitármelo de encima para que nos dejara en paz. ¡Era la única manera! —me justifiqué.
Mientras, el discurso de la chica que se presentó como Ángela empezó a resonar por todas partes: «Para llegar a la primera parada pasaremos por la Estación Central, por la zona de mayor pobreza de Nápoles. Tened cuidado con los yonkis y vagabundos que se encuentran en su aceras. Si podéis, no miréis hacia su zona ni les deis ningún tipo de limosna. La mayoría son ex drogadictos y no dudarían ni un segundo en intentar robaros todo lo que tenéis...».
Como no me interesaba el discurso estúpido de seguridad ciudadana que nos estaba dando la rubia de bote, volví a hablar con mis amigas.
—Y vosotras, ¿qué tal con los chicos? —me interesé mientras le daba el último sorbo al zumo, que ahora era más bien sopa y, como ciudadana no civilizada, tiraba el plástico al suelo.
—El mío cae esta noche. Creo que necesito la habitación un tiempo sola... Si queréis, nos turnamos. Bueno, mejor dicho, si quieres, nos turnamos, Pilar —puntualizó Tamara con voz pícara.
—No —contestó una ruborizada Pilar—, es decir, aún es muy pronto —cada vez se ponía más nerviosa—. Ayer nos dimos el primer beso... no me voy a acostar con él —para sacarla del apuro, decidí intervenir.
—¿Y yo? ¿A mí no me cedéis un ratito de habitación? —Pilar se tranquilizó y me dio las gracias con la mirada mientras asentía, pero Tamara se adelantó a hablar:
—¡Qué dices! Por supuesto que no, y que mañana venga toda la mafia del condado a por nosotras —dijo medio en broma, medio en serio.
—¿Por qué iba a venir la mafia? —pregunté medio en broma, medio en serio.
—¿Te crees que para la hora sin cámaras traerías a Luca? —consultó mientras me miraba con intensidad y fruncía el entrecejo.
—Puede —contesté yo.
—Ja, no te lo crees ni tú y mucho menos después de vivir ayer tu particular elección a Los hombres de Paco —se mofó.
—¿Qué elección? —dije mientras me reía.
—Última temporada. Sarita. En un lado Aitor. En el otro, Lucas —mientras hablaba, ponía voz de misterio. Emulaba el final de la serie—. Música de fondo. Ella mira alternativamente a los dos. Comienza a andar... ¿y con quién se queda? ¿Pilar?
—Con Lucas —dijo ella, que estaba contenta, ya que su personaje favorito del triángulo amoroso era el poli madurito.
—Y nuestra querida Berta eligió —puso cara de emoción y se abrazó a Pilar mientras gritaba—: ¡Leone!
Ambas se pusieron a bailar y hacer como que se besaban burlándose de mí. Yo me estaba riendo hasta que noté dos ojos clavados en mi nuca y al girarme vi la cara de ira de la furiosa Ángela.
—Disculpen, pero esto es una guía y todos sus compañeros han pagado por ello, así que si me hacen el favor, dejen de gritar y respeten a los demás —nos habló lo más borde que pudo dentro del trabajo y, tras poner la sonrisa más falsa de la historia, siguió hablando. Los chicos nos miraban con desaprobación e hicieron algunos comentarios de nuestra mala educación en voz alta para impresionarla.
Nos reímos, pero dejamos de hablar durante un rato en voz alta e intentamos prestar atención a lo que decía nuestra «amiga», que seguía con el pesado discurso sobre cómo la gente de la estación daba mala imagen a Nápoles y nos invitaba a fomentar el turismo hablando a nuestros amigos de la ciudad. Tamara hizo un gesto que significaba «voy a vomitar», pero los chicos asintieron elevando la voz. Uno me hizo especial gracia, debía ser francés y era bastante guapo y muy grande, apartó a todos con una mano y casi en el oído de Ángela, dijo: «Yo organizo el viaje de fin de carrera y seguro que puedo hacer que sea en Nápoles». Además de su poco creíble y fanfarrón ofrecimiento, lo mejor es que gritó tanto para que Ángela le escuchara que al estar pegado a su oído ésta casi se cae al suelo del susto.
Me entró un ataque de risa de éstos que sabes que van a sonar a toda potencia y no los puedes detener, por lo que me quedé detrás de una pequeña farola, rezagada para que ella no me viera. Tampoco era plan de irle buscando las cosquillas a una persona que parecía tan agresiva.
A mi alrededor había una especie de mercado ambulante e ilegal. Hombres que vendían pulseras y colgantes, colonias de imitación, DVD’s, CD’s, fruta, bebidas... La gente se arremolinaba frente a los puestos intentando regatear un precio inferior para llevarse los productos.
Un hombre consiguió una cartera de imitación Gucci por siete euros y una mujer regordeta se llevó cinco pulseras de plata por treinta. Los vendedores tenían mirada de pillos y, pese a que los clientes salían con cara de haber conseguido una ganga, intuía que en verdad habían sufrido un pequeño timo por parte de los ambulantes. Uno de los chicos me enseñó un bolso bastante bonito, pero yo negué con la cabeza señalando a mi grupo.
Entonces, la mujer más harapienta y borracha de todo el mercado se acercó a mí. Al principio tuve miedo al ver sus facciones maltrechas y cómo se tambaleaba de un lado a otro.
—¿Me compras una cervecita? —me pidió rozándome el brazo. Casi me caí para atrás del olor a alcohol que desprendía su aliento putrefacto. La mano con la que me tocaba estaba completamente llena de barro, igual que su ropa. Con el pedo que llevaba no me extrañaría que pasara más tiempo en el suelo que en equilibrio.
—Lo siento, no tengo —mentí.
—Venga, solo una cervecita —repitió mientras hipaba.
—Tengo prisa —señalé al grupo como si eso lo explicase todo.
Me puse a andar hacia mis amigas cuando oí un golpe seco y alguien riendo. Al girarme, vi a la mujer en el suelo de culo. Intentaba levantarse pero parecía que le resultaba imposible. Me detuve un momento y volví a ayudarla para intentar ponerla en pie.
Pese a que no pesaría más de cuarenta y pico kilos, era muy difícil de levantar. Como si se tratara de una niña pequeña, hacía peso muerto hacia el suelo y se mofaba de mis intentos de asistirle.
Miré en todas las direcciones buscando alguien que se dignara a echarme una mano. Los vendedores estaban tan acostumbrados a ese tipo de escenas que parecía que ni nos veían. Los turistas pasaban en un radio de cinco metros como si fuéramos una cepa de alguna enfermedad contagiosa. Yo ya sudaba como un pollo, pero no cesaba en mi empeño de levantar a esa mujer. Ella me miraba muy divertida ante mi frustración. «Eres muy guapa», fue la única frase que le escuché antes de que me vomitara en mis preciosos y nuevos zapatos que me habían costado una pasta. Me cabreé y mucho, pero no cesé en mi empeño de ponerla en pie.
Mi grupo cada vez estaba más lejos pero me daba pena dejarla tirada en medio de la acera, a saber cuánto tiempo pasaría antes de que alguien se dignase a intentar ponerla en pie. Tal vez nadie lo haría y estaría tumbada toda la mañana en mitad de la acera.
Me planteé comprar una cerveza para ver si así se levantaba, pero entonces podría ser culpable de un coma etílico en toda regla.
—Deja, ya me encargo yo —me dijo la voz de un chico al que conocía bien.
—Gracias, Leone —respondí mientras no me atrevía a mirarle, nerviosa por el vuelco que me acababa de dar el corazón.
—Vete con tu grupo, puedo yo solo —su voz sonaba hueca, sin vida. No quedaba nada de la humanidad de la noche anterior.
—No, tranquilo, te ayudo —insistí con más amabilidad de la normal mientras me preguntaba qué hacía allí.
—No hace falta —respondió con un tono nada amistoso.
—Perdona, pero esta mujer no es de tu propiedad —fue mi respuesta.
—Da la casualidad de que sí es de mi propiedad —contraatacó imitando mi tono repipi.
—¿Qué pasa, te debe dinero por algún tema de drogas? —le ataqué.
—Algo parecido —dijo mientras la agarraba de un hombro y la mujer gritaba.
—¿No ves que le haces daño? —pregunté a la vez que le apartaba de la harapienta señora.
Nos quedamos mirándonos frente a frente. Leone parecía un animal con dos bolsas de ojeras negras bajo sus ojos. Todo rastro de dependencia del día anterior había desaparecido transformándose en una máscara sin vida que no transmitía nada. No me intimidaba, por alguna absurda razón, él no me daba nada de miedo ya. Intentó asustarme con su cara de rabia pero solo consiguió que yo le mirase igual. Era como una lucha silenciosa de carácter hasta que yo decidí hablar:
—¿Cuánto te debe? —saqué la cartera del bolsillo trasero de mis pantalones.
—¿Y a ti qué te importa? —contestó Leone en un alarde de simpatía.
—No seas bobo, dime cuánto te debe y te lo pago —saqué un billete de diez euros deseando que la mujer no debiera más de treinta, que era lo que llevaba en efectivo.
—No lo entiendes —contestó cansado.
—Comprendo que le vas a pegar una paliza o algo peor porque te debe dinero. Deduzco que mi dinero servirá para saldar su deuda —empecé a hablar deprisa.
—No me debe dinero —explicó Leone otra vez con la voz hueca.
—Y entonces, ¿por qué te la quieres llevar? —pregunté sin comprender nada.
—En cierta manera porque es de mi propiedad —iba a replicar, pero me paró—. Es mi madre.
Inmediatamente miré a la mujer que estaba en el suelo intentando ver un solo rasgo que me recordara a Leone. Uno, tan solo uno; pero no lo encontré. Lo lógico cuando ocurre una situación de éstas es que sientas pena por el hijo. Aunque no conocía a Leone apenas de nada, sabía que sentir lástima por él era como darle un latigazo con todas mis fuerzas. Él se quería creer fuerte, imperturbable, una persona a la que nada le afecta. Mostrar su debilidad tratándole como si fuera un pobre hombre débil que había soportado una infancia de manos de una drogadicta le habría hecho más daño que pegarle o insultarle.
—Espera aquí —fue lo único que le dije.
Con el corazón latiendo a mil por hora, me aproximé a mis amigas, a las que ya casi había perdido de vista.
—¿Dónde estabas? —preguntó Pilar mientras me daba un programa de lo que íbamos a hacer.
—Me voy con Leone —afirmé con determinación.
—¿Cómo te vas a ir con ése? —repuso Tamara, que reaccionaba instintivamente al nombre Leone.
—Sí, me has oído bien. Luego os llamo al móvil.
No les di tiempo a reaccionar. Ni siquiera contesté a las quejas que oía en la lejanía. Con paso ligero me marché. Iba con más seguridad de la que había tenido nunca en mi vida. Noté los ojos odiosos de Ángela clavados en mi cogote pero me dio exactamente igual. Estuve tentada de girarme y hacerle un corte de mangas.
Los vendedores me acechaban a mi paso pero yo les apartaba, pues tenía prisa para llegar al lado de Leone. Un rayo de sol le daba por detrás y parecía un ángel recién caído del cielo.
Al llegar no hicieron falta las palabras. Ambos agarramos a la señora por debajo del brazo y la sostuvimos antes de empezar a caminar. Leone la trataba con tanto cariño y cuidado que por un momento me pareció otra persona diferente a la que yo había conocido durante estos días.
Entre los dos pudimos soportar su peso. Caminamos por calles atestadas de gente trapicheando. No era raro ver cómo alguien daba dinero de manera disimulada y a cambio recibía un presente. Después de ver al tercer carterista que se llevaba con mucha maña los monederos de turistas despistados, tuve miedo por el mío, que sobresalía en el bolsillo de mi culo. Entonces me di cuenta de que iba con Leone y por primera vez me sentí protegida al estar a su lado.
Uno de los ladrones hacía un truco de magia mientras su compañero quitaba los bolsos a unas mujeres alemanas que aplaudían sin cesar. Hice el amago de avisarlas, pero Leone me paró los pies. Supongo que su protección tenía límites o que entre ellos respetaban sus ilegalidades.
Durante el camino, que fue muy corto, no mantuvimos ningún tipo de conversación. Él se dedicaba a mirar insistentemente a la mujer, que parecía encontrarse en el limbo. Yo hacía esfuerzos por aguantar un poco más su peso, ya que ella no hacía absolutamente nada para facilitarnos el «trabajo». Yo creo que nos lo ponía más difícil aposta por pura diversión.
La madre de Leone no paraba de hablar en una lengua extraña, la cual ninguno de los dos parecía entender. Nos encontramos a un borracho que la contestó a la perfección. Supongo que cuando bebes te das cuenta de que sabes otro idioma.
El portal tenía como porteros a dos hombres tirados en el suelo dormidos, abrazados a su preciado whisky. Tuvimos que hacer un verdadero esfuerzo para que la mujer no se lo robara. Después de sortear los obstáculos, me detuve un minuto a mirar la puerta. Era de madera antigua, como si el edificio fuera del siglo pasado. No hacía falta el picaporte ya que había una gran abertura con astillas en el centro justo. Leone metió la mano y sujetó la puerta abierta mientras entrábamos. Creo que me miró de manera fugaz para observar mis primeras impresiones de lo que supuestamente era su hogar.
Las escaleras estaban llenas de basura y olía a meado hasta tal punto que tuve que taparme la nariz para poder respirar sin vomitar. Nunca me había imaginado que alguien pudiera habitar en condiciones tan lamentables.
Para abrir la puerta me dejó durante un rato a la mujer para mí sola, y ésta no tuvo otra cosa que hacer que vomitarme en todo el pelo, ante lo que pegué un grito algo exagerado y tuve tentación de soltarla y tirarla escaleras abajo. No lo hice.
Pasamos y lo primero que vislumbré fue un pequeño salón lleno de mugre.
—Quédate aquí, voy a acostarla y ahora salgo contigo —ordenó sin mirarme a la cara.
Era la sala más sencilla que había visto en toda mi vida. El mobiliario se componía simplemente de una mesa que sostenía la tele y un vídeo que debía ser de hace veinte años, un sofá de tres personas y una mesa plegable para comer. Nada más, excepto dos o tres estanterías y millones de cervezas en el suelo. Al oler mi pelo vomitado y mirar mis nuevos zapatos, que ahora estaban inservibles, me sentí más en la onda de esa casa que nunca.
Cuatro puertas desgastadas daban al salón. Dos estaban abiertas y se podía observar un minúsculo servicio y una cocina llena de mugre. En la que acababa de entrar Leone era la habitación de su madre, por lo que la cuarta que quedaba debía ser el cuarto del italiano.
Para pasar el tiempo me puse a cotillear lo poco que podía en las tres estanterías. Había seis fotos, ni una más ni una menos. Una de ellas era de una mujer tomando la Comunión. Luego había otra de una mujer en la graduación del instituto, ataviada con un precioso vestido rojo de satén. Me costó creer que esa señora era la madre de Leone, la que ahora mismo estaba borracha perdida.
Las otras cuatro fotos eran de Leone. Una era actual, con su amigo del primer día, del que había olvidado hasta el nombre. Estaban en la calle, con sus motos, un cigarrillo y la cazadora de cuero, parecían verdaderos hermanos. La otra era de un bebé que supe enseguida que era él, esos labios carnosos eran inconfundibles. La tercera era de Leone con un hombre al que no conocía. Parecía muy triste e incómodo. Tuve un escalofrío. La cuarta fue la que más me impactó y tuve la necesidad de cogerla y separarla del resto. Estaba hecha en ese mismo salón. A un lado del sofá, la madre de Leone se divertía bebiendo y fumando con sus amigos. En el suelo, sobre una alfombra que ya no estaba, Leone hacía sus deberes, concentrado, aunque parecía molesto por el ruido que hacían los asistentes de la fiesta a su alrededor.
—Espiar en casas ajenas no es de buena educación —me sorprendió su voz susurrante.
—Yo... no... no estaba...
—Tranquila, no he dicho que tengas que ser educada —dijo mientras se sentaba con fuerza en el sofá—. ¿Qué te parece mi humilde morada? —preguntó con indiferencia.
—Está... bien —intenté que sonara sincero.
—Que seas una cotilla lo tolero, que me mientas en mi propia casa, no —se divertía viendo que estaba incómoda.
—¡No te he mentido!
—Así que te gusta mi casa, por eso estas de pie, sin atreverte siquiera a sentarte en este sofá por si te contagias alguna enfermedad o te pican las chinches —preguntó enarcando las cejas. Enfurecida, me senté a su lado tirándome incluso más fuerte que él.
—¿Ahora mejor? —pregunté.
—Entonces estabas esperando a que llegara yo para sentarte muy cerquita. Tal vez tenías otras intenciones más deshonestas, Bertita —se aproximó a mí y yo me aparté dando un respingo.
—¿Deshonestas? —pregunté.
—Sí, sé el significado de esa palabra —contestó vacilando—; como has visto, era un perfecto estudiante con seis o siete años —sonrió con suficiencia.
—Luego te diste cuenta de que robar molaba más —ironicé.
—Luego me di cuenta de que el dinero importaba más —matizó imitando mis palabras—. Supongo que será fácil para ti, que tus padres te dan todo.
—¡Eso es mentira! —dije enfadada.
—¿Has trabajado alguna vez? —me preguntó enarcando las cejas.
—Para tu información, he trabajado muchas veces —contesté orgullosa. Era verdad que lo había hecho para sacar dinero para mis caprichos.
—Y entiendo que con ese dinero has mantenido una casa —dijo seguro de sí mismo—, porque si es para tus tonterías no cuenta como necesidad....
—¿Y tú has mantenido alguna casa? —contesté con insolencia.
—No creerás que la borracha de mi madre se puede hacer cargo —ironizó con tanta naturalidad que me quedé helada.
—No la llames borracha.
—¿Por qué? ¿Acaso no lo es? —me preguntó poniendo los ojos en blanco—. Odio que la gente crea que hablar de este tema es tabú —me impresionó su frialdad para referirse a algo que suponía debía ser tan doloroso—. Mi madre lleva bebiendo desde que me acuerdo. A los diez años empecé a trabajar porque ella siempre estaba con una botella de cerveza y se gastaba todo el dinero en alcohol. Creo que borracha es la mejor definición y la palabra más bonita que la puedo llamar.
—Pero es tu madre... —yo nunca hablaba mal de mis padres.
—Y no sabe ejercer de ello —completó la frase por mí.
—Eso no te da derecho a robar —intenté que su madre no fuera el centro de conversación.
—Supongo; nunca he dicho que me lo dé. Está claro que es la manera más fácil de obtenerlo y la menos honesta —encendió la tele y un cigarrillo al mismo tiempo.
—Y entonces, ¿por qué lo haces? —pregunté. Necesitaba que tuviera una buena excusa. Quería que en el fondo fuera bueno.
—Porque me gusta el camino rápido, supongo —se encogió de hombros y vio la decepción en mi rostro—. ¿Qué querías que te dijera, que no he tenido nadie que crea en mí y que lo necesitaba?
—Puede —respondí.
—¿Por qué? —preguntó con una sonrisa ladeada.
—Porque me habría resultado más fácil decirte que yo confiaba en ti que ver que no tienes arreglo —dije muy digna mientras me ponía derecha.
—A lo mejor si tú me lo pidieras cambiaría... —no podía saber si lo decía de verdad o, como siempre, me estaba vacilando.
—No tengo ningún interés en que cambies, a decir verdad, me da igual lo que hagas con tu vida —mentí.
—Nunca seas actriz, Berta, pues eres pésima actuando. Claro que te importo, y lo demuestras con cada acto. Lo que no sé es por qué te lo niegas a ti misma —volvió a comenzar a acercase y yo empecé a notar cómo se me entrecortaba la respiración.
—Tal vez porque no quiero estar con un mafioso delincuente. Si tu teoría es cierta, tal vez buscaba ver algo bueno en ti para justificar mis actos, pero después de esta conversación no tiene sentido —me mordí las uñas nerviosa para distraerme.
—A lo mejor yo soy mejor actor que tú. Puede que en verdad tenga algo bueno pero que enseñe la coraza para asustar a la gente —apagó su cigarro en el casquete de una botella de cerveza.
—¿Y cómo se supone que debería saber qué es verdad y qué es mentira de lo que me dices? —bajé las defensas que tenía puestas siempre que estaba cerca de Leone.
—Preguntándomelo y pidiendo que sea sincero. Creo que te concedería esa petición después de lo mucho que te he molestado —afirmó con una risa nerviosa—. Eso sí, hazlo con mucha educación —se mofó de mí.
—Está bien. ¿Puedes decirme quién es verdaderamente Leone, con sinceridad? —esperó y entonces me di cuenta de que faltaba una coletilla, así que la añadí—: Por favor.
—Así me gusta. Romeo Leone es uno de los italianos más atractivos —puse los ojos en blanco. Rio y continuó—, pero hoy no estamos aquí para hablar de sus encantos. Fui a la escuela pública, pero cuando vi que no tenía para comer empecé a trapichear hasta que me echaron del instituto. Lo pasé mal, pero entonces me di cuenta de que trabajando era mucho más feliz y podía tener las cosas que necesitaba. Ya no tendría que mendigar por unos libros de segunda mano o usar un lápiz hasta que lo confundiera con las yemas de mis dedos. Encontré una profesión que no te gustaría y así he seguido hasta ahora.
—¿Eres feliz?
—Supongo —se encogió de hombros—, pero imagino que podría serlo más —clavó sus ojos verdes en mí.
—¿Algún ánimo de cambiar? —pregunté. Deseaba que su respuesta fuera adecuada, aunque suponía que no lo sería.
—Si me quieres decir si lo dejaría... la respuesta es sí —puso su sonrisa ladeada—. Imagino que será difícil, pero mi meta no es ser toda mi vida alguien de la calle. Me gustaría tener una casa que poseyera al menos unas sillas para invitados —abarcó con las manos su salón y rio mofándose de la estancia—, y ahora creo que es el momento de que me digas quién es Berta.
—Berta es una chica de España que estudia Periodismo. Con una familia que se puede calificar como perfecta. Sueña con hacer las cosas por sí misma, tener un trabajo honrado y un hombre que le quiera —terminé orgullosa de mi resumen.
—¿Y qué hace con un mafioso peligroso de Nápoles? En su casa. Sola.
—Creo —bajé la vista para mirar mis manos, puesto que tenía mucha vergüenza— que ni ella misma lo entiende. Puede que en algún momento se volviera loca y llegara a la conclusión de que fuera de ese cuerpo sí existía algo interesante... —me ruboricé.
—Yo creo que está equivocada y la deberías avisar para que se alejase....
—Opino exactamente lo mismo que tú —mis ojos buscaban su boca mientras nuestras caras se acercaban atraídas por un magnetismo inexplicable. Con cada respuesta esa atracción aumentaba como si el sonido de nuestras voces nos sedujera e invitara a besarnos. Iba a hacerlo cuando mi oído captó unos gritos de pelea del exterior que nos interrumpieron. Regresé a la realidad y, tras tirarme metafóricamente un cubo de agua fría, me separé—. Opino exactamente lo mismo que tú —repetí—, pero tal vez la chica no se puede alejar porque tiene el pelo manchado de vómito... —había roto la química del momento y noté su cara de decepción.
—Ve al baño y lávatelo —fue su respuesta—, tienes las toallas enfrente. Coge la rosita, que es la mía —bromeó demostrando que no se había enfadado por rechazarle.
El servicio era tan pequeño como el armario de la habitación. Tenía un aroma que me turbaba. Olía a él. A su piel, a su cuello, a su colonia... por un instante me volví completamente loca y pensé en salir y lanzarme a su cuello y hacerle el amor en aquel sofá.
Puse el agua fría e introduje la melena. El champú era de flores silvestres, así que en cuanto me lo puse, el cabello dejó de oler a cerveza. Como me había dicho, cogí la toalla rosa y me reí imaginando que era cierto que él la usaba. Se caería un mito si la gente se enterase.
Una vez terminé la sesión de «limpieza-belleza», abrí la puerta y cuál fue mi sorpresa al ser recibida por unos sonoros y graciosos ronquidos. No sabía lo que había tardado pero Leone estaba inconsciente como un bebé tirado en el sofá. Hacía movimientos mientras dormía y me pregunté qué estaba soñando. Le iba a despertar pero me dio pena, así que me decidí por poner un canal de televisión y ver un absurdo programa de zapping.
Encima del cojín de la parte libre del sofá había una camiseta. Imaginé que era para mí ya que la mía estaba manchada con pequeños redondeles marrones allí donde había caído la sustancia pegajosa.
Me metí en el baño y me cambié. Cuando me miré al espejo descubrí que la prenda blanca tenía un enorme mono en la parte delantera, que salía sacándose un moco. De nuevo, le imaginé con esta prenda y me reí. Tal vez el chico tenía un absurdo sentido del humor como me pasaba a mí, que me reía de cualquier tontería.
Me senté a su lado y estuve esperando hasta que Leone se despertó con uno de sus propios ronquidos.
—¿He dormido mucho? —me consultó mientras poco a poco se reincorporaba y daba un sorbo a un vaso de agua que estaba en la mesa desde por lo menos la noche anterior.
—Solo un poco —le mentí.
—¿He roncado mucho o te he dejado ver la tele? —preguntó divertido mientras se levantaba para desentumedecer el cuerpo.
—Has dado un concierto que nunca olvidaré —bromeé.
—Por lo menos he logrado que nunca me olvides —se zafó—. Por cierto, te queda genial esa camiseta —se burló de mí.
—Imagino que mucho mejor que cuando te la pones tú...
—No es mía, aunque podría ponérmela, creo que me daría un toque de locura. Imagina a alguien con mi reputación vistiendo con ese mono —dijo mientras ponía los ojos en blanco y reía. Reía de verdad. Como nunca le había escuchado.
—¿Y ahora, qué? —pregunté. Quería salir de la casa y dar una vuelta por ahí con Leone.
—Tú te vas a tu casa y yo veo la tele.
—Creo que no lo has formulado bien. Tú me llevas a mi hotel y tú te vienes a tu casa —expuse seria. Todo el rato había dado por hecho que él me llevaría de vuelta.
—Yo no te he dicho que te iba a llevar —leyó mis pensamientos—. Además, no tengo mi moto, no me la traen hasta dentro de tres o cuatro horas... —me empecé a poner nerviosa.
—¿Y cómo voy a volver? No conozco la ciudad y además no sé ni dónde estoy... —me alarmé.
—Calma, no estés siempre tan estresada —me tranquilizó—. Si quieres, puedes llamar a tus amigas. Decirles que llegarás tarde y esperar a que me devuelvan la moto, ¿no?
—No me gustan las motos —repuse. Era cierto, me daban auténtico pánico esos vehículos. No me sentía protegida. Prefería mil veces un coche.
—Cierra los ojos y ya verás como no pasa nada —vaciló.
Me apetecía quedarme a solas para conocerle mejor y saber si esa confianza que poco a poco se estaba ganando era merecida. En cierta medida, quería saber más de Leone. El chico representaba un misterio, un puzzle que me atraía cada vez con más intensidad. El miedo a las motos no era un motivo suficiente para llamar a un taxi y marcharme. Prefería enfrentarme a uno de mis grandes temores antes que separarme de él.
Una de las cosas que siempre hago cuando tengo miedo de una conversación es usar el viejo truco del mensaje. Es como si por SMS resultase más fácil enfrentarse a la realidad. Pones un texto, lo envías y ya está. No hay reproches, ni gritos, ni reprimendas que te asusten. Una cobardía practicada por mucha gente. En la pantalla escribí: «Llegaré tarde, paso el día con Leone. No os puedo llamar porque no hay cobertura. Estoy bien. Besos». Marqué el número de Pilar (sabía que ella era más comprensiva) y le di a enviar. Cuando en la pantalla se iluminó: «Mensaje enviado», apagué el móvil para que la coartada resultase creíble.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —pregunté nerviosa mientras me ponía a jugar con una lata vacía.
—Espera aquí, que voy a traer una cosa.
Leone se marchó dando dos grandes zancadas. Dejó la puerta abierta. Me levanté y observé cómo subía las escaleras a toda pastilla hasta el piso superior. En vez de llamar al timbre gritó algo y una especie de respuesta sonó desde el interior de la otra vivienda. Sin esperarse a que le abrieran, Leone entró.
Esperé un rato pero como no se oía nada, volví a sentarme en el sofá a la espera de que volviera.
—¿A qué has subido arriba? —pregunté antes de darle tiempo a entrar en la casa.
—A por una sorpresa —escondía algo detrás de la espalda sosteniéndolo en su mano derecha.
—¿El qué? —me levanté y anduve hacia él.
—Es una sorpresa —antes de que pudiera decir nada más, yo ya estaba a su lado intentando ver qué tenía escondido. Ambos dábamos vueltas. Yo, para ver lo que tenía, y él, para impedírmelo. Le sujeté de la cintura y dando un saltito intenté observar por encima de su hombro. Él era más rápido que yo, así que no tuvo efecto—. Te dejaré ver el envoltorio —dicho esto, levantó una mano y pude ver el casco de una cinta de vídeo. Era negro. No había cartel. De hecho, era grabado.
—¿Qué película es? —temí que fuera una de tiros, acción y mafias. El tipo de películas que me pegaba para Leone.
—Te lo diré si me prometes que no te vas a abalanzar sobre mí para violarme ni nada por el estilo —volvió su versión chula.
—Creo que eso es fácil —respondí.
—Además, quiero avisarte de que la voy a ver solo porque tengo curiosidad —añadió.
—Vale. ¿Curiosidad? —me extrañé y continué con un mohín—: Por favor...
—Está bien. Toma —mientras me la tendía, continuó hablando, pero yo solo podía atender al nombre que figuraba escrito a mano: «Titanic»—. Despertó mi curiosidad cuando leí esa lista tuya —de repente un temblor azotó mi cuerpo. No por ver «Titanic», sino porque él se acordara aún de mi lista. Leone había tenido un gesto bonito hacia mí. En esos instantes consiguió que me olvidase de todo, incluso de la comida con Luca a la que me había comprometido a asistir.