Capítulo 3
—¿POR qué narices os marchasteis anoche? —fue el saludo impregnado de indignación de Tamara nada más llegar por la mañana, después de lo que suponía había sido una bonita noche bajo la luz de la luna con Marco.
—No teníamos ganas de más fiesta. Estábamos cansadas. Ya sabes, el turismo por la mañana... —se me adelantó en la respuesta Pilar, intentando sin éxito cubrirme las espaldas.
—No hace falta que mientas por ella —interrumpió Tamara mientras enarcaba tanto las cejas para hacerse la ofendida que producía hasta risa—, supongo que estaría incómoda con la presencia de ése —su mirada se tornó turbia al mencionar a Leone—. Pero tranquila, que a Luca le sigues interesando —como si eso lo arreglara todo, cambió de expresión y, sonriente, comenzó a buscar en la maleta algo que ponerse después de ducharse.
—Oh —dije intentando fingir emoción. Me parecía patético que lo máximo que me tuviera que importar fuera el interés de Luca en mi persona. Respiré profundamente y me recordé que ella no lo hacía con mala intención.
—Hemos quedado hoy con ellos en la isla de Ischia —nos explicó Tamara, orgullosa de sí misma, sin cuestionarse que tal vez nos debía haber preguntado qué queríamos hacer.
—¿Por qué decides los planes por nosotras? —repuso Pilar enfadada. El día anterior ya había accedido a ir a Pompeya.
—Porque sin mí estas vacaciones serían de lo más aburridas. ¡Anda, poneos vuestros mejores trajes de baño, que nos vamos!
En vez de quejarme, decidí ir al armario y ponerme un bonito bikini de color negro que estilizaba, dentro de lo posible, mi figura. Para acompañarlo, elegí un vestido palabra de honor ibicenco y me ricé el pelo, harta de llevarlo en una cola de caballo.
Como de costumbre, me tocó esperar a mis compañeras de habitación más de lo necesario, así que me dio tiempo a pensar en muchas cosas. Todas, por supuesto, tenían que ver con el mismo tema. ¿Era Leone un ladrón o un mafioso? Porque de ser el segundo caso, el hecho de hablar con él me daba bastante miedo. No entendía cómo había series tipo «Sin tetas no hay paraíso» que promovían este tipo de actitud sin ningún pudor.
No quería estar con ningún delincuente, es más, no quería conocer a nadie con esas características. No me apasionaba la idea de que mi pareja apareciera con una paliza o con un tiro en una cuneta. Por eso debía cortar de raíz todo contacto con ese chico que solo podía traerme problemas.
Mis amigas salieron media hora después y emprendimos el camino al puerto para coger un ferry. Nunca había montado en uno, así que imaginé que iríamos con coches en la cubierta, como ocurría en las películas, pero nada más lejos de la realidad. El ferry tenía sus asientos a modo autobús en una zona cerrada dentro del barco.
Mientras entraba vi que había una cubierta exterior donde se podía quedar la gente e intenté convencer a Tamara y Pilar para que se sentaran conmigo allí, sintiendo el aire en la cara y viendo cómo las olas chocaban entre sí; pero no accedieron, querían echar una cabezadita durante el trayecto.
Cada una nos sentamos en una fila diferente puesto que todas queríamos estar en el extremo que tenía ventanilla. Era cómico, pues daba la impresión de que no nos conocíamos. Los chicos nos esperaban directamente en Ischia.
Cuando las máquinas empezaron a bombear el agua, sentí cómo el barco se movía a ambos lados. Una vez que comenzó la marcha, no se volvió a notar nada más. Si no fuera por la imagen exterior que podía ver a través del ojo de buey, me habría sentido exactamente igual que en tierra firme.
Poco a poco me despedía la costa de la Campania con el Vesubio presidiéndola al fondo, como en las postales que vendían en las tiendas para turistas como yo. Me quedé ensimismada mirando cómo el sol salía a través del mar infinito dorando las pequeñas olas. Una visión perfecta.
—¿Puedo? —preguntó alguien a mi lado haciéndose hueco.
—Sí —asentí sin mirar. Ahora mismo el mar tenía toda mi atención.
—Sí que te tiene que gustar la imagen para no darte cuenta de que soy yo, o eso o ahora has decidido ignorarme —bromeó Leone al tiempo que me giraba.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté exaltada y sorprendida.
—Obviamente, ir a la isla de Ischia, ¿y tú? —me preguntó. No era por ser creída pero mi intuición me avisaba de que no nos habíamos encontrado por casualidad.
—Ya sabes que lo mismo que tú —le espeté. ¿Cómo podía saber ese energúmeno que yo también iba a estar aquí?—. Ahora, si me haces el favor, cumple tu trato o tendré que ignorarte.
—¿Qué trato? —me preguntó con un amplia sonrisa.
—No volver a hablarme...
—No, esto corrobora lo que llevo diciéndote varios días —comenzó mientras se sentaba de lado para hablar mejor conmigo y trataba de tocarme el lóbulo derecho—. El trato era que anoche te dejaría tranquila y luego no te hablaría hasta que te volviese a ver y, mira qué casualidad, que eso ha ocurrido hoy.
—¿Y qué es lo que tengo que hacer hoy para que me dejes en paz? —le pregunté, acostumbrada a sus absurdos juegos.
—Siendo siempre tan desagradable no sé cómo tienes amigos —soltó con un tono reprobatorio.
—Creo fervientemente que no deberías hablar conmigo, dada mi personalidad tan desagradable —repuse poniendo los ojos en blanco.
—¿Sabes lo que pasa? Que cuanto más dura eres, más me apetece estar contigo —contraatacó riendo.
—Entonces tendré que empezar a ser dulce —contesté con mi mejor cara de niña buena a la vez que pestañeaba más rápido de lo normal.
—¡Dios, estás a la defensiva hasta cuando alguien te piropea! ¡Lo nunca visto! —con un salto se acercó a mí.
—Tus piropos no me interesan. Dime cuál es el trato de hoy, lo hago y me puedo olvidar de ti —expuse con serenidad esperando a ver qué tontería tenía que ofrecerme este día. En cierta manera se había convertido en mi rutina particular: un trato, un premio, y Leone desaparecía.
—Quiero que malgastes una hora de tu preciado tiempo (no me olvido de que me dijiste que lo tenías a cuentagotas) en conocerme. Es más, después no te volveré a molestar —sonrió feliz.
—¿Nunca? —pregunté entusiasmada.
—Nunca. Solo te pido que no te enamores de mí, ya que no me gustaría lidiar con una acosadora. Entiende que tengo una reputación.
—Tranquilo, eso es bastante improbable —afirmé cien por cien segura.
Poco a poco Leone metió su mano en el espacio de mi asiento. Iba a apartarle de un manotazo creyendo que se iba acercar demasiado, cuando noté que intentaba señalarme un pequeño grupo de gaviotas que pescaban en el mar.
—¿Te gusta? —me preguntó inseguro.
—Sí, en general me gustan los animales —le confesé.
—¿Ves? ¡Aleluya! Tenemos una cosa en común —exclamó mientras se aproximaba más a mí y su mirada se perdía en el horizonte—, las gaviotas son mis favoritas.
—¿Las gaviotas? —rompí a reír—, no suena muy varonil que digamos.
—Las gaviotas son animales bellos que a todo el mundo le gusta observar. Sin embargo, cuando se acercan a cualquier persona, siempre son rechazadas, a veces con puntapiés, otras con palazos. Lo que me asombra es que aun así, la gente se extraña de que muchas, por temor, den picotazos —se quedó un rato meditando y añadió—: ¿Y cuál es tu animal favorito?
Me disponía a contestarle cuando detrás de él observé a Tamara con el ceño fruncido y los brazos cruzados. En realidad, aunque debía estar preocupada por su reacción, su imagen me producía risa. La imaginaba con las manos en las caderas, unos rulos, la bata y su misma mirada que, en esos momentos, me estaba asesinando.
—Berta, ven con nosotras —me ordenó sin mirar a Leone, ignorándolo.
—Ahora voy —contesté rápido, pues no quería hacerla enfadar.
—Te espero allí en un minuto —remarcó «un minuto».
Se marchó murmurando improperios sin darse ni cuenta de los numerosos jóvenes que la miraban embelesados. Conociéndola, sabía que contaría los segundos exactos antes de venir y llevarme agarrada de una oreja.
—Tu madre ha venido a por ti. Ahora puedes irte con ella y disfrutar de un magnífico viaje aquí encerrada o salir conmigo a la popa y vivir un amanecer de los de verdad —dijo mientras me tendía su mano.
—Creo que me quedaré con ellas —rechacé su proposición aunque deseaba con todas mis fuerzas salir fuera. Claro que Leone no era la compañía que yo buscaba.
—Tú misma —se levantó para dejarme pasar—. Entonces, ¿a qué hora quedamos?
—Yo no te he dicho que vaya a quedar contigo —le recordé tirante, como siempre. La diferencia era que esta vez realmente no quería que se marchara. Se trataba de la primera ocasión en la que estábamos teniendo medianamente una charla normal y no me disgustaba. Es más, me empezaba a aburrir un poco a mí misma por mi actitud.
—Ven a conocerme... prometo ser bueno —puso una cara angelical simulando ser un buen chico.
—No —me negué para, en cierta medida, hacerme de rogar.
La melodía de su móvil nos distrajo. Leone se levantó y se apartó un poco antes de contestar. Lo irónico de su tono de llamada es que se correspondía con la película de «El Padrino», la mejor historia de mafiosos de todos los tiempos.
—Sí... ¿No puede ser otro día? Estoy ocupado. ¿No hay otro? Vale, ahora mismo cojo otro barco y vuelvo, estoy viajando a Ischia.
Colgó el teléfono regresando con el semblante serio.
—Me lo he pensado y te dejo que elijas la hora para conocernos —sugerí viendo su rostro perturbado.
—Ya es demasiado tarde. Una llamada te ha librado. Con algo de suerte no tendrás que volver a verme jamás —añadió con sarcasmo.
—¿Ya se te han pasado las ganas de conocerme?
—No lo sé, si mañana sigo vivo, te lo diré —dijo con acritud.
—¿Seguir vivo? No juegues con eso —le regañé preocupada. En mi mundo, nunca habría creído que ese tipo de comentarios iba en serio, pero con él y su entorno no estaba segura.
—Ya te dije que yo nunca miento. Ahora bien, puedes dejar de hacer caso a tu madre y venir conmigo a popa. Nos queda el tiempo justo para conocernos, piensa que mañana puede ser demasiado tarde.
Luchaba por decir que no con todo mi ser queriendo decir un sí. Sabía que Tamara se enfadaría muchísimo si no me marchaba con ella. Además, era consciente de que si se enfadaba era por mi bien. Porque ese chico, fuera lo que fuese, no me convenía para nada. Mi cerebro, que aún funcionaba a duras penas, me llevó a dar la respuesta.
—Creo que tendré que ir con ellas —fue la decisión final.
—No dices «quiero ir con ellas», sino «tengo que ir con ellas». Ésa es nuestra diferencia, a mí nadie me obliga a hacer nada.
—Por que no te importa nadie que no seas tú —contesté.
—Estás muy equivocada —su mirada se endureció—. Hasta la persona más dura y despreciable tiene un ser humano que le hace débil, no lo olvides, Bertita—se puso de pie.
—Pero he pensado que he sido injusta contigo —me apresuré a decir viendo que se alejaba. Una vez cayendo en la tentación, comencé a decir números, números que se correspondían con mi móvil.
—¿Quieres que te llame? —me preguntó.
—Puede —me ruboricé y me sentí tonta por ello. Hacía tiempo que esa etapa de mi vida ya se había pasado, o al menos eso creía yo.
—Tal vez ahora sea yo el que no te quiera llamar, o sí, ésa será tu penitencia —se rio abriendo las puertas que daban a popa.
Esperé hasta que se cerró la puerta detrás de él para marcharme a una bronca asegurada con mis amigas. De espaldas notaba sus miradas reprobatorias en mi nuca. Mi día empezaba mal por Leone, algo que ya era lo habitual en ese verano en el que lo mejor y lo peor vinieron directamente de su mano.
Leone regresa a Nápoles lo más rápido que puede. Hay un problema con la entrega de cocaína de ese día y él debe acudir a apoyar a los suyos. Por un momento, deja de ser el chico chulo para convertirse en alguien con cierto temor; solo por un momento. Sabe que el miedo no puede existir en su mundo, el miedo mata y él no quiere morir.
Antes de coger la moto y dirigirse a toda pastilla al encuentro con los narcotraficantes, hace dos cosas: llama a Doménico para que le acompañe y memoriza un número que le acaban de dar en el barco, un contacto que no está seguro de si podrá utilizar porque, como bien ha dicho, no sabe si permanecerá vivo al día siguiente. Es algo que aceptó el día que se comprometió a trabajar en cuerpo y alma por y para la familia Salvatore.
A veces, aunque nunca lo diga, se arrepiente de su decisión, un peligroso contrato. Otras, piensa que es lo mejor que le ha pasado, ya que gracias a eso tiene dinero, fama, prestigio y respeto.
Se enfunda en su cazadora de cuero y pone la moto a doscientos kilómetros por hora, tiene prisa, mucha prisa.
El lugar donde han quedado no es desconocido para él. A las afueras de Nápoles, los Salvatore tienen unas fábricas. La excusa es que en ellas fabrican piezas de automóvil. La verdadera naturaleza de los edificios es gestionar la mayor carga de cocaína de toda Italia. Un contrabando en el que colaboran narcotraficantes, policías corruptos y políticos ávidos de dinero y poder.
Al llegar ve un grupo de hombres, entre ellos está Doménico, y acude inmediatamente a su lado. Le gusta tenerle cerca cuando llevan a cabo un «trabajo». Con más motivo si se trata de una «misión» tan peligrosa como la de ese día.
Doménico viste completamente de negro para ocultarse mejor, o eso pretende. Pasea ansiosamente de un lado para otro mientras fuma los cigarrillos de una calada. Está nervioso y asustado, pero cuando ve a Romeo, se tranquiliza un poco, se sabe protegido a su lado.
—¿Dónde estabas? —pregunta mientras se enciende el décimo cigarro de la hora.
—En Ischia —responde Romeo, que está alerta, con todos sus sentidos activados.
—Se me olvidaba que ahora persigues a la chica ésa —intenta bromear Doménico, pero el ambiente no es propicio.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Romeo omitiendo el comentario de Doménico. Ahora mismo no está para tonterías y menos para algo tan insignificante como hablar de la chica española. Necesita evaluar la situación para valorar las posibilidades de salir con vida.
—Nos ha llegado un chivatazo —contesta en tensión Doménico.
—¿Qué clase de chivatazo? —Leone se enciende su primer cigarrillo.
—Hoy llegaba un buen cargamento, más de veinte kilos de coca pura. Nos han dicho que nos la van a jugar —explica Doménico mientras el humo sale por sus fosas nasales.
—¿Quién es el chivato? —Leone sabe que es más importante conocer de quién viene la información que ésta en sí misma. Si lo que dicen es cierto, se prevén muchos problemas. Circunstancias imprevisibles contra las que puede tramar un plan.
—No lo sé —se encoge de hombros Doménico—, pero alguien de confianza...
—¿Para quién? —pregunta Leone mientras pisa con rabia la chusta del cigarro.
—Alessio —al pronunciar este nombre incluso Doménico siente un escalofrío.
—Entonces no hay dudas —confirma Leone, que sabe que ganarse la confianza de Alessio requiere unas pruebas que dejan de lado la mentira—. ¿Quién anda detrás?
—¿Acaso lo dudas? —bromea su amigo mientras mira de reojo para contabilizar cuántos hombres son.
—Persigo la absurda esperanza de que un día no sean ellos —afirma cansado Leone.
Mientras saca el siguiente cigarro del paquete, algo atrae su atención, un grupo de hombres ataviados con trajes de corbata y mocasines que acaban de llegar.
Como si de una manada se tratase, todos dejan inmediatamente lo que están haciendo y acuden en tropel hacia ellos. Todos menos Alessio y sus dos guardaespaldas, que permanecen dentro del círculo de seguridad totalmente quietos, atentos a cualquier orden que salga de los labios del jefe de la operación.
Alessio está en el centro de lo que parece una perfecta esfera. Los hombres que acaban de llegar son listos y pronto se dan cuenta de que algo no marcha bien, un gesto sutil para ojos normales pero suficiente para los mafiosos. En un instante todos se ponen en alerta, las manos de los recién llegados tocan instintivamente las armas.
—Lo sabemos —confirma Alessio. Dos palabras, dos míseros segundos que traen consigo consecuencias nefastas para uno de los dos bandos.
No ha sonado la «S» del verbo cuando todos empuñan sus armas. Los guardaespaldas corren a proteger a Alessio y sacarlo de la batalla. Él es el capitán y tiene a los soldados que lucharán y darán su vida por la causa.
Leone corre a esconderse estratégicamente detrás de un contenedor, sabe que los tiros no tardarán en comenzar, solo le queda la intriga de saber quién será el primero. En un último esfuerzo, agarra fuertemente del brazo a Doménico y se lo lleva con él tirando, para protegerle, como hermanos que son. Doménico se deja guiar porque en esos momentos está muerto de miedo, temblando.
—Quédate conmigo, ¿entendido? —grita Leone.
—Sí —es lo único que dice éste mientras el arma se tambalea en su mano derecha.
—No te pasará nada, estás con Leone —le asegura. Doménico no sabe por qué pero la tranquilidad invade su cuerpo. Está seguro de que Romeo daría la vida antes que dejarle caer.
Permanecen quietos, mirando a hurtadillas qué es lo que está pasando. El grupo, de unos veinte hombres, permanece detenido y tenso, todos encañonando a alguien, cada persona tiene su objetivo. La ventaja es que los Salvatore son considerablemente más en número.
El primer disparo no tarda en llegar, el boom y la sangre son sus consecuencias inmediatas. Alessio, apartado de la línea de fuego, abre la veda pegando ese tiro con el que estalla la guerra, está cansado y se quiere marchar a casa.
A partir de ahí el caos reina en el muelle de las fábricas. Tiros por doquier, en todas las direcciones, en todos los ángulos, que atraviesan cualquier material fino y cortan la carne.
Doménico y Leone permanecen quietos, con la espalda apoyada en el frío contenedor; es su primera batalla y tienen miedo. Casi pueden ver a la muerte; esa desgraciada que no conoce de fama ni teme a nadie.
Finalmente, un impacto pasa cerca y roza el brazo de Doménico, que grita como si le hubieran dado en el corazón. Leone se vuelve loco, ningún sustantivo lo podría definir mejor y, sin pararse a observar el daño de su amigo, corre a imponer justicia a su manera. No apunta, dispara. No sabe si da alguien, si abate a un enemigo o hiere a uno de los suyos; la ira y la adrenalina mandan en su cuerpo y su dedo pulsa el gatillo con rapidez sintiendo los latidos de su corazón al ritmo de las balas.
Algo le roza la pierna derecha, no ha sido grave, solo un poco de sangre. Se gira para ver quién ha sido y distingue a un hombre con camisa blanca y vaqueros huyendo de una muerte segura. No se lo piensa y se marcha detrás de él dando grandes zancadas. Es rápido, pero Leone sabe que no le supera. Se permite incluso el lujo de pararse a coger un pedrusco que acaba de ver, lo agarra del suelo y vuelve a emprender la marcha detrás de su enemigo.
El hombre gira hacia la izquierda y Leone sonríe, no tiene escapatoria, es un callejón sin salida. Lo positivo de luchar en casa es que se conoce al dedillo hasta el mínimo entramado de esa zona. Decide seguir su camino andando, ya que el conejo ha alcanzado la trampa.
En el callejón, el chico intenta trepar un muro imposible.
—Y aquí llegó tu final —amenaza Leone mientras escupe en el suelo.
Su víctima no contesta y sigue intentando ver cualquier resquicio por el que poder escapar, pero sus intentos de fuga siempre quedan frustrados por el alto muro blanco.
Maldito idiota que no se da cuenta que a un movimiento suyo caería muerto, piensa Leone. Se prepara mientras el chico se gira. Sin embargo, la reacción de su presa no es tal y como la había imaginado. Tira el arma al suelo, se pone de rodillas llevándose las manos a la cabeza y comienza a llorar mientras un líquido empieza a salir de su entrepierna: se ha meado de miedo.
—Por favor, no me mates, por favor... mi madre se muere, por favor —suplica sin cesar sin mirarle a los ojos. No dice nada más, pero repite esa frase hasta la saciedad.
Leone permanece con el arma, apuntando, tratando de identificar dónde está la trampa. Un mafioso no debería actuar así. Se les presupone con valentía, fiereza y agallas. Pero ese niñato de dieciséis años no cumple el prototipo. Está cagado literalmente. Seguramente hasta ese momento no era del todo consciente de en lo que se había metido.
Una duda corroe a Leone. Por un lado tiene su fama, y el hecho de que todos sepan que le dejó marchar la podría ensuciar; por otro, una vida. Mientras se muerde el labio, medita y se da cuenta de que aún no quiere ser el monstruo en el que sabe que se convertirá junto a los suyos.
—Lárgate —dice con la boca seca. Está infringiendo las normas y lo sabe. También intuye cuál puede ser el castigo—. No le digas a nadie lo que ha ocurrido, di que has escapado, serás un héroe para los tuyos —hace una pausa y añade—. Pero como cuentes lo que ha pasado, me encargaré de que Alessio te mate —ante este nombre el chico se estremece, todo el mundo conoce a Alessio.
El chico se levanta con cuidado, no coge el arma, ya que sabe que Leone no le dejará. Cuando pasa por su lado siente miedo, teme que tan solo sea una diversión de Leone y en el momento que pase cerca de él una bala le abra la cabeza como si fuera un melón, pero eso no ocurre, Leone solo se dirige a él para añadir una frase:
—Ve a la izquierda o saldrás a campo abierto —le aconseja sin mirarle a los ojos. Aún no puede creer lo que está haciendo.
Leone se queda solo mientras la sangre brota de su pierna, no es nada importante. El sonido de las balas ha terminado. Eso significa que ya hay un vencedor, si es que en esos casos los hay. Se acerca y busca a la única persona que le interesa. Doménico está bien; se está limpiando el brazo pero, como en su caso, no es nada preocupante.
Un hombre que no conoce sonríe y le guiña un ojo mientras limpia restos de sangre y sesos de sus manos. A su alrededor el panorama es desolador, cuerpos de niños yacen inertes por toda la explanada. Es la primera vez que Leone ve algo así. Doménico le hace gestos para que acuda a su lado mientras registra los cadáveres en busca de dinero o joyas, pero él no se puede mover, no tiene fuerzas, no soporta su visión.
Le gustaría marcharse muy lejos y no volver nunca. Desearía no haber vivido algo así, pero lo ha hecho y, aunque nadie se da cuenta, en ese preciso instante un chip cambia en su cabeza para siempre. La certeza de no querer convertirse en un asesino aflora como la más pura de las verdades.
Alguien le pide que ayude, tienen que meter los cadáveres en los contenedores para llevarlos a la incineradora particular. Leone siempre obedece a sus superiores, nunca ha dudado en acatar una orden.
Ese día sus pies le llevan a la moto y en poco tiempo va de nuevo a más de doscientos kilómetros por hora por la autopista. Desconoce el rumbo pero sabe que lleva uno. Cuando se quiere dar cuenta, se ve enfrente de un puerto diferente, sin sangre ni muertos, un lugar que en unas horas recibirá a la gente de Ischia.
Sumergí la cabeza en el agua del mar mojándome entera. Llevaba más de media hora tomando el sol y ya sentía la necesidad suprema de refrescarme. Uno de los motivos por los que no me gustaba ir a la playa solo con chicas era su obsesión de tostarse hasta el límite del cáncer de piel. Yo, por mi parte, prefería estar en el agua como los niños pequeños hasta que mis dedos parecían los de una abuela. En cierta manera hacía eso para no quemarme, mi piel blanquecina tenía el efecto de ponerse de un tono rojo-tomate con la menor exposición solar. Me podía poner protección del cincuenta, que daba igual: mis hombros, mi cara y lo más patético, mi culo quedaban siempre rojos cual cangrejo.
Luca no tardó en venir a mi encuentro. Estaba un poco incómoda, puesto que no habíamos hablado desde la discoteca y no sabía si mi rechazo le había molestado. Me disponía a disculparme, aunque no tuviera de qué, cuando él se adelantó.
—Siento lo de la otra noche —dijo mientras se refrescaba los hombros.
—¿Qué sientes? —le pregunté perpleja.
—Haberte dejado con ése. Supongo que te sentó mal que no acudiera a ayudarte, pero solo habría provocado una pelea con ese bicho. Ten por seguro que si te hubiera intentado hacer algo, no le habría dejado —amenazó.
—Tranquilo, no tienes por qué defenderme de Leone. Me basto y me sobro con ése —en el instante que hablé de manera tan despectiva de él, algo se revolvió en mis tripas, pero no hice caso.
—Odio a todos los Salvatore y Giaccomo o como se llamen. No tengo el menor interés en ellos, pero crean mala fama a los italianos y te garantizo que no me parezco lo más mínimo a él —dijo mientras me sonreía de una manera que me tranquilizaba. Volvía a emplear su tono de voz familiar.
—¿Salvatore y Giaccomo? —pregunté con cierto interés.
—Son las dos familias —puso los ojos en blanco—, llevan todos los trapicheos de por aquí. Para que lo entiendas, esos apellidos se corresponden con las dos mafias más peligrosas de Nápoles y Leone pertenece a los Salvatore, siempre liándola y jodiendo a la gente —se notaba que les odiaba.
—¿Mafia como en las películas? —pregunté consternada sin creerme que todo eso fuera cierto.
—Depende de qué películas hayas visto —se mofó de mí—. Simplemente no son buena gente, se dedican a robar y hacer todo el daño que pueden. No les importa nada ni nadie. A veces dudo que se importen ellos mismos —añadió de un tirón.
—¿Alguna vez has sido amigo de alguno o has estado con ellos? —pregunté de manera inocente.
—Nunca —su semblante cambió y se puso serio—, no quiero tener nada que ver con ellos ni con su ambiente —asentí dándole la razón—. Por eso me preocupa el interés que desatas en Leone —dijo celoso.
—¿Interés? Qué va...
—No te diste cuenta, pero el chiflado incluso nos siguió para ver si te venías conmigo —se sonrojó ante la idea de estar conmigo y me pareció guapísimo en ese instante.
—¿Nos siguió? —pregunté extrañada.
—Sí... —me escrutó con la mirada, como intentado ver algo que yo no comprendía—. A ti... ¿te gusta él? —me preguntó sin ningún tipo de pudor, con una mirada fija y penetrante.
—Nada de nada —afirmé y mientras lo hacía, pude ver su cara de alivio.
—Hoy nos ha contado Tamara que estaba en el barco...
—Yo no he tenido nada que ver —me excusé por segunda vez con Luca sin tener necesidad.
—Lo sé, es solo que veo cómo eclipsa a las mujeres. Muchas veces he sido testigo de cómo buenas chicas acaban en la mierda por él. ¿Te acuerdas el día de la discoteca, una chica que estaba besándole? —me preguntó.
—Había muchas —bromeé recordando la escena del sofá—, aunque una en concreto me miraba con más rencor que las demás.
—Seguro que era Ángela. Una buena chica, lo tenía todo hasta que posó sus ojos en ese desalmado. La utiliza como a un trapo. Se acuesta con ella y la deja destruida. Ella hace cualquier cosa que él le pida y nunca, en todo este tiempo, he visto un mínimo gesto de cariño por su parte.
—Pobrecilla —fue lo único que se me ocurrió.
—No me gustaría que tú acabaras así, porque eres demasiado para él —susurró sonrojado, un poco más cerca de mí, con sus rizos más rubios gracias a los rayos del sol.
—A mí me gustan otra clase de chicos —le miré fijamente, muy cerca de su cara.
—Eso me alegra —su rostro sonreía y era tan bello que le hubiera besado en ese mismo instante. Decidí que él sería mi chico de las vacaciones, es más, quería y necesitaba que se tratase de Luca—. ¿Te gustaría que mañana comiéramos los dos solos? —se aventuró a preguntar.
—Ya estabas tardando en preguntarlo —respondí disipando todas sus dudas.
Con la sonrisa de un niño pequeño, comenzó a inflar una pelota de Kitty que se me antojó muy graciosa.
—¿Juegas? —preguntó mientras se alejaba de mí.
—Sí, pero no te traumatices si te gano, soy la campeona española de pelota en la playa.
—Ah, ¿sí? Pues a mí no se me da nada mal...
Jugamos a la pelota durante bastante tiempo. Era como si él me conociera perfectamente y supiera que no me gustaba tomar el sol, pues en ningún momento dijo de salir del agua.
Al rato, entraron el resto de las parejas y nos entretuvimos durante toda la tarde entre risas, ahogadillas y mucha diversión. Ganamos las mujeres pero, según intuía, ellos se habían dejado hacer puntos en más de una ocasión interpretando que eso nos gustaría. En realidad, prefería una partida en serio, de igual a igual, pero aprecié ese gesto en Luca.
En uno de los roces en el agua decidí tomar las riendas y me propuse que antes de que se marchara le besaría.
Cuando te lo estás pasando bien, las manecillas del reloj aumentan las revoluciones y cuando te quieres dar cuenta, el tiempo se te ha echado encima y debes volver a casa o al hotel al cual llamas casa después de un par de días. En el barco me senté a su lado, yo buscaba esa butaca y mis amigas no dudaron en dejármela libre. Notaba la aprobación de Tamara y eso me satisfacía. Le miraba de reojo, nerviosa, deseando que nuestro beso fuera lo más pronto posible. Me habría lanzado encima de él en el primer momento que nos sentamos, cerca, rozando nuestros brazos mientras el vello se erizaba. Sabía que yo llevaría la iniciativa y eso no me importaba, es más, me gustaba tener el poder.
Descendí del barco con paso lento pero decidido. En un par de ocasiones el borde de nuestras manos se rozó y tuve la inquietud de agarrarla mientras mi piel se ponía de gallina.
Una vez fuera, llegó el momento de la despedida temporal y cuando me quise dar cuenta, Tamara estaba morreándose de una manera ardiente con Marco. Pilar era más recatada, pero también se había separado un poco con Enrico, el cual la tocaba dulcemente la mejilla. Como si pensáramos igual, Luca y yo nos miramos y nos reímos de la situación.
—Me lo he pasado realmente bien —confesó Luca acercándose sigilosamente a mí.
—Creo que podría ser mejor —le reté yo. No me caracterizaba por ser paciente y ahora que sabía lo que me apetecía, lo quería ya, de inmediato.
Había un tumulto de personas que venían a recoger a recién llegados de Ischia y, como no podía ser de otra manera, alguien me empujó sin mala intención acercando mi rostro al suyo. Nos sonreímos y cerré los ojos mientras él me agarraba de la nuca con delicadeza para acercarme a su boca.
El rugido de una moto que había parado a mi lado me sobresaltó y abrí los ojos de golpe, rompiendo la magia de ese instante y separándome. Iba a decir algo al piloto cuando le vi. Nunca sabré por qué lo hice, pero me separé de Luca como si estuviera haciendo algo malo.
Él no me habló. A veces no hace falta. Hay gestos que lo dicen todo. Su cara transmitía necesidad, dolor y desesperación y, sin saber el motivo, supe que yo era lo que estaba buscando para mitigar su sufrimiento. Mi intuición me decía que por algún extraño motivo me veía como su única medicina.
Con gesto cansado se separó unos metros, apoyando los codos en el manillar del vehículo, escondiendo la cara entre sus manos. Parecía estar esperando y yo no sabía si quería o debía ir.
Luca estaba a mi lado, tenso, lo podía notar.
—¿Qué narices le ocurre a ése? —dijo enfadado Luca. Era la primera vez que hablaba así y yo lo entendía.
—No lo sé. Te aseguro que no me ha dicho que iba a venir —volví a disculparme. Me estaba cansando de tener que sentirme culpable por cosas que no tenían nada que ver conmigo.
—Y encima se queda ahí parado, ¿qué espera, que vayas tú? —sus brazos se tensaron y empezó a abrir y cerrar el puño sin parar, nervioso.
La excusa que daría minutos después era que lo hice para evitar una pelea, cosa que hubiera sido probable si ellos dos hubieran hablado. La verdadera razón era que quería ir, necesitaba que volviera a mirarme por encima del hombro. Que fuera un chulo, una bestia... todo eso lo podía soportar; pero la desolación en sus ojos por alguna extraña razón me enloquecía.
Nerviosa y excitada, llegué hasta su posición. Tenía el rostro escondido y quería y anhelaba verlo. Con temor a su reacción, a su enfado e incluso a sus celos, posé mi mano en su hombro.
—¿Hola? —pregunté con un tono dulce que no reconocía como mío.
—Has venido —dijo mientras me miraba y me agarraba mi mano con fuerza.
—Quería comprobar por mí misma que seguías vivo después de tu juego en el barco... —intenté sonar graciosa. Sé que no le hizo gracia, pero aun así hizo un esfuerzo por sonreír y agradarme, un gesto que no habría apreciado en Luca ni en cualquier otro hombre pero que sabía que a Leone le estaba costando.
—Estoy a salvo, si es lo que te preocupa —puso los ojos en blanco—. Si te he interrumpido, no era mi intención —un matiz de celos resonó en el eco de sus palabras.
—No lo has hecho —afirmé con sinceridad y me demostré lo poco que realmente me había importado su aparición—. ¿Estás bien? —me aventuré a preguntarle.
—He tenido días mejores —un tono de tristeza nuevo impregnaba su voz.
—A la gaviota le han vuelto a dar una paliza, ¿es así? —mientras se lo preguntaba, me descubrí infundiéndole ánimos a modo de caricias en el hombro.
—Te confundes. La gaviota ha hecho cosas malas y no se ha llevado el castigo que merecía —miró dubitativo nuestras manos apretadas y apartó la suya.
No sabía qué contestar, solo que necesitaba calmar cualquiera que fuese su pena.
—¿Has venido a verme porque yo soy el castigo? —quería bromear, que me vacilara.
—Más bien todo lo contrario —parecía sincero y cuando me quise dar cuenta, me atrajo hacia él y me abrazó. Al principio me quedé tensa, pero luego mi cuerpo se adaptó y recibió con gusto el calor que emanaba de su ser—. Ven conmigo, por favor —me susurró al oído.
—No puedo —dije a sabiendas de que podría matar a mis amigas de un infarto si llevaba a cabo mi deseo.
—Te necesito —añadió.
—No puedo —titubeé.
—No lo pienses, monta en la moto y ven conmigo, a cualquier lugar, sálvame de mis pensamientos esta noche —se separó un poco solo para poder mirarme directamente a la cara.
—No puedo —repetí en un hilo de voz.
—¿No puedes o no quieres? —preguntó desesperado.
—No puedo.
—¿Y quieres? —añadió.
—No me preguntes eso, por favor —supliqué mientras miraba a mis amigas y comprobaba que estaba en lo cierto, Tamara y Pilar estaban rojas de ira.
—Te causaré problemas con tus amigas, ¿verdad? —sentenció derrotado—. Debí suponerlo. Además, me avisaste, no perderías ni un minuto intentando conocerme... —rememoró.
—Eso no es del todo cierto —le corté. Iba a añadir algo más cuando recordé lo que me había contado Luca de las mafias y me aparté de él.
—Te has ganado un premio —dijo.
—¿Cómo?
—Dejo de molestarte. Llevas razón, no merezco a alguien como tú —podría parecer que intentaba dar pena, pero yo sabía que tan solo me hablaba con sinceridad—. Disfruta de tus vacaciones, Bertita, y no te metas en líos con gente de mi calaña. Nápoles está plagado de Leones —añadió mientras sonreía.
Era el momento idóneo para que yo le hubiera dicho algo. Simplemente una frase que hubiera calmado su dolor. Muchas veces intentamos ser racionales pensando que siempre es lo correcto. Sin embargo, ese día debí haber montado en la moto y haberme marchado con él. No porque fuera lo lógico, sino porque era lo que deseaba. Como siempre, me quedé plantada, quieta, sin hacer nada, sabiendo con certeza que me iba a arrepentir. Me dedicó una sonrisa ladeada y, dando gas, se largó. En ese momento supe lo que se sentía cuando un huracán te azota por dentro y los pelos se ponen como escarpias. Cuando sientes una bajada de azúcar, tu tripa se revuelve y los ojos te escuecen sin motivo aparente. Una mezcla de sentimientos a los que no podía definir con palabras y desconocía que existían.
Recobré la compostura y regresé con mis contrariados compañeros. Algo cambió y por fin me atreví a reconocerme a mí misma dos verdades que me acompañarían como una losa durante todas mis vacaciones. No podría estar con Luca ni con ningún otro italiano mientras Leone existiera; me lo podía negar, podía odiar su naturaleza, podía ignorar mi cabeza, pero no podía acallar los latidos de mi corazón.
La última verdad fue más bien una determinación: quería a mis amigas, es más, las adoraba; pero si volvía a ver a Leone, haría lo que deseaba y necesitaba, sabía que la próxima vez montaría en esa moto sin importarme las consecuencias. Y lo haría por ese sentimiento irracional, dañino, peligroso y adictivo que había descubierto y probablemente no sentiría nunca más.