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En la primera claridad del día siguiente está el malestar agrio de la noche de desvelo e insomnio agitada por sirenas de alarma y el turbio desorden con que se recuerdan los jirones de una pesadilla. Hay que encender en seguida el televisor y que permanecer atentos a la radio, hay que salir cuanto antes para llegar lo más lejos que se pueda hacia el sur. El taxi baja por la Quinta Avenida, desconocida y ancha a mediodía, y se detiene ante una barrera policial en la calle 34, justo delante del Empire State Building, que está acordonado. Tenemos que dar un rodeo para seguir avanzando, y cuando el taxi dobla en Park Avenue de pronto cambia el color del día: era una mañana soleada hasta hace un momento, con la claridad indiferente de un día de septiembre en el que nada inusual hubiera sucedido, pero ahora la luz del sol está oscurecida, como tamizada por un filtro ocre. Cuesta respirar y se nota en seguida un picor en la garganta. La gente, en la acera, camina tapándose la boca con mascarillas o pañuelos. Hay una luz rara de eclipse que disuelve las sombras, y el olor a humo es ahora más intenso, y la respiración más difícil, y por fin se ve al fondo la gran nube blanca y grisácea que sigue subiendo. En Union Square, a la altura de la calle 14, el atasco de tráfico señala el límite más allá del cual sólo se puede seguir avanzando a pie. El olor a humo se ha convertido en un tamiz de niebla. Mascarillas y pañuelos cubren las caras entre la barbilla y la nariz. Detrás de las barreras policiales la gente se agrupa mirando hacia el sur, y la sensación de excepcionalidad y desastre se va haciendo más intensa: ya no es algo que sucede en la televisión o en la radio, sino que está delante de nosotros, en el caos del tráfico y en el errar desconcertado de la gente, en el olor a ceniza y en el humo que nos sofoca la respiración. Pero cuando el desastre se vuelve físicamente visible es al llegar a Washington Square, donde desemboca la Quinta Avenida, que hoy es una rara calle peatonal. Mirando hacia el sur, hacia el fondo de Thomson y McDougall, en el corazón de Greenwich Village, uno esperaba encontrar el vacío de las Torres Gemelas. Pero no sólo faltan las torres: se ha borrado el horizonte entero detrás de los tejados de los edificios próximos, al final de las perspectivas de las calles arboladas y los edificios de ladrillo rojo con escaleras de incendios en las fachadas. Cambia el viento, y ya se puede respirar mejor. La frontera definitiva está un poco más abajo, en Houston: más allá no se puede bajar. En medio de la gente corre un hombre joven agitando una bandera y gritando rítmicamente: U-S-A. Hay quien aplaude, quien se une a su consigna, pero el tono general es más de estupor que de ira patriótica. Esas calles del Village, siempre tan hospitalarias, tan gustosas para caminar, ahora parecen regresadas a una edad anterior a la de los atascos de tráfico. Derivando por ellas llegamos hacia la Sexta Avenida, donde se alinean camiones y bulldozers colosales que aguardan su turno para sumarse a la recogida de escombros. El desfile de las máquinas tiene una parte de brutalismo militar: el conductor de una de ellas agita una bandera y la gente aplaude cuando arranca el motor y tiembla el pavimento. Nos hipnotiza el espacio humeante y vacío donde hasta hace tres días estaban las torres, que resultaban más atractivas en la distancia, con un punto de inmaterialidad que mejoraba el poco interés de su arquitectura. En una esquina de la Séptima Avenida nuevos cordones policiales y luces de ambulancias y de coches de bomberos rodean la entrada al hospital St. Vincent. Hay cámaras, antenas parabólicas, reporteros que ya se nos han vuelto familiares de tanto verlos en la televisión. Un hombre muy pálido, con barba de varios días, con el pelo espeluznado, como por una descarga eléctrica, con un camisón de hospital, habla como en trance, sin mirar a las cámaras que están fijas en él ni a las personas que le rodean estrechamente. Cuenta que salió de una de las torres un poco antes de que se desplomara, que bajó escaleras sin saber adónde iba, que vio un gran barranco de ceniza y ruinas frente a él. Dice que hasta hoy no sabía lo que era estar vivo. Está vivo pero parece que aún anduviera por el reino de los muertos, que la palidez de su cara y la expresión de sus ojos no son de este mundo, como las de un Lázaro resucitado. Entre la multitud deambulan personas mostrando fotografías de familiares desaparecidos: también ellos caminan como zombies, alzan las fotos delante de las cámaras, repiten nombres, se quedan inmóviles con la foto entre las manos y no se limpian las lágrimas que bajan por sus mejillas. Hay fotocopias de fotos clavadas en los árboles, pegadas en los muros del hospital. Caras sonrientes y nombres, fotos banales de familia que de pronto se han vuelto trágicas, que ahora son reliquias de vidas tragadas por el cataclismo. En Washington Square, a las siete de la tarde, hay convocada una vigilia de oración. Se encienden velas alrededor de la fuente central, y hay grupos que cantan desmayadamente God Bless America mientras se hace de noche y las llamas pequeñas y movedizas de las velas van llenando la plaza. Entre los árboles, un negro barbudo y desastrado maldice sarcásticamente a los que sostienen las velas y grita que el atentado ha sido culpa del gobierno federal, que los blancos han traicionado a su gente, que cómo es posible que nadie viera nada, que nadie se diera cuenta a tiempo de lo que estaba a punto de ocurrir. Declama en un tono entre de profecía bíblica y delirio psiquiátrico, y algunas personas al principio le llevan la contraria, y luego dejan de hacerle caso, y él sigue con su letanía diciendo fuck o fucking o mother-fucker cada dos o tres palabras, llamando bitch y fucking bitch a una chica que se ha atrevido a llevarle temerosamente la contraria, acusando a los blancos, a los ricos, al gobierno federal, al Ayuntamiento, todos traidores y motherfuckers. Por el centro de la Quinta Avenida, ya a oscuras, bajan unos niños montados en triciclo, y las risas y las voces agudas con que se desafían resuenan en el vasto espacio desierto con la misma nitidez que si jugaran en una casa de campo, en un largo atardecer de verano. En una esquina, rodeado de bolsas de desperdicios, sentado como un monarca en una silla vieja de playa, un homeless sigue confortablemente las noticias en un televisor que probablemente ha recogido de la basura, conectándolo luego a los cables de una farola: sonríe, con las piernas cruzadas, en medio de sus posesiones, siguiendo con atención las últimas informaciones de la NBC en la pantalla ruidosa y granulada de interferencias, tan desahogadamente, con las manos enlazadas sobre la camiseta con agujeros y la hinchada barriga, como si ese tramo de la acera y del asfalto de la avenida formaran parte del jardín de su casa de campo. Cerca de él un policía mira y no le dice nada. Pero cuando vamos a pasar junto al Empire State el policía nos cierra el paso, educado y terminante: «Para un gran edificio que nos queda en Nueva York», nos dice, «no vamos a dejar que se acerque nadie a él». Tan alto, con sólo unas pocas ventanas iluminadas, el Empire State parece el espectro de sí mismo. Ya de madrugada, escuchando la radio para distraer otra noche el insomnio, es como si uno hubiera soñado lo que ha visto. Me quedo adormilado y un camión de bomberos que baja por Broadway haciendo sonar innecesariamente su sirena brutal en la calzada vacía me devuelve a la vigilia con el corazón sobresaltado. En la radio un locutor explica con seriedad, con documentación minuciosa, que el ataque a las Torres Gemelas ya fue profetizado por Nostradamus.