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Papel de cartas, hojas cuadriculadas de cuadernos, anchas láminas de bloc de dibujo sobre las que una mano diestra y veloz ha trazado al óleo el boceto de un paisaje: la Morgan Library, tan imponente por fuera, es el depósito de las huellas más frágiles de la expresión humana, las más humildes, lo que se escribe o se dibuja o se pinta sobre una hoja de papel, lo mismo una carta de amor que una melodía recién surgida en la imaginación y garabateada a toda velocidad sobre el papel pautado, antes de que la borre el olvido, un libro escolar con anotaciones en los márgenes, una factura de 1905 con el membrete de un hotel y con una lista detallada, pulcramente caligráfica, de los conceptos y las cantidades que un cliente en la ruina dejó impagadas al morir. En las estanterías labradas de la Morgan Library están algunos de los libros más colosales y valiosos que existen en el mundo, como una Biblia impresa por Gutenberg en 1465, pero también he visto allí la última factura que le cargaron en su hotel de París a Oscar Wilde, que no estaba a su nombre, sino al de un M. S. Melmoth, S por San Sebastián, Melmoth por el muerto en vida y desterrado sin reposo de una novela gótica de Charles Maturin tras cuyo apellido se escondía en sus últimos tiempos Oscar Wilde no tanto para huir de la vergüenza que había caído sobre su nombre verdadero como para declarar su condición póstuma de regresado de un lugar más sombrío que la muerte. El edificio de la Morgan Library es como un gran cofre o mausoleo erigido a la memoria del plutócrata J. P. Morgan en la esquina de Madison Avenue y la calle 36, pero las cosas más estremecedoras que se encuentran en ella son las huellas banales o apresuradamente escritas de las vidas humanas, lo que se escribió o se dibujó sobre un papel cualquiera y quizás se perdió en bolsillos o cajones y sin embargo sigue teniendo al cabo de mucho tiempo una instantaneidad de cosa perentoria y recién sucedida, de carta recién escrita, recién leída después de desgarrar el sobre, de melodía terminada de componer hace unos minutos, todavía nueva y vibrando en la imaginación de un músico. En la Morgan Library he visto un ejemplar de Tácito en latín, subrayado y anotado con letra escolar por el adolescente Oscar Wilde, y también alguna de las cartas que escribió desde la cárcel de Reading, a lápiz, con trazos gruesos, sobre un papel azul y basto, rayado, que tenía la aspereza y el color de un uniforme carcelario. He visto en vitrinas cerradas bajo llave, en un salón de techos altos, mármoles y penumbras —el papel debe ser conservado a salvo de una luz demasiado intensa— cartas que escribían los soldados en la guerra civil americana, algunas de ellas apresuradamente, en un papel cualquiera, un poco antes de entrar en combate, con letra torpe de casi analfabetos, y que fueron encontradas en el interior de las guerreras de los cadáveres, a veces con manchas desvaídas de sangre, sin nada más que un nombre y la dirección de una familia, el nombre que salvaría al cadáver futuro del anonimato y la dirección adonde enviar la noticia de su muerte. Cartas de campesinos, de reclutas pobres que no habían tenido trescientos dólares para escaparse de la guerra, escritas sobre papel rayado, con mucha dificultad, con faltas de ortografía, parecidas a las que yo encontraba de niño en el fondo de los cajones de mi casa. En la Morgan Library está la caligrafía insegura de los pobres, y la exquisita de los literatos y los príncipes, las notas que casi pintarrajeaba Beethoven al final de su vida sobre el papel pautado y las regulares y serenas de Brahms, la escritura de Mahler y la de Mozart, sus líneas sobre el papel con la delicadeza y casi el temblor del trazo de una brizna de hierba fosilizada en una roca lisa. En una hoja cuadriculada de cuaderno hay una anotación escrita por un soldado la noche del 5 de junio de 1944: el desembarco en Normandía no pertenece al pasado ni a la Historia, sino al porvenir inmediato y al miedo de ese hombre joven que tal vez no sobrevivió. En la Biblioteca Morgan hay manuscritos iluminados de los evangelios copiados en monasterios medievales de Armenia y cilindros y sellos de marfil hendidos con figuras de animales alados, con jeroglíficos, con signos primitivos de escritura cuneiforme. En una vitrina hay un volumen abierto del diario de Stuart Davis, vibrante de acuarelas con bocetos de escaleras y anuncios, de trenes elevados, de rascacielos de Nueva York, y en otra una carta que Manet le escribió un día de junio de 1860 a una mujer que se llamaba Margarita, adornándola con dibujos delicados de margaritas en el encabezamiento y en los márgenes. Viendo esa carta, esa caligrafía, la calidad del papel, uno se imagina a un hombre de mundo, que se vestiría con la misma elegancia con que trazaba unas palabras en francés o dibujaba una acuarela, que elegiría una flor para su ojal tan cuidadosamente como la margarita postal que le envió a su amiga. Muy cerca, llegada desde otra región del pasado, a través de quién sabe qué azares, hay una hoja ordinaria de cuaderno escolar, cuadriculada, con signos de arrugas y dobleces, como si hubiera permanecido mucho tiempo en el bolsillo de alguien. Está protegida también por un cristal, montada en un marco de madera oscura, pero a pesar de eso conserva una cualidad de cosa estragada, de testimonio de un arrebato angustioso: es una carta que Van Gogh le escribió a Paul Gauguin insistiéndole para que se viniera a vivir y a trabajar junto a él en Provenza. A un lado, Van Gogh ha dibujado para su amigo el boceto del cuadro que está pintando esos días: una habitación estrecha, con una ventana al fondo, con una cama de madera y una silla de anea. El cuadro terminado, el libro concluido e impreso, se cierran sobre sí mismos, ya definitivos, herméticos como las valvas de un molusco, como el caparazón de un crustáceo, dispuestos para la vitrina o la estantería: el dibujo, el borrador escrito a mano, la página de diario, la carta, preservan la huella del presente en el que una mano los estaba trazando, la cualidad líquida de las líneas de tinta o de lápiz, nos atraen como imanes hacia ese instante, nos hacen parte de él, de su cualidad fluida y trémula. Van Gogh está concibiendo, mientras dibuja su cuarto, un cuadro que todavía no existe, Oscar Wilde escribe con un lápiz grueso en el papel obligatorio de los prisioneros y sobre su caligrafía gravita toda la pesadumbre del cautiverio y el tiempo que le falta para salir de la cárcel, Mozart inventa una música al mismo tiempo que la va escribiendo y esa música nadie la ha escuchado todavía, un soldado escribe tortuosamente su nombre, con manos torpes y grandes, en un trozo de papel que le ha prestado alguien, y la batalla de la guerra civil americana en la que va a morir no ha empezado todavía. En la Morgan Library me viene a la memoria esa frase de Cervantes: Sola la vida humana corre a su fin ligera más que el viento.