36

Entre la noche del sábado y la mañana del domingo ha llegado inesperadamente el frío, y parece que el tiempo ha dado un salto hacia el invierno. La mañana es luminosa y clara, con resplandores como de domingo en el Retiro de Madrid, pero el viento sacude las copas de las acacias jóvenes y la gente camina un poco inclinada, con las manos enguantadas en los bolsillos, con una actitud invernal. En la mañana del domingo las aceras de Columbus Avenue se llenan de puestos callejeros, y en el patio de una escuela pública, en la calle 76, hay un mercadillo grande, caótico, populoso, en el que se vende y se compra todo, las cosas más absurdas, porque en Nueva York parece que nadie tira nada, que todo lo muy usado y lo decrépito y lo más raro y lo más ruin que contiene una casa, en vez de ir al vertedero, emprende nuevas vidas cíclicas en los baratillos dominicales que surgen casi en cualquier esquina de la ciudad, en los solares de los edificios derribados y en los aparcamientos al aire libre. Las hojas diminutas y ovaladas de las acacias ya se han puesto amarillas, y caen de las ramas arrastradas por el viento, girando a veces entre la gente y los coches en remolinos de confeti. El sol brilla diáfano, pero el viento es frío como una hoja de cuchillo, atraviesa la ropa demasiado ligera y provoca espalda arriba escalofríos de catarro próximo. Grandes nubes avanzan como galeones desde el río Hudson, y cuando tapan el sol la calle queda sumida en una grisura de diciembre. Los vendedores se suben las solapas de los chaquetones, golpean el suelo para calentarse los pies, soplan el vaho del aliento sobre las puntas de los dedos. En cada esquina la perspectiva recta y despejada de las calles muestra al fondo, hacia el oeste, la corriente color de acero del río y las orillas arboladas de New Jersey; hacia el este, la misma amplitud recta termina en la espesura de Central Park, muy verde todavía, como si entre sus arboledas aún durase el verano. Dice John Cheever que en el Nueva York de su juventud había por todas partes una luz fluvial que luego se perdió. Vamos paseando como dos holgazanes, sin oficio ni beneficio, sin lazos, sin horarios ni compromisos que cumplir, acogidos al adanismo de amantes solos en el principio del mundo que descubrimos en esta ciudad hace tantos años, disfrutando perezosamente de la mañana, de la calzada sin tráfico y del comercio callejero, de la amplitud del domingo que todavía se ofrece anchurosamente delante de nosotros. Yo miro libros y discos de segunda mano, me dejo llevar por la pululación de zoco que ocupa la acera, y ella, mientras tanto, más alerta y más práctica, encuentra con instinto certero las cosas bellas y útiles que le gustan, carteles publicitarios de principios de siglo, una camisa de forma y textura exquisitas colgada en un tenderete, un sombrero que se cala sobre la frente y que le da en seguida a su cara una gracia como de los años del jazz. Se pone el sombrero y sonríe mirándose en un espejo, ajustando sutilmente el gesto de los labios, el escorzo de la nariz y la barbilla, y su cara de pómulos finos y facciones tan precisas es como la de un anuncio de cigarrillos o como una ilustración en la portada de una novela o de una revista de modas de 1930. Toda la acera, hacia el norte, está ocupada por puestos de ropa, de bisutería, de sombreros, de libros viejos y discos, por terrazas de restaurantes en las que sigue habiendo mesas ocupadas, porque aquí la gente es dura y está acostumbrada a resistir el invierno. Del interior de los restaurantes viene un rumor desahogado y placentero de domingo, de desayunos tardíos con el periódico y un bloody mary, de platos de langosta, salmón y huevos Benedict cubiertos de una salsa blanca y rodeados de ensaladas de colores muy vivos. Vuelve a salir el sol y da la impresión halagadora de que la vida puede ser un dejarse llevar por ocupaciones gustosas, una camaradería indolente y fortalecida de experiencia y ternura, de caminatas dominicales por calles soleadas y regresos a una casa cálida y compartida, quizás con la expectativa del amor lentamente gozado mientras va pasando la tarde, de la lectura demorada del periódico en un sillón junto a una ventana. En el mercadillo de la escuela, un hombre que vende espejos grandes, lunas de armarios de los años cincuenta —en una como ésas me miraba yo intrigado de niño, furtivo en la penumbra del dormitorio de mis padres— tiene encendida una radio, y en ella, de pronto, se escuchan voces alarmadas que hablan de bombardeos, de los primeros ataques aéreos contra Afganistán: el frío sube otra vez por la espina dorsal, la incertidumbre alimentada por las palabras que se escuchan a medias, que no llegan a formar secuencias inteligibles, por culpa del ruido del mercado y también de las explosiones que se oyen de fondo en la radio. Mientras escucha, el vendedor de espejos se queda serio y pálido y mueve abatidamente la cabeza. Acaba de empezar una guerra, hay aviones bombardeando, sirenas de alarma, tableteos de ametralladoras antiaéreas, y nosotros, aquí, nos paseamos tranquilamente por un mercadillo de cosas viejas, de residuos de vidas y hogares abolidos, nos sentamos en un restaurante y pedimos un par de bloody maries, unos huevos Benedict con beicon, salmón y langosta. En el bar, encima de la barra, hay un televisor encendido donde se ven imágenes de cazas despegando de un portaaviones, manchas de fosforescencia que estallan en la oscuridad verdosa de una ciudad que parece en ruinas. La CNN recupera sus días de gloria vampíricamente alimentada por una nueva guerra, pero el volumen del televisor no está muy alto y queda casi borrado por las voces de los comensales y el ruido de los vasos y los platos. Muy pocas personas alzan la mirada o interrumpen su conversación para atender a lo que se ve en la pantalla, las tinieblas de esa ciudad que parece vista con rayos infrarrojos, las bengalas o relámpagos del bombardeo que está sucediendo en otro mundo, en un lugar donde ahora mismo es noche cerrada, donde la gente se esconderá en sótanos o entre ruinas escuchando el silbido de las bombas, sintiendo temblar el suelo con el impacto de las explosiones.