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Pero hasta que llegara ese momento, el melancólico final de la noche —también para nosotros dos el tiempo se acababa, y no faltaba mucho para que tuviéramos que abandonar la habitación del hotel y la ciudad que nos había acogido como un santuario provisional para nuestra huida—, aún nos quedaban varias horas por delante cuando por fin encontré la calle Grove y el modesto letrero luminoso de la Arthur’s Tavern, brillando como la luz de una casa invitadora y aislada en la noche de invierno. En Nueva York raramente hay correspondencia entre la temperatura de los lugares cerrados y la de los espacios abiertos, y las diferencias climáticas artificiales son todavía más extremas que las de la naturaleza: si hace un calor irrespirable y húmedo en la calle nos traspasará el frío polar del aire acondicionado al entrar en una tienda, en un autobús o en un restaurante, y si escapamos del viento helado empujando con urgencia la puerta de un edificio en menos de un segundo nos sofocará el calor de horno de la calefacción. Ingresamos del golpe, después de habernos extraviado en el frío de las calles a oscuras, casi desiertas en la noche laboral del invierno, en la pulsación del calor y de la música, en el olor a tabaco, a cerveza agria, a madera y a serrín mojado de las tabernas irlandesas, en la penumbra rumorosa de voces, tintineos de vasos y cubitos de hielo, risas de bebedores. En las avenidas sombrías batidas por el viento no había casi nadie, sólo algunos mendigos y lunáticos errantes, pero en el interior de la Arthur’s Tavern, forrado de madera oscura, adornado con recortes de periódicos viejos, con reseñas enmarcadas de New Yorker y del New York Times, con adornos navideños y colgaduras de tréboles de San Patricio y de banderitas del Cuatro de Julio que llevan muchos años acumulando polvo y mugre, las camareras circulaban atareadamente entre las mesas y la barra llevando en alto bandejas con jarras de cerveza rubia, gin tonics y whiskies, y en el aire denso de humo de tabaco la música sonaba por encima de un bajo continuo de conversaciones murmuradas. Había pasado más de un año desde la última vez que estuve allí, pero podía haber ido a tomar una copa tan sólo la noche anterior: detrás del mostrador del fondo se atareaban los músicos, cada uno a lo suyo y los tres confabulados, idénticos a mi recuerdo, el baterista con su aire de letargo y su labio inferior tembloroso y mojado, el contrabajista sujetando su contrabajo como mueble de familia voluminoso, anticuado y barroco, el pianista con su camisa blanca abierta sobre el pecho, los anillos en las manos veloces, sorprendentemente delicadas para el volumen de su cuerpo, y sobre todo el peluquín, con sus brillos de ala de cuervo y de fibra sintética, el peluquín encasquetado sobre su frente sudorosa como un turbante de califa de Hollywood o de mago de circo (pero quizás Estados Unidos es el único país del mundo en el que un político, un artista e incluso un predicador evangélico pueden llevar peluquín sin que se hunda su carrera). Nos acodamos con nuestras bebidas en el mostrador y me pareció que el pianista me miraba como reconociéndome, pero a quien miraba era a la que iba conmigo, que se había puesto esa noche un vestido negro con un escote ancho que revelaba el dibujo de sus clavículas y el principio de los senos y de la curva de los hombros, porque aunque fuera invierno nos estábamos despidiendo y era preciso apurar cada hora memorable, ya casi perdida de tan rápido como se iba el tiempo. Terminaba una canción y el pianista preguntaba quién quería elegir la siguiente, nos lo preguntaba desde muy cerca, al otro lado del mostrador, como preguntaría un camarero la bebida que el parroquiano deseaba tomar. Alguien decía un título, y el pianista fingía con teatralidad guasona que no conocía esa canción, o se rascaba la frente apartando un poco el peluquín como si hiciera un esfuerzo inútil por recordarla, con esa comicidad de vodevil que cultivaron en otro tiempo músicos tan grandes como Louis Armstrong y Fats Waller, y en la que de vez en cuando se complacía Dizzy Gillespie, aunque ya estaba muy mal vista por los doctrinarios de la emancipación racial. Entre tanta gente como había en la Arthur’s Tavern sólo otra pareja se abrazaba, un hombre y una mujer sentados frente a nosotros, al otro lado del ángulo recto que formaba el mostrador en torno al estrado de los músicos. Eran singulares por la formalidad y la elegancia con que iban vestidos en medio de un público en el que predominaba el desaliño, por lo estrechamente que se abrazaban, convirtiendo casi cada acto —el de encender un cigarrillo, el de llevarse la copa a los labios— en una caricia, y porque él era negro y ella blanca, y ni siquiera en Nueva York son habituales esas parejas. Tendrían cuarenta y tantos años: él muy alto, con un traje oscuro, con gemelos dorados en los puños de la camisa, uno de esos negros de estatura majestuosa y suprema elegancia que parecen ir siempre vestidos por el sastre de un rey; ella rubia, escotada, carnal, con vestido negro de tirantes muy finos, muy ceñido a sus caderas anchas, con la piel muy blanca, casi láctea, con una sonrisa ebria en los ojos y en los labios, con una lasitud sexual en los gestos, en la manera que le hablaba a él acercándole la boca al oído o en que alzaba la cara para mirarlo y escucharlo, recreándose en su hermosura masculina, en su elegancia, en el timbre grave de su voz. Alzaban siempre la mano antes que nadie para pedir canciones, y el hombre deslizaba en seguida un billete de dólar en el tarro de las propinas. Pedían las mismas canciones que nosotros deseábamos escuchar, algunas de las cuales nos habíamos regalado el uno al otro, porque también las canciones pueden ser regalos intangibles del amor, revelaciones decisivas como la de una palabra dicha a tiempo, una promesa o una confesión. El pianista las cantaba con su voz ligera, civilizada, sedosa, más de salón de baile que de club de jazz, o más bien las decía, tan cerca de nosotros, al otro lado del mostrador, paseando la mirada entre las caras del público, como sin hacer mucho caso del movimiento de sus dedos sobre el piano o del trabajo de los otros dos músicos, con esa maestría que borra todo signo de esfuerzo y de premeditación, como si las canciones no estuvieran escritas en pentagramas y fueran interpretadas con el trabajo combinado de los instrumentos y la voz, después de un aprendizaje tenaz de mucho tiempo, de una práctica continua. Parecía que las canciones simplemente brotaban en el aire, lo atravesaban como las volutas de humo de los cigarrillos o vibraban en él en conjunciones no menos azarosas que las de las voces, el sonido de las copas y las botellas, el de los cubitos de hielo chocando en el líquido dorado o blanco de los licores destilados, el rumor de las burbujas de la tónica al ser vertida en un vaso de ginebra. También las palabras que cantaba el pianista, que enunciaba apenas entonándolas con su boca de labios grandes muy cerca del micrófono, parecían no pertenecer a quienes las habían escrito muchos años atrás, a Ira Gershwin, a Cole Porter, a Irving Berlin, a Harold Arlen, sino a los sentimientos de cualquiera, porque sus versos breves y sus rimas exactas aludían con naturalidad a las cosas más elementales, a las más decisivas, a la felicidad sexual que el hombre y la mujer sentados frente a nosotros estaban compartiendo y al miedo que nosotros teníamos a empezar a perdernos cuando acabara esa noche y el despertar del día siguiente tuviera la luz enfriada y la tristeza gradual y angustiosa del final del viaje, de la despedida y la incertidumbre sobre el porvenir. Las canciones no hablan de quien las ha compuesto y ni siquiera del que está tocándolas sino de quien las escucha, de quien se reconoció en una de ellas nada más descubrirla y se vio comprendido y explicado por la forma pura de la melodía, por esas palabras que ya le pertenecen incluso cuando sólo las ha comprendido parcialmente. Identificábamos con las primeras notas del piano The Man I Love, Just One of Those Things, It’s All Right With Me, One More for the Road: como el borracho melancólico de esta última no nos resignábamos a la retirada y nos concedíamos el tiempo breve y medido de otra canción, los minutos de tomar otra copa, en esos vasos cónicos de whisky que se abarcan enteros con la mano y llevan una pajita para remover con gustosa sonoridad el hielo picado; como el hombre o la mujer que acude a una cita y en vez de a la persona que esperaba encuentra a otra que le gusta más en It’s All Right With Me, agradecíamos el azar que nos había llevado el uno hacia el otro tan sin habérnoslo propuesto. La cita en Nueva York que durante tantos días de espera había pertenecido a un porvenir siempre incierto ahora estaba a punto de convertirse en pasado y recuerdo, en agridulce memoria de lo que quizás no se repita. Cuando el cantante, a petición del hombre alto y negro y la mujer rubia, empezó a tocar, sonriendo con los ojos cerrados, If We Never Meet Again, estaba hablando del miedo de todos los amantes a perderse, pero esa noche, sobre todo, hablaba de nosotros, que no estábamos seguros de volver a encontrarnos, que esa noche, al cabo de unos minutos, cuando agotáramos la última copa y terminara la última canción, recorreríamos por última vez en taxi, en dirección al norte, la Sexta Avenida deshabitada y oscura en la noche de invierno, iluminada de trecho en trecho por los fluorescentes lívidos de las tiendas de las esquinas y de las cafeterías y restaurantes grasientos de pizzas o de hamburguesas que no cierran nunca. En ellos se ve muchas veces, al otro lado del cristal, a un indigente con la cabeza derribada por el agotamiento, el sueño o el alcohol sobre una mesa de plástico, sucia de restos de comida.