Capítulo 11
—RECUERDA, no hables y permanece detrás de mí —repitió Romeo por cuarta vez mientras cruzábamos el pequeño puente de piedra que nos conducía a los portones de madera que daban paso al Castillo del Huevo.
—No podría olvidarlo —me miró mientras enarcaba una ceja, por lo que añadí bromeando—: Como nada de lo que me dices.
—Eso espero. Aunque no te lo creas, mis consejos en esta ciudad son como la palabra de Dios —sentenció.
—Ya será para menos... —le corregí.
—Bueno... —añadió pensativo—, puede que lo haya exagerado mucho. Se podría decir que mis «ayudas» pueden facilitar que tu estancia en esta maravillosa ciudad sea un poco más cómoda.
—¿Y me puedes explicar en qué me va a ayudar no hablar y situarme detrás de ti en esta excursión? —lo llamaba «excursión» puesto que así lo había definido él minutos atrás, cuando había llamado a la puerta de mi habitación. En un primer momento, me había quedado paralizada, puesto que no me lo esperaba y pensaba que se quedaría en casa cuidando a su madre de la sobredosis. «No es la primera vez que ocurre, Bertita, y si me apuras, creo que no será la última», me había explicado cuando le había preguntado por el tema, dando por supuesto que era una situación habitual que no intervenía ni interrumpía la rutina de su día a día.
—Si quieres ir toda la excursión callada y detrás de mí, hazlo, yo no te lo voy a prohibir, aunque reconozco que creo que entonces mi día será un poco más aburrido...
—Eso es porque aunque no me lo vayas a decir nunca, yo te hago un poquito feliz —noté que me miraba intensamente tras las gafas de sol después de mi comentario, pero no me dijo nada, simplemente siguió hablando como si yo no hubiera dicho nada.
—...pero si sigues mi consejo y solo permaneces con la boquita cerrada hasta que pasemos ese control —y me señaló las taquillas donde decenas de turistas se habían reunido para comprar las entradas, todos ataviados con grandes sombreros o gorras y pantalones demasiado cortos para entrar dentro de lo que se podía considerar decoro—, tendremos las mejores vistas de Nápoles y tu cartera seguirá teniendo sesenta euros.
—¿Sesenta euros? —repetí llevándome las manos a la cabeza—. ¿Cuesta tantísimo?
—No —se encogió de hombros mientras se detenía apoyándose en la barandilla que permitía ver el mar que circulaba a nuestros pies—, cuesta treinta.
—¿Entonces? —y mientras preguntaba caí en la cuenta—. ¡Ah! Habías dado por hecho que yo te invitaría.
—Claro —contestó.
—No es de buena educación decir a alguien que vaya contigo a una excursión para que te invite... —bromeé.
—Entonces tampoco lo debe ser que ese alguien te lleve invitando a casi todo...
—Llámalo ser un caballero...
—Prefiero la palabra igualdad para definirlo. Además, si sigues mi plan, no tendrás que pagar y ambos saldremos ganando.
—¿No irás a amenazar al hombre de la taquilla ni nada de eso? —cambié de tema, pues en ese momento me di cuenta de que si Romeo no quería que hablara y me ordenaba permanecer detrás era para que no escuchara ni supiera lo que iba a hacer.
—¿Realmente crees que no tengo más recursos? —fingió que se molestaba mientras volvía a caminar rumbo a la puerta.
—No lo sé —contesté sin moverme. No había en mi voz ni un rastro de broma. Puede que estuviera jugando con todo este tema, pero no iba a permitir que se hiciera nada delictivo delante de mí—, pero si no me explicas cuál es ese recurso que nos va a permitir entrar, no pienso ir contigo.
—Si me preguntas si es de una manera legal —y entrecomilló con los dedos esta última palabra—, la respuesta es no.
—¡Fíjate qué casualidad, igual que la mía! —ironicé mientras me giraba para marcharme.
—Pero... —me alcanzó y me detuvo—, creo que si me dejas explicártelo estarás totalmente de acuerdo.
—Nunca voy a estar de acuerdo con tus trapicheos por mucho que me gustes.
—¿Por mucho que me gustes? Eso es que te tengo loca...
—No es el momento de bromear, Romeo.
—No, la verdad es que parece que contigo nunca lo es —repuso mientras me sujetaba.
—¿Sabes lo que ocurre? —me indigné, ya que él no comprendía mi situación—. Normalmente mi círculo social no es tan bajo como el tuyo, con los demás mafiosos —y en el momento que lo pronuncié, mientras él me soltaba, me arrepentí de haberlo dicho—. Lo siento —pronuncié temerosa.
—No lo sientas, llevas razón —dijo mientras miraba el mar dándome la espalda.
—No quería decir eso...
—Sí que querías y no has mentido en ninguna de tus palabras —respondió con amargura—. Sé lo que he sido y lo que soy...
—Pero no lo que puedes llegar a ser —le corté.
—Me hago una ligera idea —no sabría por qué, pero por el tono de su voz supe que mis palabras le habían ayudado.
—Yo te podría ayudar —y conforme las palabras brotaban de mi garganta supe que si Romeo aceptaba, yo lo haría sin importar las consecuencias.
—Y eso te destrozaría la vida —sentenció y, tras un largo silencio, volvió a hablar mientras me tendía unos papeles que no comprendí muy bien—. Tienes que guardarlos en tu cartera y cuando lleguemos a la taquilla me los das.
—¿Qué es esto? —dije mientras le echaba una ojeada y veía que mi nombre estaba grabado en el documento que tenía el sello de la Universidad Oficial de Nápoles.
—Nuestro billete ahorrativo. Bertita oficialmente se acaba de convertir en estudiante de Arquitectura de la Universidad de aquí y es ni más ni menos que mi compañera.
—¿Cómo? —pregunté temiendo que se hubiera vuelto loco y me hubiera matriculado, aunque no tenía sentido que él también perteneciera a esa clase—. ¿Quieres que vaya contigo a la universidad?
—Sí, y mañana que nos casemos y pasado que tengamos un hijo —ironizó—. No, no te he matriculado en ninguna universidad, si eso es lo que piensas. Solo he falsificado el documento porque para los estudiantes es gratis la entrada, aunque claro, tal vez esto sea demasiado corrupto para usted —y me hizo una especie de reverencia—, y prefieras pagar sesenta euros o treinta, si no me denuncias a mí por fraude y pagas solo tu entrada.
—¿Y por qué no puedo hablar? —dije dando por hecho que iba a aprovechar esa gran oferta, ya que entraba dentro de lo que me gustaba denominar «picaresca española».
—Entre tú y yo —y con un movimiento veloz saltó hasta situarse detrás de mi oreja—, por mucho que tu italiano sea bueno y yo finja que te entiendo todo... tal vez no pases por napolitana.
—¿Insinúas que debo aprender más? —dije mientras reía.
—Puede...
—Pero no tengo dinero para pagarme más clases...
—Si te quedas conmigo no lo necesitarás —como me ocurría casi siempre a su lado, no me dio tiempo a decidir si lo decía de verdad o estaba bromeando cuando carraspeó y dijo—: ¿Me la vas a dar ya?
—¿El qué? —pregunté mientras miraba a ambos lados.
—La mano —y al ver que yo no comprendía, añadió—: Si queremos fingir que somos una pareja de encantadores napolitanos deberemos hacerlo bien desde el principio.
—Oh, claro, sí —solté la tarjeta de la policía que había estado dando vueltas entre mis dedos y mientras enlazaba mi mano con las suyas, agregué—: Todo sea por una buena actuación, aunque será un suplicio tener que fingir durante tantas horas que soy tu pareja.
Pese a que entendía perfectamente el idioma y la mujer de la taquilla no había dudado de que éramos dos estupendos estudiantes de Arquitectura, no pude evitar ponerme nerviosa hasta que estuve al otro lado y anduve los metros suficientes para que la señora nos dejara de escuchar.
—Creía que me habías dicho que no practicabas deporte —consultó Romeo, que casi tuvo que venir corriendo a mi encuentro de lo rápido que había hecho los primeros metros a través del pasillo que daba a los patios interiores.
—En situaciones extremas puedo llegar a ser una deportista de élite.
—¿Llamas a esto situación extrema? —enarcó las cejas mientras se ponía a mi altura.
—En mi mundo puede que lo sea... —sabía que mi reacción era exagerada, pero en menos de una semana había tenido encuentros con la policía, un intento de robo, un secuestro o algo similar...
Como estaba acostumbrada a que Romeo me explicara todos los lugares a los que me llevaba, ni me planteé coger la audio-guía. Había aprendido muchos datos en este viaje tanto a nivel histórico como cultural. En cierta medida me planteaba si todos los datos que me había proporcionado eran reales o se había inventado una historias muy jugosas. Ya lo comprobaría a mi vuelta con el famoso Google.
Nos detuvimos en el primer patio, que estaba lleno de cañones que años atrás habían custodiado el inmenso castillo.
—Creo que es el momento de que comiences con la explicación —sugerí mientras me paraba y sacaba algunas fotos del cañón con el mar de fondo.
—Pues como no lo hagas tú... —propuso él mientras se sentaba encima del artefacto. Antes de contestar no me pude reprimir y le saqué una foto sin que él se percatara. Le di a la pantalla táctil para echarle un ojo y la imagen hizo que me estremeciera. Con los rayos de sol dándole de frente y su mirada perdida en el horizonte era lo más similar a un modelo que había contemplado—. Tic tac, sigo esperando —añadió mirando aún el océano.
—Se suponía que tú, siendo el de aquí, me lo debías explicar. De haber sabido que no ibas a ejercer de la manera adecuada tu papel de guía, me lo habría preparado yo —y me senté a su lado.
—Soy un mentiroso bastante bueno —apuntó—, pero no tengo ni idea de qué pasó en este lugar. Podría contarte una historia de guerras en las que estos cañones mataron a cientos de personas y derrumbaron embarcaciones —y de un salto se puso en pie mirando al interior—. Seguiría contándote rumores de reyes y reinas siendo infieles, de súbditos muriendo de hambre y obispos conspirando para tener más poder. Acabaríamos —y me señaló el torreón— comentando cómo los amantes acudían a esa torre para permanecer alejados de miradas indiscretas y daban rienda suelta a la pasión.
—Vamos, que me contarías una novela que luego podría escribir en España —reí.
—Y no te cobraría por los derechos —matizó—, pero sería todo una farsa.
—Pues menudo plan —dije fingiendo enfadarme mientras me cruzaba de brazos y hacía pucheros como una niña pequeña.
—Aunque como soy un hombre de recursos —en esta ocasión y ante su chulería no dudé en poner los ojos en blanco—, y suponía que tenías más confianza de la que debías en mí, he organizado un plan alternativo.
—¿Una fiesta en palacio?
—Ya sabes que yo no soy de grandes lujos. Mis planes son algo más sencillos...
—Espero que no me lleves a un botellón o algo similar.
—Y yo que creía que tenías tanta confianza en mí que hasta pensabas en cambiarme, y crees que a dos días de que te vayas mi único plan contigo es emborracharte...
—¿Y puedo? —pregunté depositando todas mis ilusiones en esa pregunta y deseando con todas mis fuerzas que la respuesta fuera un sonoro sí.
—¿Cambiarme? Eso es algo que ni tú ni yo sabemos —y su mirada se ensombreció de nuevo, por lo que decidí cambiar el tema. Era algo que tenía que hablar con él, pero no podía presionarle. Las cosas tenían que pasar lentamente, para que Romeo pensase que la idea de dejar ese mundo era suya y no mía.
—Si no son en palacio, ¿dónde son tus planes?
—Anoche, mientras pensaba en qué haría...
—O sea, que esto no es algo espontáneo. Romeo, Romeo, que no puedes parar de pensar en mí.
—Anoche, mientras pensaba qué haría —repitió puntualizando esta última parte—, me planteé qué habría pasado si yo hubiera vivido en la época en que en este lugar estaba habitado por personas y no era una atracción para las gentes que vienen de fuera. Descarté la nobleza y los bailes de salón. Me detuve con los soldados, pero llegué a la conclusión de que tal vez no fuera tu plan ideal ir a disparar... ¿O me equivoco?
—En absoluto —las tripas empezaban a revolvérseme mientras pensaba qué podría haber tramado.
—Supe que seguramente mi posición social podría equivaler a la de un ladrón, pero... —negó con la cabeza—, no quiero estar en una celda o un calabozo ni aunque sea para bromear contigo.
—¿Entonces?
—Dejé de pensar en lo que habría sido realmente y cambié, indagando, dentro de mis posibilidades, qué te habría gustado que yo hubiera sido.
—¿Y qué creíste, si se puede saber? Debo decirte que tal vez te sorprendas al darte cuenta de que no me conoces tan bien.
—Yo estaría ahí.
Seguí el rumbo de su dedo y observé que señalaba al otro lado de las murallas del castillo, donde solo se podía apreciar el mar.
—¿Ahogado en el mar? —pregunté.
—Anda, cállate y sígueme.
Nos paramos en el muro de piedra y entonces pude distinguir a qué se refería. En un lateral, casi a nivel del mar, había unas rocas donde las olas rompían y los pescadores se postraban para pescar. A su lado, fruto de las nuevas generaciones, se encontraba una explanada de hormigón que se debía ser prácticamente actual, en la que algunas familias se sentaban a comer algo con unas magníficas vistas y sin gastarse ni un euro.
—Pescador —afirmé mientras me giraba y le sonreía.
—Pescador o cualquier trabajo honrado que estuviera fuera de estas fronteras. El lugar donde habitaba la gente humilde y honrada.
—Has leído mi pensamiento —confirmé mientras imaginaba que seguramente ésa habría sido la mejor calidad de vida en la época. Lejos de la corrupción que acompaña a todos los lugares donde el dinero aflora.
—Entonces, ¿nos vamos de este lugar y bajamos con el pueblo llano?
—Sí —asentí mientras pensaba que no necesitaba estar rodeada de grandeza para sentirme a gusto con Romeo.
Nunca supe si Romeo conocía a los pescadores que estaban allí con sus cañas o si todos le saludaban como un acto reflejo. Tampoco me dio tiempo a comprobarlo, puesto que pronto fui consciente de que esas rocas no eran mi destino final, aunque él me dejó el tiempo suficiente en ellas para sacar unas cuantas fotografías mientras me empapaba gracias a una maldita ola y él reía escandalosamente como si fuera un niño inocente que está disfrutando de una tarde de verano. Por un momento, todo rastro de tensión desapareció de su cuerpo.
Luego, lentamente, me indicó que acudiera a un lateral, y allí pude intuir que había una barca debajo de una lona. Estar con Romeo en el mar mientras el sol se ponía me pareció tan perfecto que no me creía capaz siquiera de haberlo imaginado.
—¿Piensas ayudarme o vas a quedarte toda la tarde mirando el barco con la boca abierta? —interrumpió mis pensamientos Romeo con su grosería habitual, aunque en el fondo supe por la sonrisa ladeada que ponía que estaba encantado del efecto que su sorpresa había ejercido en mí.
Siguiendo sus indicaciones quité la lona de uno de los lados para dar paso a la barca, que debía ser bastante antigua. Uno de los detalles que me llamó la atención mientras Romeo guardaba todo y se subía al barco fue ver que en su interior había más cosas tapadas con sábanas rotas. Tuve la curiosidad de preguntar lo que era cuando me ofreció su mano.
—¿Por qué piensas que necesito ayuda para entrar? —bromeé mientras veía que las olas hacían que la barca se moviese de un lado a otro y tuve el temor de que ese momento romántico se fastidiara por un mareo mío.
—Si no, te caerás al agua —coloqué un pie dentro de la barca—, aunque como bien dices, tú eres autosuficiente —y me soltó dejándome gritando con una pierna dentro y otra fuera de la embarcación.
—¿Quieres hacer el favor de cogerme, idiota? —chillé exasperada.
—Si me insultas, no.
—¿Podrías... —casi me caí con el tambaleo— ayudarme, señor Romeo Leone?
—Así mucho mejor —y con destreza me cogió para situarme a su lado y yo abrí la boca para coger una buena bocanada aire.
Mi primer instinto fue darle una colleja, sin mucha fuerza, por el susto que me había metido. El segundo fue irme al extremo opuesto de la barca por temor a que ésta se cayera hacia uno de los lados por el peso.
—No tengas miedo —se rio de mí—, aunque parece que has leído mis pensamientos porque justo te iba a pedir que fueras allí.
—¿Y eso por qué?
—Para que me ayudaras.
Me tendió un remo. Al principio pensaba que se trataba de una broma y me reí el tiempo estipulado socialmente esperando a que Romeo comenzara a remar, pero en lugar de eso me explicó cómo se debía hacer.
De esta manera, ayudé a que nos alejáramos de las miradas indiscretas, descubrí lo cansado y divertido que es remar y por primera vez sentí lo que es ser parte del mar, comprender un poco al océano como solo los marineros saben hacer. Aunque en ningún momento me preguntó si necesitaba ayuda, noté que él estaba pendiente de mí a cada instante y tuve la certeza de que habría hecho el «trabajo» solo si no hubiera visto lo que yo estaba disfrutando.
—¡Ya hemos llegado! —me señaló en mitad del mar.
—¿Aquí? Yo pensaba que íbamos a algún sitio —en realidad creía que me llevaría a una cala o algún lugar con tierra.
—Éste es un sitio. Además, un sitio muy especial.
—¿Por qué? —pregunté curiosa.
—Seguramente en este punto del océano y con esta agua es la primera vez que hay una cita —sonreí, pues me pareció muy bonito—. Como estamos en mitad de la nada, puedes cerrar los ojos y transportarte al sitio al que te voy a llevar.
—¿A otro lugar?
—Cierra los ojos.
Confié en él y lo hice de inmediato.
—Ahora, abre la boca.
Lo hice y en mi boca explotó una bomba de chocolate y canela. Un sabor dulce que hizo que me relamiera sin poder evitarlo.
—¿Qué es? —pregunté aún con los ojos cerrados.
—Tiramisú del Pompi, para mí, el mejor tiramisú de toda Roma —antes de que preguntara qué significado tenía todo aquello, habló—: Espera un momento sin abrir los ojos.
Noté que se movía nervioso de un lado a otro de la barca colocando algunas cosas. En una ocasión tuve que sujetarme a uno de los laterales por el movimiento de nuestro «navío», pero aun así, en ningún momento abrí los ojos.
—Ya puedes mirar —oí su voz frente a mí.
La llama de la vela tintineaba al ritmo del viento, alumbrando un pequeño mantel con lo que parecía pizza, pasta y... ¿croquetas?
—Con mucho dolor, he comprado pizza romana para que la pruebes —me explicó—; y eso, para un napolitano, que tenemos las mejores pizzas, es delito —sentenció—. La pasta la he encargado a un restaurante que se supone que trae los ingredientes de la ciudad eterna, y luego tienes el supplí di riso...
—¿Qué es eso? —al ver su cara perpleja, especifiqué—, lo último.
—¿El supplí? ¿Nunca lo has probado? —negué—. En su interior lleva arroz con tomate y queso y luego está rebozado como...
—Una croqueta —expliqué mientras le daba un mordisco y me moría del gusto por el sabor.
—¿Croqueta?
—Cuando vengas a España te lo enseñaré yo.
—Eso es que me invitas.
—Tú estás siempre invitado —aunque el sol se estaba ocultando observé cómo su rostro se sonrojaba.
—¿Quiere algo de beber antes de que nos marchemos a otra ciudad? —con un trapo envolvió como si se tratara de champán una botella de Peroni, la cerveza italiana.
—¿A otra ciudad con esto? —señalé la barca mientras me planteaba lo loco que debía estar para considerar a nuestro transporte el indicado para marcharnos.
—¡Bebe y calla! —puso los ojos en blanco como si considerase que yo era más idiota por creer siquiera que iba en serio su comentario de marcharnos a otra ciudad.
Bebimos y comimos hasta que yo ya sentía que mi tripa no podía más. Siguió sacando platos típicos de las diferentes ciudades, pero ya no recuerdo los nombres, solo que por una vez en la vida deseé comprarme un libro de cocina, ya que mi familia y amigos debían probarlo, era mi obligación.
El sol ya se había marchado cuando sacó un farolillo para que nos diera luz y me colocó una chaqueta para que yo no pasara frío.
—Tus amigas ya han vuelto de Roma, ¿no? —eso me dio una pista de su sorpresa. Había decidido permanecer en Nápoles en lugar de acompañar a Tamara, Pilar y los chicos a la Ciudad Eterna. Imaginé que si yo no había ido a Roma, Romeo había decidido traer la ciudad aquí.
—Supongo, pero yo aún no me quiero ir.
—Imagino que te dará envidia no haber ido... —fui a contestar pero situó un dedo en mi boca silenciándome—, aunque dicen que lo más bonito es ver Roma por la noche —y silbó.
A nuestro lado pude ver otra barca totalmente iluminada. No podía distinguir a nadie dentro, puesto que los laterales estaban forrados con imágenes inmensas de la Ciudad Eterna. Así, mientras la barca giraba a mi alrededor, bajo las estrellas y con la música italiana inundando mis sentidos a través de un casette, me sentí en el Vaticano, la Plaza del Pueblo, la Plaza de España, el Coliseo, y acabé tomando champán con la imagen de la Fontana De Trevi iluminada frente a mí.
—Es lo más bonito que me han hecho en la vida.
—Son solo unas pancartas —trató de quitarle hierro al asunto, aunque estaba ilusionado al ver la impresión que estaba causando todo en mí.
—Sabes que no —estábamos de pie y apoyé mi cabeza en su pecho mientras él me arrullaba en sus brazos.
—Bertita, parece que tu corazón está compitiendo para alcanzar la velocidad de los latidos más rápidos de la Historia —bromeó.
—Yo solo quiero que mi corazón alcance una —puntualicé.
—¿Cuál?
—La de los latidos de una bala.
—¿Por qué?
—Porque para mí es el sonido que hace el tuyo y así, si algún día falla, yo estaré allí y los podremos compartir.
Segunda parte
La mujer que sujetó el gatillo