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Saliendo a la Quinta Avenida desde la calle 57 me topo con el desfile del Columbus Day, el día del descubrimiento de América, que aquí es una fiesta italiana. Una guerra ha empezado muy lejos, y en el bajo Manhattan sigue saliendo humo y olor a carne corrompida de las ruinas del World Trade Center, pero en este Día de Colón el patriotismo militar tiene más bien la flojera y los colorines churretosos de una parada de circo. Hay banderas, uniformes, himnos, pero todo se disuelve en un espectáculo desordenado y paródico, y detrás de una compañía de marciales marines viene la carroza de una tienda de vinos en la que bailan muñecones del ratón Mickey y su novia Minnie. Las chicas de la banda de una high school llevan botas y tocados blancos de majorettes y mueven al compás los culos prominentes, los culos anchos de comilonas calóricas y vida sedentaria. En una carroza, una señorita vestida con una toga y tocada con la diadema de rayos de la estatua de la Libertad canta, acercando mucho al micrófono la boca pintada, God Bless America, y el eco metalizado de su voz se aleja resonando por las alturas de los edificios. Hay una banda o un batallón de soldados italianos o de individuos de cierta edad y entrados en carnes disfrazados de soldados italianos, con las gorras de los uniformes coronadas de plumas. Pero en cualquier caso los uniformes italianos tienen de por sí una parte tan considerable de disfraces que no se pueden definir los límites entre la formalidad y la parodia, sobre todo cuando a un toque de corneta el batallón echa a correr, hombres gordos con botas altas y gorros de plumas saltando al unísono, con las manos a los costados y las caras muy rojas, por la Quinta Avenida, y entonces el espíritu familiar y sarcástico de Federico Fellini se apodera de la escena, y ya no se está viendo un desfile patriótico sino un episodio de Amarcord. El espectáculo desciende de Fellini a Disneylandia, y la erupción patriótica se miniaturiza hasta el puro cachondeo en las personas serias y adultas que desde lo alto de las carrozas saludan al público agitando banderas diminutas. Desfilan bomberos jubilados, con patillas blancas y rojos mofletes irlandeses, marcan el paso decrépitos veteranos filipinos de la Segunda Guerra Mundial, salta en medio de la calzada un individuo disfrazado de Rey León y tras él viene una cuadrilla de ancianos que conducen cochecillos de colores que se parecen a los autos de choque de las ferias pueblerinas españolas. Pasan soldados de verdad haciendo filigranas y aspavientos con fusiles de madera o de plástico, caminan enérgicamente, a cuerpo limpio, con trajes y corbatas, con sonrisas de gran despliegue dental, candidatos a la alcaldía que saludan levantando los brazos y apretándose las manos sobre la cabeza, como si los estuviera aclamando una multitud, aunque sólo reciben unos aplausos desmayados, como distraídos. Sube por la Quinta Avenida, vagamente organizada en filas paralelas, una numerosa delegación de jubilados del estado de Oregón, exhibiendo gorras con símbolos alusivos a su tierra de origen y camisetas con letreros de amor a Nueva York, y el público aplaude y grita, aunque tampoco mucho, porque el desfile siempre acaba interrumpiéndose cada vez que se abre al tráfico el cruce de alguna calle, y los que marcaban el paso lo pierden y se quedan desconcertados, y el efecto del avance rítmico y disciplinado se pierde, se disgrega cada pocos metros, y además hace un viento muy frío y se nota que las chicas vestidas de majorettes se están quedando heladas bajo sus mallas ligeras y sus chaquetas con botonaduras doradas, y que la cantante melódica vestida de estatua de la Libertad con diadema de purpurina va a quedarse sin voz de un momento a otro, en cuanto vuelva a intentar las notas más agudas de God Bless America. Por las aceras, entre la gente, hay vendedores de banderas y camisetas patrióticas, de gorras, chapas, pines y pañuelos con las barras y las estrellas, y casi todos ellos proclaman los precios de sus mercancías con acentos de emigrados recientes, y casi ninguno está haciendo mucho negocio. Pasa un individuo muy alto, muy pálido, barbudo, de mirada siniestra, que lleva en la mano derecha levantada una Biblia abierta, con el brazo rígido, como si hiciera el saludo fascista, y en la otra un cartel, plastificado y sujeto por un mango de madera, con versículos amenazantes del Apocalipsis copiados a mano, con una caligrafía laboriosa y medio gótica, pero tampoco le hace nadie mucho caso, y él no pone mucho empeño en su predicación. Desfila ahora una compañía de basureros empujando sus carritos de limpieza, llevando al hombro sus escobas y badiles como si fueran escopetas. Un tractor adornado con flores y guirnaldas de papel arrastra sobre una plataforma una réplica de una de las carabelas de Colón, que parece más bien una marmita enorme, y tiene en el mástil una bandera italiana. Dentro de ella fingen que pelean con espadas y jabalinas de plástico tipos de mediana edad vestidos sumariamente de conquistadores y de indios, y en la proa, alrededor de un Colón de peluca de estopa y gafas de mucho aumento, danzan los siete enanitos de Blancanieves. Un gran racimo de globos blancos, rojos y azules se escapa de las manos de una vendedora gorda que lleva un sombrero de copa con las barras y estrellas y sube atrapado por un remolino del viento y se dispersa contra las terrazas escalonadas de cristal negro de la torre Trump. Una banda de gaitas irlandesas mezcla su estridencia marcial con el tachunda desahogado de una banda italiana, que toca a un ritmo de marcha callejera la obertura de Norma. En la sombra húmeda de la bocacalle por donde intento escaparme del Columbus Day el viento del Hudson se abate sobre mí con la brusquedad de una emboscada. En el escaparate de una tienda baterías de televisores silenciosos muestran la imagen multiplicada e idéntica de un locutor de la CNN, que mueve los labios y mira muy rígido como si estuviera dando una noticia amenazante, mientras al pie de la pantalla se deslizan letreros con noticias sobre los últimos bombardeos en Kabul.