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No hay mejor sitio para ver las fotos de Richard Avedon que el Museo Metropolitano, donde están los retratos de los viejos maestros y las cabezas egipcias, griegas y romanas, y también esas efigies funerarias de El Fayum, las caras serias y francas, de piel morena y ojos muy grandes, que miran desde el otro lado de la muerte, pintadas ya en tiempos de Roma en los sarcófagos, con un detallismo de fotos familiares, fotografías tristes de difuntos recientes. En las fotos de Richard Avedon la presencia humana tiene una intensidad de busto romano en bronce, de retrato funerario de El Fayun: la presencia humana despojada de cualquier adorno o accidente, representada o más bien invocada contra un fondo neutro, blanco, el fondo vacío del paso del tiempo y el limbo de la muerte. Esas caras de Avedon nos miran con una fijeza fanática, o miran hacia ninguna parte, hacia el espacio blanco y vacío que las circunda o hacia la hondura del tiempo. Nos miran como un desconocido que está frente a nosotros, con una cercanía angustiosa, imposible, porque nos permite ver lo que habitualmente no distinguimos en quienes tenemos muy cerca. El fondo siempre blanco es la nada candente contra la que se recortan esas presencias ya heladas en una asepsia de morgue, en la misma intemporalidad que los muertos etruscos o los escribas tallados en madera y con cuentas de lapislázuli en las cuencas de los ojos. En una foto de 1957, Marilyn Monroe está sola y ausente, replegada en sí misma, como si no advirtiera el acecho de la cámara, hacia la que tantas veces, en otras fotografías, mira como hacia los ojos de un amante. En 1957, en la cima de su éxito, Marilyn Monroe está igual de perdida que uno cualquiera de esos vagabundos a los que Avedon retrató por las carreteras interiores de América. Como en una danza medieval de la muerte, las fotografías colgadas en las paredes blancas del Metropolitan unen en el mismo destino a los poderosos y a los miserables, a los ricos y a los pobres, a las celebridades y a los desconocidos. «Los vagabundos parecen escritores, y los escritores parecen vagabundos», me dice en voz baja la que va siempre conmigo. Jean Genet lleva una gastada cazadora de macarra y un jersey de muerto de hambre, un jersey con lamparones y quemaduras de cigarrillos. Carson McCullers tiene la boca carnosa, húmeda, descolgada y torcida, como algunas borrachas que se ven en los bancos de los parques. Los ojos claros de Carson McCullers son enormes y líquidos en el tamaño agrandado de la fotografía, y las pupilas tienen una fijeza y una vulnerabilidad imposibles de sostener, y en ellas se ve, duplicada y diminuta, una silueta oscura que sin duda es la del fotógrafo. Los ojos en las fotos de Avedon son a veces tan grandes como los espejos convexos que hay al fondo de algunos cuadros de los maestros primitivos flamencos. Los ojos miran devoradoramente, chupan el espacio de nuestra presencia amedrentada de testigos. Los ojos húmedos del padre de Richard Avedon tienen una urgente expresión de miedo o de súplica en una foto en la que ya es un hombre viejo y enfermo que viste una bata de hospital. En los ojos de Truman Capote hay, como en su cara entera, una lenta somnolencia de saurio, una pesadez abotargada y alcohólica de cabezón olmeca. En tres fotos sucesivas, Igor Stravinsky, ya muy viejo, tiene primero los párpados caídos, y luego medio abiertos, y en la tercera foto mira con una interrogación irritada, como si sólo los hubiera abierto del todo al advertir que un intruso lo estaba mirando. Los ojos del físico Oppenheimer son clarísimos y están llenos de espanto y de piedad, y parece que reflejan, como su cara entera vuelta hacia un lado, el resplandor apocalíptico de la bomba atómica que él ayudó a crear, el fuego desatado de mil soles que es el mismo que le ha puesto tan cobriza la cara. Casi igual de claros son los ojos del ex presidente Eisenhower, quien de todos los políticos retratados en la exposición es el único que mira con llaneza, un anciano que hace mucho tiempo que no manda ejércitos ni gobierna el mundo y se da cuenta de que el poder que tuvo ya no es nada, y que él mismo no es más que un jubilado en espera de la muerte. El torso descubierto y nervudo de Andy Warhol —a quien no se le ve la cara— es el de un San Sebastián recosido y quirúrgico, cruzado de cicatrices, de incisiones de puntos, la carne maltratada, anónima y mortal que ha sobrevivido a una carnicería sucesiva de disparos y de bisturíes. Joseph Brodsky tiene un hermoso perfil de poeta romántico y una camiseta de mendigo, tan agujereada de quemaduras de cigarrillo como el jersey de Jean Genet, aunque no inmunda, una camiseta de pobreza honrada, de escritor y disidente político, como una declaración de principios. John Cheever sonríe, civilizado y triste, como la prosa misma de sus cuentos, con los brazos cruzados, con camisa de franela y corbata de punto, un hombre de mundo que en realidad está fuera del mundo, que tiene las manos oscuras de manchas de vejez y la piel cruzada de arrugas como cicatrices, la piel que se le quedó floja a quien dejó de beber y ha perdido la hinchazón insana del alcohol. W. H. Auden, en una foto de los años sesenta, rodeado de una blancura de niebla y de nieve que acentúa la del papel fotográfico, es un clochard con un abrigo viejo y demasiado grande, de solapas enfáticas, con unas zapatillas de paño que seguramente estarán empapadas. Pero no hay presencias más imperiosas que los desconocidos, los acabados, los miserables sin remedio y sin nombre, y sin embargo dotados de una dignidad heroica, de una furia no domada, más allá de cualquier extravagancia estética o abandono bohemio. Los vagabundos con americanas muy estrechas, con las solapas subidas y los bolsillos descolgados, con el pelo grasiento y muy peinado, todavía con las marcas de una mala noche en el jergón de un albergue o en el banco de un parque: los vagabundos con melenas de profetas dementes y ojos de iluminados, de esquizofrénicos que escuchan voces de seres invisibles, como San Antonio o San Simón Estilita. Perdidos quién sabe dónde, expulsados de hospitales psiquiátricos, alumbrados un instante por la mirada del fotógrafo y el objetivo de su cámara, renacidos en la cubeta del revelado como en un trance de alucinación espiritista. Pero entre todos ellos, los vivos y los muertos, los célebres y los sin nombre, los retrasados mentales y los talentos mayores de la ciencia, no hay figura más verdadera ni terrible que la de Stanley Casey, un hombre que nació esclavo y a quien Avedon retrató cuando ya tendría más de un siglo, en 1963, a una edad legendaria de patriarca del Génesis. Contra el fondo blanco se difumina su pelo blanco y escaso como algodón muy rizado y resalta su cara muy negra, de huesos grandes, de quijadas muy fuertes, casi tan negra y brillante como sus ojos de antracita, los ojos que están viendo lo que nadie más recuerda ya en este mundo, la infamia y el dolor insondable de la esclavitud, la vergüenza que dura a través de las generaciones y proyecta sobre el presente su sombra de injusticia y crueldad. Stanley Casey tiene ya algo de momia en vida, tan viejísima es su piel apergaminada y negra, algo de momia y de estatua de basalto negro, impenetrable al tiempo. Uno puede dejar de mirarlo, pasear la mirada por otras fotografías, pero esa cara y sus ojos nos siguen persiguiendo, y nos parece que volvemos a verlos en alguien que puede ser un descendiente suyo, en cualquiera de esos negros viejos y envueltos en harapos que extienden hacia nosotros una mano que agita un vaso de plástico. En otros tiempos, en Egipto o en Roma, en la España en que pintaba Velázquez, en la Holanda de Rembrandt o de Vermeer, la pintura y la escultura se ocupaban de invocar la existencia humana, el misterio de la identidad, lo que queda revelado o permanece indescifrable en unos ojos abiertos. De esa tarea, que por algún motivo el arte moderno parece haber abandonado, sólo sigue ocupándose la fotografía. La fotografía, inventada tan tarde, resulta ser así el arte más primitivo, el que ahonda más en lo sagrado: el estudio del fotógrafo está tan lleno de sortilegios como una cámara funeraria egipcia, y sus herramientas se parecen, en la pericia y el secreto con que son manejadas en la oscuridad para preservar de la muerte una presencia humana, a las que usarían en Egipto los embalsamadores o los escultores de las tumbas.