Capítulo 14
—¿ESTÁS bien? —pregunté acercándome corriendo. Noté un ligero temblor al abrazarle pero él contestó con firmeza:
—Sí.
—¿No te ha hecho nada? —dije mientras le miraba de arriba abajo y me detenía en su estómago al ver que él lo estaba presionando con sus dos manos, después del golpe que una vez que llegamos a mi hotel le acababan de propinar. Lo notó, por lo que añadió mientras sonreía:
—Una patada puñetera. Nada que no haya soportado antes y, a decir verdad, creo que cuando las he dado han sido mucho peores —puso su sonrisa ladeada y me acarició la cara con el dorso de la mano.
Ambos nos quedamos en silencio mientras nos mirábamos.
—¿Quién era? —pregunté.
—Un Giaoccomo.
—¿Por qué te ha pegado?
—No necesita ningún motivo —dijo como si fuera lo más obvio—. Nos odiamos desde siempre, es así de simple. Seguramente, si yo hubiera visto a alguno de ellos desprevenido, también le habría pegado.
—Pero tú ya no perteneces a esa banda —aseguré recordando los acontecimientos que habían pasado ese día. Romeo ahora era libre, fuera de la lucha entre mafias.
—Berta —repuso con tono cansado—, llevaré media hora sin pertenecer a los Salvatore, ¿piensas que es tiempo suficiente para que todo Nápoles se entere?
—No —balbuceé—, pero...
—Ya sé que crees que soy el chico más importante aquí —comenzó a darse sus aires de superioridad y me alegré de que volviese a ser el de siempre, pese a lo duro de las situaciones que le había tocado vivir ese día—, pero eso es porque me tienes sobrevalorado —añadió mientras reía—. Estás demasiado obsesionada conmigo, pero gracias a Dios, todo el mundo no lo está.
—¿Cuándo se enterará todo el mundo? —pregunté angustiada.
—Unos antes, unos después —dijo mientras se encogía de hombros. Debió notar que eso no me tranquilizaba, por lo que añadió—: Pero te garantizo que yo siempre recordaré que ya no pertenezco a ningún bando. Eso debería bastarte, es lo máximo que te puedo ofrecer.
Cuando pienso en los momentos que sucedieron a continuación, aún cierro los ojos e intento trasladarme con la memoria a ese instante, a esa puerta del hotel, ver sus ojos oscuros mirándome fijamente y esos labios carnosos que no sabían qué decir.
Lo intento pero no lo logro, todo se vuelve borroso, parece que nunca hubiera sucedido...
Yo lo sabía y él lo sabía también. El tiempo se agotaba, habíamos exprimido hasta el último minuto, pero el fin se acercaba, lo notábamos en ese sol que empezaba a salir y nos rozaba con sus primeros rayos. Se había acabado. Toda la lucha, todo el amor, toda nuestra relación caducaban en el momento en el que yo subiera a mi habitación y cogiera esa maleta que me llevaba de vuelta a mi país.
Ninguno quería ser el primero en hablar. No nos gustaban las despedidas.
—Imagino que ahora debería decir algo —comenzó Romeo mientras un espasmo de dolor recorría su rostro.
—No hace falta —contesté yo mientras memorizaba cada detalle de su rostro.
—Lo sé. Lo hago porque quiero hacerlo —tomó aire y continuó—: Lo más normal es que te dijera que te quiero, pero no lo voy a hacer —le conocía lo suficiente para saber que estaba muy nervioso—, no se puede querer a una persona en una semana... —dijo en lo que parecía un intento de convencerse a sí mismo—. Además, he dicho tantas veces esas dos palabras para conseguir que una chica se acostara conmigo, que no creo que merezcas oírlas —me miró intensamente—. Tú no.
—No hace falta —volví a intentar quitar hierro al asunto.
—Déjame terminar, por favor —y me estremecí de la pena tan grande que inundaba su mirada—. Primero te he dicho lo que no te puedo decir —sonrió—, sueno un poco estúpido, ¿verdad? —y se rio de su propia broma. Para mí nada de lo que estaba diciéndome me parecía tonto, es más, me parecía hermoso.
Agarré su rostro con mis manos y le obligué a besarme mientras notaba que mi corazón estaba intentado abandonar mi pecho para acudir a su lado.
—Lo que sí que te puedo decir, y lo hago con la poca sinceridad que me queda, es que has sido la mujer más importante en mi vida.
Debí contestar, pero no lo hice; me quedé en el sitio, aturdida. Cualquiera se hubiera sentido desilusionada al escuchar de la persona que ama que no te quiere. Muchas veces dotamos de demasiada importancia a esa coletilla que con el tiempo ha perdido totalmente el significado.
Romeo me había dicho que no me quería, pero en su última frase me había demostrado que lo que sentía era algo más fuerte y entonces lo supe, no necesité de frases extras, él me amaba.
—Yo...
—Tú no vas a decir nada —me hizo callar.
—Pero quiero.
—Y eso me destrozará el corazón.
—Lo necesito —supliqué—, necesito decirlo —tragué saliva.
—No. ¿Sabes lo que nos hace diferentes? —negué con la cabeza—. Que no tienes que poner lo que sientes en palabras porque yo ya lo sé.
—Pero quiero darte algo. Algo para que sepas que por mi parte también es real.
—¿Estar conmigo después de que te secuestraran y todas tus amigas se opusieran no te parece suficiente? —enarcó las cejas.
—Quiero darte más, algo que te demuestre todo lo que tengo aquí dentro —dije mientras le llevaba la mano a mi corazón, que latía apresuradamente.
—Está bien. ¿Quieres que te diga lo que quiero que hagas?
—Sí.
—Quiero que me sonrías, me mires a los ojos sin llorar —puntualizó al ver que las lágrimas recorrían mis mejillas—, y me despidas desde el portal como haces siempre. Como si mañana nos fuéramos a volver a ver.
—No puedo —balbuceé. No podía fingir que volvería a estar a su lado.
—Pero es lo que yo quiero que hagas; así que esfuérzate, Berta... por favor.
Y dicho esto, se separó de mí y se subió a la moto mientras me miraba por última vez.
—¿Un último beso? —supliqué.
—Sería un beso triste, lleno de angustia; prefiero recordar los besos dulces y no éste, lleno de amargura.
Se montó en su moto mientras me dirigía una mirada intensa, y a la vez que se colocaba el casco gritó:
—¡Nos vemos!
No pude contestar, Romeo dio gas a su moto y mientras yo le despedía tal y como él me había pedido, se perdió en el horizonte. Cuando el ruido de su motor desapareció me metí en el portal, me senté en el suelo y lloré, no podía hacer nada más. Mi historia de amor con fecha de caducidad había llegado a su fin.
Apenas había dormido, pero el caos del aeropuerto ejercía como un potente café que me despejaba completamente. No sabía si a todo el mundo le ocurría, pero a mí el tiempo dentro de esas cuatro paredes se me multiplicaba por quince; es decir, llevábamos allí una hora y algo, y ya me parecía que había pasado una eternidad desde que había abandonado el hotel.
El otro efecto es que por fin me sentía tranquila y sin ningún temor. En pocas horas estaría de nuevo en mi territorio y todo lo que me había pasado no sería sino un mala pesadilla que debería olvidar.
—¿Queréis ir un poco más deprisa? —nos instó Tamara, que parecía alterada todo el rato, sin parar de repetir que íbamos a perder el avión.
—No puedo con esto —le indicó Pilar mientras le mostraba de nuevo que ella cargaba con la maleta de mano y la planta que le había regalado Enrico.
—No me lo recuerdes...
Nuestra amiga había tomado la decisión de no marcharse de allí sin el símbolo de su amor de verano, y por ello Tamara estaba exasperada. Habíamos controlado el tiempo para llegar, pasar el embarque y situarnos en la cola de nuestro avión, sin contar con que teníamos que facturar nuestra nueva maceta (puesto que la planta era tan pequeña, aún no se veía y parecía una semilla).
—Tengo que llevarlo conmigo —nos había insistido Pilar.
—¿Por qué? —había preguntado una nerviosa Tamara.
—Porque me ha dicho que vendrá a verme y cuando lo haga quiero que se dé cuenta de que no le he olvidado y que he seguido regando nuestro amor.
—¿Amor? —repitió Tamara mientras le miraba con los ojos en blanco y ponía una mueca que significaba «voy a vomitar».
—Sí, amor —afirmó una sonrojada Pilar—. ¿Acaso tú no quieres a Marco? —conociendo a Tamara, mejor que nadie me imaginé que estallaría en una sonora carcajada, pero en esa ocasión prefirió usar la ironía.
—Claro —y se detuvo mientras la agarraba de los hombros—, de hecho aún no os lo había contado pero ha pasado algo —con aire teatral tomó aire—: ¡Me ha pedido que me case con él!
—¿De verdad? —estalló en júbilo la romántica de Pilar, ya que, como me temía al ver sus expresiones, se lo había creído todo.
—¡Pues claro que no! Las cosas son lo que son —y mientras volvíamos a andar, Tamara le puntualizó—: Los amores de verano, amores de verano son, ni más ni menos. ¿Has disfrutado? —no dio tiempo a responder—, pues entonces guárdalo como un bonito recuerdo y no lo enturbies con una relación a distancia que no saldrá adelante y que seguramente haga que cambies la opinión sobre Enrico, porque recuerda, él es fruto de la magia del verano, no lo estropees con el frío del invierno.
—Yo no lo veo así...
—Es más —siguió hablando Tamara omitiendo su comentario—, una vez, un taxista muy sabio me dijo mientras me llevaba a casa una gran verdad. Existe un hombre para cada etapa de tu vida; está el chico de parvulitos, aquél del colegio y/o instituto, el de la universidad y luego el último —Tamara no era nada romántica y tal vez por eso su cabeza se movió en una negativa instantánea al pronunciar el último, como si le repeliera—. Entre medias están los rolletes, las tonterías de verano... ésos que en un primer momento son muy intensos, pero que pasado un tiempo ni recuerdas su nombre. ¿Dónde encajaría Enrico, en el hombre de una etapa o en un rollete?
—¿Tú que opinas, Berta? —Pilar ignoró la pregunta de Tamara. Imagino que buscando apoyo a mi lado. A decir verdad, y con lo habladora que era, llevaba una mañana demasiado callada, sin ganas de decir ni hacer nada.
—No lo sé. Imagino que existen los hombres de etapa y los rolletes, pero no creo que sea tan sencillo saber en el momento exacto en el que encaja cada uno. Tal vez un hombre de etapa comenzó siendo solo eso, alguien que pensabas que era pasajero —contesté con lo primero que me vino a la cabeza.
—¿Lo ves? —se encaró Pilar a Tamara—, si no le doy la oportunidad, como ha dicho Berta, nunca sabré en qué lugar está.
—Los consejos de Berta, hasta pisar suelo español no sirven de nada —bromeó Tamara.
Llevaban todo el camino hablando del tema. Cada vez que una barrera de turistas chinos nos impedía cruzar al otro lado, Tamara murmuraba: «Maldita planta». Por supuesto, Pilar se había salido con la suya y la había facturado por tanto dinero como nos había costado nuestro hostal casi toda la semana.
Cuanta más prisa tienes, más despacio vas; ésa es una verdad absoluta. Entre las indicaciones dudosas, los turistas con mapas dentro del aeropuerto, los niños correteando y los grupos de estudiantes o amigos que cerraban el paso, nos estaba costando el doble de lo previsto llegar a las escaleras mecánicas para subir al embarque.
Tamara había perdido la paciencia y se había convertido en el tipo de persona que odias cuando estás en un evento o en un lugar con mucha gente. Situándose a la cabeza de nuestro grupo, se había transformado en una jugadora de rugby que nos hacía hueco, ya fuera a codazos, empujones o serpenteando entre las personas. Algunos la insultaban y otros simplemente se contentaban con asesinarle con la mirada. A ella no le importaba.
Alcanzamos las escaleras después de un último golpe a una pareja que había decidido que el mejor lugar para hablar de hacia dónde tenían que ir era justo frente a las mecánicas, impidiendo el paso de las personas que conocían su camino.
—Odio a los turistas —bromeó una vez subidas Tamara mientras se limpiaba el sudor de la frente.
—¿Y nosotras qué somos? —le pregunté riendo mientras le recordaba que pertenecíamos al mismo grupo.
—Estudiantes —afirmó Tamara, y ambas estallamos en carcajadas al recordar que ésa era la «mentira piadosa» que le habíamos dicho a nuestros padres para ir. Estudiar un idioma a cambio de vacaciones pagadas a otro país había sido uno de los mejores tratos que habíamos hecho.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó dando un saltito Pilar, mirando fijamente a la nueva sala que se extendía ante nosotras.
—¿Qué pas...?
Fue lo único que me dio tiempo a pronunciar antes de ver a lo que se refería. No, no nos habíamos equivocado y estábamos delante de la puerta de embarque y, por lo que podía ver en el enorme reloj que había en esa sala, a la hora correcta. No, no estaban Enrico o Marco con un ramo de flores para despedirlas.
En su lugar, en medio de todo el tumulto, podía distinguir a Romeo vistiendo los mismos pantalones vaqueros de cintura baja y la camiseta color blanco de la noche anterior, apoyado contra una columna mientras miraba a la fila de personas que iban a pasar el control.
La tranquilidad se esfumó de un plumazo y comencé a andar rápido con mis dos amigas, una de ellas refunfuñando, persiguiéndome. Me había hecho ilusiones tantas veces ese día con que ocurriría eso, que ahora que le tenía enfrente no sabía cómo reaccionar, me parecía irreal.
—Pensé que no vendrías —bromeó Romeo presintiéndome antes de llegar realmente a verme. Se giró y pude ver el nerviosismo en su rostro. También atisbé dos franjas moradas que se correspondían con unas buenas ojeras debajo de sus ojos. La noche anterior no había parado de escuchar una moto que daba vueltas alrededor de nuestra manzana, pero cada vez que me había asomado no había alcanzado a ver a su conductor. Ahora sabía que Romeo había pasado la noche vigilando, protegiendo mi hotel por si su abandono de la familia tenía algún tipo de consecuencia para mí.
—¿Adónde iba a ir si no? —le pregunté mientras me situaba a su lado e instintivamente llevaba la mano a su cintura. Necesitaba tocarle. Había asumido que no le volvería a ver, y ahora que le tenía allí, quería aprovechar el momento aunque solo se tratara de un espejismo.
—No sé, pero viendo la hora de tu avión, llegas un poco tarde. Me temía...
—¿Cómo sabes la hora de mi avión? —recordé que no se lo había dicho porque no me lo había preguntado.
—Aún tengo mis contactos —se zafó de sí mismo, aunque pude notar que había perdido un poco de la prepotencia que tenía cuando contaba con el respaldo de los Salvatore.
—¿Y qué te temías? —me acerqué lentamente a él y me perdí en sus ojos verdes. Una mirada que por primera vez parecía vulnerable.
—Que estabas un poco loca y habías vuelto a buscarme —aunque quiso que sonara como una broma, su sonrisa mostró cierta decepción de ver que no era así.
—¡No estoy tan loca! —exclamé quitando hierro al asunto.
—Cualquiera que siguiera tus pasos estos últimos días podría decir lo contrario.
—Entonces... —vacilé—, ¿has venido para garantizar que me suba a ese avión y no haga más tonterías?
—No exactamente —«¿a qué había venido?», era la pregunta que no paraba de azotarme la cabeza una y otra vez mientras mi corazón bombeaba con más fuerza.
—¿Por qué estás aquí? Creía que no te gustaban las despedidas —recordé sus palabras la madrugada anterior cuando me dejaba en el hotel.
—Y no me gustan. Esta noche he tenido mucho tiempo para pensar —su sonrisa ladeada comenzó a temblar y por primera vez le vi sudoroso—, y he llegado a la conclusión de que no tiene que serlo.
—¿Cómo? —exclamé atónita por lo que acababa de escuchar. Me pareció que alguien a mi lado también hacía la misma pregunta, pero no le presté atención. Necesitaba que me explicase a qué se estaba refiriendo de inmediato.
—Nos encontramos en un mundo lleno de alternativas. ¿Quién dice que tienes que coger ese avión si yo te ofrezco mi casa para que te quedes aquí conmigo? O, ¿quién se atreve a negarme el derecho a cogerlo mañana y marcharme a España si tengo la invitación de permanecer a tu lado? —vulnerable, con los ojos cansados, la mirada perdida y unos temblores que ya no podía evitar, Romeo se plantó esperando una respuesta.
A su manera me acaba de proponer que nuestro romance, relación o como lo quisieran definir las palabras, no terminara. Si pensar que dejaría la mafia era una locura, tener la certeza de que se vendría conmigo si yo se lo decía, aún más. Sabía que no mentía y que su ofrecimiento era cierto, sincero. Entonces, ¿por qué tenía tantas dudas? Ésa, mi película, mi historia con final feliz, estaba a solo un paso. Lo único que requería es que mis labios se abriesen y sonara un «Sí, me quedo» o un «Sí, vente». ¿Por qué estaba tardando tanto en decirlo si en el fondo sabía que era lo que más deseaba? A cada segundo que yo dudaba, Romeo más vulnerable se volvía.
—Disculpad —carraspeó Tamara mientras se situaba entre ambos—. ¿Puedo hablar un minuto con mi amiga? —éste asintió, medio abatido y sonriendo falsamente. Tamara me apartó de su lado situándome tras una columna desde la que no podía verle—. ¿Se puede saber qué es lo que está pensando tu cabecita loca?
—Romeo me ha dicho... —traté de explicarle.
—Sé lo que te ha dicho, a ver si te crees que estaba a tu lado por placer y no para cotillearlo todo. Mi pregunta es otra —se mordió el labio—. Cambiaré la forma de hacerla porque veo que no la has entendido: ¿se puede saber por qué no le has contestado ya que no?
—Es que no sé si es eso lo que quiero.
—Es verdad —fingió ser comprensiva—, lo que quieres es quedarte aquí, hacerte una Salvatore y ser tú la que roba a los turistas.
—Romeo ya no pertenece a esa banda —le defendí.
—Ilústrame, ¿cuántos días lleva sin hacerlo?
—Desde anoche —contesté e incluso a mí se me hizo poco antes de que Tamara me hiciera chocar contra la realidad.
—Un tiempo insuficiente.
—Yo no me quedaría —le confesé—, pero ¿y si él se viene a España?
—¿Y qué le dices a tus padres? —cambió de tono e imitándome con voz de pito añadió—: «Hola, papá, mamá. Éste es Romeo, mi novio ex mafioso. Le conocí en Nápoles y en diez días me he dado cuenta de que es el futuro padre de mis hijos y os lo traigo para que viva con vosotros» —volvió a su tono habitual para añadir—: ¿No ves lo absurdo que suena todo esto?
En realidad, de sus últimas palabras no me había importado el hecho de explicar a mis padres lo que sentía y de que él estuviera allí aunque tuviera que aguantar los juicios de toda mi familia, amigos y conocidos. Por el contrario, otra cosa revoloteó por mi mente. Aunque quería olvidarlo y no se lo había contado a mis amigas, el recuerdo del secuestro y de la pistola apuntándome en la frente seguía muy latente. ¿Y si en esta ocasión, en vez de a por mí los Salvatore decidían ir a por mi familia? ¿Y si le hacían daño a alguien que yo quería porque Romeo se había marchado? Eso sería algo que no me podría perdonar nunca.
—Berta —seguía su discurso, Tamara aunque esta vez algo más tranquila y con los ojos vidriosos—, yo te quiero y es por eso por lo que te estoy aconsejando. Quiero que seas feliz y ése es el motivo por el que, aunque tenga que gritarte, nos enfademos y me odies, tendré que obligarte a subir en ese avión sin él, porque se lo debo a tu familia, porque te lo debo a ti y porque me lo debo a mí. No estoy dispuesta a perderte y ver cómo tiras tu vida por la borda sin pelear. Me da igual que esto me cueste nuestra amistad.
—Berta —interrumpió Pilar que, aunque no había intervenido, estaba allí—, Tamara lleva razón. No puedes dejar que esta fantasía te siga hasta tu vida real y te la destroce.
—He tomado una decisión —fue mi única respuesta y, mientras intentaba coger fuerzas de donde fuera, me dirigí hacia el esperanzado Romeo, que me estaba esperando, dejando a mis amigas al borde del infarto.
Ahora lo pienso y tal vez todo hubiera sido más fácil si él no hubiera sonreído con felicidad absoluta al verme acercarme, pensando que había ganado. Cómo me abrazó con fuerza y cómo depositó todos sus sueños y esperanzas en ese contacto, es algo que aún no puedo olvidar; del mismo modo que recuerdo exactamente la frase que hizo que se le rompiera el corazón.
—No voy a quedarme —le dije mientras con profundo dolor me separaba de él. Romeo esperaba la segunda parte tendido del hilo de inseguridad que le atormentaba en ese momento el corazón—, y tú tampoco vas a venir conmigo —escupí lo más rápido que pude para expulsar esa amargura que me azotaba.
—Al final has aprendido a tomar decisiones racionales —quiso sonar despreocupado, pero ni tan siquiera con su coraza logró disimular la agonía en la que estaba sumido.
—No es lo que te imaginas —traté de explicarle—, no es por ti.
—Es por mí —quiso bromear, pero ni eso podía hacer. Su voz estaba hueca, vacía.
—No es el momento de hacer gracias —aunque exteriormente yo era la fuerte, mi interior estaba gritando y azotándome. Nunca había pensado que dejar a alguien podía causar dolor físico hasta ese momento—. No puedo arriesgarme.
—¿A llevarme a España? —preguntó incrédulo.
—A que otros te sigan —puntualicé—. Si algo le pasase a mi familia por mi culpa...
—Dirás por MI culpa —matizó, pero yo negué.
—Sería la culpa de los que les hicieran daño —y agarrándole de las manos, agregué—, pero yo me la tomaría como mía porque lo podría haber evitado.
—Estoy perdido —se derrumbó y aunque no lo mostré, yo caí a ese abismo con él—. No sabré cómo hacerlo sin ti. Volveré con Abramo... —no lo hizo para amenazarme, sino para mostrarme su mayor temor.
—No volverás con él.
—¿Cómo estás tan segura?
—Porque tú eres más fuerte, y por eso ha empleado tanto tiempo y esfuerzo en convertirte en su súbdito. En el fondo Abramo te teme, y sabe que eres inteligente; y una vez que te marches, no volverás. Recuerda que has tenido el valor de abandonarle.
—Tú estabas a mi lado, tú confiabas en mí, tú me diste las fuerzas necesarias —y besándome los nudillos de la mano, corrió escaleras abajo. Le seguí a toda velocidad para detenerle y mientras me apoyaba en la barandilla supe que había huido porque no quería que le viera llorar. También fui consciente de cómo mi corazón se partía en dos pedazos que por sí solos nunca serían capaces de alcanzar las palpitaciones del verdadero amor, los latidos de una bala.