Capítulo 12
ROMEO estaba quieto. Trataba de moverse con todas sus fuerzas, pero no podía; su cuerpo no le daba permiso. El sudor había aumentado hasta tal punto que las gotas habían atravesado sus labios y le permitían saborear la sal que le transportaba hasta minutos antes, cuando aún estaba con Berta en la barca. Ni siquiera esos recuerdos permitían que la sensación de desasosiego terminara.
Pese a encontrarse de pie observando dos cuerpos inertes en el suelo, su mirada solo se clavaba en uno de ellos. Los temblores dieron paso a las lágrimas. «Qué ironía», pensó, «justo todo acaba como empezó».
Apretó los puños y trató de hacerse daño, pero el dolor no hizo que la valentía y coraje que todos presuponían tenía Leone aparecieran. No era simplemente que no quisiera imaginárselo, era que no podía, no era capaz de vivir en un lugar donde Doménico hubiera muerto asesinado.
Mientras mandaba una orden a sus piernas para que se movieran a toda la velocidad y salía corriendo a su encuentro, volvió a esa tarde de verano en la que lloraba desconsoladamente mientras todos sus compañeros de clase se mofaban de su ropa y le repetían sin cesar y a coro que era «pobre».
Un muchacho al que no conocía y que años después se convertiría en su único apoyo apareció de la nada, o eso le pareció a él. Iba con unos pantalones rotos y una camiseta llena de barro.
—Dejadle en paz —fue la primera frase que le escuchó pronunciar con su vocecilla de pito.
El grupo cesó durante un momento los insultos a Leone y reparó en el nuevo chico, tan delgado y pequeño que producía hasta risa.
—Y si no lo hacemos, ¿qué nos harás? —se encaró el más grande de todos mientras miraba a sus amigos, divertido.
Leone negó con la cabeza mientras se preparaba para recibir los puntapiés de los amigos aunque, según se imaginaba, esta vez los golpes de la paliza se dividirían en dos, pues el niño que había salido de la nada se llevaría una buena tunda.
Sin embargo, éste no les dio tiempo a reaccionar, y como si fuera una fiera, se abalanzó sobre el grandullón y con velocidad y destreza empezó a propinarle patadas y puñetazos esquivando los de su contrincante. Se suponía que en las peleas uno no podía dar en los huevos, pero el niño lo hizo y el gigante cayó al suelo aullando de dolor. Fue en ese momento cuando el resto de la manada dejó su posición inerte y acudió en grupo para defender a su pandilla.
Un silbido, ni más alto ni con un timbre diferente al que silbaba Leone, fue la reacción del pequeño, y como ratas aparecieron jóvenes de todos los callejones cargados con maderos, y sin previo aviso, sin esperar a ser atacados, comenzaron a golpear a todo el que se interpusiera en su camino. Cuando el primer diente voló de la cara de uno de los matones que siempre le pegaban, todos huyeron corriendo como niñas.
—A éste dejadle en paz —señaló el primer niño que le había defendido mientras se acercaba a su lado—. ¿Estás bien? —le preguntó cambiando de nuevo con esa voz de pito.
—Sí —confirmó Leone mientras poco a poco se calmaba, pues de nuevo se sentía seguro.
—Estoy harto de estos pijos. Les llevo viendo varios días pegándote.
—Son muchos —se quiso defender Leone.
—Lo sé, por eso te he defendido. No me gusta que una panda de cobardes se metan con el más débil —en ese momento se convirtió en su héroe sin quererlo—. ¿Cómo te llamas?
—Romeo.
—Argg, qué nombre más cursi, no puedo tener a un amigo al que llamarle Romeo.
—Es mi nombre —se quejó.
—¿Cómo te apellidas?
—Leone.
—Ése sí que me gusta. Además, da más miedo.
—¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
—Doménico —se produjo un silencio incómodo mientras ambos se estudiaban con la mirada—. ¿Quieres que te enseñe a defenderte?
—Sí —contestó de inmediato, puesto que estaba harto de volver a su casa llorando y de que su madre le gritara borracha que era un mariquita.
—Pues ven conmigo. Te llevaré a un lugar donde harás muchos amigos —con un gesto abarcó al resto de los niños—, y donde nunca más estarás solo.
Con este simple ofrecimiento, Leone se marchó con Doménico; y fue a partir de ese instante cuando su destino quedó ligado a los Salvatore y tuvo un hermano.
Mientras corría en busca del cuerpo inmóvil de su amigo, las imágenes se sucedían a toda velocidad; al principio le enseñaron a pelear y por fin nadie más se pudo reír de él, puesto que tenía un grupo que le defendía con uñas y dientes; llegó el momento en el que quiso dinero y su nueva familia no tardó en enseñarle a robar, primero a turistas y luego a napolitanos despistados; a medida que se hacía mayor sus músculos se desarrollaron y entonces él pasó a ser el defensor de Doménico y a adquirir nuevas funciones en su familia.
Sus peores temores se confirmaron al llegar al lado de Doménico y ver que éste mantenía los ojos cerrados. La moto estaba a unos diez metros de su amigo, por lo que la caída había sido bastante grande. Un líquido espeso y rojo rodeaba la parte trasera de su cabeza. Cogió aire y con cuidado movió las manos hasta sus muñecas.
«Pum pum», fue el sonido imaginario que reprodujo la cabeza de Leone mientras notaba que aún tenía pulso. Desenfundó su móvil y marcó el número de emergencias.
—Necesito una ambulancia urgente...
—No —le cortó la voz ronca de su amigo mientras hacía un esfuerzo por hablar.
—Estás herido —le gritó más fuerte de lo que deseaba, puesto que en esos momentos solo podía pensar en saltar de la alegría que le había producido volver a oír su voz.
—Estoy bien. En casa me podrán curar —Leone sabía lo que eso significaba y colgó marcando otro número.
—Alessio, soy Leone. Doménico ha tenido un accidente y necesito que vengáis ya —Leone se sorprendió ante la respuesta positiva de la persona del otro lado del teléfono, sobre todo porque éste no le había preguntado dónde estaban—. ¿Qué ha pasado aquí? —se dirigió a Doménico una vez colgó el móvil.
—¿Cómo está? —consultó su amigo mientras señalaba a la otra persona que se encontraba tirada unos metros más allá.
Leone se acercó al segundo chico, esta vez sin la preocupación inicial. Tampoco se movía y la sangre le rodeaba todo el cuerpo. Aunque trató de no fijarse en su cara, no pudo evitarlo y vio que se trataba de un niño, con los ojos abiertos y la mirada perdida; y lo más peligroso de todo es que ese chico le sonaba aunque no le reconocía. Volvió a posar sus manos en la muñeca de éste pero no obtuvo ninguna reacción.
—Está muerto —confirmó a su amigo.
—¡Bien! —gritó Doménico, y Leone no pudo creer la reacción que había tenido. Se suponía que ellos no eran asesinos. Aún no.
Volvió al lado de Doménico sin poder apartar la vista de los ojos muertos del chico.
—¿Qué ha pasado aquí? —repitió la pregunta.
—¡Lo he matado! ¡Lo he matado! —chillaba eufórico su amigo.
—¿Ha intentado hacerte daño? —trató de comprender.
—No.
—Entonces, ¿por qué?
—¿Por qué? Es un Giaccomo —buscó a Leone tratando de tener su comprensión una vez que había aportado este dato.
—¿Y? Era solo un niño...
—¿Qué más da eso? Alessio me lo ordenó y yo lo hice, y no necesito saber más —se encogió de hombros—. Si es enemigo de la familia, también lo es mío.
Leone se quedó quieto, mirando a su amigo en el suelo, sin poder creer lo que estaba escuchando. Doménico había matado a una persona y eso no le había afectado lo más mínimo.
¿Era eso lo que significaba pertenecer a los Salvatore? ¿Matar sin más porque uno de ellos te lo dijera? ¿Sin motivos? ¿Sin explicaciones? Su cabeza hizo el gesto de la negación antes de que él fuera consciente de su pensamiento.
—¿Qué te ocurre? —preguntó sin comprender nada el que hasta ahora había considerado su alma gemela.
No contestó y dio marcha atrás rumbo a su moto. Tenía que marcharse de todo aquello. Él no quería ni podía convertirse en algo así. De repente, como si fuera el disparo de una bala, supo por qué recordaba a ese chico. Era el joven al que él había dejado con vida en el muelle, el que se había meado, el niño qu le había salvado de convertirse en un asesino y que había condenado a esa vida a su hermano.
Solo hizo una parada antes de marcharse y no fue por los gritos desgarradores de Doménico llamándole, sino para cerrar los ojos del niño que, por un juego de familias, ese día, había abandonado este mundo.