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El escultor Leiro va a buscar los tablones y los grandes bloques de madera con los que trabaja a almacenes de carpintería del Bronx o a depósitos de materiales de derribo en los que a veces encuentra vigas poderosas, troncos de pino como tocones recién arrancados de la tierra en los que parece que ya está contenida y anunciándose la obra futura, una de esas figuras al mismo tiempo brutales y delicadas, arcaicas y humorísticas, que luego expone en la galería Marlborough. En un rincón de su taller están las gruesas planchas de madera traídas del Bronx, los bloques cilíndricos o cúbicos de antiguas carnicerías y las vigas que fueron arrojadas a los vertederos, y que tienen ya una fuerza prometedora y desgarrada, de ruina y de punto de partida, algunas veces con rastro de pintura, o ceñidas por cuerdas ásperas, o atravesadas por puntas o clavos herrumbrosos, restos de derribos de los que va a salir el Ave Fénix poderosa de una escultura. La mano de Leiro, cuando uno la estrecha, tiene la solidez y la aspereza de un tronco recién desbastado. Él no sólo esculpe o talla la madera: la ensambla, la sierra, la palpa para comprobar sus texturas, sus dificultades y promesas. En las paredes del estudio hay dibujos a lápiz, exploraciones, tentativas. Por toda la casa hay esculturas ya terminadas, cabezas que parecen de ángeles barrocos que en vez de dos alas tuvieran en la espalda una joroba de madera sin pulir, máscaras como de carnaval veneciano coronadas por algo que puede ser un tricornio y también la protuberancia de un pez martillo, un hombre rana o una rana hombre con grandes pies membranosos y un pescado entre las manos, seres que empiezan siendo humanos y terminan desplegando élitros de insectos. El escultor Leiro da la impresión de vivir en Manhattan sin fijarse mucho en nada, muy metido en lo suyo, los grandes ojos emboscados bajo las cejas, la mirada algo ausente del que cavila mucho en un trabajo material y solitario, del que se pasa los días encerrado en su estudio con una sola ventana que da a un patio estrecho y a una pared de ladrillo, un estudio que tiene mucho de taller de carpintería, sobre todo cuando Leiro anda en medio de algún trabajo, encerrado con una gran escultura, o con dos al mismo tiempo, cabezas y torsos y miembros surgiendo de la madera, sólidos bloques de pino o de álamo que se comban ya con la hinchazón de una musculatura hercúlea, con la curva de una espalda apesadumbrada. Leiro parece que vive como un carpintero de pueblo, y se mueve por las quebradas calles de Tribeca, su barrio, con las grandes zancadas y la atención en guardia de quien anduviera por sierras boscosas, por laderas y roquedales salvajes. Pero a su manera oblicua Leiro se fija en todo, lo escucha y lo observa todo, y tiene una aguda percepción instantánea de los detalles materiales de las cosas, de los giros verbales que definen una forma de hablar o los rasgos singulares de una cara. Leiro almacena en su memoria plástica infalible la forma peculiarmente exagerada de las mandíbulas de un cómico español de televisión o el modo en que el pelo cubría a medias las orejas en los cortes a navaja de las peluquerías recién modernizadas de los años setenta, y se queja del horror fisiológico de los cuerpos medio desnudos y hacinados en las playas, de la presión de los elásticos de los bañadores sobre las barrigas de los hombres. Parece estar ausente y sin embargo lo observa todo, y el aire primitivo y rudo de sus esculturas encubre un humorismo que sólo se revela fijándose en ellas con la atención debida, y también una solvencia técnica que tiene un fondo de maestría artesanal. Durante catorce años Leiro ha visto en Nueva York todas las novedades y las modas del arte moderno y del mercado del arte, y sabe discernir con ecuanimidad y algo de sorna lo que le gusta y lo que le parece desdeñable. Pero también ha aprendido las lecciones inmemoriales de los escultores egipcios en el Metropolitan y las de los artistas pop en el MoMA y el Whitney, y conserva la herencia de todo lo que aprendió de su abuelo, que fue ebanista y quiso ser escultor, que le enseñó a manejar las herramientas y a reconocer las calidades de las maderas y también a familiarizarse con la historia del arte en las láminas de sus libros. Leiro comprende que la escultura es un oficio, pero que también tiene una parte de conjuro y de misticismo, de celebración de algo oscuro y sagrado, porque una estatua es siempre un ídolo, una repetición de los mitos antiguos sobre la creación del hombre a partir del barro, sobre la materia inerte que finge las formas de la vida y roza la blasfemia de querer dar vida a lo inanimado. Leiro talla, esculpe, ensambla un David hercúleo y desalentado, con cerviz de atleta y mirada perdida, un David perplejo que después de su victoria inesperada, casi de chiripa, se sienta en la sandalia inmensa del gigante al que acaba de matar. Un día, en el taller de Leiro, con el suelo sucio de hojas de periódico, virutas y polvo de serrín y esquirlas de madera, el David es una forma todavía tosca, como sólo emergida a medias de los bloques de pino en los que está siendo esculpido y ensamblado, y cuando uno toca la superficie de la madera percibe en los dedos las hendiduras de la gubia, el tacto áspero del pino sin desbastar, que se parece al tacto de las manos de Leiro. Pero unas semanas después el David ya está concluido, hasta tiene pintados el pelo y las pupilas, de manera precisa pero también sumaria, y la curva de su espalda y de los músculos de sus brazos ya es más suave, más pulida, pero no menos poderosa. El suelo del taller está limpio, y no hay bocetos clavados en las paredes, pero Leiro aún tiene el desasosiego de no haber terminado, y da vueltas meditabundo alrededor de la escultura, apaga la luz del techo y enciende un foco lateral, y entonces las sombras definen de una manera más exacta los volúmenes, resaltan detalles de musculatura o de expresión: las manos anchas y abiertas sobre las rodillas, los pies firmemente asentados sobre la lámina de aglomerado que es la suela de la sandalia de Goliat. David parece aún más abatido, más abrumado por su propia victoria, por el enigma de una fuerza física que no sabía que tuviera. Leiro da la impresión de vivir en un asombro semejante al de las figuras que surgen del trabajo de sus manos, gracias a su destreza con las herramientas, a las tentativas que la imaginación le lleva a dibujar en las paredes de su estudio y a su talento para reconocer las posibilidades expresivas que ya estaban en la madera, sus nudos, su consistencia, el modo en que la castigó la intemperie. Vive a muy poca distancia de donde estuvieron las Torres Gemelas, y recuerda el olor a quemado, a ceniza, el insidioso hedor a descomposición orgánica, pero él sigue yendo a lo suyo, sin que parezca que lo alarmen las sirenas ni los vaticinios de los telediarios, bajando cada mañana al taller, como un carpintero obsesivo, encerrándose en el agujero, como él mismo lo llama, para salir luego, a mediodía, a la calle soleada con olor a humo, y tomar algo en la cafetería Odeon, donde nos cuenta, mientras come, masticando con lentitud meticulosa, su opinión sobre las playas españolas en agosto o sobre las elecciones en su tierra o sobre las soeces fantasías de los nuevos ricos que pasean en sus yates a los enchufados de la política. Habla de Giacometti, del trabajo de los canteros italianos que vinieron a esculpir los adornos de piedra de las fachadas de Nueva York, los capiteles, las gárgolas, las cabezas de águilas o de leones, de un bar de búlgaros beodos que hay en un sótano de Canal Street, de una peregrinación que hizo a Queens en busca de una iglesia recién terminada por un arquitecto célebre, peregrinación que le llevó a extraviarse por polígonos industriales y descampados y acabó absurdamente en el salón comedor de una familia de testigos de Jehová. Ahora dice que le dan mucho que pensar los ropajes de los esquimales, el modo en que las capuchas forradas de piel, los grandes chaquetones, las botas gruesas, otorgan volumen sólido, casi granítico, a las figuras humanas. Leiro tiene un talento que deslumbra y una ausencia de pose que lo hace más raro todavía, más singular en su taller de carpintero ermitaño, de imaginero de visiones tremendas y quiméricas, sólidas como el material del que están hechas y fantásticas como criaturas anfibias del Bosco o de Brueghel, monstruos con jorobas, alas, escamas, cabezas branquiadas como los de las películas baratas de ciencia ficción de los años cincuenta. Sobre una repisa hay una escultura reciente, de no más de un metro de alta, una escultura en parte naturalista y en parte disparatada: es el doctor Jekyll, dice Leiro, el doctor Jekyll justo en trance de convertirse en el señor Hyde. Tiene ya la boca abierta como una desgarradura o como la boca de un pez y un brazo gigante que acaba en una zarpa, que es una excrecencia apenas desbastada de la madera. Pero en el otro brazo, de tamaño normal, en la muñeca, el doctor Jekyll tiene un reloj de pulsera, y al fijarse ve uno que lo está consultando de soslayo: es que quiere cronometrar el tiempo que tarda el bebedizo que ha tomado en completar su metamorfosis. Leiro sonríe con la cara un poco ladeada, y entonces uno comprende que en sus esculturas, como en su conversación, hay siempre un fondo saludable de sorna, una retranca campesina.