Capítulo 8
CON la mano palpé mis labios enrojecidos, símbolo de un beso que minutos antes Romeo había depositado en mi boca. Una sensación extraña me inundó el pecho. Ese día quise creer que se trataba de un capricho, pero mi corazón nunca había bombeado con tal rapidez e intensidad.
Había oído hablar de que existe una sensación cuando encuentras a la persona predestinada que sabes que solo tendrás una vez en la vida. Eso era lo que estaba experimentando. Ese sentimiento que te permite vivir pero que a la vez sabes que destrozará tus entrañas si lo pierdes, te quemará e incluso puede que te mate. Romeo encendía mis pulsaciones y eso me daba miedo. Era el único con el que mi corazón podía vivir, lo que significaba tener los latidos de una bala.
Me quedé observando, aún aturdida, cómo él se marchaba en la moto haciendo rugir el motor. Se suponía que debía estar dentro del portal; Romeo había insistido en que quería dejarme sana y salva en casa. Sin embargo, no pude evitar abrir la puerta para ver cómo se perdía en el horizonte y regocijarme con su visión.
Me estaba pasando: ese momento en el que la chica quiere verle a todas horas, estar con él... ese instante en el que ni siquiera dormiría por pasar más tiempo a su lado.
Además, en mi caso esos sentimientos incontrolables se intensificaban puesto que, como ambos sabíamos, aunque no habíamos hablado, lo nuestro era una historia con fecha de caducidad.
—¡No me jodas que el que venía contigo era Leone! —preguntó un chico a mi espalda claramente impresionado, o así me sonó a mí.
—Sí —contesté con una voz de boba que no reconocí en mí.
Entonces me giré y mientras le miraba sentí un impacto; un golpe que provenía de alguien que estaba situado detrás de mí y al cual no había oído.
Luego, instintivamente, me llevé la mano a la cabeza para comprobar cómo gotas de un líquido espeso y caliente brotaba de la misma. Cuando alcancé a distinguir su color rojo me asusté y, mientras me giraba para identificar quién me había hecho daño, todo se empezó a nublar y caí en la más absoluta oscuridad.
Romeo deja la moto en el parking. Se percata de que la suya es la única que no lleva candado. Nadie se atreverá a robársela si es un poco listo. Es más, pasea la mirada por el resto de automóviles con la intención de llevarse alguno si eso se produjera. Lleva mucho tiempo sin tener coche y cree que, dadas las circunstancias, le convendría tener uno, porque a ella no le gusta la moto. No obstante, ese vehículo obliga a Berta a agarrarse fuerte y eso le agrada. Recuerda cómo sus manos se entrelazan en su cintura y cómo ella se aprieta contra él más de lo necesario, y una sonrisa curvada tiñe su rostro. Romeo sabe que la tiene loca y eso le gusta, lo que aún no ha sido capaz de identificar es hasta qué punto ella le tiene «loco» a él.
Niega con la cabeza, Berta no estará de acuerdo en el robo y nunca se subirá si sabe de dónde proviene y, si ella no se monta, tampoco tiene mucho sentido «cogerlo prestado»; al fin y al cabo él prefiere sentir la velocidad y eso solo lo permite una moto.
Entra en el local y una nube de humo impide que vea nada más. Pasa entre las mesas donde hombres de cincuenta años juegan al poker mientras niñas de dieciséis les miran de manera demasiado seductora para su joven edad. Una de ellas para un momento y sonríe tímidamente a Leone. Él la mira imperturbable y sigue adelante. Busca a Doménico entre la multitud y lo distingue en el fondo del pub con tres jóvenes de piel canela y cuerpos de espanto.
—Pensaba que no venías —dice su amigo mientras sonríe y se dirige a la camarera—. Trae a mi hermano un whisky y un buen puro.
La chica, que en esta ocasión va vestida de conejita, asiente y parte hacia la barra, eso sí, no sin antes fingir que ha encontrado algo en el suelo y agacharse poniendo literalmente el culo en la cara de Leone para que éste vea que no lleva bragas. Sin embargo, él parece no inmutarse.
—¿Qué querías con tanta prisa? —pregunta Leone mientras se acomoda en el sofá que hay frente a su amigo.
—Devolverte al mundo de la mala vida —contesta mientras da una larga calada a su cigarro.
Doménico expulsa el humo y tras un largo trago a su ginebra comienza a meter mano a una de las chicas por debajo de las bragas como si fuera lo más normal. Por su parte, otra de las chicas, al notar que no acapara la atención de su señor, se agacha y se introduce debajo de la mesa. Segundos después, Doménico gime de placer.
—¿Imaginas algo mejor en la vida? —se seca el sudor de la frente con la palma de la mano—. Para esto te he llamado. Ahora no te atreverás a decir que no soy buen amigo —añade juguetón.
En ese instante, tres chicas se sientan alrededor de Leone. Una le empieza a besar por debajo de la oreja, otra pone sus manos en sus tetas y la tercera le toca su miembro con efusividad aún por encima del pantalón.
Leone se deja querer. Nota cómo su pene crece poniéndose erecto, necesita practicar sexo ya. Sin previo aviso, engancha a una de ellas, no se percata de quién es. Simplemente la coge como si fuera un saco de patatas y, sin hablar con su amigo, se dirige a las habitaciones.
Tras subir las escaleras del burdel de los Salvatore, comienza a abrir puertas. En las dos primeras no puede entrar puesto que se encuentran con caras de amigos que están practicando sexo y que le saludan con un movimiento de cabeza mientras siguen a lo suyo.
La tercera habitación es la suya. Una cama llena de mugre, paredes asquerosas y una mesita con condones. Nada más.
Tumba a la chica en la cama y por primera vez ve que es rubia, con ojos azules, delgada y unas tetas inmensas. Ella se relame. Leone no sabe descifrar quién desea más ser tocado. Todas las mujeres quieren pasar una noche con él, tiene la fama y lo sabe.
La joven retoza mientras intenta tocarle. Él se arranca la camiseta y con un movimiento rápido se quita el pantalón. Se lanza a por su presa.
—Soy toda tuya —dice la chica mientras empieza a tocar su piel desnuda.
Sus bocas se encuentran y comienzan a devorarse a besos. Las piernas de ambos se entrecruzan. Ella le aparta y se pone encima. Se sienta y le dice con voz seductora:
—Déjame ser yo quien lo haga todo, por favor.
—Lo que quieras, Berta —responde Leone sin darse cuenta.
—Mi nombre es Clotilde, pero llámame Berta si te gusta más.
Mientras la chica intenta quitarse las braguitas de seda, Romeo se percata de la situación y se aparta bruscamente, tirando a la chica de la cama.
—¿Cómo has dicho? —dice mientras intenta calmar su respiración y su deseo.
—Que me llames como quieras... —Clotilde intenta volver a tocarle, pero no le deja.
—¿Cómo te he llamado? —pregunta Leone tenso.
—Berta —confirma la chica mientras se encoge de hombros, como si ése no fuera un dato muy importante. Como si muchas veces la hubieran llamado por nombres diferentes y a ella le importase.
—Vete —es lo único que logra articular Romeo mientras le da la espalda.
Y allí se queda solo. Hunde la cabeza entre sus manos. No comprende nada. Tiene ganas de practicar sexo; y entonces, ¿por qué no lo hace? Todo le da vueltas. No encuentra el sentido lógico a su actitud. Él puede estar con las mujeres que quiera, ninguna es su dueña. Cuando quiere algo, lo toma; cuando deja de quererlo, lo deja.
Revolotea por la habitación y entonces lo ve todo claro. Es por ella. Desde que la ha conocido, todo está cambiando. No sabe si eso es bueno. Está contrariado. No le gusta la situación pues, desde hace mucho tiempo, es la primera vez que depende mínimamente de una persona. De repente vuelve a sentir miedo, miedo como no tenía desde que era un niño. Piensa que puede perderla.
Él solo es una diversión de vacaciones. Ahora Romeo Leone es un juguete y está a merced de una mujer.
Niega con la cabeza. Se recuerda a sí mismo que es un italiano, un galán, un hombre que puede tener a miles de mujeres... pero entonces una voz que llevaba mucho tiempo sin hablar dentro de su ser añade: «pero que solo quiere a una».
El móvil le distrae de sus pensamientos. Leone ve un número oculto. Contesta y escucha un mensaje de veinte segundos. No reconoce la voz, pero se ha identificado como un Giaccomo.
Al minuto corre hacia su moto, tenso, con ira, con ganas de matar, imperturbable, odiando al ser que ha efectuado la llamada. Pese a la adrenalina del momento, comienza a temblar, puesto que un sentimiento no deseado le está comiendo por dentro, y es el miedo: miedo a perderla, miedo a que ella haya sufrido algún daño. Si le han tocado un pelo sabe que lo hará: matará por primera vez sin que le tiemble el dedo en el gatillo.
Abrí los ojos lentamente. Todo seguía nublado. No sabía dónde estaba. Intenté focalizar algo y vi una pequeña farola encima de mí. Poco a poco me reincorporé hasta que logré sentarme. Miré a mi alrededor y no había nada, solo el asfalto encima del que me encontraba. La cabeza me picaba y me llevé la mano a la nuca, y entonces sentí algo pegajoso y recordé: yo mirando cómo Romeo se iba, un chico que me preguntaba, y dolor.
Me puse a temblar. No sabía si estaba sola o el chico que me había golpeado seguía allí, ni siquiera sabía quién me había hecho daño ni por qué. Cerré los ojos e intenté contar hasta diez. No podía controlar mis nervios. Comencé a llorar como una niña pequeña mientras me preguntaba si mi agresor volvería ahora que me había despertado; tal vez lo mejor sería tumbarme y fingirme desmayada.
No podía mirar, pues si le veía la cara más detenidamente seguramente las consecuencias serían negativas. Las películas me lo habían enseñado, cuando algún atracador o algo peor te tenía en sus manos y tú le podías reconocer, ya no había vuelta atrás; podías identificarlo y eso era sinónimo a muerte, y yo quería vivir más que nada en el mundo.
Palpé a mi alrededor en busca de una piedra, un cristal, un palo o algo con lo que poder defenderme, pero no había nada, solo la pequeña gravilla que se hundía en la palma de mi mano y me escocía en las zonas en que tenía alguna herida.
Noté magulladuras en mis rodillas. No me habían depositado con cuidado, de eso estaba segura. Me obligué a dejar de llorar, pues no paraba de hacer ruido sorbiéndome los mocos y si alguien más estaba conmigo me oiría. Intenté pensar en cosas bonitas, en escenas de mi vida mejores, pero la inquietante melodía de «Réquiem por un sueño» con pensamientos negativos acudía a mi cabeza sin poder parar.
Unas botas comenzaron a andar a mi alrededor y me quedé petrificada mientras respiraba hondo para no temblar ni mearme encima.
La persona en cuestión se agachó y me contempló. Notaba sus ojos clavados en mí. Su mano me apartó el pelo del cuello y con cuidado me tomó el pulso. Un suspiro de alivio se escuchó cuando vio que seguía viva. Debía tener terror ante mi atacante pero sin saber por qué, me tranquilice con su tacto. Con delicadeza me agarró de la cintura y me cogió como si de una noche de boda se tratase. Entonces lentamente oí su voz susurrante en mi oído:
—Te pondrás bien —me animó con un leve temblor.
Abrí los ojos de par en par y ahí estaba él, mi Romeo, mi salvador.
—Romeo... —dije y él dio un respingo con el que estuve apunto de caer al suelo, pero me tenía bien sujeta.
—¿Estabas despierta? —preguntó visiblemente aliviado.
—Sí —confirmé mientras la paz invadía mi cuerpo de nuevo.
—¿Y por qué no has dicho nada? —me preguntó tenso.
—¿Por qué? —pregunté gritando mientras descargaba todo el miedo e incomprensión que había soportado—. Porque no sabía si eras uno de mis secuestradores y no quería que pensaras que te podía reconocer y luego me mataras o...
—Está bien —me calmó mientras me apartaba el pelo de la cara—, mira que eres peliculera —dijo y una sonrisa ladeada asomó de su boca. Pero fue solo un segundo, luego volvió a ponerse serio—. ¿Puedes ponerte de pie?
—Creo que sí —contesté dubitativa; la verdad es que quería permanecer en sus brazos.
Con delicadeza me depositó en el suelo y, aunque en un principio no tenía buen equilibrio, pronto me recuperé. Suavemente me giró y comenzó a mirar en el lugar que me habían golpeado.
—No ha sido grave. No necesitarás puntos, desinféctalo y estarás perfecta —se relajó tras comprobar que no había sido nada.
Me lancé y le abracé con la mayor fuerza que pude. Había estado tan asustada que ahora necesitaba el cariño de alguien; bueno, no de alguien, necesitaba su cariño. Romeo respondió envolviéndome con sus músculos y dejándome sin respiración mientras apoyaba mi cabeza en su hombro. Entonces, sin previo aviso, se tensó y cuando le miré, una máscara impenetrable cubría su rostro.
—Larguémonos —fue lo único que dijo.
—¿Dónde? —pregunté mientras intentaba comprender su cambio de actitud.
—Te llevo a tu hotel —su voz no tenía vida.
—¿Así? ¿Sin más? —pregunté atónita.
—Si prefieres quedarte aquí y esperar a que quien te ha hecho daño vuelva... —dijo mientras se daba la vuelta para no mirarme.
—Pero... —dudé—, ¿tú estarás conmigo?
—Claro, y que nos maten a los dos; eso es muy inteligente, ¿verdad? —ironizó mientras una mueca de odio le recorría el rostro. Tanto es así que tuve miedo.
—Me refería al hotel. No me dejarás sola esta noche, ¿no? —me temblaba la voz.
Parecía que le dolía cuando contestó con el tono más cruel posible:
—Creo que no lo has entendido, Berta. Tú y yo no somos nada. Tus amigas pueden acompañarte esta noche. Yo he venido aquí a por ti porque en cierta manera me sentía responsable —ante mi cara de incertidumbre, añadió—: Sí, esto te lo han hecho por estar cerca de mí; de hecho, me llamaron para informarme. Es un juego, ¿no lo entiendes? Yo veo que ellos están con alguien y les hago daño, y viceversa —respiró hondo y prosiguió destrozando mis ilusiones—. Lo que ha pasado esta noche ha sido una equivocación, me vieron contigo y debieron suponer que teníamos algo.
—¿Y no tenemos nada? —pregunté mientras me acercaba a él.
—Confusiones, confusiones... la vida está llena de confusiones. ¡Pues claro que no tenemos nada! —respondió tajante.
En España nunca me habría puesto a llorar porque un cerdo confirmara mis peores temores, pero la presión pudo conmigo y no pude parar el llanto. Leone permaneció impasible a una distancia considerable.
—No lo entiendo, la verdad. ¿Dónde está ese rollo de chica dura edl día que te conocí? —me miró de arriba abajo mientras negaba con la cabeza—. Te lo voy a explicar para que tu coeficiente intelectual lo pille.
—Yo tengo mucho coeficiente —repuse mientras me sorbía los mocos e intentaba sacar algo del orgullo perdido.
—Pues permíteme decirte que no lo demuestras —dijo mientras ponía los ojos en blanco—. Así de simple, ¿sabes lo que he hecho hoy cuando te he dejado?
—Acudir a una llamada de teléfono. Te han llamado mientras volvíamos del Vesubio.
—Veo que memorizas bien todos mis actos —se mofó—, y ¿sabes para qué era esa llamada?
—Por ahora no soy adivina.
—Para ir con mi amigo Doménico a acostarme con otra chica —permaneció en silencio.
—¿Y lo has hecho? —pregunté mientras poco a poco me invadía más la rabia.
—Si lo dudas es que eres tonta —contestó como si fuera una afirmación universal—. Si he estado contigo es porque quería ligarte. Los italianos somos muy caballerosos y a lo mejor eso te ha confundido, pero lo que me apetecía era acostarme contigo y después no volver a saber nada de ti cuando regresases a España.
—Pero... ¿tanto esfuerzo para conseguir sexo? —pregunté incrédula.
—Tanto, depende de cómo lo mires... —enarcó las cejas, se acercó a mí y casi me escupió en la cara—. Se podría decir que tú has sido de las más facilonas —y rio con superioridad.
Entonces lo vi claro. Me di cuenta de que ése no era Romeo ni era Leone, era una máscara que quería poner, y decidí jugar a un juego. Un juego bastante cruel, pero si él lo estaba siendo, yo también podía serlo.
Como la mejor de las actrices empecé a tocarme la cabeza y a poner cara de angustia. Él seguía impasible y se dio la vuelta. Supondría que simplemente tenía una ligera jaqueca, pero entonces di mi valioso jaque mate.
Me tiré al suelo y cerré los ojos como si me hubiera desmayado con el dolor de culo consiguiente del golpe. Pero valía la pena un pequeño moretón con tal de que la seguridad regresase a mí y yo supiera que no había estado equivocada.
Al principio ni se inmutó y eso me preocupó. Decidí esperar un minuto y si no, me levantaría con la certeza de que todo lo que me había contado era real. Como casi siempre, yo llevaba razón. Primero desde mi posición del suelo noté cómo se giraba varias veces nervioso mientras decía: «Deja de jugar».
No es que me pareciera maduro por mi parte hacerme la damisela en apuros, pero menos me parecía por la suya que fingiera destrozarme el corazón como si yo fuera una princesa a la que proteger que no pudiera decidir por sí misma si quería seguir o no con el malo de la película, pese a que por su culpa hubiera sufrido algún daño. Era mi decisión, no la suya y, a decir verdad, yo tampoco sabía qué quería, pero sí quería ser la dueña de lo que ocurriera.
Con un movimiento veloz, se situó a mi lado y mientras ponía cara de cansado, dijo:
—Tú te lo has buscado... te trataré como una niña.
Error. Comenzó a hacerme cosquillas; lo que él no sabía es las guerras que yo había tenido con mis primos desde pequeña de «a ver quién se ríe antes», y cómo la práctica y el entrenamiento casi me habían hecho inmune a que me intentaran hacer reír.
Sus dedos se deslizaban por mi tripa y por mi cuerpo, y cada segundo que pasaba y notaba que no daba resultado, más alarmado parecía, hasta que finalizó con un «joder» y me apretó contra su cuerpo mientras temblaba.
—Estoy aquí, ¿me has entendido? —comenzó a hablarme con dulzura y temor y sentí remordimientos, pero no paré en mi plan, necesitaba solo algo más—. No te vayas —gimoteó—, no te vayas, te necesito.
—Tranquilo —contesté mientras reía. Inmediatamente, al ver la cara de terror y sus ojos anegados en lágrimas, lamenté mi comportamiento. Aunque no lo admití.
—¿A qué cojones te crees que juegas? —dijo mientras me soltaba y comenzaba a decir por lo bajo una serie de improperios que no quise traducir del italiano al español.
—A lo mismo que tú —repliqué mientras me ponía de pie.
—No sabes de qué mierda hablas —contestó mientras me balanceaba por los hombros—, creía que te había ocurrido algo, ¿sabes?
—Lo sé —hice una pausa, cogí aire y continué. Si lo que me disponía a decir era mentira, probablemente sería la mayor vergüenza de mi vida—. Igual que sé que me has mentido porque crees que a tu lado corro peligro, pero que te importo más de lo que eres capaz de admitir.
—¿Pero quién te crees que eres, estúpida? —dijo mientras se acercaba a mí.
—La chica que te está volviendo loco, Romeo —afirmé mientras yo también daba un paso al frente.
—No sabes absolutamente nada de mí, ¿entiendes? Si te digo que me das asco, es que me lo das. Si te digo que eres un polvo, es que lo eres. Si te digo que no significas nada para mí... —le puse la mano antes de que terminara.
—Eres un mentiroso.
—¿No puedes aceptar que esto es lo mejor para ti? —se derrumbó crispado.
—¿No puedes aceptar que prefiero saber la verdad y decidir? —repuse.
—Pero dos no están juntos si uno no quiere —contestó él mientras sus ojos se detenían en mis labios ávidos de deseo—, y yo no quiero.
—Ya lo creo que quieres —apoyé mis labios en los suyos y él no pudo contenerse y los entreabrió—, lo que pasa es que eres un cobarde —me quedé en la misma posición.
—¿Cobarde? Si llamas cobarde a querer mantener a salvo a una persona... soy el mayor cobarde que hay ahora mismo en Nápoles —se humedeció los labios mientras, como si una fuerza electromagnética no le permitiese alejarse.
—Te llamo cobarde porque lo que de verdad te ocurre es que temes tener a alguien que te importe, y prefieres apartarla de tu lado antes de que ella tenga la posibilidad de elegir —le obligué a admitir mientras le rozaba la mejilla, y el respondía instintivamente a mi acto como un animal.
—¿Qué es lo que quieres, Berta? —estaba abatido—. Te han encontrado una vez y lo harán más. ¿No entiendes que lo mejor es que no volvamos a saber nada el uno del otro? Yo estaré tranquilo y tú disfrutarás con tus amigas y volverás a España sin ningún desperfecto en tu fisonomía —enarqué las cejas—; y sí, sé lo que significa fisonomía.
—Un beso —respondí—, y luego, si quieres, no volveremos a vernos. Pero al menos sabré que no fui una tonta ni un juego para ti.
—Está bien —dijo.
—¿Qué?
Y me agarró con toda la pasión que pudo y me besó a la luz de la farola donde momentos antes había temido por mi vida. Sus carnosos labios luchaban por atrapar mi boca y sus manos me agarraban como si yo pudiera desaparecer en cualquier instante. Entonces me apartó de él con fuerza, como si yo quemase y, sin mirarme, añadió:
—Ya he cumplido lo que querías. Ahora te llevaré al hotel.
—Está bien.
—Y no volveremos a vernos —añadió—. Solo quiero que me llames si estás en peligro.
—¿Cómo? —dije asombrada. Pensaba que después del beso todo se había solucionado. Es decir, en todo caso, la que debía decidir que no nos viéramos era yo, yo había pasado miedo, yo era la que había sufrido y era yo la que prefería estar con él aunque eso supusiera peligro. Era yo la loca que había apartado toda cordura de mi camino para entregarme a este amor que, se mirase desde el prisma que se mirase, no me haría ningún bien.
—Yo he cumplido tu petición, ahora cumple la mía y aléjate de mí —y sin mirarme me pasó el casco y se subió a la moto.