Capítulo 6

LA isla de Capri se extendió ante mí como si se tratara de un torrente de colores y naturaleza en estado puro, una imagen única de ésas que guardas en tu memoria para recurrir en momentos pequeños.

Su extensión era pequeña y estaba en mitad del océano, sin nada que enturbiara su presencia ni le pudiera hacer la competencia. Se me antojó como un puntito de colores azules, verdes y blancos en medio del inmenso azul celeste del mar. La playa bañaba su costa y en el firmamento se extendían cientos de árboles que la dotaban de un aspecto señorial. La fusión de la montaña y el océano más maravilloso que había observado. Las pequeñas manchas blancas, que se correspondían con las casas de los millonarios que podían pagar y vivir en el paraíso, eran lo único que perturbaba la magnífica visión que tenía ante mí.

Noté que Romeo se removía inquieto a mi lado; me miraba, intuyo, intentando adivinar si su idea me estaba gustando o no.

—¿Impresionada? —preguntó tratando de mostrar seguridad, aunque su porte le delataba.

—Un poquito —me hice de rogar. Sin embargo, imagino que la sonrisa tonta que llevaba delataba mis verdaderos sentimientos.

—Eres una chica difícil —contestó mientras me sonreía—, cualquiera de mis chicas se moriría porque yo hubiera hecho algo así por ellas.

—Ya, pero yo no soy cualquiera de tus chicas —maticé enarcando las cejas fingiendo estar molesta ante su comentario.

—No, está claro que no —respondió instintivamente y sus ojos dejaron de observarme para otear el horizonte.

Nada más bajar del ferry, Romeo me guió hacia una pequeña cala. Una de las cosas que más me llamó la atención es que, a diferencia de España, aquí la mayoría de las playas no eran públicas.

En Italia, los dueños de bares y chiringuitos también poseían la naturaleza más preciada: la costa y el mar. Tan solo un rinconcito junto a unas rocas color negro cobrizo permitía a los bañistas con poco nivel adquisitivo sumergirse en las aguas cristalinas.

Dejé mi toalla de Bob Esponja en la única zona de la arena que encontraba vacía. El resto estaba abarrotado de los cientos de bañistas que habían acudido a pasar el día. Romeo hizo lo propio y se colocó a mi lado sin poder evitar la cara de dolor cuando sus pies se encontraron con la ardiente arena. Con un estirón se arrancó la camiseta, rudo, como casi todo en él. Su cuerpo era un espectáculo y, aunque antes no lo había valorado, ahora que sentía a Romeo un poco mío, me permití el lujo de disfrutar de sus músculos, de su trabajo, de su belleza.

—¿Te gusta lo que ves? —dijo cuando se percató de que estaba embobada mirándole.

—Sí, es una playa muy bonita —contraataqué haciéndome la tonta mientras él reía.

Con tranquilidad me quité el vestido color verde que me había puesto, dejando al descubierto mi cuerpo ataviado con un no excesivamente bonito ni provocador biquini blanco.

Nunca había estado insegura de mi figura, ni mucho menos. No era una tabla ni una bola. Tenía carnes en algunos sitios en los que probablemente con una dieta más sana no existirían. Pero lo más importante es que me sentía bonita. Siempre había creído que estar a gusto con una misma era lo único que necesitaba una mujer para sentirse guapa; y yo, a mi manera, lo era.

Aunque no estaba dispuesta a sentirme inferior por la opinión de un chico, reconozco que cuando miré a Romeo temí que se arrepintiera de la atracción que desataba en él. Atracción que aún no comprendía del todo cómo había sucedido.

Ocurrió todo lo contrario: frente a la mirada atónita de las múltiples damas con aspecto de modelos, él me miró con una amplia sonrisa, como si yo fuese la cosa más bonita que había tenido delante en su vida, y eso me dio una seguridad que me acompañaría el resto de mi vida.

Me senté a su lado mientras me ponía la crema y, aunque no quería que influyesen en mí las miradas, las risas y sobre todo el notar que una buena parte de las mujeres situadas a tu alrededor te están juzgando, acabó por crispar mis nervios.

Es algo que no comprendía del género femenino. Pese a que somos las primeras que tenemos miles de complejos, también somos únicas a la hora de criticar. Si ves a un chico guapo, el instinto gatuno hace que de manera automática comiences a sacar miles de defectos a la mujer que le acompaña, la mayoría físicos, independientemente de conocerla o no. Pocas veces las chicas se plantean que la mujer que está al lado de ese hombre también tiene sentimientos y que, si ese chico la ha elegido a ella, es porque le gusta; y que sacar sus imperfecciones no va a hacer que el chico se fije en ti y mucho menos que deje de quererla a ella.

—Vamos a correr —me animó Romeo interrumpiendo mis pensamientos.

—Creo que no —reí—, partiendo de la base de que corro como un pato mareado, no creo que aguantase tu ritmo, es más, no creo que aguantase más de cinco minutos —puntualicé.

—Muy mal, Bertita —se burló—. ¿Nunca has oído «mens sana in corpore sano»?

—¿Sabes latín? —le pregunté asombrada.

—No, ya sabes que no soy tan listo —dijo mientras se cruzaba de hombros—, pero esa expresión sí la conozco. Pero no cambies de tema, ¿la conoces? —preguntó.

—Sí.

—Entonces sabrás que no vale solo con cultivar tu mente, sino que también hay que cuidar el cuerpo...

—Lo dice el que se fuma un paquete de pitis a la semana —le corté.

—Y eso me lo dice la que ayer apenas sabía hablar de los cubatas que se había tomado...

—Touché —reconocí.

—Como quiero que hoy nos llevemos bien —añadió—, te ofreceré un deporte mucho más simple que creo que hasta un pato mareado puede llevar a cabo.

—¿Cuál?

—Unas palas con una pelotita... ¿sabrás? —preguntó con suficiencia.

—Sí —dije mientras me levantaba y sacudía la arena que se me había pegado en el trasero.

—Sabes que no me ganarás, ¿no? —dijo poniéndose él también en pie de un salto asombroso, magistral.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque yo no te voy a dejar ganar —se cruzó de hombros—, no soy un caballero... Espero que eso no te suponga ningún problema.

—¡Cállate y juguemos! —grité mientras corríamos hacia primera línea de mar para que nuestros pies se mojasen con la espuma del agua que llegaba a la orilla.

Podría mentir y decir que gané y además por bastantes puntos. Seguramente él nunca se enteraría de esto, pero quiero ser honesta y he de reconocer que ese día sufrí la derrota más aplastante de toda mi vida. Perdí la cuenta cuando llevábamos veinte puntos a cero. Eso sí, recuerdo que en algún momento de la tarde, entre chapuzón y chapuzón, mis palas le derrotaron en un maravilloso punto que celebré como si se tratase del número ciento noventa.

El agua, las aguadillas, el sol, la arena que cae por mi cuerpo, el batido más fresquito jamás tomado, la pizza, ese helado que se estampa en la cara, las gaviotas, las olas chocando contra las rocas, las conversaciones, los roces casuales, las risas... son imágenes fugaces que acuden a mi memoria cuando intento, años después, rememorar ese día en que tan feliz fui y que tan lejano me parece ahora.

Recuerdo una de las cosas que más le gustó a Romeo de mí, uno de los momentos en los que vi que su percepción cambiaba, uno de los múltiples y absurdos instantes de esa tarde que para bien o para mal lo cambiaron todo.

Romeo se había empeñado con todo su ser en que debíamos tomar una pizza napolitana, «las mejores del mundo», según su experta opinión. Por más que me lo repetía, yo no paraba de pensar en esas jugosas pizzas del Telepizza que, pese a denominarse comida basura, tanto me gustaban a mí.

Al final yo me pedí una de salmón y él la caprichosa. Cuando trajeron la comida, hizo uno de sus típicos comentarios:

—¿Me empiezo a comer tu pizza ya o espero? —propuso mientras devoraba su primera porción, hambriento.

—¿Cómo dices? —dije, mientras con cuidado, tampoco quería mancharme, partía un minúsculo cacho con el cuchillo y el tenedor.

—Se me hace raro no escuchar el típico comentario de «uf, qué grande es, no creo que pueda con toda» —imitó una voz repelente femenina con pose incluida.

—Es que yo no soy una chica típica —dije mientras dejaba el cuchillo y el tenedor y comía la pizza con las manos, como siempre hacía en España, devorando de un solo bocado toda la punta.

—Así que no te vas a dejar la mitad de la comida en el plato fingiendo estar superllena —bromeó mientras su rostro era inundado por una amplia sonrisa que ahora parecía más blanca debido al color que había adquirido.

—No —contesté yo mientras daba un sorbo a mi zumo—; es más, puede que incluso no te deje probarla.

—No serás tan cruel... yo ya contaba con la mitad de tu comida —rio.

—Pues la próxima vez te lo piensas más antes de invitarme a comer —bromeé.

—¿Ni un bocadito? —suplicó mientras se bebía media cerveza.

—Si te portas bien —contesté con suficiencia—. Ahora —agregué— seguramente estás pensando que soy la mujer menos, ¿cómo lo diría? ¡Femenina! —me auto contesté— con la que has estado.

—Te equivocas —contestó apurando su cerveza de un trago y pidiendo otra al camarero—, pienso que eres la más natural.

—¿Y eso es bueno? —pregunté con cautela.

—Depende de a quién preguntes, pero si te interesa mi opinión, creo que es lo mejor. No me satisface que las chicas intenten ser lo que no son para gustarme. Me gustaría que me mostrasen su verdadera personalidad, no cómo creen que las quiero ver —resignado, se quedó un instante pensativo como quien se transporta a cientos de situaciones similares.

—¿Y qué hay más? —pregunté intrigada.

—¿De qué?

—¿De las que se muestran como son, o las que te muestran la fachada tallada especialmente para Leone? —dejé de comer, intrigada por su respuesta.

—Por ahora eres la primera que no finge estar tallada especialmente para mí —Romeo no era de los que decían cosas cursis, por eso añadió—: Ahora que lo pienso, solo hay una cosa que me ha extrañado de esta conversación.

—Ah, sí, ¿el qué? —pregunté mientras me erguía.

—Siendo una mujer tan independiente y tan diferente, has dado demasiado pronto por sentado que era yo el que debía pagar la comida.

Y mientras yo me ponía roja como un tomate, ya que él llevaba totalmente la razón, las manos ladronas de Romeo alcanzaron mi plato y con un movimiento sutil hicieron que desapareciera una porción de salmón.

El sol empezaba a ocultarse por detrás de las montañas de Capri y Romeo decidió que era el momento de dar la vuelta en barco alrededor de la isla. Esta vez pagué yo el paseo; y menuda la gracia de treinta euros que me costó.

Nos montamos con un grupo de alemanes, todos ellos ataviados de blanco con grandes sombreros de paja que ocultaban sus rostros quemados por exponerse demasiado al sol.

El guía nos preguntó los países de procedencia para así poder dar la explicación en los diferentes idiomas. Era un hombre bajito y gordito, con la cara muy redonda y un poblado bigote que subía y bajaba exageradamente mientras no paraba de reír y de bromear.

Romeo y yo nos sentamos en la parte de arriba para que el aire pudiera darnos de lleno en la cara. En cuanto el barco se puso en marcha, me acerqué a él; la excusa era que me daba miedo, la realidad era que deseaba que hubiera algún tipo de contacto entre nosotros de manera inminente. Nos lo habíamos pasado bien durante el día pero echaba de menos algún tipo de acercamiento.

El hombrecillo, que se presentó bajo el nombre de Ettore, no tardó en ponerse a hablar a toda velocidad y en todas las lenguas que podía. Comenzó preguntándonos si éramos capaces de ver a un hombre desnudo. Las ancianas rieron y algunas se ruborizaron. Yo seguí el dedo impasible de Romeo hasta una roca donde una figura de piedra descansaba desnuda para nuestro deleite.

Fue un viaje plagado de playas hermosas y naturaleza, cabras salvajes y veleros privados a los que saludábamos como si fuéramos amigos de toda la vida.

En uno de los momentos, el hombre se dirigió directamente a nosotros:

—Ahora vamos a pasar por debajo del arco del amor —después descubriría que se había inventado ese nombre—, así que todas las parejas —dijo mientras me guiñaba un ojo— deben besarse cuando estén exactamente debajo.

Cerré los ojos mientras notaba el olor a sal que inundaba mis sentidos y el canto de unas gaviotas que se me antojó hermoso. Esperé ese contacto de nuestros labios, pensé que el barco aún no había atravesado el arco. Abrí un ojo y vi la cara de lástima del guía mientras me observaba como una idiota con los ojos cerrados, esperando un beso que por lo visto no llegaría.

—¿Estás enfadada por algo? —preguntó Leone por quinta vez.

—No —y por quinta vez mentí yo.

—Estás muy callada desde que hemos cogido el ferry de vuelta...

—Hay veces que no es necesario hablar. Hay veces que por romper silencios incómodos decimos tonterías, y hoy estoy muy cansada.

—Está bien —se resignó Romeo mientras se apartaba de mi lado.

¡Pues claro que estaba enfadada! Por alguna extraña razón quería que él lo adivinase sin necesidad de tener que decírselo yo. ¿Es que acaso los hombres eran tan simples? ¿No era obvio que estaba molesta? Entonces, ¿por qué me lo preguntaba? ¿No debía saberlo? La razón era evidente...

En ningún momento me pregunté a mí misma si yo no sería la que estaba actuando mal, puesto que él ya se había molestado por intentar comprenderme en cinco ocasiones. No intenté explicarme, ni siquiera le di una señal de lo que me pasaba; quería que él lo supiera por ciencia infusa.

Me despedía de Capri en la popa del barco con decenas de rezagados que preferían disfrutar del aire en la cara, los cigarros en los pulmones y las imágenes para el recuerdo antes que de las cómodas butacas y los refrescos que se ofrecían dentro.

Romeo se había marchado, no sabía si dentro o fuera, si volvería o no, pero la vergüenza del rechazo me cegaba y me impedía ver más allá. Me recordaba a mí misma que Leone era un ladrón, que no me tenía que gustar, que yo despreciaba a la gente como él... pero luego recordaba las conversaciones, recordaba que era diferente a lo que se veía a primera vista y, pese a que yo siempre había creído que las mujeres que pretendían cambiar a su hombre eran unas ingenuas, me descubrí a mí misma creyendo exactamente lo mismo con más fe de la que había tenido en nada ni en nadie. Sabía que me engañaba, pero si no lo hacía no estaba tranquila.

Una música y murmullos me sacaron de mi ensoñación. Eran unas notas que conocía muy bien de las miles de veces que las había escuchado. La gente miraba a alguien y reía, hablaban en el oído, pude escuchar a una chica que decía a su compañera: «Qué romántico». Yo intentaba ver lo que producía tanta expectación bajo el hilo musical de «The portrait» de la banda sonora de «Titanic». Intentaba abrirme paso entre la gente, pero todos estaban muy entusiasmados mirando lo que ocurría y no me dejaban ver con sus alturas.

Entonces alguien miró en mi dirección y dijo: «Dejadla pasar» o algo así, y yo me giré y vi a una chica muy mona que se ponía roja como un tomate al pensar que esa sorpresa iba dirigida a ella. Me aparté y amablemente dejé pasar al flan en que se había convertido la muchacha mientras la sonreía con todo el cariño que fui capaz, infundiéndole valor.

—¡Ésa no! —gritó un chaval joven que me sonaba de algo—, ¡la de verde!

La gente se apartó de mí en ese momento como si yo tuviese la peste y me encontré en mitad de un círculo de personas que me miraban y me instaban a que continuase adelante y, por fin, pude ver lo que antes me habían impedido. En medio del tumulto, justo al lado de la barandilla, Romeo me esperaba mientras sonreía con una rosa en la mano.

Me acerqué temblorosa y solo alcancé a decir:

—¿Qué narices es esto? —mientras sentía que me iba a marear de la vergüenza.

—Lo leí en tu hoja y pensé que te gustaría —explicó mientras se encogía de hombros.

—Lo siento —titubeé—, pero ahora mismo me quiero ir de aquí. No me gusta ser el centro de atención —agregué mientras miraba la expectación desatada a mi alrededor.

—Piensa que estamos solos.

—Pero sé que no es así.

—¡Las mujeres sois de lo que no hay! Pones en un trozo de papel que lo que más ilusión te haría que te hiciesen es este beso y ahora que lo tienes no lo quieres —dijo contrariado.

—Y me gusta —añadí—, me gusta mucho el detalle —estaba sofocada sintiendo decenas de ojos clavados en mi nuca.

—¿Entonces? —me cortó.

—No puedo —dije con un hilo de voz.

—Cierra los ojos —con un movimiento sutil me agarró por la cintura con una mano y con la otra me acarició la mejilla—. ¿Ves como me he aprendido bien el diálogo? —se mofó—. Ahora acércate a mí —y mi cuerpo reaccionó a su llamada, sin ver a nadie, a ciegas.

—No me subas —supliqué—, por favor.

—Está bien —accedió y sigilosamente me atrajo hasta juntar mi cuerpo con el suyo que, misteriosamente, encajaba a la perfección—. ¿Qué te parece si nos damos ahora nuestro primer beso?

—¿Primero? Y ayer... —no me dejó terminar.

—Ayer íbamos borrachos y no cuenta. Aún no entiendo el motivo, pero por primera vez quiero que nuestro beso sea especial. Quiero que lo recuerdes como algo... ¿bonito? —preguntó.

—¿Entonces eres hombre de una sola mujer? —pregunté dejándome llevar por su embrujo.

—No —se aproximó hasta rozarme con la nariz.

—¿Cómo? —me sobresalté.

—No soy hombre de cualquier mujer. Soy tuyo.

Y acercándonos, nos besamos mientras la última nota de la canción sonaba retumbando con el eco de las montañas que nos rodeaban. Muchos se rieron, otros se burlaron, otras lloraron y algunos suspiraron, pero yo solo podía pensar en su afirmación y cómo le creía sin reservas y sus palabras resonaban en mi interior mientras sus labios carnosos se apoderaban para siempre de mí: «Soy tuyo».

Romeo llega tarde a casa, pero a nadie le importa. En su salón está su madre con tres borrachos que suelen hacerle compañía para robar alguna que otra cerveza de la nevera. Sin decir nada, va directo a su habitación dejando la sala llena de mala influencia para la que se supone es la cabeza de familia.

Se tumba en la cama y, mirando el techo agrietado en el que la pintura se empieza a desprender, piensa en ella y en las ganas, mejor dicho, en la necesidad, que tiene de verla en el menor tiempo posible.

Coge el móvil y lee los cuatro mensajes que le ha dejado Doménico informándole de que esa noche habrá una gran fiesta en el chalet de su amigo Federico, en el que estarán las aspirantes a modelo de lencería de una conocida marca napolitana.

Cuando llega a las llamadas perdidas, se reincorpora de golpe mientras observa la cara de Alessio. Seguramente habrá descubierto que el día anterior no destrozó el local y quiere amenazarle u ordenarle que acuda ese mismo día a llevar a cabo su tarea incompleta.

Finalmente, y tras meditar con quién debe comunicarse primero, con valentía comienza a escribir un mensaje.

Tiene miedo y espera ansioso la respuesta. Ese sentimiento le resulta extraño, pues no está acostumbrado a temer nada y mucho menos cuando la persona a la que ha escrito no puede poner en peligro su vida.

No le ha dado tiempo ni a ir a la cocina a por un vaso de agua para calmar su garganta, que en esos momentos está seca, cuando escucha que le ha contestado: «Perfecto, mañana a las diez nos vemos. Tienes muy difícil superar el día de hoy, ¿de verdad quieres intentarlo?».

Con alegría se tira sobre el colchón pensando en que podrá ver a Berta un día más, olvidándose de contestar a su amigo, y lo que es más importante, ignorando a Alessio.