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La mirilla en la puerta del apartamento es el ojo de buey y el periscopio por el que pueden vislumbrarse los desconocidos paisajes submarinos del rellano. Por la mirilla suele verse tan sólo la moqueta gris, la pared del color de mantequilla rancia, la puerta gris del apartamento de enfrente, que está a unos pasos pero también podría estar en el fondo del océano o en un edificio de Kuala Lumpur. Por la mirilla procuro observar a los vecinos, a los que no he visto casi nunca, o a los que suben o bajan camino de otros apartamentos, de otras profundidades abisales. En su lente convexa todo aparece diminuto y lejano, y las presencias humanas que se ven en ella sólo duran unos pocos segundos, como las de esos peces raros que algunas veces avistan los oceanógrafos encerrados a miles de metros de profundidad, tras los cristales blindados de un batiscafo. Oigo voces, pasos en la escalera, la puerta de enfrente que acaba de abrirse, y me apresuro a ocupar mi puesto de observación. Pero muchas veces, cuando llego a la mirilla, la puerta del otro lado ya ha vuelto a cerrarse, o los pasos se alejan, y ya me he quedado sin ver a mis vecinos desconocidos. La luz del rellano y de las escaleras no se apaga nunca, ni de día ni de noche. Sé que en las cinco plantas de este edificio hay diez apartamentos, y que todos están habitados, pero como no nos cruzamos con nadie acabamos actuando como si viviéramos en una casa poblada por fantasmas que en lugar de ruidos de cadenas o de gemidos ululantes fingen rumores de vidas domésticas. De noche, cuando me desvelo, escucho sobre mi cabeza un ruido de pasos, amortiguados por la moqueta y por los materiales aislantes, pero también muy nítidos, con algo de crujidos, como de pasos lentos de alguien que pesa mucho y se mueve con torpeza. Por la mañana, en cuanto abro los ojos, antes de que me lleguen a la conciencia los ruidos de la calle, ya empiezo a escuchar los pasos del desconocido que se durmió después que yo y sin embargo ha madrugado. Padecerá insomnio, pero no lee en la cama, no parece que se distraiga mirando la televisión, sólo camina, encerrado en su apartamento, en otro mundo y tan sólo a unos pasos por encima de mí. Un día, cuando he subido las escaleras hasta mi cuarto piso sin ver a nadie, percibiendo sólo voces apagadas detrás de las puertas, me detengo ante la mía tomando aliento, ante el cristal de la mirilla, que por fuera es un diminuto espejo, y escucho entonces unos pasos lentos que suben, y como la misantropía vecinal se me contagia en seguida quiero apresurarme a abrir la puerta para que no me vea el que se acerca. Pero la llave no gira, o la estoy queriendo girar en sentido contrario, a la manera europea, y los pasos ya están muy cerca de mí, tan lentos y pesados como cuando crujen en el techo, sólo que ahora acompañados por una respiración jadeante. Asiéndose a la barandilla pintada de gris aparece en el rellano un hombre grande, de aire vulgar, corpulento, con el pelo oscuro, con un aspecto del todo indefinido, la cara roja, respirando con la boca abierta, porque lleva subidos cincuenta y dos escalones y aún le quedan algunos más para llegar a su casa. Se para en el rellano, que es más bien angosto, me mira y lo saludo, pero él no responde, ni siquiera hace ademán de verme, aunque sí otro gesto que se descubre con frecuencia aquí, el de empeñarse en no ver a quien se tiene delante. Aparta de mí los ojos que sin embargo no han parecido verme, pasa a mi lado, toma impulso agarrado a la barandilla y sigue su ascenso, y aunque cada día y cada noche escucho sus pasos sobre mi cabeza ya no vuelvo a verlo más. A veces por la escalera y el rellano se difunden olores espesos de comidas fantasma, y suenan en ellos las risas y los aplausos de un programa de televisión, o se oye el llanto de un bebé, que se vuelve un poco más real cuando comienzo a ver cada mañana, en el vestíbulo de entrada, al pie de la escalera, un cochecito de niño. No sin avidez observo algunos detalles: un biberón, un muñeco de goma, un gorrito de lana que se ha caído al suelo y que yo dejo servicialmente en el asiento del coche. Pero pasan los días y al bebé que oímos tantas veces no llegamos a verlo nunca, y ya se va haciendo tan fantasma como sus padres y como los vecinos invisibles que recogen cada mañana un ejemplar del New York Times en la mesa del vestíbulo y cuyos nombres están escritos junto a los botones del portero automático. Desde la calle, desde la otra acera, miro a la hora anfibia del anochecer hacia las ventanas iluminadas del edificio donde vivo, y lo más que puedo discernir es una sombra sobre una pared de ladrillo, alguien de espaldas frente a la pantalla de un ordenador. Subo a casa muy tarde, después de medianoche: la moqueta gris, las puertas grises, la barandilla gris, las paredes de un amarillo sucio, la fluorescencia invariable, como de almacén o de hospital. De pronto, en el segundo o en el tercer rellano, el timbrazo muy cercano de un teléfono me sobresalta el corazón. Responde una voz, al otro lado de la puerta, pero intuyo que tiene una entonación rara, y en seguida oigo un pitido largo y otra voz, ahora masculina, que dice algo muy alto, muy aprisa. Alguien está dejando a medianoche un mensaje urgente en el contestador del apartamento vacío.