Capítulo 1

EL despertador sonó a las cuatro en punto de la madrugada. Apenas había dormido, debido a que esperaba con ansias partir hacia lo que yo denominaba «la bella Italia». Por fin se iba a cumplir un sueño que había comenzado cuatro meses antes cuando, junto con mis dos mejores amigas, Pilar y Tamara, compraba por Internet un vuelo low cost.

Sabíamos desde el inicio que nuestro destino sería Italia, un país que nos embrujaba con su belleza. Seleccionar la ciudad en concreto fue algo más complicado. Finalmente, nos decidimos por Nápoles tras ver las imágenes en Google. Así de simple. Luego todo ocurrió muy rápido y con un mísero click, nuestra ilusión quedó patente en un folio impreso que indicaba que en julio las tres nos marcharíamos a una experiencia única, como son todas las vacaciones en la juventud con las personas que quieres.

Lo único malo de nuestra elección eran los horarios del vuelo. Cuando eres estudiante, te decantas por lo más barato y eso conlleva madrugar muchísimo y hacer un trasbordo entre medias.

—¡Despertad! ¡Nos vamos a Italia! —exclamó excitada Tamara mientras se tiraba encima de mí en la cama. Era su primer viaje al extranjero y estaba mucho más emocionada y nerviosa que el resto.

—Salir a estas horas es criminal. Debería ser un delito —matizó Pilar mientras su boca se abría en forma de una gran «O», bostezando.

—No te quejes —dije—, piensa en esta noche, cuando estés rodeada de italianos guapísimos —agregué mientras me despedía del sueño y la pereza poniéndome en pie de un salto. Normalmente me costaba despertarme, pero sabiendo que empezaban mis vacaciones, actué como si estuviera totalmente despejada y, por una vez en la vida, no odié el ruido siniestro del despertador.

Como casi siempre, había dejado todo para el final. Menos mal que después de varios viajes había aprendido que hacer una lista con las cosas necesarias era algo imprescindible para no comenzar con el pie izquierdo. Agarré la hoja de papel, me subí encima de la cama para captar su atención y comencé a leer en voz alta para que ellas tampoco olvidaran nada de lo necesario.

—¿Pasaporte? —pregunté mientras revisaba en mi bolso que lo llevaba.

—Sí —contestó deprisa Pilar, moviéndolo delante de mi cara.

—Espera un momento... —me pidió Tamara mientras volcaba el contenido de su bolso en mis pies. Francamente, nunca había sabido cómo lograba encontrar nada en esos bolsos que se parecían más a una maleta o un baúl sin fondo—. ¡Aquí está! —afirmó enseñándomelo orgullosa.

—De todas maneras, no es necesario, ¿verdad, Berta? —me preguntó Pilar.

—No, pero si perdemos el carnet... —ambas me miraron con los ojos en blanco, como diciendo que eso era un posibilidad nula—. Bueno, vosotras mismas, pero sin identificación no podemos salir del país. Yo suelo llevar el carnet y el pasaporte, uno lo dejo en el hotel y el otro lo llevo conmigo.

—¿Y quién te garantiza que queramos volver de allí? —bromeó Tamara, poniendo una cara traviesa a la que acompañaba una ancha sonrisa. La ilusión de todo primer viaje de juventud estaba totalmente patente en ella: vivir una historia de amor. Esos amores de verano que se recuerdan durante toda la vida, que todo el mundo rememora con cariño porque acaban en el mejor momento, porque ningún recuerdo lo enturbia, porque en vacaciones todo se intensifica, toda la gente va con la mismas ganas de ser feliz y disfrutar, porque esos amores siempre se convierten en historias perfectas con fecha de caducidad.

—Si no quieres venir, te traigo de los pelos —le amenacé mientras simulaba mostrarle mis músculos—, que tú eres una enamoradiza y seguro que un italiano te engaña y te tenemos que traer llorando.

—A ver si al final vas a ser tú la que no quieras volver... —interrumpió Pilar mientras me tiraba un cojín, acertando de pleno en mi cara.

—No, yo soy demasiado madura para hacer esas tonterías —ironicé.

—Anda, continúa con la lista, señorita madura —me interrumpió Tamara, que ya estaba ansiosa por partir rumbo al aeropuerto.

Seguimos con la lista y, cuando nos aseguramos de que lo llevábamos todo con nosotras, llamamos a un taxi para partir hacia el aeropuerto. El viaje se nos hizo mucho más largo de lo que en realidad fue. Cada dos minutos preguntábamos a nuestro taxista, un cincuentón bastante agradable, cuánto quedaba, como niñas pequeñas, con ansia.

Una vez en el aeropuerto corrimos con las maletas a cuestas hasta el embarque. Cuando por fin estábamos dentro y a tiempo, respiramos tranquilas. No habíamos perdido el vuelo. El viaje con el que tanto habíamos fantaseado era eral. Nos marchábamos.

—Creo que deberíamos comprar la bebida aquí —sugerí nada más entrar a la zona exenta de impuestos. La bebida era una parte importante de nuestro viaje, puesto que, aunque para nuestros padres el motivo del viaje era practicar italiano, estaba claro que también queríamos salir, disfrutar de la noche italiana. Al ser estudiantes, no teníamos mucho dinero y desconocíamos el precio de la bebida allí, por lo que decidimos llevar las botellas de España. No sé si será una leyenda urbana, pero siempre que hablas con alguien que ha viajado al extranjero te matiza lo caros que son los cubatas, las botellas, los hielos, cómo los cargan menos de alcohol... Vamos, que en España es donde mejor se puede beber, o eso se dice.

—¿Cuántas botellas de ron? —preguntó Pilar, que ya estaba mirándolas y buscando su marca favorita.

—Por lo menos tres —apuntó Tamara, que estaba revisando las revistas del corazón para comprar una para el viaje.

Al final compramos cuatro botellas ya que, según un razonamiento universal, «mejor que sobre y que no falte». Buscamos nuestra puerta y nos sentamos en esa sala de espera agónica hasta que te informan de que puedes subir.

—Estoy cagada de miedo —repetía sin cesar Tamara. Era su primer vuelo y estaba asustada desde que compramos los billetes.

—Tranquila, no vas a notar ni que vas volando —le tranquilizaba Pilar en un intento por animarla. En lo que ésta no pensaba era en las millones de veces que Tamara había escuchado esta misma frase y cómo, si no había hecho caso a la primera, no lo iba a hacer ahora.

—Te sentarás entre medias de nosotras dos —le expliqué yo—, y puedes apretarnos la mano todo lo fuerte que quieras, te infundiremos valor —me reí de ella.

—Creo que preferiría beberme dos o tres cervezas —bromeó Tamara.

—¡Claro, y que nos echen del avión por escándalo público! —le espeté con confianza.

Nos montamos en el avión y me senté en la ventanilla, un puesto muy cotizado normalmente pero que ese día no quería absolutamente nadie. Como era habitual, mientras ascendíamos miré por ese hueco circular que te permite seguir en contacto con el exterior y por el que pasas de ver edificios a un cielo abierto, despidiéndome de mi ciudad, Madrid.

—¿Ves como no pasa nada? —pregunté a Tamara, una vez que ya nos habíamos quitado los cinturones.

—Ya, si me está entrando hasta sueño —me dijo riendo.

—Pues no te duermas, que Pilar ya está roncando con el MP3 y si no, me aburro —le pedí.

Seis minutos más tarde, Tamara dormía apoyada en mi brazo, es más, tenía su cabeza recostada sobre mi hombro, impidiéndome todo tipo de movilidad. No sé qué tendrán los aviones, pero suelen producir un efecto somnífero. Antes de despegar se oían voces eufóricas por el inicio de las vacaciones; minutos después reinaba el más absoluto silencio, solo interrumpido por pequeños y graciosos ronquidos o cuchicheos entre osados que no habían sucumbido al encanto de descansar durante dos horas.

Acostumbrada a aburrirme durante las interminables horas de los vuelos, había aprendido a llevarme aditivos que me mantuviesen entretenida. En este caso, un MP3 cargado de canciones ñoñas, esa música que constantemente puedes adaptar a tu vida y, aunque no sea de manera literal, siempre encuentras el doble sentido que haga que te sientas protagonista.

La primera canción que sonó fue «Ti scatero una foto», de Tiziano Ferro. Su sonido me invadió y me sentí tentada a sacar mi segundo entretenimiento, un libro que me había encantado, de ésos que te hacen sentir y te marcan a fuego lento. Esas páginas que cuando las recuerdas te encogen el corazón: A tres metros sobre el cielo, de Federico Moccia.

No era casualidad que mi libro elegido para este viaje fuera de un autor italiano. Una historia que relata un amor imposible entre dos jóvenes de Roma. Supongo que en el fondo me lo quería releer y soñar que tal vez encontraría a mi Step en esas pequeñas vacaciones en la bota de Europa. Haciendo auténticas proezas para no despertar a Tamara, cogí el manuscrito del bolso y lo abrí por la primera página.

Siempre me había gustado Italia, se podría decir que era de mis países favoritos en la bola terrestre. De pequeña, continuamente soñaba con viajar allí y vivir la historia de mi vida. Como si su cultura y su tierra me llamaran. Con el paso del tiempo maduré y, aunque seguía siendo un país interesante, ya no ocupaba tanto espacio en mis pensamientos. Sin embargo, tras leer las novelas de Moccia, mi obsesión había vuelto, más fuerte; necesitaba viajar, conocer a mi italiano y que éste me hiciera vivir una historia de película, algo improbable pero con lo que podía ilusionarme.

—¿Hemos llegado ya? —me interrumpió Tamara mientras se limpiaba la babilla de la comisura de la boca.

—Menos mal que a ti te daba miedo... solo te has dormido a los diez minutos... —bromeé mientras cerraba el libro de golpe.

—¿Ya estás leyendo? —ignoró mi comentario y me arrancó el libro de las manos—. ¿A tres metros sobre el cielo? Ya veo —enarcó una ceja.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Siempre quieres vivir historias que has leído o has visto en la televisión —apuntó mofándose de mí.

—¡Eso no es cierto! —repliqué, aun sabiendo que ella llevaba parte de razón.

—¿No? ¿Te pongo ejemplos? —asentí y ella comenzó a enumerar—: Cuando «Titanic», tu sueño era que alguien en un barco te diera un beso en la proa... querías ser enfermera durante la época de «Pearl Harbor»... con...

—¡Para! —le corté riéndome. Aunque sonara patético, todas las cosas que decía eran ciertas. De hecho, con quince años guardaba todos los recortes de las revistas sobre Leonardo Dicaprio en los que hablaban de sus gustos, aficiones, miedos, inquietudes..., con la ilusión de que el día que le conociera sería amor a primera vista. Lo más patético era que aún no los había tirado, sabiendo que las posibilidades de encontrarnos eran nulas.

—Menos mal que aún no te ha dado por ir en busca de un vampiro, me temía que después de «Crepúsculo» partieras a Transilvania en busca de un Edward... —añadió poniendo los ojos en blanco. «Crepúsculo» había sido mi última obsesión post adolescente, como si nunca fuera a madurar.

—Soñar es gratis —repliqué—, y los libros y las películas me permiten disfrutar de una realidad que nunca será mía. En estas páginas —expliqué mientras le quitaba el libro— hay sentimientos e ilusiones que se transmiten a través de la palabra.

—¿Cómo que no? ¿Cómo que nunca será tu realidad? —preguntó Pilar, que se acababa de incorporar—. Dame ahora mismo un folio y un boli, Tamara —ordenó.

—Pues no sé si llevaré —contestó mirando en el interior de su enorme bolso.

—En esa maleta llevas de todo —se mofó Pilar mientras la ayudaba a buscar. Entre ambas encontraron una pequeña libreta de la que arrancaron una hoja y un boli.

—¿Y ahora qué? —pregunté con la incertidumbre.

—Ahora vamos a hacer un ranking de tus momentos favoritos, de ésos que te gustaría vivir, de las realidades que no serán tuyas, o eso dices tú —comentó Pilar con esa sonrisa ensoñadora que tanto me gustaba.

—¿Para qué? —pregunté sin entender el significado.

—Para dárselas a tu hombre de película, Berta. El día que encuentres al chico que te remueva las entrañas, se lo traspasas y que los haga realidad —dijo la romántica de Pilar.

—¿Cuál es el primero? —preguntó Tamara con el boli en las manos.

—No sé... menuda tontería —le resté importancia. No me gustaba ser el centro de atención, pero podía ser divertido para que el tiempo corriese más deprisa.

—El beso de «Titanic» —respondió Pilar por mí—, sin lugar a dudas, ése es su momento más importante.

—¿El segundo? —preguntó Tamara a Pilar.

—El de A tres metros sobre el cielo —volvió a contestar Pilar por mí—, además, es el más asequible ahora que estamos en Italia.

—¿Tercero? —preguntó Tamara mientras escribía los otros dos a toda velocidad con una letra más propia de un médico.

—Creo que es... —comenzó de nuevo Pilar.

—El del puente Milvio, de «Tengo ganas de ti» —contesté esta vez yo.

—¿El de los candados? —preguntó Pilar.

—Sí, el de sellar el amor con un candado y tirar las llaves —reí.

—Pues no son deseos tan difíciles ni improbables —afirmó Tamara—. Toma tu lista y ya sabes... —me metió el folio hecho una bola arrugada en el bolso—, algún día puede que se cumplan.

—Quién sabe, a lo mejor en este viaje —continuó con la broma Pilar.

—¡No! —contestó Tamara—, es mi primer viaje, así que si hay una historia bonita de amor, lo más razonable es que sea para mí —las tres estallamos en carcajadas ante lo absurdo de la «discusión».

La primera parada fue en Milán. Una ciudad de la cual solo vimos el aeropuerto y «los monumentos» que allí se bajaban. Íbamos de un lado a otro mirando a los italianos, modelos en su mayoría, que descendían en la denominada cuna de la moda.

Se suponía que debíamos pasar allí al menos tres horas, por lo que decidimos buscar algún tipo de entretenimiento. El primero fue comer; empleamos mucho más tiempo del necesario en digerir el pequeño bocata de jamón york y la botellita de agua. Después nos dedicamos a andar deambulando de un lado para otro, sin rumbo fijo, solo para hacer tiempo. Tras pasar cuatro veces por la misma tienda de ropa, Tamara tuvo una visión que la «perturbó».

—No seáis descaradas —matizó antes de hablar—. ¿Veis a ese chico que está sentado en el banco? —como cabía pensar, tanto Pilar como yo nos giramos instintivamente sin disimulo alguno. Era un chico normal, moreno, con grandes ojos marrones y lo que se intuía como un cuerpo trabajado.

—Lo veo —respondimos las dos al unísono sin apartar la vista.

—¡Os he dicho que de manera disimulada! —dijo mientras nos pegaba un codazo a ambas—, le he visto en el vuelo...

—Espera, ¿te has dormido a los diez minutos y te ha dado tiempo a reconocer a un chico potencialmente guapo? —pregunté atónita. Yo que era la única que me había mantenido todo el viaje despierta y ni siquiera me había percatado de su presencia.

—Chica, es que yo tengo un radar... —todas nos empezamos a reír—. Creo que está solo, así que podríamos hacerle compañía —nos guiñó un ojo cómplice.

Antes de ir a presentarnos oficialmente, Tamara se empeñó en acudir al servicio. En su «supermaleta» llevaba todo tipo de maquillaje y se quería retocar. Nunca entendí el porqué de ese temor a no estar perfecta que tenía Tamara. Ella era simplemente inmejorable, tenía una melena larga negro azabache con un flequillo recto que le hacía una cara muy mona, redonda, acompañado por unos ojos negros con grandes pestañas que hipnotizaban a cualquier hombre, y su cuerpo simplemente era perfecto. Sin embargo, ella necesitaba siempre sentirse protegida bajo la máscara del maquillaje, sin darse cuenta de que su belleza natural impactaba más.

Una vez se hubo arreglado, cedió sus bártulos a Pilar. Ésta era también una chica muy mona, con el pelo castaño tirando a rubio, largo, ojos marrones y una figura bastante estilizada. Lo que más llamaba la atención de ella era su mirada clara y pura, que hacía que cuando la conocías tuvieras la necesidad de confiar en ella.

—¿Quieres maquillarte? —me preguntó Pilar tendiéndome las pinturas.

—No, gracias —contesté yo.

—¿Qué pasa, crees que somos superficiales por ir siempre de punta en blanco? —bromeó Tamara.

—No, pero como tú lo has visto primero, no quiero engatusarle con mi belleza —seguí el cachondeo.

En realidad, no me maquillaba en esos momentos porque me parecía una tontería. En el trayecto lo que más me gustaba era ir cómoda, no tener que estar atenta de si se me corría el rimel o cualquier tontería similar. Me miré al espejo y me recoloqué la ropa, que estaba un poco arrugada del vuelo. Luego me recogí mi melena castaña en una cola de caballo preparándome para el calor pegajoso e inaguantable que prometía acompañarnos durante nuestra estancia.

Una vez fuera del baño, me dediqué a seguir instrucciones de mi preciada y experta en seducción, Tamara.

—Nos tenemos que situar delante de él, que piense que no nos interesa, ya se encargará de venir —mientras hablaba parecía que comentaba una estrategia de guerra—. De vez en cuando miradle, pero no seáis descaradas —Pilar y yo nos miramos y pusimos los ojos en blanco, cosa que a Tamara no le pasó desapercibida—. Mira, mejor dejadme a mí, que soy la experta.

—¡A sus órdenes! —dijo Pilar mientras simulaba un saludo militar.

Pero Tamara no se equivocó, once minutos más tarde, el joven se removía nervioso en su asiento, sin parar de mirar hacia nuestra zona, y veinte después ya se levantaba para simular ver algo que misteriosamente estaba cerca de nosotras. En un descuido golpeó la pierna de Tamara y ésa fue la excusa perfecta para presentarse. No era necesario ser un genio para darse cuenta de quién le interesaba al joven: Tamara. Tampoco se le podía culpar por ello, en un mundo donde el físico es el primer aliciente para conocer a una persona, ella era la número uno de nosotras, sin lugar a dudas. El chico resultó llamarse Marco, era un alumno de Erasmus en España y volvía a su ciudad a pasar el verano; eso fue de lo poco que me enteré, ya que su conversación se centraba en una persona.

—¿Así que vienes de España? —preguntaba Marco. Por supuesto, no pasó desapercibido el «vienes» y no «venís».

—Sí, somos de Madrid —contestó Tamara en un intento de integrarnos.

—¿Y por qué Nápoles? —preguntó el chico poniendo una postura artificial, para que se le marcaran más los músculos.

—No lo sé, vimos fotos en Internet y nos gustó —explicó Tamara encogiéndose de hombros. Era cierto, las fotos habían sido nuestro mejor argumento a la hora de decidir.

—Pero ¿Nápoles? La ciudad con más delincuencia en Italia no parece un buen destino para tres chicas...

—De eso nos enteramos más tarde... —puntualizó Tamara. En realidad era así, una vez que compramos el viaje, nuestras familias no tardaron en avisarnos. Además, parece que el universo se puso en nuestra contra y justo mataron a un joven en Nápoles al lado de un banco y quedó grabado en la cámara de seguridad. Por supuesto, estuvo circulando por la red, así como saliendo en los principales telediarios...

—No tenéis de qué preocuparos —se irguió como si fuera un macho—, estaréis en la zona de turismo y ése es un lugar que no es peligroso.

—¿En qué zona estamos? —me preguntó Tamara, que no se sabía ni la dirección del hotel.

—Al lado de la Estación Central —noté cómo el rostro de Marco se contrariaba—. ¿Qué ocurre? —pregunté asustada prestando atención.

—¿Nadie os ha dicho que ésa es la peor zona de Nápoles en la agencia? —me preguntó esta vez a mí.

—La verdad es que lo compramos por Internet —respondí por primera vez avergonzada; por ir a lo más barato estábamos en la zona de mayor delincuencia.

—Mira, hoy cuando lleguemos os acompaño hasta el hotel y, todos los días, si volvéis muy tarde, coged un taxi que os deje en la puerta de casa, ¿vale? —propuso haciéndose el caballero. En ese momento, no sabía si lo que decía era verdad o solo quería acompañarnos al hotel para intimar más con Tamara y tenerla localizada.

—Me parece bien —contestó Tamara, que deseaba en su fuero interno que todo fuera una estrategia para saber dónde se hospedaba.

Después de darnos el dato nefasto, prosiguió con sus intentos de cortejo y el resto desaparecimos de su vista hasta tal punto que Pilar y yo empezamos una conversación simultánea y paralela.

Cogimos el otro avión rumbo a Nápoles, y en éste Tamara no se durmió, ya que tenía algo más interesante que hacer. Cuando nuestro vuelo llegó a su destino, recogimos las maletas y nos dirigimos a la parada de taxis haciéndonos fotos en absolutamente todo.

Como había prometido, el caballeroso Marco nos acompañó en el taxi hasta la Estación Central; simplemente con la primera imagen de nuestra zona nos dimos cuenta de que todo lo que había dicho era cierto. La gente que estaba allí daba mala espina, eran de esas personas que sabes que son oscuras sin necesidad de verles cometer ningún delito.

Además, estábamos rodeadas de yonkis y vagabundos. Todos concentrados alrededor de nuestro pequeño y cutre hotel.

—¿Cuánto tiempo estarás aquí? —preguntó Marco antes de marcharse en el taxi.

—Diez días —contestó Tamara.

—¿Te parecería bien si nos viéramos otra vez? —preguntó temeroso e inseguro Marco.

—¡Claro! —exclamó Tamara con una ancha sonrisa—, te dejo mi móvil y me llamas.

Y así se marchó Marco, con una sonrisa de satisfacción pintada en el rostro por haber conseguido el teléfono de la española más guapa.

Una vez en el vestíbulo de nuestro hotel comenzamos a ver de qué se trataba. Era el segundo piso de un bloque tan lúgubre que daba cosa hasta andar por sus escaleras; de hecho, el portal desde fuera parecía el de una casa abandonada, lleno de graffitis y con las paredes repletas de suciedad. Apoyarse en la barandilla nos pareció una locura, pues daba la sensación de que con posar un dedo te invadiría una enfermedad.

Por su parte, la recepción era enana y en ella había un hombre de unos cuarenta años que nos dio la llave sin dirigirnos ni una mirada, con un mísero gruñido.

—¿Dónde nos hemos metido? —se atrevió a decir en voz alta Pilar. Era la pregunta que todas nos hacíamos.

Cogí la llave intentando tocarla lo menos posible, ya que estaba llena de mohín, la introduje y abrí la puerta que tenía adornos de juncos. La habitación por dentro seguía la estela de la recepción y el portal. Por lo visto, habíamos elegido el cuarto con temática africana y toda la mini habitación estaba decorada con decenas de elefantes y cuadros en referencia a África.

Había dos camas, una de matrimonio y otra plegable. Por supuesto, las sábanas eran de leones, monos, etc. La habitación tenía en su interior un baño en el que, además de no caber casi dos personas, o tener luz o si ésta existía no iluminar absolutamente nada, la puerta chirriaba haciendo un sonido de lo más desagradable.

Una vez hubimos investigado todo nuestro «hogar vacacional», las tres nos quedamos mirando sin decir nada, con la boca abierta. No recuerdo exactamente quién rompió el silencio, tampoco es importante, pero tres segundos después nos estábamos riendo como locas mientras cada una se tiraba a la cama que quería que fuera suya. Tamara y yo fuimos las más rápidas y antes de que Pilar se diera cuenta, estábamos la una encima de la otra en la cama de matrimonio.

—¡Eso no es justo! ¡Siempre me toca a mí lo peor! —se quejó Pilar con voz de niña intentando darnos pena.

—Deberías haber tenido más reflejos —espetó Tamara, satisfecha de su rapidez.

—Berta —me pidió a mí, ya que vio que si tenía alguna posibilidad era conmigo—, deja que duerma yo con Tamara, que este sitio me da miedo.

—Bienvenida a la selva, pequeña —le contesté mientras le enseñaba el elefante que tenía por mesita de noche. Un elefante en cuya trompa de madera debía dejar mis cosas. Obviamente, sin cajón ninguno.

Colocamos las prendas más necesarias en el armario (tampoco podíamos poner mucho, ya que teníamos dos perchas por persona) y decidimos salir a dar una vuelta para conocer el lugar. Esperábamos que la ciudad nos quitara ese sabor de boca amargo que nos había dejado la habitación. Ninguna lo decía, pero en el fondo todas pensábamos que la próxima vez investigaríamos más antes de fiarnos de cualquier página web.

—¿Quién se lleva hoy el bolso? —pregunté. Una de las cosas que suelo hacer en los viajes es, además de dejar una de mis dos documentaciones en el hotel, salir con un solo bolso, por si nos roban, seguir teniendo dinero y no quedarnos sin nada en un país extranjero.

—¿Qué más da? Que cada una se lleve el suyo —me dijo Tamara, que estaba ansiosa por salir.

—¿Y si nos roban...? —comencé.

—¡Está bien! Lo que tú digas, prefiero llevar un bolso —me cortó Pilar— a que nos vuelvas a dar el discurso de abuela cebolleta de los robos y, como eres la experta —dijo mientras guiñaba un ojo a Tamara—, creo que lo mejor es que tú seas la portadora.

—Me parece bien —afirmé metiendo las cosas necesarias a la vez que escuchaba de fondo cómo Tamara decía: «Mejor que lo lleve ella y se quede tranquila, porque es la madre del viaje. Menuda pesada».

Antes de comenzar nuestro camino, preguntamos al hombre del hotel por algún monumento que pudiéramos ver. Éste, después de mirarnos como si le hubiéramos interrumpido en algo importantísimo (estaba viendo la televisión), nos señaló la costa en un cuadro que tenía en la pared y nos dijo que la recorriéramos y allí encontraríamos un castillo con bonitas vistas al mar. Nos dejó un mapa y las tres salimos rumbo al «Castillo del huevo». He de reconocer que al principio nos echó para atrás ese nombre tan poco señorial, pero después de ver las fotos, no teníamos dudas de que sería precioso e impresionante.

Con nuestro mapa y nuestras pintas de turistas, partimos hacia la costa. Como todo el mundo en vacaciones, mirábamos cada detalle de la ciudad ajena y nos hacíamos fotos con cualquier cosa medianamente bonita aunque no supiéramos ni qué era, siempre estaría Internet o la inventiva para contárselo a nuestros amigos de España.

—¡Berta, mira! ¡Un McDonalds! —gritaba Tamara.

—Creo que de eso también tenemos en España —enarqué las cejas, cansada de que en menos de una hora lleváramos ya casi cincuenta fotos.

—¡Pero éste es italiano! —comentó emocionadísima.

—¡Comamos algo! —sugirió Pilar, que parecía haber absorbido la alegría de Tamara.

Media hora y con quinientas calorías más, nos volvíamos a poner rumbo al «Castillo del huevo».

Por ahora, tres cosas nos habían llamado la atención con respecto a España. La primera era cómo todos los italianos parecían ir en moto, una moda poco usada en España. La segunda, lo mucho que piropeaban allí los chicos. Realmente nos halagó y subió la moral. La tercera, lo peligrosos y temerarios que eran conduciendo. Parecían unos locos al volante que convertían cruzar los pasos de peatones en una acción peligrosa. Su respeto por la señalización era nulo.

—¿Nos queda mucho? —preguntó Pilar mientras me cogía el mapa de las manos.

—Se supone que cruzamos la calle y ya veremos el mar —respondí mientras se lo quitaba de las manos.

Pasamos la siguiente calle y ante nuestros ojos se extendió toda la bonita costa napolitana. Abrí el mapa mientras cruzábamos para ver la dirección que teníamos que tomar para llegar a nuestro castillo. A decir verdad, el plano era tan grande desplegado que me impedía ver cualquier cosa. Allí cometí la primera imprudencia, no mirar por si venía algún coche o moto, pero no me arrepiento de mi error, ya que me llevó a conocerle a él... Pero no voy a continuar hablando de lo que me pasó, todo a su debido tiempo.

Me encontraba hablando sola mientras intentaba desentrañar los misterios del mapa (realmente era mala interpretándolos), cuando un grito me sacó de mi ensoñación. Era un «cuidado» a toda potencia que provenía de mis dos amigas que, como pude observar en ese momento, no estaban a mi lado. Me giré a tiempo para ver cómo una moto frenaba derrapando y se quedaba a menos de un centímetro de mi pierna. No supe reaccionar, me quedé temblando y con la boca abierta, con esa sensación de «acabo de volver a nacer» que tanto dicen los supervivientes de alguna tragedia.

El conductor había caído al suelo y ahora estaba preso de la moto, que se había situado completamente encima de todo su cuerpo. El miedo desapareció y me dirigí a su encuentro para ayudarle, cuando le vi levantar el vehículo con solo una mano, como si nada hubiera pasado.

Era un joven perfectamente bronceado, con la piel color canela, vestía unos pantalones vaqueros caídos y una camisa ceñida blanca sin mangas que dejaba al descubierto sus brazos fuertes y marcados. Con brusquedad, se quitó el casco y me permitió ver su rostro. Con el pelo rapado a cepillo, ojos de un gris verdoso y unos labios gruesos y carnosos, me resultó demasiado guapo para ser real. Pensaba que se disculparía, pero su primera frase dejó patente que la historia no iba a ir por ese camino.

—¿Quieres mirar por dónde vas? —me espetó con brusquedad, con una mirada demasiado dura y oscura para un chico tan joven.

—¿Perdona? —repuse yo histérica, haciéndome cargo de la situación. Había recuperado el control—. Eres tú el que has estado a punto de atropellarme y yo iba por el paso de peatones.

—Encima, extranjera tenías que ser —dijo frustrado al oír mi pésimo acento italiano mientras valoraba los daños que había sufrido su moto.

—¿Cómo dices? —pregunté asombrada y enfadada al ver que le importaba más un trasto que yo.

—Española, ¿verdad? —preguntó más a sí mismo que a mí.

—¿Perdona? —repetí exasperada sin poder dar crédito a lo que oía. Ese tío que había estado a punto de atropellarme, encima se atrevía a hablarme de esa manera altiva.

—Estás perdonada —contestó sin mirarme mientras por lo bajo decía improperios.

—¿Qué dices? —pregunté atónita, sin creerme todavía que esto me ocurriera, confiando en no estar traduciendo correctamente sus palabras.

—¡Encima de despistada, no entiendes mi idioma! —exclamó mirándome por primera vez por encima del hombro.

—Entiendo el italiano perfectamente, puede que incluso mejor que tú, que seguramente no sabrás más de quince palabras —empecé a hablar con una rapidez inusual poniéndome roja del enfado.

—Y tú eres muy lista, ¿verdad? —se burló de mí.

—Más que tú, te lo garantizo —puse mi sonrisa falsa más convincente.

El chico se limitó a mirarme con desdén mientras se volvía a montar en la moto. En ese momento apareció otro motorista a su lado.

—¿Qué te ha pasado, Romeo? —le preguntó mientras detenía su moto.

—Nada, ésta, que se ha cruzado y me la he pegado por no atropellarla... —habló ignorándome, como si yo no estuviera ahí—. Después de oírla hablar no sé si he hecho lo mejor —agregó a la vez que me fulminaba con la mirada.

—Un nombre tan bonito para una persona tan desagradable —murmuré yo.

—¿Cómo dices? —escupió mientras me miraba furioso.

—¡Encima que conduces mal, estás un poco sordo! Una lástima... —respondí con ironía.

—No juegues conmigo —una mirada amenazante y oscura pobló su rostro.

—Tranquilos, señores —comenzó su amigo intentando quitar tensión a la situación, poner paz—. La señorita lleva razón, vamos como locos por las calles y eso no debe ser así —mientras hablaba, miraba cómplice a su amigo, que estaba perplejo—. Creo que deberíamos invitarlas a una cerveza para pedirles disculpas.

—¡Deja de decir tonterías y larguémonos! —Romeo parecía tener mucha prisa.

—No, es nuestro deber —no comprendí el tono de voz del amigo de Romeo—, no podemos permitir que esta jovencita y sus amigas —Tamara y Pilar ya estaban a mi lado— se lleven una impresión equivocada de los napolitanos. ¿Aceptáis que os invitemos a algo a modo de disculpa? —dijo mirándonos una a una.

—Está bien —contestó Tamara, que quería restar importancia al asunto. Inmediatamente los dos jóvenes repararon en ella y la idea de tomar algo con nosotras les pareció más apetecible.

Anduvimos por el paseo hasta el local que ellos nos habían dicho. Estaba justo enfrente del embarcadero de cruceros. Era un sitio pequeño con una terraza cercada por plantas; la mayor parte de ellas, rosas. A decir verdad, el bar era bastante acogedor, pero eso no evitaba mi cabreo interno. No comprendía por qué acudíamos a tomar una cerveza con un tipo que se había permitido la licencia de hablarme así.

—No entiendo cómo dejamos de ver un castillo por acudir con un ser con semejante soberbia —repetía sin cesar.

—El chico no ha estado muy bien en sus palabras, pero estaba nervioso —Tamara intentaba defenderle o cuanto menos justificarle. No era difícil intuir que se sentía atraída hacia él, ya que era bastante guapo. Lo malo es que todo lo que tenía de guapo lo tenía de idiota. En fin, lo que había que hacer por una amiga...

Al llegar, un camarero salió a nuestro encuentro para ofrecernos una mesa. Nosotras le dijimos que esperábamos a unos amigos y éstos no tardaron en llegar. No sabía por qué, pero la cara del camarero se puso blanca al ver a nuestros acompañantes. Nos ofreció la mejor mesa y pude observar cómo con disimulo la gente de nuestro alrededor se fue cambiando de sitio hasta dejarnos en la más absoluta intimidad. Todo muy raro, pero mis amigas estaban tan embelesadas que no se dieron cuenta.

—Me llamo Doménico —se presentó el amigo de Romeo. Éste no era muy diferente al orangután que tenía sentado al lado. Un cuerpo trabajado, moreno, con una cara mona y el pelo negro un poco más largo. Aunque si se tuviera que elegir a uno por belleza exterior, ése era Romeo, y mis amigas lo notaron y no tardaron en empezar a intentar atraer su atención. Por mi parte, me dedicaba a mirar el mobiliario y a tratar de comprender por qué estábamos ahí—. Y mi amigo, como ya sabéis, se llama Romeo, aunque todo el mundo lo conoce por Leone.

—Hola —saludó seco con una hermosa sonrisa ladeada. Lo patético del momento fueron las risas tontas que les entraron a Pilar y Tamara. Noté cómo poco a poco se le hinchaba el pecho de orgullo. El chico en cuestión era consciente de su físico impresionante, y lo potenciaba.

—Sois españolas, ¿no? —preguntó Doménico.

—¡Sí! De Madrid —contestó Tamara.

—¿Estudiáis o trabajáis? —preguntó Doménico, que era el más hablador.

—Estudiamos en la universidad —contestó orgullosa Pilar. Le había costado mucho llegar hasta allí viniendo de una familia humilde. Era el logro más importante de su vida.

—¡Buah! Nosotros no hemos cogido un libro en la vida. ¿A que sí, Romeo? —preguntó Doménico.

—¡Nunca! —matizó éste con orgullo mientras no me quitaba la mirada de encima.

—¡Qué orgullosos os tenéis que sentir de ello! —dije con la mayor ironía que pude—. ¡Para qué leer o hacer algo, si uno se puede emborrachar...! —creo que fue en ese instante cuando Doménico decidió que hablar con mis amigas era bastante más interesante. Lo que no entendía era por qué Romeo tenía esa fijación en mí, ya que no dejaba de estudiar mis movimientos con su oscura mirada.

La tarde transcurría en la misma línea. Tamara y Pilar intentaban captar la atención de Romeo como fuera. Sin embargo, por alguna extraña razón ésta estaba fijada en mí. Digo extraña razón porque yo había hecho todo lo humanamente posible para ignorarle.

—Voy a ir un momento a la moto, a coger la cartera —comentó Romeo en su primera intervención de la tarde de más de dos palabras.

—Me quedo con ellas —contestó Doménico mirando a Tamara; por fin había decidido su objetivo.

—¿Me puedes acompañar? —preguntó de repente mirándome a mí.

—¿Qué? —contesté anonadada mientras miraba a ambos lados pensando que se había confundido.

—¿Quién es ahora la sorda? —habló con suficiencia esbozando una sonrisa que intentaba ser tierna, pero que a mí me daba escalofríos—. ¿Me acompañas a la moto a por mi cartera para que así podamos hablar? —antes de contestar miré a mis dos amigas sin comprender nada (por sus rostros vi que ellas tampoco entendían). Ambas me hicieron gestos que confirmaban que debía acudir y que las dos se morían de ganas por estar en mi lugar.

Al final me decidí a acompañarle. En mi inocencia pensaba que tal vez le había juzgado mal y se quería disculpar, pero su orgullo de macho le impedía hacerlo delante de su amigo.

Pese a que había muchos huecos libres frente al bar, Romeo había aparcado la moto en una callejuela cercana. Un callejón estrecho, húmedo y oscuro. Esperaba que él comenzara a hablar, puesto que me había pedido que le acompañara, pero el camino transcurrió sin una sola palabra, con la incomodidad del silencio.

Una vez que llegamos a la moto, se volvió frente a mí, muy cerca, demasiado cerca. Mentiría si dijera que no fue un instante con tensión sensual, por mi parte al menos. Seguía sin parecerme un chico que llamara mi atención, pero su físico me cegó y pensé que para un momento de diversión, no estaba del todo mal. Sería eso, un rollete al que no volvería a llamar y del que no querría volver a saber. Una buena historia que contar.

Sin mediar palabra, Romeo se acercó lentamente hacia mí y en un acto instintivo cerré los ojos para besarle, no sin antes ver de nuevo su sonrisa ladeada. No me gustaba, no era para nada mi tipo, una cara bonita pero sin cerebro, eso lo definiría bien. Sin embargo, su físico hacía que me quemase la piel y en las vacaciones yo solo buscaba diversión, nada más.

Noté su tacto en mi cintura y mi cuerpo se tensó, como ocurre siempre con los nervios previos al beso. Entonces algo me desconcertó, algo helado que me pinchaba en estómago.

—Dame todo lo que llevas encima —me pidió suavemente al oído. Abrí los ojos inmediatamente y lo vi, una navaja de al menos veinte centímetros estaba pegada a mi cuerpo amenazante.

—¿Cómo? —pregunté con la boca seca. He visto mil películas violentas, he leído mil libros en los que una navaja era la mejor de las cosas con las que podían intimidarte. Pero tenerla ahí, en vivo y en directo, me golpeó como un escalofrío y comencé a notar cómo mi respiración se aceleraba.

—Suelta tu bolso y dámelo, así de rápido y todo se habrá acabado —añadió con naturalidad, como si fuera algo que hacía de manera habitual.

Supongo que mucha gente frente a esta situación no habría dudado en salir corriendo, gritar o ponerse a llorar. Yo me quedé clavada en el sitio, sin saber qué hacer o decir. Simplemente quería cerrar los ojos y que al abrirlos todo se convirtiera en un mal sueño.

—¿Es una broma? —fue lo único que me atreví a decir con apenas un susurro de voz. Una pregunta que esperaba que no sonara estúpida. Una pregunta que deseaba con toda mi alma se respondiera con un sencillo «Sí».

—¡Ésta sí que es buena! Mira que llevo años robando y es la primera vez que me toman a cachondeo —se rio con ganas mientras jugaba con la navaja en sus manos—. Si me conocieras, sabrías que Leone nunca bromea con estas cosas, Berta.

—Toma —corriendo, le tendí mi bolso. Siempre me he considerado una persona valiente, pero frente a esa situación solo quería que se quedara con todas mis pertenencias y me dejara marchar sana y salva. En esos momentos me daba igual el dinero, el móvil, el MP3... solo tenía miedo por mi vida.

Romeo cogió el bolso con brusquedad y empezó a sacar las cosas una por una. Lo primero en lo que se detuvo fue en mi móvil.

—Esto qué es, ¿un móvil de la Prehistoria? —me preguntó. Me resulta irónico que lo único que pensé en ese momento fue «cómo si tú supieras qué es la Prehistoria».

Siguió y vio mi MP3, se puso los cascos en las orejas y comenzó a escuchar. Puso una mueca de disgusto y añadió:

—Un gusto musical insuperable —lo dijo con desdén, pero por si no me había quedado claro, después de diez segundos añadió—: En cuanto a mal gusto, por supuesto —mi pensamiento fue «seguro que solo conoces la música cuando vas drogado», pero me mantuve quietecita, intentando no llamar la atención, intentando que Romeo terminara rápido de humillarme y me dejara marchar.

Su siguiente paso fue la cámara de fotos. No dudó ni un segundo en ponerse a ver las que tenía en la memoria violando así mi intimidad.

—Berta, Berta, Berta... eres una cochina... ¡Cómo se te ocurre hacerte estas fotos con las amigas! Esperaba más de ti —yo no sabía a qué se refería, así que él giró la cámara y observé una foto con Tamara en la playa, de lo más normal, en bikini, sí, pero normal. Fue entonces cuando vi lo que él disfrutaba con mi humillación.

Por fin agarró la cartera y con ello creí se acababa mi tortura y mi miedo. Por mi parte, me dedicaba a no mirarle a la cara, ya que según había visto en muchas películas, si le mirabas te mataban por si luego podías reconocerle. Entonces un folio se cayó al suelo.

—¿Y esto qué es? —preguntó mientras se agachaba a cogerlo y lo abría—: Escena de «Titanic», A tres metros sobre el cielo —comenzó a leer, era la lista del avión. No entendí mi reacción pero de mi garganta brotó un breve: «Dámelo, por favor»—. ¿Cómo dices? No te oigo —me miró divertido entornando sus ojos mezcla de verde y de gris.

—Si me lo puedes dar, por favor, Romeo —dije mirando al suelo y con la voz temblorosa—. Eso no tiene ningún valor, te lo prometo.

—Te voy a aclarar un punto: Romeo solo me lo llaman mis amigos. Para ti y para todo el mundo soy Leone, ¿entendido? —su tono era chulesco. Asentí—. En cuanto a lo del papel, creo que me lo voy a quedar —mientras se lo guardaba en un bolsillo, añadió mirándome fijamente—: No sería un buen ladrón si te devolviera cosas —dejó unos minutos de silencio para que pudiera asimilar su razonamiento y de ese modo convencerme de que era lógico, algo que, por supuesto, para mí era una estupidez. Mientras no me quitaba un ojo de encima, empezó a sacar las cosas de la cartera hasta que llegó a lo que le interesaba y ahí debió ver algo que le indignó—. ¿Treinta euros? ¿Lleváis una cartera común para treinta míseros euros?

Leone estaba entretenido mirando el contenido de mi bolso cuando vislumbré una silueta al final del callejón. Una sombra se movía hacia nuestra zona y yo no sabía si eso era bueno o malo. Lo único que tenía claro es que Leone no se había dado cuenta. Una farola me permitió identificar que se trataba de un joven que portaba una especie de palo en las manos. Yo permanecí callada, ya que intuí que era mi salvador. El chico me indicó con un gesto que no abriera la boca. Leone, que debía estar acostumbrado a estas situaciones, intuyó el peligro en mi mirada y se giró, pero fue demasiado tarde, pues el otro joven ya le había golpeado en la cabeza y le había tirado al suelo. Comenzó a propinarle patadas sin piedad por todo el cuerpo con unas botas con las punteras de hierro. Sin coger nada, salí corriendo para marcharme del callejón. A toda pastilla, con una velocidad que no sabía que podía llegar a alcanzar.

Ya estaba a punto de llegar al final de la oscuridad en la que estaba atrapada cuando me detuve. Los golpes sordos seguían inundando mis oídos. Me giré en el límite y vi el cuerpo tendido de Leone recibiendo puntapiés por todos los lados. Entonces me di cuenta de que ese joven no había querido salvarme, sino que estaba esperando a Leone allí, escondido.

Lo normal es que me hubiese dado absolutamente igual, que me hubiese largado sin mirar atrás, que no hubiera perdido ni un segundo en reparar en lo que estaba sucediendo. Pero mi humanidad me impidió marcharme, ya que una parte de mí me decía que si me iba, Leone iba a morir y no estaba en mi naturaleza ser cómplice de asesinato ni dejar morir a nadie.

Una tabla de madera, ésa fue la única arma que enganché antes de volver corriendo al callejón del que hacía minutos tantas ganas tenía de escapar. Con una agilidad impropia en mí, golpeé al chico en la cabeza con la punta, sin demasiada fuerza para no causar ningún daño del que me tuviera que arrepentir. Eso dio unos segundos de ventaja a Leone para incorporarse y golpear al chaval, que no tardó en salir huyendo lo más veloz que podía.

Leone le persiguió unos cuantos metros, pero éste ya estaba fuera de su punto de visión. Entonces retrocedió y reparó en mí. «Enhorabuena, Berta, ahora te robará», me decía mi racionalidad. A decir verdad, me sentí estúpida por lo que acababa de hacer, había podido alcanzar la libertad y la había perdido por ayudar a un monstruo. Leone estuvo cinco minutos mirándome fijamente mientras reflexionaba y me escrutaba mentalmente; por mi parte solo quería saber cuál sería su siguiente movimiento. Finalmente, se decidió a hablar:

—Toma —comenzó serio mientras metía todas las cosas en el bolso y me lo devolvía—, me has ayudado —añadió esta última palabra con acritud—, así que eres libre.

—¿Y ya está? ¿Esto es todo? ¿No hay consecuencias? —pregunté aún con el susto en el cuerpo.

—Ya está, sin represalias —contestó mientras se limpiaba la sangre con la camisa—, ahora volvamos con tus amigas.

—No —tanteé el terreno. Era una persona muy gallita, pero un grito suyo me hubiera callado—, no quiero que vengas conmigo.

—Tampoco quiero estar más rato en tu presencia —puntualizó con desdén—, pero mi amigo, ¿lo recuerdas? —la cara se me debió de quedar blanca.

—¿Qué les está haciendo? —pregunté asustada.

—Tranquila, tú eras el objetivo, eres la que lleva el bolso. Doménico solo espera a que yo termine para marcharse de allí. Bueno; y si puede liarse con tu amiga Tamara, también lo hará. Ella está realmente buena, si ella hubiera llevado el bolso seguramente antes de robar hubiéramos hecho algo más... —dijo con su tono chulesco mientras reía.

—Está bien, marchémonos —repliqué enfadada mientras comenzaba a andar.

—¿No te habrás puesto celosa? —preguntó caminando a mi lado.

—¿Yo? ¿De qué? —contesté sulfurada andando aún más rápido.

—He visto tu cara de deseo cuando te traía aquí. Supongo que no será agradable darte cuenta de que el chico solo quería robarte... —estaba divertido. No entendía su concepto de diversión.

—¿Sabes lo que significa la palabra celos? Porque a lo que tú te refieres, en todo caso sería decepción —aclaré a Leone.

—Sé mas cosas de las que te imaginas —me espetó serio. Luego, sonriendo de nuevo, añadió—: Los celos vienen en la parte de la conversación en la que yo te digo que con tu amiga sí que habría hecho algo. Es que no entiendo cómo podías pensar que tú tenías alguna posibilidad con un tío como yo.

—¿Un tío como tú? —frené en seco, esos humos tenía que bajárselos alguien—. ¿Te crees que por tener cuatro músculos ya eres el tío con el que las mujeres sueñan?

—Debido a mi experiencia personal, creo que sí —dijo zafado de sí mismo sonriéndome en la cara.

—¿Sabes lo máximo a lo que podrías aspirar a ser conmigo? Un rollete, un muñeco musculoso con el que estar un máximo de tres semanas. Para las mujeres eres un juguete, un chico con el que acostarse, pero no el hombre con el que quieren pasar el resto de su vida. ¿Cuántas se han molestado en conocerte? ¿Cuántas han querido saber de tu vida? —esperé su respuesta, pero no la obtuve—. Ninguna. ¿Sabes por qué? Porque fuera de ese cuerpo no existe nada que sea interesante.

—¿Y qué hay de ti? No tienes el físico adecuado —afirmó mirándome de arriba abajo—, ¿y el hecho de no tener el físico adecuado hace que seas una persona interesante de conocer?

—En primer lugar, si dices lo del físico para ofender, lo siento, pero no lo vas a conseguir. Estoy bastante contenta conmigo misma —era verdad. Algo que odiaba es que muchas personas se creían capaces de juzgarte por tu aspecto. Otras se deprimían por no parecer una modelo de Victoria Secret; yo, por el contrario, me encontraba orgullosa y me gustaba tal y como era—. Respecto a si soy una persona interesante, eso lo decide la persona que me conoce y, tranquilo, que tú no tendrás por qué hacerlo —puntualicé mis últimas palabras.

—A lo mejor es que tienes miedo por si me conoces y te gusto... —bromeó con una sonrisa traviesa que por primera vez me dio más risa que miedo. Sus ojos grises verdosos intentaban mirar dentro de mí.

—A lo mejor es que estoy tan ocupada que no tengo tiempo que perder —fue mi última frase antes de entrar en el bar.

Nuestros amigos seguían en la misma mesa sin nadie a su alrededor. Nada más entrar, observé los coloretes y las risas de Tamara y Pilar, que se habían pasado con el limoncello. Doménico miró extrañado, supongo que no imaginaba volverme a ver. Seguramente el chico tenía pensado marcharse en cuanto su amigo le dijera que ya me había quitado el dinero. Apresuré el paso hasta llegar hasta ellas.

—Nos vamos —ordené seria y sin ninguna posibilidad de réplica. Ya les explicaría más tarde todo lo que me acababa de ocurrir.

—Espera un rato, que nos lo estamos pasando muy bien —respondió Tamara, que estaba situada muy cerca de Doménico. Pude observar cómo éste intentaba comprender la situación, miraba mi bolso y después a Leone, repitiendo la acción varias veces.

—Luego te lo explico —fue lo único que dijo Leone.

Pilar, más astuta, se dio cuenta de que algo no marchaba del todo bien. Tampoco era muy difícil llegar a esa conclusión viendo la sangre en la camiseta de Leone.

—Venga, Tamara, Berta lleva razón, vamos al hotel, que mañana será un día muy largo.

Antes de que Tamara pudiera responder, Doménico se levantó y se marchó sin decir nada.

—¿Qué te ocurre? ¿Tienes que aguarnos la fiesta? —me dijo Tamara mientras hipaba por el alcohol.

—¡Anda, levántate, que ahora te explico todo lo que me ha pasado! —ya había perdido la paciencia.

—¿Estás bien? —preguntó Pilar reculando.

—Sí —contesté con una mezcla de seriedad y nerviosismo.

—¿Qué pasa, que el tío bueno no ha querido intimar contigo y ahora nos has fastidiado a las demás? —preguntó Tamara cabreada mientras se ponía de pie.

—Sí, Tamara, es exactamente eso —respondí cansada.

Sin parar de quejarse, salimos a la puerta, donde una ola de calor nos azotó de nuevo. La sorpresa llegó cuando me di cuenta de que Leone aún no se había marchado y estaba tranquilamente apoyado contra la pared.

—Te está esperando —me dijo Pilar.

—Me da igual —respondí yo, que solo quería olvidarlo todo.

—¿Puedes venir? —me gritó él.

—No —contesté.

—Si no vienes tú, voy a ir yo —dijo divertido.

¡Ese ser cavernícola no me pensaba dejar en paz! Con toda la rabia e impotencia del mundo, acudí a su lado. Lo que menos me apetecía ahora era que se volviera a juntar conmigo y con mis amigas.

—¿Qué quieres? Tengo prisa —dije mirando hacia otro lado.

—¡Menudo carácter acabas de sacar! No parecía que tuvieras tanto cuando estabas en el callejón —bromeó sarcástico.

—Será porque aquí no me estás amenazando con una navaja —contesté.

—Así que cuando quiera que seas una niña buena te tendré que amenazar. Eres una chica salvaje —dio un paso acercándose a mí.

—¿Para esto me has llamado? —le pregunté cansada. Sin inmutarme.

—No. He venido a devolverte esto —me tendió un reloj que conocía, ya que era de Tamara, y la cámara de fotos de Pilar—. Doménico —dijo respondiendo a la pregunta que iba a formular— no ha podido estarse quieto y se había llevado estas cosillas.

—Gracias —respondí por cumplir y poder marcharme.

—En el fondo soy alguien honrado —añadió mientras reía—. ¿Me he ganado un premio? —me agarró del brazo.

—Por supuesto —ironicé mientras me zafaba y me iba.

—Por lo menos un número de teléfono —se puso a mi lado.

—Creo que mejor el próximo día —contesté.

—Entonces espero que nos encontremos pronto —me dijo mientras se quedaba quieto.

—Yo no —hablé sin mirarle a la vez que me marchaba.

—¿No lo has pasado bien en mi compañía? —preguntó mofándose de la situación.

—¡Genial! —simulé entusiasmo caminando hacia mis amigas—. Ahora, si me disculpas, tengo que irme, tengo mejores cosas que hacer que hablar contigo.

—¿Acaso no quieres volver a verme? —gritó a mis espaldas.

—¡La verdad es que prefiero raparme la cabeza a tener que hablar contigo! —grité sin darme la vuelta intentando que mi voz transmitiera todo el odio que le profesaba.

Decidí no hablar hasta encontrarme protegida dentro del hotel. Por ese motivo, mis amigas no entendían que anduviese por Nápoles a toda velocidad sin pararme a mirar ningún semáforo, como si me sintiera vigilada y perseguida.

Había visto a Leone marcharse a toda pastilla con su moto, pero eso no conseguía hacer que me sintiera menos amenazada. Estaba paranoica pensando que en cualquier momento alguien volvería para robarme o quizás algo peor. Apretaba el bolso contra mi pecho con la mayor fuerza de la que disponía. Sabía que tanto Pilar como Tamara habían notado que algo no marchaba bien, pero no me apetecía hablar. No tenía ni fuerzas ni ganas.

Entonces fue cuando noté el pitido de nuevo de un coche y observé que había tratado de cruzar el paso en rojo. Un pequeño Ibiza color plateado había estado a punto de atropellarme por segunda vez en el día y su conductor había decidido echarse a un lado en la carretera y estacionar mientras abría la ventanilla y me indicaba que acudiese.

—Lo siento. No he visto el semáforo —fue lo primero que dije cuando me encontré a su lado. Dentro del coche pude distinguir a dos personas, un hombre y una mujer, que me miraban fijamente mientras no decían nada, por lo que, fruto del nerviosismo, seguí hablando—: Mire, no soy de aquí, es mi primer día y si soy sincera, está siendo de lo más confuso y perturbador...

—¿Está bien? —me interrumpió preguntando el señor con una voz demasiado monótona.

—Sí, digo, no del todo...

—¿Le ha pasado algo? —me consultó más amablemente la mujer mientras con disimulo me mostraba una placa de policía, por lo que supe que se trataba de unos «secreta».

—No —mentí al saber de qué se trataba. El hombre, que se había hecho a un lado para que pudiese ver a su compañera, enarcó una ceja mientras se rascaba la espesa barba y se tocaba la enorme barriga.

—La hemos visto ir al callejón con un joven italiano —«Leone», pensé—, y cuando ha vuelto estaba muy nerviosa. Ese joven, ¿le ha hecho algo? —volvió a tomar la palabra la chica que, según pude ver, no tendría más de veinticinco años y poseía una espesa cabellera pelirroja con rizos.

—De verdad que no —mentí de nuevo. No quería verme involucrada con la policía por algo que al fin y al cabo ya había pasado. Mi vena peliculera ya me veía en comisaría declarando y a Leone persiguiéndome para hacerme daño. El hombre fue a hablar, seguramente para decir que no me había creído, pero la pelirroja se volvió a adelantar:

—Está bien, pero si tiene algún problema —y me miró fijamente como si tratara de decirme algo, como si supiera exactamente lo que yo estaba pensando—, no dude en llamarnos —y dicho esto, me tendió una tarjeta y con el gruñido del barbudo se marcharon.

Una vez en el hotel, llamé al portal de manera demasiado insistente para que nos abrieran, hasta tal punto que nuestro amigo de la recepción nos saludó con una cara más seria incluso que cuando nos habíamos marchado, cosa que hasta ese momento no creía posible. Pilar me tuvo que ayudar a meter la llave en la cerradura, ya que mis manos temblaban tanto que me resultaba difícil, por no decir imposible, atinar. En el momento que la puerta cedió, me metí corriendo en el interior de mi selva particular y con la luz apagada me senté en la cama mientras en mis manos daba vueltas a la tarjeta que esa policía me acababa de tender.

Tamara fue la primera en romper el silencio que reinaba en la habitación:

—¿Qué te ha dicho para que estés tan ofendida? —a esas alturas estaba bastante preocupada.

—¿Qué te ha hecho? —Pilar se acercó a mí y posó su mano en mi hombro para infundirme valor.

—Nos querían robar —dije sin ningún tipo de sentimiento impregnado en mi voz.

—¿CÓMO? —se escandalizó Tamara.

—Han estado hablando con nosotras para quitarnos el contenido del bolso. Leone solo ha querido venir conmigo porque yo era la encargada de llevarlo —les expliqué.

—¿Te ha hecho daño? —preguntó Tamara mientras me miraba por todos los lados intentando ver algún rastro de violencia.

—Tranquila, no me ha pasado nada —la calmé.

—Lo siento, no debimos dejarte sola —comenzó Pilar con ese afán suyo de creerse la culpable de todas las cosas.

—Nadie podía saber qué iba a ocurrir —la interrumpí para no hacer un drama de la situación—; al final no me ha quitado nada —les mostré el bolso.

—¿Te crees que nos importa lo más mínimo el dinero? —se indignó Tamara—. Que estés bien es lo único que importa.

—Estoy bien —les aclaré—, al final todo ha ido bien.

—¿Por qué? —me preguntó Pilar—. ¿Por qué al final no ha pasado nada? —Pilar quería comprender por qué, si me había tenido sola para él, me había dejado marchar con todas las cosas intactas. Quería explicarles todo lo sucedido, lo del hombre de las sombras, mi actuación con la madera... todo. Sin embargo, de mi boca brotaron otras palabras.

—No lo sé. Supongo que se habrá arrepentido al ver que solo llevábamos treinta euros —no lo hice por defenderle ni por omitir información a mis compañeras, simplemente no quería relatar lo que había sucedido. No quería que me miraran sin comprender por qué le había salvado. No quería explicárselo porque ni yo misma lo sabía y prefería que la conversación sobre ese tema quedara catapultada en ese momento.

Obviamente permanecimos esa noche en la habitación. Las sábanas me protegían del temblor que dominaba mi cuerpo. Me asaba de calor, pero en cierta manera me hacían sentir a salvo. Mi única meta fue quitar hierro al asunto y decirles que solo necesitaba descansar, que al día siguiente todo iría mejor.

En cuanto los ronquidos de mis dos amigas llegaron a mis oídos, rompí a llorar como una loca descargando en esas lágrimas todo el miedo que había pasado en ese día.

Nunca me habían gustado los chicos malos, no me relacionaba con gente que robara o cometiera delitos, no le veía el morbo, no entendía que muchas chicas se fijaran en ellos, a mí me gustaban los chicos normales. No me quería ver envuelta nunca más en una situación similar. Lloraba por la impotencia de lo que podía haber pasado.

Pese a que Tamara estaba dormida como una niña pequeña, en cuanto comencé a llorar se movió en la cama y me abrazó, como si su subconsciente supiera que su amiga estaba mal.

Horas después un teléfono suena. La persona que está al otro lado parece furiosa. Su instinto animal está más alerta que nunca.

—¿Le habéis encontrado? —esa brusca frase es el saludo de su interlocutor. No quiere hablar nada más que lo necesario.

—Sí —responde Alessio—, le tengo en el almacén.

—Dame diez minutos y estoy allí —contesta la persona al otro lado del aparato mientras se pone la cazadora de cuero y de un salto sube a su moto.

—No hace falta que vengas, puedo encargarme yo solo —puntualiza Alessio, deseoso por imponer su particular justicia pasándose la lengua por sus dientes afilados.

—No, es mío —responde rápido, cuelga y acelera derrapando.

Alessio siente impotencia al ver que no le dan la oportunidad ni siquiera para protestar. Pasea por el almacén preparando todas las armas de tortura. Antes de matar a su prisionero, que está amordazado en mitad de la sala, deben sacarle información. Le observa, es solo un niño, no tendrá más de quince años, el escarmiento es más necesario a esa edad. Para que aprenda.

Coge el machete, unas tenazas, un mechero y una pistola. Cree que no tendrá que llegar a utilizar esta última opción, pero nunca viene de más tenerla preparada y cerca. Las armas son las más básicas, pero el objetivo de esa noche no merece nada del siguiente nivel, cantará antes.

Mientras pasea alrededor del prisionero inconsciente, se acuerda de su primera tortura, cómo le dolió, cómo creía que de ésa no iba a salir. Sin embargo, lo logró y ahora era alguien respetable. Le levanta la camiseta al chico. No hay cicatrices. Ésta será su primera vez, su primer enfrentamiento con la realidad que les rodea. Por un instante siente lástima por el chaval, solo por un instante.

Se aburre y mucho, así que tras una breve meditación, decide despertar al chico de la silla. Le tira un cubo de agua hirviendo que hace que éste abra los ojos e intente gritar, pero no puede, algo le tapa la boca. Mientras su cara empieza a ponerse roja por las quemaduras, unas palabras interrumpen el sonido de la agonía.

—Hola, menos mal que te has despertado. Temía que te hubiéramos hecho un daño irreparable —miente Alessio con un tono de voz frío y desagradable. Sabe que el factor miedo es algo imprescindible que no puede dejar pasar.

El chico se agita intentando liberarse. Alessio no entiende cómo todos recurren a lo mismo. ¿Acaso no saben que él es un profesional y sus ataduras son imposibles de deshacer? Sin embargo, y solo por el placer de verle sufrir, sale fuera a fumarse un pitillo para que el prisionero desespere intentando zafarse.

Se termina el cigarro en cinco míseras caladas. La persona al otro lado del teléfono sigue sin aparecer, por lo que decide comenzar la diversión. La ansiedad por llevar las cosas a cabo es su mayor defecto, y su mejor virtud es tomar las decisiones que otros más débiles no pueden.

Coge todos los elementos de tortura y empieza a limpiarlos. No por salud. Quiere que el prisionero tiemble intuyendo las cosas que se le van a venir encima en pocos minutos. Cuando coge el arma, ve la desesperación en su rostro y una sonrisa oscura surge en su interior.

Una moto le saca de sus pensamientos. Su compañero ha llegado. Comienza la diversión. Se abre la puerta y, vestido con unos vaqueros y una chaqueta de cuero, entra Leone.

—¿Es éste? —pregunta Alessio.

Leone examina al muchacho maniatado y asiente con la cabeza. Ése es el chico que le ha agredido esa misma tarde. Con un brazo se toca el moretón que le ha salido en la tripa para que la ira aflore más intensa.

—Quítale la mordaza —solicita Leone—. Éste no es uno de los Giaccomo y tenemos que saber quién le ha enviado —Leone conoce cada rostro de los Giaccomo, sus enemigos, y ése no pertenece a la familia rival.

Alessio le quita la mordaza y el joven intenta morderle, por lo que se lleva un puñetazo en plena cara. La consecuencia más probable es una fractura del tabique nasal.

—¿Quién te ha enviado? —pregunta Leone, que está apoyado en la pared fumándose un cigarrillo. De reojo observa las quemaduras en la cara del muchacho, pero no le importa lo más mínimo. Tampoco quiere saber qué ha pasado.

El joven no contesta, por lo que se lleva otro puntapié de Alessio en la cara. La sangre brota y tiñe la mordaza de un rojo intenso.

—No puedo detener a mi amigo —le explica Leone—; no tengo nada contra ti —agrega tratando de ganarse su confianza—, tus golpes ni siquiera me han dolido. Dime quién te manda y te dejaré marchar —miente. Sabe que él no decidirá nada, no tiene ese poder.

—Esta tarde no parecía lo mismo —increpa el joven mientras escupe en el suelo sangre.

—¿Cómo dices? —pregunta Leone acercándose como un animal que acecha.

—Te ha tenido que salvar una chica —le reta el chico, que no ve el verdadero peligro que supone enfadar demasiado a Leone.

—Eres muy listo, de verdad, te tenemos maniatado en una habitación y tú te dedicas a insultar a tu única vía de escape. Muy inteligente —razona Leone.

—Antes muerto que darle una satisfacción a un Salvatore —dice con orgullo.

—¿Ésa es tu decisión final? —pregunta Leone.

—Sí.

Leone se gira entonces y se dirige a Alessio. No quiere formar parte de lo que viene a continuación. Aún no, sabe que algún día lo hará, pero por ahora no se encuentra preparado. Sin embargo, tampoco se opone a que Alessio lo haga. Es consciente de que está frente al peor torturador.

—Me voy —le informa.

—¿No te quedas a disfrutar un poquito con este mamón? —pregunta Alessio, que está feliz de ver que la víctima va a ser para él solo. Casi se podría decir que el olor a tortura le excita.

—Sabes que yo no me dedico a estas cosas —afirma Leone y por un microsegundo, al ver la juventud del chico, desearía no haber informado a los Salvatore, pero ya es demasiado tarde.

—Con tu carácter te gustaría —le intenta convencer Alessio.

—Te llamaré el día que cambie de opinión —responde Leone mientras abre la puerta.

—Ya sabes que me encantaría ser tu tutor —le recuerda Alessio a la vez que chasquea la lengua. Leone no le contesta, no querría a ese monstruo como tutor nunca.

Una vez que la puerta de la calle se cierra con un portazo, Alessio se vuelve dirección a la persona que ya puede denominar su víctima. Éste, al ver su cara, reza por que el joven anterior vuelva, pero nunca lo hace.

—Vamos a jugar a un juego —explica Alessio, sentado a horcajadas enfrente de él—. Si me dices la información que necesito, no te haré daño, o cesaré en el daño que te estoy haciendo. Si me mientes, y créeme que lo sabré, sufrirás un dolor que no se lo deseo a nadie. ¿Lo entiendes? —el chico no contesta—. Es hora de empezar a jugar.

Alessio va hacia la bandeja donde tiene dispuestas sus herramientas y coge la primera, la más ligh, un mechero. En su fuero interno solo desea que el chico no conteste para llegar a los niveles superiores.

—¿Cómo te llamas? —le pregunta—. He empezado por una pregunta fácil —simula cierta empatía de una manera que resulta falsa.

El chico junta los labios en una tensa línea por la que no sale ni aire. Alessio empieza a subir el gas al máximo, acerca el mechero a su brazo y, con una pulsación, la llama brota quemando todo lo que encuentra a su paso. El chaval se mantiene impoluto. A Alessio eso le da igual, si tiene que dejarle el brazo en carne viva, lo hará. Pasan dos, tres, cuatro segundos...

—¡Anthony! —grita el chico. Su brazo se ha tornado de un color rojizo en la zona que tenía contacto con la llama, desprendiendo un olor similar a la carne asada.

—¡Ves lo fácil que era! —exclama apartando el mechero de la carne chamuscada—. Ahora vamos a una pregunta de mayor nivel, por lo que requiero un arma que se corresponda.

Se levanta y, dejando el mechero que quema por la parte del plástico, coge la segunda herramienta de la bandeja: el machete.

—Esto es mera rutina —añade al ver el temor en los ojos del joven—. Ahora quiero que me digas cuáles eran las órdenes exactas —silencio—. Creo que no te acuerdas de las reglas del juego —repite con su lengua viperina. Silencio—. ¿Ves lo que me obligas a hacer? —dicho esto, clava el filo de la navaja en la rodilla derecha de Anthony y la carne cede ante el metal—. ¿Me lo dirás ahora? —Anthony se retuerce de dolor, pero sigue sin hablar—. Aunque no te lo creas, hacer esto me duele más a mí que a ti —sin previo aviso, introduce el machete en la otra pierna—. ¿Me lo dirás ahora?

—No —escupe el chico mientras sus piernas parecen una cascada de sangre.

—Creo que lo que te voy a hacer ahora te dolerá un poco —mientras habla, se dirige a la entrepierna, el joven prevé las intenciones de Alessio y se pone a gritar.

—¡Tenía que darle un susto! ¡Solo eso! Dejarle inconsciente era lo máximo. Te lo juro —lloriquea el chico.

—¡Muy bien hecho! —exclama mientras aplaude—. Ahora subimos un escalón más, tranquilo, que solo quedan dos.

Se levanta con toda la tranquilidad del mundo y coge las tenazas. Se acerca al fuego y las introduce. Tardan pocos minutos en ponerse al rojo vivo. Satisfecho, vuelve con su torturado.

—¿Quién te ha mandado? —le pregunta mirando fijamente a su cara, donde irán a parar las tenazas a no ser que diga la verdad.

—¡Claudio! —grita Anthony sin esperar ni un solo momento. No necesita ni que le amenace.

Sin mediar palabra, Alessio se dirige de nuevo a coger la última arma, la pistola. Carga las balas una a una, despacio, disfrutando del momento.

—¿Dónde está Claudio? —esta vez no hay ni un resquicio de humanidad en su rostro.

—No lo sé —responde el chico.

—Eso ya lo veremos —y con un boom, le revienta un dedo del pie. Sin esperar a que el muchacho deje de gritar de dolor, vuelve a preguntar—: ¿Dónde está Claudio? —ha aumentado el volumen de su voz.

—Te juro que no lo sé —solloza el chico, al cual no le queda nada del fingido orgullo con el que comenzó. El muchacho está blanco, al borde del desmayo.

—Respuesta incorrecta —con un boom, le vuela un dedo del otro pie.

—¡No puedo decírtelo! ¡Si lo hago, ellos me matarán! —grita sin control Anthony, que ve que su vida no tiene salida.

—Si me lo dices, puedes unirte a nosotros. Te daríamos nuestra protección —le ofrece Alessio, que ve cómo el chico cantará de un momento a otro.

—¡En Roma! Frente a la Fontana. Allí se esconde Claudio —escupe con rapidez Anthony.

Alessio se levanta de la silla y, sin dar ninguna explicación, va fuera a llamar a su jefe. Sabe exactamente cuál es la guarida del capo de los Giaccomo en la Fontana. Localizar a Claudio alegrará a su superior, Abramo. Siempre le conviene tenerle contento. Desenfunda el móvil y marca el número, no puede tenerlo memorizado por seguridad.

—Tenemos localizado a Claudio —saluda.

—Eso hace que me alegre —contesta éste con una voz tranquila, demasiado tranquila—. Y con el muchacho, ¿qué ha pasado? —pregunta Abramo.

—Ha muerto en el interrogatorio —responde sin pensar Alessio—. Manda a un equipo para que se lo lleven.

—¿Ha sido muy sangriento? —pregunta.

—No, un tiro en la cabeza.

—En diez minutos estarán allí los servicios de limpieza. Te espero en veinte minutos para que me informes de lo que sabes. El tiempo es nuestro peor aliado —dicho esto, el jefe de la gran familia de los Salvatore cuelga.

Alessio vuelve a entrar en el local con paso decidido. Se siente mal por haber mentido a Abramo, pero esa noche necesita descargar adrenalina y ese joven es lo único con lo que puede desquitarse. Además, después de todo el daño que ha recibido por parte de la familia Giaccomo, no tiene ningún tipo de remordimiento por matar a cualquiera de ellos. El chico abre la boca para preguntar, pero antes de que sea capaz de decir absolutamente nada, recibe un tiro de Alessio entre las dos cejas, con su puntería casi siempre perfecta.